Capítulo sexto

La reina respondió: «No a mí me pidas piedad, sino a aquéllos que con tus hechizos hicieras daño. Tuviste coraje para hacer malas obras, ten ahora coraje, cuando la hoguera y la justicia están próximas. No en mi poder se encuentra el perdonar tus pecados». En aquel momento la bruja resopló como gato, brillaron sus malvados ojos. «Mi final está cerca», gritó, «pero y también el tuyo no es lejano, reina. Habrás todavía de recordar en la hora de tu horrible muerte a Lara Dorren y su maldición. Y habrás de saber que mi maldición y aun a tus descendientes alcanzará hasta la décima generación». Mas notando que el pecho de la reina albergaba un corazón que no conocía el miedo, la malvada hechicera élfica dejó de mentir y amenazar, de engendrar el miedo con sus maldiciones, y comenzó como perra a gemir pidiendo piedad y ayuda…

Cuento de Lara Dorren, versión humana

… pero los ruegos no ablandaron los corazones de piedra de los dh’oine, gentes crueles y sin piedad. Y cuando Lara, que pedía piedad, ya no para ella, sino para su hijo, agarrose a la puerta de la carreta, a orden del rey el verdugo la golpeó con la espada y le cortó los dedos. Y cuando en la noche el hielo de febrero apretaba, Lara dio el último suspiro en la colina entre los bosques, pariendo una hijita a la que guardara con los restos del último calor que todavía había en su cuerpo. Y aunque alrededor hubiera noche, frío y nieve, en la colina se hizo de pronto la primavera y florecieron las hermosas feainnewedd. Y hasta hoy tales flores sólo se crían en dos sitios: en Dol Blathanna y en la colina en la que muriera Lara Dorren aep Shiadhal.

Cuento de Lara Dorren, versión élfica

—Te lo pedí —gritó furiosa Ciri, que yacía tendida de espaldas—. Te pedí que no me tocaras.

Mistle retiró la mano y la hierbecilla con la que acariciaba a Ciri en el cuello, se echó junto a ella, se quedó mirando al cielo, colocando ambas manos detrás de su cuello rapado.

—Te comportas raro últimamente, Halconcillo.

—¡No quiero que me toques y basta!

—Es sólo un juego.

—Lo sé. —Ciri apretó los labios—. Sólo es un juego. Todo esto sólo era un juego. Pero a mí ya no me divierte este juego, ¿sabes? ¡Para nada!

Mistle se tendió de nuevo boca arriba, guardó silencio largo rato, embebida en la contemplación del azul celeste atravesado por las estelas rasgadas de las nubes. Un azor volaba en círculos, muy alto, por encima del bosque.

—Tus sueños —dijo por fin—. Es a causa de tus sueños, ¿verdad? Casi cada noche te despiertas gritando. Lo que alguna vez padeciste vuelve en sueños, lo conozco.

Ciri no respondió.

—Nunca me has hablado de ello —Mistle interrumpió de nuevo el silencio—. De lo que te pasó. Ni me has dicho de dónde eres. Ni si tienes seres queridos…

Ciri lanzó bruscamente la mano contra el cuello, pero esta vez era sólo una mariquita.

—Tenía seres queridos —dijo sordamente, sin mirar a su compañera—. Es decir, pensaba que los tenía… Tales que me encontrarían incluso aquí, en el fin del mundo, si quisieran… O si estuvieran vivos. Oh, ¿qué es lo que quieres, Mistle? ¿Tengo que hablarte de mí?

—No tienes.

—Es cierto. Porque seguramente sea sólo un juego. Como todo entre nosotras.

—No entiendo —Mistle volvió la cabeza— por qué no te vas si estás tan mal conmigo.

—No quiero estar sola.

—¿Sólo eso?

—Es mucho.

Mistle se mordió los labios. Antes de que acertara a decir nada se oyó un silbido. Se levantaron las dos, se sacudieron las agujas de pino y se acercaron a los caballos.

—Comienza el juego que desde hace cierto tiempo te gusta más que todos los otros, Falka —dijo Mistle, mientras saltaba a la silla y echaba mano a la espada—. No pienses que no me he dado cuenta.

Ciri golpeó al caballo con los talones, rabiosa. Galoparon por la pendiente del barranco a tontas y a locas, escuchando ya el salvaje griterío del resto de los Ratas, que bajaban del bosquecillo por el otro lado del camino. Las mandíbulas de la trampa se cerraron.

La audiencia privada se había acabado. Vattier de Rideaux, vizconde de Eiddon, jefe de los servicios secretos militares del emperador Emhyr var Emreis, dejó la biblioteca, inclinándose ante la reina del Valle de las Flores de forma incluso más cortés de lo que exigía el protocolo palaciego. La reverencia era, al mismo tiempo, muy cuidadosa, y los movimientos de Vattier eran elaborados y contenidos: el espía imperial no apartaba la vista de los dos ocelotes que estaban tendidos a los pies de la señora de los elfos. Los gatos de ojos azules parecían perezosos y soñolientos, pero Vattier sabía que no eran mascotas, sino atentos guardianes, listos para convertir rápidamente en una masa sangrienta a cualquiera que osara acercarse a la reina a una distancia menor de la que permitía el protocolo.

Francesca Findabair, llamada Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin, esperó a que se cerraran las puertas tras Vattier, acarició a los ocelotes.

—Ya, Ida —dijo.

Ida Emean aep Sivney, la hechicera élfica, una Aen Seidhe libre de las Montañas Azules, quien durante la audiencia había estado oculta con un hechizo de invisibilidad, se materializó en un rincón de la biblioteca, se colocó el vestido y los cabellos de color bermellón. Los ocelotes reaccionaron tan sólo abriendo un poco más los ojos. Como todos los gatos, veían lo invisible, no se les podía engañar con un hechizo tan simple.

—Comienza ya a molestarme este festival de espías —dijo Francesca con énfasis, mientras adoptaba una posición más cómoda en la silla de ébano—. Henselt de Kaedwen me envió no hace mucho a un «cónsul», Dijkstra hizo venir a Dol Blathanna una «misión comercial». ¡Y ahora el propio archiespía Vattier de Rideaux! Ah, y antes anduvo por aquí Stefan Skellen, el Gran Nada imperial. Pero no le concedí audiencia. Soy una reina y Skellen no es nadie. Aunque desempeña un cargo, pero no es nadie.

—Stefan Skellen —dijo Ida Emean lentamente— estuvo también a vernos, allí tuvo mejor suerte. Habló con Filavandrel y Vanadain.

—¿Y, tal como Vattier a mí, les preguntó por Vilgefortz, Yennefer, Rience y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach?

—Entre otras cosas. Te asombrará, pero lo que más le interesaba era la versión original de la profecía de Ithlinne Aegli aep Aevenien, sobre todo el fragmento que hablaba de Aen Hen Ichaer, la Vieja Sangre. Le interesaba también Tor Lara, la Torre de la Gaviota, y el legendario portal que antaño unía la Torre de la Gaviota con Tor Zireael, la Torre de la Golondrina. Qué típico es esto para los humanos, Enid. Contar con que al punto, a la primera indicación, les vamos a revelar secretos y enigmas que nosotros mismos intentamos descubrir desde hace cientos de años.

Francesca alzó la mano y se miró los anillos.

—Me gustaría saber —dijo— si Filippa tiene idea de los extraños intereses de Skellen y Vattier. Y de Emhyr var Emreis, al que ambos sirven.

—Sería arriesgado apostar a que no lo sabe —Ida Emean miró con perspicacia a la reina— y esconder en el encuentro en Montecalvo lo que sabemos, tanto ante Filippa como ante toda la logia. No nos dejaría especialmente en un buen lugar… Y al fin y al cabo queremos que exista esta logia. Queremos que se confíe en nosotras, las magas élficas, no que se piense que hacemos doble juego.

—La cosa es que de hecho hacemos doble juego, Ida. Y jugamos un poco con fuego. Con el Fuego Blanco de Nilfgaard…

—El fuego quema —Ida Emean alzó hacia la reina sus ojos alargados por un fuerte maquillaje— y purifica. Hay que pasar por él. Hay que aceptar el riesgo, Enid. Esta logia debe existir, debe comenzar a actuar. Con todos sus miembros. Doce hechiceras, entre ellas ésa de la que habla la profecía. Incluso si es un juego, debemos apostar por la confianza.

—¿Y si se trata de una provocación?

—Tú conoces mejor que yo a las personas envueltas en esto.

Enid an Gleanna reflexionó.

—Sheala de Tancarville —dijo por fin— es una solitaria muy cerrada, no tiene ningún lazo con nadie. Triss Merigold y Keira Metz los tenían, pero ahora ambas son emigrantes, el rey Foltest expulsó de Temeria a todos los hechiceros. A Margarita Laux-Antille le interesa sólo su escuela, nada fuera de ella. Por supuesto, en este momento las tres últimas están sometidas a la fuerte influencia de Filippa y Filippa es un misterio. Sabrina Glevissig no renuncia a las influencias políticas que tiene, pero no traicionará a la logia. Le atrae demasiado el poder que da la logia.

—¿Y la tal Assire var Anahid? ¿Y la otra nilfgaardiana que vamos a conocer en Montecalvo?

—No sé mucho de ellas —sonrió levemente Francesca—. Pero en cuanto que las vea sabré mucho más. En cuanto vea cómo se visten.

Ida Emean entrecerró los pintados párpados, pero se contuvo y no preguntó.

—Queda la estatuilla de jade —dijo al cabo Francesca—. La enigmática figurilla de jade, cuya mención se puede encontrar en Ithlinnespeath. Creo que ya es hora de dejarla hablar. Y de anunciarle lo que le espera. ¿Me ayudas con la descompresión?

—No, hazlo sola. Ya sabes cómo se reacciona al desempaque. Cuantos menos testigos haya, menos doloroso será el golpe para su orgullo.

Francesca Findabair comprobó de nuevo si todo el patio estaba herméticamente aislado del resto del palacio por un campo protector que ocultaba de la vista y ahogaba los sonidos. Encendió tres velas negras puestas sobre candeleros envueltos en reflectores de espejo cóncavo. Los candeleros estaban en unos lugares señalados de un círculo de mosaico en el pavimento que contenía las siete señales de Vicca, el zodiaco élfico, sobre símbolos que representaban a Belleteyn, Lammas y Yule. Dentro del círculo zodiacal de mosaico hizo otro, más pequeño, repleto de signos mágicos y rodeado por un pentagrama. Sobre tres símbolos del círculo pequeño, Francesca colocó unos pequeños triángulos de hierro encima de los que cuidadosamente y con precaución montó tres cristales. El corte de la parte baja de los cristales correspondía a la forma del final de los triángulos, por lo que la posición por fuerza había de ser muy precisa, pero Francesca lo comprobó todo varias veces. Prefería no arriesgarse a un error.

No lejos de allí susurraba una fuente, el agua surgía de un cántaro de mármol sostenido por una náyade también de mármol, cuatro chorrillos caían a un estanque, produciendo una agitación en las hojas de los nenúfares entre las que nadaban peces dorados.

Francesca abrió un cofrecillo y sacó de él una pequeña figura, hecha de jade, jabonosa al tacto, y la colocó en el centro mismo del pentagrama. Retrocedió, miró otra vez el grimorio que yacía sobre la mesa, hizo una profunda aspiración, alzó la mano y gritó un hechizo.

Las velas ardieron al instante con luz más clara, las facetas de los cristales brillaron y lanzaron franjas de luz. Las franjas se estrellaron contra la figurita, la cual cambió de color al punto: de verde pasó a dorado y, al cabo, se volvió transparente. El aire vibraba a causa de la energía mágica que golpeaba contra la pantalla protectora. Una de las velas lanzó chispas, sobre el pavimento bailaron unas sombras, el mosaico comenzó a vivir, a cambiar su forma. Francesca no bajó las manos, no interrumpió el cántico.

La figura creció de tamaño rápidamente, pulsando y latiendo, cambió su estructura y forma como si fuera una nube de humo que se arrastrara por el suelo. La luz que surgía de los cristales atravesaba el humo, en las franjas de luz apareció un movimiento y una materia que se endurecía. Un momento más y en el centro del círculo mágico surgió de pronto una figura humana. La forma de una mujer morena, que yacía inerte sobre el pavimento.

Las velas se apagaron en unas cintas de humo, los cristales se apagaron. Francesca bajó las manos, estiró los dedos y se limpió el sudor de la frente.

La mujer morena se hizo un ovillo y comenzó a gritar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sonoramente Francesca. La mujer se estiró, aulló, apretándose ambos brazos sobre el bajo vientre.

—¿Cómo te llamas?

—Ye… Yennef… ¡Yennefer! Aaaaaah…

La elfa suspiró con alivio. La mujer todavía se retorcía, aullaba, gemía, golpeaba con los puños en el pavimento, intentaba vomitar. Francesca esperaba con paciencia. Y con tranquilidad. La mujer que había sido sólo unos instantes atrás una estatua de jade estaba sufriendo, era evidente. Y normal. Pero no tenía afectado el cerebro.

—Bueno, Yennefer —dijo al cabo de un largo rato, cortando los gemidos—. Ya vale, ¿no?

