Itlina, en realidad Ithlinne Aegli hija de Aevenien, legendaria sanadora élfica, astróloga y vidente, famosa por sus visiones, augurios y profecías de las que la más conocida es Aen Ithlinnespeath, La predicción de Itlina. Multitud de veces copiada y editada en muchas formas, la Predicción gozó de gran popularidad en distintos momentos, y los comentarios, claves y explicaciones a ella añadidos adaptaron el texto a los acontecimientos en curso, lo que reforzó la convicción del gran don de profecía de I. En concreto, se piensa que predijo las Guerras del Norte (1239-1268), las Grandes Epidemias (1268, 1272 y 1294), la sangrienta guerra de los Dos Unicornios (1309-1318) y el ataque de los haakos (1350). Profetizó también los cambios climáticos («el Frío Blanco») que se observaron desde finales del siglo XIII. Estos cambios fueron siempre considerados por la superstición como el principio del fin del mundo y ella los unió a la profetizada venida de la Destructora (vid.) Cierta estrofa de la Predicción dio origen a la tristemente célebre caza de brujas (1272-1276) y fue causa de la muerte de muchas infelices mujeres y muchachas, tenidas por la encarnación de la Destructora. Hoy muchos investigadores tienen a I. por una figura legendaria y a sus «profecías» por un apócrifo completamente moderno y una astuta falsificación literaria.
Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Maxima Mundi, tomo X
Los niños que rodeaban como una guirnalda a Silbón, cuentista vagabundo, expresaron su protesta levantando un indescriptible y caótico alboroto. Por fin Connor, hijo de los herreros, el mayor, el más fuerte y atrevido y además el que le había traído al cuentista un cuenco lleno de sopa de col y unas patatas aderezadas con torreznos, hizo de portavoz y expresó la opinión del común.
—¿Y cómo eso es? —gritó—. ¿Cómo es, tío? ¿Cómo que fin pa hoy? ¿Ta bien eso, acabar el cuento a medias? ¿Dejainos en lo mejor? ¡Queremos saber qué pasó aluego! ¡No vamos a esperar a que sus dé la gana de pasar otra vez por el pueblo, porque a lo mismo pasará medio año o uno entero! ¡Seguir contando!
—El solete sa metió —respondió el viejo—. Yas hora de que sus vayáis a la cama, gorriones. ¿Qué dirán los vuestros padres cuando mañana sus pongáis a echar bostezos en la era? Yo sé bien qué dirán. Otra vez el viejo Silbón contó cuentos hasta medianoche, les metió romances en el seso a los críos, no les dejó dormir. Y antonces, cuando pase otra vez por el pueblo, no le vamos a dar na, ni gachas, ni algóndigas, ni torreznos, le vamos a echar al pilón, al viejo, pos sus cuentos no son de provecho.
—¡Que no lo dirán! —gritaron los niños a coro—. ¡Contar más, tío! ¡Por favor!
—Humm —murmuró el viejecillo, mirando cómo el sol desaparecía detrás de las copas de los árboles en la otra orilla del Yaruga—. Sea. Mas un trato nos haremos: uno echará una carrera hasta la palloza y me traerá leche cortada, pa tener algo pa mojar el garguero. Y los otros habréis de pensar de quién he de contar las suertes, pos no soy capaz de contar de todos, nos tiraríamos hasta el día de mañana. Así que, hala, a decidir: de quién agora y de quién la vez siguiente.
Los muchachos otra vez alzaron un griterío, unos por encima de los otros.
—¡Silencio! —gritó Silbón, meneando el bastón—. ¡Sus dije a alegir, mas no chirriando como ruiseñores, ret-tret, ret-tret, ret-tret! Entonces, ¿qué? ¿De quién he de contar?
—De Yennefer —chilló Nimue, la más joven de los oyentes, a causa de su estatura llamada Pulgarcita y que acariciaba a un gato que estaba durmiendo en el suelo—. Contar la suerte que corrió la hechicera, tío. Y cómo del tal cone… conpento en la Montaña Calva huyó mágicamente para salvar a Ciri. Estaría contenta de escucharlo. Pues yo, cuando crezca, hechicera seré.
—¡Seguramente! —gritó Bronik, hijo del molinero—. ¡Los mocos de la jeta límpiate, Pulgarcita, pos pa los estudios de hechicero no cogen gente con mocos! Y vos, tío, contarnus no sobre Yennefer, sino de Ciri y los Ratas, y cómo iban a robar y a dar leña…
—Callarsus —dijo Connor, sombrío y pensativo—. Sois unos gandumbas y eso es to. Si habemos de escuchar algo hoy, pos que sea algo güeno. Contadnos, tío, del brujo y su gente, y cómo se fueron del Yaruga.
—Yo quiero de Yennefer —gritó Nimue.
—Yo también —dijo Orla, su hermana mayor—. De los amores de ella y el brujo. Cómo se querían. ¡Mas que termine bien, tío! ¡No quiero que contéis de muertes, no!
—¡Calla, boba, a quién le interesan los amoríos! ¡De guerra queremos, de luchas!
—¡De la espada del brujo!
—¡De Ciri y los Ratas!
—Cerrar el pico, mastuerzos. —Connor miró a su alrededor con aire de amenaza—. ¡Porque magarro un palo y sus avío, cagones! Lo he dicho: con orden. Que el tío nos cuente más del brujo, de cómo de camino con Jaskier iba. De Milva…
—¡Sí! —chilló de nuevo Nimue—. ¡De Milva quiero oír, de Milva! ¡Porque yo, si no me quieren para hechicera, pos me haré arquera!
—Entonces ta claro —dijo Connor—. Y a buena hora, pos el tío, mirar, da cabezadas, ya la testa gris menea, la nariz se le abaja como una gualdrapa… ¡Eh, tío! ¡No sus durmáis! Contarnus algo del brujo Geralt. A partir de cuando formaron su cuadrilla al pie del Yaruga.
—Mas en principiando —se metió Bronik—, pa que la curiosedad no se nos coma, contarnos, tío, aunque sea una miaja de los otros. Qué les pasó. Más leve nos será esperar a que vulváis al pueblo pa seguir el cuento. Contar aunque sea un poquino. De Yennefer y Ciri. Por favor.
—Yennefer —el viejo Silbón se rio— voló con el hechizo, escapando del castillo hechiceril que se llamaba Montaña Calva. Y directita que se fue al mar. En el océano las olas revueltas, altos acantilados. Mas no tengáis miedo, que eso es pan comido para un mago, no, no se ahogó. Llegose a las islas Skellige, allá encontró aliados. Porque habréis de saber que le había crecido un enorme odio contra el hechicero Vilgefortz. Convencida de que él había raptado a Ciri, pensó en matarlo, llevando a cabo una terrible venganza, y liberar a Ciri. Y eso es todo. Otra vez os contaré cómo fue.
—¿Y Ciri?
—Ciri seguía con los Ratas, escondiéndose bajo el nombre de Falka. Le tomó gusto a la vida de bandolero puesto que, aunque entonces nadie sabía de ello, había en aquella moza maldad y crueldad, todo lo peor, lo que está oculto en cada persona, lo cual se salió de ella y poco a poco se tomó ventaja sobre lo bueno. ¡Oh, gran error cometieron los brujos de Kaer Morhen, que la enseñaron a matar! Ella, sin embargo, no imaginaba, al dar muerte, que la Parca le venía pisando a ella misma los talones. Porque ya el terrible Bonhart la iba siguiendo, en sus huellas estaba. Estaba escrito que se iban a encontrar, Bonhart y Ciri. Pero de esto hablaré otro día. Ahora el cuento sobre el brujo habéis de oír.
Los niños se callaron, se sentaron en círculo alrededor del anciano. Escucharon. Caía la oscuridad. El cáñamo, la frambuesa y la malva que crecían no lejos de las chozas se transformaron de pronto en un increíble y oscuro bosque. ¿Qué es lo que susurra allá dentro? ¿Es un ratón o un elfo terrible de ojos de fuego? ¿O quizá una estrige o Baba Yaga, que quiere comerse a los niños? ¿Es el buey en el establo el que patalea o es el retumbar de los caballos de guerra de los crueles invasores que cruzan otra vez, como hace cien años, el Yaruga? ¿Fue el chotacabras el que voló por encima del tejado o fue un vampiro sediento de sangre? ¿O fue la hermosa hechicera que volaba sobre un hechizo mágico hacia el lejano mar?
—El brujo Geralt —comenzó el cuentista—, junto con su nueva compañía, se fue hacia Angren, donde los pantanos y los bosques. Antaño había por allá bosques, ja, ja, no lo que agora, agora ya no hay tales bosques, quizá en Brokilón… La cuadrilla anduvo hacia el este, Yaruga arriba, en dirección a los lugares santos del Bosque Negro. Al principio se les dio bien, pero luego, jo, jo… Os contaré lo que pasó…
Fluía y avanzaba, el cuento sobre tiempos pasados, olvidados. Los niños escuchaban.
El brujo estaba sentado en un tronco, en la cima de un barranco desde la que se extendía la vista sobre los humedales y los cañaverales de la orilla del Yaruga. El sol se estaba poniendo. Las grullas alzaban el vuelo desde la ciénaga, chillaban, volaban en triángulo.
Todo se ha jodido, pensó el brujo, mirando las ruinas de la choza de leñador y el poquito de humo que surgía del fuego de Milva. Todo se ha ido al garete. Y la verdad es que ya había salido demasiado bien. Era extraña esta mi compañía, pero era mía de verdad. Teníamos un objetivo, cercano, real, concreto. A través de Angren al este, hacia Caed Dhu. Nos fue perfectamente. Pero se tuvo que joder. ¿Mala suerte o el hado?
Las grullas tocaron su trompeta.
Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy les dirigía, montado en un bayo nilfgaardiano, capturado por el brujo en Armeria. El semental, aunque al principio rebufó un poco ante el vampiro y su olor a hierbas, se acostumbró pronto y no causó más problemas que Sardinilla, que iba al lado y que cuando le picaban los tábanos era capaz de cocear con fuerza. Detrás de Regis y Geralt iba Jaskier montado en Pegaso, con la cabeza vendada y aspecto guerrero. Por el camino el poeta había compuesto un rítmico cantar de gesta en el que unas bélicas rimas y una guerrera melodía resonaban con reminiscencias de las recientes aventuras. La forma de la obra sugería claramente que, durante tales aventuras, precisamente el autor e intérprete se había mostrado como el más valiente de todos los valientes. La marcha la cerraban Milva y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach. Cahir iba en el recuperado caballo castaño y tiraba de un caballo gris que llevaba en las albardas parte de su modesto equipo.
Salieron por fin de los humedales ribereños hacia un terreno seco situado más arriba, en una colina, desde la que pudieron observar al sur la cinta refulgente del Gran Yaruga, mientras que al norte se veían las altas y rocosas laderas de la cordillera de Mahakam. El tiempo era precioso, el sol calentaba, los mosquitos habían dejado de picar y zumbar junto a los oídos. Las botas y las perneras se secaron. Los arbustos de zarzamoras de los soleados barrancos estaban negros de tantos frutos, los caballos mordisqueaban la hierba, los arroyuelos que se deslizaban desde la cumbre bajaban un agua cristalina y limpia y estaban llenos de truchas. Cuando cayó la noche, se pudo encender un fuego e incluso tenderse junto a él. En una palabra, era maravilloso, y sus ánimos deberían haber mejorado de inmediato. Pero no lo hicieron. Por qué fue así, se mostró en uno de los primeros vivacs.
—Espera un momento, Geralt —comenzó el poeta, mirando alrededor y carraspeando—. No te des tanta prisa en volver al campamento. Queremos estar aquí, en privado, hablar contigo, yo y Milva. Se trata de… bueno, de Regis.
—Ajá. —El brujo depositó en el suelo un brazado de leña—. ¿Habéis comenzado a tener miedo de él? Ya era hora.
—Cállate. —Jaskier enarcó las cejas—. Lo hemos aceptado como compañero, nos ofreció apoyo para buscar a Ciri. Me sacó el cuello de la soga, eso no lo olvidaré. Pero, joder, sentimos algo parecido al miedo. ¿Te extrañas? Toda la vida has perseguido y matado a tales como él.
—A él no lo he matado. Ni tengo intenciones. ¿Te basta esa declaración? Si no, aunque la pena me encoge el corazón, no me siento capaz de curar los estados de miedo. Es paradójico, pero entre nosotros el único que sabe de curar es precisamente él, Regis.
—Te dije que te callaras. —El trovador se puso nervioso—. No estás hablando con Yennefer, ahórrate y ahórranos tu retorcida elocuencia. Responde directamente a preguntas directas.
—Haz las preguntas. Sin retorcida elocuencia.
—Regis es un vampiro. No es un secreto de lo que se alimentan los vampiros. ¿Qué va a pasar si tiene hambre de verdad? Sí, hemos visto cómo comía sopa de pescado, desde entonces come y bebe con nosotros, totalmente normal, como cada uno de nosotros. Pero… pero, ¿va a ser capaz de controlar su deseo…? Geralt, pero, ¿es que te voy a tener que tirar de la lengua?
—Controló su deseo de sangre, aunque estaba cerca, cuando la sangre te corría por la cabeza. Cuando te vendó ni siquiera se lamió los dedos. Y entonces, durante la luna llena, cuando nos emborrachamos con su orujo de mandrágora y dormimos en su choza, tuvo una estupenda ocasión de pillarnos. ¿Has mirado si tienes alguna señal en tu cuello de cisne?
—No te burles, brujo —bufó Milva—. Que tú más de vamperos sabes que nosotros. Te burlas de Jaskier, mas a mí me has de responder. Yo me crie en los montes, a la escuela no fui, soy una ignoranta. Y pos no es culpa mía, no es de recibo el hacer mofa. Yo, vergüenza da el decillo, también tengo una miaja de miedo del tal… Regis.
—Y no sin motivo. —Él asintió con la cabeza—. Es uno de los llamados vampiros superiores. Extraordinariamente peligroso. Si fuera nuestro enemigo, yo también tendría miedo. Pero, diablos, él, por causas que no conozco, es nuestro compañero. Ahora nos está conduciendo a Caed Dhu, a ver a los druidas que pueden ayudarme a encontrar información sobre Ciri. Estoy desesperado, así que quiero probar esta oportunidad, no renuncio a ello. Y por ello acepto su vampírica compañía.
—¿Sólo por ello?
—No —repuso con una leve resistencia, pero al fin se decidió a ser sincero—. No sólo. Él… él se comporta como es debido. En el campamento del Jotla, durante el juicio de la muchacha, no vaciló en actuar. Aunque sabía que esto lo desenmascararía.
—Tomó una herradura al rojo del fuego —recordó Jaskier—. Puff, durante algunos minutos la sujetó en la mano y ni siquiera frunció el ceño. Ninguno de nosotros hubiera conseguido repetir ese truco, ni siquiera con una patata asada.
—Es insensible al fuego.
—¿Qué más puede hacer?
—Puede, cuando quiere, hacerse invisible. Puede hipnotizar con la mirada, producir un sueño profundo, lo hizo con los guardias en el campamento de Vissegerd. Tomar forma de murciélago y volar como un murciélago. Pienso que puede hacer estas cosas sólo de noche y sólo durante la luna llena. Pero puedo equivocarme. Ya me ha sorprendido unas cuantas veces, puede que tenga todavía algo más en la manga. Sospecho que él es extraordinario hasta para los vampiros. Consigue parecer humano perfectamente, y ello desde hace años. A los perros y los caballos, que podrían percibir su verdadera naturaleza, les engaña el olor a hierbas que lleva siempre consigo. Pero mi medallón tampoco reacciona ante él, y debería hacerlo. Repito que no se le puede medir con una medida normal. Lo demás, preguntádselo a él. Es nuestro camarada. No debería haber entre nosotros reticencias ni mucho menos desconfianzas ni reservas mutuas. Volvamos al campamento. Ayudadme con la leña.
—¿Geralt?
—Dime, Jaskier.
—Si… Bueno, pregunto teóricamente… Si…
—No lo sé —respondió honrada y sinceramente—. No sé si conseguiría matarlo. De verdad que preferiría no tener que probarlo.
Jaskier se tomó muy en serio el consejo del brujo, decidió aclarar las confusiones y deshacer las dudas. Lo hizo en cuanto se pusieron en camino. Lo hizo con el tacto que era tan suyo.
—¡Milva! —gritó de pronto durante el viaje, mirando de reojo al vampiro—. Podrías ir por delante con tu arco, y pegarle un flechazo a algún cervato o a algún puerco. Ya estoy harto, joder, de moras y setas, de peces y almejas de río. Me comería, para variar, un cacho de carne de verdad. ¿Qué dices a eso, Regis?
