Capítulo cuarto

Vampiro a. espectro, muerto es, revivido por el Caos. Habiendo perdido su primera vida, el v. usa de una segunda en la noche. Sale de la tumba, a la luz de la luna y sólo bajo los sus rayos puede actuar. Ataca a las mozas que duermen o a los mozos de labranza, a los cuales, sin despertarlos, su dulce sangre bebe.

Physiologus

Los aldeanos comieron ajo en grandes cantidades, y, para más seguridad, colocáronse collares de ajos en el cuello. Algunos, en especial las hembras, pusiéronse ajo en la cabeza por todos lados. Toda la aldea a ajo horrendamente apestaba, los villanos entonces pensaron que estaban seguros y que el espectro nada podría hacerles. Grande fue entonces su asombro cuando el espectro, volando a la media noche, no vaciló ante la protección, sino que se rio como loco, haciendo chirriar los dientes de regocijo y de mofa. «Bueno es», dijo, «que os hayáis sazonado, puesto que voy a comeros y la carne bien sazonada me es de más gusto. Echaos además sal y pimienta también y sin olvidar la mostaza».

Silvester Bugiardo, Liber Tenebrarum o Libro de los Sucesos Terribles pero Ciertos, nunca Explicados por la Ciencia

La luna brilla, el muerto vuela,

El vestidito ondea, ondea…

¿Señorita, no tienes miedo?

Canción popular

Los pájaros, como de costumbre, precedieron al sol naciente, rellenando la grisácea y nebulosa calma del amanecer con una verdadera explosión de gorjeos. Como siempre, las primeras dispuestas a la marcha eran las silenciosas mujeres de Kernow y sus hijos. Igualmente rápido y enérgico resultó el barbero Emiel Regis, que se les unió con bastón de viaje y bolsa de cuero al hombro. Los demás de la compaña, los que por la noche habían disfrutado de la destilería, no estaban tan frescos. El frío de la mañana despertó y reanimó a los aguardenteros, pero no consiguió hacer desaparecer por completo las huellas de la acción del orujo de mandrágora. Geralt se despabiló en un rincón de la casucha con la cabeza en el regazo de Milva. Zoltan y Jaskier, abrazados, yacían sobre el montón de raíces de alraune, roncando de tal modo que hasta movían los hatos de hierbas que colgaban de las paredes. A Percival lo encontraron detrás de la choza, hecho un ovillo junto a un arbolillo de cerezas y cubierto con una estera de paja que le servía a Regis para limpiarse los zapatos. Los cinco dejaban ver síntomas manifiestos aunque diferentes de cansancio, así como un intenso deseo de apaciguar la sed en la fuente.

Sin embargo, cuando se disiparon las nieblas y la bola roja del sol ardió por encima de las coronas de los pinos y alerces de Fen Carn, la compañía ya estaba en camino, marchando con agilidad entre los túmulos. Dirigía Regis, tras el que andaban Percival y Jaskier, dándose mutuamente ánimos mediante el canto a dos voces de un romance acerca de un pastor y una loba parda. Detrás de ellos iba dando zancadas Zoltan Chivay, con su semental castaño del ramal. El enano había encontrado entre las posesiones del barbero una vara nudosa de madera de fresno, e iba golpeando con ella todos los menhires por los que pasaba y les deseaba a los elfos hacía ya tanto tiempo muertos que tuvieran un descanso eterno. Por su parte, el Mariscal de Campo Duda, que iba en su hombro, gritaba de cuando en cuando, pero sin ganas, poco claro y como sin estar muy convencido de ello.

La menos resistente al destilado de alraune resultó ser Milva. Marchaba con evidente esfuerzo, estaba sudorosa, pálida y muy enfadada, no respondía ni siquiera a los gorjeos de la muchacha de las trenzas que iba en la silla de su caballo negro. Así que Geralt no intentó entablar conversación, él mismo tampoco estaba de buen humor.

La niebla, y las peripecias de la loba parda cantadas en alta aunque un tanto resacosa voz, ocasionaron que se toparan con un grupo de aldeanos de pronto y sin aviso. Los campesinos, por su parte, les habían oído ya desde lejos y les esperaban, estaban de pie inmóviles entre los monolitos que surgían de la tierra y sus grises sayales les camuflaban estupendamente. No faltó mucho para que Zoltan Chivay le golpeara a uno con la vara, tomándolo por una lápida.

—¡Ojojoooo! —gritó—. ¡Perdonad, paisanos! No os había advertido. ¡Buenos días! ¡Hola!

La decena de campesinos murmuró un saludo como respuesta en un coro mal concertado, mirando siniestros a la compañía. En las manos los aldeanos portaban palas, picos y estacas afiladas de una braza de largo.

—Hola —repitió el enano—. Adivino que sois del campamento del Jotla. ¿Acerté?

En vez de responder, uno de los hombres señaló al caballo de Milva.

—Negro —dijo—. Velailo.

—Negro —repitió otro y se lamió los labios—. Cierto es, negro. Nos vendrá de perlas.

—¿Eh? —Zoltan percibió las miradas y los gestos—. Bueno, negro. ¿Y qué pasa? Es un caballo, no una jirafa, no hay por qué extrañarse. ¿Qué hacéis aquí, compadres, en este cementerio?

—¿Y vusotros? —El aldeano lanzó una mirada de desagrado sobre la compañía—. ¿Qué hacéis aquí?

—Hemos comprado este terreno. —El enano lo miró directamente a los ojos y golpeó con la vara en un menhir—. Y medimos a pasos no sea que nos hayan mentido en los acres.

—¡Y nusotros demos caza a un vamparo!

—¿Lo qué?

—Un vamparo —repitió con fuerza el más viejo de los hombres, mientras se rascaba la frente por debajo de una gorrilla de fieltro que estaba tiesa de la suciedad—. Por acá ha de tener su madriguera, el mardito. ¡Unas estacas de fresno que me afilao, como venga el condenado, latravieso y no se vuelve a menear!

—¡Y habemos agua bendita de dos maneras, que nos las bendijo el cura! —gritó fiero un segundo aldeano, al tiempo que mostraba los cacharros—. ¡Lo vi a regar al chupasangres pa que se pudra pa los siglos de los siglos!

—Ja, ja —dijo Zoltan Chivay con una sonrisa—. La caza, por lo que veo, hasta el fondo, bien cortada y preparada en detalle. ¿Un vampiro, decís? Pues nosotros tenemos en la compañía un especialista en fantasmas, un bru…

Se interrumpió y maldijo en voz baja, pues el brujo le había dado una fuerte patada en las espinillas.

—¿Quién ha visto al vampiro? —preguntó Geralt, ordenando con una mirada significativa a sus compañeros que se callasen—. ¿Cómo se sabe que hay que buscarlo precisamente aquí?

Los campesinos susurraron entre ellos.

—Naidie lo vio —reconoció por fin el de la gorrilla de fieltro—. Ni lo oyó. ¿Y cómo se lo iba a ver si vuela de noche, en lo oscuro? ¿Y cómo se lo va a oír si menea alas de murciélago, sin un sosurro ni un ruido?

—Al vamparo no lo vimos —añadió otro—. Mas huellas de su proceder sí las hubo. Ende que la luna está llena, cada noche el espéritu mata a alguno de nusotros. Ya ha comido a dos, los hizo peacitos. Una hembra y un otro. ¡Pasmos y miedos! ¡Como jarapos los dejó el vamparo a los desgraciados, todita la sangre de las venas se bebió! ¿Y qué hemos de hacer, esperar sin hacer na a la tercera noche?

—¿Quién os ha dicho que el causante sea precisamente un vampiro y no otro ser? ¿A quién se le ocurrió lo de dar vueltas por los cementerios?

—Nuestro santo sacerdote lo dijo. Es persona piadosa y de estudios, gracias a los dioses que cayó por nuestro campamento. Al punto se dio cuenta de que es un vamparo el que nos asalta. Como castigo por haber descuidado las oraciones y los óbolos sagrados. Ahora él, allá en el campamento, reza y hace exotismos por tos lados. A nusotros nos mandó buscar la tumba en la que el muerto duerme a los días.

—¿Y precisamente aquí?

—¿Y dónde va a buscar uno la tumba de un vamparo si no es en un camposanto? Y éste es un camposanto élfico, ¡hasta un rapaz sabe que el elfo es raza maligna e impía, que uno de cada dos elfos resulta condenado na más morir! ¡Todo lo que es malo es culpa de los elfos!

—Y de los curas —Zoltan afirmó serio con la cabeza—. Cierto, hasta un rapaz lo sabe. ¿Está lejos ese campamento vuestro?

—Oh, no está lejos…

—Y no parloteéis de más con ellos, padre Ovejón —gritó un peludo muchacho con los pelos por las cejas, el mismo que antes había mostrado su desagrado—. El diablo sabe quién coño son, más bien poco de fiar parecen. Va, al tajo. Que den el caballo y luego se vayan por ande quieran.

—Cierto, verdad de la buena —dijo el aldeano viejo—. Hemos de acabar la faena, que el tiempo corre que se las pela. Soltar el caballo. El negro. Lo necesitamus pa encontrar al vamparo. Moza, abaja la niña de la silla.

Milva, que durante todo el tiempo había estado contemplando el cielo con un gesto de indiferencia, miró al hombre y sus rasgos se afilaron peligrosamente.

—¿Me hablas a mí, bracero?

—Pos claro que a ti. Danos el negro, lo necesitamos.

Milva se limpió el cuello sudoroso y apretó los dientes, y la expresión de sus ojos cansados se volvió verdaderamente lobuna.

—¿De qué se trata, paisanos? —El brujo sonrió, intentando reducir la tensión de la situación—. ¿Para qué necesitáis el caballo que pedís con tanta amabilidad?

—¿Y de qué otra manera habríamos de cazar al fantasma? Ca uno sabe que ha de correrse el camposanto a lomos de un caballo prieto y cuando el macho se pare cabe una tumba y no se deje mover del sitio, allá estará el vamparo. Antonces habrá que sacarlo y clavarlo una estaca de fresno. ¡No se nos anfrentéis, porque o por las güenas o por las malas tenemos que tener al prieto!

—¿Y no serviría otro color? —preguntó Jaskier, conciliador, ofreciendo al hombre las riendas de Pegaso.

—Nonaino.

—Entonces lo siento por vosotros —dijo Milva con los dientes apretados—. Porque yo no suelto al animal.

—¿Cómo que no lo sueltas? ¿No anduviste atenta a lo que dije, moza? ¡Lo necesitamus!

—Vosotros. Mas no es mi asunto.

—Hay soluciones amigables. —Regis habló con voz suave—. Por lo que entiendo, doña Milva se resiste a entregar el caballo en manos ajenas…

—Cierto. —La arquera lanzó un fuerte escupitajo—. Me resisto hasta de pensarlo.

