La brigada se dispuso a la operación Centauro como destacamento separado del IV Ejército de Caballería. Recibimos apoyo en forma de tres compañías de caballería ligera, de Verden, que repartí en el Grupo de Ataque Vreemde. El resto de la brigada, como en la campaña de Aedim, lo dividí en los Grupos de Ataque Sievers y Morteisen, cada uno compuesto de cuatro escuadrones.
Salimos del punto de concentración en Drieschot la noche del cuatro al cinco de agosto. La orden para el grupo era la siguiente: alcanzar la frontera de Vidort-Carcano-Armeria, capturar el paso del Ina, destruyendo al enemigo que se encontrara, pero evitar los principales puntos de resistencia. Iniciando incendios, sobre todo de noche, iluminar el camino para las divisiones del IV Ejército, sembrar el pánico entre la población civil y conseguir que todas las arterias de comunicación en la retaguardia del enemigo se bloqueen con los huidos. Fingiendo estar rodeándolos, empujar a los destacamentos enemigos en retirada hacia trampas verdaderas. Eliminando grupos escogidos de población civil y prisioneros, despertar el miedo, profundizar el pánico y quebrar la moral del enemigo. Las tareas aquí descritas fueron ejecutadas por la brigada con excelente dedicación digna del mejor militar.
Elan Trahe, Por el emperador y la patria. La gloriosa ruta de guerra de la VII brigada daerlana de caballería
Milva no consiguió alcanzar ni salvar los caballos. Fue testigo de su robo, pero un testigo que no podía hacer nada. Primero la arrastró la enloquecida turba llena de pánico, luego le cortaron el camino unos carros, luego se sumergió en un lanoso y ruidoso rebaño de ovejas, que tuvo que atravesar como si fuera una pila de nieve. Por fin, ya junto al Jotla, solamente un salto hacia la pantanosa orilla llena de juncos la salvó de las espadas de los nilfgaardianos, quienes rajaban sin piedad a los fugitivos acumulados junto al río, sin dar perdón ni a mujeres ni a niños. Milva se arrojó al agua y cruzó a la otra orilla, a medias arrastrándose y a medias nadando de bruces entre los cadáveres arrastrados por la corriente.
Y continuó la persecución. Recordaba en qué dirección habían desaparecido los campesinos que habían robado a Sardinilla, Pegaso, el caballo castaño y su prieto. Y en el carcaj junto a la montura del prieto iba su precioso arco. Qué le vamos a hacer, pensó, mientras le chapoteaba el agua que llevaba en las botas al correr, los otros van a tener que arreglárselas solos de momento. ¡Yo, maldita sea, tengo que recuperar mi arco y mi caballo!
Primero recuperó a Pegaso. El castrado del poeta menospreció la alpargata de cáñamo que golpeaba su costado, se burló de los gritos que daba el ilegal jinete para azuzarle y ni se le ocurrió galopar, corría por entre los abedules, adormecido, perezoso y lento. El mozuelo se quedó bastante atrás en relación con los otros cuatreros. Cuando vio y escuchó a sus espaldas a Milva, se bajó de un brinco sin pensárselo y dio un salto entre los arbustos, mientras se sujetaba los calzones con las dos manos. Milva no lo persiguió, la ansiedad por el arco pudo con el fuerte deseo de matar. Saltó sobre la silla, a la carrera, con fuerza, hasta resonaron las cuerdas del laúd que estaba atado a las alforjas. Como conocía al caballo, consiguió obligarlo a pasar al galope. O más bien al paso rápido que Pegaso consideraba como galope.
Pero incluso aquel pseudogalope bastó, puesto que a los cuatreros que se habían dado a la fuga los frenaba otro caballo poco habitual. Se trataba de la resabiada Sardinilla, una yegua baya que el brujo había prometido más de una vez cambiar por otra montura, aunque fuera un asno, una mula o incluso una cabra, harto como estaba de sus enfurruñamientos. Milva alcanzó a los ladrones en el momento en el que, nerviosa por la falsa forma en que tiraban de las riendas, Sardinilla había derribado a su jinete en el suelo. Los otros, bajando de sus sillas, intentaban sujetar a la yegua que, desbocada, daba coces. Estaban tan ocupados que sólo advirtieron a Milva cuando cayó sobre ellos montando a Pegaso y le dio una patada a uno en la cara y le rompió la nariz. Cuando cayó, gritando y pidiendo ayuda divina, lo reconoció. Era el Zuecos. Un muchacho que a todas luces no tenía suerte con la gente. Y sobre todo con Milva.
A Milva, por desgracia, también la abandonó la suerte. Más exactamente, la suerte no fue culpable, sino su propia arrogancia y su convencimiento, un poco apoyado en la práctica, de que era siempre capaz de darle a dos aldeanos una paliza tan grande como quisiera. Pero cuando bajó de la silla, recibió de pronto un puñetazo en el ojo y sin saber cómo se encontró en el suelo. Echó mano al cuchillo, decidida a atravesar algunas tripas, pero la golpeó en la cabeza un grueso palo con tanta violencia que el palo estalló, espolvoreando sobre sus ojos corteza y serrín. Cegada y sorda, consiguió sin embargo agarrarse a la rodilla del aldeano que todavía la apuntaba con los restos del palo, y el aldeano, inesperadamente, aulló y cayó. El otro gritó, se cubrió la cabeza con las dos manos. Milva se limpió los ojos y vio que se cubría de los golpes que le daba un jinete que iba sobre un caballo gris. Se levantó, tomó impulso y golpeó en el cuello al campesino caído. El cuatrero gimió, agitó los pies y se abrió de piernas y Milva utilizó esto de inmediato para cargar toda su rabia en una patada dada en un lugar preciso. El hombre se hizo un ovillo, apretó las manos en las ingles y gritó de tal modo que hasta las hojas cayeron de los abedules.
El jinete del caballo gris se enfrentó mientras tanto al otro hombre y al Zuecos, quien estaba sangrado por la nariz, y los expulsó a ambos hacia el bosque a golpes de bastón. Se dio la vuelta para ponerse con el que gritaba, pero detuvo el caballo. Porque Milva había conseguido ya llegar a su caballo, ya tenía en las manos el arco y la flecha en la cuerda. La cuerda sólo estaba a mitad de su tensión, pero la punta de la saeta apuntaba ya directamente al pecho del jinete.
Durante un instante se estuvieron mirando el uno al otro, el jinete y la muchacha. Luego el jinete, con un lento movimiento, sacó de por detrás de su cinturón una flecha provista de largos timones y la arrojó a los pies de Milva.
—Sabía —dijo él con serenidad— que iba a tener ocasión de devolverte esta flecha, elfa.
—No soy una elfa, nilfgaardiano.
—No soy nilfgaardiano. Baja por fin ese arco. Si te deseara algún mal, hubiera bastado con mirar cómo te aplastaban.
—El diablo sabrá —dijo ella entre dientes— quién eres y lo que me deseas. Mas gracias por salvarme. Y por mi saeta. Y por el cabrón aquél al que mal le aticé en la praera.
El cuatrero golpeado estaba hecho un ovillo, comenzó a sollozar, al tiempo que escondía la cara entre las hojas secas. El jinete no lo miraba. Miraba a Milva.
—Coge el caballo —dijo él—. Tenemos que alejarnos lo más rápidamente posible del río, el ejército recorre los bosques por las dos orillas.
—¿Tenemos? —Frunció el ceño, bajó el arco—. ¿Juntos? ¿Y ende cuándo somos compadres? ¿O compaña?
—Te lo explicaré —dio la vuelta al caballo, agarró del ramal al potranco castaño— si me das tiempo.
—La cosa es que tiempo no tengo. El brujo y los otros…
—Lo sé. Pero no los salvaremos, ellos mismos se dejarán matar o capturar. Coge el caballo y escapemos al bosque. ¡Apresúrate!
Se llama Cahir, recordó Milva, echando un vistazo al extraño compañero con que le tocaba estar sentada sobre un árbol caído. El extraño nilfgaardiano que dice que no es nilfgaardiano. Cahir.
—Pensábamos que te habían apiolado —murmuró—. El castaño pareció sin jinete…
—Tuve una pequeña aventura —dijo seco—. Con tres ladrones peludos como hombres lobo. Me prepararon una emboscada. El caballo escapó. Los ladrones no ganaron, pero iban a pie. Hasta que conseguí hacerme con otro caballo, me quedé muy atrás de vosotros. Por fin, hoy por la mañana os di alcance. Junto al campamento. Crucé el río hacia abajo y esperé en esta orilla. Sabía que ibais hacia el este.
Uno de los caballos escondidos entre los alisos relinchó, pateó. Anochecía. Los mosquitos zumbaban penetrantemente junto a los oídos.
—Silencio en el bosque —dijo Cahir—. Ya se han ido los ejércitos. Ya se ha acabado la batalla.
—Carnicería, querrás decir.
—Nuestra caballería… —se detuvo, carraspeó—. La caballería imperial se lanzó sobre el campamento y entonces, desde el sur, atacaron vuestros ejércitos. Creo que eran temerios.
—Si ya acabó la batalla, habrá que ir tornando. Buscar al brujo, al Jaskier y a los otros.
—Es más razonable esperar a la oscuridad.
—Algo hay acá horroroso —dijo en voz baja, apretando el arco—. Siniestro lugar, hasta escalofríos tengo. Paece que haya silencio, y todo el rato se suenan susurros por los matojos… El brujo dijo que los ghules gustan de los campos de batalla… Y los aldeanos chamullaban sobre vamperos…
—No sólo tú —respondió él a media voz—. A mí también me da miedo.
—Ciertamente. —Ella comprendió de qué estaba hablando—. Cerca de dos semanas tras nuestro vas, solo como la una. Detrás nuestro te arrastras y a to alredor andan los tuyos. Maguer dices que no eres nilfgaardiano, mas los tuyos son, al cabo. Que se me lleve el puto diablo si lo entiendo… En vez de volver con tus gentes, andurreas tras el brujo. ¿Por qué?
—Es una larga historia.
Cuando el alto Scoia’tael se inclinó sobre él, atado a un poste como estaba, Struycken cerró los ojos de espanto. Se dice que no hay elfos feos, que todos son hermosos, que nacen así. Puede que el legendario caudillo de los Ardillas también hubiera nacido hermoso. Pero ahora, cuando su rostro lo cruzaba de través una terrible cicatriz que le deformaba la frente, una ceja, la nariz y la mejilla, de su belleza de elfo no le quedaba nada.
El elfo rajado se sentó en un tronco de árbol que yacía al lado.
—Me llamo Isengrim Faoiltiarna —dijo, inclinándose de nuevo sobre el prisionero—. Desde hace cuatro años lucho con los seres humanos, desde hace tres años dirijo un comando. He enterrado a un hermano caído en lucha, cuatro primos, más de cuarenta compañeros de armas. En mi lucha tengo a vuestro emperador por nuestro aliado, lo que he demostrado repetidas veces dando a vuestros servicios información secreta, ayudando a vuestros agentes y residentes, liquidando a las personas que señalabais.
Faoiltiarna guardó silencio, hizo una señal con su mano enguantada. El Scoia’tael que estaba a su lado alzó de la tierra una pequeña cajita hecha de corteza de abedul. Un dulce olor surgía de la cajita.
—Tenía a Nilfgaard por un aliado, y sigo teniéndolo —repitió el elfo de la cicatriz—. Por eso no di crédito al principio cuando mi informador me advirtió de que se preparaba una emboscada contra mí. Que recibiría una orden de encontrarme a solas con un emisario de Nilfgaard y que cuando acudiera sería capturado. No creí mis propios oídos, pero, siendo de naturaleza precavida, acudí al encuentro algo antes y no sólo. Así que grande fue mi asombro y mi sorpresa cuando resultó que en el lugar del encuentro secreto, en vez de un emisario, esperaban seis esbirros provistos de una red de pescadores, cuerdas, una capucha de cuero con mordaza y una camisa que se puede atar con cinturones y hebillas. El equipamiento, yo diría, que es utilizado comúnmente por vuestro servicio secreto para raptar gente. El servicio secreto nilfgaardiano quería atraparme a mí, Faoiltiarna, vivo, llevarme a algún sitio, bloqueado, atado hasta las orejas en un caftán de seguridad. Un asunto enigmático, yo diría. Que precisa ser aclarado. Estoy contento de que por lo menos uno de los esbirros que se había lanzado contra mí, sin duda su jefe, se dejara coger vivo y se encuentre en situación de darme explicaciones.
Struycken apretó los dientes y volvió la cabeza para no tener que mirar el deformado rostro del elfo. Prefería mirar a la cajita de corteza de abedul sobre la que zumbaban dos avispas.
—Ahora, pues —siguió Faoiltiarna, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo—, hablaremos, señor raptor. Para facilitar la conversación aclararé unos cuantos detalles. En esta cajita hay jarabe de arce. Si nuestra conversación no se desarrolla en la deseada dirección de comprensión mutua y profunda sinceridad, te derramaré abundantemente el mencionado jarabe sobre la cabeza. Con una especial atención a la boca y los ojos. Luego te colocaremos sobre un hormiguero, oh, mira, precisamente ése por donde corretean esos simpáticos y laboriosos insectos. Añado que este método ya se ha experimentado con estupendo éxito en el caso de algunos dh’oine y an’givare, que me ofrecieron resistencia y mostraron falta de sinceridad.
—¡Estoy al servicio del emperador! —gritó el espía, palideciendo—. ¡Soy oficial de los servicios especiales del imperio, al mando del señor Vattier de Rideaux, viceconde de Eiddon! ¡Me llamo Jan Struycken! Protesto…
—Una reunión fatal de circunstancias —le interrumpió el elfo—, aquí las hormigas rojas, ansiosas de jarabe de arce, jamás han oído hablar del señor de Rideaux. Comencemos. Quién diera la orden de raptarme no lo voy a preguntar, porque está claro. Mi primera pregunta es, entonces: ¿adonde queríais llevarme?