—¿Dime? —El vampiro alzó la cabeza por encima del cuello del caballo.
—¡Carne! —repitió con énfasis el poeta—. Estoy animando a Milva a cazar algo. ¿Te comerías carne fresca?
—Me la comería.
—¿Y sangre, beberías sangre fresca?
—¿Sangre? —Regis tragó saliva—. No. Si se trata de sangre, no. Pero si vosotros tenéis ganas, no os sintáis incómodos.
Geralt, Milva y Cahir guardaron un silencio pesado, de tumba.
—Sé de lo que se trata, Jaskier —dijo despacio Regis—. Y permite que te tranquilice. Soy un vampiro, cierto. Pero no bebo sangre.
El silencio se hizo pesado como el plomo. Pero Jaskier no sería Jaskier si también hubiera callado.
—Creo que me has entendido mal —dijo en apariencia despreocupado—. No me refiero a…
—Yo no bebo sangre —le interrumpió Regis—. Desde hace mucho. He perdido el hábito.
—¿Cómo es eso de que has perdido el hábito?
—Pues lo normal.
—De verdad que no lo entiendo.
—Disculpa. Se trata de un asunto privado.
—Pero…
—Jaskier. —El brujo no aguantó, se dio la vuelta en la silla—. Regis te acaba de decir que te vayas a la mierda. Sólo que lo expresó más cortésmente. Así que sé cortés y cierra por fin el pico.
Sin embargo, la semilla de la inseguridad y la intranquilidad echó raíces y creció. Cuando se detuvieron para pasar la noche, la atmósfera seguía siendo pesada y tensa, no la descargó ni siquiera el ganso negro, gordo, de casi ocho libras, que cazó Milva junto al río. Lo cubrieron de barro, lo asaron y se lo comieron, devorándolo hasta los huesos, sin dejar ni la migaja más pequeña. Mataron el hambre, pero la intranquilidad persistió. La conversación no cuajaba, pese a los titánicos esfuerzos de Jaskier. La cháchara del poeta se convirtió en monólogo, de forma tan evidente que él mismo acabó por darse cuenta y se calló. Sólo el crujido de los caballos al masticar la paja alteraba el silencio de cementerio que reinaba junto al fuego.
Pese a lo tarde que era, ninguno parecía proclive a irse a dormir. Milva calentaba agua en una cacerola colgada sobre el fuego y enderezaba con vapor las penas de las flechas que se habían arrugado. Cahir reparaba la hebilla rota de una bota. Geralt estaba labrando un palo. Y Regis pasaba los ojos de uno a otro alternativamente.
—Bueno, está bien —dijo por fin—. Veo que es inevitable. Parece que hace ya mucho que debería haberos aclarado ciertos asuntos…
—Nadie te lo exige. —Geralt echó al fuego una estaca larga y esmeradamente labrada—. Yo no necesito tus aclaraciones. Soy un tío pasado de moda, cuando le doy la mano a alguien y lo acepto como compañero significa más para mí que un contrato firmado en presencia de un notario.
—Yo también soy un antiguo —habló Cahir, todavía inclinado sobre la bota.
—Y yo otras maneras no sé —dijo Milva seca, mientras introducía una nueva flecha en el vapor que surgía de la cacerola.
—No te preocupes por la charla de Jaskier —añadió el brujo—. Él es así. A nosotros no te tienes ni que explicar ni que confesar. Tampoco nosotros nos hemos confesado.
—Imagino, sin embargo —el vampiro sonrió levemente—, que querréis escuchar lo que tengo que decir sin que esté obligado. Siento la necesidad de ser sincero hacia las personas a las cuales tiendo la mano y acepto como compañeros.
Esta vez no habló nadie.
—Es necesario comenzar diciendo —dijo al cabo Regis— que todos los miedos relacionados con mi naturaleza vampírica son completamente infundados. No me voy a lanzar sobre nadie, no me arrastraré por la noche para hundir los dientes en el cuello de un durmiente. Y no se trata sólo de mis compañeros, hacia los que tengo una relación que no está menos pasada de moda que otros pasados de moda aquí presentes. Yo no toco la sangre. Nunca. Me deshabitué de ella cuando se convirtió en un problema para mí. Un grave problema, que no me fue fácil resolver.
»El problema —siguió al cabo— en realidad apareció y adoptó características peligrosas de una forma verdaderamente de manual. Ya en mis años jóvenes me gustaba… divertirme en buena compañía, no me diferenciaba al fin y al cabo en ello de la mayoría de mis coetáneos. Sabéis cómo es eso, también habéis sido jóvenes. Entre vosotros, sin embargo, existe un sistema de prohibiciones y límites: el poder paterno, los tutores, los superiores y los ancianos, las costumbres, al fin y al cabo. Entre nosotros no hay nada de eso. La juventud tiene completa libertad y usa de ello. Y crea sus propias formas de comportamiento, formas idiotas, se entiende, verdadera idiotez juvenil. ¿No bebes? ¡Pues vaya un vampiro que estás hecho! ¿No bebe? ¡Pues entonces no lo invites, que agua la fiesta! Yo no quería aguar la fiesta y la posibilidad de perder la aceptación de los compañeros me asustaba. Así que hubo fiesta. Jarana y retozo, libación y borrachera, cada luna llena volábamos a la aldea y bebíamos de donde caía. La calidad más asquerosa, el peor género de… humm… líquido. Nos daba igual de quién, con tal que fuera… hemoglobina… ¡Sin sangre no hay fiesta! Tampoco se tenían arrestos para entrarles a las vampiras si no se echaba un trago.
Regis se calló, se sumió en sus pensamientos. Nadie dijo nada. Geralt sintió que tenía unas ganas horribles de beber algo.
—Cada vez se hizo más salvaje —siguió el vampiro—. Y a medida que pasaba el tiempo, cada vez peor. A veces, cuando íbamos de juerga, no volvía en tres o cuatro noches a la cripta. Una cantidad en otro tiempo ridícula de… líquido me hacía perder el control, lo que no era obstáculo para seguir la fiesta. Los amigos, pues como amigos. Unos me contenían por amistad, así que me enfadé con ellos. Otros me animaban, me sacaban de la cripta para ir de juerga, bueno, ofrecían… objetos. Y se reían a mi costa.
Milva, que todavía estaba ocupada en arreglar las flechas deformadas, murmuró con rabia. Cahir terminó de reparar las botas y daba la impresión de que estaba durmiendo.
—Después —siguió Regis—, aparecieron síntomas alarmantes. La diversión y la compañía comenzaron a jugar un papel secundario. Observé que podía vivir sin ellos. Lo que se volvió suficiente y verdaderamente importante era la sangre, incluso bebiendo a solas…
—¿Y no te sentías mal al mirarte al espejo? —preguntó Jaskier.
—Yo no me reflejo en los espejos —contestó Regis tranquilo.
Guardó silencio durante un tiempo.
—Conocí a cierta… vampira. Pudo haber sido, lo fue incluso, algo importante. Dejé de hacer locuras. Pero no mucho tiempo. Me dejó. Y yo comencé a beber por duplicado. La tristeza, la desesperación, como sabéis, es una justificación perfecta. A todos les parece que lo comprenden. Incluso a mí me parecía que comprendía. Y simplemente amoldaba la teoría a la práctica. ¿Os estoy aburriendo? Ya termino. Comencé por fin a hacer cosas intolerables, totalmente inaceptables, como las que no hace ningún vampiro. Comencé a volar yendo borracho. Una de las noches, los muchachos me mandaron a por sangre a la aldea y yo erré a una muchacha que iba al pozo, del impulso me clavé en el brocal… Los aldeanos por poco no me apiolan, por suerte no sabían cómo hacerlo. Me agujerearon con estacas, me cortaron la cabeza, me rociaron con agua bendita y me enterraron. ¿Os imagináis cómo me sentía cuando me desperté?
—Lo imaginamos —dijo Milva, mientras contemplaba una flecha. Todos la miraron con una expresión extraña. La arquera carraspeó y volvió la cabeza. Regis sonrió ligeramente.
—Ya termino —dijo—. En la tumba tuve suficiente tiempo para reflexionar sobre mí mismo…
—¿Suficiente? —preguntó Geralt—. ¿Cuánto?
Regis le miró.
—¿Curiosidad profesional? Unos cincuenta años. Cuando me regeneré, decidí controlarme. No fue fácil, pero lo conseguí. Desde entonces no bebo.
—¿Nada? —Jaskier bostezó, pero la curiosidad le podía—. ¿Nada? ¿Nunca? Pero si…
—Jaskier. —Geralt alzó leves las cejas—. Contrólate. Y reflexiona. En silencio.
—Lo siento —bufó el poeta.
—No lo sientas —dijo, conciliador, el vampiro—. Y tú, Geralt, no lo reprendas. Comprendo su curiosidad. Yo, o por decir mejor, yo y mi mito, personificamos todos los temores humanos. Es difícil pedirle a un ser humano que se libre de sus miedos. Los miedos cumplen en la psicología humana un papel que no es menos importante que todos los otros estados emocionales. Una psique privada de miedos sería una psique lisiada.
—Imagínate —dijo Jaskier, recobrando su aplomo— que no me produces miedo. ¿Sería entonces un lisiado?
Geralt, por un instante, pensó que Regis le iba a mostrar los dientes y curar a Jaskier de su supuesta invalidez, pero se equivocaba. El vampiro no tenía inclinación hacia los gestos teatrales.
—Te he hablado de los miedos arraigados en la consciencia y en el subconsciente —aclaró tranquilo—. No te molestes por la metáfora, pero el cuervo no tiene miedo del abrigo y el sombrero que están colgados de un palo en cuanto rompe la aprensión y se aposenta sobre él. Pero en cuanto el viento agita el miedo, el pájaro reacciona huyendo.
—La reacción del cuervo se explica por la lucha por la vida —observó Cahir desde la oscuridad.
—Explica-pica —bufó Milva—. No del miedo tiene miedo el cuervo, sino del hombre, que piedras tiene y con ellas le dispara.
—La lucha por la vida. —Geralt se acercó—. Sólo que en versión humana, no córvida. Gracias por las aclaraciones, Regis, las aceptamos en su totalidad. Pero no excaves en las profundidades del inconsciente humano. Milva tiene razón. Los motivos por los que las gentes reaccionan con terror pánico ante la vista de un vampiro sediento no son irracionales, sino que proceden del deseo de sobrevivir.
—Escuchamos la voz de un especialista. —El vampiro se inclinó levemente en su dirección—. Un profesional al que su orgullo profesional no le permitiría aceptar dinero por luchar contra miedos fantásticos. Un brujo que se respete sólo se lanza a la lucha con el mal que verdadera y directamente es una amenaza. Un profesional que por lo visto nos quiere explicar por qué el vampiro es un mal peor que el dragón o el lobo. Al fin y al cabo, estos últimos también tienen colmillos.
—Puede que sea porque estos últimos usan sus colmillos cuando tienen hambre o en defensa propia, pero nunca cuando desean diversión o precisan romper el hielo con los amigos o vencer su timidez para con el sexo opuesto.
—Los humanos no conocen esto —le paró al momento Regis—. Tú lo conoces desde hace mucho, el resto de la compaña desde hace tan sólo un momento. La mayoría de las personas están profundamente convencidas de que los vampiros no se divierten con la sangre sino que se alimentan de ella, exclusivamente de sangre y exclusivamente de sangre humana. Pero la sangre es un líquido vital, cuya pérdida se relaciona con la debilidad del organismo, de las fuerzas vitales. Entendedlo así: el ser que vierte nuestra sangre es nuestro enemigo mortal. Y el ser que acecha nuestra sangre porque se alimenta de ella es un ser doblemente malvado: incrementa su propia fuerza vital a costa de la nuestra, y para que su género se desarrolle, el nuestro debe extinguirse. Además, un ser de este tipo es asqueroso porque, aunque conocemos el valor vital de nuestra sangre, ella nos es repugnante. ¿Alguno de vosotros ha bebido alguna vez sangre? Lo dudo. Y hay personas que se marean o se caen tan sólo con ver la sangre. En algunas sociedades se tiene a las mujeres durante algunos días al mes por impuras y manchadas…
—Será entre los salvajes —le interrumpió Cahir—. Y marearse al ver la sangre supongo que sólo entre vosotros, norteños.
—Vamos por mal camino —el brujo alzó la cabeza—, damos tumbos desde un sencillo sendero hasta el bosque de una dudosa filosofía. ¿Piensas, Regis, que para los humanos sería diferente si supieran que no los tratáis como comida sino como si fueran una bodega? ¿Dónde ves tú aquí los miedos irracionales? Los vampiros extraen sangre de los humanos, ese hecho no es posible negarlo. Que el ser humano que es tratado por los vampiros como una damajuana de vodka pierde fuerzas también está claro. La persona, por así decirlo, seca, pierde la vitalidad definitivamente. Por lo general, muere. Perdona, pero el miedo a la muerte no se puede meter en el mismo saco que la aprensión hacia la sangre. Menstrual u otra.
—Habláis tan de listeras que la testa me da vueltas —bufó Milva—. Mas también todas estas sabidurías no tratan más que de lo que tienen las mozas bajo el halda. Filósofos de mierda.
—Dejemos por un momento la simbología de la sangre —dijo Regis—. Porque es cierto que aquí los mitos tienen una cierta base en los hechos. Concentrémonos en los mitos que no tienen base factual y sin embargo están muy extendidos. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que el que sea mordido por un vampiro, si sobrevive, habrá de convertirse él mismo en un vampiro. ¿Cierto?
—Cierto —dijo Jaskier—. Había un romance…
—¿Conoces las bases de la aritmética?
—He estudiado las siete artes liberales. Y mi diploma lo conseguí con summa cum laude.
—En vuestro mundo, después de la Conjunción de las Esferas, quedaron unos mil doscientos vampiros superiores. Los que mantienen una completa abstinencia, porque aparte de mí no son pocos, se equilibran con la cifra de los que beben por encima de la media, como yo en otro tiempo. Tomemos como media el que un vampiro estadístico beba en cada luna llena, porque la luna llena es para nosotros una fiesta que solemos… mojar. Llevemos la cosa al calendario humano y aceptando doce lunas llenas al año, nos sale la cifra teórica de catorce mil personas mordidas al año. Desde la Conjunción, si contamos de nuevo según el calendario humano, han pasado unos mil quinientos años. El resultado de una simple multiplicación nos muestra que en este momento en el mundo deberían teóricamente existir veintiún millones seiscientos mil vampiros. Si a esa cuenta le añadimos el crecimiento geométrico de…
—Basta —suspiró Jaskier—. No tengo aquí un ábaco, pero me imagino la cifra. O mejor dicho, no me la imagino. Lo que quiere decir que el contagio del vampirismo es una tontería y un fantasía.
—Gracias. —Regis hizo una reverencia—. Pasemos al siguiente mito, que reza: el vampiro es un ser humano que murió, pero no del todo. No se pudre en la tumba ni se convierte en cenizas. Yace en la tumba fresquito y coloradote, listo para salir y morder. ¿De dónde surge tal mito si no es de vuestro miedo inconsciente e irracional ante los venerables difuntos? Rodeáis a los muertos de veneración y recuerdo, soñáis con la inmortalidad, en vuestros mitos y leyendas cada dos por tres alguien resucita, vence a la muerte. Pero si vuestro venerable bisabuelo difunto de pronto saliera de verdad de la tumba y os pidiera una cerveza, os acometería el pánico. Y no me extraña. La materia orgánica en la que se han detenido los proceso vitales sufre una degradación de formas poco agradables. Apesta, se deshace en una substancia pegajosa. El espíritu inmortal, un elemento indispensable de vuestros mitos, arroja con asco la maloliente carroña y echa a volar. Es limpio, se lo puede honrar tranquilamente. Sin embargo, imaginasteis también una clase de espíritu repugnante, que no vuela, no abandona el cadáver, bah, ni siquiera apesta. ¡Esto es asqueroso y antinatural! Un muerto vivo es para vosotros la más asquerosa de todas las repugnantes anomalías. Algún tarado inventó incluso para nosotros el término «no muerto», con el que nos regaláis tan a menudo.
—Los humanos —Geralt sonrió un poco— son una raza primitiva y supersticiosa. Para ellos es difícil entender por completo y denominar correctamente a un ser que resucita, aunque le hayan agujereado con estacas, cortado la cabeza y enterrado cincuenta años bajo tierra.
—Cierto, difícil, verdaderamente. —La mofa no afectó al vampiro—. Vuestra raza mutante regenera las uñas, los cabellos y la epidermis, pero es incapaz de aceptar el hecho de que existen razas que son más perfectas en este aspecto. Sin embargo, esta incapacidad no surge del primitivismo. Antes al contrario: del egocentrismo y la convicción de la propia perfección. En fin, si algo es más perfecto que vosotros, debe ser una aberración repugnante. Y a las aberraciones repugnantes se las añade a los mitos. Con ánimo sociológico.