—Así que para que el lobo esté satisfecho y la oveja sana y salva —continuó sereno el barbero—, que doña Milva misma monte el caballo negro y proceda a ejecutar el recorrido al parecer tan necesario de la necrópolis.

—¡No voy a andar como una pavisosa alredor del cementerio!

—¡Y naide te lo pide, moza! —gritó el de los cabellos por las cejas—. Pa esto jace falta un gallardón, airoso, que las mozas de pelos blondos se afanen en la cucina con los pucheros. Una moza, cierto, pue aluego ser de utilidá, pos contra el moustro son de uso las lágrimas de virgen, ya que si se le rega con ellas, se prende como una yesca. Mas han de ser de moza limpia y no tocá. No me da a mí que tú tal seas, escuchimizá. Así que no nos vales pa na.

Milva dio un paso rápido hacia adelante y en un movimiento imperceptible echó por delante el puño derecho. Hubo un crujido, la cabeza del muchacho retrocedió, con lo que su cuello peludo y su barbilla se convirtieron en un objetivo perfecto. La muchacha dio otro paso y golpeó de frente, con la mano abierta, reforzando el impulso del golpe con un giro de las caderas y los hombros. El mozo se echó hacia atrás, tropezó con sus propias patas y cayó con un chasquido bien audible, golpeándose el occipucio con un menhir.

—Ahora ves pa qué valgo —dijo la arquera con una voz que temblaba de rabia, mientras se frotaba el puño—. Quién es el gallardón y quién ha de estar tras los pucheros. Pos eso, que no hay nada mejor que una pelea a puñetazos, tras la cual todo está claro. Quien es gallardo y airoso es quien se tiene de pie, el que es belitre y payaso el que está en el suelo. ¿No es verdad, gañanes?

Los aldeanos no se apresuraron a contestar, miraban a Milva con la boca abierta. El del sombrero de fieltro se inclinó sobre el caído y le palmeó delicadamente en la mejilla. Sin resultado.

—Muerto —gimió, alzando la cabeza—. Ta muerto. ¿Por qué eso, moza? ¿Por qué eso, coger y matar a un hombre?

—No quería —susurró Milva, bajando las manos y palideciendo hasta dar miedo. Y luego hizo algo que nadie, absolutamente nadie, se esperaba.

Se dio la vuelta, se tambaleó, apoyó la frente en el menhir y vomitó con fuerza.

—¿Qué hay de él?

—Una ligera conmoción cerebral —respondió Regis, levantándose y atando su bolsa—. El cráneo está entero. Ya ha recuperado el conocimiento. Recuerda lo que pasó, recuerda cómo se llama. Esto no es mala cosa. Las vivas emociones de doña Milva no tuvieron, por suerte, consecuencias.

El brujo miró a la arquera, que estaba sentada junto a la roca, con los ojos perdidos en la distancia.

—Ella no es una delicada señorita susceptible a tales emociones —murmuró—. Yo le echaría la culpa más bien al orujo con belladona de ayer.

—Ya ha vomitado antes —habló bajito Zoltan—. Anteayer, al alba. Todavía estaban todos dormidos. Pienso que es culpa de las setas que nos metimos para el cuerpo en Turlough. A mí también me ha dolido la tripa durante dos días.

Regis le echó al brujo una mirada extraña por debajo de sus cejas grises, sonrió enigmáticamente, envuelto en una capa negra de lana. Geralt se acercó a Milva, carraspeó.

—¿Cómo te sientes?

—Fatal. ¿Qué hay del gañán?

—No será nada. Perdió el sentido. De todas formas, Regis le ha prohibido que se levante. Los aldeanos están montando una hamaca, lo llevaremos al campamento entre dos caballos.

—Tomar mi caballo negro.

—Hemos cogido a Pegaso y a la castaña. Son más tranquilos. Levántate, es hora de ponerse en camino.

La compañía, que había acrecentado sus efectivos, recordaba ahora a un cortejo fúnebre y avanzaba a una velocidad propia de ir a un entierro.

—¿Qué dices de su vampiro? —le preguntó Zoltan Chivay al brujo—. ¿Te crees su historia?

—No he visto a los muertos. No puedo decir nada.

—Esto es pan comido —afirmó Jaskier con convencimiento—. Los braceros dijeron que los muertos habían sido destrozados. El vampiro no destroza. Muerde en la arteria y chupa la sangre, dejando dos claras señales de colmillos. La víctima, además, sobrevive muchas veces. Lo leí en un libro para especialistas. Tenía grabados que presentaban las huellas de mordeduras de vampiros sobre los cuellos de cisne de las vírgenes. ¿A que sí, Geralt?

—¿Qué puedo decir? No he visto esos grabados. Tampoco sé mucho de vírgenes.

—No te burles. Habrás visto más de una vez señales de mordiscos de vampiros. ¿Te has tropezado alguna vez con un vampiro que destrozara a una víctima hasta hacerla pedazos?

—No. Esto no pasa.

—En el caso de los vampiros superiores nunca —habló Emiel Regis con voz suave—. Por lo que sé, no lesionan de ese modo tan terrible ni la alpa, ni el katakan, la mura, la lamia ni el nosferatu. Sin embargo, el fleder y el ekimma proceden de modo bastante brutal con sus víctimas.

—Bravo. —Geralt le miró con una admiración no fingida—. No has olvidado ningún género de vampiros. Y no has mencionado ninguno de los míticos, que sólo existen en los cuentos. De verdad, un conocimiento imponente. Así que no puedes no saber que la ekimma y el fleder no viven en nuestro clima.

—¿Y entonces qué? —bufó Zoltan, golpeando con su vara de fresno—. ¿Entonces quién en nuestro clima hizo cachos a la tal hembra y el tal muchacho? ¿Se despedazaron ellos mismos en señal de desesperación?

—La lista de seres a los que se les puede adjudicar ese crimen es bastante larga. La abre una jauría de perros asilvestrados, plaga bastante común en tiempos de guerra. No os podéis imaginar de qué son capaces los perros. La mitad de las víctimas que se adjudican a los monstruos del Caos deberían ponerse en la cuenta de jaurías de chuchos callejeros.

—¿Excluyes entonces a los monstruos?

—De ningún modo. Pudo haber sido una estrige, una arpía, un graveir, un ghul…

—¿Pero no un vampiro?

—Más bien no.

—Los braceros hablaron de algún sacerdote —recordó Percival Schuttenbach—. ¿Los sacerdotes saben de vampiros?

—Algunos saben de muchas cosas y además bastante bien, sus opiniones merecen por lo general ser escuchadas. Por desgracia, esto no se refiere a todos.

—Especialmente no a tales que vagabundean por los bosques con los fugitivos —bufó el enano—. Lo más seguro es que se trate de algún anacoreta, un eremita tonto a causa de la soledad. Envió a la expedición de los campesinos a tu cementerio, Regis. Cuando recogías mandrágora a la luz de la luna llena, ¿nunca observaste allí algún vampiro? ¿Ni siquiera canijo? ¿Así de pequeño?

—No, nunca. —El barbero adoptó una media sonrisa—. Y no es de extrañar. El vampiro, como acabáis de oír, aletea en la oscuridad con alas de murciélago, sin un susurro ni un ruido. Es fácil no verlo.

—Y fácil verlo allí donde no está y nunca ha estado —confirmó Geralt—. Cuando era joven perdí el tiempo y la energía unas cuantas veces en perseguir alucinaciones y supersticiones que habían visto y habían descrito pintorescamente aldeas enteras con el alcalde a la cabeza. Una vez estuve viviendo dos meses en un castillo amenazado al parecer por un vampiro. No había vampiro. Pero no daban mal de comer.

—Sin duda, habrás tenido casos donde los rumores sobre los vampiros hayan sido fundamentados —dijo Regis, mirando al brujo—. Entonces, por lo que imagino, el tiempo y la energía no habrán sido en vano. ¿Murió el monstruo bajo tu espada?

—A veces.

—Así o asá —dijo Zoltan—, los campesinos tienen suerte. Tengo intención de esperar en ese campamento a Munro Bruys y los muchachos, a vosotros tampoco os vendrá mal un descanso. Sea lo que sea lo que mató a la moza y al rapaz, mala suerte tiene, porque en el campamento habrá un brujo.

—Y ya que estamos con esto —Geralt apretó los labios—, os pido por favor que no vayáis contando por ahí quién soy y cómo me llamo. Esta petición se dirige en primer lugar a ti, Jaskier.

—Como quieras. —El enano afirmó con la cabeza—. Tendrás tus motivos. Bien está que nos advirtieras a tiempo, porque ya se ve el campamento.

—Y se lo oye —confirmó Milva, cortando un largo silencio—. Meten un bureo que pa qué.

—Lo que estamos oyendo —Jaskier puso un ademán de sapiencia— es la sinfonía común en un campamento de fugitivos. Como de costumbre, emitida por las gargantas de centenares de personas, así como de no menos vacas, ovejas y gansos. La parte solista es ejecutada por las mujeres que regañan, los niños que se pelean, el gallo cantarín y, si no me equivoco, el burro al que le han echado vinagre bajo la cola. El título de la sinfonía es Un grupo humano lucha por la supervivencia.

—La sinfonía —advirtió Regis, meneando las aletas de su noble nariz— es, como de costumbre, acústico-olfativa. Del grupo humano luchando por la supervivencia surge el deleitoso ataque de la col cocida, una verdura sin la cual parece ser que no hay forma de sobrevivir. El característico acento del perfume lo forman también los resultados de las necesidades fisiológicas solventadas donde cae, lo más a menudo en los bordes del grupo humano. Nunca he podido comprender por qué la lucha por la supervivencia produce la falta de ganas de cavar letrinas.

—Que sus lleve el diablo con ese vuestro hablar tan talentoso. —Milva se puso nerviosa—. Pa qué un ciento de palabras rebuscadas cuando basta decir: ¡apesta a mierda y col!

—La col y la mierda siempre van en pareja —dijo sentencioso Percival Schuttenbach—. La una produce la otra. Perpetuum mobile.

En cuanto se acercaron al ruidoso y pestilente campamento, entre los fuegos, los carros y los cobertizos, se convirtieron en objeto de todos los fugitivos allí reunidos, los cuales eran unos doscientos y puede que más. El interés creció con rapidez y en formas difíciles de creer: de pronto alguien gritó, de pronto alguien aulló, de pronto alguien se echó al cuello de alguien, alguien comenzó a reírse salvajemente, y alguien a sollozar. Se montó una estupenda barahúnda. Al principio, de la misma cacofonía de gritos masculinos, femeninos e infantiles no se podía concluir qué es lo que pasaba, pero al final el asunto se aclaró. Dos de las mujeres peregrinas de Kernow encontraron allí a su marido y su hermano, que pensaban que habían muerto o desaparecido sin noticia en la vorágine de la guerra. La alegría y las lágrimas no tuvieron final.