Yennefer, con evidente esfuerzo, se alzó sobre cuatro patas, se limpio la nariz con el antebrazo, miró a su alrededor, perdida. Su mirada pasó por Francesca como si la elfa ni siquiera estuviera en el patio, se detuvo y se animó sólo al ver la fuente de la que brotaba agua. Yennefer se arrastró con enorme trabajo, se encaramó al revestimiento de la fuente y, con un chapuzón, se arrojó al estanque. Se atragantó, comenzó a toser, estornudar y escupir, por fin, abriéndose paso por entre las lilas acuáticas, alcanzó a cuatro patas la náyade de mármol y se sentó, apoyando sus espaldas sobre el zócalo de la estatua. El agua le llegaba a los pechos.

—Francesca… —balbuceó, tocando la estrella de obsidiana de su cuello y mirando a la elfa con una mirada un tanto más consciente—. Tú…

—Yo. ¿Qué recuerdas?

—¿Me empaquetaste…? Joder, ¿me empaquetaste?

—Te empaqueté y desempaqueté. ¿Qué recuerdas?

—El Garstang… Los elfos. Ciri. Tú. Y quinientos quintales que se me cayeron de pronto sobre la cabeza… Ahora ya sé lo que fue. Una compresión de artefacto…

—La memoria funciona. Eso está bien.

Yennefer bajó la cabeza, miró entre sus muslos, alrededor de los cuales nadaban peces amarillos.

—Haz que cambien luego el agua del estanque, Enid —murmuró—. Me acabo de mear en ella.

—Minucias —sonrió Francesca—. Presta atención, sin embargo, a si se ve sangre en el agua. A veces la compresión destroza los ríñones.

—¿Sólo los ríñones? —Yennefer tomó aliento con cuidado—. Dentro de mí no hay, me parece, ni un solo órgano sano… Al menos, me siento así. Al diablo, Enid, no sé por qué me merecía tal tratamiento…

—Sal del estanque.

—No. Estoy a gusto aquí.

—Lo sé. Deshidratación.

—Degradación. ¡Desnudación! ¿Por qué me hiciste esto?

—Sal, Yennefer.

La hechicera se levantó con esfuerzo, apoyándose con las dos manos en la náyade de mármol. Se quitó de encima los nenúfares, con un brusco tirón se rasgó y arrancó el vestido chorreante de agua, estuvo de pie delante de la fuente, bajo los chorros que caían. Se limpió y bebió, salió del estanque, se sentó al borde de la fuente, se retorció los cabellos, miró a su alrededor.

—¿Dónde estoy?

—En Dol Blathanna.

Yennefer se limpió la nariz.

—¿Todavía continúa el lío de Thanedd?

—No. Terminó. Hace un mes y medio.

—Debo de haberte hecho mucho daño —dijo al cabo Yennefer—. Debo de haberte dado una buena, Enid. Pero puedes considerar que nuestra cuenta se ha nivelado. Te has vengado adecuadamente, aunque esto fue quizá un poco sádico. ¿No te podrías haber contentado con cortarme la garganta?

—No digas tonterías. —La elfa frunció la boca—. Te empaqueté y te saqué del Garstang para salvarte la vida. Luego volveremos a ello, pero algo más tarde. Toma, una toalla. Aquí tienes una sábana. Después del baño te daré un vestido nuevo. En el lugar adecuado, en una bañera con agua caliente. Ya has perjudicado bastante a los peces amarillos.

Ida Emean y Francesca bebían vino. Yennefer bebía glucosa y zumo de zanahoria. En cantidades enormes.

—Resumiendo —dijo, al escuchar las revelaciones de Francesca—. Nilfgaard conquistó Lyria, deshizo Aedirn a medias con Kaedwen, quemó Vengerberg, puso en vasallaje a Verden y ahora está venciendo a Brugge y Sodden. Vilgefortz desapareció sin huella. Tissaia de Vries cometió suicidio. Y tú te has convertido en reina del Valle de las Flores, el emperador Emhyr te recompensó con la corona y el cetro a cambio de mi Ciri, a la que buscó durante tanto tiempo y a la que ahora tiene y utiliza a voluntad y gusto. A mí me empaquetaste y durante mes y medio me tuviste en una caja como estatua de jade. Y seguramente estás esperando que te lo agradezca.

—No estaría mal —respondió Francesca Findabair con frialdad—. En Thanedd hubo un cierto Rience que consideraba como cuestión de honor el darte una muerte lenta y cruel, y Vilgefortz le prometió hacerlo posible. Rience recorrió en tu busca todo el Garstang. Pero no te encontró, porque ya eras una figurilla de jade en mi escote.

—Y fui esa figurilla durante cuarenta y siete días.

—Sí. Yo, por mi parte, cuando se me preguntaba, podía responder sin mentir que Yennefer de Vengerberg no estaba en Dol Blathanna. Puesto que preguntaban por Yennefer y no por la estatua.

—¿Qué ha cambiado para que por fin te hayas decidido a desempaquetarme?

—Mucho. Ahora te lo explicaré.

—Antes me aclararás algo. En Thanedd estaba Geralt. Un brujo. Recordarás que te lo presenté en Aretusa. ¿Qué ha sido de él?

—Tranquilízate. Está vivo.

—Estoy tranquila. Habla, Enid.

—Tu brujo —dijo Francesca— hizo más en el curso de una hora que muchos durante toda su vida. Sin extenderme: le rompió un pie a Dijkstra, le cortó la cabeza a Artaud Terranova y asesinó bestialmente a unos diez Scoia’tael. Ah, y sin olvidarnos: despertó también los deseos enfermizos de Keira Metz.

—Terrible. —Yennefer frunció exageradamente el ceño—. Pero Keira ya habrá vuelto en sí, ¿no? No le guardará rencor, espero. El que, una vez habiendo despertado sus deseos, no se la jodiera, se debió con toda seguridad a la falta de tiempo, no a falta de respeto. Asegúraselo en mi nombre.

—Tú misma vas a tener ocasión de hacerlo —dijo fría la Margarita del Valle—. Y pronto. Volvamos, sin embargo, al asunto respecto al cual finges indiferencia. Tu brujo se entusiasmó tanto con la defensa de Ciri que actuó de un modo bastante poco razonable. Se lanzó sobre Vilgefortz. Y Vilgefortz lo destrozó. El que no lo matara se debió seguramente a falta de tiempo, no a falta de propósito. ¿Y qué? ¿Vas a seguir fingiendo que no te conmueve?

—No. —La mueca de los labios de Yennefer dejó de reflejar burla—. No, Enid. Me conmueve. Dentro de poco unas cuantas personas van a conocer mi conmoción. Te doy mi palabra.

Del mismo modo que antes no se había visto afectada por las burlas, ahora Francesca no se inmutó por las amenazas.

—Triss Merigold teleportó al torturado brujo hasta Brokilón —dijo—. Por lo que sé, las dríadas lo siguen curando. Parece que está bien, pero lo mejor es que no saque la nariz de allí. Lo persiguen los agentes de Dijkstra y los secretas de todos los reyes. A ti, por cierto, también.

—¿Cómo me he merecido ese honor? Pues si yo no le rompí nada a Dijkstra… Ah, no me lo digas, yo misma lo adivinaré. Desaparecí de Thanedd sin dejar huella. Nadie se imagina que aterricé en tu bolsillo, reducida y empaquetada. Todos están convencidos de que escapé a Nilfgaard junto con mis compañeros de conspiración. Todos menos los verdaderos conspiradores, ha de entenderse, pero éstos no van a sacar a nadie del error. La guerra continúa, la desinformación es un arma cuya hoja siempre debe estar bien afilada. Y ahora, después de cuarenta y siete días, ha llegado la hora de usar ese arma. Mi casa en Vengerberg quemada, estoy perseguida. Nada, sólo me queda unirme a un comando de Scoia’tael. O unirme a la lucha por la libertad de los elfos de otro modo.

Yennefer dio un trago de zumo de zanahoria y clavó la mirada en los ojos de Ida Emean aep Sivney, quien seguía manteniéndose serena y silenciosa.

—¿Qué, doña Ida? ¿Señora de los libres Aen Seidhe de las Montañas Azules? ¿He acertado bien la suerte que me está reservada? ¿Por qué estáis callada como una muerta?

—Yo, doña Yennefer —respondió la elfa de cabellos rojos—, acostumbro a callar cuando no tengo nada sensato que decir. Siempre es mejor eso que inventar suposiciones infundadas y enmascarar la inquietud con charlatanería. Ve al grano, Enid. Explícale a doña Yennefer de qué se trata.

—Soy toda oídos. —Yennefer tocó con los dedos la estrella de obsidiana sobre el terciopelo—. Habla, Francesca.

La Margarita de Dolin apoyó la barbilla en las manos unidas.

—Hoy —anunció— es la segunda noche desde que la luna está llena. Dentro de un instante nos vamos a teleportar al castillo de Montecalvo, sede de Filippa Eilhart. Tomaremos parte en la reunión de una organización que debería interesarte. Siempre fuiste de la opinión de que la magia es el valor superior, que está por encima de todas las divisiones, disputas, opciones políticas, intereses personales, resquemores, resentimientos y animosidades. Seguro que te alegrará saber que no hace mucho se formó el núcleo de una institución, algo así como una logia secreta, dedicada exclusivamente a defender los intereses de la magia, que habrá de cuidar para que la magia ocupe en la jerarquía de los diversos asuntos el lugar que le corresponde. Aprovechando el privilegio de recomendar a nuevos miembros de la mencionada logia, me he permitido tener en cuenta dos candidaturas, la de Ida Emean aep Sivney y la tuya.

—Vaya un inesperado honor y promoción —se burló Yennefer—. Desde una inexistencia mágica elevada directamente a miembro de una logia secreta, elitista y todopoderosa. Que se encuentra por encima de resquemores y resentimientos personales. Pero, ¿acaso serviré yo de verdad? ¿Encontraré acaso la fuerza de carácter para eliminar mi odio hacia las personas que me quitaron a Ciri, torturaron a un hombre que no me es indiferente y a mí misma…?

—Estoy segura —le interrumpió la elfa— de que encontrarás en ti suficiente fuerza de carácter, Yennefer. Te conozco y sé que no te faltará tal fuerza. No te faltará tampoco ambición para disipar tus dudas en lo referido a la promoción y honor que se te hacen. Si, sin embargo, es eso lo que quieres, te lo diré sin rodeos: te recomiendo a la logia porque te considero persona que se lo merece y que puede servir con provecho a la causa.

—Gracias. —La sardónica sonrisa no parecía estar dispuesta a desaparecer de los labios de la hechicera—. Gracias, Enid. Cierto, siento cómo me hinchan la ambición, el orgullo y el egoísmo. Estoy que voy a estallar en cualquier momento. Y ello antes de que todavía comience a reflexionar por qué en vez de a mí no recomiendas a la logia a otra elfa de Dol Blathanna o a elfas de las Montañas Azules.

—En Montecalvo —respondió Francesca con voz fría— te enterarás de por qué.

—Lo preferiría ahora.

—Díselo —murmuró Ida Emean.

—Se trata de Ciri —dijo Francesca al cabo de un instante de reflexión, mientras elevaba hacia Yennefer sus ojos impenetrables—. La logia está interesada en ella y nadie conoce a esa muchacha tan bien como tú. Del resto te enterarás allí.

—De acuerdo. —Yennefer se rascó enérgicamente en los omoplatos. La piel reseca por la compresión todavía picaba insoportablemente—. Dime solamente quién más compone la tal logia. Aparte de vosotras y Filippa.

—Margarita Laux-Antille, Triss Merigold y Keira Metz, Sheala de Tancarville de Kovir, Sabrina Glevissig. Y dos hechiceras de Nilfgaard.

—¿La república internacional de las hembras?

—Se la puede llamar así.

—Seguro que ellas todavía me consideran aliada de Vílgefortz. ¿Me aceptarán?

—Me aceptaron a mí. El resto lo harás tú misma. Se te pedirá que expliques tus lazos con Ciri. Desde el principio, hace quince años, cuando tuvo lugar la historia de tu brujo en Cintra, hasta los acontecimientos de hace mes y medio. Y que confirmes tu lealtad al convento.

—¿Quién dijo que hay algo que confirmar? ¿No es demasiado pronto para hablar de lealtad? No conozco ni siquiera los estatutos y programas de esta internacional de las damas…

—Yennefer. —La elfa frunció levemente sus cejas regulares—. Te recomiendo a la logia. Pero no tengo intenciones de obligarte a nada. Y sobre todo a la lealtad. Tienes elección.

—Me imagino cuál.

—Bien imaginas. Pero sigue siendo una libre elección. Por mi parte, sin embargo, te animo calurosamente a que elijas la logia. Créeme, de esta forma puedes ayudar a tu Ciri de una forma mucho más efectiva que arrojándote a ciegas en el torbellino de los acontecimientos, que es de lo que, me imagino, tienes muchas ganas. A Ciri le amenaza la muerte. Sólo la puede salvar nuestra actuación solidaria. Si escuchas lo que se va a hablar en Montecalvo, te convencerás de que he dicho la verdad… Yennefer, no me gusta nada el brillo que veo en tus ojos. Dame tu palabra de que no vas a intentar huir.

—No. —Yennefer agitó la cabeza, cubriendo con la mano la estrella sobre el terciopelo—. No, no te la doy, Francesca.