—Una puta mierda entiendo de to lo que habláis —reconoció Milva con tranquilidad, retirándose los cabellos de la frente con el asta de una flecha—. Algo entiendo que de cuentos habláis, y los cuentos también yo los conozco, maguer no sea más que una tonta mozalla del bosque. Más mi asombra que tú, Regis, miedo alguno del sol tengas. En los cuentos siempre el sol prendía al vampiro y lo volvía cenizas. ¿He de meter esto también entre los cuentos?
—Lo que más —confirmó Regis—. Creéis que el vampiro sólo es peligroso de noche, que los primeros rayos lo convierten en polvo. En la base del mito, creado al lado de los primeros fuegos, yace vuestra solaridad, es decir, vuestro amor por el calor y el ritmo diario que obliga a la actividad diurna. La noche es para vosotros fría, oscura, malvada, amenazadora, llena de peligros, la salida del sol sin embargo significa una nueva victoria en la lucha por la supervivencia, un nuevo día, la continuación de la existencia. La luz del sol otorga claridad y calor, los rayos del sol que os dan la vida han de traer la destrucción para los monstruos enemigos vuestros. El vampiro se convierte en cenizas, el troll se petrifica, el hombre lobo se deslobiza, el duende desaparece tapándose los ojos. Las bestias nocturnas regresan a su guarida y dejan de amenazaros. Hasta la puesta de sol el mundo os pertenece. Lo repito y lo subrayo: el mito se creó junto a los fuegos de campamento prehistóricos. Hoy día es sólo un mito, porque ilumináis y calentáis vuestros habitáculos. Aunque todavía os gobierna el ritmo solar, habéis conseguido anexionaros la noche. Nosotros, los vampiros superiores, también hemos salido algo de nuestras criptas primigenias. Nos hemos anexionado el día. La analogía es completa. ¿Te satisface la explicación, Milva?
—No mucho. —La arquera arrojó la flecha—. Mas creo que lo entendí. Aprendo. Sociología, activicía, tuturutucía, lobotía. Dicen que en las escuelas dan con un palo. Con vosotros estudiar es más deleitoso. Puede que duela la camocha, pero el culo está entero.
—Una cosa no ofrece duda y es fácil de advertir —dijo Jaskier—. Los rayos del sol no te convierten en cenizas, Regis, el calor solar tiene tan poca influencia sobre ti como aquella herradura ardiente que graciosamente sacaste del fuego con la mano desnuda. Volviendo sin embargo a tu analogía, para nosotros, los humanos, el día seguirá siendo siempre la fase natural de actividad y la noche la hora natural para dormir. Tal es nuestra constitución física que de día, por ejemplo, vemos mejor que por la noche. Una excepción es Geralt, que siempre ve igual de bien, pero él es un mutante. ¿En el caso de los vampiros se trata también de un asunto de mutación?
—Se puede llamar así —aceptó Regis—. Aunque considero que una mutación que se extiende durante un tiempo suficientemente largo deja de ser una mutación y se convierte en evolución. Pero lo que has dicho de la constitución física es acertado. La adaptación al mundo solar constituyó para nosotros una triste necesidad. Para perdurar tuvimos que asemejarnos en este aspecto a los humanos. Mímica, diría yo. Que tuvo, al fin y al cabo, sus consecuencias. Por usar una metáfora: nos hemos tumbado en la cama junto a un enfermo.
—¿Cómo?
—Hay argumentos para sospechar que la luz del sol es mortal a la larga. Existe una teoría que dice que dentro de unos cinco mil años, como mucho, este mundo sólo será habitado por seres lunares, activos por la noche.
—Me alegro de no vivir para verlo —suspiró Cahir, después de lo cual bostezó con fuerza—. No sé a vosotros, pero a mí la acrecentada actividad diurna me recuerda precisamente la necesidad del descanso nocturno.
—A mí también —se le unió el brujo—. Y para la salida del mortal sol quedan ya sólo unas horillas. Antes de que el sol nos petrifique… Regis, en el marco de la ciencia y de la expansión del conocimiento, desentraña aún algún mito sobre los vampiros. Porque me apuesto que todavía te ha quedado alguno.
—Cierto. —El vampiro afirmó con la cabeza—. Todavía uno. El último pero no el menos importante. Es un mito que os han dictado vuestras fobias sexuales.
Cahir bufó por lo bajini.
—He dejado este mito para el final —Regis lo midió con los ojos— y yo mismo, con mucho tacto, no lo tocaría si no me hubiera retado Geralt, así que no os lo ahorraré. A los humanos lo que más miedo les produce tiene un contexto sexual. La virgen que se desmaya en el abrazo del vampiro que la está chupando, el jovenzuelo que está entregado a las repugnantes prácticas de las vampiras que yerran con sus bocas por todo su cuerpo. Así os lo imagináis. Una violación oral. El vampiro paraliza a la víctima con el miedo y la obliga al sexo oral. O más bien a una asquerosa parodia del sexo oral. Y un sexo así, que excluye toda posibilidad de procreación, es algo repugnante.
—Habla por ti —murmuró el brujo.
—Un acto que no es coronado por la procreación sino por el placer y la muerte —continuó Regis—. Hicisteis de ello un mito malvado. Vosotros mismos soñáis en vuestro inconsciente con algo así, pero os resistís a dárselo a vuestro compañero o compañera. Así que lo hace por vosotros el vampiro mitológico, creciendo así hasta convertirse en el fascinante símbolo del mal.
—¿Y no lo dije? —gritó Milva en el mismo instante en que Jaskier concluyó de explicarle lo que quería decir Regis—. ¡Na más que eso! ¡Comienzan con sapiencias y terminan siempre con culos!
Los chillidos de las grullas desaparecieron poco a poco en la lejanía.
Al día siguiente, recordó el brujo, con mucho mejor ánimo, nos pusimos en marcha. Y entonces, inesperadamente, de nuevo nos alcanzó la guerra.
Viajaban a través de un bosque salvaje y crecido, un territorio casi despoblado y de poca importancia estratégica, que no era demasiado atractivo para los invasores. Aunque Nilfgaard no estaba lejos y sólo la línea del Gran Yaruga los separaba de las tierras imperiales, se trataba de una frontera que no era fácil de atravesar. Por eso su sorpresa fue tan grande.
La guerra se presentó de una forma menos espectacular que en Brugge y Sodden, cuando por las noches el horizonte resplandecía con los incendios y de día columnas de humo negro cruzaban el cielo. Aquí, en Angren, no hubo tal espectáculo. Era peor. De pronto vieron una bandada de cuervos que giraba con salvajes graznidos por encima del bosque, poco después se tropezaron con los cadáveres. Aunque sin ropa e imposibles de identificar, los cuerpos mostraban huellas manifiestas e ineluctables de una muerte muy violenta. Aquellas personas habían muerto luchando. Y no sólo eso. La mayor parte de los cadáveres yacían entre los matorrales, pero algunos, mutilados macabramente, colgaban por las manos o los pies de las ramas de los árboles, extendían sus carbonizadas extremidades desde hogueras consumidas, estaban clavados en estacas. Y apestaban. Todo Angren comenzó de pronto a apestar con el asqueroso y horrible hedor de la barbarie.
No transcurrió mucho hasta que tuvieron que esconderse en espesuras y matorrales porque por la izquierda y la derecha, por delante y por detrás, la tierra resonaba con los cascos de los caballos de la caballería y un destacamento tras otro cruzaba al lado de sus escondites, alzando nubes de polvo.
—Tampoco ahora. —Jaskier meneó la cabeza—. Tampoco ahora sabemos quién pelea con quién y por qué. Otra vez tampoco sabemos quién está detrás de nosotros, quién delante, quién a qué dirección se dirige. Quién está atacando y quién se retira. ¡Que se lleve el diablo todo esto! No recuerdo si os lo he dicho ya, pero afirmo que la guerra siempre recuerda a un burdel en llamas…
—Ya lo has dicho —le cortó Geralt—. Unos cuantos cientos de veces.
—¿Por qué están luchando aquí? —El poeta echó un potente escupitajo—. ¿Por los enebros y las arenas? ¡Porque este hermoso país no posee otra cosa!
—Entre los que tendidos en los matojos estaban —dijo Milva—, había elfos. Los comandos de Scoia’tael se meten por estas trochas, siempre lo han hecho. Bien les vienen estas trochas cuando los voluntarios de Dol Blathanna y de las Montañas Azules tiran para Temeria. Alguno hay que quiere cerrarles el camino. Yo bien me creo.
—No está descartado —reconoció Regis— que el ejército temerio haga aquí caza de Ardillas. Pero me parece que demasiados soldados hay por estos lares. Sospecho que los nilfgaardianos han cruzado por fin el Yaruga.
—Sospecho lo mismo. —El brujo frunció levemente el ceño mientras miraba a Cahir, que mantenía una mirada pétrea—. Los cadáveres que hemos visto esta mañana tenían restos de la forma nilfgaardiana de lucha.
—Unos de otros no son mejores —ladró Milva, saliendo inesperadamente en defensa del joven nilfgaardiano—. Y no ha de mirarse con malos ojos a Cahir, que habemos todos ahora la más rara suerte enlazada. Si cayera en las patas de los Negros, la muerte le aguarda, y tú no ha mucho que de la soga te les escapaste a los temerios. Vano es pues darle vueltas a qué ejército esté por alante y cuál por detrás, cuáles sean los nuestros y cuáles los ajenos. Pues todos, da lo mesmo los colores que lleven, son nuestros enemigos al tiempo mismo.
—Tienes razón.
—Interesante —dijo Jaskier cuando al día siguiente de nuevo se escondieron entre los matojos, esperando que pasara otra cabalgata—. El ejército galopa por las colinas hasta que la tierra tiembla, pero desde allá abajo, desde el Yaruga, se escuchan las sierras. Los leñadores talan el bosque como si no pasara nada. ¿Lo habéis oído?
—Quizás no sean los leñadores —reflexionó Cahir—. ¿No será el ejército? ¿Algunos zapadores?
—No, son leñadores —afirmó Regis—. Está claro que nadie es capaz de interrumpir la explotación del oro de Angren.
—¿Qué oro?
—Mirad estos árboles. —El vampiro adoptó de nuevo el tono de superioridad de un sabio sabelotodo instruyendo a torpes y niños. Solía adoptar este tono muy a menudo, lo que a Geralt le provocaba un cierto enfado—. Estos árboles —repitió Regis— son cedros, robles y pinos angreños. Un material muy apreciado. Por todos lados hay gancherías, desde las que se transportan los troncos río abajo. Por todos lados hay desmontes, las hachas golpean día y noche. La guerra que observamos y escuchamos adquiere así sentido. Nilfgaard, como sabéis, se ha apoderado de la salida del Yaruga, de Cintra y Verden, también del Alto Sodden. En este momento, seguro que también está en Brugge y parte del Bajo Sodden. Eso quiere decir que la madera transportada desde Angren ya está aprovisionando a los aserraderos y los astilleros imperiales. Los reinos del norte intentan detener el transporte, los nilfgaardianos por su parte quieren que se tale y se transporte lo más posible.
—Y nosotros, como de costumbre, tenemos la negra. —Jaskier meneó la cabeza—. Porque tenemos que ir a Caed Dhu, precisamente el mismo centro de Angren y de esta guerra maderera. Joder, ¿es que no hay otro camino?
Esta pregunta, recordó el brujo mientras miraba el sol poniéndose sobre el Yaruga, se la hice a Regis en cuanto el golpeteo de los cascos se perdió en la lejanía y por fin pudimos irnos.
—¿Otro camino a Caed Dhu? —El vampiro se quedó pensativo—. ¿Para evitar las colinas, salirles del paso a los ejércitos? Sí, hay un camino. No es demasiado cómodo ni demasiado seguro. Más largo. Pero os garantizo que allí no vamos a encontrar a ningún ejército.
—Habla.
—Podemos doblar hacia el sur e intentar cruzar por la depresión en los meandros del Yaruga. Por el Ysgith. ¿Conoces el Ysgith, brujo?
—Lo conozco.
—¿Has atravesado las tablas alguna vez?
—Ciertamente.
—Hay serenidad en tu voz —el vampiro carraspeó—, lo que atestigua que aceptas la idea. En fin, somos cinco, incluyendo a un brujo, una arquera y un soldado. Experiencia, dos espadas y un arco. Poco para hacer frente a las patrullas nilfgaardianas, pero debería bastar para el Ysgith.
Ysgith, pensó el brujo. Treinta y algunas millas cuadradas de pantano y barro, salpicadas con los ojos de pequeños lagos. Y unas siniestras tablas que dividen las ciénagas en las cuales crecen extraños árboles. Unos tienen los troncos cubiertos de escamas, en la base bulbosos como cebollas, más finos hacia arriba, hasta llegar a una copa plana y densa. Otros son bajos y rechonchos, forman grupos de raíces retorcidas como pulpos y de sus ramas desnudas cuelgan las barbas de musgos y de secos líquenes de los pantanos. Las barbas éstas se movían constantemente, pero no a causa del viento, sino por un gas venenoso procedente del lodo. Ysgith, es decir, lodazal. Haberlo llamado «apestazal» hubiera sido más acertado.
Y entre el lodo, en las ciénagas, en los estanques y lagunas cubiertas de lentejas de río y de vegetación pantanosa, bullía la vida. Allí no sólo habitaban los castores, las ranas, las tortugas y las aves acuáticas. Ysgith estaba lleno de fieras bastante más peligrosas, provistas de pinzas, tentáculos y pedúnculos prensiles, con ayuda de los cuales se suele agarrar, lisiar, ahogar y destrozar. Estas fieras eran tan numerosas que nunca nadie había conseguido conocer y clasificar todas. Ni siquiera los brujos. Él mismo pocas veces había cazado en Ysgith y en general en el Bajo Angren.
El país estaba poco poblado, las escasas personas que habitaban los límites del pantano se habían acostumbrado a tratar a los monstruos como elementos del paisaje. Les tenían respeto, pero pocas veces les venía a la cabeza la idea de contratar a un brujo para que los combatiera. Pocas veces, pero alguna que otra sí. De modo que Geralt conocía Ysgith y sus peligros. Dos espadas y un arco, pensó. Y mi experiencia, la práctica de un brujo. Yendo en grupo debería funcionar. Sobre todo si yo voy como vanguardia y estoy atento a todo. A los troncos podridos, a los montones de algas, a los matorrales, a las acumulaciones de hierba, a las plantas, incluso a las orquídeas. Porque en Ysgith hasta las orquídeas a veces parecen flores y en realidad son arañocangrejos venenosos. Habrá que sujetar a Jaskier, cuidar de que no toque nada. Cuanto más que no faltan allí plantas a las que les gusta complementar su dieta con pedazos de carne. Ésas cuyos vástagos sobre la piel actúan con tanta efectividad como el arañocangrejo. Bueno, y el gas, por supuesto. Una niebla venenosa. Habrá que pensar en algo para cubrir la boca y la nariz.
—Y entonces, ¿qué? —Regis lo arrancó de sus pensamientos—. ¿Aceptas el plan?
—Lo acepto. En marcha.
Algo entonces me movió, recordó el brujo, a no decirles nada al resto de la compaña acerca de la idea de cruzar por Ysgith. Y a pedir a Regis que tampoco alardeara de ello. Ni yo mismo sé por qué. Hoy, cuando todo se ha jodido, podría decirme a mí mismo que presté atención al comportamiento de Milva. A los problemas que tenía. A sus síntomas evidentes. Pero no sería verdad. No advertí nada, y lo que advertí, lo menosprecié. Como un idiota. Y seguimos yendo hacia el este, vacilando en entrar a los pantanos.
Por otro lado, está bien que vaciláramos, pensó tomando la espada y tocando con el pulgar el metal afilado como una hoja de afeitar. Si hubiéramos entrado de inmediato en Ysgith, hoy no tendría esta arma.
Desde el alba no habían visto soldados ni escuchado su rumor. Milva cabalgaba delante, lejos del resto de la compañía. Regis, Jaskier y Cahir charlaban.
—Si los druidas quisieran esforzarse en ayudarnos en el asunto de Ciri —se preocupaba el poeta—. He tenido la ocasión de conocer druidas y, creedme, eran siempre huraños sin provecho, misántropos rarísimos. Puede que no tengan ganas ni siquiera de hablar, cuanto más de utilizar la magia.
—Regis —recordó el brujo— conoce a alguien en Caed Dhu.
—¿Y dicho conocimiento no se remonta a trescientos o cuatrocientos años?