El espía nilfgaardiano se retorció en sus ligaduras y agitó la cabeza porque le parecía ya que las hormigas le corrían por las mejillas. Sin embargo, guardó silencio.
—Una pena. —Faoiltiarna cortó el silencio haciendo una señal al elfo de la cajita—. Embadúrnalo.
—¡Tenía que transportaros a Verden, al castillo de Nastrog! —gritó Struycken—. ¡Por orden del señor de Rideaux!
—Gracias. ¿Qué me esperaba en Nastrog?
—Un interrogatorio…
—¿Qué me tenían que preguntar?
—¡Sobre lo sucedido en Thanedd! ¡Os lo ruego, desatadme! ¡Os diré todo!
—Por supuesto que lo vas a contar todo. —El elfo suspiró mientras se desperezaba—. En especial, porque ya hemos comenzado y en estos asuntos el comienzo es siempre lo más difícil. Continúa.
—¡Tenía orden de obligaros a confesar dónde se escondían Vilgefortz y Rience! ¡Y Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach!
—Qué divertido. ¿Se me pone una trampa para preguntarme por Vilgefortz y Rience? ¿Y qué puedo yo saber de ellos? ¿Qué me puede unir a ellos? Y lo de Cahir es todavía más divertido. Pues si os lo envié a vosotros, tal y como deseabais. Atado. ¿Acaso no os llegó el paquete?
—Mataron al destacamento lanzado al lugar escogido para el encuentro… Cahir no estaba entre los muertos…
—Ajá. Y al señor Vattier de Rideaux le entraron sospechas. Pero en vez de simplemente enviar al comando otro emisario y pedir explicaciones, me pone una trampa de inmediato. Ordena que me lleven a Nastrog y me interroguen. Acerca de lo sucedido en Thanedd.
El espía guardó silencio.
—¿No me has entendido? —El elfo inclinó sobre él su horrible rostro—. Esto era una pregunta. Decía: ¿de qué se trata?
—No lo sé… Eso no lo sé, lo juro…
Faoiltiarna movió la mano, señaló. Struycken gritó, se retorció, maldijo al Gran Sol, juró su ignorancia, meneó la cabeza y escupió el jarabe que le echaron denso sobre el rostro. Sólo cuando le transportaban entre cuatro Scoia’tael hacia el hormiguero se decidió a hablar. Aunque las consecuencias podían ser peores que las hormigas.
—Señor… Si alguien se entera de esto, estoy muerto… Pero os contaré… He visto órdenes secretas. Lo escuché… Lo diré todo…
—Eso está claro. —El elfo asintió con la cabeza—. El record en el hormiguero, que alcanza la hora y cuarenta minutos, pertenece a cierto oficial de los destacamentos especiales del rey Demawend. Pero y también él al final habló. Venga, empieza. Rápido, ordenado y concreto.
—El emperador está convencido de que en Thanedd lo traicionaron. El traidor es Vilgefortz de Roggeveen, hechicero. Y su ayudante, llamado Rience. Y, sobre todo, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach. Vattier… El señor Vattier no está seguro de si vosotros no habréis metido los dedos en esta traición, incluso inconscientemente… Por eso ordenó capturaros y llevaros en secreto a Nastrog… Señor Faoiltiarna, yo trabajo desde hace veinte años en el servicio secreto… Vattier de Rideaux es mi tercer jefe…
—Con orden, por favor. Y deja de temblar. Si eres sincero conmigo, tienes la oportunidad de servir todavía a algunos jefes.
—Aunque lo mantuvieron todo en el más profundo secreto, yo lo sabía… Sabía a quién tenían que capturar Vilgefortz y Cahir en la isla. Y resultó que no lo consiguieron. Porque a Loc Grim trajeron a ésa… cómo se llama… Sí, la princesa de Cintra. Ya pensamos que era un éxito, que nombrarían barones a Cahir y Rience y al hechicero aquél por lo menos conde… Y en vez de eso, el emperador mandó llamar a Antillo… Es decir, al señor Skellen y a don Vattier, ordenó capturar a Cahir… Y a Rience y Vilgefortz… todos los que podían saber algo sobre Thanedd o sobre este asunto tenían que ser sometidos a tortura… Y vos también… No fue difícil imaginárselo… Bueno, que había habido traición. Que a Loc Grim habían traído a una falsa princesa…
El espía respiró, tomó aire nerviosamente con los labios anegados de jarabe de arce.
—Desatadlo —ordenó Faoiltiarna a sus Ardillas—. Y que se lave el rostro.
La orden fue realizada de inmediato. Al cabo, el organizador de la fallida trampa estaba ya con la cabeza alzada delante del legendario caudillo de los Scoia’tael. Faoiltiarna le contempló con indiferencia.
—Límpiate escrupulosamente el jarabe de las orejas —dijo por fin—. Agúzalas y afina la memoria como corresponde a un espía con años de práctica. Voy a dar una prueba de mi lealtad al emperador, expondré una completa relación de los asuntos que os interesan. Tú, por tu parte, se lo repetirás todo, palabra por palabra, a Vattier de Rideaux.
El agente asintió ávido con la cabeza.
—A mitad de Blathe, según vuestro calendario al principio de junio —comenzó el elfo—, entabló contacto conmigo Enid an Gleanna, hechicera, conocida como Francesca Findabair. A orden suya llegó a mi comando un cierto Rience, al parecer totumfactum de Vilgefortz de Roggeveen, también mago. Un plan de acción fue elaborado en el mayor secreto, con el objetivo de eliminar a cierta cantidad de hechiceros durante el congreso en la isla de Thanedd. El plan me fue presentado como una acción que tenía el total apoyo del emperador Emhyr, de Vattier de Rideaux y de Stefan Skellen, de otro modo no hubiera aceptado trabajar junto con los dh’oine, fueran hechiceros o no, porque demasiadas provocaciones he visto en mi vida. La participación del imperio en este asunto la confirmó la llegada al cabo de Bremervoord de un barco que traía a Cahir, hijo de Ceallach, provisto de órdenes y poderes especiales. De acuerdo con aquellas órdenes, designé un grupo especial de mi comando que tenía que obedecer únicamente las órdenes de Cahir. Sabía que aquel grupo tenía por misión el capturar y llevarse de la isla a… cierta persona.
»A Thanedd —siguió al cabo Faoiltiarna— fuimos en el barco en el que había venido Cahir. Rience tenía un amuleto con cuya ayuda escondió el barco en una niebla mágica. Entramos con el barco en las cavernas bajo la isla. Desde allí llegamos a los subterráneos bajo el Garstang.
»Ya en los subterráneos vimos que algo fallaba, Rience recibió algunas señales telepáticas de Vilgefortz. Sabíamos que tendríamos que salir en marcha a una lucha que se estaba desarrollando por encima. Estábamos preparados. Y menos mal, porque nada más salir de los calabozos caímos en el infierno.
El elfo torció su rostro mutilado, tal como si los recuerdos le produjeran dolor.
—Después de un cierto éxito inicial, las cosas comenzaron a complicarse. No se consiguió eliminar a todos los hechiceros reales, tuvimos muchas pérdidas. También algunos magos que estaban dentro de la conspiración fueron muertos, y otros, por su parte, comenzaron a salvar el pellejo a base de teleportarse. En cierto momento, desapareció Vilgefortz, luego desapareció Rience, y al poco Enid an Gleanna. Esta última desaparición la consideré como la señal definitiva para retirarme. Sin embargo, no di la orden, esperé a que regresara Cahir y su grupo, que al principio de la acción se había ido para realizar su misión. Como no volvían, comenzamos a buscarlos.
»Del grupo no se había salvado nadie —Faoiltiarna miró a los ojos al espía nilfgaardiano—, todos habían sido asesinados de manera bestial. A Cahir lo hallamos en las escaleras que conducían a Tor Lara, la torre que había estallado durante la lucha y se había disuelto en escombros. Estaba herido e inconsciente, se veía claramente que no había cumplido la misión que se le había encomendado. Por los alrededores no había ni huella del objeto de tal misión, y por abajo, viniendo desde Aretusa y Loxia, habían aparecido ya los realistas. Sabía que Cahir no podía caerles en las manos de ningún modo, porque sería una prueba de la activa participación de Nilfgaard en la acción. Nos lo llevamos y huimos hacia los subterráneos, hacia la caverna. Subimos al barco y nos fuimos. De todo el comando no quedaron más que doce, en su mayoría heridos.
»El viento nos ayudó. Desembarcamos al oeste de Hirundum, nos escondimos en los bosques. Cahir intentó quitarse los vendajes, gritaba algo acerca de una dama loca de ojos verdes, acerca de la Leoncilla de Cintra, de un brujo que había destrozado a su grupo, de la Torre de la Gaviota y de un hechicero que volaba como un pájaro. Pedía un caballo, ordenaba volver a la isla, se apoyaba en las órdenes del emperador, lo que, en tal situación, tuve que considerar como los delirios de un loco. La guerra, como sabíamos, reinaba ya en Aedirn, así que consideré más importante una rápida reconstrucción del comando diezmado y el retorno a la lucha con los dh’oine.
»Cahir todavía estaba con nosotros cuando encontré en la caja de contacto aquella orden secreta vuestra. Me sorprendí mucho. Aunque estaba claro que Cahir no había cumplido la misión, nada señalaba que fuera culpable de traición. Pero no me lo pensé demasiado, pensé que era asunto vuestro y vosotros mismos debíais resolverlo. Cahir, cuando lo ataron, no ofreció resistencia, estaba tranquilo y resignado. Mandé meterlo en un ataúd de madera y, con ayuda de un hav’caare amigo, llevarlo al lugar señalado en la orden. No tenía ganas, lo reconozco, de menguar mi comando ofreciéndoles una escolta. No sé quién mató a vuestras gentes en el lugar de encuentro. Y dónde era lo sabía sólo yo. Si no os gusta la versión de la destrucción de vuestro destacamento por un simple azar, buscad entonces a los traidores entre vosotros, porque excepto yo, sólo vosotros sabíais el lugar y la fecha.
Faoiltiarna se levantó.
—Esto es todo. Todas las informaciones que os he dado son verdaderas. En las mazmorras de Nastrog no os hubiera dado más. Las mentiras y las fabulaciones con las que, puede ser, intentara satisfacer a los inquisidores y verdugos, os perjudicarían más que os ayudarían. No sé nada más, en especial no sé nada del lugar donde se encuentran Vilgefortz y Rience, no sé tampoco si vuestras sospechas de su traición son fundamentadas. Os aseguro también que nada sé sobre la princesa de Cintra, ni verdadera, ni falsa. Os he dicho todo lo que sé. Cuento con que ni el señor de Rideaux ni Stefan Skellen quieran ponerme más trampas. Hace tiempo que los dh’oine intentan atraparme o matarme, así que he tomado la costumbre de exterminar sin piedad a todos los tramposos. En el futuro, tampoco esperaré a ver si alguno de los tramposos no está por casualidad a las órdenes de Vattier o de Skellen. No voy a tener ni tiempo ni ganas para tal espera. ¿He hablado claro?
Struycken afirmó con la cabeza, tragó saliva.
—Así que toma el caballo, espía, y vete de mis bosques.
—Uséase, que al tormento en el ataúd aquél te conducían —murmuró Milva—. Algo entiendo, si bien noto. ¿Por qué leches tú, en vez de esconderte yo qué sé dónde, tras el brujo cabalgas? Él anda muy dolido contigo… Dos veces la vida te perdonó…
—Tres veces.
—Dos vi. Anque no fueras tú el que en Thanedd le apalearas al brujo, como yo para mí que me daba al principio, no sé si sea seguro para ti ponerte al alcance de su tizona. Yo no es que de vosotros los grandes entienda mucho, mas me salvaste y como que te miro con buenos ojos… Así que te digo, Cahir, en cuatro letras: cuando el brujo sacuerda de los que se llevaron a su Ciri hasta Nilfgaard, aprieta los dientes tanto que hasta le saltan chispas. Y si le echaras un escupitajo, a lo mismo la saliva se vaporaba.
—Ciri —dijo—. Bonito nombre.
—¿No lo sabías?
—No. A mí siempre se me dijo Cirilla o bien Leoncilla de Cintra… Y cuando estuvo conmigo… pues estuvo… no me dijo ni palabra. Aunque salvé su vida.
—Igual el diablo acierta a entender to esto. —Agitó la cabeza—. Tenéis enredadas las suertes vuestras, Cahir, arretorcidas y embrolladas. No es para mí esto.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó él de pronto.
—Milva… María Barring. Pero di Milva.
—El brujo va en mala dirección, Milva —dijo al cabo—. Ciri no está en Nilfgaard. No la raptaron para Nilfgaard. Si acaso llegaron a raptarla.
—¿Cómo es eso?
—Es una larga historia.
—Por el Gran Sol. —Fringilla, desde el umbral, inclinó la cabeza y miró con asombro a su amiga—. ¿Qué es lo que has hecho con tus cabellos, Assire?
—Me los he lavado —respondió seca Assire var Anahid—. Y me los he peinado. Entra, por favor, siéntate. Largo del sillón, Merlín. ¡Fffuuu!
La hechicera se sentó en el lugar que el gato negro había dejado libre con desgana, sin dejar de mirar el peinado de su amiga.
—Deja de extrañarte. —Assire tocó con la mano los rizos vellosos y brillantes—. Decidí cambiarme algo. Al fin y al cabo, he tomado ejemplo de ti.
—A mí —se rio Fringilla Vigo— siempre se me ha considerado como una rara y una revoltosa. Pero cuando te vean a ti en la academia o en la corte…
—No suelo ir por la corte —la cortó Assire—. Y la academia tendrá que acostumbrarse. Estamos en el siglo XIII. Ya es hora de acabar con el prejuicio de que cuidar del aspecto exterior prueba la frivolidad y la levedad de pensamiento.
