CAPÍTULO II

EL ASESINATO MISTERIOSO

El disparo llenó de asombro a todos los hombres. Había algo tan claramente mortal y maligno en aquella sola explosión, que a todos les asaltó un intenso temor. Volviéndose de común acuerdo salieron del edificio. Las luces brillaron en otros edificios y todos los empleados corrieron al campo.

Red Gleason fue el primero que entró en el bungalow, seguido de los otros.

Se detuvieron bruscamente al llegar ante la puerta de la oficina. Ésta estaba cerrada con llave.

Red Gleason llamó con los nudillos.

El siniestro silencio que reinaba en el interior hizo palidecer a los aviadores.

Pero Gleason era persona de acción y no perdió el tiempo. Se lanzó con todas sus fuerzas sobre la puerta. Los delgados entrepaños crujieron bajo el peso y el ímpetu del enorme corpachón de Red. Embistió de nuevo y la delgada madera quedó hecha astillas.

La oficina estaba a oscuras. Los otros penetraron tras Gleason y la vacilante llama de una cerilla ahuyentó las sombras. Alguien encontró el interruptor y la habitación se iluminó de repente.

El grupo de hombres permaneció agolpado en la puerta, los de atrás procurando ver por encima de los hombros de sus compañeros. Nadie pronunció una palabra.

El grueso cuerpo de Rufus Hibben yacía, de bruces, sobre la mesa.

Fue el impasible Red Gleason, quien señaló el azulado agujero que aparecía en la sien del muerto.

No se veía ningún arma. El pupitre, único testigo de la tragedia, permanecía silencioso guardando el secreto de lo sucedido. Los hombres del umbral penetraron en la habitación. Oyóse un paso rápido en el pórtico y alguien surgió, de pronto, junto a los aviadores y todos volvieron la vista al interrogante rostro de Bill Barnes, su jefe.

Era alto y rubio como un antiguo vikingo. Sus azules ojos brillaban de energía al mirar los hombres que le rodeaban.

—¿Quién hizo esto? —preguntó ceñudo.

Bill Barnes era de figura imponente y aspecto sereno y majestuoso. Aquel héroe modesto, que en un vuelo prodigioso alrededor del mundo rebajó en cinco horas el récord mundial, a pesar de realizar solo la travesía, aquel hombre tranquilo y enemigo de la publicidad, que en los diez días últimos había visto publicada a grandes titulares, en todos los periódicos de la nación, su última hazaña, un asombroso salto transcontinental, un viaje realizado en catorce horas y seis minutos estableciendo un nuevo récord mundial, aquel hombre era una figura extraña para los periodistas.

Bill Barnes contempló el cadáver. Al mirar en silencio la herida fatal que aparecía en la frente de Rufus Hibben y el rojo charco líquido que se iba extendiendo sobre la superficie del pupitre, el rostro del aviador no reflejó ninguna emoción.

La impresión de aquel inesperado asesinato debió de ser profunda; y la ruina de sus esperanzas cuando llegaban a un punto culminante era, sin duda, igualmente dolorosa, pues el talonario de cheques del muerto veíase abierto delante de él. Y los aviadores podían leer la cifra escrita.

Aquella cantidad era una prueba convincente de que el millonario fue asesinado un segundo antes de firmar el cheque.

—Telefonead a la policía —ordenó Bill Barnes.

Alguien corrió hacia el teléfono y avisó a la policía.

—Que nadie toque el cadáver ni ninguno de los objetos de la oficina —dijo bruscamente Bill Barnes.

Los hombres retrocedieron antes que hubiera terminado de pronunciar estas palabras.

Aparecieron nuevos y asustados rostros en el umbral, mecánicos, engrasadores, mozos de los hangares, incluyendo el joven Sandbag Sanders, el muchacho de dieciséis años cuya afición por la aeronáutica le impulsó a huir de su casa para unirse a Bill Barnes con un fervor profundo que era imposible ocultar. Tras él asomaron los ojos oblicuos de Fernando, el criado filipino que guisaba las comidas de Bill Barnes, le hacía la cama y cuidaba de la casa.

Pero todos retrocedieron cuando el estruendo de una motocicleta anunció la llegada de la policía, que había salido, minutos antes, de una comisaría cercana.

Los agentes trabajaron con rapidez y eficiencia, obteniendo la información que podían de cada individuo. Las declaraciones concordaban. Muchos oyeron el tiro y llegaron corriendo, pero nadie sabía lo que precedió al disparo. Los hombres que miraban por la ventana de la sala de mandos declararon que vieron a Bill Barnes salir de la oficina dirigiéndose a su taller unos cinco minutos antes de dispararse la bala fatal.

Tampoco pudo Bill Barnes arrojar ninguna luz sobre el hecho. Fue a su taller a buscar una hoja de datos referentes a su avión. Dejó a Rufus Hibben sacando su talonario de cheques con el propósito de extender el cheque estipulado en su contrato.

Un examen cuidadoso del cuarto no reveló huellas dactilares ni vestigios de la forma en que se cometió el crimen. Las ventanas permanecían cerradas y, al parecer, nadie las utilizó para entrar o salir.

La puerta estaba cerrada con llave desde el interior. No existía ninguna chimenea por donde pudiera entrar o salir una persona, pues el calor lo suministraba un radiador incrustado en la pared.

Cuanto más examinaban la escena del crimen más perplejos quedaban los policías. Ordenaron por fin se montase una guardia en la habitación y se dejase todo tal como estaba hasta la llegada de los detectives y el juez.

Intrigados y silenciosos, los aviadores regresaron a la sala de mandos, aumentando su número con la presencia de Bill Barnes, que les acompañó severo e impasible. Al esperar todos sus hombres que entrara primero demostraron el respeto que le tenían.

Le respetaban y querían no sólo como hombre y jefe. Describiendo sus habilidades como aviador, todos sus amigos se volvían poetas. Había ganado innumerables competiciones de velocidad, especializándose en las carreras de circuito cerrado, la más peligrosa de las carreras de velocidad.

Sus habilidades arrancaban gritos de emoción y delirio a las multitudes que acudían a presenciarlas, y en ocasiones un silencio de muerte era el tributo a una acrobacia mortal, por ejemplo, las alas del aparato rozando el polvo.

Rizaba el rizo, ejecutaba la caída de la hoja, el vuelo invertido, viradas en redondo, inclinaciones en curva, todo lo imaginable. Además de sus acrobacias, sus records de velocidad y su destreza en el diseño y construcción de aeroplanos, era un héroe mundial debido al fantástico vuelo alrededor del mundo.

Esperaban que hablase cuando se apoyó en un ángulo de la mesa de dibujo instalada en la sala de mandos. Pero antes de hablar Gleason, mirando por la ventana, señaló al exterior.

Todas las miradas siguieron la indicación, observando que acababan de encender las luces del campo para un aterrizaje.

—¿Quién llega a esta hora? —preguntó Bill con voz pausada.

—Shorty Hassfurther —respondió Red Gleason—, y desciende con el motor muerto, si no me equivoco.

Todos se habían olvidado de Shorty y del misterio que le hizo remontar para una investigación, misterio que aumentó después de su partida. Pero cuando su aparato aterrizó de una manera perfecta, recordaron el significado de su vuelo. Reinaba una excitación desusada en el campo.

Los hombres salían corriendo de los hangares congregándose emocionados en torno al aparato de Shorty Hassfurther.

—Ha sucedido algo ahí fuera —dijo serenamente Bill Barnes, y los hombres corrieron al umbral sin más orden.