—Es bastante más reciente —aseguró con una sonrisa enigmática el vampiro—. Al fin y al cabo, los druidas viven mucho tiempo. Suelen estar al aire libre, en la naturaleza primigenia e intacta, y esto ejerce una maravillosa influencia sobre la salud. Respira a pleno pulmón, Jaskier, llena tus pulmones de aire fresco, también estarás sano.
—De este aire forestal —habló Jaskier con ironía— pronto me va a crecer pelo por el cuerpo, rayos. Por las noches sueño con tabernas, cerveza y baños. Y a la naturaleza primigenia que se la lleve el primigenio diablo, y además dudo de su provechosa influencia sobre la salud, sobre todo psíquica. Los mencionados druidas son aquí el mejor ejemplo, puesto que son estrafalarios y raros. Tienen una manía absoluta en lo tocante a su naturaleza y su defensa. ¿Acaso he sido pocas veces testigo de cómo presentaban peticiones al poder? No cazar, no cortar árboles, no echar porquerías a los ríos y otras tonterías parecidas. Y el colmo de la estupidez fue cuando se presentó toda una delegación suya vestida de muérdago a ver al rey Ethain de Cidaris. Estaba yo allí entonces…
—¿Qué querían? —se interesó Geralt.
—Cidaris, como sabéis, es uno de los reinos en los que la mayoría de la población se mantiene de la pesca. Los druidas exigieron que el rey ordenara utilizar redes de unas medidas concretas y que castigara a quien usara redes de aberturas más pequeñas que las ordenadas. A Ethain se le cayó la boca y los del muérdago aclararon que éste era el único modo de proteger las existencias de pescado de su agotamiento. El rey los condujo a la terraza, les mostró el mar y les contó cómo su marinero más valiente navegó una vez hacia el oeste durante dos meses y volvió porque se acabó el agua dulce en la carabela y en el horizonte no había ni rastro de tierra. ¿Acaso ellos, los druidas, preguntó, se imaginan que se pueden agotar las existencias de pescado de un mar así? Por supuesto, afirmaron los del muérdago, aunque inexcusablemente la pesca marina perduraría durante el mayor tiempo como forma de extraer víveres directamente de la naturaleza, llegaría un día en que faltaría el pescado y el hambre mostraría sus garras. Así que habrá entonces que pescar sin contemplaciones con redes de mayor abertura, capturar a los peces crecidos y proteger a las crías. Ethain preguntó que, en opinión de los druidas, cuándo iba a venir aquel terrible tiempo del hambre, y ellos que al cabo de dos mil años, según sus pronósticos. El rey los despidio amablemente y les pidió que se pasaran por allí al cabo de unos mil años y entonces pensaría en ello. Los del muérdago no comprendieron la broma y comenzaron a oponerse, así que los echaron fuera de la ciudad.
—Ellos son así, los druidas —confirmó Cahir—. Nosotros, los nilfgaardianos…
—¡Lo pillé! —gritó Jaskier triunfalmente—. ¡Nosotros, los nilfgaardianos! Todavía ayer, cuando te llamé nilfgaardiano pegaste un respingo como si te hubiera picado una avispa. Cahir, a ver si decides por fin quién eres.
—Para vosotros —Cahir se encogió de hombros— soy un nilfgaardiano, veo que no os voy a convencer. Pero para ser precisos habréis de saber que tal denominación en el imperio se les otorga sólo a los genuinos habitantes de la capital y sus alrededores más cercanos, situados junto al bajo Alba. Mi familia procede de Vicovaro, así que…
—¡Cerrad el pico! —ordenó con brusquedad y poca cortesía Milva, que iba en vanguardia. Todos se callaron de inmediato y detuvieron los caballos, pues ya estaban acostumbrados a que era una señal de que la muchacha veía, oía o sentía instintivamente algo que se puede comer si se puede acercar a ello y acertarlo con un flecha. Milva, de hecho, preparó el arco, pero no bajó de la silla. Así que no se trataba de caza. Geralt se acercó con cuidado.
—Humo —dijo ella concisamente.
—No lo veo.
—Aspira con la nariz.
El olfato no engañaba a la arquera, aunque el olor a humo era casi inexistente. No podía tratarse tampoco del humo de un incendio ni de unos escombros humeantes. Aquel humo, constató Geralt, olía bien. Procedía de un fuego en el que alguien asaba algo.
—¿Lo evitamos? —dijo Milva a media voz.
—Pero después de echar un vistazo —respondió él, bajándose de la yegua y tendiendo las riendas a Jaskier—. Será mejor saber qué es lo que evitamos. Y a quién tenemos a las espaldas. Ven conmigo. Los otros seguid sobre las sillas. Estad alerta.
De entre unos matorrales al borde del bosque se extendía la vista por un amplio desmonte y unos troncos puestos en unas pilas igualadas. Un finísimo hilillo de humo se elevaba precisamente de entre las pilas. Geralt se tranquilizó un poco: al alcance de la vista no se movía nada y entre las pilas había demasiado poco espacio como para que se escondiera algún grupo de cierto tamaño. Milva también lo vio.
—No hay caballos —susurró—. No es el ejército. Leñadores, me da a mí.
—A mí también. Pero iré a comprobarlo. Cúbreme.
Cuando se acercó, haciendo cautelosos regates entre los troncos, escuchó una voz. Se acercó más. Y se asombró muchísimo. Pero el oído no le había engañado.
—¡Media chapa en bola!
—¡Montoncillo de copas!
—¡Quinta!
—Envido. ¡Flor! Soltarsus la pasta. O mie…
—¡Ja, ja, ja! ¡Una sota y un canijo! ¡Ha dao en blando! ¡Antes te echas una buena cagada que montar un montoncillo!
—Antoavía lo veréis. Pongo la sota. ¿Qué, lo hice? ¡Eh, Yazon, te has hundío como el culo de un pato!
—¿Por qué no pusiste a la dama, cabrón? Me cogía ara un palo…
El brujo puede que todavía hubiera seguido siendo cauteloso, al fin y al cabo a la quinta podían jugar distintas y diversas personas y el nombre de Yazon también podían llevarlo muchos. Sin embargo, por encima de las voces excitadas de los jugadores se elevó un graznido ronco que él conocía bien.
—¡Uuuta… madrrre!
—Saludos, muchachos. —Geralt salió de detrás de la pila de troncos—. Estoy contento de veros. Sobre todo con el equipo al completo, hasta el loro.
—¡Maldita sea! —Zoltan Chivay soltó las cartas de la impresión, después de lo cual se alzó de la tierra tan bruscamente que el Mariscal de Campo Duda, que estaba sobre su hombro, agitó las alas y chilló con miedo—. ¡El brujo, bienhallado sea! ¿O es un espejismo? Percival, ¿ves lo mismo que yo?
Percival Schuttenbach, Munro Bruys, Yazon Varda y Figgis Merluzzo rodearon a Geralt y le retorcieron fuertemente la derecha con sus apretones. Y cuando desde detrás de los montones de troncos surgió el resto de la compañía, la ruidosa alegría creció geométricamente.
—¡Milva! ¡Regis! —gritó Zoltan, dándole a cada uno un apretón—. ¡Jaskier, vivo, aunque con un vendaje en la testa! ¿Y qué dices, tocagaitas de mierda, de esta nueva banalidad melodramática? ¡La vida es, que no poesía! ¿Y sabes por qué? ¡Porque no se rinde ante la crítica!
—¿Y dónde está Caleb Stratton? —dijo Jaskier mirando alrededor.
Zoltan y los demás enmudecieron de pronto y se pusieron serios.
—Caleb —dijo por fin el enano, aspirando por la nariz— descansa bajo tierra junto a un abedul, lejos de sus queridas cumbres y de su monte Carbón. Cuando los Negros nos pillaron junto al Ina, meneó los pies demasiado despacio, no alcanzó el bosque… Le arrearon en la cabeza con una espada y cuando cayó le atravesaron con picas. Venga, no os pongáis tristes, nosotros ya lo hemos llorado, que sea suficiente. Más vale alegrarse. Vosotros, sin embargo, al completo habéis salido del tumulto en el campamento. Va, incluso se ha incrementado vuestra compaña, veo.
Cahir inclinó la cabeza ligeramente ante la atenta mirada del enano, y nada dijo.
—Venga, sentaos —pidió Zoltan—. Estamos asando una ovejilla. Nos la encontramos hace un par de días, solita y triste, no la permitimos morir de malos modos, de hambre o en las garras de los lobos, la degollamos piadosamente y la transformamos ahora en alimento. Sentaos. A ti, Regis, te ruego un momento que vengas para acá. Geralt, por favor, tú también.
Detrás de la pila de troncos había dos mujeres sentadas. Una daba de mamar a un bebé, se giró tímida al verlos llegar. No lejos una joven muchacha con una mano envuelta en unas vendas no muy limpias jugaba en la arena con dos niños. El brujo la reconoció de inmediato, en cuanto ella le miró con unos ojos indiferentes y nebulosos.
—La desatamos del carro que ya estaba ardiendo —explicó el enano—. Poco faltó para que al final acabara como quería el sacerdote aquél que la odiaba tanto. Pasó su bautismo de fuego. La lamieron las llamas, la dejaron en carne viva. La curamos como supimos, la untamos de sebo, pero esto se ha llenao de porquería. Barbero, si pudieras…
—De inmediato.
Cuando Regis quiso desenrollar los vendajes, la muchacha chilló, retrocedió y se cubrió el rostro con la mano sana. Geralt se acercó para sujetarla, pero el vampiro le frenó con un gesto. Miró profundamente en los ojos perdidos de la muchacha y ésta se tranquilizó de inmediato, se relajó. La cabeza le cayó levemente sobre el pecho. Ni siquiera tembló cuando Regis le despegó el sucio trapo y le untó los brazos quemados con una crema que tenía un olor fuerte y extraño.
Geralt volvió la cabeza, miró a las mujeres, a los dos niños, luego al enano. Zoltan carraspeó.
—A las mujeres —aclaró a media voz— y a la pareja de niños nos los encontramos ya aquí, en Angren. Se habían perdido durante la huida, estaban solos, atemorizados y hambrientos, así que los acogimos, nos ocupamos de ellos. De algún modo salió así.
—De algún modo salió así —repitió Geralt, con una leve sonrisa—. Eres un altruista incorregible, Zoltan Chivay.
—Cada persona tiene algún defecto. Tú, por tu parte, sigues en busca de tu muchacha.
—Sigo. Aunque el asunto se ha complicado.
—¿A causa de ese nilfgaardiano que antes os seguía y que ahora se ha unido a la compaña?
—En parte. Zoltan, ¿de dónde son esos refugiados? ¿De quién huían? ¿De los nilfgaardianos o de los Ardillas?
—Difícil saberlo. Los críos no saben una mierda, las mozas son poco habladoras y tienen miedo de no sé qué. Blasfemas delante de ellas, y al punto ves que se ponen rojas como estos rábanos… No importa. Pero encontramos a otros fugitivos, leñadores, por ellos sabemos que andan por acá los nilfgaardianos. Nuestros viejos amigos, creo, el pelotón que venía desde el oeste, desde el otro lado del Ina. Pero aquí también hay al parecer otros destacamentos que vinieron desde el sur. Del otro lado del Yaruga.
—¿Y contra quién luchan?
—Esto es un enigma. Los leñadores hablaron de un ejército que dirige no sé qué Reina Blanca. La tal reina ataca a los Negros. Al parecer incluso se lanza con su ejército a la otra orilla del Yaruga, lleva el fuego y la espada a las tierras imperiales.
—¿De qué ejército puede tratarse?
—No tengo ni idea. —Zoltan se rascó la oreja—. ¿Sabes?, cada día algunos cascos de caballo huellan la trocha, pero no les preguntamos quiénes son. Nos escondemos en los matorrales…
Regis interrumpió la conversación, después de haber acabado de ocuparse del brazo quemado de la muchacha.
—Hay que cambiarle el vendaje cada día —le dijo al enano—. Os dejaré crema y algo de tul, que no se pega a las quemaduras.
—Gracias, barbero.
—La mano le sanará —dijo el vampiro en voz baja, mirando al brujo—. Con el tiempo hasta la cicatriz le desaparecerá junto con la piel joven. Peor es lo que pasa en la cabeza de esta desgraciada. Esto mis cremas no lo curan.
Geralt guardó silencio. El vampiro se limpió las manos con un trapo.
—El hado o una maldición —dijo a media voz—. Poder percibir en la sangre la enfermedad, toda la esencia de la enfermedad y no poder curar…
—Cierto —suspiró Zoltan—, aderezar la piel es una cosa, pero si el seso está jodido, no se pue hacer na. Si no es cuidar y ocuparse de ella… Gracias por tu ayuda, barbero. Por lo que veo, también te has unido a la compañía del brujo.
—De algún modo salió así.
—Humm. —Zoltan se acarició la barba—. Y entonces, ¿dónde habéis idea de buscar a Ciri?
—Vamos al este, a Caed Dhu, al círculo de los druidas. Contamos con la ayuda de los druidas…
—De ningún lugar vendrá la ayuda —habló con una voz sonora y metálica la muchacha, que estaba sentada junto a una pila de troncos con los brazos vendados—. De ningún lugar vendrá la ayuda. Sólo sangre. Y bautismo de fuego. El fuego purifica. Y también mata.
Regis agarró con fuerza por el brazo al estupefacto Zoltan, le ordenó silencio con un gesto. Geralt, que sabía lo que era un trance hipnótico, guardó silencio y no se movió.
—Quien sangre derramara y quien sangre bebiera —dijo la muchacha sin alzar la cabeza— pagará con sangre. Tres días no habrán pasado y uno morirá en el segundo y entonces algo morirá en cada uno. Poco a poco morirán, poquito a poco… Y cuando al final choquen las almadreñas de hierro y se sequen las lágrimas, entonces morirá el restito que haya quedado. Morirá incluso lo que nunca muere.
—Habla —dijo en voz suave y bajita Regis—. Di qué es lo que ves.
—La niebla. Una torre en la niebla. Es la Torre de la Golondrina… En un lago que se convierte en hielo.
—¿Qué más ves?
—Niebla.
—¿Qué sientes?
—Dolor…
A Regis no le dio tiempo de hacer la siguiente pregunta. La muchacha agitó la cabeza, lanzó un salvaje grito, lloriqueó. Cuando alzó los ojos, verdaderamente no había en ellos otra cosa que niebla.
Zoltan, recordó Geralt, todavía recorriendo con los dedos la hoja cubierta de runas, cobró respeto a Regis después de este incidente, dejó el tono familiar con el que solía dirigirse al barbero. Conforme a la petición de Regis, no dijeron al resto ni una palabra acerca del extraño acontecimiento. Al brujo el asunto no le afectó mucho. Había visto ya otras veces parecidos trances y tendía a opinar que la charla de los hipnotizados no era profética, sino una simple repetición de los pensamientos propios y de las sugestiones subconscientes del hipnotizador. Ciertamente, en este caso no se trataba de hipnosis, sino de un encantamiento vampírico, y Geralt reflexionó un poco sobre lo que hubiera extraído la muchacha del pensamiento de Regis si el trance hubiera durado más.
Durante medio día anduvieron junto con los enanos y sus protegidos. Luego Zoltan Chivay detuvo la marcha y se llevó al brujo a un lado.
—Hay que separarse —afirmó—. Nosotros ya hemos tomado una decisión, Geralt. Al norte se perfila ya Mahakam, este valle conduce directo a la cumbre. Basta de aventuras. Volvemos a nuestra tierra. Al monte Carbón.
—Lo comprendo.
—Me alegro de que lo comprendas. Te deseo suerte, a ti y a tu compañía. Una extraña compañía, me atrevo a decir.
—Quieren ayudarme —dijo en voz baja el brujo—. Eso es algo nuevo para mí. Por eso decidí no preguntar por los motivos.
—Muy bien hecho. —Zoltan se quitó de la espalda su sihill enanil en su vaina de lacre, envuelta en pieles de cabra—. Toma, cógela. Antes de que se separen nuestros caminos.
—Zoltan…
—No hables, sólo cógela. Nosotros pasaremos la guerra en las montañas, no necesitamos el yerro para nada. Pero al menos será agradable recordar, mientras se toma uno una cerveza, que el acero cortado en Mahakam silba en buena mano y por buena causa. Que no se avergüenza. Y tú, cuando con esa hoja vayas a tajar al que le hizo daño a tu Ciri, dale al menos un tajo en nombre de Caleb Stratton. Y recuerda a Zoltan Chivay y las herrerías de los enanos.
—Puedes estar seguro. —Geralt aceptó la espada, se la cruzó a la espalda—. Puedes estar seguro de que me acordaré. En este asqueroso mundo, Zoltan Chivay, el bien, la honestidad y la nobleza se quedan grabados a fuego en la memoria.