—Las uñas también. —Fringilla entrecerró ligeramente unos ojos verdes a los que nunca se les escapaba nada—. No te reconozco, querida mía.
—Un sencillo hechizo —respondió fría la hechicera— debería bastarte para advertir que soy yo y no un doppelgänger. Haz el encantamiento, si tienes que hacerlo. Y luego pasa a lo que te he pedido.
Fringilla Vigo acarició al gato, que se estaba restregando contra su muslo, ronroneando y encogiendo el lomo, para fingir que era un gesto de simpatía y no una sugerencia de que la hechicera morena se fuera del sillón.
—A ti, por tu parte —dijo sin alzar la cabeza—, te lo había pedido el senescal Ceallach aep Gruffyd, ¿verdad?
—Sí —confirmó Assire con la voz queda—. Ceallach me visitó, desesperado, pidió ayuda, intercesión, para salvar a su hijo, al cual Emhyr ordenó capturar, someter a tortura y ejecutar. ¿A quién iba a acudir sino a un pariente? Mawr, la mujer de Ceallach, la madre de Cahir, es mi sobrina, la hija menor de mi hermana. Pese a ello, no le prometí nada. Porque no puedo hacer nada en este asunto. No hace mucho han tenido lugar ciertos asuntos que me impiden atraer la atención sobre mí. Te lo aclararé. Pero después de escuchar la información que te pedí que recogieras.
Fringilla Vigo respiró con alivio furtivo. Tenía miedo de que su amiga quisiera meter baza en el asunto de Cahir, hijo de Ceallach, un asunto que olía a cadalso. Y que le pidiera ayuda a ella, a lo que no podría negarse.
—Hacia la mitad de julio —comenzó— toda la corte de Loc Grim tuvo ocasión de admirar a una muchacha de quince años, al parecer la princesa de Cintra, a la que por otra parte Emhyr, durante la audiencia, tozudamente trató de reina y la manejó con tanta magnanimidad que surgieron rumores incluso acerca de un pronto matrimonio.
—Los he oído. —Assire acarició al gato, el cual se cansó de Fringilla e intentaba llevar a cabo la anexión de su sillón—. Todavía sigue hablándose de este matrimonio indudablemente político.
—Pero en voz más baja y no tan a menudo. Porque la cintriana fue conducida a Darn Rowan. En Darn Rowan, como sabes, se suele albergar a los prisioneros de estado. Raras veces a las candidatas a emperatriz.
Assire no lo comentó. Esperó con paciencia mientras se miraba las uñas recién recortadas y pintadas.
—Seguramente recuerdas —siguió Fringilla Vigo— cómo hace tres años Emhyr nos llamó a todos y nos ordenó localizar el lugar donde se encontraba cierta persona. En los reinos del norte. Seguramente recuerdas cómo se enfureció cuando no lo conseguimos. Llenó de insultos a Albrich cuando éste le aclaró que es imposible sondear desde tan lejos, por no hablar de traspasar las pantallas. Y ahora escucha. Una semana después de la famosa audiencia en Loc Grim, cuando se festejaba la victoria de Aldersberg, Emhyr nos vio en la sala de armas a Albrich y a mí. Y nos honró con una conversación. El sentido de sus palabras, sin trivializar demasiado, fue el siguiente: «Sois unos gorrones, indolentes y vagos. Vuestras artes de barraca de feria me cuestan una fortuna y no saco ningún provecho de ello. La tarea que no consiguió toda vuestra academia digna de lástima la realizó un simple astrólogo en cuatro días».
Assire var Anahid bufó con desprecio, sin dejar de acariciar al gato.
—Sin esfuerzo alguno me imagino —siguió Fringilla Vigo— que el tal astrólogo milagroso no era otro que el famoso Xarthisius.
—Entonces se buscaba a Cirilla, la candidata a emperatriz. Xarthisius la encontró. ¿Y qué? ¿Lo nombraron secretario de estado? ¿Jefe del departamento de asuntos irrealizables?
—No. Lo metieron en el calabozo una semana después.
—Me temo que no entiendo qué tiene todo esto que ver con Cahir, hijo de Ceallach.
—Paciencia. Permíteme que vaya por orden. Esto es necesario.
—Perdona. Te escucho.
—¿Recuerdas qué nos dio Emhyr cuando hace tres años nos pusimos a buscar?
—Un mechón de cabellos.
—Cierto. —Fringilla se echó mano al tafilete—. Precisamente éste. Cabellos claros de una niña de seis años. Guardé unos pocos. Y mereció la pena, porque, para que sepas, quien se encarga de cuidar a la princesa cintriana aislada en Darn Rowan es Stella Congreve, condesa de Liddertall. Stella en cierto tiempo contrajo algunas deudas de gratitud conmigo, por eso entré sin problemas en posesión de un segundo mechón de cabellos. Este otro. Algo más oscuro, pero los cabellos oscurecen con el tiempo. Pese a ello, los mechones pertenecen a dos personas completamente distintas. Lo he investigado, no hay ninguna duda de ello.
—Imaginé alguna revelación de este tipo —reconoció Assire var Anahid— en cuanto escuché que la cintriana había sido aislada en Darn Rowan. El astrólogo o bien falló el tema o bien se dejó meter en una conspiración que pretendía entregarle a Emhyr una persona falsa. La conspiración que le costará la cabeza a Cahir aep Ceallach. Gracias, Fringilla. Todo está claro.
—No todo. —La hechicera meneó su cabecita oscura—. En primer lugar, no fue Xarthisius el que encontró a la cintriana, no fue él el que la trajo a Loc Grim. El astrólogo comenzó el horóscopo y la astromancia después de que Emhyr se diera cuenta de que le habían traído una falsa princesa y comenzara una intensiva búsqueda de la verdadera. Y el viejo loco acabó en las mazmorras por un estúpido error en sus artes o por fraude. Por lo que me ha sido dado establecer, consiguió describir el lugar donde estaba la persona buscada con un radio de tolerancia alrededor de cien millas. Y el terreno resultó ser un desierto, un despoblado salvaje, allá por detrás de la cordillera de Tir Tochair, detrás de las fuentes del Velda. Stefan Skellen, al que enviaron allí, no encontró más que escorpiones y buitres.
—No me esperaba otra cosa de ese Xarthisius. Pero esto no va a tener ninguna influencia sobre el destino de Cahir. Emhyr es colérico, pero no manda a nadie a la tortura y la muerte porque sí, sin motivo. Como tú misma has dicho, alguien hizo traer a Loc Grim una falsa princesa en lugar de una verdadera. Alguien intentó presentar una doble. Así que hubo una conspiración y Cahir se dejó meter en ella. No excluyo que inconscientemente. Que se sirvieran de él.
—Si hubiera sido así, lo hubieran hecho hasta el final. Le hubiera traído personalmente la doble a Emhyr. Pero Cahir desapareció sin dejar rastro. ¿Por qué? Su desaparición sólo podía despertar sospechas. ¿Acaso podía haberse esperado que Emhyr se diera cuenta del engaño al primer golpe de vista? Porque se dio cuenta. Se daría cuenta siempre porque tenía…
—Un mechón de cabellos —la interrumpió Assire—. Un mechón de cabellos de una niña de seis años. Fringilla, Emhyr no busca a esa niña desde hace tres años, sino desde mucho antes. Da la sensación de que Cahir se ha dejado meter en algo horroroso, en algo que comenzó cuando él todavía iba montado en un palo que imitaba a un caballo. Humm… Déjame este mechón de cabellos. Me gustaría hacerle unas pruebas.
Fringilla Vigo movió la cabeza lentamente, entrecerró los ojos verdes.
—Te lo dejaré. Pero sé precavida, Assire. No te metas en algo horroroso. Porque esto puede llamar la atención sobre ti. Y al principio de la conversación has mencionado que no te vendría bien. Y me prometiste que aclararías los motivos.
Assire var Anahid se levantó, se acercó a la ventana, miró los tejados brillantes a la luz del sol poniente de los pináculos y bastiones de Nilfgaard, la capital del imperio, llamada Ciudad de las Torres de Oro.
—Una vez dijiste, y yo lo recuerdo —dijo, sin volverse—, que la magia no debería ser dividida por ninguna frontera. Que el bien de la magia debería ser el bien más alto, que tendría que estar por encima de todo tipo de divisiones. Que no estaría mal alguna especie de… organización secreta… Algún tipo de convención o logia…
—Estoy dispuesta —interrumpió unos instantes de silencio Fringilla Vigo, hechicera nilfgaardiana—. Estoy decidida y lista para ingresar. Gracias por la confianza y el honor. ¿Cuándo y dónde tendrá lugar la reunión de dicha logia, oh amiga llena de enigmas y secretos?
Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, se dio la vuelta. En sus labios asomaba la sombra de una sonrisa.
—Pronto —dijo—. Ahora te lo aclararé todo. Pero antes de ello, para no olvidarme… Dame la dirección de tu modista, Fringilla.
—Ni un solo fuego —susurró Milva mirando la oscura orilla al otro lado del río, brillante a la luz de la luna—. No hay ni un alma allá, me da a mí. En el campo como unas dos centenas de huidos había. ¿Es que ni uno salvó el pescuezo?
—Si los imperiales prevalecieron, los habrán llevado a todos como cautivos —respondió Cahir, también en un susurro—. Si vencieron los vuestros, se los llevarían a todos al irse.
Se acercaron más al río, al pantano de crecidas cañas. Milva tropezó con algo y retrocedió, ahogando un grito a la vista de una mano rígida y cubierta de sanguijuelas que surgía del barro.
—Sólo es un cadáver —murmuró Cahir, agarrándolo por la mano—. Nuestro. Un daerlano.
—¿Quién?
—La séptima brigada daerlana de caballería. Un escorpión de plata en la manga…
—Dioses. —La muchacha dio un brusco respingo, apretando el arco en los puños sudorosos—. ¿Has oído ese ruido? ¿Qué ha sido eso?
—Un lobo.
—O un ghul… O bien algotro condenado… Allá en el campo habrá de seguro un montón de muertos… ¡Maldición, no iré de noche a aquel lao!
—Esperaremos hasta el amanecer… ¿Milva? Qué es eso tan extraño…
—Regis… —La arquera ahogó un grito, aspirando el olor a ajenjo, salvia, cilantro y anís—. Regis, ¿eres tú?
—Yo. —El barbero surgió de la oscuridad sin hacer ruido—. Me había preocupado por ti. No estás sola, por lo que veo.
—Bien ves. —Milva soltó el brazo de Cahir, que ya había echado mano a la espada—. No ando sola ni él tampoco está solo. Mas esto es una larga historia, como dicen algunos. Regis, ¿qué pasó con el brujo? ¿Con Jaskier? ¿Con los otros? ¿Sabes qué les ocurriera?
—Lo sé. ¿Tenéis caballos?
—Los tenemos. Entre las cañas…
—Entonces vamos hacia el sur, siguiendo el curso del Jotla. Sin prisas. Antes de la medianoche debemos poder llegar a Armeria.
—¿Qué hay del brujo y el poeta? ¿Viven?
—Viven. Pero tienen problemas.
—¿Qué problemas?
—Es una larga historia.
Jaskier gimió, mientras intentaba darse la vuelta y adoptar una posición siquiera un poco más cómoda. Sin embargo, era una empresa imposible de realizar para alguien que yacía sobre un montón de virutas y serrín y estaba atado con tantos nudos como un jamón dispuesto para ser ahumado.
—No nos han ahorcado de inmediato —jadeó—. Ésta es nuestra esperanza…
—Tranquilízate. —El brujo yacía sereno, mirando a la luna que se veía a través de un agujero en el tejado de la leñera—. ¿Sabes por qué Vissegerd no nos colgó enseguida? Porque tenemos que ser ejecutados públicamente, al alba, cuando todo el cuerpo se prepare para la marcha. Como propaganda.
Jaskier se calló. Geralt escuchó cómo resoplaba con aprensión.
—Tú tienes todavía una oportunidad de escapar —dijo, para apaciguarlo—. Conmigo, Vissegerd quiere llevar a cabo una simple venganza privada, pero no tiene nada contra ti. Tu amigo el conde te sacará de la prisión, ya lo verás.
—Una mierda —respondió el bardo, para asombro del brujo, totalmente sereno y completamente razonable—. Mierda, mierda, mierda. No me trates como a un niño. En primer lugar, para propaganda siempre son mejor dos ahorcados que uno. En segundo, no se deja con vida al testigo de una venganza privada. No, hermano, la diñamos los dos.
—Déjalo, Jaskier. Estate callado y piensa alguna estratagema.
—¿Qué estratagema, joder?
—La que sea.
La locuacidad del poeta impedía al brujo concentrarse, y estaba pensando intensamente. Esperaba que en cualquier momento a la leñera entrara alguien del servicio secreto del ejército temerio, que, sin ninguna duda, había en el cuerpo de Vissegerd. El servicio secreto, con toda seguridad, tendría ganas de preguntarle acerca de los diversos detalles de los acontecimientos del Garstang, en la isla de Thanedd. Geralt no conocía casi ningún detalle, sin embargo sabía que antes de que los agentes lo creyeran estaría muy, muy enfermo. Toda su esperanza se basaba en que Vissegerd, cegado por el deseo de venganza, no hubiera extendido la noticia de su captura. El servicio secreto podría haber querido arrancar a los prisioneros de las zarpas del rabioso mariscal, para llevárselos al cuartel principal. Más concretamente, llevar al cuartel principal lo que quedara de los prisioneros después del primer interrogatorio.
En aquel momento el poeta pensó una estratagema.
—¡Geralt! Haremos como que sabemos algo importante. Que de verdad somos espías o algo así. Entonces…
—Ten piedad, Jaskier.