—Querría prevenirte lealmente, mi querida. Todos los portales estacionarios de Montecalvo están bloqueados. Todo el que sin el permiso de Filippa quisiera entrar o salir de allí aterrizará en mazmorras de paredes cubiertas de dwimerita. No podrás abrir un telepuerto propio sin tener los componentes. No te quiero quitar tu estrella porque tienes que estar en completo dominio de tu mente, pero si intentas una locura… Yennefer, no puedo permitir… La logia no podría permitir que volaras loca y sola a salvar a Ciri y buscar venganza. Yo todavía tengo tu matriz, tengo el algoritmo del hechizo. Te reduciré y te empaquetaré de nuevo en una estatua de jade. Si hace falta, durante meses. O años.

—Gracias por la advertencia. Pero ni con ésas te daré mi palabra.

Fringilla Vigo recuperó el gesto, pero estaba nerviosa. Ella misma, más de una vez, había regañado a los jóvenes magos nilfgaardianos por dejarse influir acríticamente por las opiniones e imaginaciones estereotipadas, se burlaba con regularidad de las imágenes triviales pintadas por los rumores y la propaganda acerca de la típica hechicera del norte: artificialmente hermosa, arrogante, vana y depravada hasta las fronteras de la perversión y a veces más allá de estas fronteras. Ahora, sin embargo, cuanto más la acercaban al castillo de Montecalvo los sucesivos transbordos, más la atenazaba la inseguridad de lo que iba a encontrar en el lugar de encuentro de la enigmática logia. Y lo que la esperaba a ella. Su desbocada imaginación repasaba imágenes de mujeres mortalmente hermosas con collares de diamantes sobre los desnudos pechos de pezones pintados con carmín, mujeres de labios húmedos y ojos brillantes por el alcohol y los narcóticos. Con los ojos de la imaginación Fringilla veía ya cómo las sesiones del convento secreto se transformaban en una orgía salvaje y desenfrenada con uso de músicas frenéticas, afrodisiacos, esclavos de ambos sexos y rebuscados accesorios.

El último telepuerto la dejó entre dos columnas de mármol negro, con los labios secos, los ojos llorosos por el viento mágico y la mano espasmódicamente agarrada al collarcito de esmeraldas que cortaba el triángulo del escote. Junto a ella se materializó Assire var Anahid, también visiblemente nerviosa. Fringilla, sin embargo, tenía motivos para sospechar que a su amiga le turbaba su vestido nuevo, no muy típico para ella: un vestido sencillo pero muy elegante de color jacinto, complementado con un pequeño y modesto collar de alexandritas.

El nerviosismo pasó al momento. En la sala grande y fría, iluminada por lampiones mágicos, reinaba el silencio. No se veían por ningún lado negros desnudos tocando el tambor, ni muchachas bailoteando sobre la mesa con lentejuelas en el monte de Venus, ni se percibía el olor del hachís ni de la cantárida. Las hechiceras nilfgaardianas fueron inmediatamente saludadas por Filippa Eilhart, la señora del castillo, engalanada, seria, amable y pragmática. Otras hechiceras presentes se acercaron y se presentaron y Fringilla suspiró con alivio. Las magas del norte eran hermosas, coloristas y estaban cubiertas de joyas, pero en los ojos suavemente enfatizados por el maquillaje no había ni sombra de estupefacientes ni de ninfomanía. Ninguna de ellas tenía tampoco los pechos desnudos. Antes al contrario, dos estaban cubiertas hasta el cuello con una extraordinaria modestia: Sheala de Tancarville, austera, vestida de negro, y Triss Merigold, jovencita de ojos celestes y hermosos cabellos castaños. La morena Sabrina Gievissig y las rubias Margarita Laux-Antille y Keira Metz llevaban escote, pero no mucho más abierto que el de la propia Fringilla.

Ocuparon el tiempo de espera a las otras participantes en la reunión con una conversación cortés, durante la cual todas tuvieron ocasión de decir algo sobre sí mismas, y las advertencias y afirmaciones llenas de tacto de Filippa Eilhart rompieron el hielo con rapidez, aunque el único hielo que había en los alrededores estaba en el bufé en el que se amontonaba una montaña de ostras. No se percibían otros hielos. Sheala de Tancarville, científica, encontró de inmediato multitud de temas comunes con la científica Assire var Anahid, y Fringilla, por su parte, simpatizó con la alegre Triss Merigold. La conversación fue acompañada por un glotón trasiego de ostras. Sólo Sabrina Gievissig, digna hija del desierto kaedweno, no comió, y hasta se permitió expresar su desprecio por las «guarrerías viscosas» y su deseo de un pedazo de carne de ciervo fría con ciruelas. Filippa Eilhart, en lugar de reaccionar al insulto con gélida altanería, tiró del cordón de la campana y al poco un servicio que pasaba desapercibido y no hacía ruido trajo platos de carne. El asombro de Fringilla Vigo era enorme. En fin, pensó, donde fueres, haz lo que vieres

El telepuerto entre las dos columnas refulgió y lanzó un sonido vibrante. En el rostro de Sabrina Gievissig se dibujó un asombro sin límites. Keira Metz dejó caer sobre el hielo la ostra y el cuchillo. Triss ahogó un gemido.

Tres hechiceras salieron del portal. Tres elfas. Una de cabellos del color del oro oscuro, otra de cabellos bermejos y una que los tenía como ala de cuervo.

—Bienvenida, Francesca —dijo Filippa. En su voz no se podía escuchar la emoción que emanaba de sus ojos, los cuales, sin embargo, pronto se entornaron—. Bienvenida, Yennefer.

—Obtuve el privilegio de repartir dos sillones de la logia —dijo melódicamente la llamada Francesca, la elfa de cabello rubio oscuro, quien había sin duda advertido la estupefacción de Filippa—. Éstas son mis candidatas. Yennefer de Vengerberg, conocida por todas. Y doña Ida Emean aep Sivney, Aen Saevherne de las Montañas Azules.

Ida Emean inclinó ligeramente su cabeza pelirroja, crepitó su etéreo vestido de junquillo.

—Supongo —Francesca miró a su alrededor— que ya estaremos al completo.

—Sólo falta Vilgefortz —silbó bajito pero con evidente enfado Sabrina Glevissig, al tiempo que miraba torcido a Yennefer.

—Y los Scoia’tael escondidos en los subterráneos —murmuró Keira Metz. Triss la congeló con una mirada.

Filippa hizo las presentaciones. Fringilla miró con curiosidad a Francesca Findabair, Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin, la famosa reina de Dol Blathanna, señora de los elfos que no hacía mucho que habían recuperado su país. Las historias acerca de la belleza de Francesca, advirtió Fringilla, no exageraban.

Ida Emean, pelirroja y de grandes ojos, despertó el evidente interés de todas, sin descontar a las dos magas de Nilfgaard. Los elfos libres de las Montañas Azules no mantenían ningún tipo de relación no sólo con los seres humanos, sino ni siquiera con sus hermanos que vivían cerca de los humanos. Y los Aen Saevherne, los Sabedores, muy escasos entre los elfos libres, eran un misterio cercano a la leyenda. Pocos podían vanagloriarse, incluso entre los elfos, de tener contacto cercano con los Aen Saevherne. Ida se diferenciaba del grupo no sólo por el color de sus cabellos. Entre sus joyas no había ni una onza de minerales, ni una piedra preciosa: sólo llevaba perlas, corales y ámbar.

Sin embargo, la causa de las mayores emociones era, por supuesto, la tercera hechicera recién llegada, Yennefer, de cabellos negrísimos, vestida de blanco y negro, que, en contra de la primera impresión, no era una elfa. Su aparición en Montecalvo debía de haber sido una tremenda sorpresa, y no agradable para todas. Fringilla percibía el aura de antipatía y enemistad que surgía de algunas magas.

Cuando le presentaron a la hechicera nilfgaardiana, Yennefer detuvo sus ojos violetas sobre Fringilla. Los ojos estaban cansados y rodeados de ojeras, ni siquiera el maquillaje era capaz de esconderlo.

—Nosotras nos conocemos —afirmó Yennefer, tocando la estrella de obsidiana prendida en el terciopelo.

Sobre la sala cayó de pronto un silencio pesado y expectante.

—Ya nos hemos visto antes —repitió Yennefer.

—No lo recuerdo. —Fringilla sostuvo la mirada.

—No me extraña. Yo, sin embargo, tengo buena memoria para rostros y siluetas. Te vi en el Monte de Sodden.

—Entonces no se puede hablar de un error. —Fringilla Vigo alzó la cabeza con orgullo, pasó los ojos por todas—. Estuve en el Monte de Sodden.

Filippa Eilhart se anticipó a la respuesta.

—Yo también estuve allí —dijo—. Y también algo recuerdo. No me parece a mí, sin embargo, que un desmedido esfuerzo de la memoria y un innecesario rebuscar en ella pudiera traernos ningún provecho aquí, en esta sala. Para lo que planeamos emprender aquí sirven más el olvido, el perdón y la reconciliación. ¿Estás de acuerdo conmigo, Yennefer?

La hechicera morena retiró un retorcido rizo de su frente.

—Cuando me entere por fin de qué es lo que planeáis emprender aquí —respondió—, te diré, Filippa, en qué estoy de acuerdo.

—En ese caso, lo mejor será que empecemos sin demora. Os pido que toméis asiento.

Los asientos delante de la mesa redonda, excepto uno, estaban señalados. Fringilla se sentaba junto a Assire var Anahid, la cual tenía precisamente a la derecha la silla vacía que la separaba de Sheala de Tancarville, al lado de la cual ocuparon sitio Sabrina Glevissig y Keira Metz. A la izquierda de Assire estaban sentadas Ida Emean, Francesca Findabair y Yennefer. Exactamente enfrente de Assire estaba Filippa Eilhart, quien tenía a su derecha a Margarita Laux-Antille y a la izquierda a Triss Merigold.

Todas las sillas tenían los brazos labrados en forma de esfinges.

Filippa comenzó. Repitió la bienvenida y de inmediato pasó a los hechos. Fringilla, a la cual Assire había dado una detallada relación de la reunión anterior de la logia, no se enteró de nada nuevo. No la asombraron tampoco las declaraciones pronunciadas por todas las hechiceras de pertenencia al convento, ni las primeras intervenciones en la discusión. Se sentía, sin embargo, un tanto incómoda, puesto que estas primeras intervenciones se referían a la guerra que el imperio llevaba a cabo contra los norteños, y especialmente a la operación recién comenzada en Sodden y Brugge, durante la cual los ejércitos imperiales habían tenido enfrentamientos armados con el ejército temerio. Pese al establecido apoliticismo de la logia, las hechiceras no eran capaces de esconder sus opiniones. A algunas les intranquilizaba evidentemente la presencia de Nilfgaard a la puerta de casa. Fringilla reconocía tener unos sentimientos ambiguos. Pensaba que personas tan ilustradas deberían entender que el imperio llevaba al norte la cultura, el bienestar, el orden y la estabilidad política. Pero, por otro lado, no sabía cómo hubiera reaccionado ella misma si a su casa se hubieran acercado ejércitos extranjeros.

Sin embargo, Filippa Eilhart estaba claramente harta de discusiones sobre asuntos militares.

—Nadie es capaz de prever el resultado de esta guerra —dijo—. Es más, una predicción tal carece de todo sentido. Examinemos por fin este hecho fríamente. En primer lugar, la guerra en sí no es un mal tan grande. Más temería las consecuencias de la superpoblación que puede producir la derrota total del hambre en esta etapa de desarrollo de la agricultura y la industria. En segundo lugar, la guerra es la continuación de la política de los gobernantes. ¿Cuántos de los que gobiernan en la actualidad vivirán dentro de unos cien años? Ninguno, está claro. ¿Cuántas dinastías perdurarán? No hay forma de predecirlo. Las presentes disputas territoriales, dinásticas, las ambiciones presentes y las presentes esperanzas no serán dentro de cien años más que cenizas y polvo en las crónicas. Pero si nosotras no tomamos medidas, si nos dejamos arrastrar a la guerra, de nosotras tampoco quedarán más que cenizas y polvo. Sin embargo, si miramos un poco por encima de los lugares comunes, si cerramos los oídos al griterío bélico y patriótico, perduraremos. Y tenemos que perdurar. Tenemos, porque llevamos sobre nuestros hombros la carga y la responsabilidad. No hacia los reyes y sus intereses particulares, limitados a un solo reino. Nosotras tenemos la responsabilidad del mundo. Del progreso. De los cambios que trae este progreso. Tenemos la responsabilidad del futuro.

—Tissaia de Vries lo hubiera dicho de otra forma —dijo Francesca Findabair—. Para ella siempre se trató de la responsabilidad de las gentes comunes, simples. No en el futuro, sino aquí y ahora.

—Tissaia de Vries está muerta. Si viviera, estaría entre nosotras.

—Seguro. —La Margarita de Dolin sonrió—. Pero no pienso que aceptara la teoría de la guerra como remedio a la derrota del hambre y la superpoblación. Prestad atención a esta última palabra, queridas confráteres. Las discusiones las estamos llevando en la lengua común para facilitar el entendimiento. Pero para mí es una lengua extranjera. Cada vez más extranjera. En mi lengua materna no existe la palabra «superpoblación», una palabra élfica para ello sería un neologismo. Tissaia de Vries, de inolvidable memoria, se preocupaba por la suerte de las personas comunes. Si se trata de mí, no me es menos importante la suerte de los elfos comunes y corrientes. Aplaudiría con gusto la idea de volar con el pensamiento hacia el futuro y tomar el día de hoy como una efemérides. Pero advierto con tristeza que el día de hoy condiciona el de mañana y sin mañana no hay futuro. Para vosotros, humanos, quizá sea ridículo llorar por un matorral de saúco que ardiera a causa de los vientos de la guerra, al fin y al cabo el saúco no falta, si no está éste, habrá otro, y si no hay saúco, qué más da, habrá una acacia. Perdonad la metáfora botánica. Pero tened, por favor, en cuenta que lo que para vosotros, humanos, es cuestión de política, para nosotros, elfos, es cuestión de perduración física.