—Ciertamente. —El enano entrecerró los ojos—. Por eso yo tampoco te olvidaré a ti ni a los desertores del claro del bosque, ni a Regis y la herradura al rojo. Se trata, pues, de reciprocidad en lo que a esto respecta…
La voz se le quedó colgada, tosió, carraspeó y escupió.
—Nosotros, Geralt, robamos a un mercader en Dillingen. Un ricachón que engordó con el mercadeo javecar. Cuando cargó el oro y las joyas en el carro y huyó de la ciudad, nos tiramos contra él. Defendió sus haberes como un león, pidió auxilio, así que unas cuantas veces le tocó cobrar en la testa con una tranca y luego ya se estuvo tranquilito y silencioso. ¿Recuerdas el cofrecillo que arrastramos, luego llevamos en el carro y por fin enterramos en la tierra junto al río O? Precisamente allí estaba la riqueza javecar robada. Botín de ladrones, sobre el que planeamos construir nuestro futuro.
—¿Por qué me cuentas esto, Zoltan?
—Porque a ti, me da la sensación, las apariencias engañosas te la jugaron no hace tanto. Lo que tenías por bueno y por noble resultó ser la vileza y el deshonor escondido bajo una bonita máscara. Es fácil engañarte, brujo, porque no preguntas por los motivos. Pero no quiero engañarte. Así que no mires a esas mujeres y esos niños, no tengas al enano que está delante de ti por honesto y noble. Delante de ti hay un ladrón, un criminal y puede que un asesino. Porque no excluyo que el javecar golpeado la diñara en aquel camino de Dillingen.
Guardaron silencio largo rato, mirando a las lejanas montañas del norte, hundidas entre las nubes.
—Adiós, Zoltan —dijo por fin Geralt—. Puede ser que las fuerzas de cuya existencia poco a poco estoy dejando de dudar nos permitan todavía encontrarnos alguna vez. Me gustaría que fuera así. Me gustaría poder presentarte a Ciri, me gustaría que te conociera. Pero incluso si no fuera así, sabe que no te olvidaré. Adiós, enano.
—¿Me ofreces tu mano? ¿A un ladrón y bandido?
—Sin dudarlo. Porque a mí ya no se me puede engañar tan fácilmente como antes. Aunque no pregunto por los motivos, poco a poco estoy aprendiendo el arte de mirar detrás de la máscara.
Geralt agitó el sihill y cortó por la mitad una mariposa nocturna que revoloteaba alrededor.
Una vez que se separaron de Zoltan y su grupo, recordó, nos tropezamos en el bosque con un grupo de campesinos. Unos cuantos salieron pitando al vernos, pero Milva detuvo a varios amenazándolos con el arco. Los campesinos, resultó, habían sido hasta hacía poco prisioneros de los nilfgaardianos. Los utilizaron para talar cedros, pero hacía algunos días un destacamento había atacado a los guardianes, los había destrozado y a ellos los había liberado. Ahora volvían a sus casas. Jaskier se empeñó en aclarar quiénes habían sido aquellos libertadores, indagó con tenacidad y penetración.
—Los tales guerreros —repitió el campesino— a la Reina Blanca sirven. ¡Les calientan a los Negros que es un primor! Dijeron que son como maniquís a las espaldas de los enemigos.
—¿Como qué?
—Pos si lo dicho. Como maniquís.
—Maniquís, su perra madre. —Jaskier frunció el ceño y agitó la mano—. Ay, paisanos, paisanos… ¿Qué señales, os pregunté, portaban esos soldados?
—De muy varias, señor. En especial los caballos. Los de a pie, no sé qué cosa colorada llevaban.
El campesino tomó un palito y trazó sobre la arena la forma de un rombo.
—Un diamante —se asombró Jaskier, buen conocedor de la heráldica—. No es la flor de lis temeria, sino un diamante. Las armas de Rivia. Curioso. De aquí a Rivia hay sus buenas doscientas millas. Por no recordar el hecho de que los ejércitos de Lyria y de Rivia resultaron destruidos completamente durante las batallas de Dol Angra y Aldersberg, y el país está ocupado por Nilfgaard… ¡No entiendo nada!
—Eso es normal —le cortó el brujo—. Basta de charla. En marcha.
—¡Ja! —gritó el poeta, que todo el tiempo estaba pensando y analizando la información extraída a los campesinos—. ¡Cuidado que metí la pata! ¡No eran maniquís, sino maquis! ¡Partisanos! A las espaldas de los enemigos, ¿os dais cuenta?
—Nos damos cuenta. —Cahir afirmó con la cabeza—. En una palabra, en estos terrenos están actuando los partisanos norteños. Algún destacamento, seguro que formado de los restos de los ejércitos de Lyria y de Rivia, que fueron deshechos a mitad de julio en Aldersberg. Oí hablar de esa batalla cuando estaba con los Ardillas.
—Considero que la noticia es consoladora —afirmó Jaskier, orgulloso de haber sido capaz de descifrar el enigma de los maquis—. Incluso si los campesinos confundieron los escudos, no se trata de los ejércitos temerios. Y no pienso que hasta los maquis rivios haya llegado la noticia de dos espías que no hace mucho escaparon enigmáticamente de los cadalsos del mariscal Vissegerd. Si nos tropezáramos con esos partisanos, tenemos una posibilidad de escaquearnos.
—Podemos contar con ello —dijo Geralt, mientras intentaba tranquilizar a Sardinilla, que estaba retozando—. Pero, si he de ser sincero, preferiría no tropezarme con ellos.
—Al fin y al cabo, se trata de tus compatriotas, brujo —dijo Regis—. Pues a ti te llaman Geralt de Rivia.
—Un error —respondió con fría voz—. Yo mismo me llamo así para que sea más bonito. Un nombre con tal añadido produce confianza a mis clientes.
—Lo comprendo. —El vampiro sonrió—. Sin embargo, ¿por qué escogiste el nombre de Rivia?
—Lo jugué a unos palitos que tenían diversos nombres muy sonoros. Mi preceptor brujeril me sugirió este método. No de primeras. Sólo cuando me empeñé en tomar el nombre de Geralt Roger Eryk du Haute-Bellegarde. Vesemir lo consideró ridículo, pretencioso y cretino. Y resulta que tenía razón.
Jaskier bufó muy fuerte, mirando significativamente al vampiro y al nilfgaardiano.
—Mi apellido compuesto —dijo el vampiro, un tanto herido por la mirada— es un apellido verdadero. Y acorde con la tradición vampírica.
—El mío también —se apresuró Cahir a aclarar—. Mawr es el nombre de mi madre y Dyffryn del bisabuelo. Y no hay en ello nada ridículo, poeta. Y tú, por curiosidad, ¿cómo te llamas? Porque Jaskier, que en la lengua común significa ranúnculo, es por supuesto un pseudónimo.
—No puedo usar ni revelaros mi verdadero nombre —respondió misterioso el bardo, alzando la nariz con orgullo—. Es demasiado famoso.
—Y a mí —Milva, que llevaba largo rato triste y callada, se unió de improviso a la conversación— se me arregüerven las entrañas cuando me nombran por lo corto: Mari, Mariquilla o Marieta. Pos cuando alguno tal nombre oye, se piensa que es libre de tentarme el culo.
Oscurecía. Las garzas habían volado, su tableteo se había ido apagando en la lejanía. El vientecillo que soplaba desde las colinas enmudeció. El brujo guardó el sihill en su vaina.
Esto fue esta mañana. Esta mañana. Y a mediodía comenzó el problema. Pudimos comenzar a sospechar antes, pensó. ¿Pero quién de nosotros, excepto Regis, conoce esos asuntos? Cierto, todos se percataron de que Milva vomitaba al alba. Pero habíamos comido a veces tales cosas que a todos se les revolvían las tripas. Jaskier también vomitó una o dos veces, y a Cahir le entró una vez tal cagalera que se asustó pensando que había cogido la disentería. Y el que la muchacha cada dos por tres saltara de la silla y se metiera entre los matojos lo tomé por una infección de la vejiga…
Valiente idiota he sido.
Regis, parece, se imaginó la verdad. Pero guardó silencio. Guardó silencio hasta el momento en que ya no pudo callar más. Cuando nos detuvimos a acampar en una choza de leñadores abandonada, Milva se lo llevó al bosque, habló con el mucho tiempo y a veces muy alto. El vampiro volvió solo del bosque. Pesó y mezcló unas hierbas, luego nos llamó a todos de pronto a la choza. Comenzó sin rodeos, con su enervante tono de profesor.
—Me dirijo a todos —repitió Regis—. Constituimos al fin y al cabo un equipo y tenemos una responsabilidad mutua. Nada cambia en ello el hecho de que seguramente no esté entre nosotros el que tiene la responsabilidad más elevada. Directa, por así decirlo.
—Exprésate más claramente, joder. —Jaskier se puso nervioso—. Equipo, responsabilidad… ¿Qué le pasa a Milva? ¿Está enferma?
—No es una enfermedad —dijo Cahir en voz baja.
—Al menos no en el sentido concreto de la palabra —confirmó Regis—. La muchacha está embarazada.
Cahir agitó la cabeza en señal de que se lo había imaginado. Jaskier se quedó de inmediato estupefacto. Geralt se mordió el labio.
—¿En qué mes?
—Rechazó, y además en forma bastante poco cortés, el darme cualquier fecha, incluyendo la fecha de su última regla. Pero yo sé algo de esto. Vendrá a ser la décima semana.
—Así que olvida tu patético llamamiento a la responsabilidad directa —dijo Geralt sombrío—. No ha sido ninguno de nosotros. Si tenías en este aspecto la más mínima duda, olvídalo. Tenías, sin embargo, cierta razón al hablar de responsabilidad colectiva. Ella ahora está con nosotros. De pronto todos hemos avanzado al papel de maridos y padres. Oigamos en tensión lo que nos dice el médico.
—Una alimentación como es debida, regular —comenzó su cuenta Regis—. Ningún estrés. Un sueño adecuado. Y dentro de poco, nada de montar a caballo.
Todos guardaron silencio durante mucho rato.
—Comprendemos —dijo por fin Jaskier—. Tenemos un problema, señores maridos y padres.
—Mayor de lo que pensáis —dijo el vampiro—. O menor. Todo depende del punto de vista.
—No entiendo.
—Pues deberías —murmuró Cahir.
—Me exigió —siguió al cabo Regis— que le preparara y administrara cierto… medicamento fuerte y de acción radical. Piensa que ése es el remedio para sus problemas. Está decidida.
—¿Se lo has dado?
Regis sonrió.
—¿Sin acordarlo antes con los otros padres?
—El medicamento que ella pide —Cahir habló en voz baja— no es una panacea milagrosa. Tengo tres hermanas, sé de qué hablo. Ella, resulta, piensa que por la noche bebe la decocción y al día siguiente se pone en marcha con nosotros. De eso nada. Durante unos diez días no podrá ni soñar con subirse al caballo. Antes de que le des el medicamento, Regis, tienes que decírselo. Y el medicamento se lo podrás dar sólo cuando encontremos una cama para ella. Una cama limpia.
—Comprendido. —Regis asintió con la cabeza—. Un voto a favor. ¿Y tú Geralt?
—¿Yo qué?
—Señores míos. —El vampiro paseó por ellos sus ojos oscuros—. No finjáis que no entendéis.
—En Nilfgaard —dijo Cahir, enrojeciendo y bajando la cabeza—, estos asuntos los decide exclusivamente la mujer. Nadie tiene derecho a influir en su decisión. Regis ha dicho que Milva está decidida al… medicamento. Sólo por ello, exclusivamente por ello, comencé con desagrado a pensar sobre ello como un hecho consumado. Y sobre las consecuencias de tal acto. Pero yo soy un extranjero, que no conoce… No debería haber hablado en absoluto. Perdonadme.
—¿El qué? —se asombró el trovador—. ¿Acaso nos tienes por unos salvajes, nilfgaardiano? ¿Por una tribu primitiva que aplica un tabú de chamán alguno? Por supuesto que sólo la mujer puede tomar esa decisión, es su derecho inalienable. Si Milva se decide a…
—Cállate, Jaskier —bramó el brujo—. Cállate, te lo pido.
—¿Piensas otra cosa? —El poeta levantó la voz—. ¿Quieres prohibírselo o…?
—¡Cállate de una puta vez porque no respondo de mí mismo! Regis, me da la sensación de que estás conduciendo entre nosotros una especie de plebiscito. ¿Para qué? Tú eres el médico. El preparado que ella pide… sí, el preparado, la palabra medicamento no me parece que pertenezca… sólo tú puedes hacerle el preparado y luego dárselo. Y lo harás si te lo pide de nuevo. No se lo negarás.
—El preparado ya está listo. —Regis les enseñó a todos una pequeña botella de cristal oscuro—. Si me lo pide de nuevo, no se lo negaré. Si me lo pide de nuevo.
—Y entonces, ¿de qué se trata? ¿De nuestra unanimidad? ¿De la aceptación general? ¿Eso es lo que esperas?
—Bien sabes de qué se trata —dijo el vampiro—. Sientes perfectamente lo que hay que hacer. Pero como preguntas, te contestaré. Sí, Geralt, precisamente de eso se trata. Sí, eso es precisamente lo que hay que hacer. No, no soy yo el que lo espera.
—¿Puedes hablar más claro?
—No, Jaskier —respondió el vampiro—. Más claro ya no puedo. Sobre todo porque no hay necesidad. ¿Verdad, Geralt?
—Verdad. —El brujo apoyó la frente en sus manos unidas—. Sí, su perra madre, es verdad. Pero, ¿por qué me miráis a mí? ¿Yo he de hacerlo? Yo no lo sé hacer. No puedo. De verdad que no sirvo en absoluto para ese papel… En absoluto, ¿comprendéis?
—No —rechazó Jaskier—. No comprendemos en absoluto. ¿Cahir? ¿Tú lo entiendes?
El nilfgaardiano miró a Regis, luego a Geralt.
—Creo que sí —dijo con lentitud—. Eso creo.
—Ajá. —El trovador agitó la cabeza—. Ajá. Geralt lo comprendió al vuelo, Cahir cree que lo entiende. Yo pido que se me ilumine y primero se me ordena callar, luego escucho que no hay necesidad de que entienda. Gracias. Veinte años al servicio de la poesía, suficiente tiempo como para saber que hay cosas que o se entienden al vuelo, incluso sin palabras, o nunca se las entenderá.
El vampiro sonrió.
—No conozco a nadie —dijo— que fuera capaz de expresarlo de forma tan hermosa.
Había oscurecido por completo. El brujo se levantó.
Sólo se muere una vez, pensó. No hay escapatoria. No hay por qué alargarlo más. Hay que hacerlo. Hay que hacerlo y eso es todo.
Milva estaba sentada sola junto a un pequeño fuego que había prendido en el bosque, en un hoyo dejado por un árbol arrancado por el viento, lejos de la choza de leñadores en la que pasaba la noche el resto de la compañía. No tembló al escuchar sus pasos. Como si lo estuviera esperando. Sólo se corrió a un lado, haciéndole sitio encima del tronco derribado.
—¿Eh, y qué? —dijo seca, sin esperar a que él dijera nada—. ¿Sa liado, eh?
Él no respondió.
—Ni pajolera idea tenías, cuando nos fuimos, ¿no? ¿Cuando en la compaña me aceptaste? ¿Pensabas que qué más da que moza de aldea, que patana? Dejásteme ir. Charlar, pensaiste, en la trocha nada se podrá hablar con ella de listezas, mas igual sirve pa algo. Está sana, recia moza es, tira de arco, no se le quema el culo en la silla, y si las cosas se ponen poco bonitas, no se esmayará al punto, habremos provecho de ella. Y arresultó que ni provecho ni na, sólo entorpece. Un grillo en los pies. ¡La lió la tonta moza en la forma en que verdaderamente la lían las mochachas!
—¿Por qué viniste conmigo? —preguntó él bajito—. ¿Por qué no te quedaste en Brokilón? Si sabías que…
—Lo sabía —le cortó rápida—. Pos entre las dríadas estaba y ellas al punto entienden lo que a las mozas les es, na se puede esconder. Antes que yo se dieron cuenta… Mas no asperaba que tan aprisa me diera la debilidad. Pensaba que ocasión habría, bebería hongos u otra decocción y ni te anteras, ni lo notas…
—Eso no es tan fácil.
—Lo sé. El vampiro ya lo contó. Demás remoloneé, medité, dudé. Ahora ya no irá tan fácil…
—No me refería a eso.
