Capítulo tercero

Mandrágora a. rareza, especie de planta de la familia de las solanáceas, que comprende las plantas herbáceas, sin tallo, con raíces de tubérculo, en las que se pueden encontrar parecidos con figuras humanas. Las hojas están unidas en rosetón. Las m. autumnalis y officinalis son cultivadas a pequeña escala en Vicovaro, Rowan e Ymlac, casi nunca crecen silvestres. Las bayas son verdes, luego amarillentas, se comen con vinagre y pimienta, las hojas se usan crudas. La raíz de la m., hoy día apreciada en medicina y farmacia, tenía antaño una gran importancia en determinadas creencias supersticiosas, especialmente en las de los pueblos del norte; se tallaba en ellas figuras humanas (alruniki, alraune) y se las guardaba en las casas como talismán venerado. Se las consideraba como protectoras ante las enfermedades, daban suerte en los pleitos, a las mujeres les aseguraban la fertilidad y un parto fácil. Se las vestía con trajes y durante la luna nueva se les ponía, ropa nueva. Las raíces de la m. se comenzaron a mercadear y su precio llegó a alcanzar sesenta florines. Para ello se utilizaban raíces franqueadas (vid.). Según las creencias, la raíz de la m. se usaba para encantamientos y filtros mágicos, así como venenos. Este prejuicio volvió durante la época de la persecución a las hechiceras. La acusación de uso criminal de la m. se oyó entre otros durante el proceso de Lucrecia Vigo (vid.). Se supone que la legendaria Filippa Alhard (vid.) usó también de la m. en calidad de veneno.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, vol. IX

El Camino Viejo había cambiado algo desde que el brujo lo había recorrido por última vez. Una senda antaño igualada, cubierta de planas losas de basalto, construida por los elfos y los enanos hacía centenares de años, se había convertido en una ruina roída de agujeros. A veces, los agujeros abiertos eran tan profundos que recordaban a pequeñas canteras. La velocidad de la marcha se redujo, el carro de los enanos sorteaba con gran esfuerzo los hoyos, se atascaba una y otra vez.

Zoltan Chivay conocía las causas de la devastación de la carretera. Después de la última guerra con Nilfgaard, explicó, se acrecentó considerablemente la necesidad de materiales de construcción. Entonces los humanos recordaron que el Camino Viejo era una fuente inagotable de piedra labrada. Y puesto que la ruta, descuidada, situada en despoblado y que conducía de la nada a la nada, hacía mucho tiempo que había perdido importancia para el trasporte y servía para poco, la devastaron sin piedad y sin medida.

—Construisteis todas vuestras grandes ciudades —se quejaba el enano entre las chirriantes blasfemias del loro— sobre los cimientos nuestros y de los elfos. Para los castillos y las ciudades pequeñas pusisteis fundamentos propios, pero para las paredes seguís usando nuestras piedras. Y a esto, todo el tiempo repetís que es gracias a vosotros, los humanos, que se produce el desarrollo y el progreso.

Geralt no dijo nada.

—Pero vosotros ni siquiera sabéis devastar con cabeza —maldijo Zoltan, dirigiendo de nuevo otra acción para sacar la rueda de un agujero—. ¿Por qué no arrancáis las piedras gradualmente, empezando por los lados del camino? ¡Sois como niños! En vez de comeros consecuentemente el buñuelo, sacáis la crema que tiene dentro con un dedo y luego tiráis el resto porque ya no sabe tan bien.

Geralt le explicó que de todo era culpable la geopolítica. La parte occidental del Camino Viejo yace en Brugge, la oriental en Temeria, mientras que el centro está en Sodden, por lo que cada reino devasta su parte según le parece. Como respuesta, Zoltan mencionó con terribles palabras el lugar que le podían chupar los reyes y comentó en forma harto vulgar lo que pensaba de su política, mientras que el Mariscal de Campo Duda añadió su opinión en torno a las madres de los soberanos.

Cuanto más avanzaban, peor. La comparación de Zoltan con el buñuelo y la crema, era cada vez menos acertada: el camino recordaba más bien a un pastel de pasas al que le hubieran arrancado concienzudamente todos los frutos que contenía. Daba la sensación de que se iban acercando al inevitable momento en que el carro se destrozaría o se quedaría atascado por completo. Los salvó sin embargo lo mismo que había destrozado el camino. Se toparon con una senda que se dirigía hacia el sureste y que había sido abierta por los pesados carros que transportaban el botín saqueado. Zoltan se alegró, consideraba que la senda conduciría con toda seguridad a alguno de los fuertes del Ina, el río junto al que tenía la esperanza de encontrarse con los ejércitos temerios. El enano creía con todas sus fuerzas que, del mismo modo que durante la última guerra, junto al Ina, proviniendo de Sodden, comenzaría el contraataque demoledor de los reinos del norte, después del cual los supervivientes del destrozado Nilfgaard cruzarían ignominiosamente el Yaruga.

Y, cierto, el cambio del sentido de la marcha les había acercado de nuevo a la guerra. Por la noche el cielo ante ellos se iluminaba de pronto con un gran resplandor, por el día distinguían columnas de humo señalando el horizonte al sur y al este. Dado que todavía no tenían la seguridad de quién pegaba y quemaba y quién era pegado y quemado, avanzaban con cautela, enviando por delante de patrulla a Percival Schuttenbach.

Una mañana sufrieron una sorpresa: les alcanzó un caballo sin jinete, un semental castaño. El verde telliz de tela nilfgaardiana estaba cubierto con una gran mancha de sangre oscura. No había forma de saber si se trataba de la sangre del jinete muerto junto al carro del javecar o si había sido derramada después, cuando el caballo tenía ya un nuevo propietario.

—Bueno, acabóse el problema —dijo Milva, mirando a Geralt—. Si hubiera acaso sido un problema.

—El verdadero problema está en que no sabemos quién ha tirado al jinete de la silla —murmuró Zoltan—. Y si el tal no anda tras nuestras huellas y las de nuestra antigua y extraña retaguardia.

—Era un nilfgaardiano. —Geralt apretó los dientes—. Hablaba casi sin acento, pero algunos campesinos huidos pueden haberlo reconocido…

Milva volvió la cabeza.

—Habría que haberlo matado entonces, brujo —dijo en voz baja—. Hubiera más leve muerte tenido.

—Salió de la tumba —Jaskier meneó la cabeza, mirando a Geralt significativamente— sólo para morir en cualquier zanja.

De este modo se pronunció el epitafio para Cahir, hijo de Ceallach, el nilfgaardiano que salió de la tumba y que afirmaba no ser nilfgaardiano. No hablaron más de ello. Dado que Geralt —pese a sus continuas amenazas— no se decidió a separarse de la resabiada Sardinilla, el castaño lo montó Zoltan Chivay. El enano no alcanzaba con los pies en los estribos, pero el semental era tranquilo y se dejaba llevar.

Por la noche el horizonte estaba siempre iluminado por los incendios, por el día cintas de humo se alzaban al infinito, ensuciando el azul del cielo. Pronto llegaron a unos edificios quemados, el fuego todavía se arrastraba por los caballetes y las vigas carbonizadas. Junto a las ruinas había ocho personajes harapientos y cinco perros, ocupados en devorar solidariamente los restos de carne de una carroña de caballo aplastada y quemada en parte. Al ver a los enanos, los comensales desaparecieron a toda prisa. Sólo quedaron un hombre y un perro a los que ninguna amenaza hubiera sido capaz de arrancar del erizado peine de costillas de la carroña. Zoltan y Percival intentaron sacar algo del hombre, pero no consiguieron averiguar nada. El hombre tan sólo gruñía, tiritaba, metía la cabeza entre los brazos y se atosigaba con los huesos despojados a los restos. El perro ladró y mostró los dientes hasta las encías. El cadáver del caballo exhalaba un hedor repugnante.

Se arriesgaron y no se apartaron del camino, el cual les condujo enseguida a otro montón de ruinas quemadas. Allí habían prendido fuego a una aldea bastante grande, en cuyos alrededores debía de haber habido también alguna escaramuza porque junto a las ruinas humeantes vieron un túmulo reciente. Y a cierta distancia del túmulo crecía a la vera del camino un enorme roble. El roble estaba cargado de bellotas.

Y de personas.

—Hay que echar un vistazo —decidió Zoltan Chivay, poniendo punto final a la discusión sobre riesgos y peligros—. Nos acercaremos.

—¿Para qué diablos —Jaskier alzó la voz— quieres mirar a esos ahorcados, Zoltan? ¿Para saquearlos? Desde aquí veo que no tienen ni botas.

—Tonterías. No se trata de las botas, sino de la situación militar. Del desarrollo de los acontecimientos en el teatro de las acciones bélicas. ¿De qué te ríes? Tú eres poeta, no sabes lo que es la estrategia.

—Te voy a dar una sorpresa. Lo sé.

—Y yo te digo que no reconocerías a la estrategia ni aunque saliera de entre las matas y te diera una patada en el culo.

—Ciertamente, una así no la reconocería. Las estrategias que saltan de los matojos se las dejo a los enanos. Las que cuelgan de los árboles, también.

Zoltan agitó las manos y anduvo en dirección al árbol. Jaskier, que nunca había sido capaz de controlar su curiosidad, espoleó a Pegaso y le siguió al paso. Geralt, al cabo de un instante de reflexión, partió detrás. Vio de reojo que Milva le seguía.

Los cuervos que se estaban alimentando de los cadáveres se alzaron remolones al verlos, graznando y haciendo ruido de alas. Algunos volaron hasta el bosque, otros sólo se trasladaron a otras ramas más altas del enorme árbol, mirando con interés al Mariscal de Campo Duda, el cual, desde el hombro del enano, denigraba indecentemente a sus madres.

El primero de los siete ahorcados llevaba sobre el pecho una tablilla con el letrero: «Traidor a la nación». El segundo colgaba como «Colaboracionista», el tercero como «Elfo soplón», el cuarto como «Desertor». La quinta era una mujer vestida sólo con la ropa interior rasgada y ensangrentada que había sido señalada como «Puta nilfgaardiana». Dos de los ahorcados no llevaban tablillas, de lo que se podía colegir que habían sido ahorcados por casualidad.