—A mí la política no me interesa —anunció en voz alta Margarita Laux-Antille, la rectora de la academia mágica—. Yo, simplemente, no deseo que las muchachas por cuya educación me he sacrificado sean utilizadas como condotieras, con los ojos enjabonados por eslóganes acerca del amor a la patria. La patria de esas muchachas es la magia, eso es lo que les enseño. Si alguien compromete a mis muchachas en la guerra, las coloca sobre un nuevo Monte de Sodden, entonces ellas perderán, con independencia del resultado en el campo de batalla. Entiendo vuestros temores, Enid, pero tenemos que ocuparnos del futuro de la magia, no de los problemas raciales.

—Tenemos que ocuparnos del futuro de la magia —repitió Sabrina Glevissig—. Pero el futuro de la magia lo condiciona el estatus de los hechiceros. Nuestro estatus. Nuestra importancia. El papel que desempeñamos en la sociedad. La confianza y el respeto y la credibilidad, la fe general en que somos provechosos, en que la magia es necesaria. La alternativa a la que nos enfrentamos es sencilla: o la pérdida del estatus y el aislamiento en las torres de marfil o el servicio. El servicio incluso en el Monte de Sodden, incluso como condotieras…

—¿O como servidoras y recaderas? —Triss Merigold se quitó de los hombros sus hermosos cabellos—. ¿Con el cuello gacho, listos a servir cada vez que el emperador mueva un dedo? Porque al fin y al cabo ése es el papel que nos otorga la pax nilfgaardiana, si llega a ocuparlo todo.

—Si llegara a ocuparlo —dijo con énfasis Filippa—. Nosotras no tenemos alternativa. Nosotras tenemos que servir. Pero a la magia. No a los reyes ni a los emperadores, no a su política cotidiana. No a la causa de la integración de las razas, porque ésta también está sometida a los objetivos políticos actuales. Nuestro convento, queridas señoras, no fue convocado para que nos adaptáramos a la política presente ni a los cambios diarios de la línea del frente. No para que buscáramos febrilmente soluciones adecuadas a determinada situación, cambiando el color de la piel como camaleones. El papel de nuestra logia debe de ser activo. Y totalmente contrario a lo que acabo de decir. Y hemos de realizarlo con todos los medios a nuestra disposición.

—Si no he entendido mal —Sheala de Tancarville alzó la cabeza—, nos incitas a influir activamente en el curso de los acontecimientos. Por todos los medios. ¿También los fuera de la ley?

—¿De qué ley hablas? ¿De ésa para los pequeños? ¿De la que está escrita en los códigos que nosotros mismos preparamos y dictamos a los juristas reales? A nosotras sólo nos ata una ley. ¡La nuestra!

—Comprendo. —La hechicera de Kovir sonrió—. Así que vamos entonces a influir activamente en el curso de los acontecimientos. Si la política de los reyes no nos gusta, simplemente la cambiamos. ¿No, Filippa? ¿Y no será mejor, puestos a ello, derrocar a esos tontos coronados, destronarlos y expulsarlos? ¿Puede que tomar de una vez el poder en nuestras manos?

—Ya hemos sentado en los tronos a gobernantes que eran cómodos para nosotros. El error radica en que no hemos sentado nunca en el trono a la magia. Nunca hemos dado a la magia el poder absoluto. Es hora de reparar ese error.

—¿Piensas, por supuesto, en ti misma? —Sabrina Glevissig se inclinó por encima de la mesa—. ¿Por supuesto, en el trono de Redania? ¿Como su majestad Filippa I? ¿Con Dijkstra como príncipe consorte?

—No pienso en mí. No pienso en el reino de Redania. Pienso en el gran Reino del Norte, en el que surgirá a partir del actual reino de Kovir. Un imperio cuya fuerza será igual a la de Nilfgaard, gracias a lo cual la balanza del mundo, que en este momento se inclina, alcanzará el equilibrio. Un imperio gobernado por la magia, a la que nosotros llevaremos al trono casando al heredero de Kovir con una hechicera. Sí, habéis escuchado bien, queridas confráteres, miráis en la dirección adecuada. Sí, aquí, a esta mesa, precisamente en este sitio vacío, sentaremos a la decimosegunda hechicera de la logia. Y luego la sentaremos en el trono.

Sheala de Tancarville interrumpió el silencio que había sobrevenido.

—Es un proyecto ciertamente ambicioso —dijo con una nota de sarcasmo en la voz—. Ciertamente digno de todas las que aquí estamos. Justifica por completo la existencia de esta sociedad. Es verdad que nos ofendería una tarea menos sublime, aunque se balanceara en la frontera de la realidad y la viabilidad. Sería como clavar un clavo con un astrolabio. No, no, mejor asignarse desde el principio una tarea completamente irrealizable.

—¿Por qué irrealizable?

—Ten piedad, Filippa —dijo Sabrina Glevissig—. Ninguno de los reyes se casará nunca con una hechicera, ningún país aceptará a una hechicera en el trono. En contra tenemos una costumbre de siglos. Puede que esa costumbre no sea muy inteligente, pero existe.

—Existen también —añadió Margarita Laux-Antille— obstáculos de naturaleza diríamos técnica. La persona que podría unirse con la casa de Kovir tendría que cumplir una serie de condiciones tanto desde nuestro punto de vista como desde el de la propia casa de Kovir. Estas condiciones se excluyen mutuamente, se niegan unas a otras. ¿No te das cuenta, Filippa? Para nosotras ha de ser una persona instruida en la magia, totalmente entregada a la causa de la magia, que comprenda su papel y sea capaz de interpretarlo con habilidad, sin ser advertida, sin despertar sospechas. Sin directores ni apuntadores, sin ninguna eminencia gris que se mantenga en la sombra, contra la que siempre se dirige la ira de los súbditos al primer tumulto. Ha de ser al mismo tiempo una persona a la cual el propio Kovir, sin visible presión por nuestra parte, elija como mujer para el sucesor al trono.

—Eso es cierto.

—¿Y a quién piensas que elegirá ese Kovir no presionado? A una muchacha de familia real, que lleve en las venas sangre real desde hace generaciones. A una muchacha joven, adecuada para un príncipe joven. Una muchacha que pueda engendrar, porque se trata de la dinastía. Este listón te excluye a ti, Filippa, me excluye a mí, excluye incluso a Keira y Triss, las más jóvenes de entre nosotras. Excluye también a todas las adeptas de mi escuela, quienes, al fin y al cabo, también son poco interesantes para nosotras, porque son retoños de los que no se sabe todavía el color de sus pétalos, y por eso no es de pensar que cualquiera de ellas pudiera sentarse en el decimosegundo puesto, el vacío, de esta mesa. En otras palabras, incluso si todo Kovir se hubiera vuelto loco y estuviera dispuesto a aceptar el matrimonio de un príncipe con una hechicera, no encontraremos tal hechicera. Así que, ¿quién iba a ser la dicha reina del norte?

—Una muchacha de estirpe real —respondió serena Filippa—. En cuyas venas corre sangre real, la sangre de algunas grandes dinastías. Joven y con capacidad de engendrar. Una muchacha de inusuales capacidades mágicas y proféticas, la portadora de la anunciada profecía de la Antigua Sangre. Una muchacha que interpretará su papel sin directores, apuntadores, consejeros ni eminencias grises, porque es lo que quiere su destino. Una muchacha cuyas verdaderas capacidades sólo son y serán conocidas por nosotras. Cirilla, hija de Pavetta de Cintra, nieta de la Leona Calanthe. Antigua Sangre, Helado Fuego del Norte, Destructora y Renovadora, cuya venida fue profetizada hace cientos de años. Ciri de Cintra, la reina del norte. Y su sangre, de la que nacerá la reina del mundo.

Ante la vista de los Ratas cayendo en emboscada, dos de los jinetes que escoltaban a los carros se dieron la vuelta de inmediato y emprendieron la huida. No tenían ni una posibilidad. Giselher, Reef y Chispas les cortaron la retirada y tras una corta lucha los rajaron sin ceremonias. Kayleigh, Asse y Mistle cayeron sobre los dos restantes, que estaban dispuestos a una defensa desesperada de la carreta a la que iban uncidos cuatro caballos tordos. Ciri estaba decepcionada y muy enfadada. No le habían dejado ninguno. Se hizo a la idea de que no iba a tener a quién matar.

Pero todavía quedaba un jinete, que iba delante de la carreta como avanzada, con armadura ligera, en un caballo rápido. Podría haber huido, pero no huyó. Se dio la vuelta, hizo un molinete con la espada y galopó directo hacia Ciri.

Ella permitió que se acercara, incluso detuvo un poco el caballo. Cuando él golpeó, alzándose sobre los estribos, giró en la silla, evitando hábilmente la hoja, y de inmediato se hundió, alejándose de las riendas. El jinete era rápido y hábil, consiguió dar un nuevo tajo. Esta vez ella lo paró de través, cuando la espada se deslizó, rajó al jinete desde abajo, cortó, dobló la espada en una finta hacia el rostro y cuando él se cubrió instintivamente la cabeza con la mano izquierda, ella volvió con agilidad la hoja en la mano y le cortó bajo la axila, en un tajo que había ejercitado durante horas en Kaer Morhen. El nilfgaardiano se deslizó de la silla, cayó, se puso de rodillas, lanzó un salvaje aullido mientras con un movimiento brusco intentaba detener la sangre que brotaba de la arteria cortada. Ciri le contempló durante un momento, fascinada como siempre ante la vista de un hombre que luchaba con todas sus fuerzas contra la muerte. Esperó a que se desangrara. Luego se fue sin mirar atrás.

La emboscada había terminado. La escolta yacía a sus pies. Asse y Reef detuvieron la carreta, sujetando con los muslos los pares de riendas. El mozo que iba agarrado a la rienda derecha, un jovencito de librea coloreada, cayó al suelo, lloró y pidió piedad a gritos. El carretero soltó las otras riendas y también pidió merced, colocando las manos como para rezar. Giselher, Chispa y Mistle corrieron hacia la carreta, Kayleigh saltó del caballo y abrió la puertecilla. Ciri se acercó más, desmontó, todavía con la espada cubierta de sangre en la mano.

En la carreta estaba sentada una gorda matrona con vestido palaciego y cofia, abrazando a una muchacha joven y terriblemente pálida vestida de negro, cubierta hasta el cuello con un vestido de cuellecito calado. En el vestido, observó Ciri, llevaba una gema prendida. Muy bonita.

—¡Vaya unos tordones! —gritó Chispas, mirando el tiro de caballos—. ¡Manchaditos y preciosos, como de un cuadro! ¡Por estos cuatro nos darán unos buenos florines!

—Y la carreta —Kayleigh mostró los dientes a la mujer y la muchacha— la llevarán tirando hasta la ciudad el mozo y el carretero, con la cabezada puesta. ¡Y las dos señoritas les ayudarán a subir las cuestas!

—¡Señores bandoleros! —gritó la matrona de la cofia, a la que la sonrisa mordaz de Kayleigh claramente había asustado más que el sangriento hierro que Ciri llevaba en la mano—. ¡Apelo a vuestro honor! ¡No mancilléis a esta joven doncella!

—Eh, Mistle —gritó Kayleigh, riéndose burlón—. ¡Aquí, por lo que escucho, se está apelando a tu honor!

—Cierra el pico —se enfadó Giselher, todavía sobre la silla—. A nadie le divierten tus bromas. Y tú tranquilízate, mujer. Somos los Ratas. No luchamos con mujeres ni las dañamos. ¡Reef, Chispa, soltad a los trotones! ¡Mistle, captura a los caballos! ¡Y largo!

—Nosotros, los Ratas, no peleamos con mujeres. —Kayleigh sonrió de nuevo, mirando el pálido rostro de la muchacha del vestido negro—. A veces sólo nos divertimos con ellas, si tienen ganas. ¿Tienes tú, señorita? ¿No te pica entre las piernas, por un casual? Venga, no hay de qué avergonzarse. Basta con menear la cabeza.

—¡Más respeto! —gritó la dama de la cofia con la voz quebrada—. ¿Cómo te atreves a hablar así a su merced la baronesa, señor bandolero?

Kayleigh se rio, después de lo cual hizo una exagerada reverencia.

—Pido disculpas. No quería mancillar. ¿Qué, que no se puede preguntar?

—¡Kayleigh! —gritó Chispa—. ¡Ven aquí! ¿Por qué andas remoloneando? ¡Ayúdame a soltar los tordos! ¡Falka! ¡Muévete!

Ciri no levantaba la vista del escudo que había en las puertas de la carreta, un unicornio de plata en campo negro. Un unicornio, pensó. Yo vi una vez un unicornio así… ¿Cuándo? ¿En otra vida? ¿O fue tan sólo un sueño?

—¡Falka! ¿Qué pasa contigo?

Soy Falka. Pero no lo fui siempre. No siempre.

Se sacudió, apretó los labios. He sido desagradable con Mistle, pensó. Le hice daño. Tengo que disculparme de algún modo.

Puso el pie en la escalerilla de la carreta, mirando la gema del vestido de la muchacha pálida.

