VISITANTES FURTIVOS
El joven Sanders no era el único que rondaba aquella noche.
Con la rápida partida del extraño avión de Bill Barnes, los hombres que montaban guardia en su hangar descuidaron la vigilancia y salieron al campo con los otros, dejando, durante quince minutos, las puertas abiertas y sin vigilancia.
Nadie observó dos figuras furtivas que penetraron al amparo de las sombras, por las puertas abiertas, y dirigiéronse al interior del edificio.
Una tercera sombra montaba guardia vigilando los movimientos del grupo congregado en el campo, mientras sus dos cómplices trabajaban rápida y silenciosamente en el interior del hangar.
El resultado de sus labores fue colocar en posición un objeto cilíndrico que apuntaba al lugar que debía ocupar el avión misterioso.
El hombre que vigilaba en las sombras del umbral emitió un silbido de aviso y se alejó del campo. Sus dos cómplices se dispusieron a imitarle, pero el avión de Bill Barnes regresó tan pronto y entró en el hangar con tal presteza, que retrocedieron en las sombras, frustrada la ocasión de escapar.
Así resultó que el aeroplano de experimentos quedó encerrado sin que nadie supiera que dos sombras se escondían en la oscuridad, palpando la superficie del aparato, y cuchicheando en tonos guturales y excitados.
Uno de ellos sacó unos alambres y un par de alicates de los bolsillos y los dos hombres empezaron a trabajar silenciosa y velozmente, conectando el objeto cilíndrico con el mecanismo de arranque del avión misterioso.
Terminada su labor escucharon las voces de los vigilantes situados al otro lado de la puerta.
Los dos intrusos celebraron consejo en voz baja, para hallar, evidentemente, la manera de salir del hangar. El resultado de la conversación fue que probaron las ventanas y al fin lograron abrir una situada en la parte trasera del hangar. Deslizándose por ella, saltaron al exterior, en la oscuridad, cerrando con cuidado la ventana.
Con gran ansiedad se alejaron todo lo posible de aquel cilindro de aspecto inocente, conectado con el aparato de Bill Barnes. Es fácil imaginar lo que sucedería cuando una chispa eléctrica se transmitiese a aquel cilindro que tenia todas las características de estar cargado de explosivos.
Unos minutos antes de que ocurriera esto, el joven Sandbag Sanders, avergonzado y confuso por la acogida dispensada a su intento de relatar el argumento de una película, tuvo una idea.
Existía mucho misterio en torno a aquel campo de aviación y se le ocurrió que podía convertirse en un héroe solucionando parte del enigma.
Los hombres de la sala de mandos no se fijaron en él cuando salió dispuesto a realizar una hazaña detectivesca. Tampoco le observaron cuando, cruzando con cautela el campo, dio una vuelta en torno al bungalow de Bill. Dos agentes permanecían sentados ante la puerta, fumando, y hablando en voz baja mientras vigilaban el cadáver de Rufus Hibben que yacía en el interior.
Sandbag Sanders se dirigió cauteloso hacia la parte trasera de la casa, con la esperanza de descubrir algún rastro del asesino desconocido.
Detrás del bungalow las tinieblas eran muy densas y de pronto al joven le pareció que se animaban con siniestro movimiento. Sandbag sintió que el corazón cesaba de latirle al ver unas vagas sombras que se dirigían hacia él.
Hizo un esfuerzo y calmó en parte el miedo, diciéndose que eran efectos de su fantasía y avanzó resuelto a practicar una inspección del hangar secreto.
Pero no se trataba de una visión imaginaria, pues una figura oscura y achaparrada surgió del suelo y le asestó un golpe.
El joven no tuvo tiempo de asustarse, pues de pronto se encontró peleando por su vida con un hombre extraordinariamente fuerte que intentaba hacer presa en su garganta y estrangularle.
El joven Sanders se retorció desesperado pegando puñetazos y patadas, intentando zafarse de la dolorosa presa que hacían en su garganta. Algunos de sus golpes dieron en el vacío, pero consiguió que su asaltante profiriera un gruñido de dolor. El individuo persistía en el ataque y Sanders notó que iba perdiendo fuerzas; sintió un estruendo en los oídos y sus pulmones parecieron próximos a estallar.
Vio dos figuras borrosas en la oscuridad. Desesperado ante aquella nueva amenaza, dio un empujón convulsivo liberándose de la presa estranguladora que le ahogaba por momentos. Empezó a respirar de manera tan espasmódica, que no pudo gritar.
Entonces fue cuando, al parecer, el cielo se pobló de millones de estrellas, y Sanders cayó sin sentido al suelo de un fuerte golpe en la nuca.
Al regresar Bill Barnes a la sala de mandos, redactó el telegrama y cuando al llamar al joven Sanders éste no compareció, entregó el mensaje a Beverly Bates para que lo transmitiese por teléfono.
Beverly telefoneó leyendo el breve mensaje escrito a lápiz en una hoja de la libreta del aviador y esperó una respuesta. No recibiendo ninguna contestación probó de nuevo y luego por tercera vez, hasta que por fin miró perplejo a su alrededor.
—AL parecer nuestro fiel teléfono ha cesado de funcionar —exclamó.