—Buenas nuevas —se alegró Zoltan Chivay, señalando a las tablillas—. ¿Veis? Han llegado nuestros soldados. Nuestros gallardos muchachos han pasado a la ofensiva, han rechazado al agresor. Y tuvieron, por lo que veo, tiempo suficiente para el descanso y las diversiones bélicas.

—¿Y qué significa esto para nosotros?

—Que el frente se ha movido y que el ejército temerio nos separa de los nilfgaardianos. Estamos seguros.

—¿Y esos humos de por delante de nosotros?

—Ésos son los nuestros —anunció con la voz llena el enano—. Queman las aldeas en las que se dio a los Ardillas cobijo o provisiones. Os digo que ya estamos más allá del frente. Desde esta encrucijada circula la ruta del sur que conduce a Armeria, una fortaleza que está donde se encuentran el Jotla y el Ina. El camino tiene buen aspecto, podemos ir por él. No tenemos que tener miedo de los nilfgaardianos.

—Donde haya humo, algo se quema —habló Milva—. Y donde algo se quema, se puede quemar uno. Me pienso yo que cosa tonta es ir hacia el fuego. Cosa tonta es ir por camino en el que la caballería nos puede agarrar en un sus. Metámonos en el monte.

—Entonces vendrían los temerios o el ejército de Sodden —se encabezonó el enano—. Estamos detrás del frente. Podemos ir sin miedo por el camino real. Si encontramos al ejército, será el nuestro.

—Arriesgado. —La arquera meneó la cabeza—. Si tan militarote eres, Zoltan, sabrás pues que los nilfgaardianos acostumbran a mandar avanzadillas a luengas distancias. Aquí estuvieron los temerios, pudiera ser. Mas lo que tenemos ante nosotros no lo sabemos. El cielo al sur negro está de humo, a lo mismo arde esa tu fortaleza de Armeria. En tal caso, estamos en el frente, no más allá. Podemos toparnos con el ejército, los desertores, las mesnadas libres, los Ardillas. Vayamos hacia el Jotla, mas por las sendas del bosque.

—Tiene razón —la apoyó Jaskier—. A mí tampoco me gustan aquellos humos. Incluso si Temeria ha pasado a la ofensiva, delante de nosotros puede haber todavía escuadrones de vanguardia de los nilfgaardianos. Los Negros hacen razzias de mucho alcance. Salen por la retaguardia, se unen con los Ardillas, arman follón y regresan. Recuerdo lo que sucedió en el Alto Sodden durante la última guerra. También soy de la opinión de ir por los bosques. En los bosques no nos amenaza nada.

—No estaría tan seguro de ello. —Geralt señaló al último ahorcado, el cual, aunque se balanceaba bien alto, en vez de pies tenía unos muñones ensangrentados y lacerados por garras, de los que surgían los huesos—. Mirad. Esto es obra de los ghules.

—¿Espectros? —Zoltan Chivay retrocedió, escupió—. ¿Comecadáveres?

—Con toda certeza. En el bosque, por la noche, tendremos que vigilar.

—¡Puuuuta madre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Me lo has quitado de los labios, pájaro. —Las cejas de Zoltan Chivay se enarcaron—. Así que tenemos un dilema. ¿Qué hacer, entonces? ¿Al bosque, donde los espectros, o al camino, donde el ejército y los desertores?

—Al bosque —dijo Milva con convencimiento—. Y lo más espeso posible. Más antes prefiero a los ghules que a los humanos.

Anduvieron por los bosques, al principio cautelosos, tensos, reaccionando con alarma a cada susurro en los matorrales. Enseguida, sin embargo, recobraron el aplomo, el humor y la velocidad de antes. No vieron ghules, ni la más pequeña prueba de su existencia. Zoltan bromeaba que los espectros y todos los otros demonios tenían que haberse enterado de la llegada de los ejércitos y si se hubiera dado el caso de que los monstruos hubieran visto antes en acción a los desertores y a los voluntarios de Verden, entonces, llenos de miedo, se habrían escondido en las espesuras más profundas y salvajes, donde ahora estarían temblando y castañeteando los colmillos.

—Y los espetros sus mujeres e hijas vigilan —gruñó Milva—. Los monstros saben que el soldado en correría ni a las ovejas deja pasar. Y si se pusieran ropas de moza a un sauce, de seguro que habría héroes de sobra para cada bujero de la madera.

Jaskier, que hacía mucho tiempo que había perdido el humor y las ganas de hablar, tensó el laúd y comenzó a componer un cuplé al uso sobre los sauces, los agujeros y los soldados lascivos, y los enanos y el loro competían en ayudarle con las rimas.

—O —repitió Zoltan.

—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó Jaskier, al tiempo que se ponía de pie sobre los estribos y miraba al barranco en la dirección señalada por el enano—. ¡No veo nada!

—O.

—¡No hables como el loro! ¿Qué o?

—Un riachuelo —explicó serenamente Zoltan—. Desemboca en el Jotla por la derecha. Se llama O.

—Aaah…

—¡Pero qué dices! —se rio Percival Schuttenbach—. El río A desemboca en el Jotla en el curso alto del río, bien lejos de aquí. Éste es el O, no el A.

El barranco, por cuyo fondo corría el río de nombre nada complicado, estaba cubierto de ortigas que alcanzaban por encima de las cabezas de los enanos, olía penetrantemente a menta y a árboles podridos y lo animaba el incansable croar de las ranas. Tenía también paredes abruptas y fue esto, precisamente, lo que resultó fatal. El carro de Vera Loewenhaupt, que desde el principio del viaje había resistido valientemente las contrariedades del destino y había vencido todos los obstáculos, perdió en el encuentro con el río O. Se escapó de las manos de los enanos que lo conducían hacia abajo, se lanzó traqueteando hasta el mismo fondo de la garganta y se destrozó minuciosamente.

—¡Uuuu… ta madre! —gritó el Mariscal de Campo Duda, haciendo un contrapunto coral a los gritos de Zoltan y de su compaña.

—Hablando claramente —Jaskier valoró la situación, mirando los restos del vehículo y al equipaje desparramado—, puede que haya sido mejor así. Este vuestro carro perdido sólo hacía la marcha más lenta, todo el tiempo había problemas con él. Míralo racionalmente, Zoltan. Hasta podemos decir que tuvimos suerte de que nadie nos atacara o persiguiera. Si hubiéramos tenido que huir a toda prisa, tendríamos que haber dejado el furgón junto con todos vuestros bienes, mientras que ahora se pueden salvar.

El enano se indignó y se rascó con rabia la barba, pero Percival Schuttenbach apoyó inesperadamente al trovador. El apoyo, como advirtió el brujo, fue acompañado por unos cuantos guiños muy significativos. Se suponía que los guiños tenían que ser a hurtadillas, pero la exagerada mímica del pequeño rostro del gnomo excluía todo secreto.

—El poeta tiene razón —repitió Percival, frunciendo el ceño y guiñando los ojos—. Hasta el Jotla y el Ina estaremos calados hasta los huesos. Ante nosotros está Fen Carn, nada más que malos caminos. Pasarlo sería difícil con el carro. Y si en el Ina nos encontramos con el ejército temerio, con nuestra carga… podríamos tener problemas.

Zoltan reflexionó, sorbió la nariz.

—Bueno, vale —dijo por fin, mientras miraba los restos del carro, lavados por la perezosa corriente del río O—. Nos separaremos. Munro, Figgis, Yazon y Caleb se quedan. Los demás seguiremos el camino. Nos veremos obligados a sobrecargar los caballos con los víveres y utensilios de primera necesidad. Munro, ¿sabéis qué hacer? ¿Tenéis palas?

—Tenemos.

—¡No me dejéis huellas a la vista! ¡Y señalad bien el lugar y recordadlo!

—Estate tranquilo.

—Nos alcanzaréis sin esfuerzo. —Zoltan se echó al hombro mochila y sihill, se arregló el hacha que llevaba al cinto—. Iremos siguiendo el curso del O, luego a lo largo del Jotla hasta el Ina. Adiós.

—Harto interesante —le murmuró Milva a Geralt cuando el disminuido pelotón se puso en camino, despedido por los adioses de los enanos que se quedaban atrás—. Harto interesante qué cuernos tenían en aquellos cajones que hasta enterrarlo hay y que marcar el sitio. ¿Y de forma que en verlo no hubiéramos ninguno de nosotros?

—No es asunto nuestro.

—No creo —dijo Jaskier a media voz, mientras guiaba a Pegaso con cuidado por entre los troncos caídos— que en esos cofres haya calzoncillos limpios. Ellos albergan grandes esperanzas para con ese cargamento. Hemos hablado lo suficiente para darme cuenta de dónde pintan bastos y de lo que en esas cajas puede hallarse escondido.

—¿Y qué es lo que puede hallarse escondido, en tu opinión?

—Su futuro. —El poeta miró si nadie escuchaba—. Percival es de profesión tallador de piedra, quiere montar su propio taller. Figgis y Yazon son herreros, hablaban de una forja. Caleb Stratton quiere casarse y los padres de la novia ya lo expulsaron una vez por pobretón. Y Zoltan…

—Déjalo ya, Jaskier. Cotilleas como una hembra. Perdona, Milva.

—No hay por qué.

Al otro lado del río, cruzando una oscura y húmeda faja de antiguos árboles, el bosque se hacía más ralo, salieron a una llanura de abedules bajos y prados secos. Pese a ello, caminaban despacio. Siguiendo el ejemplo de Milva, quien nada más emprender la marcha tomó sobre su arzón a la muchacha pecosa de las trenzas, Jaskier también sentó a un niño sobre Pegaso, y Zoltan puso sobre el caballo castaño a dos y se sentó junto a ellos, llevando las riendas. Pero la velocidad no se acrecentó, las mujeres de Kernow no estaban en situación de ir más deprisa.

Era casi de noche cuando al cabo de una hora de vagar entre gargantas y barrancos, Zoltan Chivay se detuvo, intercambió unas pocas palabras con Percival Schuttenbach, después de lo cual se volvió al resto de la compañía.

—No gruñáis ni os riáis de mí —dijo—, pero me da la sensación de que me he equivocado. No sé, maldita sea, ni dónde estamos ni por dónde tenemos que ir.

