CAPÍTULO V

MÁS MISTERIOS

Beverly Bates llegó oportunamente a la oficina de telégrafos y escuchó en silencio las burlas del empleado, que estaba convencido de que el aviador llegaba de correr una juerga, acusación que el alto bostoniano juzgó inútil refutar.

Después de convencerse de que el telegrama había sido cursado, Bates montó en su motocicleta y se dirigió al campo de aviación, marchando despacio, pues la cabeza le dolía horriblemente a consecuencia de la caída.

Unos diez minutos después de su partida, un hombrecillo con el sombrero echado sobre los ojos, y la parte inferior del rostro casi oculta por el cuello de su impermeable, penetró en la oficina de telégrafos y, despachó un mensaje en clave, de más de cien palabras.

El telegrafista frunció el ceño, dirigió una penetrante mirada al remitente, por fin contó las palabras y anunció el coste.

—¿Quiere escribir las señas del remitente? —pidió el empleado.

Pero el hombre del impermeable pareció no oírle, contando el cambio de un billete de diez dólares y marchándose luego sin pronunciar palabra.

Beverly Bates, aún bastante magullado, entró, cojeando, en la sala de mandos, que encontró vacía, a excepción de Cy Hawkins que permanecía de guardia.

—¡Por amor de Dios! —exclamó Cy Hawkins—. ¿Qué te ha ocurrido, muchacho? ¿Has estado tomando un baño de barro?

—No creo sea una costa tan divertida —replicó Bates, enarcando las cejas.

—Sólo tienes que mirarte al espejo y verás si hay motivo para reírse. Jamás vi cosa más grotesca en todos los días de mi vida.

Lo que Beverly Bates habría contestado no llegó a saberse, pues en aquel momento percibieron un grito en el exterior.

Cy Hawkins saltó a la puerta, al oír ruido de carreras.

Algo producía una enorme excitación entre el bungalow y el hangar donde se guardaba el misterioso avión de Bill Barnes.

Cy Hawkins vio el resplandor de los proyectores reflejados sobre los impermeables de los hombres agolpados en torno a algo que no podía ver.

—Permanece aquí mientras investigo —gritó por encima del hombro a Beverly Bates, y echó a correr en dirección al grupo de hombres que avanzaban hacia él llevando un cuerpo inerte en brazos.

Era el joven Sanders, que estaba pálido y tenía un enorme chichón en la nuca.

El rostro de Cy Hawkins se endureció al contemplar la inmóvil figura.

—Están sucediendo demasiado cosas por aquí —murmuró.

—Pero lo que no comprendo es todo este griterío —se quejó Shorty Hassfurther, mientras varios aviadores frotaban la frente del muchacho, y Bill Barnes le ponía una mano sobre el corazón.

Los ojos de Sandbag parpadearon y empezó a mostrar señales de recobrar el conocimiento.

No sé lo que ha ocurrido —dijo Bill Barnes—, pero me lo imagino. Alguna banda de malhechores intenta descubrir el secreto del aparato. A propósito, será mejor que dos de vosotros vayáis al hangar a ver si todo está en orden.

Shorty Hassfurther y Red Gleason se encaminaron hacia el hangar. Los dos guardias declararon no haber oído nada anormal. Ni oyeron tampoco la lucha en la oscuridad. Abrieron las puertas y encendiendo las luces, dejaron entrar a Shorty y a Red.

Inspeccionaron el taller y no descubrieron nada sospechoso. Si la mirada de Red Gleason se hubiera posado, por casualidad sobre aquel cilindro colocado de manera tan disimulada cerca del avión, habría pensado que se trataba de uno de los muchos dispositivos inventados por Bill Barnes.

Tampoco observaron los dos hombres el trozo de finísimo alambre que se extendía desde la parte delantera del aparato, perdiéndose en las sombras de la pared.

Regresaron informando que no sucedía nada anormal; todo estaba en perfecto orden.

Encontraron al joven Sanders que habiendo recobrado el conocimiento, estaba sentado, tan aturdido, que no hallaba palabras para relatar lo sucedido.

Nadie prestó mucha atención a Beverly Bates, quien entre tanto se lavó y cambió de ropa. Sólo cuando Bill Barnes se fijó en las lesiones del mentón y del cuello: le interrogó acerca de ellas.

—Debo confesar que no comprendo todavía lo ocurrido —respondió en su tono preciso y doctoral—. Sólo recuerdo que marchaba a toda velocidad, y de pronto, me encontré tendido en la cuneta en una posición poco elegante.

—Es probable, que alguna de tus palabras aristocráticas se enredase con la rueda delantera —sugirió Red Gleason.

—No. No es ésa la explicación —objetó Cy Hawkins—. Probablemente Beverly tuvo un cortocircuito entre su vocabulario y su epiglotis y rodó envuelto en llamas, esparciendo verbos y adjetivos por toda la carretera.

—La risa de los necios es como crujido de espinas bajo un pote —citó Beverly Bates, con acritud.

A pesar de las chanzas seguían atendiendo al joven Sandbag, mojándole el rostro con una toalla. El muchacho miraba a su alrededor de una manera estúpida.

—¿Qué sucedió, muchacho? —preguntó Bill Barnes en tono bondadoso.

—Lo ignoro. —El muchacho movió la cabeza aturdido—. Salí a explorar con la intención de descubrir al individuo que mató al señor Hibben cuando, de repente, alguien se abalanzó sobre mí y por poco me estrangula; luego llegaron otros y ¡paf! Algo me dio en la cabeza. Esto es todo cuanto sé.

Los hombres reunidos a su alrededor adoptaron un aire grave.

—Este asunto empeora —murmuró Barnes, con un brillo extraño en los ojos.

—Que me cuelguen —dijo Shorty Hassfurther—, si no se trata de la serie de misterios más extraños que he visto en mi vida. Tengo una idea…

—¡Cuidado! —advirtió Cy Hawkins—. ¡La última vez que se te ocurrió una idea estuviste en cama una semana!

—… Tengo una idea —continuó Shorty, sin hacer caso de la interrupción—, y es, que todos estos sucesos se relacionan con el aparato misterioso que vuela sobre nosotros todas las noches.

—¡Qué listo eres! —murmuró Red Gleason.

—¡Qué admirable! —afirmó Cy Hawkins.

No obstante, las palabras de su compañero les recordaron la aguja sobre el gráfico y Gleason se acercó a mirarla.

—¡Rayos y centellas! —gritó—. ¡Ese maldito avión está volando otra vez encima del campo!

Bill Barnes, giró sobre sus talones y se acercó al gráfico.

La trepidación del motor se percibía de nuevo.

—¡Shorty! —llamó—. ¡Tú, Red y Cy Hawkins montad las ametralladoras y buscad a ese pájaro! Coged los aviones de caza. Los demás que se queden aquí vigilando el campo.

Tras estas palabras Bill Barnes se dirigió a la puerta.

—¿Dónde vas? —preguntó Scotty Mac Closkey.

—A buscar mi avión y subir a 14.000 pies de altura —respondió la voz de Bill Barnes desde fuera.