—Dámela —dijo seca.

—¿Cómo te atreves? —se atragantó la matrona—. ¿Sabes acaso con quién hablas? ¡Ella es la bien nacida baronesa de Casadei!

Ciri miró alrededor, se aseguró de que nadie la escuchaba.

—¿Baronesa? —silbó—. Un título muy bajo. Incluso si esta cría fuera condesa, tendría que agacharse ante mí de forma que su culo estuviera sobre la tierra y la cabeza todavía más baja. ¡Dame el broche! ¿A qué esperas? ¿Te lo tengo que arrancar junto con el corsé?

El silencio que sobrevino en la mesa tras la revelación de Filippa fue sustituido enseguida por una algarabía. Las magas demostraban a porfía su asombro y su incredulidad y exigían aclaraciones. Algunas, sin duda, sabían mucho de la profetizada señora del norte Cirilla o Ciri, a otras el nombre no les era extraño, pero sabían mucho menos. Fringilla Vigo no sabía nada, pero albergaba sospechas y se sumió en sus pensamientos, los cuales giraban sobre todo alrededor de cierto mechón de cabellos. Assire, sin embargo, guardaba silencio y le ordenó con la mirada que ella también debía guardarlo. Filippa Eilhart tomó de nuevo la palabra.

—La mayoría de nosotras vio a Ciri en Thanedd, donde su don profético pronunciado en trance produjo un buen lío. Algunas de nosotras tuvieron con ella contacto cercano e incluso muy cercano. Pienso sobre todo en ti, Yennefer. Es hora de que hables.

Cuando Yennefer habló a las allí reunidas acerca de Ciri, Triss Merigold contempló con atención a su amiga. Yennefer hablaba serena y sin emoción, pero Triss la conocía desde hacía demasiado tiempo y demasiado bien. La había visto ya en diversas situaciones, también en aquéllas que producían estrés, la mortificaban y la conducían al borde de la enfermedad y a veces a la enfermedad misma. Ahora, sin duda alguna, Yennefer estaba en esa situación. Tenía un aspecto abatido, cansado y enfermo.

La hechicera narraba, pero Triss, que conocía tanto la narración como a la persona a la que se refería, se dedicó a examinar discretamente a toda la audiencia. Especialmente a las dos hechiceras de Nilfgaard. Assire var Anahid, muy cambiada, de aspecto muy cuidado, pero que a todas luces todavía se sentía insegura con su maquillaje y su vestido a la moda. Y Fringilla Vigo, la más joven, simpática, de gracia natural y sencilla elegancia, de ojos verdes y cabellos negros como los de Yennefer, pero menos abundantes, más cortos y peinados lisos.

Ambas nilfgaardianas no parecían estar perdidas entre las revueltas de la historia de Ciri, aunque la narración de Yennefer era larga y bastante enmarañada. Comenzó desde la famosa historia de amor de Pavetta de Cintra con el joven hechizado Erizo, habló del papel de Geralt y del Derecho de la Sorpresa, de la predestinación que unía a Geralt y Ciri. Yennefer habló del encuentro entre Ciri y Geralt en Brokilón, de la guerra, de su desaparición y de su hallazgo, de Kaer Morhen. De Rience y los agentes nilfgaardianos que perseguían a la muchacha. De los estudios en el santuario de Melitele, de los enigmáticos poderes de Ciri.

Escuchan con rostros de piedra, pensó Triss, mientras miraba a Assire y Fringilla. Como esfinges. Pero está claro que algo enmascaran. Curioso, qué será. ¿Asombro? ¿No sabían entonces a quién llevó Emhyr a Nilfgaard? ¿O saben de todo desde hace tiempo, incluso mejor que nosotras? Yennefer hablará dentro de poco de la llegada de Ciri a Thanedd, de lo que dijo en el trance profético, aquello que produjo tal alboroto. De la sangrienta lucha en el Garstang, a resultas de la cual Geralt fue destrozado y Ciri raptada. Entonces se terminará el tiempo de fingir, pensó Triss, caerán las máscaras. Todas saben que detrás de lo de Thanedd estaba Nilfgaard. Y cuando todos los ojos se dirijan a vosotras, nilfgaardianas, no habrá otra salida, tendréis que hablar. Y entonces se aclararán algunos asuntos, entonces puede que yo también me entere de más. De qué forma desapareció Yennefer de Thanedd, por qué apareció de pronto aquí, en Montecalvo, en compañía de Francesca. Quién es y qué papel juega Ida Emean, elfa Aen Saevherne de las Montañas Azules. Por qué tengo la sensación de que Filippa Eilhart dice todo el tiempo menos de lo que sabe, aunque declara entrega y fidelidad a la magia, y no a Dijkstra, con el que intercambia incansablemente correspondencia. Y puede que me entere por fin de quién es de verdad Ciri. Ciri, para ellas reina del norte, y para mí la bruja de cabellos cenicientos de Kaer Morhen, en la que pienso todo el tiempo como en una hermanita menor.

Fringilla Vigo había oído hablar algo de los brujos, personajes que tenían como profesión el matar monstruos y bestias. Escuchó con atención la narración de Yennefer, se sumió en el sonido de su voz, observó su rostro. No se dejó engañar. El lazo emocional entre Yennefer y la mencionada Ciri, tan interesante para todos, era evidente. Y muy fuerte. Fringilla comenzó a reflexionar, pero la molestaron unas voces nerviosas.

Ya se había imaginado que algunas de las reunidas habían estado, durante la rebelión de Thanedd, en campos contrarios, así que no la asombraron para nada las antipatías que provenían de la mesa en la forma de observaciones cáusticas que cayeron de pronto dirigidas a Yennefer. Se prometía una disputa que sin embargo previno Filippa Eilhart, golpeando sin ceremonias con la mano abierta en la mesa hasta que tintinearon las copas y las jarras.

—¡Basta! —gritó—. ¡Cállate, Sabrina! ¡No te dejes provocar, Francesca! Basta ya de Thanedd y del Garstang. ¡Eso ya es historia!

Historia, pensó con un sorprendente sentimiento de tristeza Fringilla. Pero una sobre la que ellas, desde campos diferentes, habían ejercido influencia. Habían contado con ello. Sabían lo que hacían y por qué. Y nosotras, hechiceras imperiales, no sabemos nada. De verdad somos como recaderas, pensó, que saben a por qué se las manda pero no saben para qué. Está bien que se forme esta logia. Los diablos saben en qué acabará esto, pero bien está que comience.

—Continúa, Yennefer —pidió Filippa.

—No tengo más que decir. —La hechicera morena apretó los labios—. Repito que fue Tissaia de Vries quien me encargó conducir a Ciri al Garstang.

—Lo más fácil es echarles la culpa de todo a los muertos —bufó Sabrina Glevissig, pero Filippa la calló con un brusco gesto.

—No quería mezclarme en lo que iba a pasar aquella noche en Aretusa —siguió Yennefer, más pálida y visiblemente nerviosa—. Quería tomar a Ciri y huir de Thanedd. Pero Tissaia me convenció de que la aparición de la muchacha en el Garstang sería un gran shock para muchos y que sus profecías emitidas durante el trance acabarían el conflicto. No le echo la culpa a ella porque pensaba igual. Las dos cometimos un error. Pero el mío fue, sin embargo, mayor. Si hubiera dejado a Ciri al cuidado de Rita…

—Lo que sucedió no se puede cambiar —la interrumpió Filippa—. Un error le puede suceder a cualquiera. Incluso a Tissaia de Vries. ¿Cuándo vio Tissaia por primera vez a Ciri?

—Tres días antes del comienzo del congreso —dijo Margarita Laux-Antille—. En Gors Velen. Yo la conocí también entonces. ¡Y en cuanto la vi, al momento reconocí que era una persona extraordinaria!

—Extraordinariamente extraordinaria —habló la hasta entonces silenciosa Ida Emean aep Sivney—. Puesto que en ella se concentra la herencia de una sangre extraordinaria. Hen Ichaer, la Antigua Sangre. Un material genético que predestina a su portadora a capacidades extraordinarias. La predestina para el gran papel que habrá de cumplir. Que tiene que cumplir.

—¿Porque lo dicen las leyendas, mitos y profecías de los elfos? —preguntó con énfasis Sabrina Glevissig—. ¡Todo este asunto desde el principio me apestaba a cuentos y fantasías! Ahora ya no tengo dudas. Estimadas señoras, os propongo, para variar, que nos ocupemos de algo serio, racional y real.

—Inclino mi cabeza ante la sobria racionalidad, que es fuerza y origen de la gran ventaja de vuestra raza. —Ida Emean sonrió levemente—. Sin embargo, aquí, en un grupo de personas capaces de hacer uso de la Fuerza, la cual no siempre se deja analizar y explicar racionalmente, me parece poco adecuado despreciar las profecías de los elfos. Nuestra raza no es tan racional, ni de la racionalidad toma fuerza. Pese a ello, existe desde hace decenas de miles de años.

—El material genético llamado Antigua Sangre, del que hablamos, se mostró sin embargo menos resistente —advirtió Sheala de Tancarville—. Incluso las leyendas y profecías élficas, que no desprecio en absoluto, reconocen que la Antigua Sangre desapareció completamente, se extinguió. ¿No es cierto, señora Ida? No hay ya en el mundo Antigua Sangre. La última que la tenía en las venas era Lara Dorren aep Shiadhal. Todos conocemos las leyendas de Lara Dorren y Creguennan de Lod.

—No todos —dijo Assire var Anahid, tomando la palabra por vez primera—. He estudiado muy superficialmente vuestra mitología y no conozco esta leyenda.

—No es una leyenda —dijo Filippa Eilhart—. Es una historia verdadera. Hay alguien entre nosotras que conoce perfectamente no sólo la historia de Lara y Creguennan sino también su continuación, que será sin duda muy interesante para todas. Te pido que tomes la palabra, Francesca.

—De lo que dices —sonrió la reina de los elfos— se entiende que no conoces la historia peor que yo.

—No lo excluyo. Pero te ruego a ti que la cuentes.

—Para probar mi sinceridad y lealtad a la logia —afirmó con la cabeza Enid an Gleanna—. Bien. Les pido a las señoras que tomen una posición cómoda, porque la historia no será corta.

—La historia de Lara y Creguennan es una historia verdadera, tan oculta hoy día, sin embargo, bajo cuentecillos ornamentales que es poco reconocible. Existen también enormes diferencias entra la versión humana y la élfica, y en ambas se advierte el chauvinismo y el odio racial. Por eso dejo a un lado los adornos y me remito a los hechos puros y duros. Así, Creguennan de Lod era un hechicero, y Lara Dorren aep Shiadhal, una maga élfica, Aen Saevherne, Sabedora, una de las portadoras de la enigmática Hen Ichaer, la Antigua Sangre, un misterio incluso para nosotros, los elfos. La amistad y luego el lazo amoroso entre ellos fueron al principio saludados con alegría por ambas razas; sin embargo, al poco aparecieron enemigos, decididos contrarios a la idea de la unión de la magia élfica y humana. Tanto entre los elfos como entre los humanos hubo quienes consideraron aquello una traición. Hubo también ciertos problemas, hoy día oscuros, de carácter personal, de celos y envidias. En pocas palabras: a causa de una intriga, Creguennan fue asesinado. Lara Dorren, acosada y perseguida, murió de agotamiento en un despoblado, dando a luz a una hija. La niña se salvó de milagro. La amparó Cerro, reina de Redania.

—Asustada por la maldición que le había arrojado Lara cuando Cerro le negó ayuda y la expulsó al frío del invierno —interrumpió Keira Metz—. Si no hubiera cobijado a la niña hubieran caído sobre ella y su estirpe las consecuencias de la terrible maldición…

—Precisamente éstos son los ornamentos de cuento de hadas a los que ha renunciado Francesca —la cortó Filippa Eilhart—. Atengámonos a los hechos.

—El don profético de las Sabedoras de la Antigua Sangre es un hecho —dijo Ida Emean, alzando los ojos hacia Filippa—. Y la repetición en todas las versiones de la leyenda del sugestivo motivo de la profecía da qué pensar.

—Lo da hoy y lo dio entonces —confirmó Francesca—. Los rumores sobre la maldición de Lara no se acallaron, eran recordados incluso diecisiete años después, cuando la muchacha a la que Cerro había cobijado, llamada Riannon, creció para ser una muchacha cuya belleza ensombrecía incluso la legendaria belleza de su madre. Riannon llevaba el título oficial de princesa redana y no pocas casas reinantes se interesaban por ella. Cuando, entre los muchos competidores, Riannon eligió por fin a Goidemar, el joven rey de Temeria, no faltó mucho para que los rumores de la maldición arruinaran el matrimonio. Sin embargo, los rumores no le llegaron al pueblo con verdadera fuerza hasta los tres años de la boda de Goidemar y Riannon. Durante la rebelión de Falka.

Fringilla, que nunca había oído hablar de Falka ni de su rebelión, movió las cejas. Francesca se dio cuenta de ello.