—No digas tonterías —dijo Jaskier, nervioso—. ¿Qué quiere decir que no sabes? Pues si nos guiamos siguiendo la corriente del río. Y allí, en el barranco, se trata al fin y al cabo de vuestro río O. ¿Tengo razón?

—Tienes. Pero fíjate en qué dirección fluye el río.

—Maldita sea. ¡No es posible!

—Es posible —dijo Milva con voz triste, mientras con paciencia quitaba las hojas y las pinochas de los cabellos de la muchacha pecosa que llevaba en el arzón—. Entre las putas gargantas nos perdimos. El río ha revueltas, corta los estorbos. Estamos en un arco.

—Pero esto sigue siendo el río O —insistió Jaskier—. Si nos mantenemos junto al río, no podemos perdernos. Los ríos tienen meandros, lo reconozco, pero al fin y al cabo todos van a desembocar en algún lado. Éste es el orden del mundo.

—No te hagas el listo, cantaor. —Zoltan arrugó la nariz—. Cierra el pico. ¿No ves que estoy pensando?

—No. No hay señal alguna de que estés pensando. Repito, mantengámonos junto al río y entonces…

—Calla —gruñó Milva—. Villano eres. Tu orden del mundo está rodeado por muros, allá quizá tus listezas valdrán algo. ¡Mas mira alredor! El valle está llagado de gargantas, las orillas en pendiente y bien crecidas. ¿Cómo querrás ir siguiendo el río? ¿Paredes de la garganta abajo, al pantano y los matojos, aluego para arriba, aluego para abajo, llevando a los caballos del ramal? Al cabo de dos gargantas te quedas sin aliento hasta el punto que te caes de culo en metad de la cuesta. Llevamos mujeres y niños, Jaskier. Y en un tris se habrá puesto el sol.

—Me he dado cuenta. Pero está bien, me callaré. Escucho lo que proponen los rastreadores de huellas tan familiarizados con el bosque.

Zoltan Chivay le dio un trastazo en el pescuezo al loro blasfemador, se enredó en un dedo un rizo de la barba, tiró con rabia.

—¿Percival?

—Sabemos más o menos la dirección. —El gnomo miró al sol, que estaba justo por encima de las copas de los árboles—. Así que el primer plan es éste: que le den por saco al río, nos damos la vuelta, salimos de los barrancos a terreno seco y vamos por Fen Carn, de parte a parte de entrambos ríos, hasta el Jotla.

—¿Y el otro plan?

—El O es poco profundo. Aunque después de las últimas lluvias lleva más agua de lo normal, se lo puede vadear. Cortamos los meandros, vadeando la corriente, cuantas veces se corte el camino. Siguiendo en dirección al sol, saldremos directamente a la confluencia del Jotla y el Ina.

—No —habló de pronto el brujo—. Propongo de inmediato renunciar al segundo plan. Ni siquiera hemos de pensar en ello. Por aquella orilla, antes o después iremos a plantarnos en algunos de los dólmenes. Es un lugar horrible, aconsejo con firmeza que nos mantengamos lejos de él.

—¿Eso quiere decir que conoces estos terrenos? ¿Has estado aquí antes? ¿Sabes cómo salir de aquí?

El brujo guardó silencio por un instante.

—Estuve allí una vez —dijo, tocándose la frente—. Hace tres años. Pero venía de la parte contraria, del este. Me dirigía hacia Brugge y quería atajar camino. Pero de cómo salí de allí no me acuerdo. Porque me sacaron medio muerto en un carro.

El enano lo miró durante un momento, pero no preguntó más.

Se dieron la vuelta en silencio. Las mujeres de Kernow andaban con esfuerzo, tropezando y apoyándose en bastones, pero ninguna de ellas dejó escapar palabra alguna de queja. Milva cabalgaba junto al brujo, llevaba en los brazos a la muchacha de las trenzas que se había dormido en el arzón.

—Se me aparece —habló de pronto— que te dieron una buena allá en los dólmenes, hace tres veranos. Imagino que algún bicharraco. Peligroso tienes el oficio, Geralt.

—No lo niego.

—Yo sé —Jaskier se dio el pisto desde atrás— lo que pasó entonces. Te hirieron, un mercader te sacó de allí y luego, en los Tras Ríos, encontraste a Ciri. Me lo dijo Yennefer.

Al sonido de aquel nombre Milva sonrió levemente. No escapó esto a la atención de Geralt. Decidió que cuando acamparan la próxima vez le daría para el pelo a Jaskier por su irrefrenable uso de la lengua. Conociendo al poeta, no contaba sin embargo con que ello tuviera algún efecto, sobre todo teniendo en cuenta que con toda seguridad Jaskier ya había cantado todo lo que sabía.

—Puede que mal esté el que no nos plantemos en la otra orilla, en los dólmenes —dijo la arquera al cabo—. Pos si entonces encontraste allá a la moza… Los elfos acostumbran a farfullar que si a un sitio en que algo pasara se viene dos veces, puede que otra vez el tiempo se repita… Lo llaman… Su perra madre, me olvidé. ¿La soga de la fortuna?

—El lazo —Geralt la corrigió—. El lazo de la fortuna.

—¡Lagarto, lagarto! —Jaskier frunció el ceño—. Ya podrías dejar de hablar de lazos y sogas. Una vez una elfa me profetizó que iba a despedirme de este valle de lágrimas en el cadalso, por un lance con un maestro poco bueno. Cierto que no creo en este tipo de profecías baratas, pero hace dos días soñé que me ahorcaban. Me desperté completamente sudoroso, no podía tragar saliva ni tomar aliento. Así que no escucho con agrado cómo alguien diserta acerca de horcas.

—No es contigo con quien platico, que con el brujo —le contestó Milva—. Y no andes poniendo orejas, que así no les entrarán bichos. ¿Qué, Geralt? ¿Qué dices del tal lazo de la fortuna? ¿Sí arreáramos ande los dólmenes se nos repetiría el tiempo?

—Por eso bien está que nos hayamos vuelto —respondió áspero—. No tengo la más mínima gana de repetir la pesadilla.

—No hay de qué. —Zoltan meneó la cabeza al tiempo que miraba alrededor—. Nos has metido en un sitio precioso, Percival.

—Fen Carn —murmuró el gnomo, rascándose la punta de su larga nariz—. El Prado de los Túmulos… Siempre me pregunté de dónde le venía el nombre…

—Ahora ya lo sabes.

El amplio valle delante de ellos estaba cubierto de la neblina del atardecer, de la cual, como si fuera el mar, surgían a todo lo que alcanzaba la vista miles de túmulos y monolitos musgosos. Algunas de las rocas eran simples moles sin forma. Otras, bien labradas, las habían trabajado hasta llegar a ser obeliscos y menhires. Todavía otras, que estaban más cerca del centro de aquel bosque de piedra, estaban agrupadas en dólmenes, túmulos y cromlech, colocados en círculo de formas que excluían la acción fortuita de la naturaleza.

—Ciertamente —siguió el enano—. Un lugar precioso para pasar la noche. Un cementerio élfico. Si no me falla la memoria, brujo, no hace mucho que mencionaste a los ghules. Pues sabed que yo los siento entre estos túmulos. Aquí ha de haber de todo. Ghules, graveires, fantasmas, duendes, espíritus de elfos, estantiguas, espectros, toda la tropa. De todos hay aquí. ¿Y sabéis qué es lo que están susurrando ahora mismo? Que no hace falta ir a buscar la cena porque ella misma ha venido.

—¿Por qué no nos volvemos? —dijo Jaskier en un susurro—. ¿Por qué no nos vamos de aquí mientras todavía se vea algo?

—Yo también soy de la misma opinión.

—Las mujeres no dan ya ni paso —dijo Milva con rabia—. Los rapaces se las caen de las manos. Tú mismo metías prisa, Zoltan, venga, otra media milla más, repetías, entoavía se aguanta, decías. ¿Y ahora qué? ¿Dos millas patrás? Un cuerno. Cementerio o no cementerio, nos apalancaremos para la noche donde caigamos.

—Por supuesto —el brujo la apoyó, al tiempo que desmontaba—. No hay que dejarse llevar por el pánico. No todas las necrópolis están llenas de monstruos y espíritus. No he estado nunca en Fen Carn, pero si fuera de verdad peligroso, habría oído hablar de ello.

Nadie, incluyendo al Mariscal de Campo Duda, dijo nada ni comentó nada. Las mujeres de Kernow recogieron sus hijos y se sentaron en un grupo cerrado, silenciosas y visiblemente asustadas. Percival y Jaskier pusieron las maneas a los caballos y los dejaron sobre la hierba fresca. Geralt, Zoltan y Milva se acercaron a los bordes de la pradera, observando el cementerio que se hundía en las nieblas y la oscuridad.

—Y para colmo de males, hoy hay luna llena del todo —murmuró el enano—. Ay, esta noche va a haber una fiesta para los espectros, lo siento, ay, nos la van a dar los demonios… ¿Y qué es aquello que relumbra al sur? ¿Resplandores de incendio?

—Cierto, resplandores —confirmó el brujo—. De nuevo alguien le ha quemado el tejado a alguien sobre la cabeza. ¿Sabes qué, Zoltan? Como que me siento más seguro aquí, en Fen Carn.

—Yo también me sentiré así, pero cuando salga el sol. Si los ghules nos permiten ver el amanecer.

Milva rebuscó en las albardas, sacó algo brillante.

—Una saeta de plata —dijo—. Teníamela yo guardada para tal ocasión. Me costó en un mercado cinco coronas. ¿Se deja matar un ghul con algo así?

—No creo que haya ghules aquí.

—Tú mismo dijiste —bufó Zoltan— que a los ahorcados del roble los habían mordido ghules. Y donde hay un cementerio, allí hay ghules.

—No siempre.

—Te tomo la palabra. Tú eres el brujo, el especialista, nos defenderás, espero. A los desertores los rajaste gallardamente… ¿Pelean mejor los ghules que los desertores?

—No se puede comparar. Os pedí que no os dejarais llevar por el pánico.

—¿Y para los vamperos será buena? —Milva hacía girar la saeta de plata por la hoja, comprobó si estaba afilada pasando la yema del pulgar—. ¿O para los espetros?

—Puede que funcione.