—Algo tan banal y melodramático sólo puede suceder en la vida real —dijo Jaskier con convencimiento, mientras señalaba con el dedo la patética escena—. Si intentara terminar de ese modo alguno de mis romances, se burlarían de mí sin piedad.

—Seguramente —confirmó Zoltan—. Aunque a todos les alegra algo tan banal. Alivia el cuore cuando a alguien el destino le es propicio, en vez de aplastarlo continuamente. Venga, ya nos hemos librado de las mujeres. Anduvieron, anduvieron y al final lo dieron. Vamos, no hay nada que hacer acá.

Al brujo le dieron ganas por un instante de proponer que esperaran un poco, pues contaba con que alguna de las mujeres consideraría adecuado expresar a los enanos su agradecimiento y gratitud siquiera con una palabra. No lo hizo porque nada indicaba que fuera a pasar esto. Las mujeres, alegres con el encuentro, dejaron de hacerles caso por completo.

—¿A qué esperas? —Zoltan le miró con perspicacia—. ¿A que te tiren flores en agradecimiento? ¿A que te unjan con miel? Vámonos de aquí, no hay nada para nosotros.

—Tienes toda la razón.

No fueron lejos. Les detuvo una vocecilla chillona y les alcanzó la pecosa muchacha de las trenzas. Estaba jadeante, en la mano sujetaba un gran ramo de flores silvestres.

—Muchas gracias —chilló— por ocuparse de mí, y de mi hermano, y de mi mamá. Que fuisteis buenos para nosotros y todo eso. He cogido unas flores para vosotros.

—Gracias —dijo Zoltan Chivay.

—Sois buenos —añadió la mocilla, metiendo en el ramo la punta de la coleta—. Yo no creo lo que dijo la tía. Vosotros no sois en absoluto repugnantes enanos de bajo tierra. Tú no eres un mutante canoso nacido en el infierno y tú, tío Jaskier, para nada eres un pavo gritón. No es verdad lo que dijo la tía. Y tú, tía María, no eres ninguna pervertida con arco, sólo tía María, y yo te quiero. He cortado las flores más bonitas para ti.

—Gracias —dijo Milva con la voz un poco cambiada.

—Todos damos las gracias —repitió Zoltan—. Eh, Percival, repugnante enano de bajo tierra, dale a la cría algún regalillo para despedirnos. Algún recuerdo. ¿No tienes en algún bolsillo alguna piedra sin valor?

—Tengo. Toma, señorita. Esto es un berilo de greda popularmente llamado…

—Esmeralda —terminó el enano—. No marees a la muchacha, si no lo va a recordar igualmente.

—¡Pero qué bonito! ¡Verdecito! ¡Muchas gracias, muchas gracias!

—Cuídate mucho.

—Y no la pierdas —murmuró Jaskier—. Porque esa piedrecilla vale tanto como una pequeña granja.

—Pero hombre. —Zoltan se prendió en el gorro el aciano que le había dado la muchacha—. Una piedra es una piedra, para qué hablar más. Cuídate, moza. Y nosotros vamos, nos aposentaremos junto al vado, esperaremos a Bruys, Yazon Varda y los otros. Tienen que estar al llegar. Un poco raro que haga tanto que no se los vea. Rayos, me olvidé de quitarles las cartas. ¡Me apuesto a que están sentados en algún lado y juegan a la quinta!

—Hay que los caballos aechar —dijo Milva—. Y abrevar. Vamos al río.

—Puede que encontremos también para nosotros una pitanza caliente —añadió Jaskier—. Percival, date una vuelta por el campamento y haz uso de esa tu nariz. Comeremos allí donde mejor cocinen.

Para su sorpresa, el paso al río estaba cercado y vigilado, y los hombres que lo cuidaban exigieron un céntimo por caballo. Milva y Zoltan se enfadaron muchísimo, pero Geralt, que no quería problemas ni la mala fama de ellos derivada, los tranquilizó mientras que Jaskier sacaba dos monedas arrascando el fondo del bolsillo.

Pronto apareció Percival Schuttenbach, lúgubre y enfadado.

—¿Has encontrado algo pa jalar?

El gnomo se sacó un moco y se limpió los dedos en los vellones de una oveja que pasaba al lado.

—Lo encontré. Pero no sé si vamos a poder pagarlo. Aquí quieren dinero por todo y los precios son para caerse de culo. La harina y la cebada están a corona la libra. Un plato de sopa aguada a dos nobles. Una cazuela de lucios pescados en el Jotla cuesta lo que en Dillingen una libra de salmón ahumado…

—¿Y el pienso para los caballos?

—Una medida de mies, un talero.

—¿Cuánto? —gritó el enano—. ¿Cuánto?

—Cuánto, cuánto —bufó Milva—. Pregúntale a los caballos cuánto. ¡Se nos caen si les mandamos arrebuscar yerba! Y para colmo yerba por acá tampoco es que haya.

Con los hechos manifiestos no había forma de discutir. Tampoco ayudó el duro regateo con el aldeano que disponía de la mies. El hombre se llevó los últimos céntimos de Jaskier, y recibió también unas cuantas injurias de parte de Zoltan, sin que por otra parte se inmutara por ello. Pero los caballos metieron con ganas sus testas en las bolsas con pienso.

—¡Puñetera estafa! —gritó el enano, descargando su rabia con golpes de la vara en las ruedas de los carros por los que pasaban—. ¡Raro me parece que permitan respirar gratis, que no pidan medio real por una aspiración! ¡O un duro por cada cagada!

—Las necesidades fisiológicas de mayor rango —afirmó Regis completamente en serio— son de más valor. ¿Veis esa lona sostenida en unos palos? ¿Y el hombre que está al lado? Está mercadeando con los encantos de la propia hija. El precio es a convenir. Hace un momento vi cómo aceptaba un pollo.

—Os profetizo muchos males a vuestra raza —dijo Zoltan Chivay con aire triste—. Todo animal racional de este mundo, cuando cae en la pobreza, la necesidad o la desgracia, acostumbra a unirse a sus hermanos porque entre ellos es más fácil soportar los tiempos malos, pues el uno ayuda al otro. Pero entre vosotros, humanos, cada uno mira solamente cómo sacar algo de la desgracia ajena. Si hay hambre, entonces no se reparte la comida sino que se devora al más débil. Tal proceder tiene sentido para los lobos, permite que sobreviva el individuo más saludable y fuerte. Pero en las razas dotadas de razón esa selección permite por lo general que pervivan y dominen los mayores hijos de puta. Las consecuencias y pronósticos de esto los habréis de sacar vosotros mismos.

Jaskier se opuso con fuerza, mencionando ejemplos por él conocidos de una mayor usura y búsqueda del interés por parte de los enanos, pero Zoltan y Percival lo hicieron callar imitando con brío y al unísono los sonidos que acompañan a una pedorreta, lo que era reconocido por ambas razas como una señal de desprecio de los argumentos del adversario en la disputa. Punto final a la pelea lo puso la aparición repentina de un grupito de campesinos dirigidos por el ya conocido cazador de vampiros de la gorrilla de fieltro.

—Vinimos por lo del Zuecos —dijo uno de los aldeanos.

—No compramos —dijeron al unísono el enano y el gnomo.

—No, si es al que le jodisteis la boca —aclaró presto otro campesino—. Habíamos idea de casarlo.

—No tengo nada en contra —dijo Zoltan con furia—. Le deseo lo mejor para su nueva vida. Salud, fortuna, felicidad.

—Y un montón de Zuequitos —añadió Jaskier.

—Bueno, bueno, señores —dijo el aldeano—. ¿Sus sa ido el santo al cielo? ¿Y cómo habemos de casarlo ahora? ¿Si desque lo disteis en la testa está to amodorrao y no sabe cuándo el día es y cuándo la noche?

—Vaya, tan mal no será —bufó Milva, mirando al suelo—. Me da a mí que yastá mejor. Y hasta mucho mejor que estaba al alba.

—No sé cómo estaba el Zuecos al alba —repuso el villano—. Mas lo que vi fue que estaba delante un remo puesto en pie y le dijo al remo que moza guapa era. Ah, pa qué hablar más. En pocas palabras: pagar la capita.

—¿La qué?

—Cuando un caballero mata un villano, ha de pagar la capita. Así es la ley.

—¡Yo no soy un caballero! —gritó Milva.

—Esto en primer lugar —la apoyó Jaskier—. En segundo, se trató de un accidente. En tercero, el Zuecos está vivo, así que no se puede hablar entonces de capita, sino como mucho de una reparación, es decir, caloña. Y en cuarto, no tenemos dinero.

—Pos dad los caballos.

—Hey, hey. —Los ojos de Milva se estrecharon ominosamente—. Aprisa andas, bracero. Cuidado con no pasarte.

—¡Puuuuuuta madrrre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Oh, el pájaro ha dado en el clavo —dijo Zoltan Chivay arrastrando las palabras al tiempo que palmeaba el hacha que llevaba al cinto—. Sabed, campesinos, que yo tampoco tengo la mejor opinión de las madres de los personajes que sólo piensan en sacar beneficio incluso si ha de ser a costa de la testa rota de un compañero. Moveos pues, buenas gentes. Si os vais de inmediato, os prometo que no os perseguiré.

—Si no queréis pagar, que la autoridad nos resuelva el pleito.

El enano apretó los dientes y ya echaba mano a las armas cuando Geralt lo agarró del codo.

—Tranquilo. ¿Así quieres resolver el problema? ¿Matándolos?

—¿Pa qué vamos a matarlos? Basta con una buena mutilación.

—Basta de esto, diablos —escupió el brujo, después de lo cual se volvió hacia el campesino—. ¿Quién ejerce aquí esa autoridad de la que habéis hablado?

—El estarosta del campamento, Héctor Laabs, alcalde de Los Brezos, un pueblo quemado.

—Entonces llevadnos ante él. De algún modo llegaremos a un acuerdo.

—Ahora tie qu’ hacer —anunció el villano—. Enjuicia a una hechicera. Oh, ¿veis aquel tumulto cabe el arce? La hechicera agarraron que andaba con el vamparo.

—Otra vez el vampiro. —Jaskier cruzó los brazos—. ¿Habéis oído? Otra vez con lo mismo. Si no cavan en un cementerio, cazan hechiceras, compañeras de vampiros. Paisanos, ¿y por qué no en vez de arar, segar y recoger no os hacéis brujos?

