CAPÍTULO III

UN ÁGUILA SE REMONTA

Los aviadores se dirigieron veloces hacia el grupo reunido alrededor del avión de Shorty Hassfurther.

Al principio, los hombres de la sala de mandos temieron que le hubiera sucedido algo a su compañero, pero en cuanto se acercaron al aparato desapareció el temor, pues la voz de Shorty Hassfurther se elevaba en un torrente de invectivas.

—¡Abrochadme la chaqueta impermeable! —su voz resonó a larga distancia—. Si ese fulano de arriba no recibe su merecido, me… —y Shorty pasó a describir la variedad de torturas que infligiría al desconocido.

Bill Barnes interrumpió el torrente de maldiciones con una breve pregunta.

—¿Qué son todos estos gritos, Shorty? —preguntó.

—¡Malditas sean mis bujías! —rugió Hassfurther—. Si ese granuja… —y pasó a detallar sus aventuras; un relato salpicado de muchas frases extraordinariamente gráficas.

Según entendían los oyentes, Shorty, al remontarse, atravesó las primeras nubes y ascendió a una zona superior donde el aire era un poco más claro.

Pero antes de elevarse a muchos miles de pies, topó con otra capa de nubes. Al llegar a los 14.000 pies se puso a buscar al misterioso visitante que tantas noches volara por encima del campo. No distinguió gran cosa en el espacio y en consecuencia para ayudarle en su búsqueda lanzó un cohete.

La bola de luz iluminó el vacío inferior, pero pudo ver muy poca cosa a su resplandor verde. Voló entonces describiendo un amplio círculo sobre el aeródromo y lanzó otro cohete.

Esta vez divisó debajo de él una forma oscura sumergiéndose en una nube.

La forma oscura no estaba a más de mil pies de altura y Shorty se zambulló en sus cercanías, metiéndose en la nube con objeto de encontrar al misterioso objeto.

Perdido en la oscuridad no vio nada hasta salir al otro lado de la masa acuosa. Entonces un rayo errático brilló sobre una superficie metálica hacia la derecha y distinguió en la oscuridad lo que semejaba un aparato de extraña forma. Era tal su color, que sus perfiles se perdían en la noche, pero tuvo tiempo suficiente para distinguir lo que parecían ser las palas de un helicóptero. Aquí el lenguaje de Shorty Hassfurther se hizo, de nuevo, violento.

Unos segundos después de descubrir al misterioso aparato notó una serie de perforaciones en un ala de su aparato y unas rápidas llamaradas iluminaron el misterioso avión. De pronto cesó el zumbido del motor, comprendiendo Hassfurther que una bala de ametralladora acababa de inutilizárselo.

Shorty juró que su desconocido agresor disparó cuando él empezó a descender sobre él.

Como prueba de la historia de Shorty veíase una hilera de impactos en el ala derecha y partes del fuselaje hechas astillas, que atestiguaban el peligro corrido por el aviador.

El grupo de impresionados rostros en torno a él eran un bálsamo para su alma. Echando una pierna por un costado saltó a tierra pidiendo se atendiera inmediatamente a su motor, jurando que ascendería de nuevo para cazar a aquel bandolero, antes de que pudiera escapar a su persecución.

Bill Barnes detuvo el torrente de palabras pintorescas preguntándole la dirección y altitud del visitante. El aviador le dio en seguida la información.

Los aviadores contemplaron expectantes el rostro de su jefe. Bill estaba impasible, como de ordinario, pero sus ojos llameaban de una manera que no auguraba nada bueno para el aparato fantasma que atacó a uno de sus hombres. Volviéndose, dio una orden a uno de los mecánicos.

Seguido del grupo de sus ayudantes, se dirigió con paso rápido hacia el hangar que alojaba a su aparato misterioso. Reinó mucha excitación entre sus hombres, pues comprendieron que Bill Barnes estaría furioso cuando intentaba buscar al atacante en su poderoso y terrible aparato nuevo.

Y tenían razón. Los dos hombres que montaban guardia en la puerta del hangar particular se sobresaltaron a la llegada del grupo, pero abrieron las puertas con rapidez obedeciendo la breve orden.

Aún con las puertas abiertas sus ayudantes no se atrevían a entrar y aguardaban conteniendo el aliento al oír el ruido de un motor con el retroceso de la llama de explosión y luego el zumbido de una maquinaria potente.