—En mi sihill —bramó Zoltan, desenvainando la espada— hay unos hechizos enaniles prehistóricos, escritos en antiquísimas runas de los enanos. El ghul que se acerque a distancia de mi espada se va a acordar de mí. Ya veréis.

—Ja. —Jaskier, que se acercaba en aquel momento hacia ellos, preguntó curioso—: ¿Así que éstas son las famosas runas secretas enaniles? ¿Qué dice ese letrero?

—«Para joder a los hijos de puta».

—¡Algo se ha movido entre las piedras! —gritó de pronto Percival Schuttenbach—. ¡Ghul, ghul!

—¿Dónde?

—¡Allí, allí! ¡Se escondió entre las peñas!

—¿Uno?

—¡Uno he visto!

—Tiene que tener un hambre de cojones para intentar meternos mano antes de que caiga la noche. —El enano escupió en las manos y agarró con fuerza el mango del sihill—. ¡Ja! ¡Ahora se va a enterar de que la gula te lleva a la perdición! ¡Milva, métele una flecha en el culo y yo le saco las tripas!

—Nada veo allá —susurró Milva con la pena de la flecha junto a la barbilla—. Ni los yerbajos de entre las peñas se menean. ¿No te lo habrás imaginado, gnomo?

—De ningún modo —protestó Percival—. ¿Veis ese pedrusco que parece como si fuera una mesa rota? Allí se escondió el ghul, detrás de esa roca.

—Quedaos aquí. —Geralt, con un rápido movimiento, sacó la espada de la vaina a su espalda—. Vigilad a las mujeres y cuidad de los caballos. Si atacaran los ghules, las caballerías se volverán locas. Yo iré y comprobaré de qué se trataba.

—Solo no irás —protestó con firmeza Zoltan—. El otro día, en el prado, te dejé ir solo porque me acojoné con la viruela. Y luego no pude dormir durante dos noches por la vergüenza. ¡Nunca más! Percival, ¿y tú adonde vas? ¿En la retaguardia? Ya que tú viste al fantasma, ahora irás en vanguardia. No tengas miedo, voy detrás de ti.

Se metieron con cuidado entre los túmulos, intentando no hacer ruido al pisar las hierbas que le llegaban a Geralt por encima de las rodillas y al enano y el gnomo por la cintura. Se acercaron al dolmen que había señalado Percival, se dispersaron hábilmente para cerrarle al ghul la posibilidad de escapar. Pero la estrategia resultó en vano. Geralt ya sabía que sería así, su medallón brujeril ni siquiera había temblado, no había señalado nada.

—Aquí no hay nadie —afirmó Zoltan, mirando alrededor—. Ni un alma. Esto era de prever, Percival. Falsa alarma. Nos has metido miedo sin necesidad, de verdad que te mereces una patada en el culo.

—¡Lo vi! —se obstinó el gnomo—. ¡Vi cómo saltaba entre las piedras! Delgado era, negro como un recaudador de impuestos…

—Calla, gnomo tonto, porque te…

—¿Qué es ese extraño olor? —preguntó Geralt de pronto—. ¿No lo notáis?

—Cierto. —El enano olisqueó como un sabueso—. Huele raro.

—Hierbas. —Percival sorbió con su nariz sensible y de dos pulgadas de largo—. Ajenjo, albahaca, salvia, anís… ¿Canela? ¿Qué diablos?

—¿A qué huelen los ghules, Geralt?

—A cadáver. —El brujo echó un vistazo alrededor, buscando huellas entre las hierbas, luego, con unos cuantos pasos rápidos, volvió al dolmen caído y tocó levemente con el pomo de la espada en la piedra.

—Sal —dijo, con los dientes apretados—. Sé que estás ahí. Deprisa o clavaré la hoja en el agujero.

Un suave crujido salió desde un hueco bajo las rocas que estaba perfectamente oculto.

—Sal —repitió Geralt—. No te haremos nada.

—No te vamos a tocar ni un pelo de la cabeza —aseguró Zoltan con voz dulce, al tiempo que colocaba sobre el agujero su sihill y entornaba amenazadoramente los ojos—. ¡Sal sin miedo!

Geralt giró la cabeza y con un gesto decidido le ordenó retroceder. Desde el agujero debajo del dolmen surgió de nuevo un crujido y se elevó un fuerte perfume a hierbas y raíces. Al cabo contemplaron una cabeza canosa y luego un rostro adornado de una nariz corcovada y noble, que no pertenecía a un ghul, sino a un hombre delgado de edad mediana. Percival no se había equivocado. En verdad el hombre recordaba algo a un recaudador de impuestos.

—¿Puedo salir sin miedo? —preguntó, y levantó hacia Geralt unos ojos negros debajo de unas cejas levemente grises.

—Puedes.

El hombre se arrastró del agujero, alisó su túnica negra, atada por la cintura con algo parecido a un delantal, se arregló la bolsa de lienzo, provocando una nueva ola de olores herbáceos.

—Propongo que los señores guarden las armas —afirmó con voz serena, pasando los ojos por los caminantes que le rodeaban—. No serán necesarias. Yo, como veis, no llevo arma alguna. Nunca las llevo. No tengo tampoco conmigo nada que se pueda considerar digno de un botín. Me llamo Emiel Regis. Procedo de Dillingen. Soy barbero.

—Por supuesto. —Zoltan Chivay frunció el ceño ligeramente—. Barbero, alquimista o herborista. No se enfade vuesa merced, pero vuestra farmacia os precede.

Emiel Regis sonrió de forma extraña, con los labios apretados, estiró las manos en gesto de disculpa.

—El olor os delató, señor barbero —dijo Geralt, al tiempo que guardaba la espada en la vaina—. ¿Teníais algún motivo concreto para ocultaros de nosotros?

—¿Concreto? —El hombre dirigió hacia él sus ojos negros—. No. Más bien generales. Tenía miedo de vosotros, simplemente. Así están los tiempos.

—Cierto. —El enano se acercó y señaló con el pulgar el resplandor que se elevaba por el cielo—. Así están los tiempos. Imagino que seréis un fugitivo, igual que nosotros. Curioso sin embargo que, aunque fuisteis a parar tan lejos de vuestro Dillingen natal, os escondáis solitario entre estos túmulos. Pero, en fin, diversas son las fortunas que a las gentes les tocan, en especial en tiempos difíciles. Nosotros nos asustamos de vos, vos de nosotros. El miedo tiene grandes ojos.

—Por mi parte —el hombre que se había presentado como Emiel Regis no levantaba la vista de ellos— no os amenaza nada. Albergo la esperanza de que puedo contar con reciprocidad.

—Pero bueno. —Zoltan mostró los dientes en una sonrisa muy amplia—. ¿Nos tenéis por granujas o qué? Nosotros, señor barbero, también somos fugitivos. Vamos en dirección a la frontera temeria. Si queréis, podéis uniros a nosotros. Siempre es más rápido y seguro que en solitario y además a nosotros un médico nos puede ser de utilidad. Conducimos mujeres y niños. ¿Habrá entre esas lechugas apestosas que, por lo que percibo, lleváis con vos, medicamentos para los pies desollados?

—Algo se encontrará —dijo el barbero en voz baja—. Prestaré ayuda con gusto. Y en lo que respecta a caminar juntos… Os agradezco la proposición, pero no soy un fugitivo, señores. No he huido de Dillingen a causa de la guerra. Yo vivo aquí.

—¿Cómo? —El enano enarcó las cejas y se retiró un paso—. ¿Aquí vivís? ¿En el cementerio?

—¿En el cementerio? No. Tengo una cabaña no muy lejos de aquí. Además de casa y tienda en Dillingen, ha de entenderse. Pero aquí paso el verano cada año, de junio a septiembre, desde la Verbena hasta el equinoccio. Recojo hierbas medicinales y raíces, de algunas destilo aquí mismo medicamentos y elixires…

—Pero de la guerra tenéis noticias —afirmó más que preguntó Geralt—, pese a la soledad de ermitaño y al alejamiento del mundo y las gentes. ¿Cómo?

—Por los fugitivos que han ido pasando. A menos de dos millas de aquí, junto al río Jotla, hay un gran campamento. Se han agrupado allá más de dos centenas de huidos, aldeanos de Brugge y Sodden.

—¿Y los ejércitos temerios? —se mostró interesado Zoltan—. ¿Han entrado en acción?

—Nada sé de esto.

El enano blasfemó, luego puso sus ojos sobre el barbero.

—Así que vivís aquí, señor Regis —dijo prolongadamente—. Y por las noches paseáis entre las tumbas. ¿No os da miedo?

—¿A qué tendría que tener miedo?

—Aquí, su merced —Zoltan señaló a Geralt— es un brujo. No hace mucho vio señales de ghules. Comemuertos, ¿entendéis? Y no hay que ser brujo para saber que los ghules viven en los cementerios.

—Un brujo. —El barbero miró a Geralt con interés manifiesto—. Matador de monstruos. Vaya, vaya. Interesante. ¿No les habéis explicado a vuestros compañeros, señor brujo, que esta necrópolis tiene más de medio milenio? Los ghules no son muy selectivos con la comida, pero no muerden huesos de hace quinientos años. No los hay aquí.

—Eso no me preocupa para nada —dijo Zoltan Chivay mirando a su alrededor—. Bueno, señor médico, permitid que os invitemos a nuestro campamento. Tenemos carne de caballo fría, no la despreciaréis, ¿no?

Regis le miró durante largo rato.

—Gracias —dijo por fin—. Sin embargo, tengo una idea mejor. Os invito a mi casa. Mi hogar veraniego es en realidad más una choza que una cabaña, y además pequeña, os tocará en cualquier caso dormir bajo la luna. Pero junto a la cabaña hay un manantial. Y un horno donde se puede calentar la carne de caballo.

—Aceptamos con gusto. —El enano hizo una reverencia—. Puede que no haya aquí ghules, pero el pensar en pasar una noche en este cementerio no me alegra demasiado. Vamos, conoceréis al resto de nuestra compaña.

Cuando se acercaron al campamento, los caballos bufaron y golpearon con los cascos en la tierra.

—Estaos un poco a contraviento, señor Regis. —Zoltan Chivay le echó al médico una significativa mirada—. El olor de la salvia espanta a los caballos y a mí, me da vergüenza reconocerlo, me recuerda tristemente a cuando te sacan un diente.