—Pue usté hacer las bromas que quiera —dijo el hombre—. Y jijiji. Aquí hay un sacerdote y el sacerdote más es seguro que el brujo. El sacerdote dijo que el vamparo con la hechicera tenían un conceliábulo a medias. La hechicera ayuda al moustruo y le señala las véctimas y les ata los ojos a toos para que nada vean.

—Y arresultó que así era —añadió otro—. Una maga traidora entre nusotros se escondía. Mas el sacerdote vio los sus hechizos y ara la vamos a quemar.

—Por supuesto —murmuró el brujo—. Venga, vamos a echarle un vistazo a ese juicio vuestro. Y hablaremos un poco con el señor estarosta del accidente con que se encontró el infeliz Zuecos. Pensaremos en alguna reparación aceptable. ¿No es verdad, Percival? Me apuesto a que todavía encontraremos una piedrecilla en alguno de tus bolsillos. Mostradnos el camino, paisanos.

El cortejo se dirigió hacia el amplio arce bajo cuyas ramas, ciertamente, había una multitud excitada. El brujo se quedó algo atrás, intentó trabar conversación con uno de los campesinos cuyo semblante parecía algo más normal.

—¿Quién es esa hechicera que han cogido? ¿De verdad practicaba la magia?

—Ay, señor —murmuró el aldeano—, yo no lo sé. La moza es una vagamunda, forastera. Y me da que no del todo sana de la cabeza. Crecidita, mas tol rato con los criajos andaba jugando y es como una cría también, la inquieres y no dice ni pa ni ma. Pero más yo no sé. El cura, todos, andan diciendo que hacía guarrerías y fechizos con el vampero.

—Todos lo dicen menos la arrestada —dijo en voz baja Regis, que iba junto al brujo—. Porque a ésta, si la inquieren, ni pa ni ma. Me supongo.

Faltaba tiempo para hacer indagaciones más concretas. Les dejaron pasar a través de las multitud, si bien es verdad que no sin ayuda de Zoltan y su varita fresno.

A la escalera de un carro cargado de sacos había atada una muchacha, de unos dieciséis años, con los brazos muy separados. La muchacha apenas alcanzaba la tierra con las puntas de los pies. En el momento en que se acercaron, estaban quitando de sus brazos delgados la camisa y el camisón, a lo que la muchacha atada reaccionó revolviendo los ojos y emitiendo una estúpida mezcla de risitas y sollozos.

Junto a ella estaban preparando un fuego. Alguien atizaba con fuerza el carbón, otro, con ayuda de unas tenazas, tomaba unas herraduras y las depositaba con cuidado sobre las brasas. Por encima de todo el tumulto se alzó el grito excitado del sacerdote.

—¡Hechicera corrompida! ¡Mujer impía! ¡Reconoce la verdad! ¡Ja, miradla, paisanos, está embriagada de alguna hierba hechiceril! ¡Miradla! ¡Tiene la hechicería pintada en el rostro!

El sacerdote era delgado, tenía el rostro seco y oscuro como un pescado ahumado. Su negra túnica le colgaba como si estuviera sobre una estaca. En el cuello le brillaba un símbolo sagrado. Geralt no podía ver de qué deidad era, tampoco sabía mucho del tema, al fin y al cabo. El panteón, que en los últimos tiempos había crecido mucho, le traía sin cuidado. Sin embargo, el sacerdote tenía que pertenecer a alguna nueva secta religiosa. Las más antiguas se ocupaban de cosas más provechosas que perseguir muchachas, atarlas a los carros e incitar contra ellas a la chusma supersticiosa.

—¡Desde el principio de los tiempos la mujer es la sede de todo mal! ¡La herramienta del Caos, aliada en la conspiración contra el mundo y el género humano! ¡A la mujer la gobierna tan sólo la lascivia de la carne! ¡Por eso con tanto agrado sirven a los demonios, para satisfacer su deseo insatisfecho y su concupiscencia contra natura!

—Ahora vamos a enterarnos de muchas cosas más sobre las mujeres —murmuró Regis—. Esto es una fobia, en una forma clínica pura. Seguro que los hombres santos a menudo sueñan con vagina dentata.

—Me apuesto a que es peor —le respondió Jaskier, también en un murmullo—. Me juego la cabeza a que sueña despierto todo el tiempo con una normal, sin dientes. Y el deseo se le ha subido al cerebro.

—Y la pobre muchacha deficiente pagará por ello.

—Si hallar no se pudiera —ladró Milva— quien detenga a ese idiota de negro.

Jaskier miró significativamente y con esperanza hacia el brujo, pero Geralt evitó su mirada.

—¿Y de quién sino de un hechicero femenino es la culpa de nuestras cuitas y desgracias actuales? —siguió gritando el sacerdote—. ¡Pues quién sino los hechiceros a los reyes traicionaron en la isla de Thanedd y urdieron el atentado contra el rey de Redania! ¡Quién sino la hechicera élfica de Dol Blathanna azuza contra nosotros a los Ardillas! ¡Veis así a qué mal nos ha conducido la confianza en los hechiceros! ¡La tolerancia de sus prácticas asquerosas! ¡El cerrar los ojos a su arbitrariedad, a su orgullo petulante, a su riqueza! ¿Y quién es culpable de ello? ¡Los reyes! ¡Los gobernantes ufanos renegaron de los dioses, expulsaron a los sacerdotes, les quitaron sus cargos y sus lugares en los consejos, y a los repugnantes hechiceros les regaron con dignidades y oro! ¡Y aquí está el resultado!

—¡Ajá! Aquí yace el vampiro enterrado —dijo Jaskier—. Te has equivocado, Regis. Esto va de política, no de vaginas.

—Y de dinero —añadió Zoltan Chivay.

—¡Ciertamente —aullaba el sacerdote— os digo, antes de que entablemos batalla con Nilfgaard, limpiemos primero la propia casa de estas abominaciones! ¡Quememos este absceso con hierro al blanco! ¡Limpiémoslo con un bautismo de fuego! ¡A quienes se ocupan de hechizos no las permitiremos vivir!

—¡No lo permitiremos! ¡A la hoguera con ella!

La muchacha atada al carro rio histérica, revolvió los ojos.

—Quieto parao, espacito —habló un aldeano de enorme tamaño que había estado callado hasta entonces. Alrededor de él se había reunido un grupito de hombres también silenciosos y de mujeres de aspecto sombrío—. Pos fasta ahora no más que gritos he oído. Y gritar sabe cualquiera, fasta los cuervos. De vos, santidad, cabe esperar más respeto que de unos cuervos.

—¿Negáis mis palabras, estarosta Laabs? ¿Mis palabras de sacerdote?

—No nego na, —el gigante escupió en la tierra y se subió unos pantalones de lana cardada—. Esta moza es una güérfana y una vagamunda, no es naidie. Si arresultara que está ajuntá con el vampero, cogerla y matarla. Pero entanto sea yo el estarosta de este campamento, no se va aquí a castigar na más que a los culpables. Si queréis castigar, ea, enseñar lo primero las pruebas de culpa.

—¡Las mostraré! —gritó el sacerdote, dando una señal a sus lacayos, los mismos que poco antes habían estado poniendo las herraduras en el fuego—. ¡Ante vuestros ojos las mostraré! ¡A vos, Laabs, y a todos los presentes!

Los lacayos trajeron de detrás del carro una pequeña olla de asa renegrida y la colocaron en el suelo.

—¡Ésta es la prueba! —gritó el sacerdote, al tiempo que volcaba la olla de un puntapié. Sobre la tierra se derramó una sopa clara, dejando sobre la arena pedacitos de zanahoria, hojas de una verdura irreconocible y algunos pequeños huesos—. ¡La hechicera estaba haciendo una cocción mágica! ¡Un elixir gracias al que iba a poder volar por el aire! ¡Hasta su amante el vampiro, para yacer con él depravadamente y planear más crímenes! ¡Conozco yo las formas y los medios de los hechiceros, yo sé de qué está hecha esa decocción! ¡La hechicera coció un gato vivo!

La multitud murmuró amenazadoramente.

—Qué macabro. —Jaskier se sobrecogió—. ¿Cocer a un ser vivo? Me daba pena la muchacha, pero ha ido un poco demasiado allá…

—Cierra el pico —silbó Milva.

—¡He aquí la prueba! —ladró el sacerdote mientras alzaba del humeante charco un huesecillo—. ¡He aquí la prueba irrefutable! ¡Un hueso de gato!

—Eso es un hueso de pájaro —afirmó sereno Zoltan Chivay, entornando los ojos—. Un arrendajo, por lo que me parece, o una paloma. ¡La muchacha se estaba preparando un poco de caldo y eso es todo!

—¡Calla, enano pagano! —bramó el sacerdote—. ¡No blasfemes, porque los dioses te castigarán a manos de las gentes pías! ¡Esto es un cocimiento de gato, afirmo!

—¡De gato! ¡Seguro que de gato! —aullaron los campesinos que rodeaban al sacerdote—. ¡La moza tenía un gato! ¡Un gato negro! ¡Todos saben que lo tenía! ¡Siempre iba detrás de ella! ¿Y dónde está ahora el gato? ¡No está! ¡Quiere decir que lo ha cocido!

—¡Lo ha cocido! ¡Lo ha hecho caldo!

—¡Cierto! ¡La hechicera ha hecho un caldo de gato!

—¡No hacen falta más pruebas! ¡Al fuego con la bruja! ¡Pero primero los tormentos! ¡Que lo confiese todo!

—¡Uuuuutaa madrre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Lo siento por el gato —dijo de pronto Percival Schuttenbach a voz en grito—. Era una bestia bonita, gordita. ¡La piel le brillaba como antracita, los ojos eran como dos berilos, los bigotillos largos y la cola gorda como garrote de bandolero! Un gato como de libro. ¡Debía de cazar ratones estupendamente!

Los aldeanos se quedaron callados.

—¿Y vos cómo lo sabéis, señor gnomo? —refunfuñó uno—. ¿Y cómo podéis saber qué aspecto tenía el tal gato?

Percival Schuttenbach se sonó los mocos, se limpió los dedos en la pernera del pantalón.

—Pues porque está allí sentado, sobre el carro. A vuestra espalda.

Los aldeanos se dieron la vuelta como a una orden, murmuraron mientras miraban al gato sentado sobre los hatillos. El gato, por su parte, sin importarle para nada el interés general, puso perpendicular la pata trasera y se concentró en lamerse el culete.

—Vaya, se ha demostrado —sonó la voz de Zoltan Chivay en el más absoluto silencio— que vuestra prueba gatuna irrefutable se ha ido al cuerno, hombre de dios. ¿Cuál será la segunda prueba? ¿Puede que una gata? Estaría bien, juntamos la parejita, los reproducimos, ni un ratón se acercará a medio tiro de arco del pósito.