—Podemos también intentar sobornar a la guardia. Tengo dinero oculto. Doblones, cosidos en el forro de la bota. Para los momentos difíciles… Vamos a llamar a los guardias…
—Y ellos te quitarán todo y encima te darán de patadas.
El poeta rebufó con desagrado, pero se calló. Del campamento les llegaron gritos, cascos de caballos y, lo peor, el olor de la sopa de guisantes cuartelera. Geralt, en aquel momento, hubiera dado por una taza de ella todos los filetes y las trufas del mundo. Los guardianes que estaban de pie junto al sotechado hablaban con lentitud, se reían, de vez en cuando carraspeaban prolongadamente y escupían. Los guardias eran soldados profesionales, se podía reconocer aquello por la extraordinaria habilidad para comprenderse entre ellos con ayuda de unas frases formadas exclusivamente por pronombres y horribles blasfemias.
—¿Geralt?
—¿Qué?
—Me pregunto qué habrá pasado con Milva… Y con Zoltan, Percival, Regis…, ¿no los viste?
—No. No excluyo que durante la lucha les cortaran el cuello o los patearan los caballos. Allí, en el campamento, yacían cuerpos sobre cuerpos.
—No lo creo —afirmó Jaskier, tozudo y con esperanza en la voz—. No creo que unos perros viejos como Zoltan y Percival… O Milva…
—Deja de hacerte ilusiones. Si acaso sobrevivieron, no nos ayudarán.
—¿Por qué?
—Por tres causas. La primera, porque tienen sus propios problemas. Segundo, porque yacemos atados en un sotechado que está situado en el centro del campamento de un ejército de varios miles de personas.
—¿Y la tercera causa? Has hablado de tres.
—En tercer lugar —respondió con voz cansada—, el límite de milagros para este mes ya lo ha agotado el encuentro de las mujeres de Kernow con sus maridos perdidos.
—Allí. —El barbero señaló el puntito ardiente de un fuego de campamento—. Allí está el fuerte de Armeria, el actual campamento de las fuerzas temerias concentradas junto a Mayenna.
—¿Allí son presos el brujo y Jaskier? —Milva se puso de pie sobre los estribos—. Ja, entonces oscuro está… Allí habrá tropeles de gentes armadas, y alredor, la guardia. No será fácil meter allí los hocicos.
—No vais a tener que hacerlo —respondió Regis, bajando de Pegaso. El caballo relinchó prolongadamente, volvió la testa, a todas luces degustando los olores herbáceos del barbero que le llegaban a la nariz—. No tendréis que arrastraros hasta allí —repitió—. Yo lo solucionaré. Vosotros esperad con los caballos allí donde brilla el río, ¿lo veis? Por debajo de la estrella más brillante de los Siete Cabritillos. Allí desemboca el Jotla en el Ina. Cuando saque de problemas al brujo, lo dirigiré en aquella dirección. Allí os encontraréis.
—Gran soberbio —murmuró Cahir a Milva, cuando, después de sentarse, se encontraron el uno junto al otro—. Solo, sin ayuda de nadie, los va a meter en problemas, ¿has oído? ¿Quién es?
—Ciertamente, no lo sé —respondió Milva—. En lo tocante a sacarlos, lo creo. Ayer ante mis ojos a mano desnuda sacó de entre carbones una herradura al rojo…
—¿Un hechicero?
—No —le negó Regis desde Pegaso, dando prueba de una extraordinaria sensibilidad de oído—. ¿Acaso es esto tan importante? Yo no te he preguntado a ti por tu filiación.
—Me llamo Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach.
—Gracias, me llenas de asombro. —En la voz del barbero vibraba una leve nota de burla—. Casi no se reconoce el acento nilfgaardiano en un nombre nilfgaardiano.
—No soy…
—¡Basta! —le cortó Milva—. No es hora de pelearse ni de remolonear. Regis, el brujo espera el rescate.
—No antes de la medianoche —dijo frío el barbero, mirando a la luna—. Así que tenemos tiempo para conversar. ¿Quién es este hombre, Milva?
—Este hombre —la arquera, un tanto enfadada, asió a Cahir— de un mal encuentro me sacó. Este hombre le dice al brujo, cuando lo ve, que va por mal camino. Ciri no está en Nilfgaard.
—De hecho, una revelación. —La voz del barbero se suavizó—. ¿Y cuál es tu fuente, estimado Cahir, hijo de Ceallach?
—Ésa es una larga historia.
Hacía mucho tiempo que Jaskier no hablaba cuando uno de los soldados que hacía la guardia interrumpió de pronto la conversación en mitad de una blasfemia, el otro carraspeó, o puede que gimiera. Geralt sabía que eran tres, así que aguzó el oído, pero el tercer soldado no emitió ni el menor sonido.
Esperó, conteniendo el aliento, pero lo que le llegó al cabo al oído no fue el chirrido de las puertas de la tienda al ser abiertas por unos salvadores. Ni por asomo. Escuchó unos ronquidos regulares, bajitos y varias voces. Los guardianes, simplemente, se habían dormido en su servicio.
Espiró, maldijo sin sonido y ya tenía intenciones de hundirse de nuevo en sus pensamientos sobre Yennefer, cuando el medallón de brujo en su cuello tembló de pronto con fuerza y en las narices penetró el perfume a ajenjo, albahaca, cilantro, salvia y anís. Y los diablos sabrán qué más.
—¿Regis? —susurró con incredulidad, intentando sin éxito alzar la cabeza del serrín.
—Regis —respondió Jaskier en un susurro, al tiempo que se movía y hacía unos crujidos—. Nadie más apesta así… ¿Dónde estás? No te veo…
—Más bajo.
El medallón dejó de temblar, Geralt escuchó un suspiro lleno de alivio del poeta y luego el chirrido de una hoja al cortar las ligaduras. Al poco, Jaskier gemía ya del dolor provocado por la circulación que le iba volviendo, ahogando los gemidos a base de meter el puño entre los dientes.
—Geralt. —La sombra difusa, titubeante, del barbero se colocó delante de él, sin pausa se puso a cortar las cuerdas—. La guardia del campamento habréis de pasarla solos. Dirigíos hacia el este, a la estrella más brillante de los Siete Cabritillos. Directamente hacia el Ina. Allí os espera Milva con los caballos.
—Ayúdame a levantarme…
Se alzó primero sobre una, luego sobre la otra pierna, apretando los puños. La circulación de Jaskier ya había tenido tiempo de volver a la normalidad. El brujo, al cabo de un rato, también estuvo listo.
—¿Cómo vamos a salir? —preguntó de pronto el poeta—. Los guardias de la puerta están roncando, pero podrían…
—No podrán —le cortó Regis con un susurro—. Pero salid con cuidado. La luna está llena, el campo está iluminado por los fuegos. Pese a ser de noche, hay movimiento por todo el campamento, pero eso es incluso mejor. La ronda ya se ha cansado de gritar. Salid. Mucha suerte.
—¿Y tú?
—No os preocupéis por mí. No me esperéis y no miréis atrás.
—Pero…
—Jaskier —susurró el brujo—. No tienes que preocuparte por él, ¿lo has oído?
—Salid —repitió Regis—. Suerte. Hasta la vista, Geralt.
El brujo se volvió.
—Gracias por salvarme —dijo—. Pero mejor que no nos volvamos a encontrar nunca más. ¿Me entiendes?
—Perfectamente. No perdáis tiempo.
Los guardianes dormían en poses pintorescas, roncando y mascullando. Ninguno de ellos temblaba siquiera cuando Geralt y Jaskier se deslizaron por la puerta entreabierta. Ninguno reaccionó cuando el brujo les quitó sin ceremonias a dos de ellos las capas de lienzo casero.
—Esto no es un sueño normal —susurró Jaskier.
—Por supuesto que no. —Geralt, escondido en la oscuridad junto a la pared del sotechado, echó un vistazo por el campo.
—Entiendo —suspiró el poeta—. ¿Regis es un hechicero?
—No. No es un hechicero.
—Sacó del fuego la herradura. Durmió a los guardias…
—Deja de hablar y concéntrate. Todavía no estamos seguros. Envuélvete en la capa y crucemos el campamento. Si alguien nos detiene, fingiremos ser soldados.
—Vale. En caso de que pase algo, diré…
—Fingiremos ser soldados idiotas. Vamos.
Atravesaron el campo, manteniéndose lejos de los soldados, que estaban agrupados delante de braseros ardientes y fuegos de campamento. Por el campo, aquí y allí, andurreaban personas, así que dos más no saltaban a la vista. No despertaron las sospechas de nadie, nadie les gritó ni les detuvo. Llegaron a la empalizada rápidamente y sin problemas.
Todo salió tan fácil que hasta parecía demasiado bueno. Geralt se puso nervioso, puesto que instintivamente percibía la amenaza y este sentimiento, a medida que se alejaban del centro, crecía en lugar de menguar. Se repitió a sí mismo que no había nada en ello tan extraño: en el centro de una noche tan movida, ni siquiera grupos enteros de hombres llamaban la atención, sólo les amenazaba la alarma si alguien advertía a los guardias dormidos delante del cobertizo. Ahora, sin embargo, se acercaban al perímetro en el que los puestos por fuerza debían de estar alerta. El venir desde el campamento no les sería de ayuda. El brujo recordaba la plaga de deserciones que afectaba al ejército de Vissegerd y estaba seguro de que la guardia tenía orden de vigilar atentamente a los que querían dejar el campamento.
La luna arrojaba suficiente resplandor para que Jaskier no tuviera que andar a tientas. El brujo veía bajo esa luz igual de bien que de día, gracias a lo cual consiguió evitar a dos soldados y esperar entre los arbustos a que pasara una patrulla a caballo. Junto a ellos estaba ya una oscura aliseda que yacía más allá del anillo de los vigías. Todo era fácil. Demasiado fácil.
Los perdió su falta de conocimiento de las costumbres militares.
El bajo y siniestro soto de alisos era tentador porque permitía esconderse. Pero desde que el mundo es mundo había guerreros que, cuando tenían que desempeñar la función de guardianes, se metían entre los arbustos desde donde, cuando no estaban durmiendo, podían vigilar tanto al enemigo como a los propios oficiales tozudos cuando a estos últimos se les antojara pasarse para un control inesperado.
Apenas Geralt y Jaskier se acercaron a los alisos, se aparecieron ante ellos unas siluetas. Y unas afiladas lanzas.
—¡La contraseña!
—¡Cintra! —soltó Jaskier sin vacilación.
Los soldados se rieron a coro.
—Oh, paisanos, paisanos —dijo uno—. Ni una pizca de fantasía. Si alomenos alguno se pensara algo más original. Nada, siempre Cintra. Te entró morriña de casa, ¿eh? Vale. El precio es el mismo que ayer.
Los dientes de Jaskier rechinaron sonoramente. Geralt valoró la situación y sus posibilidades. Pero la valoración arrojaba un resultado bastante difícil.
—Va —les apremió el soldado—. Si queréis pasar, pagar el peaje y nosotros cerramos los ojos. Aprisa, que la ronda anda al pasar.
—Ahorita. —El poeta cambió su forma de hablar y su acento—. Me asiento y me saco los botos, que llevo en ellos…
No alcanzó a decir más. Cuatro soldados lo echaron al suelo, dos de ellos tomaron cada uno una de sus piernas entre las suyas, le sacaron las botas. El que había preguntado por la contraseña arrancó el forro de la parte interna de la caña. Algo cayó con un tintineo.
—¡Oro! —gruñó el jefe—. ¡Arrear con el otro! ¡Y llamar a la ronda!
Sin embargo, no había quien arreara ni llamara, porque parte del equipo de la guardia se arrojó de rodillas en busca de los doblones que se habían esparcido entre las hojas, el resto se peleaba ardientemente por la otra bota de Jaskier. Ahora o nunca, pensó Geralt, después de lo cual golpeó al jefe en la mandíbula y mientras caía aún le dio una patada a un lado de la cabeza. Los buscadores de oro ni siquiera lo advirtieron. Jaskier, sin necesidad de que le exhortaran, se levantó y se metió entre los arbustos, tirando de los peales. Geralt corrió detrás de él.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el derribado jefe de la guardia, al poco apoyado en sus gritos por sus camaradas—. ¡Rondaaaa!
—¡Granujas! —gritaba Jaskier mientras corría—. ¡Ladrones! ¡Cogisteis el dinero!
—¡Ahórrate el aliento, patán! ¿Ves el bosque? ¡Corre!
—¡Alarma! ¡Alaaaarma!
Corrieron. Geralt maldijo con rabia, al oír gritos, silbidos, cascos de caballos y relinchos. Detrás de ellos. Y delante de ellos. Su asombro fue pequeño, le bastó una mirada atenta. Lo que había tomado por un bosque salvador era una masa de caballería que se acercaba a ellos, ondulando como una ola.
—¡Quieto, Jaskier! —gritó, después de lo cual se dio la vuelta en dirección a la patrulla que les seguía al galope y silbó penetrantemente con los dedos.
—¡Nilfgaard! —aulló con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Vienen los nilfgaardianos! ¡Al campamento! ¡Volved al campamento, idiotas! ¡Tocad a rebato! ¡Nilfgaard!
El jinete más adelantado de la patrulla que los perseguía sujetó el caballo, miró en la dirección indicada, gritó de miedo y quiso darse la vuelta. Pero Geralt decidió que ya había hecho demasiado por los leones cintrianos y los lises temerios. Saltó sobre el soldado y con un hábil movimiento le derribó de la silla.
—¡Sube, Jaskier! ¡Y agárrate!