—¡Cuernos! —dijo ella al cabo—. ¡Y pensar que al Jaskier lo tenía en reserva! Pos me fijé en que anque pone gestos, andaba blando, flojo, no parecía haber costumbre de esfuerzarse, miraba, sólo cuando no aguante más y haya que dejarlo. Pensaba, si va mal, me ando de vuelta con Jaskier… Y aquí tienes: Jaskier da el tipo y yo…
Se le quebró la voz de pronto. Geralt la abrazó. Y al momento supo que éste era el gesto que ella había estado esperando, que tanto necesitaba. La aspereza y la dureza de la arquera brokilona desaparecieron al momento, quedó sólo la blandura temblorosa y delicada de una muchacha asustada. Pero ella fue la que interrumpió el alargado silencio.
—Antonces me dijiste… allá, en Brokilón. Que necesarios serán… brazos. Que de noche habría de gritar, en lo oscuro… Aquí estás, siento tus brazos alredor de mí… Y to el tiempo quiero gritar… Ay, madre… ¿Por qué temblequeas?
—Nada. Recuerdos.
—¿Qué será de mí?
Él no contestó. La pregunta no iba dirigida a él.
—Padre me anseñó una vez… En mi tierra, cabe el río, habita una avispa prieta que caga sus güevos en una oruga viva. De los güevos se crían avispillos y se comen viva a la avispa… Desde adentro… Ahora algo así se cría endentro de mí. En mí, dentro, en la mi propia barriga. Crece, to el tiempo crece y me se come viva…
—Milva…
—María. Soy María, no Milva. ¡Vaya una milana que estoy hecha! Una clueca con su huevo es lo que soy y no milana… ¡Milva con las dríadas valerosa metíase en los campos de batalla, arrancaba las saetas de los muertos ensangrentaos, pos buenas flechas no hay que dejar que se pierdan, pena de buenas puntas! ¡Y si alguno respiraba entoavía, meneaba los pechos, pos con el cuchillo arrebanarle el gaznate! A tal suerte conducía a aquella gente Milva, atrevida… Su sangre clama ahora. Aquella sangre que como los güevos de la avispa se come ahora a María en por dentro.
Él callaba. Sobre todo porque no sabía qué decir. La muchacha se apoyaba con fuerza sobre su hombro.
—Llevé un comando a Brokilón —dijo en voz bajita—. En los Desmontes era, en junio, el domingo antes de la Verbena. Nos dieron caza, hubo lucha, nos escapamos en siete bestias: cinco elfos, una elfa y yo. Hasta el Cintillas no más de media milla, mas caballos por alante, caballos por atrás, alredor sólo mariposas nocturnas, lagunas, pantanos… A la noche nos escondimos en unos mimbrales, a las bestias había que dejar reposo y a uno mismo también. Entonces la elfa se quitó los ropijos sin decir ni mu y se tendió… y el primer elfo sacercó a ella… Yo me quedé quieta pará, no sabía qué hacer… ¿Irme, hacer como que nada veía? La sangre en las sienes me se quemaba y ella va y dice: «¿Quién sabe lo que vendrá mañana? ¿Quién cruzará el Cintillas y a quién lo cubrirá la tierra? En’ca minne». Así habló: un amor pequeñito. No más que así, dijo, se puede a la muerte vencer. Y al miedo. Ellos tenían miedo, ella tenía miedo, yo tenía miedo… Y del mismo modo desnúdeme y me tendí no lejos, la gualdrapa bajo las costillas me coloqué… Al punto en que el primero me aferró, los dientes todos apreté, pos preparada no estaba, sino espantada y seca… Mas él era listo, elfo al fin y al cabo, de aspecto sólo mozuelo… Listo… sensible… olía a musgo, a yerba y rosas… Al segundo le eché los brazos yo mesma… con gusto… ¿Un amor pequeñito? El diablo sabe cuánto de aquesto era amor y cuánto miedo, mas segura estoy que miedo había más… Pos el amor era fingido, maguer bueno, porque fingido era como en la feria, en los teatrillos, ande, si los actores han talento, al punto olvidas que es fingimiento y que es verdad. Y miedo había. Y era verdadero.
Él guardaba silencio.
—Mas no nos fue dado vencer a la muerte. Al alba mataron a dos, aún antes de allegarnos al pie del Cintillas. De los tres que vivieron, a ninguno más lo tuve ante los ojos. Mi madrecilla decir solía que toda moza sabe siempre de quién es el fruto que lleva en el vientre… Mas yo no lo sé. Ni aun del nombre de los elfos aquéllos me enteré, así que, ¿cómo saberlo? Dime, ¿cómo?
Él guardaba silencio. Dejó que sus brazos hablaran por él.
—Y al cabo, ¿pa qué he de saberlo? El vampiro ha ya preparado el remedio… Habréis de adejarme en alguna aldea… No, no digas na, calla. Yo sé cómo eres. Tú, ni aun la viciosa de tu yegua eres capaz de soltar, no la adejas ni la cambias por otra maguer todo el tiempo amenazas y amenazas. No eres de los que abandonan. Mas ahora habrás de serlo. Luego del remedio, subirme no podré a la silla. Mas sabes que no más sane, sus iré detrás siguiendo. Porque quisiera que a la tu Ciri encontraras, brujo. Que con mi ayuda la encontraras y la recuperaras.
—Por eso te fuiste conmigo —dijo él, alzando la frente—. Por eso.
Ella bajó la cabeza.
—Precisamente por eso viniste conmigo —repitió—. Te pusiste en camino para ayudar a salvar a un niño ajeno. Querías pagar. Pagar la deuda que entonces, al partir, pensabas contraer… Un niño ajeno a cambio del propio. Y yo que prometí ayudarte en lo que necesitaras. Milva, yo no soy capaz de ayudarte. Créeme, no soy capaz.
Esta vez ella fue la que guardó silencio. Él no pudo. Sintió que no debía callar.
—Entonces, en Brokilón, yo contraje una deuda contigo y te prometí que te la pagaría. No fui razonable. Fui un tonto. Me ofreciste ayuda en el momento en que necesitaba urgentemente ayuda. No hay forma de pagar tal deuda. No se puede pagar por algo que no tiene precio. Algunos afirman que todas, absolutamente todas las cosas del mundo, tienen su precio. No es verdad. Hay cosas que no tienen precio, que no se pueden pagar. La forma más fácil de reconocer esas cosas es porque una vez perdidas, se pierden para siempre. Yo he perdido muchas de esas cosas. Por eso hoy no soy capaz de ayudarte.
—Precisamente acabas de hacerlo —respondió, muy serena—. Ni siquiera sabes cómo me has ayudado. Ahora vete, por favor. Déjame sola. Vete, brujo. Vete, antes de que destroces mi mundo del todo.
Cuando partieron al alba, Milva iba por delante, tranquila y sonriente. Y cuando Jaskier, que iba detrás de ella, comenzó a rasgar las cuerdas del laúd, silbó al compás de la melodía.
Geralt y Regis cerraban la marcha: En un determinado momento el vampiro miró al brujo, sonrió, agitó la cabeza con reconocimiento y admiración. Sin una palabra. Luego sacó de su bolsa de médico una pequeña botella de cristal oscuro, se la mostró a Geralt. Sonrió de nuevo y la lanzó entre los matorrales.
El brujo guardaba silencio.
Cuando se detuvieron para abrevar los caballos, Geralt se llevó a Regis a un lado.
—Cambio de planes —comunicó con sequedad—. No vamos por el Ysgith.
El vampiro calló un instante, clavando en él sus ojos negros.
—Si no supiera que como brujo —dijo por fin— sólo tienes miedo de amenazas reales, pensaría que te has asustado con las charlas absurdas y anormales.
—Pero sabes. Así que piensa con lógica.
—Ciertamente. Sin embargo, quisiera que prestaras atención a dos cosas. La primera es que el estado en que se encuentra Milva no es una enfermedad ni una deficiencia. Por supuesto, la muchacha tiene que cuidar de sí misma, pero está completamente sana y en perfecta forma. Yo diría que incluso en mejor forma de lo normal. Las hormonas…
—Deja ese tono de mentor tan cargado de altivez —le interrumpió Geralt—, porque comienza a ponerme nervioso.
—Ésta era la primera —recordó Regis— de las dos cosas que tenía intención de comentar. La segunda es que si Milva se diera cuenta de tu sobreprotección, cuando se dé cuenta de que la tratas con tantos miramientos y te manejas con ella como con un huevo, simplemente se enfadará. Y luego le acometerá el estrés, algo que está absolutamente contraindicado. Geralt, yo no quiero ser mentor, yo quiero ser racional.
Él no respondió.
—Y hay un tercer asunto —añadió Regis, todavía taladrándole con los ojos—. Hacia el Ysgith no nos empuja el entusiasmo ni el ansia de aventuras, sino la necesidad. Por las colinas vagabundean los ejércitos y nosotros tenemos que llegar hasta los druidas de Caed Dhu. Me parecía que esto era urgente. Que necesitabas conseguir información lo más deprisa posible y ponerte en camino para salvar a tu Ciri.
—Lo necesito —retiró la vista—. Lo necesito mucho. Quiero rescatar y recuperar a Ciri. Hasta no hace mucho pensaba que a cualquier precio. Pero no. Por éste no. No pagaré este precio, no acepto correr este riesgo. No iremos a través del Ysgith.
—¿Y la alternativa?
—La otra orilla del Yaruga. Iremos río arriba, lejos de los pantanos. Cruzaremos a la otra orilla de nuevo a la altura de Caed Dhu. Si fuera difícil, nos dirigiremos sólo dos hacia los druidas. Yo cruzaré a nado, tú volarás en forma de murciélago. ¿Por qué me miras así? Pues si el que un río sea un obstáculo para un vampiro no es más que otro mito y otra superstición. ¿O me equivoco?
—No, no te equivocas. Pero sólo puedo volar durante la luna llena.
—Sólo son dos semanas. Cuando lleguemos al lugar adecuado será casi luna llena.
—Geralt —dijo el vampiro, sin levantar la vista del brujo—. Eres un hombre extraño. Para aclararlo, no se trata de una expresión peyorativa. Está bien. Renunciamos al Ysgith, peligroso para mujeres en estado de buena esperanza. Cruzaremos al otro lado del Yaruga que, en tu opinión, es más seguro.
—Sé apreciar los niveles de riesgo.
—No lo dudo.
—A Milva y a los demás, ni palabra. Si preguntan, esto es parte de nuestro plan.
—Por supuesto. Comencemos a buscar un bote.
No hubieron de buscar mucho y el resultado de su búsqueda sobrepasó sus expectativas. No encontraron un bote, sino un transbordador. Escondido entre los sauces, estupendamente enmascarado con ramas y varas de juncos, al transbordador lo traicionó la cuerda que lo unía con la orilla izquierda. También encontraron al barquero. Cuando se acercaron, se había escondido rápido entre los arbustos, pero Milva lo descubrió y lo sacó de entre la hojarasca por el pescuezo, espantando al mismo tiempo al ayudante, un campesino con la constitución de hombros del gigante Fierabrás y rostro de idiota patentado. El barquero tiritaba de miedo y los ojos le daban vueltas como ratones en un pósito vacío.
—¿A la otra orilla? —gimió al enterarse de lo que se le requería—. ¡Por na del mundo! ¡Aquélla es tierra nilfgaardiana y es tiempo de guerra! ¡Magarrarán, me pincharán en un palo! ¡No cruzaré! ¡Matarme si queréis, que yo no cruzo!
—Matarte puedo. —Milva apretó los dientes—. Arrearte unas leches antes también. Abre los morros otra vez y habrás de ver cómo puedo.
—El tiempo de guerra —el vampiro perforó al hombre con la mirada— seguramente no te estorbe en el negocio, ¿eh, buen hombre? A esto sirve al fin y al cabo tu barcaza, que está astutamente colocada lejos de los pontones reales y nilfgaardianos. ¿Me equivoco? Así que en marcha, empújala al agua.
—Esto será lo más razonable —añadió Cahir, mientras acariciaba la empuñadura de la espada—. Si te niegas, pasaremos solos, sin ti, y entonces tu barcaza se quedará en aquella orilla, para recuperarla tendrás que hacer la rana. Y de este modo nos cruzas y te vuelves. Una horilla de miedo y luego te olvidas.
—Mas como te pongas cabezón, cuchufainas —gritó de nuevo Milva—, te meto una que no nos olvidas hasta el invierno.
A la vista de aquellos serios argumentos, que no admitían discusión alguna, el barquero cedió y al poco toda la compañía estaba en la barcaza. Algunos de los caballos, en especial Sardinilla, se pusieron tozudos y no querían embarcar, pero el barquero y su ayudante el tonto les pusieron unas maneas de palitos y cuerdas. La habilidad con que lo hicieron demostraba que no era la primera vez que transportaban por el Yaruga caballos robados. El tonto Fierabrás se puso a hacer girar la rueda que impulsaba al transbordador y comenzó el vado del río.
Cuando llegaron a aguas libres y les envolvió el viento, se sintieron más animados. El cruce del Yaruga era algo nuevo, una clara etapa que indicaba un progreso en el viaje. Delante de ellos estaba la orilla nilfgaardiana, la raya, la frontera. Todos se animaron de pronto. Esto incluso se le transmitió al bobo ayudante del barquero, que comenzó a silbar y tararear una estúpida melodía. Geralt sintió también una extraña euforia, como si en cualquier momento de entre los alisos al otro lado del río fuera a salir Ciri y gritar de alegría al verlo.
En vez de ello gritó el barquero. Y no de alegría.
—¡Por los dioses! ¡Nos han atrapao!
Geralt miró en la dirección indicada y maldijo. Entre los alisos en lo alto de la orilla brillaban gentes armadas, golpeaban los cascos de los caballos. En pocos segundos, el embarcadero de la orilla izquierda estaba lleno de hombres a caballo.
—¡Los Negros! —gritó el barquero, palideciendo y soltando la rueda—. ¡Los nilfgaardianos! ¡Muerte! ¡Salvadnos, dioses!
—¡Sujeta a los caballos, Jaskier! —le ordenó Milva mientras intentaba con una mano sacar el arco de su funda—. ¡Sujeta a los caballos!
—No son los imperiales —dijo Cahir—. No me parece que…
Su voz fue ahogada por los gritos de las gentes del embarcadero. Y el aullido del barquero. Azuzado por los gritos, el bobo ayudante tomó el hacha, alzó las manos y con ímpetu dejó caer la hoja sobre la soga. El barquero le ayudó con otra hacha. Los jinetes del embarcadero lo vieron, comenzaron también a aullar. Algunos se echaron al agua, agarraron la cuerda. Otros se echaron a nadar en dirección a la barcaza.
—¡Dejad la cuerda! —gritó Jaskier—. ¡No son nilfgaardianos! No la cortéis…
Sin embargo, era demasiado tarde. La cuerda cortada se hundió pesada en el agua, la barcaza giró ligeramente y comenzó a navegar río abajo. Los de a caballo en la orilla lanzaron unos terribles gritos.
—Jaskier tiene razón —dijo Cahir, sombrío—. No son imperiales… Están en la orilla nilfgaardiana, pero no son nilfgaardianos.
—¡Por supuesto que no! —gritó Jaskier—. ¡Pues si reconozco las enseñas! ¡Águila y diamante! ¡El escudo de Lyria! ¡Son maquis lirios! Eh, gente…
—¡Escóndete tras la borda, idiota!
El poeta, como de costumbre, en vez de escuchar la advertencia, quería enterarse de lo que pasaba. Y entonces, en el aire silbaron las flechas. Algunas de ellas se clavaron con un chasquido en la borda de la barcaza, otras siguieron volando y se hundieron en el agua. Dos se dirigieron directamente hacia Jaskier, pero el brujo ya tenía la espada en la mano, saltó y con dos rápidos golpes las rechazó.
—¡Por el Gran Sol! —jadeó Cahir—. ¡Ha rechazado… ha rechazado dos flechas! ¡Increíble! Nunca había visto nada igual…
—¡Ni lo volverás a ver! ¡Por primera vez en mi vida he conseguido rechazar dos a la vez! ¡Escóndete tras la borda!
Sin embargo, los soldados del embarcadero dejaron de disparar al ver que la corriente empujaba a la barcaza directamente hacia su orilla. El agua se llenó de espuma junto a los caballos que habían entrando en el río. El embarcadero se iba llenando con más caballeros. Había por lo menos dos centenares.
—¡Ayuda! —gritó el barquero—. ¡Liarsus con los palos, señores! ¡Que nus vamos a la orilla!
Lo comprendieron al vuelo, y palos había por suerte de sobra. Regis y Jaskier sujetaban a los caballos, Milva, Cahir y el brujo apoyaron los esfuerzos del barquero y su bobo acólito. Impulsada por cinco palos, la barcaza giró y comenzó a fluir más rápido, tendiendo claramente en dirección al centro de la corriente. Los soldados de la orilla comenzaron de nuevo a gritar, de nuevo echaron mano a los arcos, silbaron de nuevo las flechas, uno de los caballos emitió un relincho salvaje. Por suerte la barcaza, arrastrada por la corriente más fuerte, comenzó a navegar más rápido y se alejaba de la orilla cada vez más deprisa, fuera del alcance de los disparos eficaces.