Algunos aldeanos bufaron, otros, entre ellos el estarosta Héctor Laabs, se rieron a mandíbula batiente. El sacerdote se puso de color púrpura.

—¡Te recordaré, blasfemo! —gritó, señalando con el dedo al enano—. ¡Kobold impío! ¡Criatura de la oscuridad! ¿De dónde has venido aquí? ¿No será que tú también andas en conciliábulos con el vampiro? ¡Espera, castigaremos a la hechicera y a ti te tiraremos de la lengua! ¡Pero primero juzgaremos a la hechicera! ¡Las herraduras ya están entre las brasas, veamos qué revela la pecadora cuando su asquerosa piel comience a silbar! Os prometo que ella misma se declarará culpable del crimen de hechicería, ¿hacen falta más pruebas que una declaración de culpabilidad?

—Hacen falta, hacen falta —dijo Hector Laabs—. Pos si a vos, santidad, sus pusieran esas herraduras al rojo en los talones, admitiríais hasta la depravación de habersus jodido a una yegua. ¡Lagarto, lagarto! ¡Que seáis hombre de dioses y habléis como un lacero de perros!

—¡Sí, soy un hombre de dios! —gritó el sacerdote por encima del murmullo de los aldeanos, que se iba incrementando—. ¡Creo en la justicia divina, en su castigo y venganza! ¡Y en el juicio de dios! ¡Que la hechicera se presente ante el juicio de dios! ¡El juicio de dios…!

—Excelente idea —cortó el brujo a voz en grito, saliendo de entre la multitud.

El capellán lo midió con una mirada de odio, los campesinos dejaron de murmurar, miraron con la boca abierta.

—El juicio de dios —siguió Geralt, entre el absoluto silencio— es una cosa completamente segura y absolutamente justa. Las ordalías son aceptadas también por los tribunales profanos y tienen sus reglas. Estas reglas dicen que, en el caso de que la acusación se dirija contra una mujer, un niño, anciano o persona privada de razón, puede haber un defensor. ¿No es cierto, señor estarosta Laabs? Me ofrezco como defensor. Delimitad un campo. Quien esté seguro de la culpa de esta muchacha y no tenga miedo del juicio de dios, que entable pelea conmigo.

—¡Ja! —gritó el sacerdote, todavía midiéndole con los ojos—. ¿No sois demasiado astuto, vuesa desconocida merced? ¿Un duelo propones? ¡A ojos vista se ve que eres un malandrín y un valentón! ¿Con tu espada de bandido quieres pasar el juicio de dios?

—Si no os gusta la espada, santidad —anunció Zoltan Chivay arrastrando las palabras, de pie junto a Geralt— y si esta merced no os parece adecuada, ¿no seré yo digno? Venga, que el que acuse a la moza se bata conmigo con el hacha.

—O bien conmigo con el arco. —Milva, entornando los ojos, también salió de entre la muchedumbre—. Un tiro a cien pasos.

—¿Veis, gentes, cuan rápido crecen los defensores de la bruja? —gritó el sacerdote, después de lo cual se dio la vuelta y deformó el rostro en una sonrisa maliciosa—. Bien, canallas, acepto para la ordalía a vuestro trío. ¡Llevemos a cabo el juicio de dios, determinemos la culpa de la bruja y comprobemos a un tiempo también vuestra virtud! ¡Pero no a espada, hacha, lanza o saeta! ¿Decís que sabéis las reglas del juicio de dios? ¡Yo también las conozco! ¡He aquí unas herraduras que descansan sobre el carbón, que están ya al rojo vivo! ¡Bautismo de fuego! ¡Bien, partidarios de la hechicería! Aquél que una herradura saque del fuego, me la traiga y no revele huella de quemadura, demostrará que la bruja no es culpable. Si acaso el juicio de dios otra cosa dijera, entonces moriréis vosotros y morirá ella. ¡He dicho!

Los murmullos de desagrado del estarosta Laabs y su grupo quedaron ahogados por los gritos entusiastas de la mayoría de los reunidos en torno al sacerdote, anticipando gran espectáculo y regocijo. Milva miró a Zoltan, Zoltan al brujo y el brujo al cielo y luego a Milva.

—¿Crees en los dioses? —preguntó a media voz.

—Creo —bufó por lo bajo la arquera, mientras miraba el carbón del fuego—. Mas no pienso que tuvieran ganas de quebrarse los sesos con unas herraduras calientes.

—Desde el fuego hasta ese hijo de puta no habrá más de tres pasos —susurró Zoltan entre dientes—. Aguantaré de algún modo, he trabajado en una siderurgia… De todos modos, rezad por mí a esos dioses vuestros…

—Un momento. —Emiel Regis puso su mano sobre el hombro del enano—. Dejad las oraciones.

El barbero se acercó hasta el fuego, le hizo una reverencia al sacerdote y al público, luego de lo cual se inclinó rápido y metió su mano en el carbón ardiente. La masa gritó con una sola voz, Zoltan maldijo, Milva clavó su mano en el brazo de Geralt. Regis se levantó, miró con serenidad la herradura que estaba al rojo blanco en su mano, sin apresurarse se acercó al sacerdote. Éste retrocedió, pero chocó contra los aldeanos que estaban a su espalda.

—De esto se trataba, si no me equivoco, honorable —preguntó Regis, levantando la herradura—. ¿Un bautismo de fuego? Si es así, pienso que el juicio de dios es inequívoco. La muchacha es inocente. Sus defensores son inocentes. Y yo, imaginaos, también soy inocente.

—En… en… enseñad la mano… —balbuceó el sacerdote—. A ver si no está quemada…

El barbero sonrió para sí con los labios apretados, después de lo cual pasó la herradura a la mano izquierda y mostró la derecha, completamente sana, primero al sacerdote, luego, levantándola muy alto, a todos. La multitud gritó.

—¿De quién es esta herradura? —preguntó Regis—. Que el propietario la recoja.

Nadie contestó.

—¡Esto son artes diabólicas! —gritó el sacerdote—. ¡Eres un hechicero o un diablo encarnado!

Regis tiró la herradura al suelo y se dio la vuelta.

—Entonces echadme un exorcismo —propuso con la voz fría—. Os lo permito. Pero el juicio de dios ya se ha ejecutado. Tengo entendido que el menospreciar los resultados de una ordalía es un acto de herejía.

—¡Muere, vete! —gritó el sacerdote, agitando delante del barbero un amuleto y realizando unos gestos cabalísticos con la otra mano—. ¡Vete al abismo del infierno! ¡Que la tierra se hunda debajo de ti…!

—¡Basta ya! —gritó Zoltan con furia—. ¡Eh, paisanos! ¡Señor estarosta Laabs! ¿Pensáis seguir contemplando mucho tiempo esta locura? ¿Pensáis…?

Un grito penetrante ahogó la voz del enano.

—¡Niiiilfgaaaaaard!

—¡Vienen caballos desde el oeste! ¡La caballería! ¡Se acercan los nilfgaardianos! ¡Que se salve quien pueda!

En un instante el campamento se transformó en un verdadero pandemonio. Los aldeanos se apresuraron a sus carros y chozas, cayéndose y empujándose los unos a los otros. Un gran gemido se alzó hacia el cielo.

—¡Nuestros caballos! —gritó Milva, haciéndose espacio alrededor por medio de puños y patadas—. ¡Nuestros caballos, brujo! ¡Conmigo, presto!

—¡Geralt! —gritó Jaskier—. ¡Sálvame!

La multitud los separó, los condujo como la ola de una inundación, en un abrir y cerrar de ojos se llevó a Milva consigo. Geralt, agarrando a Jaskier por el cuello, no se dejó arrastrar porque se agarró a tiempo al carro al que estaba atada la muchacha. El carro, sin embargo, crujió de pronto y se movió, y el brujo y el poeta dieron con sus huesos en el suelo. La muchacha agitó la cabeza y comenzó a reír con histeria. Según se iba alejando el carro, su risa languidecía y se perdía entre el estruendo general.

—¡Que me aplastan! —gritaba Jaskier, tendido como estaba en el suelo—. ¡Que me machacan! ¡Auxilioooo!

—¡Puuutaaa madrrrre! —graznó un invisible Mariscal de Campo Duda.

Geralt levantó la cabeza, escupió la arena y vio una escena muy divertida.

Solamente cuatro personas no se habían unido al pánico general, y una de ellas contra su voluntad. Esta última era el sacerdote, al que el estarosta Héctor Laabs había inmovilizado agarrándolo por el cuello en una presa de hierro. Las otras dos personas eran Zoltan y Percival. El gnomo, con un rápido gesto, alzó la sotana del sacerdote mientras que el enano, armado de tenazas, sacaba del fuego una herradura ardiente y la metía dentro de los calzoncillos largos del santo hombre. Cuando Laabs le soltó, el sacerdote echó a correr como un cometa con una cola de humo y su grito se ahogó en el tumulto. Geralt vio cómo el estarosta, el gnomo y el enano iban a congratularse de la exitosa ordalía cuando se estrelló directamente contra ellos la siguiente ola de populacho lleno de pánico. Todo desapareció entre el polvo que levantaban, el brujo no veía ya nada, no tenía tampoco tiempo para mirar, ocupado como estaba en salvar a Jaskier, al que había derribado de nuevo un puerco que corría a ciegas. Cuando Geralt se inclinó para alzar al poeta, le cayó desde el carro que se removía a su lado una escalera sobre las mismas espaldas. El peso lo derribó al suelo y, antes de que acertara a quitárselo de encima, por encima de la escalera pasaron más de quince personas. Cuando por fin consiguió liberarse, junto a él, con chasquidos y crujidos, se dio la vuelta otro carro, del que cayeron sobre el brujo unos sacos de harina de trigo, de los que costaban a corona la libra. Los sacos se abrieron y el mundo se hundió en una nube blanca.

—¡Levántate Geralt! —gritó el trovador—. ¡Levántate, joder!

—No puedo —jadeó el brujo, cegado con la valiosa harina y agarrando con las dos manos la rodilla atravesada por un dolor que lo inmovilizaba—. ¡Sálvate, Jaskier…!

—¡No te voy a dejar!

Desde el borde occidental del campamento les alcanzaron gritos macabros, que se mezclaban con el estruendo de los cascos y los relinchos de caballos. El alboroto y el trápala se acrecentaron de pronto, se les unió el tintineo, el choqueteo y el golpeteo de metal contra metal.

—¡Una batalla! —gritó el poeta—. ¡Están combatiendo!

—¿Quién? ¿Con quién? —Geralt, con un brusco movimiento, intentó limpiarse los ojos de harina y cascajo. No lejos de allí algo comenzó a arder, les heló el aliento el calor y el olor de un humo apestoso. El golpeteo de cascos creció en sus oídos, la tierra temblaba. Lo primero que vio entre la nube de humo fueron decenas de cuartillas de caballos al galope. A todo su alrededor. Venció al dolor.