No hubo que repetírselo dos veces al poeta. El caballo se detuvo un momento bajo el peso de un segundo jinete, pero azuzado por dos pares de talones, se lanzó a un rápido galope. El hormiguero de nilfgaardianos que se acercaba a ellos era ahora una amenaza mucho mayor que Vissegerd y su ejército, así que galoparon a lo largo del anillo de los puestos de guardia del campamento, intentando alejarse lo más deprisa posible de la línea del posible enfrentamiento de los dos ejércitos que iba a darse de un momento a otro. Sin embargo, los nilfgaardianos estaban cerca y los distinguieron. Jaskier gritó, Geralt miró a su alrededor y también vio cómo la oscura pared del ataque nilfgaardiano comenzaba a alargar en su dirección los negros tentáculos de una persecución. Sin vacilar, dirigió el caballo en dirección al campamento, alcanzando en el galope a los guardias que huían. Jaskier gritó de nuevo, pero esta vez innecesariamente. El brujo también había visto a la caballería que se abalanzaba sobre ellos desde el campamento. El ejército de Vissegerd, movido por la alarma, se había subido a sus monturas en un tiempo digno de admiración. Y Geralt y Jaskier se encontraban en una trampa.
No había salida. El brujo cambió otra vez la dirección de la huida y obligó al caballo a galopar con todas sus fuerzas, para intentar escapar de la rendija que se estrechaba entre el yunque y el martillo. Cuando despuntaba la esperanza de que lo iban a conseguir, el aire de la noche se llenó de pronto del canto silbante de las saetas. Jaskier gritó, esta vez muy alto, clavó los dedos en los costados de Geralt. El brujo sintió cómo algo cálido le corría por el cuello.
—¡Agárrate! —Aferró al poeta por los codos y lo apretó con fuerza contra su espalda—. ¡Agárrate, Jaskier!
—¡Me han matado! —aullaba el poeta, un poco demasiado fuerte como para un muerto—. ¡Estoy sangrando! ¡Me muero!
—¡Agárrate!
La granizada de flechas y saetas que se derramó sobre los dos ejércitos y que resultó tan fatal para Jaskier se convirtió al mismo tiempo en su salvación. Los ejércitos, al encontrarse bajo fuego, se atoraron y perdieron ímpetu, y el arco de los frentes que ya casi, casi se cerraba siguió siendo un arco todavía el suficiente tiempo para que el caballo, que respiraba pesadamente, pudiera sacar a los dos jinetes de la trampa. Geralt impulsó sin piedad al semental a seguir galopando, porque, aunque ante ellos ya se distinguía el bosque salvador, detrás de ellos resonaban todavía los cascos. El caballo gemía, tropezaba, pero corría y puede que hubieran podido escapar, pero Jaskier gimió de pronto y se deslizó con brusquedad por las ancas, arrastrando también al brujo de la silla. Geralt tiró automáticamente de las riendas y el caballo se puso sobre dos patas, cayendo ambos sobre el suelo entre pequeños pinos. El poeta rodó impotente y no se levantó, sólo gritaba, desgarradoramente. Tenía todo un lado de la cabeza y el hombro izquierdo envueltos en sangre, que brillaba negra a la luz de la luna.
Detrás de ellos los ejércitos se enfrentaban con estrépito, chasquidos y gritos. Pero, pese a la fiebre de la lucha, los perseguidores nilfgaardianos no se habían olvidado de ellos. Tres jinetes galopaban en su dirección.
El brujo se levantó, sintiendo cómo surgía dentro de él una ola de fría rabia y odio. Saltó enfrente de los perseguidores, alejando de Jaskier la atención de los caballos. Quería matar.
El primero, el jinete de vanguardia, voló hacia él con el hacha levantada, pero no podía saber que iba hacia un brujo. Geralt evitó el golpe sin esfuerzo, agarró por la capa al nilfgaardiano mientras se inclinaba en su silla, y con los dedos de la otra mano le aferró el ancho cinturón. De un fuerte tirón lo bajó de la silla, se echó sobre él y lo aplastó. Sólo entonces se dio cuenta de que no tenía ningún arma. Agarró al caído por la garganta, pero no pudo ahogarlo, le molestaba su medallón de acero. El nilfgaardiano se agitó, lo golpeó con un guante acorazado, le rasgó la mejilla. El brujo lo apretó con todo el cuerpo, echó mano a la misericordia que llevaba al cinturón, la sacó de la vaina. El caído lo notó y comenzó a gritar. Geralt retiró la mano enguantada con el escorpión de plata que todavía le estaba golpeando, alzó el estilete para golpear.
El nilfgaardiano graznó.
El brujo le clavó la misericordia en la boca abierta. Hasta la empuñadura.
Cuando se levantó, vio a los caballos sin jinetes, cadáveres y unos destacamentos que se alejaban en dirección a la batalla. Los cintrianos del campamento habían aniquilado a los otros perseguidores nilfgaardianos, y entre las tinieblas de los pequeños pinos no habían visto al poeta ni a los dos que luchaban en la tierra.
—¿Jaskier? ¿Dónde te has metido? ¿Dónde te dio la flecha?
—En la ca… cabeza… Clavada en la cabeza…
—¡No digas tonterías! Joder, has tenido suerte… Sólo te ha rozado…
—Estoy sangrando…
Geralt se quitó el jubón y se rasgó una manga de la camisa. La punta de la flecha había rozado a Jaskier junto al oído, dejando un corte que alcanzaba la sien. El poeta se aplicaba a cada segundo la mano desgarrada a la herida, y luego miraba la sangre que le cubría abundantemente la mano y las mangas. Tenía los ojos perdidos. El brujo comprendió que tenía ante sí a un hombre al que por primera vez en la vida le habían herido y hecho daño. Que por primera vez en la vida había visto la propia sangre en tal cantidad.
—Levántate —le dijo, mientras rodeaba la cabeza del trovador con la manga de la camisa, rápidamente y sin mucho esmero—. No es nada, Jaskier, un rasguño… Levántate, tenemos que irnos de aquí…
La batalla nocturna en la pradera estaba en su apogeo, el estruendo del hierro, los relinchos de los caballos y los gritos cobraban fuerza. Geralt agarró rápido dos de los caballos nilfgaardianos, pero sólo fue necesario uno. Jaskier consiguió levantarse, pero de inmediato se sentó pesadamente, gimió y sollozó desgarradoramente. El brujo lo levantó, lo hizo volver en sí agitándolo, lo subió a la silla. Luego él se sentó detrás y espoleó al caballo. Hacia oriente, allí donde por encima de la ya visible estela azul pálido del amanecer, colgaba la estrella más brillante de la constelación de los Siete Cabritillos.
—El alba pronto vendrá —dijo Milva, mirando no al cielo, sino a la refulgente superficie del río—. Los siluros persiguen a los salmones. Y del brujo y de Jaskier ni rastro. Ay, no la habrá cagado Regis…
—No seas pájaro de mal agüero —murmuró Cahir, mientras arreglaba las cinchas de su recuperado caballo castaño.
—Lagarto, lagarto… Mas dalguna manera así es… Quien con esa vuestra Ciri tié que ver, como si pusiera la testa bajo la hacha… La mala suerte trae esa moza… la desgracia y la muerte.
—Escupe, Milva.
—Puff, puff, lagarto, lagarto… Qué frío, estoy teritando… Y sed tengo, y en el río cabe la orilla vi otra vez un muerto pudriéndose… Brrr… Me mareo… Creo que voy a echar la pota…
—Toma. —Cahir le dio su cantimplora—. Bebe. Y siéntate junto a mí, te calentaré.
Otro siluro atacó a un banco de brecas en los bajíos, el grupo se descompuso por la superficie con una granizada de plata. Una zumaya o un autillo cruzó ante el resplandor de la luna.
—¿Quién puede saber —murmuró Milva, pensativa, apretada al brazo de Cahir— lo que habrá de pasar mañana? ¿Quién vadeará este río, y a quién se lo comerá la tierra?
—Vendrá lo que tenga que venir. Aleja esos pensamientos.
—¿No tiés miedo?
—Lo tengo. ¿Y tú?
—Yo estoy mareada.
Guardaron silencio durante largo rato.
—Cuéntame, Cahir, ¿cuándo conociste a la tal Cirilla?
—¿Cuándo la conocí? Hace tres años. Durante la batalla de Cintra. La saqué de la ciudad. La encontré rodeada de fuego por todas partes. Crucé el fuego, las llamas y el humo con ella en los brazos, y ella era también como fuego.
—¿Y qué?
—No se pueden sujetar las llamas con las manos.
—Si Ciri no está en Nilfgaard —dijo ella, tras largo silencio—, ¿entonces quién?
—No lo sé.
Drakenborg, el fuerte redano convertido en campo de concentración para elfos y otros elementos peligrosos, tenía sus tristes tradiciones, creadas a lo largo de los tres años de funcionamiento. Una de aquellas tradiciones era la de los ahorcamientos al amanecer. La segunda era la previa reunión de los condenados a muerte en una gran celda común desde donde se los llevaba al alba hasta el cadalso.
A los condenados se los agrupaba en celdas de diez a veinte, y cada mañana se colgaba a dos, tres, a veces a cuatro. El resto esperaban la vez. Mucho tiempo. A veces hasta una semana. A los que esperaban, en el campo, los llamaban los Alegres. Porque la atmósfera de la celda de la muerte siempre era alegre. En primer lugar, con la comida se les daba a los prisioneros un vino ácido y muy aguado que llevaba en el argot del campo el nombre de «seco de Dijkstra», puesto que no era un secreto que la bebida premortuoria era servida a los condenados por orden personal del jefe de los servicios secretos redanos. En segundo lugar, a nadie de la celda de los condenados se le enviaba más al interrogatorio en los tristemente célebres lavaderos subterráneos y no les estaba permitido a los guardias el desahogarse con los internos.
Aquella noche, las tradiciones también se estaban cumpliendo. En la celda ocupada por seis elfos, un medio elfo, un mediano, dos humanos y un nilfgaardiano, reinaba la alegría. El seco de Dijkstra estaba siendo solidariamente vertido en un plato de hojalata y lo sorbían sin ayuda de manos, puesto que de esta forma se tenían las mayores posibilidades de conseguir aunque no fuera más que un leve aturdimiento con el vino aguado. Sólo uno de los elfos, un Scoia’tael del comando de Iorweth, que había recibido terribles torturas en los lavaderos no hacía mucho, mantenía la serenidad y la seriedad, ocupado en grabar en una viga de la pared el letrero «Libertad o muerte». Sobre las vigas se veían unos cuantos de estos letreros. El resto de los condenados, también siguiendo la tradición, cantaban a coro el himno de los Alegres, una canción anónima, compuesta en Drakenborg, cuya letra se aprendía cada uno de los prisioneros en las barracas, escuchando por las noches los sonidos que llegaban de las celdas de la muerte, sabiendo que algún día también le llegaría a él la hora de entrar en el coro.
Bailan en las sogas los ahorcados,
con ritmo se retuercen en espasmos
y cantan su canción
con melancólica emoción,
que bien que se divierten los Alegres.
Cada muerto recuerda bien el punto
cuando los pies el taburete pierden,
¡y a los ojos sólo queda un poste rotundo!
Chirrió el cerrojo, gruñó la puerta. Los Alegres interrumpieron su canción. La entrada de los guardias al amanecer sólo podía significar una cosa: en un momento el coro se vería disminuido en algunas voces. La pregunta era: ¿cuáles?
Los guardias entraron en grupo. Llevaban las sogas que servían para atar las manos a los que se conducía al cadalso. Uno sorbió la nariz, metió el palo bajo el sobaco, desenrolló un pergamino, carraspeó.
—¡Echel Trogelton!
—Traighlethan —le corrigió sin énfasis el elfo del comando de Iorweth. Miró otra vez la consigna que había grabado y se levantó con esfuerzo.
—¡Cosmo Baldenvegg!
El mediano tragó saliva ruidosamente. Nazarian sabía que lo habían encarcelado bajo la acusación de actos de sabotaje realizados por encargo del servicio secreto nilfgaardiano. Baldenvegg, sin embargo, no reconocía su culpa y afirmaba tozudamente que había robado los dos caballos de la caballería por propia iniciativa y para ganar dinero y que Nilfgaard no tenía nada que ver con ello. Pero estaba claro que no le habían creído.
—¡Nazarian!
Nazarian se levantó obedientemente, le dio la mano a los guardias para que le ataran. Cuando sacaron al trío, los otros Alegres continuaron cantando.
Bailan en las sogas los ahorcados,
alegres se retuercen en espasmos
y alza su canción el viento
con sonoro y blando movimiento.
El alba ardía de púrpura y rojo. Se anunciaba un día hermoso y soleado.
El himno de los Alegres, advirtió Nazarian, conducía al error. Los ahorcados no podían bailar el vivo baile del colgado porque no los colgaban en el cadalso con travesaños sino en unos simples postes clavados en la tierra. Y los pies no perdían el taburete, sino unos troncos de abedul prácticos, pequeñitos y con señales de mucho uso. Al fin y al cabo, el anónimo autor de la canción, que había sido ejecutado hacía un año, no podía saberlo cuando la compuso. Como todo ahorcado, conoció los detalles poco antes de morir. En Drakenborg nunca se realizaban las ejecuciones en público. Castigo justo y no venganza sádica. Estas palabras también le eran atribuidas a Dijkstra.
El elfo del comando de Iorweth se quitó de encima las manos de los guardias, subió sobre el tronco y se dejó poner la soga.
—Viva la…
Le sacaron el tronco de bajo los pies de una patada.
Para el mediano fueron necesarios dos troncos que pusieron el uno sobre el otro. El supuesto saboteador no intentó lanzar ningún grito patético. Agitó impotente las cortas piernas y se enganchó al poste. Su cabeza le cayó sin fuerza sobre el hombro.
Los guardias agarraron a Nazarian, y Nazarian de pronto se decidió.
—¡Hablaré! —gritó ronco—. ¡Confesaré! ¡Tengo información importante para Dijkstra!
—Demasiado tarde —dijo, dudando, Vascoigne, el subcomandante de Drakenborg para asuntos políticos, el cual estaba presente en las ejecuciones—. ¡En uno de cada dos de vosotros la vista de la soga despierta la fantasía!