—Geralt —murmuró Zoltan en cuanto Emiel Regis desapareció detrás de la plancha que cerraba la entrada a la choza—. Tengamos los ojos abiertos. No me gusta mucho ese apestoso herborista.

—¿Tienes algún motivo concreto?

—No me gusta la gente que pasa el verano junto a un cementerio, y además un cementerio muy lejos del sitio donde vive. ¿Acaso no crecen yerbas en lugares más alegres? Este Regis me parece a mí más que es un robatumbas. Barberos, alquimistas y otros parecidos desentierran cadáveres en los cementerios, para luego realizar con ellos diversos excrementos.

—Experimentos. Pero para esas prácticas se usan cuerpos recientes. Este cementerio es muy antiguo.

—Cierto. —El enano se rascó la barba, mientras miraba a las mujeres de Kernow que se preparaban para pernoctar bajo unos arbustos de cerezos que crecían alrededor de la cabaña del barbero—. ¿No será que roba las cosas de valor ocultas en las tumbas?

—Pregúntale. —Geralt se encogió de hombros—. Aceptaste al punto su invitación de venir a su hogar, sin hacer melindres, y ahora, de pronto, te has puesto sospechoso como una vieja solterona cuando se le hace un cumplido.

—Humm —reflexionó Zoltan—. Algo de razón tienes. Pero con gusto le echaría un vistazo a lo que tiene en ese tugurio. Oh, así, para estar seguros…

—Entra allí y haz como que quieres pedirle prestado un tenedor.

—¿Y por qué un tenedor?

—¿Y por qué no?

El enano le miró durante un buen rato, por fin se decidió, a paso vivo se acercó a la cabaña, llamó cortésmente con los nudillos en el marco y entró. No salió durante unos cuantos buenos minutos, al cabo de lo cual apareció de pronto en la puerta.

—Geralt, Percival, Jaskier, por favor. Venid a ver algo muy interesante. Venga, sin miedo, no titubeéis, el señor Regis nos invita.

El interior de la choza estaba oscuro y poblado con un olor cálido, que aturdía y taladraba las narices y que surgía sobre todo de los tiestos de hierbas y raíces que estaban colgados por todas las paredes. Como únicos muebles había un camastro, también ahogado entre hierbas, y una mesa torcida, cubierta de incontables botellitas de cristal, de barro y de porcelana. La escasa luz que permitía ver todo esto procedía del carbón en el hogar de un extraño hornillo rechoncho, que recordaba a un reloj de arena tripudo. El hornillo estaba rodeado por una tela de araña de relucientes tubos de diversos diámetros, doblados en arcos y en espirales. Bajo uno de aquellos tubos había una tina de madera, en la que iban cayendo gotas.

Al ver el hornillo, Percival Schuttenbach desencajó los ojos, abrió la boca, suspiró y luego se acercó.

—¡Jo, jo, jo! —gritó con un entusiasmo imposible de ocultar—. ¿Qué veo? ¡He aquí un verdadero atanor de tensión con alambique! ¡Provisto de columna de rectificado y enfriadera de cobre! ¡Hermoso trabajo! ¿Lo construisteis vos mismo, señor barbero?

—Pues sí —reconoció con modestia Emiel Regis—. Me dedico a hacer elixires, así que tengo que destilar, sacar la quintaesencia y también…

Se calló al ver cómo Zoltan Chivay cazaba una gota que caía del tubo y se chupaba el dedo. El enano suspiró, en su rostro enrojecido se pintó una indescriptible dicha.

Jaskier no aguantó, también lo probó. Y gimió por lo bajo.

—Quintaesencia —reconoció, chasqueando la lengua—. Y quizá sexta o incluso séptima.

—Bueno, sí. —El barbero sonrió levemente—. Os dije que un destilado…

—Orujo —le corrigió Zoltan sin hacer hincapié—. Y vaya un orujo. Pruébalo, Percival.

—Pero yo no entiendo de química orgánica —respondió distraído el gnomo, que se encontraba de rodillas contemplando los detalles del montaje del horno alquímico—. Dudo que reconociera los componentes…

—Es un destilado de alraune —Regis dispersó las dudas—. Enriquecido con belladonna. Y una masa fermentada de fécula.

—Es decir, mosto.

—Podría llamárselo así también.

—¿Y hay por aquí algún vaso?

—Zoltan, Jaskier. —El brujo cruzó las manos sobre el pecho—. ¿Pero es que estáis tontos? Esto es mandrágora. El orujo se saca de la mandrágora. Dejad en paz ese caldero.

—Pero querido don Geralt. —El alquimista rebuscó una pequeña probeta de entre las polvorientas retortas y botellas, la limpió a conciencia con un trapo—. No hay qué temer. La mandrágora es de temporada y las proporciones han sido medidas con propiedad y precisión. Por una libra de masa de fécula doy sólo cinco onzas de alraune, y de belladona, sólo medio dracma…

—No se trataba de eso. —Zoltan miró al brujo, entendió al punto, se puso serio, se alejó con cuidado del hornillo—. No se refiere, señor Regis, a cuántos dracmas echáis, sino a cuánto cuesta el dracma de alraune. Es una bebida demasiado cara para nosotros.

—Mandrágora —susurró con asombro Jaskier, al tiempo que señalaba hacia un montoncillo de bulbos que recordaban a pequeñas remolachas azucareras situado en un rincón de la choza—. ¿Esto es mandrágora? ¿Verdadera mandrágora?

—Género femenino —afirmó el alquimista con la cabeza—. Crece en grandes cantidades precisamente en el cementerio en el que nos fue dado conocernos. Y precisamente por eso paso aquí los veranos.

El brujo miró significativamente a Zoltan. El enano murmuró. Regis sonrió de medio lado.

—Por favor, por favor, señores, si tenéis gana, os invito cordialmente a una degustación. Aprecio vuestro tacto, pero en la presente situación tengo pocas posibilidades de conducir el elixir hasta Dillingen, que está envuelto en la guerra. Todo esto se iba a echar a perder, así que no vamos a hablar de precios. Perdonad, pero sólo tengo una pieza de vajilla para beber.

—Y sobra —murmuró Zoltan, tomando la probeta y llenándola con cuidado en la tina—. A vuestra salud, señor Regis. Uuuuuch….

—Pido perdón. —El barbero sonrió de nuevo—. La calidad del destilado deja seguramente mucho que desear… Se trata, en suma, de algo a medio hacer.

—Pues es la mejor cosa medio hecha que he bebido en la vida. —Zoltan tomó aliento—. Aquí tienes, poeta.

—Aaaaach… ¡Oh, madre mía! ¡Óptimo! Pruébalo, Geralt.

—Para el anfitrión. —El brujo hizo una leve reverencia en dirección a Emiel Regis—. ¿Dónde están tus maneras, Jaskier?

—Os ruego que me perdonéis —rechazó el alquimista—, pero no me permito el uso de ningún estimulante. La salud ya no es lo que era, así que tuve que renunciar a… muchos placeres.

—¿Ni siquiera un sorbito?

—Es una cuestión de principios —explicó tranquilo Regis—. Nunca quiebro los principios que yo mismo me impongo.

—Os admiro y envidio por vuestra principialidad —Geralt bebió un poquito de la probeta, tras un instante de vacilación se la tomó hasta el fondo. Algo molestaban en la degustación las lágrimas que se escapaban de los ojos. Un calor vivo se repartía por el estómago—. Iré a por Milva —se ofreció, dando la probeta al enano—. No os lo traseguéis todo antes de que volvamos.

Milva estaba sentada cerca de los caballos, bromeando con la muchacha pecosa que había llevado todo el día en el arzón. Cuando se enteró de la hospitalidad de Regis, al punto se encogió de hombros, pero no se hizo mucho de rogar.

Cuando entraron en la choza, encontraron al grupo contemplando las raíces de mandrágora almacenadas.

—Las veo por primera vez —reconoció Jaskier, haciendo girar entre sus dedos un bulbo radicoso—. Ciertamente, recuerda algo a un ser humano.

—Doblado por el lumbago —afirmó Zoltan—. Y este otro, oh, que ni pintado, una moza preñada. Aquél, por su parte, con perdón, como dos personas ocupadas en la jodienda.

—Sólo una cosa ha vuestra cabeza. —Milva tragó con gallardía la probeta, tosió con fuerza sobre el puño—. Que me… ¡Fuertecillo, este aguardiente! ¿De veras es de pucelesta? ¡Ja, uséase, que bebemos pociones mágicas! No todos los días se puede. Gracias, señor barbero.

—Con el mayor gusto.

La probeta, rellenada consecuentemente, dio vueltas por la compañía, incrementando el humor, el vigor y la locuacidad.

—La tal mandrágora, a lo que he oído, es una verdura de grande poder mágico —dijo Percival Schuttenbach con convencimiento.

—Y que lo digas —confirmó Jaskier, dicho lo cual engulló, se agitó y comenzó a hablar—. ¿Acaso hay pocos romances acerca de ello? Los hechiceros usan la mandrágora para los elixires, gracias a los cuales conservan la juventud. Las hechiceras, además, hacen ungüentos de alraune a los que llaman glamarye. Una hechicera que se ha dado un ungüento de éstos se hace tan hermosa y tan encantadora que los ojos se salen de las órbitas. También habéis de saber que la mandrágora es un fuerte afrodisíaco y que se la usa para la magia erótica, en especial para quebrar la oposición de las muchachas. De ahí el nombre popular de la mandrágora: pucelesta. Es decir, hierba que celestinea a las putas.

—Gañán —comentó Milva.

—Y yo he oído —dijo el gnomo, alzando la probeta llena— que cuando se saca de la tierra la raíz de la alraune, la planta llora y se queja como viva.

—Bah —dijo Zoltan, sirviéndose de la tina—. ¡Si sólo se quejara! La mandrágora, dicen, grita de modo tan horrible que se pueden perder los sesos por ello, y para colmo, sortilegios aúlla y maldiciones lanza contra aquél que la arranca de la tierra. Tal riesgo se puede pagar con la vida.

—Para mí que to eso no son más que cuentos de borricos. —Milva tomó la probeta de su mano, bebió con brío y se estremeció—. No ha de ser posible que una verdura tenga tanta fuerza.