—¡Bajo el carro! ¡Escóndete bajo el carro, Jaskier, porque nos aplastan!

—No nos movamos… —jadeó el poeta, aplastado contra la tierra—. Vamos a yacer aquí… He oído que los caballos nunca pisotean a un hombre tendido…

—No estoy seguro de que todos los caballos hayan oído hablar de ello. —Geralt espiró—. ¡Bajo el carro! ¡Deprisa!

En aquel momento uno de los desconocidos caballos que se acercaban le pateó según pasaba en un lado de la cabeza. En los ojos del brujo reinó de pronto el negro de la oscuridad y el amarillo de todas las estrellas del firmamento, y un poco después unas espesas tinieblas cubrieron el cielo y la tierra.

Los Ratas se levantaron, despiertos por un agudo grito que resonó muchas veces entre las paredes de la cueva. Asse y Reef echaron mano de la espada, Chispa maldijo en voz alta porque se golpeó la cabeza con un saliente de roca.

—¿Qué pasa? —aulló Kayleigh—. ¿Qué ha pasado?

En la cueva reinaban las tinieblas, aunque en el exterior brillaba el sol. Los Ratas descansaban tras una noche que habían pasado huyendo de una persecución. Giselher acercó una tea a la brasas, la prendió, la alzó, se acercó al lugar donde dormían Ciri y Mistle, como siempre lejos del resto de la banda. Ciri estaba sentada con la cabeza baja, Mistle la abrazaba.

Giselher alzó más la antorcha. Los otros también se acercaron. Mistle cubrió con una piel los brazos desnudos de Ciri.

—Escucha, Mistle —dijo serio el caudillo de los Ratas—. Nunca me he metido en lo que hacéis bajo una manta. Nunca os he dicho antes ni una palabra de burla. Siempre intento mirar hacia otro lado y no hacer caso. Es asunto vuestro y vuestra preferencia, no tengo nada en contra mientras lo hagáis discretamente y en silencio. Pero esta vez habéis exagerado un poco.

—No seas idiota —estalló Mistle—. ¿Qué es lo que te imaginas, que…? ¡La muchacha gritaba en sueños! ¡Era una pesadilla!

—No grites. ¿Falka?

Ciri afirmó con la cabeza.

—¿Tan extraño era ese sueño? ¿Qué has soñado?

—¡Déjala en paz!

—Cállate, Mistle. ¿Falka?

—A alguien, alguien al que conocía —Ciri tartamudeó—, lo pateaban caballos. Cascos… Sentí cómo me despedazaban… Sentí su dolor… La cabeza y la pierna… Todavía me duele… Perdonad. Os he despertado.

—No pidas perdón. —Giselher miró los labios apretados de Mistle—. Nosotros somos los que hemos de pedir perdón. ¿Y el sueño? En fin, a cualquiera le puede ocurrir lo mismo. A cualquiera.

Ciri cerró los ojos. No estaba segura de que Giselher tuviera razón.

Le despertó una patada.

Yacía con la cabeza apoyada en la rueda de un carro volcado, junto a él se encogía Jaskier. El que les había pateado era un lansquenete vestido con jubón y un yelmo redondo. Junto a él había otro. Ambos sujetaban caballos de las riendas, junto a las sillas de montar colgaban lanzas y escudos.

—¿Eres un molinero o qué leches?

El otro lansquenete se encogió de hombros. Geralt vio que Jaskier no separaba los ojos de los escudos. Él mismo también hacía tiempo que se había dado cuenta de que en los escudos había flores de lis. Las armas del reino de Temeria. Y los mismos símbolos llevaban los tiradores de a caballo, de los que había muchísimos alrededor. La mayor parte de ellos se ocupaban de cazar caballos y saquear cadáveres. Cadáveres que, en su mayoría, llevaban las negras capas nilfgaardianas.

El campamento seguía siendo una ruina humeante después de la tormenta, pero ya aparecían los campesinos que se habían salvado y no habían huido demasiado lejos. Los tiradores de las flores de lis temerias les empujaban a formar grupos, les gritaban.

No se veía por ningún lado a Milva, Zoltan, Percival ni Regis.

Junto a ellos estaba sentado el héroe del reciente proceso de hechicería, el gato negro, que miraba descarado a Geralt con sus ojitos de un verde dorado. El brujo se sorprendió un poco, porque los gatos normales no soportaban estar cerca de él. Pero no tuvo tiempo para reflexionar sobre tal hecho extraordinario porque uno de los lansquenetes le golpeó con una jabalina de madera.

—¡Levantaos, los dos! ¡Coño, el del pelo gris tiene una espada!

—¡Tira el arma! —gritó el otro, llamando a sus compañeros—. ¡Tira la espada al suelo o te meto un lanzazo que te avío!

Geralt obedeció. Sentía un campaneo en la cabeza.

—¿Quién leches sois?

—Viajeros —contestó Jaskier.

—Me lo creo —bufó el soldado—. ¿Viajáis a casa? ¿Huyendo de vuestra bandera y arrojando los colores? Muchos de esos viajeros hay en este campamento, de ésos que se acojonaron con los nilfgaardianos y a los que el pan del ejército no les gustaba. Algunos son viejos amigos nuestros. ¡De nuestro escuadrón!

—A los estos viajeros los espera otro viaje —se rio el otro—. ¡Muy corto! ¡Hacia arriba, a las ramas!

—¡No somos desertores! —gritó el poeta.

—Mostrad quién sois. Contádselo a los oficiales.

De entre el círculo de tiradores de a caballo surgió un destacamento de caballería ligera conducido por algunos hombres vestidos con armadura pesada y con altivas plumas en los yelmos.

Jaskier miró a los caballeros, se limpió la harina y se colocó la ropa, después de lo cual se escupió en las manos y se peinó los revueltos cabellos.

—Tú, Geralt, guarda silencio —le reconvino—. Yo hablaré. Son caballeros temerios. Han vencido a los nilfgaardianos. No nos harán nada. Yo sé cómo hay que hablar con los nobles. Hay que enseñar que están tratando con sus iguales y no con el vulgo.

—Jaskier, por piedad…

—No te turbes, todo saldrá bien. Me he quemado la lengua hablando con caballeros y nobles, la mitad de Temeria me conoce. ¡Eh, quítate de en medio, lacayo, aparta! ¡Tengo que hablar con vuestros señores!

Los lansquenetes le miraron vacilantes, pero alzaron las lanzas que tenían puestas y se retiraron. Jaskier y Geralt se dirigieron hacia los caballeros. El poeta se acercó orgulloso y con un gesto de gran señor que no pegaba demasiado con el jubón arrugado y manchado de harina.

—¡Quieto! —barritó uno de los de las corazas—. ¡Ni un paso! ¿Quién coño eres?

—¿Y a quién he de contestar? —Jaskier se puso en jarras—. ¿Y por qué? ¿Quién son estos escogidos señores que molestan a viajeros inocentes?

—¡Tú no eres quién para preguntar, canalla! ¡Contesta!

El trovador inclinó la cabeza, miró las armas en los escudos y túnicas de los caballeros.

—Tres corazones sangre en campo dorado —advirtió—. De lo que resulta que sois un Aubry. En la cabeza del escudo un label de tres dientes, y por tanto habéis de ser el hijo primogénito de Anselmo Aubry. A vuestro progenitor lo conozco bien, señor caballero. Y vos, don gritón, ¿qué es lo que lleváis en vuestro escudo de plata? ¿Una columna negra entre cabezas de grifos? El escudo de los Papebrock, si no me equivoco, y yo en tales asuntos rara vez me equivoco. La columna negra, por lo que dicen, refleja a un verdadero miembro de esta familia de imaginativos.

—Cállate, diablos —gimió Geralt.

—¡Soy el famoso poeta Jaskier! —alardeó el bardo, sin hacerle caso—. Seguramente habéis oído hablar de mí. ¡Así que conducidme hasta vuestro jefe, al senior, porque estoy acostumbrado a hablar con mis iguales!

Los hombres armados no reaccionaron, pero los rasgos de su rostro se hicieron cada vez menos simpáticos y los guanteletes de hierro apretaban cada vez más fuerte las riendas adornadas. Jaskier, a todas luces, no lo veía.

—Bueno, ¿y qué os pasa? —preguntó altanero—. ¿Qué es lo que miráis, caballero? ¡Sí, a vos os hablo, don Columna Negra! ¿Por qué hacéis esos gestos? ¿Quién os ha dicho que si entrecerráis los ojos y sacáis hacia adelante la mandíbula inferior pareceréis más hombre, masculino, garboso y amenazador? Os engañó quien os lo haya dicho. ¡Parecéis alguien que desde hace una semana no ha tenido la suerte de cagar como es debido!

—¡Cogedlos! —gritó a los lansquenetes el hijo primogénito de Anselmo Aubry, portador del escudo con tres corazones. La columna negra de la familia de los Papebrock azuzó a su caballo con las espuelas.

—¡Cogedlos! ¡A por los cabrones!

Andaban detrás de los caballos, arrastrados por cuerdas que unían sus muñecas atadas a los arzones de las sillas. Andaban, y a veces corrían, porque los jinetes no tenían piedad ni de los sementales ni de los prisioneros. Jaskier cayó dos veces y fue arrastrado algún tiempo sobre la barriga, gritando hasta que se apiadaron. Lo pusieron de pie, apremiándolo con el asta de una jabalina. Y siguieron a toda prisa. El polvo les hacía llorar, les cegaba, asfixiaba y molestaba en la nariz. La sed quemaba la garganta.

Sólo una cosa les confortaba: el camino se dirigía hacia el sur. Geralt viajaba por fin en la dirección adecuada y además muy deprisa. Sin embargo, no se alegró de ello. Se había imaginado el viaje de una forma completamente distinta.

Llegaron al lugar en el momento en el que Jaskier se había quedado ronco a causa de los insultos mezclados con peticiones de clemencia que había lanzado y cuando el dolor del codo y la rodilla de Geralt se había convertido en una verdadera tortura, tan molesta que el brujo comenzó a valorar la posibilidad de adoptar medidas radicales, si bien desesperadas.

Llegaron hasta el campamento del ejército, desperdigado alrededor de una fortaleza arruinada y medio quemada. Después del anillo de guardia, portadores de caballos y humeantes fuegos de campamento vieron las tiendas de los caballeros, adornadas con pabellones, rodeando un amplio y animado arco detrás de una empalizada destrozada y chamuscada.