—¡No me lo estoy inventando! —Nazarian se soltó de los brazos de los verdugos—. ¡Tengo informaciones!
Al cabo de menos de una hora, Nazarian estaba sentado en un calabozo sin ventanas y se deleitaba con la belleza de la vida, un mensajero estaba listo al lado y se rascaba con pasión el perineo, mientras que Vascoigne leía y corregía el informe destinado para Dijkstra.
Con humildad anuncio al Excmo. Sr. Conde que el criminal de nombre Nazarian, condenado por el ataque a un empleado real, ha confesado lo que sigue: actuando a orden de un cierto Ryens, un día de la nueva de julio de este año, junto con dos de sus compinches, el elfo mestizo Schirrú y el Pústulas, tomó parte en el asesinato de los juristas Codringher y Fenna en el lugar de Dorian. Allí el Pústulas fue muerto, mientras que el mestizo Schirrú asesinó a ambos juristas y prendió fuego a su casa. El criminal Nazarian le carga con todo al mencionado Schirrú, niega y reniega el que él mismo hubiera matado, pero esto de seguro es por miedo al cadalso. Lo que puede interesar al Excmo. Sr. Conde: antes del crimen cometido sobre los juristas, ellos, es decir, el tal Nazarian, el medio elfo Schirrú y el Pústulas, siguieron a un brujo, cierto Gerardo de Rivia, el cual con el jurista Codringher se entendió en secreto. De qué asunto, eso el criminal Nazarian no lo sabe, puesto que ante él ni el antes mencionado Ryens ni el medio elfo Schirrú desvelaron el secreto. Pero cuando Ryens consiguió un informe acerca de las inteligencias que los mencionados tenían, ordenó aniquilar a los juristas.
Sigue el criminal Nazarian confesando: el su compinche Schirrú robó ciertos documentos de casa de los juristas que le fueron enviados a Ryens a Carreras, a la posada de El Zorro Astuto. De lo que Ryens y Schirrú allá platicaran, Nazarian no sabe, pero al día siguiente todo el mencionado trío se encaminó a Brugge y allá el cuarto día después de la luna nueva procedieron a raptar a una joven doncella de una casa de ladrillos rojos, sobre cuyas puertas unas tijeras de hojalata estaban clavadas. Ryens privó de sentido a la doncella y los criminales Schirrú y Nazarian, con gran apresuramiento, la condujeron en un carromato hasta Verden, a la fortaleza de Nastrog. Y ahora sigue una cosa que aconsejo leer con gran atención al Excmo. Sr. Conde: los malandrines entregaron la dama raptada al comandante nilfgaardiano de la fortaleza, asegurándole que la tal raptada se nombra Cyryla de Cintra. El comandante, por lo que confesó el criminal Nazarian, mucho se excitó al oír la noticia.
Lo arriba, escrito lo expido con un correo secreto al Excmo. Sr. Conde. Un detallado protocolo del interrogatorio también enviaré, en cuanto el escriba lo pase a limpio. Humildemente, pido al Excmo. Sr. Conde instrucciones en lo referente a qué hacer con el criminal Nazarian. Si darle en quemar con las tenazas a fin de que recordara más detalles o si colgarlo según las normas.
Despídome con respeto, etc., etc.
Vascoigne firmó impetuosamente el informe, lo selló y mandó llamar al mensajero.
Dijkstra conoció el contenido del informe a la tarde de aquel mismo día. Filippa Eilhart lo conoció a mediodía del día siguiente.
Cuando el caballo que llevaba al brujo y a Jaskier se introdujo entre los alisos ribereños, Milva y Cahir estaban muy nerviosos. Antes habían oído ya los sonidos de la batalla, las aguas del Ina transportaban los sonidos a una gran distancia.
Mientras ayudaba a bajar al poeta de la silla, Milva vio cómo Geralt se tensaba a la vista del nilfgaardiano. No consiguió decir ni palabra, el brujo al fin y al cabo tampoco, puesto que Jaskier gimió desesperadamente y se le cayó de las manos. Lo colocaron sobre la arena, poniéndole bajo la cabeza una capa enrollada. Milva se disponía ya a cambiar el vendaje provisorio, que estaba totalmente cuajado en sangre, cuando sintió en el brazo una mano y olisqueó el conocido aroma a ajenjo, anís y otras hierbas. Regis, según su costumbre, apareció de no se sabía dónde y no se sabía cómo.
—Permíteme —dijo, mientras sacaba de su gruesa maleta utensilios e instrumentos médicos—. Yo me ocuparé de ello.
Cuando el barbero retiró el vendaje de la herida, Jaskier gimió de dolor.
—Tranquilo —dijo Regis, lavando la herida—. Esto no es nada. Un poco de sangre. Sólo un poco de sangre… Qué bien huele tu sangre, poeta.
Y precisamente entonces el brujo se comportó de una forma que Milva no se esperaba. Se acercó al caballo y sacó de una vaina una larga espada nilfgaardiana.
—Aléjate de él —ladró, de pie junto al barbero.
—Qué bien huele esta sangre —repitió Regis sin hacer el mínimo caso al brujo—. No noto en ella el olor de una infección, lo que en el caso de una herida en la cabeza podría tener fatales consecuencias. Las arterias y las venas no han resultado afectadas… Ahora voy a cortarte.
Jaskier gimió, tomó aire con violencia. La espada en la mano del brujo tembló, refulgió con la luz reflejada del río.
—Te daré unos cuantos puntos —dijo Regis, todavía sin prestar atención ni al brujo ni a su espada—. Sé valiente, Jaskier.
Jaskier fue valiente.
—Ya termino. —Regis se puso a vendarlo—. De aquí a la boda, como se dice, se habrá curado. Es una herida perfecta para un poeta, Jaskier. Vas a andar como un héroe de guerra, con un gran vendaje en la cabeza, y el corazón de las doncellas que te miren se derretirá como cera. Sí, cierto, una herida poética. No como una saeta en la barriga. El hígado destrozado, los riñones y los intestinos cortados, los excrementos y los flujos internos derramados, infección del peritoneo… Bueno, listo. Geralt, ya estoy a tu disposición.
Se levantó y al momento el brujo le puso la espada en el cuello. Con un movimiento tan rápido que hasta se escapó a los ojos.
—Retrocede —le gritó a Milva. Regis ni siquiera tembló, aunque la punta de la espada se apoyaba delicadamente sobre su cuello. La arquera contuvo el aliento al ver cómo los ojos del barbero ardían en la oscuridad con una extraña luz felina.
—Venga, sigue —dijo Regis sereno—. Empuja.
—Geralt —gimió Jaskier desde el suelo, completamente consciente—. Pero, ¿te has vuelto loco por completo? Él nos ha salvado del cadalso… Me ha curado la cabeza…
—Nos salvó en el campamento a nosotros y a la muchacha —le recordó Milva bajito.
—Callad. No sabéis quién es él.
El barbero no se movió. Y Milva, de pronto, percibió con espanto lo que debería haber percibido mucho antes.
Regis no arrojaba sombra.
—Cierto —dijo con lentitud—. No sabéis quién soy. Y ya es hora de que lo sepáis. Me llamo Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy. Vivo en este mundo desde hace cuatrocientos veintiocho años. Soy el descendiente de unos náufragos, unas desgraciadas criaturas encadenadas entre vosotros por el cataclismo que llamáis la Conjunción de las Esferas. Se me tiene, hablando delicadamente, por un monstruo. Por un chupasangres horrible. Y ahora he dado con un brujo, el cual se ocupa profesionalmente de eliminar a los que son como yo. Y eso es todo.
—Y basta. —Geralt bajó la espada—. Hasta demasiado. Lárgate de aquí, Emiel Regis y no sé qué más. Esfúmate.
—Esto es inaudito —se mofó Regis—. ¿Me dejas irme? ¿A mí, que soy un peligro para la gente? Un brujo debe aprovechar cada ocasión para eliminar tales amenazas.
—Vete. Aléjate, y deprisa.
—¿A qué lugar lejano me he de ir? —preguntó Regis con lentitud—. Al fin y al cabo, eres un brujo. Cuando pongas fin a tu problema, cuando resuelvas lo que tienes que resolver, volverás seguramente por aquí. Sabes dónde vivo, por dónde voy, a qué me dedico. ¿Me perseguirás?
—No lo excluyo. Si hubiera recompensa. Soy un brujo.
—Te deseo suerte. —Regis ató su maleta, desenrolló la capa—. Adiós. Ah, todavía algo. ¿Cuan alta habría de ser esa recompensa por mi cabeza para que quisieras fatigarte conmigo? ¿Qué precio me pondrías?
—Jodidamente alto.
—Halagas mi vanidad. ¿Y concretamente?
—Vete a tomar por culo, Regis.
—Ya. Pero antes ponme precio. Por favor.
—Por un vampiro normal pedí el valor de un buen caballo de silla. Y tú no eres un vampiro normal.
—¿Cuánto?
—Dudo. —La voz del brujo era fría como el hielo—. Dudo que nadie pudiera pagarlo.
—Comprendo y lo agradezco. —El vampiro sonrió, esta vez mostrando los dientes. Al verlo, Milva y Cahir retrocedieron y Jaskier ahogó un grito de espanto.
—Adiós. Buena suerte.
—Adiós, Regis. Lo mismo digo.
Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy agitó la capa, se envolvió en ella con un gesto enérgico y desapareció. Simplemente desapareció.
—Ahora —Geralt se dio la vuelta, todavía con la espada desnuda en la mano— te ha llegado la hora, nilfgaardiano…
—No —le cortó Milva con rabia—. Estoy hasta las orejas de to esto. ¡A los caballos, nos largamos de aquí! ¡Los gritos los lleva el río y nomás que nos demos la vuelta, se nos subirá alguno a la chepa!
—No iré en su compañía.
—¡Pos vete solo! —gritó, rabiosa y con ganas de pocas bromas—. ¡Y pa otro lado! ¡Hasta las orejas que estoy de los tus humores, brujo! A Regis lo echaste, siendo que te salvó la vida, mas eso es asunto tuyo. ¡Mas Cahir a mí la mía salvó, es pues mi amigo! ¡Si acaso fuera enemigo para ti, vuelve entonces a Armeria, has camino libre! ¡Allí esperan los tus amigos con la horca presta!
—No grites.
—Entonces no estés ahí como un pavisoso. Ayúdame a encaramar a Jaskier al castrado.
—¿Has salvado nuestros caballos? ¿A Sardinilla también?
—Él los salvó. —Con un movimiento de cabeza señaló a Cahir—. Venga, en camino.
Vadearon el Ina. Iban por la orilla derecha, a lo largo del río, a través de planos bancos de arena, a través de mimbreras y viejos lechos del río, a través de pantanos y humedales que resonaban con el croar de las ranas, los graznidos de invisibles patos y cercetas. El día explotó con el rojo del sol, que brilló cegador sobre el cristal de las lagunas cubiertas de nenúfares, pero ellos doblaron hacia el lugar donde uno de los numerosos brazos del Ina desembocaba en el Yaruga. Ahora avanzaban por bosques siniestros y tristes, en los cuales los árboles crecían directamente de los pantanos verdes por las lentejas de río.
Milva iba en cabeza, junto al brujo, contándole todo el tiempo a media voz la historia de Cahir. Geralt callaba como mudo, ni una vez miró hacia atrás, no puso los ojos sobre el nilfgaardiano, el cual iba detrás, ayudando al poeta. Jaskier gemía un poco, maldecía y se quejaba del dolor de cabeza, pero se mantenía valientemente, no retardaba la marcha. El haber recuperado a Pegaso y el laúd atado a la silla había arreglado significativamente su estado de ánimo.
Hacia el mediodía salieron de nuevo a una pradera soleada detrás de la cual se extendía la amplia planicie del Gran Yaruga. Atravesaron el viejo lecho del río, cruzaron alfaques y bancos de arena. Y llegaron a una isla, un lugar seco entre pantanos y sotos rodeados por numerosos brazos de río. La isla estaba llena de matas y cubierta de cañas, crecían también en ella algunos árboles, desnudos, resecos, blancos de excrementos de cormoranes.
Milva fue la primera que vio entre las cañas un bote que debía de haber sido arrastrado allí por la corriente. También como primera vio que en los claros entre las cañas se podía vivaquear estupendamente.
Se detuvieron y el brujo decidió que era hora de hablar con el nilfgaardiano. A solas.
—Te perdoné la vida en Thanedd. Me dio pena de ti, mocoso. El mayor error que cometí en mi vida. Esta mañana dejé escaparse de mi hoja a un vampiro superior, quien con toda seguridad tiene en su conciencia más de una vida humana. Debería haberlo matado. Pero no pensaba en ello porque mi mente sólo la ocupa una cosa: cobrarme la piel de aquéllos que hicieron daño a Ciri. Me juré a mí mismo que aquéllos que la hirieron lo pagarán con sangre.
Cahir guardaba silencio.
—Tus revelaciones, de las que me ha hablado Milva, no cambian nada. De ellas sólo resulta que en Thanedd no conseguiste raptar a Ciri aunque lo intentaste con todas tus fuerzas. Ahora andas tras de mí para que de nuevo te lleve a ella. Para que puedas poner otra vez tus garras sobre ella porque puede que entonces tu emperador te perdone la vida y no te mande al cadalso.
Cahir guardaba silencio. Geralt se sentía mal. Muy mal.
—Por tu culpa ella gritaba por las noches —ladró—. A sus ojos infantiles te convertiste en una pesadilla. Y, sin embargo, eras sólo una herramienta y sigues siéndolo, un pobre sirviente de su emperador. No sé lo que le hiciste a ella para que te convirtieras en su pesadilla. Y lo peor es que no entiendo por qué pese a todo no puedo matarte. No entiendo qué es lo que me detiene.