—¡Verdad de la buena! —gritó con ardor el enano—. Mas los sagaces herboristas hallaron el modo de guardarse. Cuando se encuentra una alraune hay que atar una soga a las raíces, el otro cabo de la soga entonces ha de atarse a un perro…

—O a un puerco —dijo el gnomo.

—O a un jabalí —añadió serio Jaskier.

—Tontunas, poeta. La cosa está en que el chucho o el puerco arranquen de la tierra a la mandrágora, a lo que las maldiciones y hechizos de la verdura le caerán al animal que tira della, el herborista se sienta lejos y seguro, entre los matojos oculto, lo ve todo. ¿Qué, señor Regis? ¿Lo digo bien?

—El método es interesante —reconoció el alquimista, con una sonrisa enigmática—. Sobre todo por su ingenio. El fallo es, sin embargo, que se trata de una complicación excesiva. Lo cierto es que en teoría bastaría con la cuerda, sin bestia de tiro. No juzgo a la mandrágora dotada de la capacidad de reconocer quién tira de la cuerda. Los hechizos y las maldiciones deberían caer sobre la cuerda, que es al fin y al cabo más barata y menos problemática en su uso que el perro, por no mencionar al cerdo.

—¿Os burláis?

—En absoluto. Ya he dicho que admiro el ingenio. Porque aunque la mandrágora, contra toda opinión general, no es capaz de lanzar hechizos ni maldiciones, es sin embargo cuando está fresca planta fuertemente tóxica, con tanta potencia que incluso es venenosa la tierra que hay alrededor de sus raíces. Unas gotas de jugo fresco en el rostro o en una mano herida, bah, incluso aspirar el vapor puede tener consecuencias fatales. Yo uso máscara y guantes, lo que no quiere decir que tenga algo contra el método de la cuerda.

—Humm… —reflexionó el enano—. ¿Y el tal grito terrible que la alraune emite al arrancársela es cosa cierta?

—La mandrágora no posee cuerdas vocales —explicó sereno el alquimista—. Lo que es más bien típico para las plantas, ¿no es cierto? Sin embargo, la toxina liberada por los rizomas tiene un fuerte poder alucinógeno. Las voces, los gritos, susurros y otros ruidos no son otra cosa que las alucinaciones emitidas por el sistema nervioso central.

—Ja, lo olvidé. —De los labios de Jaskier, el cual se acababa de meter para el cuerpo una probeta, se alzó un bufido ahogado—. ¡La mandrágora es muy venenosa! ¡Y yo la cogí con la mano! Y ahora nos estamos mamando estas vinazas sin perdón…

—Sólo es tóxica la raíz fresca de la alraune —le tranquilizó Regis—. La mía es de estación y adecuadamente preparada, y el destilado está filtrado. No hay motivo de preocupación.

—Por supuesto que no lo hay —Zoltan estuvo de acuerdo—. El orujo siempre será orujo, se lo puede destilar de cicuta, de ortiga, de escamas de pescado y de cordones. Pasa el vaso, Jaskier, que hay cola.

La probeta consecutivamente rellenada recorrió toda la compaña. Todos se sentaron con comodidad en el suelo de arcilla. El brujo siseó y maldijo, corrigió su posición, porque al sentarse el dolor le había atravesado de nuevo la rodilla. Vio que Regis le miraba con atención.

—¿Una herida reciente?

—No mucho. Pero molesta. ¿Tienes por aquí alguna hierba que pueda aminorar el dolor?

—Depende del tipo de dolor —sonrió levemente el barbero—. Y de sus causas. En tu sudor, brujo, percibo un extraño olor. ¿Te curaron con magia? ¿Te dieron enzimas y hormonas mágicas?

—Me dieron diversos medicamentos. No tenía ni idea de que todavía podían olerse en mi sudor. Tienes un olfato sensible de la leche, Regis.

—Cada persona tiene sus virtudes. Para contrapesar los defectos. ¿Qué lesión te curaron mágicamente?

—Tenía la mano rota y la caña del hueso del muslo.

—¿Cuánto hace?

—Algo más de un mes.

—¿Y ya andas? Increíble. Las dríadas de Brokilón, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Sólo las dríadas conocen los medicamentos capaces de reconstruir tan deprisa los tejidos óseos. En tus manos veo puntos negros, los sitios donde clavaron las raíces de conynhael y los tallos simbióticos de consuelda púrpura. Sólo las dríadas saben hacer uso de la conynhael, y la consuelda púrpura no crece fuera de Brokilón.

—Bravo. Una deducción sin fallos. A mí, sin embargo, me interesa algo distinto. Me rompieron el hueso del muslo y el antebrazo. No obstante, siento un dolor intenso en la rodilla y en el codo.

—Típico. —El barbero meneó la cabeza—. La magia de las dríadas te reconstruyó los huesos afectados, pero al mismo tiempo provocó una pequeña revolución en las terminaciones nerviosas. Un efecto secundario que se siente con más fuerza en las extremidades.

—¿Me puedes ayudar en algo?

—Con nada, lo siento. Todavía durante largo tiempo podrás prever sin fallo cuándo se avecina mal tiempo. El invierno fortalece los dolores. Sin embargo, no te recomendaría que usaras anestésicos fuertes. Sobre todo narcóticos. Eres un brujo, en tu caso se trata de algo absolutamente desaconsejable.

—Así que lo mejor es tu mandrágora. —El brujo alzó la probeta llena que le acababa de dar Milva, la bebió hasta el culo y tosió hasta que las lágrimas le vinieron a los ojos—. Joder, ya me siento mejor.

—No estoy seguro —Regis sonrió con los labios apretados— de que estés curando la enfermedad adecuada. Te recuerdo también que se deben curar las causas, no los síntomas.

—No en el caso de este brujo —casi jadeó el ya coloradote Jaskier, que estaba escuchando la conversación—. A él precisamente, para sus preocupaciones, el aguardiente le viene bien.

—A ti también debiera venirte. —Geralt congeló al poeta con la mirada—. Sobre todo si te entumeciera la lengua.

—Yo no contaría con ello —sonrió de nuevo el barbero—. En el preparado se incluye la belladona. Muchos alcaloides, entre ellos la escopolamina. Antes de que la mandrágora os tumbe, todos me daréis inevitablemente un alarde de elocuencia.

—¿Un alarde de qué? —preguntó Percival.

—De hablar mucho. Perdón. Usemos palabras más sencillas.

Geralt torció los labios en una pseudosonrisa.

—Cierto —dijo—. Fácil es caer en manierismos y comenzar a usar tales palabras a diario. La gente entonces te tiene por un payaso arrogante.

—O por un alquimista —dijo Zoltan Chivay, rellenando la probeta.

—O por un brujo —bufó Jaskier— que ha leído de más para poder imponer a cierta hechicera. Las hechiceras, señores míos, no se vuelven tan locas por nada como por los cuentos rebuscados. Digo la verdad, ¿no, Geralt? Venga, cuéntanos algo…

—Deja pasar la vez, Jaskier —le cortó Geralt con voz fría—. Los alcaloides contenidos en este aguardiente actúan demasiado deprisa sobre ti. Hablas de más.

—Ya podrías terminar con esos secretos tuyos, Geralt. —Zoltan frunció el ceño—. Jaskier no nos ha contado mucho nuevo. No puedes evitar el ser una leyenda andante. Las historias de tus aventuras se interpretan en los teatros de títeres. Entre ellas la historia de ti y la hechicera de nombre Guinevere.

—Yennefer —le corrigió Regis a media voz—. Vi uno de esos espectáculos. La historia de la caza de un djinn, si no me engaña la memoria.

—Estuve en esa caza —se enorgulleció Jaskier—. Lo que nos reímos, os digo…

—Cuéntaselo a todos. —Geralt se levantó—. Bebiendo y coloreándolo bien bonito. Yo me voy a dar un garbeo.

—Eh —se indignó el enano—. No hay por qué enfadarse.

—No me has entendido, Zoltan. Voy a aliviar la vejiga. En fin, hasta a las leyendas andantes les pasan estas cosas.

La noche era fría, del diablo. Los caballos golpeaban con los cascos y relinchaban, el vapor les salía por los ollares. La choza del barbero, bañada por la luz de la luna, parecía realmente de cuento. Exactamente como la cabaña de la bruja del bosque. Geralt se abotonó los pantalones.

Milva, que había salido de la casa poco después que él, carraspeó insegura. La larga sombra de ella llegaba hasta donde la de él.

—¿Por qué remoloneas tanto y tardas en volver? —preguntó—. ¿Es que tanto enfado en verdad te dieron?

—No —repuso.

—¿Y entonces por qué leches andurreas acá solo, bajo la luna?

—Estoy contando.

—¿Qué?

—Desde que nos fuimos de Brokilón han pasado doce días, durante los cuales he recorrido unas sesenta millas. Ciri, por lo que dicen los rumores, está en Nilfgaard, la capital imperial, un lugar del que me separan según estimaciones más bien precavidas unas dos mil quinientas millas. Un simple cálculo permite darse cuenta de que a esta velocidad llegaré allí dentro de un año y cuatro meses. ¿Qué dices a esto?

—Nada. —Milva se encogió de hombros. Carraspeó de nuevo—. Contar no sé tan bien como tú cuentas. Y entoavía menos leer y escribir. Soy una moza de pueblo, tonta y simplona. Compañía alguna no soy para ti. Ni amiga pa contar las penas.

—No hables así.

—Si no fuera verdad —se volvió bruscamente—, ¿por qué cuernos me cuentas esos días y esas millas? ¿Para que te dé consejo? ¿Para que te anime? ¿Para que tus miedos eche, ahogue tus penas, las que más amargas son que el dolor en tu rodilla? ¡No sé! Otra necesitas. Aquélla de la que Jaskier habló. Lista, letrada. Amada.

—Jaskier es un charlatán.

—Cierto. Mas a veces charlotea con la testa. Volvamos, quiero beber más.

—¿Milva?

—¿Lo qué?

—Nunca me has dicho por qué te decidiste a venir conmigo.

—Nunca me preguntaste.

—Ahora pregunto.

—Ahora es ya tarde. Ahora ni yo misma lo sé.

—Bueno, por fin estáis aquí —se alegró al verlos Zoltan, con la voz ya claramente cambiada—. Y antretanto nosotros, imaginaos, habernos decidido que Regis se viene con nosotros.