Al ver un abrevadero para los caballos, Geralt y Jaskier tiraron de las cuerdas. Los jinetes al principio no estaban dispuestos a dejarlos ir a la fuente, pero el hijo de Anselmo Aubry se acordó al parecer de la presunta amistad de Jaskier con sus padres y quiso apiadarse. Se abrieron paso entre los caballos, bebieron, se lavaron los rostros con las manos atadas. Un tirón de las cuerdas les devolvió enseguida a la realidad.

—¿A quién me habéis traído esta vez? —preguntó un caballero alto y delgado con una armadura dorada, muy labrada, mientras golpeaba rítmicamente con una maza en un escudo ornamentado—. No me digáis que son más espías.

—Espías o desertores —confirmó el hijo de Anselmo Aubry—. Los capturamos en el campamento junto al Jotla, cuando deshicimos un ataque nilfgaardiano. ¡Son unos elementos muy sospechosos!

El caballero de la armadura dorada bufó, luego miró atentamente a Jaskier y su joven pero severo rostro se encendió de pronto.

—Tonterías. Soltadlos.

—¡Pero si son espías nilfgaardianos! —se emperró Columna Negra de la familia de los Papebrock—. Especialmente ése, el granuja, que ladra como un chucho de pueblo. ¡Poeta dijo ser, el malandrín!

—Y no mintiera entonces —se sonrió el caballero de la armadura dorada—. Es el bardo Jaskier. Lo conozco. Quitadle las ligaduras. Al otro también.

—¿Estáis seguro, señor conde?

—Es una orden, caballero Papebrock.

—No sabías para qué puedo servir, ¿eh? —murmuró Jaskier a Geralt, mientras se frotaba las muñecas rozadas por las cuerdas—. Ahora lo sabes. Mi fama me precede, en todos lados me conocen y respetan.

Geralt no comentó, estaba ocupado en masajearse sus propias muñecas, los doloridos codos y rodillas.

—Os ruego que perdonéis la fogosidad de estos mozos —dijo el caballero titulado de conde—. Ven espías nilfgaardianos por todos lados. Cada patrulla que se manda vuelve con algunos que les parecen sospechosos. Es decir, aquéllos que se diferencian en algo de la masa de los fugitivos. Y vos, noble Jaskier, os diferenciáis en todo. ¿Cómo es que aparecisteis junto al Jotla, entre los refugiados?

—Iba de camino desde Dillingen a Maribor —mintió con rapidez el poeta— cuando caímos en este infierno, yo y mi… compañero de pluma. Seguro que lo conocéis. Se llama… Giraldus.

—Por supuesto que lo conozco, por supuesto, lo he leído —se vanaglorió el caballero—. El honor es mío, don Giraldus. Me llamo Daniel Etcheverry, conde de Garramone. ¡Por mi honor, maestro Jaskier, mucho ha cambiado desde los tiempos en que cantabais en el palacio del rey Foltest!

—Ciertamente, mucho.

—Quién iba a pensar —el conde se ensombreció— que íbamos a llegar a esto. Verden vasallo de Emhyr, Bragge ya casi vencido, Sodden en llamas… Y nosotros retrocedemos, retrocedemos sin pausa… Perdón, quería decir: realizamos una maniobra táctica. Nilfgaard quema y saquea todo alrededor, casi está ya en el Ina, poco falta para que cierre el sitio a las fortalezas de Mayenna y Razwan, y el ejército temerio sigue realizando esa maniobra…

—Cuando, allá en el Jotla, vi los lises en vuestros escudos —dijo Jaskier—, pensé que se trataba ya de la ofensiva.

—Contraataque —le corrigió Daniel Etcheverry—. Y reconocimiento de la lucha. Cruzamos el Ina, atacamos a algunas patrullas nilfgaardianas y algunos comandos de Scoia’tael que estaban extendiendo el fuego. Ya veis lo que ha quedado del presidio de Armeria, que conseguimos recuperar. Y los fuertes de Carcano y Vidort han ardido hasta los fundamentos… Todo el sur está en sangre, fuego y humo… Ah, aburro a vuesas mercedes. Bien sabéis lo que sucede en Brugge y Sodden, puesto que tuvisteis que ver con los huidos de aquellos lares. ¡Y mis mozalbetes os tomaron por espías! Os pido otra vez perdón. Y os convido a comer. Algunos de los señores nobles y oficiales estarán contentos de conoceros, señores poetas.

—Es un honor verdadero para nosotros. —Geralt se inclinó rígido—. Pero el tiempo vuela. Tenemos que ponernos en camino.

—Pero, por favor, no os sintáis incómodos —sonrió Daniel Etcheverry—. Son normales y sencillas viandas de soldado. Carne de corzo, frutos de serbal, filetes, trufas…

—Rechazarlo —Jaskier tragó saliva y midió al brujo con una mirada significativa— sería un grave desprecio. No nos quedemos en el sitio, señor conde. ¿Es aquella tienda la vuestra, aquélla tan rica, de colores celeste y oro?

—No. Ésa es la tienda del comandante en jefe. Celeste y oro son los colores de su patria.

—¿Cómo es eso? —se asombró Jaskier—. Estaba seguro de que éste era el ejército temerio.

—Éste es un destacamento disgregado del ejército de Temeria. Yo soy el oficial de enlace del rey Foltest, también sirven aquí muchos nobles temerios con sus compañías, que para mantener el orden llevan los lises en los escudos. Pero el grueso de este cuerpo lo constituyen súbditos de otro reino. ¿Veis el estandarte delante de la tienda?

—Un león. —Geralt se detuvo—. Un león de oro sobre un campo celeste. Ese… ese escudo es el de…

—Cintra —confirmó el conde—. Son emigrantes del reino de Cintra, actualmente ocupado por Nilfgaard. Los dirige el mariscal Vissegerd.

Geralt se dio la vuelta con la intención de declarar al conde que asuntos urgentes le obligaban de todas formas a renunciar a la carne de corzo, a los filetes y a las trufas. No le dio tiempo. Vio a un grupo que se acercaba a él, a cuya cabeza iba un caballero de buena planta, con cierta tripilla y de cabello gris, vestido con una capa celeste y con una cadena de oro sobre la armadura.

—He aquí, señores poetas, precisamente al mariscal Vissegerd en carne y hueso —dijo Daniel Etcheverry—. Permitid, señoría, que os presente…

—No hace falta —le interrumpió ronco el mariscal Vissegerd, taladrando a Geralt con la mirada—. Ya hemos sido presentados. En Cintra, en el palacio de la reina Calanthe. En el día de la petición de mano de la princesa Pavetta. Hace quince años de ello, pero yo tengo buena memoria. ¿Y tú, brujo canalla, me recuerdas?

—Te recuerdo. —Geralt afirmó con la cabeza, al tiempo que, obediente, les tendía las manos a los soldados para que le ataran.

Daniel Etcheverry, conde de Garramone, intentó interceder por ellos ya cuando los lansquenetes sentaron a Geralt y Jaskier en las sillas que estaban dentro de la tienda. Ahora, cuando los soldados a las órdenes del mariscal Vissegerd salieron, el conde reinició sus esfuerzos.

—Éste es el poeta y trovador Jaskier, señor mariscal —repitió—. Yo lo conozco. Todo el mundo lo conoce. No creo que sea adecuado tratarlo así. Juro por mi palabra de caballero que no es un espía nilfgaardiano.

—No juréis en vano —ladró Vissegerd, sin quitarle el ojo a los prisioneros—. Puede que sea un poeta, pero si lo capturaron en compañía de ese bellaco de brujo, entonces yo no juraría por él. Vos, me parece, no os hacéis una idea del pájaro que nos ha caído en la red.

—¿Un brujo?

—Y qué brujo. Geralt, al que llaman el Lobo. Ese mismo canalla que se dio derechos sobre Cirilla, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, esa misma Ciri de la que ahora se habla tanto. Sois demasiado joven para acordaros de aquellos tiempos, cuando este escándalo fue famoso en muchos palacios, pero yo, resulta, fui testigo presencial.

—¿Y qué es lo que le une a la princesa Cirilla?

—Ese perro —Vissegerd señaló a Geralt con el dedo— ayudó a que Pavetta, la hija de la reina Calanthe, fuera dada en matrimonio a Duny, un vagabundo del sur, desconocido por todos. Y de ese matrimonio infame nació luego Cirilla, objeto de una abyecta conspiración. Porque hay que decir que el tal bastardo, Duny, en su tiempo prometió la muchacha al brujo como pago de su ayuda para llevar a cabo el matrimonio. El derecho de la Sorpresa, ¿entendéis?

—No del todo. Pero seguid hablando, señor mariscal.

—El brujo —Vissegerd de nuevo dirigió su dedo a Geralt—, después de la muerte de Pavetta, quiso llevarse a la muchacha. Pero Calanthe no lo permitió y lo echó de malos modos. Pero él esperó al momento adecuado. Cuando empezó la guerra con Nilfgaard y Cintra cayó, raptó a Ciri, aprovechando los tumultos bélicos. Mantuvo a la muchacha escondida, aunque sabía que la buscaban. Y al final se aburrió de ella y se la vendió a Emhyr.

—¡Esto son mentiras y calumnias! —bramó Jaskier—. ¡En ello no hay ni una palabra de verdad!

—Calla, tocagaitas, porque te hago amordazar. Unid los hechos, conde. El brujo tenía a Cirilla, ahora la tiene Emhyr var Emreis. Y el brujo es detenido mezclado con una patrulla de vanguardia del ejército nilfgaardiano. ¿Qué significa esto?

Daniel Etcheverry se encogió de hombros.

—¿Qué significa? —repitió Vissegerd, inclinándose sobre Geralt—. ¿Qué, bellaco? ¡Habla! ¿Desde cuando espías para Nilfgaard?

—No espío para nadie.

—¡Haré que te arranquen la piel a tiras!

—Hacedlo.

—Don Jaskier —habló de pronto el conde Garramone—. Será mejor que deis explicaciones. Cuanto antes mejor.

—¡Hace ya mucho que lo hubiera hecho —estalló el poeta—, pero el señor mariscal me amenazó con la mordaza! Somos inocentes, todo esto son mentiras redomadas y repugnantes calumnias. Cirilla fue raptada de la isla de Thanedd y Geralt fue herido gravemente al defenderla. Todos pueden confirmarlo. Todos los hechiceros que estuvieron en Thanedd. Y el secretario de estado de Redania, don Segismundo Dijkstra…

Jaskier se calló de pronto, al recordar que precisamente Dijkstra no servía como testigo de la defensa en aquel caso, y el apoyarse en los hechiceros de Thanedd tampoco mejoraba especialmente la situación.