—Puede que sea —dijo Cahir en voz baja— que, contra toda apariencia, tenemos algo en común.
—No sé el qué.
—Al igual que tú, yo quiero salvar a Ciri. Al igual que tú, no me importa cuando esto extraña y sorprende a alguien. Al igual que tú, no tengo intención de explicarle a nadie mis motivos.
—¿Eso es todo?
—No.
—Te escucho.
—Ciri —comenzó despacio el nilfgaardiano— cabalga a caballo a través de una aldea llena de polvo. Con otros seis jóvenes. Entre ellos hay una muchacha de cabello corto. Ciri baila en una cabaña sobre la mesa y es feliz…
—Milva te ha contado mis sueños.
—No. No me dijo nada. ¿No me crees?
—No.
Cahir bajó la cabeza, removió con el talón en la arena.
—Olvidé —dijo— que no puedes creerme, que no puedes tenerme confianza. Lo entiendo. Pero has soñado también, como yo, todavía un sueño más. Un sueño que no le has contado a nadie. Porque dudo que hayas querido contárselo a nadie.
Se puede decir que, simplemente, Servadio había tenido suerte. Había llegado a Loredo sin intenciones de espiar algo concreto. Pero no sin motivo a la aldea se la llamaba la Posada de los Ladrones. Loredo estaba situada en la Ruta de los Bandoleros, granujas y bandidos de todos los alrededores de la Alta Velda acudían allí, se reunían para vender o cambiar el botín, aprovisionarse, descansar y divertirse en una escogida compañía de bandidos. La aldea había resultado quemada más de una vez, pero unos cuantos habitantes estables y numerosos recién llegados la reconstruían constantemente. Vivían de los bandidos, vivían además confortablemente. Y los espías y soplones como Servadio siempre tenían la posibilidad de obtener en Loredo alguna información que valiera algunos florines para el prefecto.
Ahora, Servadio contaba con más de algunos. Porque los Ratas venían a la aldea.
Los dirigía Giselher, flanqueado por Chispa y Kayleigh. Detrás iba Mistle y la nueva, la de cabellos grises, llamada Falka. Asse y Reef cerraban la comitiva, llevando unos caballos de reserva, seguramente robados y traídos allí para ser vendidos. Estaban cansados y cubiertos de polvo, pero se mantenían gallardos sobre las sillas, respondiendo con entusiasmo a los saludos de los camaradas y conocidos hospedados en Loredo. Saltaron de los caballos y fueron recibidos con cerveza, de inmediato procedieron a ruidosas negociaciones con mercaderes y compradores de objetos robados. Todos, excepto Mistle y la nueva, la de cabellos grises, que llevaba una espada cruzándole la espalda. Éstas se metieron entre los puestecillos que, como de costumbre, llenaban la campa. Loredo tenía sus días de mercado, en los que la oferta de mercancías para los bandidos visitantes era extraordinariamente rica y variada. Hoy, precisamente, era uno de estos días.
Servadio siguió precavidamente a las muchachas. Para ganar dinero tenía que informar y para poder informar tenía que escuchar.
Las muchachas examinaban los pañuelos de colores, los corales, las blusas bordadas, los tellices, arreos adornados para los caballos. Miraban las mercancías, pero no compraron nada. Casi todo el tiempo, Mistle llevaba la mano sobre el hombro de la muchacha de cabello gris.
Con mucha precaución, el chivato se acercó más, hizo como que miraba las riendas y cinturones en el puesto de un talabartero. Las muchachas charlaban, pero despacio, sin que pudiera entender nada. No se atrevía a acercarse más. Podían darse cuenta, sospechar.
En uno de los tenderetes se vendía algodón de azúcar. Las muchachas se acercaron. Mistle compró dos palitos envueltos en una nivea dulzura, uno se lo dio a la de los cabellos grises. Ésta mordisqueó delicadamente. Los copos blancos se pegaron a sus labios. Mistle la limpió con un movimiento cuidadoso y tierno. La de cabellos grises abrió mucho sus ojos esmeralda, se lamió lentamente los labios, sonrió, moviendo la cabeza burlona. Servadio sintió un escalofrío, una corriente fría que le bajaba desde el cuello entre los omóplatos. Recordó los rumores que corrían sobre las dos bandidas.
Tenía intenciones de retirarse a escondidas, estaba claro que no iba a poder escuchar ni enterarse de nada. Las muchachas no hablaban de nada importante, mientras que no lejos, allí donde se reunían las cuadrillas de bandoleros más viejos, Giselher, Kayleigh y los otros se peleaban ruidosamente, mercadeaban, gritaban y de vez en cuando ponían las jarras bajo el grifo del barrilete. Con ellos tenía más posibilidades de enterarse de algo importante. Alguno de los Ratas podía decir una palabra o incluso media, traicionando los planes futuros de la banda, su camino o su destino. Si conseguía escuchar algo y transmitir a tiempo la noticia a los soldados del prefecto o a los agentes de Nilfgaard, que estaban vivamente interesados en los Ratas, la recompensa estaría ya prácticamente en su bolsillo.
Si, sin embargo, gracias a su información el prefecto consiguiera poner una trampa con éxito, Servadio podía contar con un verdadero río de dinero. Le compraré a mi mujer un abrigo, pensó febrilmente. A los niños, por fin, unos zapatos y algunos juguetes… Y a mí…
Las muchachas paseaban por los puestecillos, lamiendo y mordisqueando el algodón de azúcar de los palillos. Servadio se dio cuenta de pronto de que las estaban observando. Y de que las señalaban con los dedos. Conocía a los que señalaban, los ladrones y cuatreros de la cuadrilla del Pintas, llamado el Cortapichas.
Los ladrones intercambiaron algunas frases en voz retadoramente alta, se rieron. Mistle entrecerró los ojos, puso la mano sobre el hombro de la del cabello gris.
—¡Tortolitas! —bramó uno de los ladrones del Cortapichas, un jayán de bigotes que tenían el aspecto de dos manojos de estopa—. Arremirar, ¡si entoavía se van a dar de morritos!
Servadio vio cómo temblaba la de los cabellos grises, vio cómo Mistle apretaba los dedos sobre su hombro. Los ladrones rieron a coro. Mistle se dio la vuelta con lentitud, algunos dejaron de reírse de inmediato. Pero el de los bigotes de estopa estaba demasiado borracho o demasiado falto de imaginación.
—¿A no será que a alguna de vusotras sus haga falta un macho? —Se acercó más, al tiempo que realizaba un gesto significativo y repugnante—. Creerme, a las tales como vusotras lo mejor es echarlas unas güenas jodiendas y en un pispas se las quitan las perversiones. ¡Eh! A ti te hablo…
No le dio tiempo a tocarla. La de los cabellos grises se extendió como una serpiente al ataque, la espada brilló y golpeó antes de que el algodón de azúcar que había soltado llegara al suelo. El bigotes se tambaleó, emitió un glugú como un pavo, la sangre de su cuello cortado fluyó en una larga corriente. La muchacha se estiró de nuevo, en dos pasos de baile se acercó, cortó otra vez, una ola de sangre salpicó los puestos, el cuerpo cayó al suelo, la arena a su alrededor enrojeció de inmediato. Alguien gritó. Otro de los ladrones se agachó, sacó un cuchillo de la caña de la bota, pero en aquel mismo momento cayó, golpeado por Giselher con la parte roma del asta de una lanceta.
—¡Basta con un muerto! —gritó el caudillo de los Ratas—. ¡Éste de aquí es culpable él mismo, no sabía con quién se las había! ¡Retrocede, Falka!
La de los cabellos grises sólo entonces bajó la espada. Giselher alzó un saquete y lo meneó.
—Según las leyes de nuestra hermandad, pagaré por el muerto. ¡Honradamente, según el peso, un talero por cada libra de su repugnante cuerpo! ¡Y en ello se acaba la trifulca! ¿Digo bien, camaradas? Eh, Pintas, ¿qué dices?
Chispa, Kayleigh, Reef y Asse se pusieron detrás del caudillo. Tenían los rostros como de piedra, las manos en la empuñadura de la espada.
—Honrado —habló uno del grupo de los bandidos de Cortapichas, un hombre bajito, de pies torcidos, vestido con una aljuba de cuero—. Bien dices, Giselher. Fin de la trifulca.
Servadio tragó saliva, intentando meterse en la muchedumbre que rodeaba ya a los bandidos. De pronto sintió que no tenía ni pizca de gana de andar alrededor de los Ratas y cerca de la muchacha de los cabellos de color ceniza, llamada Falka. De pronto se dio cuenta de que la recompensa ofrecida por el prefecto no era tan elevada como pensaba.
Falka guardó serena la espada en su vaina, miró alrededor. Servadio se llenó de estupefacción al ver cómo su menudo rostro se transformaba de pronto y se encogía.
—Mi algodón de azúcar —gimió la muchacha, mirando la golosina que yacía sucia de arena en el suelo—. Se me ha caído mi algodón de azúcar…
Mistle la abrazó.
—Yo te compraré otro.
El brujo estaba sentado en la arena entre las cañas, triste, enfadado y pensativo. Miraba los cormoranes que estaban sentados sobre los árboles cubiertos de guano.
Cahir, después de la conversación, había desaparecido entre los arbustos y no se mostraba. Milva y Jaskier buscaban algo de comer. En el bote traído por la corriente habían descubierto debajo de los asientos una cacerolita de cobre y una cesta de verduras. Pusieron en el canal ribereño la cesta de mimbre encontrada en el bote, luego se dedicaron a corretear por la orilla y golpear con palos en las plantas acuáticas para arrastrar hacia la trampa a los peces. El poeta se sentía bien ahora, andaba con su heroica cabeza vendada tan orgulloso como un pavo.
Geralt estaba pensativo y enfadado.
Milva y Jaskier sacaron la cesta y comenzaron a maldecir, puesto que en vez de los esperados siluros y carpas en el interior se meneaban y argenteaban un montón de minúsculos pececillos.
El brujo se levantó.
—¡Venid aquí los dos! Dejad esa cesta y venid aquí. Tengo algo que deciros.
Comenzó sin rodeos cuando se acercaron, mojados y apestando a pescado:
—Volved a casa. Al norte, en dirección a Mahakam. Yo seguiré solo.
—¿Qué?
—Se separan nuestros caminos, Jaskier. Basta de estos juegos. Vuelve a casa a escribir versos. Milva te conducirá a través de los bosques…
—¿De qué se trata?
—De nada. —Milva se quitó los cabellos de los hombros con un brusco movimiento—. De nada. Habla, brujo. Quiero saber lo que has de decir.
—No tengo nada que decir. Me voy al sur, a aquella orilla del Yaruga. A través de territorio nilfgaardiano. Es un camino largo y peligroso y yo no quiero perder ya más tiempo. Por eso voy solo.
—Dejando a un lado el equipaje innecesario. —Jaskier movió la cabeza—. La bola en los pies que retrasa la marcha y provoca problemas. En otras palabras, a mí.
—Y a mí —añadió Milva, mirando a un lado.
—Escuchad —dijo Geralt, ya más tranquilo—. Éste es un asunto mío, privado. No os compete a vosotros. No quiero que os juguéis el pescuezo por algo que sólo me afecta a mí.
—Te afecta sólo a ti —repitió Jaskier con lentitud—. Nadie te es necesario. La compañía te molesta y estorba la marcha. No esperas ayuda de nadie y no tienes tampoco intenciones de preocuparte por nadie. Además, te gusta la soledad. ¿He olvidado mencionar algo?
—Cierto —respondió Geralt con rabia—. Has olvidado mencionar tu testa vacía comparada con la que contiene un cerebro. Si aquella saeta hubiera ido a la derecha, idiota, en este momento los cuervos te estarían comiendo los ojos. Eres poeta, tienes imaginación, intenta imaginarte ese cuadro. Repito: volved al norte, yo me dirijo en dirección contraria. Solo.
—Pos vete. —Milva se levantó tensa—. ¿Piensas acaso que a rogar vendré? Al cuerno contigo, brujo. Ven, Jaskier, nos apañaremos algo de comer. La hambre me mormura y en que la escucho me dan vahídos.
Geralt volvió la cabeza. Observó unos cormoranes de ojos verdes que secaban sus alas sobre los troncos de madera cubierta de guano. De pronto percibió un fuerte olor a hierbas y maldijo con rabia.
—Estás abusando de mi paciencia, Regis.
El vampiro, que apareció de no se sabe dónde ni cuándo, no se inmutó y se sentó a su lado.
—Tengo que cambiar el vendaje al poeta —dijo sereno.
—Pues vete con él. Pero mantente lejos de mí.
Regis suspiró, sin intención alguna de irse.
—He escuchado vuestra conversación de hace un rato con Jaskier y la arquera —dijo, no sin mofa en la voz—. Hay que reconocer que tienes verdadero talento para buscar gente. Aunque el mundo entero parece preocuparse de ti, tú precias de menos a tus compañeros y aliados deseosos de ayudarte.
—El mundo se ha vuelto del revés. Un vampiro pretende enseñarme cómo tengo que comportarme con las personas. ¿Qué sabes de los humanos, Regis? Lo único que conoces de ellos es el sabor de su sangre. ¡Maldita sea!, ¿pues no me he puesto a hablar contigo?
—El mundo se ha vuelto del revés —reconoció el vampiro, completamente serio—. Te has puesto a hablar. ¿No querrás también escuchar algún consejo?
—No. No quiero. No lo necesito.