—¿De verdad? —El brujo miró al barbero con atención—. ¿Por qué esa decisión tan repentina?

—Don Zoltan —Regis no bajó los ojos— me ha convencido de que estos alrededores están envueltos en una guerra mucho más importante de lo que daban a entender los relatos de los fugitivos. Volver a aquel lado no es posible, quedarse en este despoblado no parece buena idea. Viajar solo tampoco.

—Y nosotros, aunque en absoluto nos conoces, tenemos el aspecto de aquéllos con los que se puede viajar seguro. ¿Te ha bastado echar un vistazo?

—Dos —respondió el barbero con una leve sonrisa—. Uno a las mujeres que protegéis, el otro a sus hijos.

Zoltan bufó con fuerza, rascó la probeta contra el fondo de la tina.

—Las apariencias pueden engañar —se burló—. Puede que tengamos intenciones de vender a esas hembras como esclavas. Percival, joder, haz algo con este aparato. Abre algo el grifo o así. Queremos beber y gotea como sangre de la nariz.

—La enfriadera no da abasto. El orujo saldrá caliente.

—No importa. La noche es fría.

El aguardiente calentorro avivó con fuerza las conversaciones. Jaskier, Zoltan y Percival tomaron color, las voces se cambiaron aún más, en el caso del poeta y del gnomo se podía hablar en realidad de un balbuceo. Al entrarles el hambre, los compadres masticaron carne de caballo fría y mordisquearon unas raíces de rábanos silvestres que encontraron en la casa. Los rábanos eran tan fuertes como el aguardiente y se les saltaban las lágrimas. Pero añadían fuego a la discusión.

Regis de pronto mostró su asombro cuando resultó que el objetivo final de la peregrinación no era el enclave en la cordillera de Mahakam, la eterna y segura sede de los enanos. Zoltan, que se había vuelto todavía más parlanchín que Jaskier, afirmó que no iba a volver bajo ningún concepto a Mahakam y dio rienda suelta a su desagrado respecto al orden allá reinante, sobre todo en lo que respectaba a la política y el poder absoluto del estarosta de Mahakam y de todos los clanes de enanos, Brouver Hoog.

—¡Seta vieja! —gritó, y escupió en el hogar del horno—. Le miras y no sabes si está vivo o la ha espichao. Casi ni se menea, y mejor, porque se tira peos cada vez que se mueve. No hay forma de saber qué dice, porque se le pegaron la barba y los bigotes de los sopones que se ha comido. Pero gobierna a todos y a todo, todos tienen que bailar a su música…

—Sin embargo, resulta difícil afirmar que la política del estarosta Hoog sea mala —le cortó Regis—. Gracias a su acción decidida, los enanos se separaron de los elfos y ya no luchan junto con los Scoia’tael. Y gracias a eso terminaron los pogromos y no llegó a darse la expedición de castigo a Mahakam. La condescendencia en los contactos con los humanos produce sus frutos.

—Y una mierda. —Zoltan se echó la probeta para el cuerpo—. El viejo cabrón no buscaba ninguna condescendencia en el asunto de los Ardillas, sino que demasiados mozos dejaban el trabajo en las minas y las herrerías y se unían a los elfos para, en sus comandos, vivir aventuras y tener libertad. Cuando este fenómeno llegó a alcanzar las características de un problema, Brouver Hoog ató a los mocosos bien corto. Un pito le importaban a él los humanos asesinados por los Ardillas, y se reía de las represiones que por esa razón les caían a los enanos, entre ellas esos pogromos vuestros tan famosos. Estos últimos no le importaban un güevo ni le importan, porque considera como renegados a los enanos asentados en las ciudades. En lo que toca a esa amenaza en forma de una expedición de castigo a Mahakam, no me hagáis reír, queridos míos. Ninguna amenaza hay ni la ha habido porque ninguno de los reyes se atrevería a rozar Mahakam ni siquiera con los dedos. Y os digo más: incluso los nilfgaardianos, si consiguieran hacerse con los valles que rodean el macizo, no se atreverían a marchar sobre Mahakam. ¿Sabéis por qué? Os lo diré: Mahakam es acero. Y no de cualquier clase. Allí hay carbón, hay magnetitas rojas, hay yacimientos a flor de tierra. Por todos lados y todo gratis.

—Y la técnica está en Mahakam —cortó Percival Schuttenbach—. ¡Siderurgia y metalurgia! Hornos bien grandes, y no chimeneíllas de mierda. Martinetes de agua y de vapor…

—Aquí tienes, Percival, refréscate —Zoltan le dio al gnomo la recién rellenada probeta—, porque nos aburres con tu técnica. Pero no todos saben que Mahakam exporta acero. A los reinos, pero también a Nilfgaard. Y si alguien nos levanta la mano, destruimos los talleres e inundamos las minas. Y entonces os haréis la guerra, humanos, pero con palos de roble, pedernales y quijadas de burro.

—Tan molesto que estás con Brouver Hoog y el poder en Mahakam —advirtió el brujo— y de pronto has empezado a decir «nosotros».

—Por supuesto —confirmó el enano con apasionamiento—. Existe algo llamado solidaridad, ¿o no? Reconozco que me hincha un poco el orgullo el que hayamos sido más listos que los presuntuosos de los elfos. No me lo negaréis, ¿eh? Los elfos fingieron durante algunos cientos de años que vosotros, los humanos, no existíais. Miraban al cielo, olisqueaban flores y a la vista de un ser humano apartaban sus ojos pintarrajeados. Y cuando resultó que esto no servía de nada, de pronto se despertaron y echaron mano a las armas. Decidieron matar y dejarse matar. ¿Y nosotros, los enanos? Nosotros nos adaptamos. No, no nos dejamos someter por vosotros, ni lo soñéis. Fuimos nosotros los que os sometimos a vosotros. Económicamente.

—En honor a la verdad —habló Regis—, a vosotros os fue más fácil adaptaros que a los elfos. A los elfos les integra la tierra, el territorio. A vosotros os integra el clan. Donde está el clan, allí está la patria. Incluso si alguna vez algún rey corto de vistas atacara Mahakam, podéis inundar las minas e iros sin pena a algún otro sitio. A otras montañas más lejanas. O incluso a las ciudades de los humanos.

—¡Cierto! En vuestras ciudades se puede vivir estupendamente.

—¿Incluso en los guetos? —Jaskier tomó aliento después de un copazo de aguardiente.

—¿Y qué tienen de malo los guetos? Me gusta vivir entre los míos. ¿Para qué quiero yo integrarme?

—Para que nos permitan entrar en los gremios. —Percival se limpió la nariz con la manga.

—Al final alguna vez nos lo permitirán —habló con convencimiento el enano—. Y si no, haremos chapuzas o formaremos nuestros propios gremios, que decida una sana competencia.

—Y, sin embargo, Mahakam es más seguro que las ciudades —advirtió Regis—. Las ciudades pueden convertirse en cenizas en cualquier momento. Sería más razonable esperar el fin de la guerra en las montañas.

—Quien tenga ganas, que vaya. —Zoltan tomó de la tina—. A mí me gusta más la libertad y en Mahakam no la hay. No os hacéis una idea de qué aspecto tiene el ejercicio del poder del viejo. Últimamente se puso a organizar los asuntos que él llama sociales. Por ejemplo: si se pueden llevar tirantes o no. Comer la carpa de inmediato o esperar a que cuaje la gelatina que la cubre. Si tocar la ocarina está de acuerdo con nuestra tradición secular enanil o se trata de nocivas influencias de la podrida y decadente cultura humana. Después de cuántos años de trabajo se puede realizar una petición para tomar mujer estable. Con qué mano hay que limpiarse. A qué distancia de la mina se permite silbar. Y parecidos asuntos de vivo interés. No, muchachos, yo no vuelvo al monte Carbón. No tengo ganas de pasarme la vida currando en la mina. Cuarenta años en el fondo, si antes no me jode el metano. Pero nosotros tenemos otros planes, ¿verdad, Percival? Nosotros ya nos hemos asegurado el futuro…

—Futuro, futuro… —El gnomo bebió la probeta, sacó un moco y contempló al enano con una mirada algo nebulosa—. No digamos ni pío, Zoltan. Porque entodavía nos pueden pillar, y entonces nuestro futuro será la soga… O Drakenborg.

—¡Cierra el pico! —gritó el enano, mirándole amenazadoramente—. ¡Has hablado de más!

—La escopolamina —murmuró Regis por lo bajo.

El gnomo decía tonterías. Milva estaba sombría. Zoltan, olvidando que ya lo había hecho, contó todo sobre Hoog, la vieja seta, el estarosta de Mahakam. Geralt, olvidando que ya lo había oído, escuchaba. Regis también escuchaba e incluso añadía comentarios, completamente tranquilo ante el hecho de que era el único sobrio en una cuadrilla bastante borracha ya. Jaskier picoteaba el laúd y cantaba.

No es poco común mujeres bellas y duras ver,

cuanto más altivo el árbol, más cuesta subirse a él.

—Idiota —comentó Milva. Jaskier no se inmutó.

Con la moza puede y el árbol quien tonto no sea,

hay que la hacha meter y se acabó el problema.

—El cáliz… —farfullaba Percival Schuttenbach—. La copa, quiero decir… Hecha de un solo cacho de ópalo lechoso… Oh, así de grande. La encontré en la cumbre del monte Montsalvat. Tenía los bordes guarnecidos de jaspe y la base era de oro. Un verdadero milagro…

—No le deis más vodka —dijo Zoltan Chivay.

—Ahora, ahora —Jaskier se interesó, también farfullando—. ¿Qué pasó con aquella copa legendaria?

—La cambié por una mula. Necesitaba una mula para llevar la carga… corindón y cristal de carbón. Tenía de ello… Eeeeh… Un montón… Eeeep… La carga, es decir, era pesada, sin mula, ni un paso… ¿Para qué coño quería yo la puta copa?

—¿Corindón? ¿Cristal de carbón?

—Bueno, en vuestro idioma, rubíes y diamantes. Vienen bastante bien.

—Ya lo creo.