Navegaban ya por el centro del río, remando. La barcaza giraba como mierda en un sumidero. Los caballos pateaban y relinchaban, tirando de Jaskier y el vampiro, que estaban sujetando las riendas. Los jinetes de la orilla rabiaban y les amenazaban con los puños. Geralt distinguió entre ellos a un caballero sobre un blanco caballo, agitando una espada e impartiendo las órdenes. Al cabo de un instante la mesnada retrocedió hacia el bosque y galopó por el borde de lo alto de la orilla. Las armas brillaban entre los juncos.
—No nus van a soltar, los cabrones —gimió el barquero—. Saben que al otro lao de la curva la corriente nos azuzará otra vez contra la orilla… ¡Tener los palos prestos, señorías! Si nos echamos pa la orilla diestra, habrá que ayudar a la gabarra, violentar la corriente y densembarcar… Si no, la cagamos…
Navegaron, dando vueltas, deslizándose ligeramente en dirección a la orilla derecha, hacia unos acantilados altos, abruptos, erizados de pinos torcidos. La orilla izquierda, aquélla de la que se estaban alejando, se había hecho llana, desaparecía en el río en un cabo semicircular y arenoso. Sobre el cabo aparecieron los jinetes, se metieron en el agua del mismo impulso. Delante del cabo, a todas luces, había unos bajíos, unos arenales, y antes de que el agua les alcanzara a los caballos por la tripa, habían entrado bastante lejos dentro del río.
—Llegan a distancia de tiro —apreció Milva con voz sombría—. A cubierto.
Otra vez silbaron los disparos, algunos golpearon contra las tablas. Pero la corriente, alejándose de los arenales, condujo al navío rápidamente en dirección a una cerrada curva en la orilla derecha.
—¡A los palos ahora! —gritó el barquero temblando—. ¡Vivo, desembarquemos antes que los rápidos nus se lleven!
No era tan fácil. La corriente era impetuosa, las aguas profundas y la barcaza enorme, pesada y poco manejable. Al principio no reaccionó en absoluto a sus esfuerzos, pero por fin los palos se clavaron con fuerza en el fondo. Parecía que iban a conseguirlo cuando Milva soltó de pronto la pértiga y señaló sin decir palabra a la orilla derecha.
—Esta vez… —Cahir se limpió el sudor de la frente—. Esta vez son con toda seguridad los nilfgaardianos.
Geralt también los había visto. Los jinetes que habían aparecido de pronto en la orilla derecha llevaban capas negras y verdes, los caballos tenían las características testeras con oculares. Había por lo menos un centenar.
—Hemos caío agora en el fuego… —gimió el barquero—. ¡Mamita mía, son los Negros!
—¡A los palos! —gritó el brujo—. ¡A los palos, a la corriente! ¡Lejos de la orilla!
Tampoco ahora fue fácil tarea. La corriente de la orilla derecha era fuerte, empujaba a la barcaza directamente bajo los altos escarpes desde los que se escuchaban ya los gritos de los nilfgaardianos. Cuando al cabo de unos momentos de mover la pértiga Geralt miró hacia arriba, vio sobre su cabeza ramas de pino. Una saeta lanzada desde lo alto de los escarpes se clavó en la cubierta de la barcaza casi perpendicularmente, a dos pies de él. Otra, que se dirigía hacia Cahir, la rechazó con un tajo de la espada.
Milva, Cahir, el barquero y su ayudante empujaban la barcaza ya no desde el fondo, sino desde la orilla, desde los escarpes. Geralt soltó la espada, agarró el palo y les ayudó, y la barcaza comenzó de nuevo a deslizarse en dirección al centro del río. Pero todavía seguía peligrosamente cerca de la orilla derecha, y en la orilla galopaba un destacamento. Antes de que consiguieran alejarse, se acabaron los escarpes y en la llana orilla cubierta de juncos aparecieron los nilfgaardianos. En el aire aullaban las plumas de las saetas.
—¡Cubríos!
El ayudante del barquero tosió de pronto de una forma extraña, soltó la pértiga en el agua. Geralt vio una punta ensangrentada y cuatro astas de flecha completas que le salían de las espaldas. El castaño de Cahir se puso a dos patas, relinchó de dolor y, agitando su cuello que estaba atravesado por una flecha, derribó a Jaskier y saltó por la borda. Los otros caballos también relincharon y se apretaron, la barcaza temblaba del golpeteo de los cascos.
—¡Sujetad a los caballos! —gritó el vampiro—. Tres…
Se interrumpió de pronto, cayó de espaldas sobre la borda, se sentó, inclinó la cabeza. Una flecha de pluma negra le salía por el pecho.
Milva también lo vio. Gritó con rabia, echó mano al arco, derramó a sus pies las flechas del carcaj. Y comenzó a lanzar. Deprisa. Flecha a flecha. Ni una sola falló el objetivo.
En la orilla se formó un tumulto, los nilfgaardianos retrocedieron hacia el bosque, dejando entre los juncos a los muertos y a los heridos que gritaban. Escondidos entre la espesura, siguieron disparando, pero las saetas ya apenas les alcanzaban, pues la impetuosa corriente arrastró la barcaza hacia el centro del río. La distancia era demasiado grande para que los arcos nilfgaardianos pudieran acertar. Pero no para el arco de Milva.
Entre los nilfgaardianos apareció de pronto un oficial con una capa negra, con un yelmo en el que tremolaban unas alas de cuervo. Gritó, agitó la maza, señaló río abajo. Milva abrió más las piernas, tiró de la cuerda hasta los labios, midió un instante. La flecha susurró en el aire, el oficial se dobló hacia atrás en la silla, cayó sobre las manos de los soldados que lo sujetaron de inmediato. Milva tensó de nuevo el arco, dejó escapar la cuerda de sus dedos. Uno de los nilfgaardianos que sujetaban al oficial gritó desgarradoramente y cayó del caballo. Los demás desaparecieron en el bosque.
—Unos disparos maestros —dijo Regis sereno a espaldas del brujo—. Pero mejor echad mano a las pértigas. Todavía estamos demasiado cerca de la orilla y nos estamos yendo hacia los bajíos.
La arquera y Geralt se dieron la vuelta.
—¿Estás vivo? —preguntaron a la vez.
—¿Pensabais —el vampiro les mostró la flecha de pluma negra— que se me puede producir daño con un simple palito de madera?
No hubo tiempo para asombrarse. La barcaza de nuevo giraba en la corriente y navegaba hacia el centro. Pero en la revuelta del río apareció de pronto otra playa, un cabo y un brazo de arena lisa, y la orilla estaba repleta de nilfgaardianos. Algunos se metieron en el río y prepararon los arcos. Todos, sin descontar a Jaskier, se lanzaron sobre las pértigas. Al poco, los palos dejaron de tocar fondo, la corriente arrastró la barcaza.
—Bien —dijo Milva, jadeando y soltando la pértiga—. Ahora ya no nos agarrarán…
—¡Uno se ha subido al brazo de arena! —señaló Jaskier—. ¡Se prepara para disparar! ¡Ocultémonos!
—No va a acertar —apreció serena Milva.
La flecha cayó al agua a dos brazas de la proa de la barcaza.
—¡Otra vez está apuntando! —gritó el trovador, saliendo de detrás de la borda—. ¡Cuidado!
—No va a acertar —repitió Milva, mientras se colocaba el protector que llevaba en la muñeca izquierda—. Tiene buen arco, mas arquero es él como el trasero de una cabra es una trompeta. Se acalora. Tras cada disparo temblequea y tirita como una moza a la que le recorriera un caracol la raja del culo. Agarrar los caballos, no vaya a arrearle a alguno.
Esta vez el nilfgaardiano disparó demasiado alto, la flecha silbó por encima del transbordador. Milva alzó el arco, se puso con las piernas abiertas, tiró deprisa de la cuerda hasta la mejilla y la soltó delicadamente, sin alterar su posición ni un centímetro. El nilfgaardiano cayó al agua como herido por un rayo y comenzó a flotar con la corriente. Su capa negra parecía un globo.
—Así ha de hacerse. —Milva bajó el arco—. Mas para él ya es tarde pa aprender.
—Los otros cabalgan detrás de nosotros. —Cahir señaló a la orilla derecha—. Y os aseguro que no van a dejar la persecución. No después de que Milva acertara al oficial. El río se retuerce, en la próxima curva la corriente nos arrastrará de nuevo a su orilla. Ellos lo saben y esperarán…
—Agobios agora tenemos de mayor calaña —gimió el barquero al tiempo que se alzaba de su posición de rodillas y dejaba caer a su ayudante muerto—. Nos empuja lo cabrón hacia la orilla diestra… Dioses, entre dos fuegos estamos… ¡Y to por vusotros, señorías! Que caiga esta sangre sobre las vuestras testas…
—¡Cierra el pico y agarra el palo!
En la orilla izquierda, llana y muy cerca ya, se arremolinaban los jinetes identificados por Jaskier como partisanos lyrios. Gritaban, agitaban las manos. Geralt distinguió entre ellos al jinete del caballo blanco. No estaba seguro, pero le parecía que el jinete era una mujer. Una mujer de cabellos claros con armadura pero sin yelmo.
—¿Qué es lo que gritan? —Jaskier aguzó el oído—. ¿Algo sobre la reina o así?
Los gritos en la orilla izquierda crecieron. Se escuchó claramente el tintineo del acero.
—Están luchando —valoró en dos palabras Cahir—. Mirad. Los imperiales están saliendo del bosque. Los norteños huían de ellos. Y ahora están en una trampa.
—La salida de la trampa —Geralt escupió al agua— hubiera sido la barcaza. Querían, me parece a mí, salvar aunque no fuera más que a su reina y a los ancianos, cruzarlos a la otra orilla con la barcaza. Y nosotros se la quitamos. Ay, no les gustamos ahora, no les gustamos…
—Pues debiéramos gustarles —habló Jaskier—. La barcaza no hubiera salvado a nadie, sino que les hubiera conducido directamente a las garras de los nilfgaardianos de la orilla derecha. Nosotros también tenemos que evitar la orilla derecha. Con los lyrios podríamos pactar, pero los Negros nos apiolarían sin compasión…
—Se nos lleva ca vez más aprisa —dijo Milva, escupiendo también al agua y contemplando cómo se alejaba el gargajo—. Y por el medio el agua. Que nos chupen el culo los unos y los otros. Curvas suaves, orillas arregulares y toas llenas de juncos. Yendo Yaruga abajo no nos van a agarrar. Presto se aburrirán.
—Y una mierda —gimió el barquero—. Ante nusotros está el Ambarcadero Rojo… ¡Un puente ca hace paredón! ¡Y los rápidos! La gabarra se va a estrozar… Si nos adelantan, esperarán allá.
—Los norteños no nos van a adelantar. —Regis señaló desde la popa la orilla izquierda—. Tienen sus propios problemas.
Cierto, en la orilla izquierda se desarrollaba una cruenta lucha. Su centro estaba cubierto por el bosque y sólo se dejaba entrever gracias a los gritos de guerra, pero en muchos lugares jinetes negros y de colores luchaban con las espadas en las aguas cercanas a la orilla, los cuerpos caían con un chapoteo a la corriente del Yaruga. El chirrido y el tintineo del acero fueron enmudeciendo, la barcaza navegaba majestuosa pero bastante rápida río abajo.
Navegaban por el centro de la corriente y en las orillas pobladas de vegetación no se veían hombres armados ni se escuchaban sonidos de persecución. Geralt ya comenzaba a tener la esperanza de que todo se terminaría bien cuando vieron delante de ellos un puente de madera que unía las dos orillas. El río bajo el puente fluía entre bancos de arena e islotes, y uno de los pilares del puente se apoyaba sobre la mayor de aquellas islas. En la orilla derecha había un embarcadero de los gancheros: se veían árboles cortados, montones de troncos, pilas de leña.
—Allá por tos laos está poco jondo —susurró el barquero—. Nomás por el medio puede pasarse, a la diestra de la isla. La corriente justo nos lleva allá, mas agarrar los palos, pudiera ser que nos ambarranquemos…
—En ese puente —Cahir se hizo sombra a los ojos con la mano— hay soldados. En el puente y en el embarcadero…
Todos los habían visto ya. Y todos vieron cómo sobre aquel ejército caía de pronto, surgiendo del bosque detrás del embarcadero, un pelotón de hombres a caballo con capas verdes y negras. Ya estaban tan cerca como para oír los ruidos de la batalla.
—Nilfgaard —afirmó seco Cahir—. Los que nos perseguían. Lo que quiere decir que los del puente son los norteños…
—¡A los palos! —gritó el barquero—. ¡Mientras se pegan igual poemos pasar!
No pasaron. Estaban ya muy cerca del puente cuando éste resonó a causa de los pies de los soldados que corrían. Los soldados llevaban sobre los almófares unos jubones blancos adornados con la señal de un diamante rojo. La mayoría de ellos portaban ballestas que ahora apoyaron en la balaustrada y apuntaron hacia la barcaza que se iba acercando al puente.
—¡No disparéis, por mi fe! —gritó Jaskier con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡No disparéis, somos de los vuestros!
Los soldados no le oyeron. O no quisieron oír.
La salva de ballestas resultó trágica. De entre las personas sólo resultó tocado el barquero, todavía intentando dirigir con la pértiga. La flecha lo atravesó de lado a lado. Cahir, Milva y Regis se escondieron a tiempo detrás de la borda. Geralt echó mano a la espada y rechazó una flecha, pero flechas había muchas. A Jaskier, que seguía gritando y agitando las manos, no le dio una flecha por un inexplicable milagro. Sin embargo, la verdadera masacre la ocasionó la granizada de saetas entre los caballos. El caballo gris fue atravesado por tres flechas y cayó de rodillas. Cayó, retorciéndose, el moro de Milva, cayó el bayo de Regis. Sardinilla, atravesada por la cruz, se puso en dos patas y saltó por la borda.
—¡No disparéis! —se esforzaba Jaskier—. ¡Somos de los vuestros!
Esta vez tuvo éxito.
La barcaza, llevada por la corriente, se estrelló con un chirrido contra el banco de arena y se quedó inmóvil. Todos saltaron a la isla o al agua, huyendo de los cascos de los caballos que se retorcían de dolor. Milva fue la última, puesto que sus movimientos se habían hecho de pronto extraordinariamente lentos. Le ha acertado una flecha, pensó el brujo al ver cómo la muchacha se arrastraba con esfuerzo sobre la borda, cómo se caía sin fuerzas sobre la arena. Saltó hacia ella, pero el vampiro fue más rápido.
—Algo se ha rajao dentro —dijo la muchacha muy despacio. Y con poca naturalidad. Y luego se echó mano al perineo. Geralt vio que las perneras de sus pantalones de lana ennegrecían con la sangre.
—Viérteme esto en las manos. —Regis le dio una botellita que sacó de la bolsa—. Viértemelo, rápido.
—¿Qué le pasa?
—Está abortando. Dame el cuchillo, tengo que cortarle la ropa. Y vete.
—No —dijo Milva—. Quiero que esté junto a mí.
Una lágrima corrió por sus mejillas.
El puente sobre ellos resonaba con las botas de los soldados.
—¡Geralt! —gritó Jaskier. El brujo, al ver lo que el vampiro le hacía a Milva, volvió la mirada turbado. Vio cómo los soldados de los jubones blancos corrían a toda velocidad por el puente. Desde la orilla derecha, desde el embarcadero, seguía oyéndose tumulto.
—Huyen —jadeó Jaskier, acercándose y tomándolo de la manga—. ¡Los nilfgaardianos están ya casi junto al puente, por la derecha! ¡Allí todavía dura la lucha, pero la mayor parte de los guerreros se las pelan hacia la orilla izquierda! ¡Tenemos que huir también!
—No podemos. —Apretó los dientes—. Milva ha abortado. No va a poder andar.
Jaskier lanzó una maldición repugnante.
—Habrá que llevarla —afirmó—. Es la única posibilidad…
—No lo es —dijo Cahir—. Geralt, al puente.
—¿Para qué?
—Vamos a detener la huida. Si los norteños mantienen lo suficiente la parte derecha del puente, puede que consigamos huir por la izquierda.
—¿Cómo quieres detener la huida?
—Ya he dirigido soldados antes. ¡Trepa por el pilar, y al puente!
Ya en el puente, Cahir demostró al punto que tenía de verdad experiencia en detener el pánico de un ejército.