—Cierto, lo había olvidado. No necesitas consejos, aliados no necesitas, también puedes apañártelas sin compañeros de viaje. El objetivo de tu empresa es un objetivo personal y privado, aún más, el carácter de tu objetivo exige que lo realices solo, en persona. Los riesgos, las amenazas, el esfuerzo, la lucha con las dudas sólo deben afectarte a ti y nada más que a ti. Porque son, al fin y al cabo, elementos de la penitencia, de la compra de la culpa que pretendes alcanzar. Un cierto, por así decirlo, bautismo de fuego. Atravesarás el fuego, que quema, pero que limpia. Solo, en soledad. Porque si alguien te apoyara, ayudara, tomara sobre sí siquiera un pedacito de ese bautismo de fuego, de ese dolor, de esa penitencia, la disminuiría. Así que se ha de privar de participar en esa parte de la expiación que es en exclusiva tu expiación. Sólo tú tienes deudas que pagar, no quieres pagarlas endeudándote al mismo tiempo con otros fiadores. ¿Entiendo bien la lógica?
—Tan bien que hasta resulta extraño estando sobrio. Tu presencia me molesta, vampiro. Déjame a solas con mi expiación, por favor. Y con mi deuda.
—De inmediato. —Regis se levantó—. Sigue sentado, piensa. Pero te daré el consejo de todos modos. La necesidad de expiación, de un bautismo de fuego que te limpie, el sentido de culpa, no son cosas cuyo derecho puedas arrogarte sólo tú. La vida se diferencia en esto de la banca: conoce deudas que se pagan endeudándose con otros.
—Vete, por favor.
—De inmediato.
El vampiro se fue, se unió a Jaskier y Milva. Durante el cambio del vendaje, el trío debatió qué se podría comer allí. Milva sacó los pececillos de la cesta y los miró críticamente.
—Meditar no hay el qué —dijo—. Hay que clavar a estas cucarachas canijas en unas ramillas y asarlas a la lumbre.
—No —dijo Jaskier meneando la cabeza recién vendada—. No es una buena idea. Los pececillos son demasiado escasos, no nos hartaremos con ellos. Propongo que preparemos una sopa con ellos.
—¿Sopa de pescado?
—Por supuesto. Tenemos el montón de pescaditos, tenemos sal. —Jaskier ilustró la cuenta bajando uno tras otro los dedos—. Hemos conseguido cebolla, zanahoria, perejil, apio. Y también una cacerola. Lo cocemos y tendremos una sopa.
—Vendrían bien algunas especias.
—Oh —sonrió Regis, echando mano a su maleta—. Con ello no habrá problema. Albahaca, pimentón, pimienta, hojas de laurel, salvia…
—Basta, basta —le detuvo Jaskier—. Es suficiente, la mandrágora en la sopa no nos es necesaria. Venga, al tajo. A limpiar los peces, Milva.
—¡Límpialos tú! ¡Veíanos! ¡Se piensan que como tien a una hembra en la compaña, ella va a bregar con la cocina! Agua traeré y prenderé el fuego. Y con las lochas ésas sus las entenderéis vosotros.
—Esto no son lochas —dijo Regis—. Son cachos, albures, acericas y bremos.
—Ja. —Jaskier no aguantó—. Veo que sabes de peces.
—Sé de muchas cosas —reconoció el vampiro indiferente, sin orgullo en la voz—. He estudiado aquí y allí.
—Si tal sabio eres —Milva sopló de nuevo al fuego y luego se levantó—, de seguro sabrás aviar estos pecejos. Yo voy por agua.
—¿Podrás traer sola la cacerola llena? ¡Geralt, ayúdale!
—Podré —bufó Milva—. Y su ayuda no me es de falta. ¡Él tié asuntos proprios, personales, no se atreva nadie a molestar!
Geralt volvió la cabeza, haciendo como que no escuchaba. Jaskier y el vampiro limpiaron los alevines de peces con mucha habilidad.
—Vaya sopa más clara que va a ser —afirmó Jaskier, mientras colgaba el caldero sobre el fuego—. Nos vendría bien, joder, algún pez mayor.
—¿Puede servir éste? —De entre las cañas salió de pronto Cahir, llevando por el cuello un lucio de tres libras que todavía agitaba la cola y abría y cerraba las agallas.
—¡Ajá! ¡Pero qué belleza! ¿De dónde lo has sacado, nilfgaardiano?
—No soy nilfgaardiano. Procedo de Vicovaro, y me llamo Cahir…
—Vale, vale, ya lo sabemos. ¿De dónde has sacado el lucio, repito?
—Me he hecho una caña de pescar. Como cebo usé una rana. La eché en el canal junto a la orilla. El lucio picó al instante.
—Unos verdaderos especialistas. —Jaskier agitó su vendada cabeza—. Una pena que no propuse bistecs, seguro que habríais traído una vaca. Venga, pongámonos con lo que tenemos. Regis, echa todos los pececillos al caldero, con cabeza y rabo. El lucio, sin embargo, hay que prepararlo bien. ¿Sabes, nilf… Cahir?
—Sé.
—Pues entonces manos a la obra. Geralt, maldita sea, ¿tienes intenciones de estar mucho tiempo allí sentado con gesto de mala leche? ¡Pela las verduras!
El brujo se levantó obediente, se unió a ellos, pero se sentó claramente lejos de Cahir. Antes de que pudiera quejarse de que no tenía cuchillo, el nilfgaardiano —o mejor dicho, el vicovarano— le dio el suyo, sacando otro de la bota. Lo aceptó, balbuceando las gracias.
El trabajo conjunto salió ordenadamente. El caldero repleto de pescadito y verdura empezó a cocer y a echar espuma enseguida. El vampiro retiró hábilmente la espuma con una cuchara que había tallado Milva. Cuando Cahir limpió y cortó el lucio, Jaskier echó al cazo la cola, las aletas, la espina dorsal y la dentada cabeza del voraz pez, luego removió el contenido.
—Ñam, ñam, qué bien huele. Cuando todo esto se cueza, vamos a colar los restos.
—Igual con los calcetines. —Milva enarcó las cejas, mientras tallaba otra cuchara—. ¿Cómo vamos a colar na, si no tenemos coladero?
—Pero querida Milva —sonrió Regis—. ¡Así no se puede! Lo que no tenemos, lo sustituimos fácilmente con lo que tenemos. Es exclusivamente una cuestión de iniciativa y de pensamiento positivo.
—Vete al diablo con esos tus parlamentos de letrado, vampiro.
—Lo colaremos a través de mi cota de malla —dijo Cahir—. Qué más da, luego la lavo.
—Y antes se la lava también —afirmó Milva—. De otro modo de esa sopa yo no como.
La operación de filtro pasó con éxito.
—Ahora echa a la cazuela el lucio, Cahir —dispuso Jaskier—. Pero qué bien huele, ñam, ñam. No echéis más leña, sólo las brasas. ¡Geralt! ¿Adonde vas con esa cuchara? ¡Ya no hay que remover!
—No grites, no lo sabía.
—El desconocimiento —sonrió Regis—, no constituye justificación para acciones irreflexivas. Si no se sabe, cuando se tienen dudas, lo mejor es pedir consejo…
—¡Cállate, vampiro! —Geralt se levantó y se puso de espaldas. Jaskier bufó.
—Miradlo, se ha enfadado.
—Así es él —afirmó Milva, hinchando los labios—. Un charlatán. Si no sabe lo que hacer, tan sólo habla y se enfurruña. ¿Entoavía no lo habéis captao?
—Hace mucho —dijo Cahir despacio.
—Añadid pimienta. —Jaskier lamió la cuchara, masticó—. Añadid todavía sal. Ah, ahora está en su punto. Retiremos la cazuela del fuego. ¡Su puta madre, cuidado que está caliente! No tengo guantes.
—Yo tengo —dijo Cahir.
—Y yo —Regis cogió la olla por el otro lado— no los necesito.
—Bueno. —El poeta se limpió la cuchara en los pantalones—. Venga, compañía, a sentarse. ¡Que aproveche! Geralt, ¿estás esperando a una invitación especial? ¿Heraldos y fanfarrias?
Todos se sentaron alrededor de la olla que estaba puesta sobre la arena y durante largo rato sólo se escucharon los sorbos interrumpidos por el meneo de las cucharas. Después de comer la mitad del cacharro, comenzó una cuidadosa caza de los pedazos del lucio, hasta que por fin las cucharas dieron con el fondo de la olla.
—Pero cómo me he puesto —jadeó Milva—. No fue cosa tonta esto de la sopa, Jaskier.
—Ciertamente —reconoció Regis—. ¿Qué dices, Geralt?
—Digo: gracias. —El brujo se levantó con esfuerzo, se masajeó la rodilla, que de nuevo había comenzado a producirle dolor—. ¿Basta? ¿Son necesarias fanfarrias?
—Con él siempre es así. —El poeta agitó la mano—. No os preocupéis. Y todavía tenéis suerte, a mí me tocó estar con él cuando se peleaba con aquella su Yennefer, la belleza pálida de cabellos de ébano.
—Más discreto —le recordó el vampiro—. Y no olvides, él tiene problemas.
—Los problemas —Cahir ahogó un regüeldo— hay que resolverlos.
—Bah —dijo Jaskier—. Pero, ¿cómo?
Milva rebufó, colocándose cómodamente sobre la arena caliente.
—El vampiro es un letrado. A lo más seguro que lo sabe.
—La clave reside no en el conocimiento, sino en la habilidad para valorar la coyuntura —habló sereno Regis—. Y si valoramos la coyuntura, llegamos a la conclusión de que tenemos que ver con un problema irresoluble. Toda esta empresa está falta de cualquier posibilidad de éxito. La probabilidad de encontrar a Ciri se acerca a cero.
—Mas así no se puede —le pinchó Milva—. Ha de pensarse positiva y inciniativamente. Lo mismico que con el coladero. Si no tenemos, pos otra cosa habremos de tomar. Así pienso.
—Hasta hace poco —siguió el vampiro— juzgábamos que Ciri estaba en Nilfgaard. Llegar allí y rescatarla, o robarla, parecía empresa imposible. Ahora, después de la revelaciones de Cahir, no sabemos ni siquiera dónde está Ciri. Es difícil hablar de una iniciativa cuando no se tiene ni idea de en qué dirección hay que dirigirse.
—¿Qué habremos de hacer entonces? —se sobresaltó Milva—. El brujo se emperra en que ha de ir al sur…
—Para él —sonrió Regis— los puntos cardinales no tienen especial significado. Le da igual en qué dirección moverse, con tal de no quedarse sentado sin hacer nada. El verdadero principio del brujo. El mundo está lleno de Mal, así que basta con ir adonde te arrastren los ojos, y destruir el Mal que te encuentres por el camino, sirviendo así a la causa del Bien. Lo demás vendrá por sí sólo. O dicho de otro modo: el movimiento lo es todo, el objetivo nada.
—Qué burrada —comentó Milva—. Puesto que si el su objetivo es Ciri, entonces, ¿qué? ¿Que no es nada ella?
—Bromeaba —reconoció el vampiro, mirando a Geralt, todavía vuelto de espaldas—. Y además con no demasiado tacto. Perdón. Tienes razón, querida Milva. Nuestro objetivo es Ciri. Y como no sabemos dónde está, lo más sensato es enterarnos de ello y dirigir convenientemente nuestras actividades. El asunto de la Niña de la Sorpresa, advierto, está que revienta de magia, predestinación y otros elementos sobrenaturales. Y yo conozco a alguien que conoce muy bien esos asuntos y que seguro que nos ayuda.
—Ja. —Se alegró Jaskier—. ¿Quién es ése? ¿Dónde? ¿Lejos?
—Más cerca que la capital de Nilfgaard. De hecho, muy cerca. En Angren. En esta orilla del Yaruga. Hablo del círculo de los druidas, que tienen su sede en los bosques de Caed Dhu.
—¡Nos vamos sin perder un minuto!
—¿Acaso ninguno de vosotros —habló por fin, nervioso, Geralt— cree adecuado preguntar mi opinión?
—¿A ti? —Jaskier se dio la vuelta—. Pero si tú no tienes ni idea de lo que hacer. Incluso la sopa que te has engullido nos la debes a nosotros. Si no hubiera sido por nosotros, estarías hambriento. Y nosotros también, si esperáramos a tu actividad. Esta olla de sopa es un producto de la cooperación. El efecto de la acción común de un grupo, un equipo unido por un objetivo común. ¿Lo entiendes, amigo?
—¿Cómo ha de entenderlo él? —Milva frunció el ceño—. El tiempo entero sólo yo y yo dice, solo, solitario. ¡El lobo solitario! Se ve que cazador no es, que no sabe de bosques. ¡Nunca cazan los lobos en solitario! ¡Nunca! El lobo solitario, ja, cuento es, de los tontos villanos. ¡Pero él no lo entiende!
—Lo entiende, lo entiende —sonrió Regis, según su costumbre, con los labios apretados.
—Él sólo parece así de tonto —confirmó Jaskier—. Pero cuento todo el tiempo con que por fin quiera usar del cerebro. ¿No extraerá conclusiones certeras? ¿No entenderá por fin que la única actividad que sale bien en soledad es la autoviolación?
Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach guardaba un silencio lleno de tacto.
—Que os den a todos por saco —dijo por fin el brujo, al tiempo que guardaba la cuchara en la bota—. Que os den por saco, grupo cooperativo de idiotas, unido por un objetivo común que ninguno de vosotros comprende. Y que a mí también me den por saco.
Esta vez todos, siguiendo el ejemplo de Cahir, también guardaron un silencio lleno de tacto. Jaskier, María Barring, llamada Milva, y Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy.
—¡Encontré una compaña! —siguió Geralt, agitando la cabeza—. ¡Compañeros de armas! ¡Un equipo de héroes! Nada, para partirse de risa. Un haceversos con laúd. Una deslenguada y salvaje medio hembra, medio dríada. Un vampiro que ronda los cuatrocientos. Y un puto nilfgaardiano que se empeña en que no es nilfgaardiano.
—Y a la cabeza del equipo un brujo, enfermo por los remordimientos de conciencia, por la impotencia y la incapacidad para tomar decisiones —terminó Regis sereno—. Cierto, propongo viajar de incógnito para no despertar sensación.
—Y risa —añadió Milva.