Pocos segundos después saltaron a un lado cuando un avión pequeño y extraño salió al campo. Era un avión compacto, al parecer desprovisto de alas. Iba cubierto de un material semejante al amianto. Tenía una cola de forma peculiar y bajo su armadura veíase una protuberancia extraña, Barnes lo enfiló hacia una pequeña catapulta instalada sobre una base giratoria, apuntando al cielo a un ángulo de noventa grados.

Tuvieron poco tiempo para comentar estas cosas, pues de aquella rara protuberancia, de la parte inferior del avión, surgieron una serie de explosiones breves y agudas y el pequeño aparato ascendió como un cohete dejando tras él una extraña cola de fuego.

—Los cohetes funcionan —murmuró Scotty Mac Closkey—. ¡Y las alas retráctiles!

Los otros miraban arriba mientras el aparato desaparecía dejando tan sólo un leve brillo rojo como señal de su paso.

—Ascenderá a los 14.000 pies de altura como una exhalación —gruñó admirado Shorty Hassfurther.

En cuanto a Bill Barnes, permanecía encerrado en la pequeña cabina de su avión, con la mano en la palanca de una ametralladora de siniestro aspecto.

La velocidad con que se elevó lo dejó aturdido un momento. Observó el altímetro mientras la aguja iba marcando la altura, hasta llegar a los 14.000 pies. Entonces manejó una palanca y un par de alas surgieron, con suavidad, por los costados. El motor rugió y la hélice hendió el aire.

Como una libélula monstruosa, el pequeño aparato se lanzó a través de las nubes, describiendo un magistral círculo por la zona que Shorty Hassfurther le indicó ocupaba el enemigo.

Este primer viraje no le llevó a la vista del avión perseguido y velozmente avanzó hacia la izquierda, buscando por el espacio al visitante. De pronto divisó a cierta distancia, bajo él, un objeto oscuro surgiendo de una nube.

Cambiando la marcha con la velocidad de un relámpago se precipitó sobre su enemigo. En una fracción de segundo el aparato misterioso quedó ante el punto de mira de la ametralladora de Barnes, quien lanzó una lluvia de balas sobre él.

EL brillo de los proyectiles trazadores precedió a Bill cuando su avión se precipitó sobre el desconocido avión. Fue tan rápido su avance, que apenas tuvo tiempo para desviarse un milímetro evitando un choque con el otro avión; pero, al pasar por su lado, distinguió la confusa imagen de un piloto huyendo despavorido a ocultarse entre unas nubes.

La impresión que causó a Bill el aparato misterioso fue la de un avión de forma peculiar rematado por una especie de palas de helicóptero. Delante del piloto tuvo tiempo de distinguir otra atemorizada figura. Cuando pudo dar media vuelta el extraño aparato había desaparecido en una enorme masa de nubes.

Satisfecho de haber enseñado una lección al misterioso visitante, se dirigió a su aeródromo, descendiendo con terrible velocidad hasta una altura de mil pies; entonces movió una palanca situada debajo de su cuadro de instrumentos. Un par de pequeña aletas aparecieron encima del avión y, con su ayuda, Bill Barnes aterrizó verticalmente, entre las luces que señalaban el campo de aterrizaje.

Tan pronto como las ruedas se posaron sobre la húmeda tierra, Bill Barnes metió rápidamente el aparato en el hangar. Las alas y las paletas del helicóptero recogiéronse en silencio en cuanto el aparato tocó tierra.

Salió del hangar como un águila enfurecida; y en verdad parecía que la reina de las aves se hubiese elevado para castigar a algún intruso audaz y luego regresara con igual velocidad a su nido.

El tiempo de su vuelo fue tan breve, que ninguno de los hombres podía comprender cómo ascendió a una altura de 14.000 pies y después regresó.

No obstante, los que observaron el registro sobre el gráfico fueron los más maravillados, pues la aguja registró velozmente un súbito ascenso a los 14.000 pies, e igualmente, pie por pie, el relampagueante descenso.

—¿Lo viste? —preguntó Shorty Hassfurther.

Bill Barnes asintió con la cabeza.

—Sí, algunas de mis balas le alcanzó, ese pájaro no será tan curioso en el futuro —respondió lacónico.