—Para los reinos del norte —explicó— fueron aquellos trágicos y sangrientos acontecimientos, hasta hoy vivos en la memoria, aunque hayan pasado cien años. En Nilfgaard, con el que por entonces el norte apenas tenía contactos, esta historia es seguramente poco conocida, por eso me permito recordar ciertos hechos. Falka era la hija de Vridank, rey de Redania. Del matrimonio que deshizo cuando le cayó en gracia la hermosa Cerro, la misma que luego acogió a la hija de Lara. Se ha conservado un documento que da cuenta prolija y embrolladamente de las causas del divorcio, pero también se ha conservado un pequeño retrato de la primera mujer de Vridank, que dice mucho más. Era una noble kovira, sin duda medio elfa, pero con un decidido predominio de características humanas. Ojos de eremita loca, cabellos de ahogado y labios de lagartija. En pocas palabras: a la feúcha la enviaron de vuelta a Kovir junto con su hija de un año, Falka. Y pronto se olvidaron de la una y de la otra.

»Falka —siguió al cabo Enid an Gleanna— hizo que se la recordara al cabo de veinticinco años, alzando una revuelta y matando con su propio brazo a su padre, a Cerro y a dos medio hermanos. La rebelión armada estalló al principio como lucha de la primogénita verdadera por recuperar su trono, apoyada por parte de la nobleza kovira y temeria, pero pronto se convirtió en una revuelta campesina de enorme alcance. Ambas partes se permitieron macabras crueldades. Falka pasó a la leyenda como un demonio sangriento, aunque, en esencia, lo más probable es que simplemente dejara de poder controlar la situación y las nuevas consignas que se cosían cada día en los estandartes de la rebelión. Muerte a los reyes, muerte a los hechiceros, muerte a los sacerdotes, a la nobleza, a los ricos y señores, al poco muerte a todo lo que vive, porque ya no había forma de contener a los rebeldes borrachos de sangre. La rebelión comenzó a extenderse a otros países…

—Los historiadores nilfgaardianos escribieron acerca de ello —la interrumpió con énfasis Sabrina Glevissig—. Y doña Assire y la señora Vigo lo habrán leído sin duda. Acorta, Francesca. Pasa a Riannon y a los tres niños de Houtborg.

—De acuerdo. Riannon, la hija de Lara Dorren que había sido acogida por Cerro y para entonces mujer ya de Goidemar, rey de Temeria, fue apresada casualmente por los rebeldes de Falka y encerrada en el castillo de Houtborg. En el momento de su captura estaba encinta. El castillo se defendió todavía largo tiempo después de que la rebelión fuera aplastada y Falka ejecutada, pero Goidemar lo conquistó por fin y liberó a su mujer. Con tres niños, dos muchachas que ya andaban y un niño que lo estaba intentando. Riannon había enloquecido. Goidemar, lleno de rabia, sometió a tortura a todos los prisioneros y con los fragmentos de confesiones interrumpidos por los gritos se hizo una imagen inteligible de lo sucedido.

»Falka, cuya belleza había tomado más de la abuela élfica que de la madre, regalaba sus encantos con liberalidad a todos sus atamanes, desde los nobles hasta los simples capitanes y sargentos cosacos, asegurándose así su lealtad y fidelidad. Por fin quedó preñada y parió un hijo, justo al mismo tiempo en que Riannon, encerrada en Houtborg, daba a luz a unos mellizos. Falka ordenó añadir su bebé a los hijos de Riannon. Según se dice, afirmó que sólo las reinas eran dignas del honor de ser nodrizas de sus bastardos, y la misma suerte les esperaba a todas las testas coronadas en el nuevo orden que ella, Falka, construiría después de la victoria.

»El problema radicaba en que nadie, incluyendo a Riannon, sabía cuál de los tres era hijo de Falka. Se pensaba que con mucha probabilidad sería una de las niñas, porque Riannon había dado a luz al parecer a una niña y un niño. Repito, al parecer, porque pese a las jactanciosas declaraciones de Falka, a los niños los criaron nodrizas campesinas comunes y corrientes. Riannon, cuando la curaron por fin de la locura, no recordaba casi nada. Cierto, había parido. Cierto, le traían a veces a la cama al trío y se lo enseñaban. Nada más.

Entonces llamaron a los hechiceros para que investigaran a los tres y determinaran quién era quién. Goidemar estaba tan rabioso que tenía intenciones de matar al bastardo de Falka una vez se lo descubriera, y además públicamente. No podíamos dejar que se llegara a ello. Después de ahogada la rebelión, se habían permitido indecibles bestialidades para con los rebeldes capturados, había que poner por fin punto final. La ejecución de un niño de menos de dos años, ¿os imagináis? ¡Así sí que surgiría una leyenda! Y ya habían comenzado a circular rumores de que la propia Falka había nacido a consecuencia de la maldición de Lara Dorren, lo que era por supuesto, una estupidez; Falka había nacido antes de que Lara conociera a Creguennan. Pero a pocos les apetecía contar los años. Se escribieron y publicaron furtivamente panfletos y absurdos documentos, incluso en la academia de Oxenfurt. Vuelvo sin embargo a las pruebas que nos pidió Goidemar…

—¿Nos? —Yennefer alzó la cabeza—. Es decir, ¿a quién?

—A Tissaia de Vries, Augusto Wagner, Leticia Charbonneau y Hen Gedymdeith —dijo serena Francesca—. A este equipo me añadieron luego a mí. Era una joven hechicera pero de pura sangre élfica. Y mi padre… biológico, aunque renunciara a mí… era un Sabedor. Yo sabía lo que era el gen de la Antigua Sangre.

—Y este gen se encontró en Riannon, cuando la examinasteis a ella y al rey antes de examinar a los niños —afirmó Sheala de Tancarville—. Y en dos de los niños, lo que permitió encontrar al bastardo de Falka, que carecía de dicho gen. ¿Cómo salvasteis al niño de la ira del rey?

—De una forma muy simple. —La elfa sonrió—. Fingimos que no lo sabíamos. Le explicamos al rey que el asunto no era fácil, que seguíamos investigando, pero que estas investigaciones llevaban su tiempo… Mucho tiempo. Goidemar, hombre en el fondo noble y de buen corazón, se tragó todo y no nos apresuró para nada, y los tres crecían y corrían por todo el palacio, despertando la alegría de la pareja real y de toda la corte. Amavet, Fiona y Adela. Tres pillos muy parecidos, como tres gorriones. Se los observaba con atención, y de vez en cuando, sobre todo cuando alguno de los niños liaba alguna, surgían las sospechas. Fiona vertió un día desde la ventana el contenido del orinal directamente sobre el gran condestable, éste la llamó en voz alta bastardo diabólico y se despidió de su cargo. Algún tiempo después, Amavet embadurnó las escaleras con sebo y cierta dama de la corte, cuando le estaban metiendo la mano en yeso, gruñó algo de la sangre maldita y se despidió del palacio. Por su parte, charlatanes de más baja cuna saludaron a las picotas y los zurriagos, así que todos aprendieron pronto a callar la boca. Incluso cierto barón de una estirpe muy antigua, al que Adela disparó con el arco en el trasero, se limitó a…

—No nos extendamos con las travesuras de los pequeñajos —le cortó Filippa Eilhart—. ¿Cuándo se le dijo por fin a Goidemar la verdad?

—Nunca se le dijo. No preguntó por ella y a nosotros esto nos convenía.

—Pero, ¿cuál de los niños era el bastardo de Falka? ¿Lo sabíais?

—Por supuesto: Adela.

—¿Y no Fiona?

—No. Adela. Murió de peste. Bastardo diabólico, sangre maldita, hija de la demoniaca Falka, durante la epidemia, pese a las protestas del rey, ayudó a los sacerdotes en los hospitales de entremuros, salvó a niños enfermos, se contagió y murió. Tenía diecisiete años. Un año después su supuesto hermano Amavet se enredó en un amorío con la condesa Anna Kameny y resultó asesinado por unos esbirros alquilados por el conde. Ese mismo año murió Riannon, desesperada y vencida por la muerte de sus hijos, a los que adoraba. Entonces Goidemar nos llamó de nuevo. La última entonces de los famosos tres, la princesa Fiona, interesaba al rey de Cintra, Coram. La quería para esposa de su hijo, también llamado Coram, pero conocía los rumores que corrían y no quería casar a su hijo con la posible bastarda de Falka. Le aseguramos con toda nuestra autoridad que Fiona era hija legítima. No sé si lo creyó, pero los jóvenes se gustaron y de esta forma la hija de Riannon, la retatarabuela de vuestra Ciri, se convirtió al poco en reina de Cintra.

—Aportando a la dinastía de los Coram el famoso gen que vosotras seguíais persiguiendo.

—Fiona —dijo tranquila Enid an Gleanna— no era la portadora del gen de la Antigua Sangre. Al cual ya entonces llamábamos gen de Lara.

—¿Cómo es eso?

—El portador del gen de Lara era Amavet y nuestro experimento continuaba. Porque Anna Kameny, por la que habían perdido la vida el amante y el marido, estando todavía de luto por los dos, dio a luz a unos gemelos. Un muchacho y una muchacha. El padre era indudablemente Amavet, porque la muchacha era portadora del gen. Recibió el nombre de Muriel.

—¿Muriel la Bella Pícara? —se asombró Sheala de Tancarville.

—Eso fue mucho más tarde. —Francesca sonrió—. Al principio era Muriel la Pequeñuela. Y de verdad era una niña monina y dulce. Cuando cumplió los catorce años se hablaba de ella ya como Muriel de Ojos de Terciopelo. Más de uno se ahogó en sus ojos. La casaron por fin con Roberto, conde de Garramone.

—¿Y el niño?

—Crispín. No era portador, así que no nos interesaba. Resulta que murió en no sé qué guerra, porque sólo tenía lo militar en la cabeza.

—Espera. —Sabrina con un brusco movimiento removió sus cabellos—. Muriel la Bella Pícara era madre de Adalia llamada la Vidente…

—Cierto —confirmó Francesca—. Interesante persona, Adalia. Una poderosa Fuente, un perfecto material para una hechicera. Por desgracia, no quiso ser hechicera. Prefirió ser reina.

—¿Y el gen? —preguntó Assire var Anahid—. ¿Era portadora?

—Es curioso, pero no.

—Así pensaba. —Assire meneó la cabeza—. El gen de Lara puede ser traspasado directamente sólo por línea femenina. Si el portador es un hombre, el gen se atrofia en la segunda y hasta en la tercera generación.

—Pero luego se activa de nuevo —dijo Filippa Eilhart—. Adalia, que estaba carente del gen, era al fin y al cabo madre de Calanthe y Calanthe, abuela de Ciri, portadora del gen.

—La primera desde Riannon —habló de pronto Sheala de Tancarville—. Cometisteis un error, Francesca. Había dos genes. Uno, el verdadero, estaba escondido, latente, lo pasasteis por alto en Fiona, engañados por el fuerte y claro gen de Amavet. Pero lo que tenía Amavet no era un gen, sino el activador. Doña Assire tiene razón. El activador que se traspasa por línea masculina, y en el caso de Adalia se manifestaba ya tan escasamente que no lo descubristeis. Adalia fue la primera hija de la Pícara, los siguientes hijos con toda seguridad no tuvieron ya ni rastro del activador. El gen latente de Fiona también, seguro, hubiera desaparecido en el caso de sus descendientes masculinos, como muy tarde en la tercera generación. Pero no desapareció y yo sé por qué.

—Maldita sea —silbó entre dientes Yennefer.

—Me he perdido —anunció Sabrina Glevissig—. En la selva de toda esta genética y genealogía.

Francesca atrajo hacia sí una pátera con frutas, extendió la mano, murmuró un encantamiento.

—Pido perdón por esta psicoquinesia de barraca de feria —sonrió, y ordenó a una manzana roja elevarse muy alto por encima de la mesa—. Pero con ayuda de las frutas en levitación me será más fácil aclarar todo, incluyendo el error que cometimos. Esta manzana roja es el gen de Lara, la Antigua Sangre. La manzana verde representa al gen latente. La granada es el pseudogen, el activador. Comencemos. Ésta es Riannon, la manzana roja. Su hijo, Amavet, la granada. La hija de Amavet, Muriel la Bella Pícara y su nieta Adalia, granadas también, siendo las últimas en desaparecer. Y ésta es la otra línea: Fiona, la hija de Riannon, una manzana verde. Su hijo Corbett, rey de Cintra, verde. El hijo de Corbett y Elen de Kaedwen, Dagorad, verde. Como habéis advertido, en las siguientes generaciones, con descendientes exclusivamente masculinos, el gen desaparece, ya es muy débil. Abajo del todo tenemos, sin embargo, granada y manzana verde. Adalia, princesa de Maribor, y Dagorad, rey de Cintra. Y la hija de los dos, Calanthe. Una manzana roja. Un gen de Lara renacido y fuerte.

—El gen de Fiona —asintió con la cabeza Margarita Laux-Antille— se encontró con el activador de Amavet a causa del matrimonio incestuoso. ¿Nadie le prestó atención al parentesco? ¿Ninguno de los genealogistas y cronistas reales se dio cuenta de un incesto tan claro?

—No estaba tan claro. Anna Kameny no fue diciendo por ahí que sus gemelos eran bastardos, porque la familia del marido entonces los hubiera desprovisto a ella y a los hijos de escudo, títulos y posesiones. Por supuesto que surgieron rumores y rondaron obstinadamente, y no sólo entre la plebe. Para Calanthe, contaminada por el incesto, hubo que buscar marido en el lejano Ebbing, adonde no habían llegado los rumores.

—Añade a tu pirámide otras dos manzanas rojas, Enid —dijo Margarita—. Ahora, de acuerdo con la certera observación de doña Assire, el resucitado gen de Lara se desliza ágilmente por la línea femenina.