—¡Adonde vais, hijos de perra! ¡Adonde, hijos de puta! —gritó, acentuando cada grito con golpes de los puños, arrojando a los que huían sobre las tablas del puente—. ¡Quietos! ¡Quietos, putos bellacos!
Algunos de los que huían —pero lejos de ser todos— se detuvieron, asustados por los gritos y el brillo de la espada que Cahir agitaba pintorescamente. Otros intentaban cruzar por detrás de él. Pero Geralt también sacó su espada y se unió al espectáculo.
—¿Adonde vais? —gritó, agarrando con fuerza a un soldado y haciéndole quedarse en el sitio—. ¿Adonde vais? ¡Quietos! ¡Volved!
—¡Los nilfgaardianos, señor! —gritó el lansquenete—. ¡Es una carnicería! ¡Dejarnos pasar!
—¡Cobardes! —gritó Jaskier, entrando en el puente y emitiendo una voz como Geralt no la había oído nunca—. ¡Cobardes indignos! ¡Corazones de liebre! ¿Huís, salváis el pellejo? ¿Para vivir en la indignidad y en la vileza?
—¡Son muchos, señor caballero! ¡No les podemos!
—El centurión está muerto… —gimió otro—. ¡Al decurión lo jodieron! ¡La muerte cabalga!
—¡Alzad la cabeza!
—¡Vuestros camaradas —gritó Cahir mientras meneaba la espada— todavía luchan en el embarcadero y ante el puente! ¡Todavía luchan! ¡Vergüenza a aquél que no acuda en su ayuda! ¡Conmigo!
—Jaskier —susurró el brujo—. Baja a la isla. Tú y Regis tenéis que transportar de algún modo a Milva a la orilla izquierda. ¿Y? ¿Por qué sigues aquí?
—¡Conmigo, muchachos! —gritó Cahir, agitando la espada—. ¡Conmigo quien crea en los dioses! ¡Al embarcadero! ¡Golpead, matad!
Algunas decenas de soldados entrechocaron las armas y retomaron el grito, demostrando con sus voces unos niveles muy diversos de decisión. Algunos de ellos, que ya habían huido, se avergonzaron, volvieron y se unieron al ejército del puente. Un ejército a cuya cabeza estaban de pronto un brujo y un nilfgaardiano.
Puede que el ejército de verdad hubiera marchado hacia el embarcadero, pero a la entrada del puente aparecieron las negras capas de hombres a caballo. Los nilfgaardianos habían atravesado las defensas y llegado hasta el puente, las tablas resonaban con los cascos de los caballos. Algunos de los soldados que se habían quedado echaron a correr de nuevo, otros se quedaron quietos e indecisos. Cahir maldijo. En nilfgaardiano. Pero nadie excepto el brujo se dio cuenta.
—Hay que terminar lo que se empieza —bufó Geralt, apretando la espada en el puño—. ¡Vamos a por ellos! Hay que calentar a nuestro ejército.
—Geralt. —Cahir se detuvo, lo miró inseguro—. ¿Quieres que… que mate a los míos? No puedo…
—Yo me cago en esta guerra. —El brujo apretó los dientes—. Pero se trata de Milva. Te has unido a la compañía. Toma una decisión. Vas conmigo o estás del lado de los de las capas negras. Rápido.
—Voy contigo.
Y sucedió así que un brujo y un nilfgaardiano aliado suyo gritaron salvajemente, hicieron un molinete con la espada y saltaron sin pensárselo, dos camaradas, dos amigos y compañeros, a la lucha contra un enemigo común, a una lucha desigual. Y aquello fue su bautismo de fuego. Un bautismo de fuego en la lucha común, la rabia, la locura y la muerte. Iban a la muerte, ellos, los dos camaradas. Así lo pensaban. No podían sin embargo saber que no iban a morir aquel día, en aquel mismo puente que cruzaba el río Yaruga. No sabían que a ambos les estaba destinada otra muerte. En otro lugar y en otro tiempo.
Los nilfgaardianos tenían en las mangas unos bordados de plata que representaban a un escorpión. Cahir rajó a dos con raudos golpes de su larga espada. Geralt cosió a otros dos con tajos de su sihill. Luego saltó a la balaustrada del puente y corriendo por ella atacó a los que quedaban. Era un brujo, mantener el equilibrio era un juego de niños para él, pero su acrobacia asombró y desconcertó a los atacantes. Y murieron, asombrados y desconcertados, a causa del corte de una hoja enanil para la que las cotas de malla eran como de lana. La sangre regó las resbaladizas tablas del puente.
Observando la ventaja en las armas de sus caudillos, el ejército del puente, ya numéricamente elevado, alzó un grito a coro, un aullido en el que se escuchaba la moral que regresaba y el espíritu guerrero que se acumulaba. Y sucedió así que los que poco antes habían sido desertores llenos de pánico se lanzaron sobre los nilfgaardianos como lobos rabiosos, cortando con las espadas y las hachas, clavando con las picas, golpeando con las mazas y las alabardas. Estallaron las balaustradas, los caballos volaron al río junto con sus jinetes de negras capas. El ejército aullante se lanzó sobre la entrada del puente, empujando a Geralt y Cahir, caudillos por casualidad, sin dejarles hacer aquello que querían hacer. Y lo que querían era retroceder sigilosamente, volver a por Milva y largarse a la orilla izquierda.
La lucha continuaba en el embarcadero. Los nilfgaardianos rodeaban y cortaban el paso al puente a los soldados que no habían huido, éstos se defendían con saña desde detrás de unas barricadas construidas con troncos de pinos y cedros. Al ver a los que se acercaban, el puñado de defensores lanzó un grito de alegría. Pero era algo demasiado precipitado. La compacta cuña de refuerzo había empujado y arrojado a los nilfgaardianos del puente, sin embargo ahora, a la entrada del puente, se lanzaron sobre ellos los contraataques por el flanco de la caballería. Si no hubiera sido por las barricadas y las pilas de troncos del embarcadero, que frenaban tanto la huida como el ímpetu de la caballería, la infantería hubiera sido disuelta en un abrir y cerrar de ojos. Apoyados en las pilas de troncos, los soldados comenzaron una lucha feroz.
Para Geralt aquello era algo que no conocía, una forma de lucha completamente nueva. No había posibilidad de usar de la esgrima ni del juego de pies, sólo quedaba la caótica carnicería y la incansable parada de golpes que le llovían por todos lados. Sin embargo, todo el tiempo utilizaba del privilegio no demasiado merecido de los caudillos: los soldados le rodeaban, le cubrían los flancos, le guardaban las espaldas, limpiaban el frente delante de él, hacían sitio para que pudiera golpear y enviar a la muerte. Pero cada vez crecía más el tumulto. El brujo y su ejército, sin saber cómo, combatían ya hombro a hombro con el puñado de ensangrentados y fatigados defensores de las barricadas, en su mayoría mercenarios enanos. Luchaban rodeados por los enemigos.
Y entonces llegó el fuego.
Uno de los lados de la barricada, situado entre el embarcadero y el puente, era un montón enorme y espinoso de tocones y ramas de pinos, un obstáculo insalvable para la caballería y la infantería. Ahora aquel montón estaba en llamas, alguien había lanzado una antorcha contra él. Los defensores retrocedieron, empujados por el calor y el humo. Arremolinados, cegados, entorpeciéndose los unos a los otros, comenzaron a morir bajo los golpes del ataque de los nilfgaardianos.
La situación la salvó Cahir. Como tenía experiencia bélica, no permitió que rodearan en la barricada al ejército que tenía reunido junto a sí. Se había dejado separar del grupo de Geralt, pero ahora volvía. Incluso había conseguido hacerse con un caballo de gualdrapas negras y ahora, tajando a su alrededor con la espada, atacó por el flanco. Tras él, gritando como locos, atravesaron el hueco los alabarderos y lanceros de los jubones con rojos diamantes.
Geralt dispuso los dedos y golpeó a la hoguera ardiente con la Señal de Aard. No contaba con un gran efecto, llevaba semanas privado de sus elixires brujeriles. Pero hubo efecto. La hoguera estalló y se desparramó con un chasquido de chispas.
—¡Detrás de mí! —gritó, cortándole en la sien a un nilfgaardiano que se encaramaba a la barricada—. ¡Detrás de mí! ¡A través del fuego!
Y cruzaron, apartando con las lanzas los maderos todavía ardientes, arrojando a los caballos nilfgaardianos palos en llamas agarrados con las manos desnudas. Un bautismo de fuego, pensó el brujo, rajando y parando golpes como un loco. Tenía que pasar un bautismo de fuego para salvar a Ciri. Y cruzo a través del fuego en una batalla que no me concierne en absoluto. Que no comprendo en absoluto. El fuego que me tenía que purificar tan sólo me quema los cabellos y el rostro.
La sangre que le cubría siseaba y se evaporaba.
—¡Adelante, por la fe! ¡Cahir! ¡A mí!
—¡Geralt! —Cahir tiró de la silla a otro nilfgaardiano—. ¡Al puente! ¡Ve con tu gente al puente! ¡Cerraremos la defensa…!
No terminó porque se arrojó sobre él al galope un jinete con peto negro, sin yelmo, con los cabellos ensangrentados y revueltos. Cahir paró el golpe de una larga espada, pero cayó de las ancas del caballo, que se había tumbado. El nilfgaardiano se inclinó para clavarlo a la tierra. Pero no lo hizo, detuvo el golpe. En su antebrazo brillaba un escorpión de plata.
—¡Cahir! —gritó asombrado—. ¡Cahir aep Ceallach!
—Morteisen… —En la voz de Cahir, caído en el suelo, no había menos asombro.
Un mercenario enano que corría junto a Geralt, vestido con un jubón con un diamante quemado y chamuscado, no perdió tiempo en asombrarse de nada. Con ímpetu, clavó su pica en la barriga del nilfgaardiano, y empujando el asta lo tiró de la silla. Otro se acercó, apretó con una pesada bota el peto del caído, le introdujo la punta de una lanza directamente en la garganta. El nilfgaardiano lanzó un estertor, vomitó sangre y arañó la tierra con sus espuelas.
En aquel mismo momento el brujo recibió en el lomo un algo muy pesado y muy duro. Las rodillas se hundieron bajo él. Cayó, escuchando un enorme grito. Vio cómo los jinetes de las capas negras se metían a toda prisa en el bosque. Escuchó cómo el puente tronaba bajo los cascos de la caballería que llegada desde la orilla izquierda, llevando un estandarte con un águila rodeada de diamantes rojos. Y así terminó para Geralt la gran batalla del puente del Yaruga, una batalla a la que las crónicas posteriores no le dedicaron, está claro, ni siquiera la más mínima mención.
—No os turbéis, noble señor —dijo el practicante, mientras masajeaba y golpeteaba la espalda del brujo—. El puente fue derribado. No nos amenaza persecución del otro lado. Vuestros amigos y la tal señora también se encuentran seguros. ¿Es la vuestra esposa?
—No.
—Ah, y yo pensaba… Ciertamente es terrible, señor, cuando la guerra daña las preñadas…
—Callad, ni una palabra acerca de eso. ¿Qué escuadrón es éste?
—¿No sabéis para quién habéis luchado? Extraño, extraño… Es el ejército de Lyria. Veis, el águila negra de Lyria y el diamante rojo de Rivia. Bueno, listo. No fue más que un trancazo. Los lomos os vendrán a doler algún tiempo, pero no es nada. Sanaréis.
—Gracias.
—Yo debo agradeceros. Si vos no hubierais atacado el puente, Nilfgaard nos hubiera exterminado hasta el último, nos hubiera echado al río. No hubiéramos tenido tiempo de huir de la persecución… ¡A la reina salvasteis! Bueno, adiós, señor. Voy, puede que otros heridos precisen de ayuda.
—Gracias.
Se sentó en un tronco del embarcadero, cansado, dolorido e indiferente. Solo. Cahir había desaparecido por algún lado. Entre los palos del puente cortado por la mitad fluía el Yaruga, verde y dorado, resplandeciendo al brillo del sol que se dirigía al ocaso.
Alzó la cabeza al escuchar unos pasos, el golpeteo de herraduras y los chirridos de armaduras.
—Ése es, su majestad. Permitid que os ayude a bajar.
—Zeja.
Geralt levantó la cabeza. Delante de él había una mujer vestida con armadura, de cabellos muy claros, casi tan claros como los suyos. Comprendió que los cabellos no eran claros, sino grises, aunque el rostro de la mujer no mostraba síntomas de vejez. De edad madura, sí. Pero no de vejez.
La mujer apretaba contra los labios un pañuelo de batista con bordes de encaje. El pañuelo estaba cubierto de sangre.
—Levantaos, señor —le susurró a Geralt uno de los dos caballeros que estaban al lado—. Y realizad el homenaje. He aquí a la reina.
El brujo se levantó. E hizo una reverencia, venciendo el dolor de sus lomos.
—¿Zu dezendizte el puenze?
—¿Cómo?
La reina se retiró el pañuelo de la boca, escupió sangre. Algunas gotas rosas cayeron sobre el ornamentado peto.
—Su majestad Meve, reina de Lyria y Rivia —dijo uno de los caballeros que estaban de pie al lado de la mujer, que iba vestido con una capa morada adornada con bordados de oro— pregunta si fuisteis vos quien dirigisteis heroicamente la defensa del puente sobre el Yaruga.
—De algún modo salió así.
—¡Zalió azi! —La reina intentó reírse, pero no le salió muy bien. Frunció el ceño, lanzó una blasfemia fea, aunque poco clara, volvió a escupir. Antes de que ella acertara a cubrirse los labios, él vio una herida terrible y advirtió la falta de varios dientes. Ella captó su mirada.
—Zí —dijo desde detrás del pañuelo, mirándole a los ojos—. Algún hijoputa me zio zezecho en loz mozzoz. Poca coza.
—La reina Meve —aclaró con énfasis el de la capa morada— luchó en primera línea, como un valiente, como un caballero, enfrentándose a las muy superiores fuerzas de Nilfgaard. ¡Esa herida duele, pero no desfigura! Y vos nos habéis salvado a ella y a nuestro ejército. Cuando algunos traidores se hicieron con el transbordador y lo raptaron, este puente se convirtió en nuestra única salvación. Y vos lo defendisteis como un héroe.
—Zéjalo, Ozo. ¿Cómo ze llamas, héroe?
—¿Yo?
—Pues claro que vos. —El caballero morado le miró con ojos amenazadores—. ¿Qué os pasa? ¿Estáis herido? ¿Contusionado? ¿Os hirieron en la cabeza?
—No.
—¡Entonces contestad cuando os pregunta la reina! ¡Veis pues que está herida en la boca, que le es difícil hablar!
—Zéjalo, Ozo.
El morado se inclinó y miró a Geralt.
—¿Vuestro nombre?
Qué más da, pensó. Estoy harto de todo esto. No voy a mentir.
—Geralt.
—¿Geralt de dónde?
—De ningún lado.
—¿No eztáiz nombzado caballezo? —Meve adornó otra vez la arena junto a sus pies con un rojo escupitajo de saliva mezclada con sangre.
—¿Cómo? No, no soy caballero. Vuestra majestad real.
Meve sacó la espada.
—Azzodíllate.
Escuchaba, todavía sin poder creer en lo que estaba pasando. Seguía pensando en Milva, y en el camino que había elegido para ella, por miedo a atravesar el pantano de Ysgith.
La reina se volvió al morado.
—Tu dizaz la zórmula. Yo no tengo dienzez.
—Por valentía sin igual en la lucha por una causa justa —recitó con énfasis el morado—, por dar ejemplo de virtud, honor y lealtad a la corona, yo, Meve, por la gracia de los dioses reina de Lyria y Rivia, por mi poder, derecho y privilegio te nombro caballero. Sirve con lealtad. Acepta este espaldarazo, uno que no ha de doler.
Geralt sintió en el hombro el golpe de la hoja. Miró a los ojos verde claro de la reina. Meve escupió una rojez densa, se colocó el pañuelo en el rostro, le murmuró desde detrás de las puntillas.
El morado se acercó a la monarca, susurró. El brujo escuchó las palabras «predicado», «rombos rivios», «estandarte» y «homenaje».
—Ziezto. —Meve asintió. Hablaba cada vez más claro, dominaba el dolor, empujaba la lengua por el hueco de los dientes rotos—. Mantuvizte el puente junto con loz zoldadoz de Rivia, valiente Geralt de ningún lado. Zalió azí, ja, ja. Pues a mí me zalió el concederte ezte predicado: Geralt de Rivia, ja, ja.
—Inclinaos, señor caballero —dijo el morado.
El caballero Geralt de Rivia hizo una profunda reverencia, para que la reina Meve, su soberana, no distinguiera la sonrisa, la amarga, sonrisa que no era capaz de dominar.