La alegría que pudo sentir ante la proeza de su aparato se perdió pronto al asaltarle otros pensamientos y los hombros de Bill Barnes descendieron desalentados cuando el grupo se congregó a su alrededor, en la sala de mandos.

—¿Y qué hay de esos cien mil dólares? —preguntó Scotty Mac Closkey.

Este pensamiento bullía en los cerebros de la mayoría, pero sólo el escocés se atrevió a expresarlo. Los demás habían visto aquel cheque sin firmar, sobre el pupitre, cerca del charco de sangre que señalaba la muerte de Rufus Hibben.

EL aviador movió la cabeza en señal negativa, no mostrando su rostro ninguna señal de la decepción que pudiera sentir.

—Parece que el individuo que mató a Hibben lo hizo adrede, para evitar que dispusiéramos de dinero —observó Shorty Hassfurther.

—En efecto; tiene todas las características de ser premeditado —comentó Beverly Bates.

—Eso fue como una película que vi una vez —exclamó el joven Sandbag Sanders—. Se trataba de un individuo que no quería a otro individuo y el primer individuo…

Se detuvo atemorizado ante el coro de voces que le apostrofó.

La voz de Bill Barnes acalló el clamor, un clamor que él sabia muy bien se promovía para ocultarle la decepción que sus hombres sentían.

—Sí —dijo—. Cien mil dólares se esfumaron y debo confesar que parece como si alguien esperase el preciso momento en que Rufus iba a firmar el cheque, para suprimirlo.

—Es muy extraño —murmuró Shorty, pensativo. Su propia experiencia había quedado relegada a segundo término por aquella tragedia, fulminada con tal rapidez, mientras él volaba en persecución del intruso—, pero no puedo evitar la sospecha de que existe alguna relación entre ese aparato misterioso y el asesinato del pobre Hibben. Tengo una idea…

—Trátala con dulzura —amonestó Red Gleason—. Está en un sitio muy poco concurrido por hermanas suyas.

—Probablemente hay algo de verdad en tus sospechas, Shorty —declaró Bill Barnes—, pero esta desgracia me obliga a iniciar de nuevo la monótona y desesperante búsqueda de un apoyo financiero, antes que el sheriff se nos eche encima y embargue el campo y cuanto contiene.

—Tienes razón —murmuró una voz.

—Y que me cuelguen si sé adonde dirigirme para encontrar dinero. He agotado todas las posibilidades aquí en el Este.

Miró pensativo al espacio: de pronto sus ojos brillaron con una idea súbita y continuó:

—Hay una esperanza, muy remota… Recordáis que cuando hice el vuelo alrededor del mundo, comí en Seattle con un antiguo amigo y me habló de una manera misteriosa, de un lugar donde podríamos encontrar montones de dinero. Esta mañana recibí un telegrama suyo. Aquí está.

Sacó de un bolsillo un arrugado papel, y lo pasó a sus compañeros. Éstos lo leyeron, intrigados, y se lo pasaron unos a otros.

«Referente asunto discutido informan nuevas noticias sorprendentes. Necesítase cooperación tuya y de tu grupo. Grandes riesgos, pero grandes beneficios. ¿Estáis dispuestos?».

—¡Cielos! —exclamó Cy Hawkins—. No sé de qué habla, pero estoy dispuesto a todo por una recompensa de importancia.

—No dice cuánto pagará —comentó Scotty Mac Closkey.

—No te preocupes —aconsejó Red Gleason.

—Tú no tomas los asuntos serios de una manera formal —reprobó Scotty, con gravedad.

Los otros esperaban que Bill Barnes diese algunas explicaciones.

—Ignoro de qué se trata —declaró el jefe—, pero creo que se relaciona con una mina de oro.

¡Oro!

Los hombres levantaron la cabeza al oír la palabra mágica.

—Sí, se trata de una mina de oro situada en un lugar de Alaska donde sólo se puede llegar por el aire —explicó Bill Barnes.

—Estoy dispuesto —habló una voz, que fue coreada por los demás.

—Esto parece unánime —observó Barnes—. En tal caso sólo se trata de enviarle un telegrama a mi amigo diciéndole que aceptamos. ¡Eh, Sandbag! —miró a su alrededor buscando al muchacho. Pero no había señal del joven Sanders.