—Sí. Ésta es Pavetta, la hija de Calanthe. Y la hija de Pavetta, Cirilla. La única heredera de la Antigua Sangre en este momento, la portadora del gen de Lara.

—¿La única? —preguntó en voz alta Sheala de Tancarville—. Estás muy segura de ti misma, Enid.

—¿Qué es lo que quieres decir?

Sheala se alzó de pronto, extendió sus dedos cubiertos de anillos en dirección a la pátera y obligó a levitar al resto de las frutas, agitando y convirtiendo en una confusión multicolor todo el esquema de Francesca.

—Esto es lo que quiero decir —dijo fría, señalando al caos frutal—. Porque éstas son las combinaciones genéticas posibles. Y sólo sabemos lo que vemos aquí. Es decir, nada. Vuestro error se ha vengado, Francesca, produjo una avalancha de errores. El gen se mostró por azar, al cabo de cien años, un tiempo en el que pudieron tener lugar acontecimientos sobre los cuales no tenemos ni idea. Acontecimientos secretos, escondidos, borrados. Niños anteriores al matrimonio, fuera de él, disposiciones secretas, incluso cambios de unos con otros. Incestos. Cruzamientos de razas, sangre de antepasados olvidados que revive en generaciones posteriores. Para concluir: hace cien años tuvisteis el gen al alcance de la mano, incluso en la mano. Y se os escapó. ¡Un error, Enid, un error, un error! Demasiada espontaneidad, demasiados accidentes. Poco control, poca injerencia en el azar.

—No estábamos tratando —Enid an Gleanna apretó los labios— con conejos que se pudieran meter en una jaula, eligiéndolos en un parque.

Fringilla, siguiendo la mirada de Triss Merigold, vio cómo las manos de Yennefer se clavaron de pronto en los brazos taraceados de la silla.

Esto es lo que en este momento une a Yennefer y Francesca, pensó febrilmente Triss, evitando todo el tiempo la mirada de su amiga. El cálculo. Porque, por supuesto, lo que hacían tuvo algo que ver con parques y criaderos de conejos. Sí, sus planes acerca de Ciri y del infante de Kovir, aunque en apariencia inverosímiles, son totalmente reales. Ellas ya lo han hecho. Pusieron en los tronos a quienes quisieron, crearon lazos y dinastías como deseaban, como era para ellas más cómodo. Pusieron en movimiento belleza, afrodisiacos, elixires. Los reyes y reinas entablaron matrimonios extraños, a menudo morganáticos, a menudo contra todo plan, intenciones y tratados. Y luego a quienes querían tener hijos y no debían, les suministrarían secretamente medios para prevenir los embarazos. A aquéllas que no querían tener hijos y era necesario que lo hicieran, en vez de los remedios prometidos recibieron placebos, agua con regaliz. De ahí provienen todos estos parentescos tan inverosímiles. Calanthe, Pavetta… y Ciri. Yennefer estuvo envuelta en ello. Y ahora lo lamenta. Y hace bien. Joder, si Geralt se enterara de ello

Esfinges, pensó Fringilla Vigo. Esfinges talladas en los brazos de los sillones. Sí, ésta debería ser la señal y el escudo de la logia. Conocimiento, secreto, silencio. Ellas son esfinges. Ellas alcanzan sin esfuerzo lo que desean. Para ellas es una minucia el casar a Kovir con esa Ciri. Tienen fuerza. Tienen conocimiento. Y tienen los medios. El collar de brillantes en el cuello de Sabrina Glevissig vale tanto quizá como toda la balanza de pagos del boscoso y rocoso Kaedwen. Conseguirían sin esfuerzo todo lo que planean. Pero hay un obstáculo

Ajá, pensó Triss Merigold, por fin se comienza a hablar de aquello con lo que convendría haber empezado a hablar. Del sobrio y frío hecho de que Ciri está en Nilfgaard, en poder de Emhyr. Muy lejos de los planes que aquí se están estableciendo

—No cabe cuestionar —dijo Filippa— que Emhyr ha perseguido a Cirilla desde hace mucho. Todos pensaban que se trataba de un matrimonio político con Cintra y de apoderarse de un feudo que era por derecho herencia de la muchacha. Sin embargo, no se puede excluir que no se trate aquí de política, sino del gen de la Antigua Sangre, que Emhyr querría introducir en la línea imperial. Si Emhyr sabe lo que nosotras, puede que quiera que la profecía se encarne en su familia y la futura reina del mundo nazca en Nilfgaard.

—Una corrección —introdujo Sabrina Glevissig—. No es Emhyr el que lo quiere, sino los hechiceros nilfgaardianos. Sólo ellos pudieron encontrar el gen e instruir a Emhyr acerca de su importancia. Las señoras nilfgaardianas aquí presentes querrán seguramente confirmarlo y explicar su papel en la intriga.

—Me extraña —Fringilla no aguantó— la tendencia de las señoras a buscar intrigas en el lejano Nilfgaard, cuando todo conduce a pensar que hay que buscar a los traidores y conspiradores bastante más cerca de vosotras.

—Una observación tan directa como certera. —Sheala de Tancarville acalló con una mirada seria a Sabrina, que se estaba preparando para responder—. La información sobre la Antigua Sangre llegó a Nilfgaard desde nosotros, todo parece indicarlo. ¿Acaso han olvidado las señoras a Vilgefortz?

—Yo no. —En los ojos de Sabrina ardió por un segundo el fuego del odio—. ¡Yo no lo he olvidado!

—Ya le llegará su momento. —Los dientes de Keira Metz brillaron amenazadoramente—. Pero por ahora no se trata de él sino de que Ciri, la Antigua Sangre tan importante para nosotras, está en manos de Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.

—El emperador —explicó tranquila Assire, mirando a Fringilla— no tiene nada en las manos. La muchacha confinada en Darn Rowan no es la portadora de ningún gen extraordinario. Es común y corriente hasta la banalidad. Está fuera de toda duda el hecho de que no se trata Ciri de Cintra. No es la muchacha que el emperador estaba buscando. Y buscaba a aquélla que portaba el gen. Disponía incluso de sus cabellos. Yo examiné esos cabellos y encontré algo que no entendía. Ahora ya lo entiendo.

—Así que Ciri no está en Nilfgaard —dijo Yennefer en voz baja—. No está allí.

—No está allí —confirmó seria Filippa Eilhart—. A Emhyr lo engañaron, le ofrecieron una doble. Yo lo sé desde ayer. Sin embargo, me alegra la sincera confesión de doña Assire. Esto confirma que nuestra logia ya funciona.

Yennefer tenía grandes dificultades para contener los temblores de sus manos y labios. Tranquila, se repetía, tranquila, no te desenmascares, espera tu oportunidad. Y escucha, escucha, recoge información. Esfinge. Sé una esfinge.

—Lo que quiere decir que el culpable es Vilgefortz. —Sabrina golpeó con el puño en la mesa—. No Emhyr, sino Vilgefortz, ese encantamozas, ese canalla elegante. ¡Nos engañó a Emhyr y a nosotros!

Yennefer se tranquilizó a base de respirar profundamente. Assire var Anahid, que a todas luces se sentía incómoda en su vestido ceñido, contó algo acerca de un joven noble nilfgaardiano. Yennefer sabía de quién se trataba y apretó inconscientemente los puños. El caballero negro del casco alado, la pesadilla de los delirios de Ciri… Sintió sobre sí la mirada de Francesca y Filippa. Triss, sin embargo, cuya mirada Yennefer intentaba atraer, evitaba sus ojos. Joder, pensó Yennefer, componiendo con mucho esfuerzo una expresión indiferente en su rostro, cuidado que me he metido en un lío. En qué puto atolladero he metido a esta muchacha. Joder, cómo podré mirar al brujo a la cara

—Así que habrá entonces una ocasión estupenda —gritó Keira Metz con la voz excitada— de recuperar a Ciri y al mismo tiempo arrancarle el pellejo a Vilgefortz. ¡Prenderemos fuego al suelo bajo el culo del granuja!

—La quema del suelo habrá de ser precedida por el hallazgo del escondite de Vilgefortz —se mofó Sheala de Tancarville, hechicera de Kovir, a la que Yennefer nunca tuvo demasiada simpatía—. Y hasta ahora no lo ha conseguido nadie. Ni siquiera alguna de las señoras sentadas ante esta mesa, las cuales no ahorraron tiempo ni sus inapreciables talentos en la búsqueda.

—Ya se han encontrado dos de los numerosos escondites de Vilgefortz —respondió Filippa Eilhart con voz fría—. Dijkstra busca intensamente los restantes y yo no lo menospreciaría. A veces donde falla la magia triunfan los espías y confidentes.

Uno de los agentes que acompañaba a Dijkstra miró el calabozo, retrocedió bruscamente, se apoyó en el muro y se quedó blanco como el papel, daba la impresión de que en cualquier momento se iba a desmayar. Dijkstra anotó en su memoria que tenía que trasladar al blanducho a trabajo de oficina. Pero cuando él mismo miró al interior de la celda, cambió de opinión. Se le subió el estómago a la garganta. No podía, sin embargo, quedar mal ante sus subordinados. Sin apresurarse, sacó del bolsillo un pañuelo perfumado y, poniéndoselo sobre la nariz y la boca, se inclinó sobre los cuerpos desnudos que yacían en el suelo de piedra.

—La barriga y el útero están rajados —diagnosticó, forzándose a adoptar un tono tranquilo y frío—. Muy hábilmente, con mano de cirujano. A la muchacha le sacaron el feto. Cuando lo hicieron estaba viva. Pero no lo hicieron aquí. ¿Están todas así? Lennep, te hablo a ti.

—No… —El agente tembló, retiró los ojos del cadáver—. A otras les partieron el cuello con un garrote vil. No estaban embarazadas… pero les haremos la autopsia…

—¿Cuántas se encontraron en total?

—Aparte de ésta de aquí, cuatro. No hemos sido capaces de identificar a ninguna.

—No es cierto —negó Dijkstra desde detrás del pañuelo—. Yo ya he conseguido identificar a ésta de aquí. Es Jolie, la hija pequeña del conde Lanier. La misma que desapareció sin rastro hace un año. Echaré un vistazo a las otras.

—A algunas el fuego las ha deformado —dijo Lennep—. Va a ser difícil reconocer… Pero señor, aparte de esto… Hemos encontrado…

—Habla y deja de tartamudear.

—En aquel pozo —el agente señaló un agujero que se abría en el suelo— hay huesos… Muchos huesos. No nos ha dado tiempo a sacarlos y examinarlos, pero me apuesto la cabeza a que todos son huesos de jóvenes muchachas. Si preguntáramos a los magos, puede que se pudiera reconocerlas… Y notificárselo a los padres que todavía buscan a sus hijas desaparecidas…

—En ningún caso. —Dijkstra se dio la vuelta con violencia—. Ni una palabra acerca de lo que se ha hallado aquí. A nadie. Y sobre todo a los magos. Después de lo que he visto aquí, he perdido toda confianza en ellos. Lennep, ¿han sido adecuadamente examinados los niveles superiores? ¿No se ha encontrado nada que nos pueda ayudar en las pesquisas?

—Nada, señor. —Lennep bajó la cabeza—. En cuanto que nos llegó el soplo, corrimos hacia el castillo reventando los caballos. Pero llegamos demasiado tarde. Todo había ardido. Un fuego de una fuerza terrible. Mágico, claro. Mas aquí, en las mazmorras, el encantamiento no funcionó con todo. No sé por qué…

—Yo sí lo sé. El fuego no lo prendió Vilgefortz, sino Rience u otro totumfactum del hechicero. Vilgefortz no hubiera cometido el error, no nos hubiera dejado nada excepto hollín negro en los muros. Sí, él sabe que el fuego purifica… Y borra las huellas.

—Cierto, borra —murmuró Lennep—. Ni siquiera hay pruebas de que Vilgefortz estuviera aquí…

—Pues fabricad tales pruebas. —Dijkstra se retiró el pañuelo del rostro—. ¿Tengo que enseñaros cómo se hace? Sé que Vilgefortz estuvo aquí. En el sótano, aparte de cadáveres, ¿no quedó nada? ¿Qué es lo que hay allí, detrás de esas puertas de hierro?

—Permitid, señor. —El agente tomó una tea de la mano de un ayudante—. Os lo enseñaré.

No cabía duda de que el fuego mágico que debía haber convertido todo en cenizas había comenzado precisamente allí, en el espacioso cuarto detrás de las puertas de hierro. El error en el sortilegio había deshecho el plan en una medida significativa, pero de todas formas el incendio había sido fuerte y violento. El fuego había carbonizado las estanterías que ocupaban una de las paredes, hizo estallar y fundirse la vajilla de cristal, convirtió todo en una masa apestosa. Lo único que había resultado intacto en el cuarto era una mesa de hojalata y dos sillas de extrañas formas empotradas en el suelo. Formas extrañas, pero que no dejaban lugar a dudas en cuanto a su destino.

—Esto está construido —Lennep tragó saliva, mientras señalaba las sillas y unos agarraderos soldados a ellas— para sujetar… los pies… abiertos. Muy abiertos.

—Hijo de puta —gruñó Dijkstra con los dientes apretados—. Maldito hijo de puta…

—En el canal por debajo del sillón de madera —continuó bajo el agente— encontramos huellas de sangre, excrementos y orina. El sillón de acero está nuevo, creo que no ha sido usado nunca. No sé qué pensar de ello…

—Yo sí lo sé —dijo Dijkstra—. El sillón de acero estaba preparado para alguien especial. Alguien de quien Vilgefortz sospechaba que tenía capacidades especiales.