—¿Estás seguro? —preguntó Bill Barnes; y dirigiéndose al aparato intentó comunicar, sin mejor resultado.
—Quizás la violencia de la tormenta ha arrancado algunos de los postes telefónicos —sugirió Beverly Bates.
—Lo más probable es que algún granuja haya cortado los hilos —observó Cy Hawkins.
Siguió un profundo silencio.
—¡Pues sí que están sucediendo cosas! —gimió Shorty.
—Sí. Y cuando se cortan los cables telefónicos usualmente significa que todavía no ha sucedido lo peor —gruñó Red Gleason.
Bill Barnes echó una mirada a su alrededor, murmurando:
No me gusta el aspecto de este asunto. Los incidentes se van repitiendo. ¿Tenéis vuestras pistolas?
Asintieron todos.
—Perfectamente. Será mejor que las llevéis encima —aconsejó el jefe—. Tal vez suceda de un momento a otro algo inesperado. No me gusta ese teléfono enmudeciendo de repente. Bates —preguntó—, ¿tienes tu motocicleta dispuesta?
El interpelado movió afirmativamente la cabeza.
—Pues deseo que lleves ese mensaje a la oficina de telégrafos y desde allí avisa a la compañía que nuestro teléfono no funciona. Diles que vengan a repararlo en seguida; Es urgente. ¡Llévate una pistola! —le gritó cuando Bates desaparecía por el umbral.
Los demás oradores se habían puesto en pie, dispuestos a entrar en acción.
—Shorty —continuó Bill Barnes—, notifica a los agentes de guardia en mi bungalow, que intenten telefonear, aunque apostaría que tampoco funciona su teléfono.
Shorty salió presuroso mientras los otros aguardaban. Regresó breves instantes después.
—¡Que me cuelguen si aquel teléfono no está también estropeado! —exclamó.
En aquel momento oyeron el estruendo de la motocicleta de Beverly Bates en la última hilera de hangares. Un segundo después, su faro pasó relampagueante frente a las ventanas de la sala de mando y oyeron las detonaciones del tubo de escape sonando en dirección a la carretera principal.
La lluvia era fina pero persistente, y el haz luminoso del faro se descomponía en mil reflejos al atravesar las pequeñas gotas de agua. Bates salió en medio del barro y del agua por la verja principal ganando velocidad al ascender la cuesta que se extendía delante de la carretera.
Al escalar la cresta, la motocicleta salió disparada. De pronto se bamboleó con violencia patinando hacia un costado de la cinta asfaltada y el delgado cuerpo de Beverly Bates chocó con un alambre extendido de parte a parte de la carretera.
El choque lo despidió del sillín de la máquina, cayendo hecho un ovillo en una cuneta.
Quedó tan aturdido, que no notó que unos dedos le registraban los bolsillos ni tampoco distinguió a dos figuras oscuras que enderezándose con el mensaje escrito a lápiz se retiraron unos pasos para leer su contenido con la ayuda de una linterna eléctrica.
El leve destello de la lámpara de bolsillo se apagó al cabo de un momento.
Se oyeron unos cuchicheos guturales en la oscuridad.
Las dos figuras se acercaron a Beverly Bates, que mostraba señales de recobrar el conocimiento, le introdujeron el trozo de papel en el bolsillo y en seguida quitaron el alambre de acero extendido de parte a parte del camino y desaparecieron en los bosques tan silenciosamente como habían llegado.
Beverly Bates tardó unos diez minutos en volver en sí. Sentándose se palpó la cabeza y luego miró de una manera estúpida a su alrededor, haciendo un leve esfuerzo para comprender lo que le había ocurrido.
La lluvia seguía azotándole el rostro. Estaba empapado, lleno de barro y el cuello y el mentón le sangraban a consecuencia del contacto con el alambre y en la cabeza se le iba formando un formidable chichón:
Pero Beverly Bates era valeroso y resistente.
Recobrando en parte el conocimiento, algo aturdido aún, se incorporó vacilante y recogió su motocicleta. Aunque el asiento estaba lleno de barro y mojado, la máquina se hallaba en buenas condiciones, y tras uno o dos intentos pudo ponerla en marcha.
Descendió serpenteando por la carretera como borracho, y continuó la marcha.
El resto de sus camaradas, salieron uno a uno de la sala de mandos y regresaron poco después, armados todos con sus respectivas pistolas automáticas.
En sus rostros se veía una decisión que nada bueno auguraba para el intruso que se metiese en el aeródromo.
Cy Hawkins llamó la atención de sus compañeros para que observasen la aguja registradora.
Los aviadores se agolparon a su alrededor mientras él señalaba la delgada línea de tinta.
El gráfico señalaba que el misterioso visitante había regresado, que su motor permaneció silencioso unos quince minutos y que en aquel momento su trepidación desaparecía en la distancia.
—¡Qué cosas más raras! —comentó Bill Barnes, observando con ojos entornados la aguja—. Será mejor que echemos un vistazo a los hangares. Pero antes me voy a poner un impermeable.
Miró a su alrededor buscando al joven Sandbag Sanders. No se veía el menor rastro del muchacho.
—¿Dónde diablos estará ese chiquillo? —murmuró el aviador.