—También un absurdo —siguió en voz alta y hablando rápido— es acusar a Geralt de raptar a Ciri de Cintra. Geralt encontró a la muchacha cuando, después de la destrucción de la ciudad, vagabundeaba por los Tras Ríos, y la ocultó, pero no de vosotros, sino de los agentes de Nilfgaard que la estaban buscando. ¡Yo mismo fui capturado por esos agentes y sometido a tortura, para que confesara dónde se escondía Ciri! Pero no dije ni una palabra y a los tales agentes ya se los está comiendo la tierra. ¡No sabían con quién se las tenían que ver!

—Vuestra valentía —dijo el conde— resultó en vano. Emhyr al final tiene a Cirilla. Como es de todos conocido, planea casarse con ella y hacerla emperadora de Nilfgaard. De momento la declaró reina de Cintra y sus alrededores, lo que nos causa no pocos problemas.

—Emhyr —declaró el poeta— podría haber sentado en el trono de Cintra a quien hubiera querido. Ciri, se mire por donde se mire, tiene derecho al trono.

—¿Derecho? —gritó Vissegerd, salpicando a Geralt de saliva—. ¡Mierda, que no derecho! Emhyr puede casarse con ella si lo quiere. Puede darle a ella y a los críos que le haga los títulos más fantásticos e imaginativos que se le ocurra. ¿Reina de Cintra y de las islas Skellige? ¿Por qué no? ¿Princesa de Brugge? ¿Condesa del palatinado de Sodden? ¡Por favor, inclinémonos! ¿Y, pregunto humildemente, por qué no reina del Sol y soberana de la Luna? ¡Esa maldita y degenerada sangre no tiene derecho alguno al trono! ¡Sangre maldita, toda la línea de las hembras de esa familia son sólo malditas, degeneradas criaturas, empezando por Riannon! ¡Como la bisabuela de Cirilla, Adalia, que fornicaba con su propio primo, como su tatarabuela, Muriel la Pícara, que fornicaba con todos! ¡De esa familia sólo salen bastardas incestuosas y perras, la una detrás de la otra!

—Hablad más bajo, señor mariscal —dijo Jaskier con soberbia—. Ante vuestra tienda cuelga el estandarte de los leones de oro y hace poco estabais dispuesto a tratar de bastarda a la abuela de Ciri, Calanthe, la Leona de Cintra, por la que la mayoría de vuestros soldados derramó su sangre en Marnadal y Sodden. Y entonces no estaría seguro de la lealtad de vuestro ejército.

Vissegerd cubrió en dos pasos la distancia que le separaba de Jaskier, agarró al poeta por la pechera y lo levantó de la silla. El rostro del mariscal, que hacía un momento simplemente estaba salpicado con manchas carmesíes, adoptó ahora un profundo color rojo heráldico. Geralt comenzó a preocuparse de verdad por su amigo; por suerte, entró de pronto en la tienda un ayudante que con voz excitada informó de noticias urgentes e importantes que había traído una patrulla. Vissegerd, de un fuerte empujón, derribó a Jaskier sobre la silla y salió.

—Uff… —gimió el poeta, doblando la cabeza y el cuello—. Poco ha faltado para que me liquidara… ¿Podéis ponerme menos apretadas las ligaduras, señor conde?

—No, don Jaskier. No puedo.

—¿Vais a dar crédito a esas tonterías? ¿Que somos espías?

—Mi fe no tiene nada que ver con esto. Seguiréis atados.

—Qué se le va a hacer. —Jaskier carraspeó—. ¿Qué diablos le pasó a vuestro mariscal? ¿Por qué se echó sobre mí de pronto como un ave de presa?

Daniel Etcheverry sonrió torcidamente.

—Al mencionar la fidelidad de los soldados, sin quererlo, rozasteis una herida abierta, señor poeta.

—¿Cómo es eso? ¿De qué se trata?

—Esos soldados lloraron de corazón a la tal Cirilla cuando se enteraron de la noticia de su muerte. Y luego se oyó otra noticia. Resultó que la nieta de Calanthe estaba viva. Que estaba en Nilfgaard y gozaba de la merced del emperador Emhyr. Entonces hubo deserciones masivas. Fijaos en que esas gentes habían abandonado casa y familia, habían huido a Sodden y a Brugge, a Temeria, porque querían luchar por Cintra, por la sangre de Calanthe. Querían luchar por la liberación del país, querían expulsar de Cintra al invasor, conseguir que la descendiente de Calanthe recuperara el trono. ¿Y qué resulta? La sangre de Calanthe vuelve al trono de Cintra en gloria y fama….

—Como marioneta en manos de Emhyr, que la ha raptado.

—Emhyr se va a casar con ella. Quiere sentarla junto a sí en el trono imperial, confirmar los títulos y el vasallaje. ¿De esta forma se procede con marionetas? A Cirilla la vieron en el palacio real unos embajadores de Kovir. Afirman que no daba la sensación de haber sido raptada por la fuerza. Cirilla, la única heredera del trono de Cintra, vuelve a aquel trono como aliada de Nilfgaard. Tales noticias se han extendido entre los soldados.

—Puestas en circulación por los agentes de Nilfgaard.

—Yo lo sé —afirmó con la cabeza el conde—. Pero los soldados no lo creen. Cuando agarramos a algún desertor, lo castigamos con la horca, pero yo los entiendo un poco. Son cintrianos. Ellos quieren luchar por sus propios territorios, no por los de Temeria. Bajo su propio mando, no el temerio. Bajo su propio estandarte. Ellos ven que aquí, en este ejército, su león de oro se inclina ante las flores de lis temerias. Vissegerd tenía ocho mil soldados, de ellos unos cinco mil verdaderos cintrianos, el resto lo constituían las unidades de intendencia temerias y los caballeros voluntarios de Brugge y Sodden. En este momento el cuerpo cuenta con seis mil soldados. Y los que han desertado han sido exclusivamente los cintrianos. El ejército de Vissegerd ha sido diezmado sin lucha. ¿Entendéis lo que significa para él?

—Pierde prestigio y posición.

—Por supuesto. Unos cientos más que deserten y Foltest le quitará el bastón de mando. Ya ahora es difícil llamar cintriano a este ejército. Vissegerd se revuelve, quiere detener las deserciones, por eso disemina los rumores acerca de la insegura, o mejor dicho segura falta de legitimidad de la procedencia de Cirilla y sus antepasados.

—Lo que vos —Geralt no pudo detenerse— escucháis con evidente desagrado, conde.

—¿Lo habéis notado? —sonrió levemente Daniel Etcheverry—. En fin, Vissegerd no conoce mi linaje… En pocas palabras, soy pariente de la tal Cirilla. Muriel, condesa de Garramone, llamada la Bella Pícara, tatarabuela de Cirilla, fue también mi tatarabuela. De sus batallas amorosas circulan en nuestra familia diversas leyendas, por eso escucho con desagrado cuando Vissegerd imputa a mi antepasada tendencia al incesto y a echarse en brazos de unos y otros. Pero no reacciono. Porque soy un soldado. ¿Me entendéis bien?

—Sí —dijo Geralt.

—No —dijo Jaskier.

—Vissegerd es el caudillo de este cuerpo que es parte del ejército temerio. Y Cirilla, en manos de Emhyr, es una amenaza para el cuerpo, es decir para el ejército, así como para mi rey y mi país. No tengo intenciones de negar los rumores que Vissegerd extiende en torno a Cirilla ni de socavar su autoridad como jefe. Incluso tengo intenciones de apoyarlo en confirmar que Cirilla es una bastarda y no tiene derecho al trono. No sólo no me enfrentaré al mariscal, no sólo no voy a cuestionar sus decisiones y órdenes, sino que incluso las voy a apoyar. Y las ejecutaré donde haya que hacerlo.

El brujo torció sus labios en una sonrisa.

—Creo que ahora entiendes, ¿no, Jaskier? El señor conde ni siquiera por un momento nos tuvo por espías, sino, no nos hubiera proporcionado estas explicaciones tan amplias. El señor conde sabe que somos inocentes. Pero no moverá ni un dedo cuando Vissegerd nos condene.

—Esto quiere decir… Esto quiere decir que…

El conde apartó la vista.

—Vissegerd —dijo en voz baja— está rabioso. Habéis tenido una terrible mala suerte de haber caído en sus manos. En especial vos, señor brujo. Intentaré que al señor Jaskier…

Le interrumpió la entrada de Vissegerd, todavía rojo y rabioso como un novillo. El mariscal se acercó a la mesa, golpeó con una maza en la hoja de un mapa que la cubría, luego se volvió hacia Geralt y lo atravesó con la mirada. El brujo no bajó los ojos.

—Un nilfgaardiano herido al que capturó una patrulla —dijo Vissegerd acentuando las palabras— pudo quitarse su vendaje por el camino y se desangró sin haber recuperado el conocimiento. Prefirió morir antes que ser causa de la derrota y la muerte de sus compatriotas. Queríamos utilizarlo, y él huyó a la muerte, se escapó entre los dedos, nada quedó en las manos sino su sangre. Buena escuela. Una pena que los brujos no les enseñen tales cosas a los hijos de los reyes que se llevan para educar.

Geralt guardaba silencio, pero no bajó la vista.

—¿Qué, rareza? ¿Error de la naturaleza? ¿Criatura infernal? ¿Qué le enseñaste a Cirilla? ¿Cómo la educaste? ¡Todos lo ven y lo saben! ¡Ese aborto vive, se arrellana en el trono nilfgaardiano como si nada! ¡Y cuando Emhyr se la lleve a la cama, se mostrará como si nada llena de voluntad, la guarra!

—Os domina la furia —masculló Jaskier—. ¿Acaso es de caballeros, señor mariscal, el echarle la culpa de todo a una niña? ¿Una niña a la que Emhyr raptó por la fuerza?

—¡Contra la fuerza también hay métodos! ¡Precisamente métodos caballerescos, métodos reales! ¡Si fuera de verdadera sangre real, los encontraría! ¡Encontraría un cuchillo! ¡Tijeras, un pedazo de cristal roto, incluso una lezna! ¡Podría, la puta, cortarse las venas de las muñecas con sus propios dientes! ¡Ahorcarse con su propia lencería!

—No quiero oíros más, don Vissegerd —dijo Geralt en voz baja—. No quiero oíros más.

Al mariscal se le oyó apretar los dientes, se inclinó.

—No quieres —dijo con la voz temblando de rabia—. Esto está bien, porque yo ya no tengo nada más que decir. Sólo una cosa. Entonces, en Cintra, hace quince años, mucho se habló de la predestinación. Entonces pensaba que eran tonterías. Desde aquella noche tu destino ya estaba echado, escrito con rayas negras entre las estrellas. Ciri, la hija de Pavetta, es tu destino. Y tu muerte. Porque por Ciri, hija de Pavetta, vas a ser ahorcado.