—Por supuesto que no menosprecio a Dijkstra y su servicio secreto —dijo Sheala de Tancarville—. Sé que hallar a Vilgefortz es cuestión de tiempo. Pero omitiendo sin embargo las razones de venganza personal que parecen apasionar a algunas de las señoras, me permito señalar que no es seguro que Vilgefortz tenga a Ciri.

—Si no la tiene Vilgefortz, entonces, ¿quién la tiene? Estaba en la isla. Ninguna de nosotras, por lo que sé, la teleportó de allí. No la tiene Dijkstra ni ninguno de los reyes, lo sabemos. Y en las ruinas de la Torre de la Gaviota no se encontró su cuerpo.

—Tor Lara —dijo despaciosamente Ida Emean— ocultaba antaño un portal muy fuerte. ¿Acaso excluís que la muchacha huyera de Thanedd por ese portal?

Yennefer cerró los ojos, clavó las uñas en las esfinges de los brazos del sillón. Tranquila, pensó. Tranquila. Sintió sobre ella la mirada de Margarita, pero no alzó la cabeza.

—Si Ciri entró en el telepuerto de Tor Lara —dijo la rectora de Aretusa con una voz un tanto cambiada—, entonces me temo que podemos olvidar nuestros planes y proyectos. Me temo que puede que no veamos ya nunca más a Ciri. El ya inexistente portal de la Torre de la Gaviota estaba dañado, deformado. Era mortal.

—¿De qué estamos hablando? —estalló Sabrina—. Porque para descubrir el telepuerto de la torre, para siquiera poder verlo, hay que usar magia de cuarto nivel. ¡Y para poner en movimiento el portal habría que tener capacidades de archimaestro! ¡No sé si siquiera Vilgefortz lo hubiera conseguido, y cuánto más una pipiola de quince años! ¿Cómo podéis suponer algo así? ¿Quién es, según vosotras, esa muchacha? ¿Qué hay en ella tan especial?

—¿Acaso es importante —Stefan Skellen, llamado Antillo, coronel del emperador Emhyr var Emreis, se desperezó— qué es lo que haya en ella de especial, señor Bonhart? ¿O si de hecho hay algo en ella? A mí me interesa simplemente que no exista. Os pago por ello cien florines. Si es vuestro deseo, comprobad qué hay en ella antes de matarla o después, como prefiráis. El precio no aumentará, ni siquiera si encontráis algo en ella, os lo aseguro solemne y lealmente.

—¿Y si la trajera viva?

—Tampoco.

El hombre llamado Bonhart, de enorme tamaño pero huesudo como un esqueleto, se retorció sus grises bigotes. La otra mano se apoyaba sobre la espada todo el tiempo, como si quisiera esconder ante los ojos de Skellen el relieve del pomo.

—¿He de traer la cabeza?

—No. —Antillo frunció el ceño—. ¿Para qué coño quiero yo la cabeza? ¿Para conservarla en miel?

—Como prueba.

—Confío en vuestra palabra. Sois famoso, Bonhart. También por vuestra honradez.

—Gracias por el reconocimiento. —El cazador de recompensas sonrió y Skellen, aunque delante de la posada tenía a veinte hombres armados, al ver aquella sonrisa sintió un escalofrío en la espalda—. Debería ser siempre así, pero pocas veces se encuentra. A los señores barones y a los señores de Varnhagen he de enseñarles las cabezas de todos los Ratas, si no, no pagarán. Si vosotros no necesitáis la cabeza de Falka, supongo que no tendréis nada en contra de que la añada al grupo.

—¿Para haceros con una segunda recompensa? ¿Y la ética profesional?

—Yo, vuesa merced, señor Skellen —Bonhart entornó los ojos—, no me hago pagar por matar, sino por el servicio que con esa muerte proporciono. Y yo os lo proporciono tanto a vos como a los Varnhagen.

—Lógico —Antillo se mostró de acuerdo—. Haced lo que queráis. ¿Cuándo he de esperar que acudáis a por la recompensa?

—Pronto.

—¿Eso quiere decir…?

—Los Ratas se dirigen a la Ruta de los Bandoleros, piensan invernar en las montañas. Les cortaré el camino. Veinte días, no más.

—¿Estáis seguros de su camino?

—Estuvieron en Fen Aspra, asaltaron allí a un convoy y dos mercaderes. Anduvieron por Tyffi. Luego pasaron por la noche a Druigh, para bailar en una fiesta campesina. Por fin llegaron a Loredo. Allá, en Loredo, la tal Falka le rebanó el pescuezo a uno. De tal forma que todavía hablan de ello allí, con los dientes castañeteando. Por eso he preguntado qué es lo que tiene esa Falka.

—Puede que lo mismo que vos —bromeó Stefan Skellen—. Aunque no, perdonad. Vos, al fin y al cabo, no aceptáis dinero por matar, sino por los servicios prestados. Sois un verdadero artesano, Bonhart, un honrado profesional. ¿Una profesión como otra cualquiera? ¿Un trabajo que realizar? ¿Pagan por ello y hay que vivir? ¿Eh?

El cazador de recompensas le miró largo rato. Tanto, que al final la sonrisa desapareció de los labios de Antillo.

—Ciertamente —dijo—. Hay que vivir. Unos se ganan la vida gracias a lo que saben. Otros hacen lo que tienen que hacer. Al fin y al cabo, a mí la suerte me sonrió en la vida como a pocos artesanos, como no sea a alguna que otra puta. Me pagan por una artesanía que amo sincera y verdaderamente.

Yennefer saludó con alivio, alegría y esperanza la pausa para tomar un aperitivo y humedecer las gargantas resecas por la conversación que propuso Filippa. Pronto, sin embargo, resultó que las esperanzas eran vanas. A Margarita, que parecía muy deseosa de hablar con ella, Filippa se la llevó rápidamente al otro lado de la sala. A Triss Merigold, que se acercó a ella, la acompañaba Francesca. La elfa controlaba la conversación con descaro. Yennefer veía, sin embargo, la intranquilidad en los ojos de color aciano de Triss, y se convenció de que incluso en una conversación sin testigos sería vano pedirle ayuda. Triss estaba ya sin duda entregada en cuerpo y alma a la logia. Y sin duda sentía que la lealtad de Yennefer seguía siendo inestable.

Triss intentó alegrarla, le aseguró que Geralt estaba seguro en Brokilón y que los cuidados de las dríadas le estaban haciendo recuperar la salud. Como siempre, cuando hablaba de Geralt, se ruborizaba. Él tenía que haberle agradado entonces, pensó Yennefer, no sin mala intención. Ella no había conocido antes a nadie como él. No lo olvidará pronto. Y muy bien le está.

Aceptó las revelaciones con un encogimiento de hombros en apariencia indiferente. No le importó que ni Triss ni Francesca se creyeran su indiferencia. Quería estar sola, quería dárselo a entender.

Lo entendieron.

Estaba de pie en la otra punta del bufé, y se dedicó a las ostras. Comía despacio, todavía sentía dolores, consecuencias de la descompresión. Tenía miedo a beber vino, no sabía cómo iba a reaccionar.

—¿Yennefer?

Se volvió. Fringilla Vigo sonreía levemente, contemplando el pequeño cuchillo que tenía en la mano apretada.

—Veo y siento —dijo— que preferirías abrirme a mí que a la ostra. ¿Todavía sigues enemistada?

—La logia —respondió Yennefer con voz gélida— exige lealtad mutua. La amistad no es obligatoria.

—No lo es ni debe serlo. —La hechicera nilfgaardiana pasó la vista por la sala—. La amistad o surge a consecuencia de un largo proceso o es espontánea.

—Lo mismo pasa con la enemistad. —Yennefer abrió la ostra y se tragó el contenido junto con el agua marina—. A veces ves a alguien durante una décima de segundo, justo antes de que te dejen ciega, y ya no te gusta.

—Oh, la enemistad es algo bastante más complicado. —Fringilla entrecerró los ojos—. Digamos que alguien a quien nunca has visto le raja la barriga en la cumbre de un monte a tu amigo, delante de tus ojos. No lo has visto nunca y no lo conoces, pero no te gusta.

—A veces pasa. —Yennefer se encogió de hombros—. El destino te la juega de muchos modos.

—El destino —dijo en voz baja Fringilla— es ciertamente impenetrable como un niño travieso. Los amigos a veces te vuelven la espalda y los enemigos te son de provecho. Se puede, por ejemplo, hablar con ellos a solas. Nadie intenta molestar, ni te interrumpe, ni te escucha. Todas piensan que de qué pueden hablar esas dos enemigas. De nada importante. Oh, se dirigen una a la otra banalidades, lanzándose pullas de vez en cuando.

—Indudablemente —Yennefer afirmó con la cabeza—, así piensan todas. Y tienen toda la razón.

—Así será más cómodo —Fringilla no se turbó— para nosotras tocar cierta cuestión, importante y no banal.

—¿Y de qué cuestión se trata?

—La cuestión de la huida que planeas.

Yennefer, que estaba abriendo otra ostra, por poco no se cortó un dedo. Miró a su alrededor a hurtadillas, luego contempló a la nilfgaardiana desde debajo de las pestañas. Fringilla Vigo sonrió levemente.

—Sé tan amable de prestarme tu cuchillo. Para las ostras. Vuestras ostras son maravillosas. En el sur no es fácil conseguir unas así. Sobre todo ahora, con el bloqueo de la guerra… Los bloqueos son una cosa terrible, ¿verdad?

Yennefer carraspeó bajito.

—Me he dado cuenta. —Fringilla engulló la ostra, cogió otra—. Sí, Filippa nos está mirando. Assire también. Assire seguro que tiene miedo por mi lealtad hacia la logia. La lealtad amenazada. Está dispuesta a pensar que cederé ante la compasión… Hum… El hombre amado, herido. La muchacha que trataba como a una hija, desaparecida, y puede que esté aprisionada… ¿Quizá le amenaza la muerte? ¿O puede que simplemente la estén usando como carta en un juego de tahúres? Te doy mi palabra, no lo aguantaría. Me escaparía de aquí ahora mismo. Por favor, toma el cuchillo. Basta de ostras, tengo que cuidar la línea.

—Un bloqueo, como acabas de decir —susurró Yennefer, mirando los ojos verdes de la hechicera nilfgaardiana—, es una cosa terrible. Incluso repugnante. No te permiten hacer lo que te apetece hacer. Un bloqueo se puede vencer si se tienen… medios. Yo no los tengo.

—¿Cuentas con que te los voy a dar? —La nilfgaardiana contempló la áspera concha de la ostra que todavía tenía en la mano—. Oh, esto no entra en juego. Soy leal a la logia, y la logia, está claro, no desea que corras a salvar a tus seres queridos. Aparte de ello, soy tu enemiga, ¿cómo puedes haberlo olvidado?

—Ciertamente. ¿Cómo he podido?

—Una amiga —dijo Fringilla en voz baja— te hubiera advertido de que incluso teniendo componentes para un hechizo de teletransporte, no conseguirías romper el bloqueo sin ser advertida. Una operación así precisa de tiempo y salta a la vista. Casi mejor sería algún atractor humilde, elemental. Repito: casi. La teleportación con un atractor improvisado es sin duda, como sabes, muy arriesgada. A una amiga, si se decidiera a este riesgo, no se lo recomendaría. Pero tú no eres una amiga.

Fringilla inclinó la concha que tenía en la mano y volcó sobre la mesa unas gotas de agua marina.

—Y así se termina esta conversación banal —dijo—. La logia exige de nosotras solamente lealtad mutua. La amistad, por suerte, no es obligatoria.

—Se ha teleportado —afirmó fría y sin emoción Francesca Findabair en cuanto que se calmó el barullo que la desaparición de Yennefer había provocado—. No hay por qué quebrarse la cabeza, señoras mías. Ahora ya no podemos hacer nada. Ha sido un error mío. Sospechaba que su estrella de obsidiana enmascaraba el eco de un hechizo…

—Pero, ¿cómo lo ha hecho, maldita sea? —gritó Filippa—. Un eco se puede atenuar, no es difícil. Pero, ¿por qué milagro pudo abrir un portal? ¡Montecalvo tiene un bloqueo!

—Nunca me ha gustado. —Sheala de Tancarville encogió los hombros—. Nunca he alabado su estilo de vida. Pero jamás he cuestionado su talento.

—¡Ella lo va a cantar todo! —se desahogó Sabrina Glevissig—. ¡Todo sobre la logia! Irá derecha a…

—Tonterías —interrumpió con viveza Triss Merigold, mirando a Francesca y a Ida Emean—. Yennefer no nos traicionará. No huyó de aquí para traicionarnos.

—Triss tiene razón —la apoyó Margarita Laux-Antille—. Yo sé por qué huyó, a quién quiere salvar. Yo las he visto a las dos juntas, a ella y a Ciri. Y lo comprendo todo.

—¡Y yo no entiendo nada! —gritó Sabrina, y de nuevo comenzó el barullo.

Assire var Anahid se inclinó hacia su amiga.

—No pregunto por qué lo hiciste —susurró—. No pregunto cómo lo hiciste. Pregunto: ¿adonde?

Fringilla Vigo sonrió levemente, acariciando con los dedos la figura tallada de la esfinge en el brazo del sillón.

—¿Y cómo voy a saber —respondió en un susurro— de qué playa proceden estas ostras?