—Para los taladros y las limas. Para los rodamientos. Tenía un montón de ellos…

—¿Lo oyes, Geralt? —Zoltan agitó la mano y aunque estaba sentado, por poco no se cae de la agitación—. Como es canijo enseguida se ha puesto como una cuba. Ha soñado con un montón de diamantes. ¡Cuidado, Percival, que no se te cumpla el sueño! A medias. ¡Aquél que no tiene que ver con los diamantes!

—Sueños, sueños —balbuceó de nuevo Jaskier—. ¿Y tú, Geralt? ¿Has soñado otra vez con Ciri? ¡Porque has de saber, Regis, que Geralt tiene sueños proféticos! Ciri es una Niña de la Sorpresa, Geralt está enlazado con ella por lazos del destino, por eso la ve en sueños. Has de saber también que nosotros vamos a Nilfgaard, para quitarle nuestra Ciri al emperador Emhyr, que la ha raptado. ¡Pero lo lleva claro, el hijo de puta, porque se la vamos a quitar antes de que se dé cuenta! Os contaría más, muchachos, pero es un secreto. Un secreto terrible, oscuro y cruel… Nadie ha de enterarse de ello, ¿entendéis? ¡Nadie!

—Yo no he oído nada —aseguró Zoltan, mientras miraba con descaro al brujo—. Me da que me ha caído una tijereta en la oreja.

—Estas tijeretas son una verdadera plaga —reconoció Regis, haciendo como que se hurgaba en el oído.

—Vamos a Nilfgaard… —Jaskier se apoyó en el enano para mantener el equilibrio, lo que en buena medida resultó un error—. Esto es, como he dicho, un secreto. ¡Un secreto objetivo!

—Y en verdad está bien escondido. —El barbero asintió con la cabeza, al tiempo que miraba a Geralt, que estaba blanco de la rabia—. Analizando la dirección de vuestra marcha, incluso la persona más llena de sospechas no imaginaría nunca el objetivo de vuestro viaje.

—Milva, ¿qué te pasa?

—No me hables, idiota borracho.

—¡Je! ¡Está llorando! Eh, mirad…

—¡Vete al cuerno, te digo! —La arquera se limpió las lágrimas—. Porque te meto un tiento entre ceja y ceja, rascaversos de mierda… Pasa el vaso, Zoltan…

—No sé dónde se ha metido… —farfulló el enano—. Ah, aquí. Gracias, barbero… ¿Y dónde diablos está Schuttenbach?

—Ha salido. Hace algún tiempo. Jaskier, te recuerdo que prometiste que me contarías la historia de la Niña de la Sorpresa.

—Ahora, ahora, Regis. Sólo me echo un traguito… Y te cuento todo… Sobre Ciri, sobre el brujo… Con detalles…

—¡Para joder a los hijos de puta!

—¡Más bajo, enanos! ¡Que vais a alborotar a la mocería que duerme ante la choza!

—No te enfades, arquera. Aquí tienes, bebe.

—Eech. —Jaskier pasó por la cabaña una mirada ligeramente perdida—. Si me viera ahora la condesa de Lettenhove…

—¿Quién?

—No importa. Joder, es verdad que este orujo suelta la lengua… Geralt, ¿te echo más? ¡Geralt!

—Déjale en paz —dijo Milva—. Que sueñe.

El establo que estaba en las afueras de la aldea vibraba con música, la música les llegó antes de que se acercaran, les llenó de excitación. Contra su voluntad, comenzaron a balancearse en las sillas de los caballos que iban al paso, primero al ritmo de un sordo chasquido de tambor y bajo, luego, cuando estuvieron más cerca, al compás de una melodía que surgía de la zanfona y de los pitos. La noche era fría, la luna estaba en fase de llena, a su resplandor la cabaña, brillando con luz que latía a través de las ranuras entre las tablas, parecía como un castillo encantado de los cuentos.

Por las puertas del establo surgían ruidos y destellos, pulsantes a causa de las parejas que bailaban.

Cuando entraron la música se apagó de inmediato, se disolvió en un acorde agudo y falso. Los villanos sudorosos y cansados por el baile se apartaron, bajando del tablado, se acurrucaron junto a las paredes y los postes. Ciri, que iba junto a Mistle, vio los ojos desencajados de miedo de las muchachas, observó la mirada dura, obstinada y dispuesta a todo de los hombres y los muchachos. Escuchó los susurros crecientes y el ronroneo, más ruidoso que el templado berrido de una gaita, que el zumbido de insecto de los violines y las zanfonas. Un susurro. Ratas… Ratas… Bandoleros…

—Sin miedo —dijo Giselher en alta voz mientras lanzaba a los enmudecidos músicos un saquete lleno y tintineante—, hemos venido a divertirnos. La fiesta es para todos, ¿no es cierto?

—¿Dónde está la cerveza? —Kayleigh meneó otra bolsa—. ¿Y dónde está aquí la hospitalidad?

—¿Y por qué está todo tan silencioso aquí? —Chispa miró a su alrededor—. ¡Hemos bajado de los montes para divertirnos y no a un funeral!

Uno de los aldeanos quebró por fin la indecisión y se acercó a Giselher con una jarra de barro de la que se derramaba la espuma. Giselher la aceptó con una reverencia, bebió, lo agradeció con cortesía y educación. Unos cuantos muchachos gritaron con entusiasmo. Pero los otros callaban.

—Eh, compadres —gritó de nuevo Chispa—. ¡Tengo ganas de bailar, pero veo que primero hay que menearos!

Junto a la pared del establo había una pesada mesa llena de cacharros de barro. La elfa dio unas palmadas y saltó con agilidad sobre la tabla de roble. Los muchachos recogieron los cacharros a toda prisa y los que no acertaron a recoger, Chispa los tiró a patadas.

—Venga, señores tocadores —apoyó los puños en las caderas, agitó los cabellos—. Enseñadme lo que sabéis. ¡Música!

Dio un rápido compás con los tacones. El tambor lo repitió, el bajo y el salterio los siguieron. Los caramillos y la zanfona alzaron la melodía, complicándola rápidamente, obligando a Chispa a cambiar el paso y el ritmo. La elfa, coloreada y ligera como una mariposa, se adaptaba con facilidad, bailoteaba. Los aldeanos comenzaron a dar palmas.

—¡Falka! —gritó Chispa, entrecerrando los ojos alargados con un fuerte maquillaje—. ¡Eres rápida con la espada! ¿Y en el baile? ¿Eres capaz de seguirme el paso?

Ciri se liberó de los brazos de Mistle, se desenrolló el pañuelo del cuello, se quitó la boina y el capote. Dio un paso y se encontró en la mesa, junto a la elfa. Los muchachos gritaban con entusiasmo, el tambor y el bajo golpeaban, la gaita cantaba con sonido lastimero.

—¡Tocad, músicos! —gritó Chispa—. ¡Seguid el oído! ¡Y con brío!

Inclinándose a un lado y echando muy hacia atrás la cabeza, la elfa encogió los pies, bailoteó, golpeó con los tacones en un rítmico y rápido staccato. Ciri, hechizada por el ritmo, repitió los pasos. La elfa sonrió, saltó, cambió el ritmo. Ciri, con un brusco tirón de la cabeza, se retiró los cabellos de la frente, la siguió con perfección. Bailotearon las dos al mismo tiempo, cada una como un reflejo especular de la otra. Los muchachos aullaban, gritaban bravos. La zanfona y los violines se alzaron en un agudo canto, haciendo pedazos los profundos y cadenciosos ritmos del bajo y los gemidos de la gaita.

Las dos bailaban, tiesas como juncos, tocándose los codos, con las manos apoyadas en las caderas. Las chapas de los tacones daban el ritmo, la mesa se movía y temblaba, a la luz de las velas de sebo y los candiles se agitaba el polvo.

—¡Más rápido! —Chispa apremió a los músicos—. ¡Con brío!

Aquello ya no era música, aquello era la locura.

—¡Baila, Falka! ¡Olvídate de todo!

Tacón, punta, tacón, punta, tacón, paso adelante, paso atrás, movimiento con los brazos, los puños en las caderas, tacón, tacón. La mesa tiembla, la luz ondea, la masa ondea, todo ondea, el establo entero baila, baila, baila… La masa aúlla, Giselher aúlla, Asse aúlla, Mistle se ríe, da palmadas, todos dan palmadas y patalean, el establo tiembla, la tierra tiembla, tiemblan los cimientos del mundo. ¿El mundo? ¿Qué mundo? No hay otro mundo, no hay nada, sólo hay baile, baile… Tacón, punta, tacón… Los codos de Chispa… Fiebre, fiebre… Ya sólo chirrían los violines, los caramillos, el bajo y la gaita, el tamborilero sólo alza y baja los palillos, ya no es necesario, ellas marcan el ritmo, Chispa y Ciri, sus tacones, la mesa hasta crepita y se balancea, crepita y se balancea todo el establo… El ritmo, el ritmo está en ellas, la música está en ellas, ellas son la música.

Los cabellos oscuros de Chispa bailan sobre su cabeza y sus hombros. Las cuerdas de la zanfona soportan un canto febril, ardiente, que alcanza los registros más altos. La sangre aporrea las sienes.

Olvidarse. Ser olvidado.

—Soy Falka. ¡Siempre fui Falka! ¡Baila, Chispa! ¡Da palmas, Mistle!

El violín y la flauta terminan la melodía con un acorde alto y agudo, Chispa y Ciri puntúan el fin del baile con una tormenta de taconeos simultáneos y sus codos no pierden por ello el contacto. Ambas jadean, agotadas, sudorosas, se echan la una sobre la otra de pronto, se abrazan, llenándose mutuamente de sudor, calor y felicidad. El establo explota en un gran estruendo, las palmadas de decenas de manos.

—Falka, diablillo —jadea Chispa—. Si nos aburrimos de saltear por los caminos siempre podemos ganarnos la vida como bailarinas…

Ciri también jadea. No es capaz de decir ni palabra. Sólo sonríe espasmódicamente. Por sus mejillas corren las lágrimas.

En la multitud, de pronto, un grito, agitación. Kayleigh empuja con violencia a un fuerte aldeano, el aldeano empuja a Kayleigh, ambos se encuentran en un abrazo, se suceden los puños en alto. Reef se acerca, a la luz de las antorchas brilla un estilete.

—¡No! ¡Quietos! —grita Chispa—. ¡Nada de peleas!

—¡Ésta es una noche para bailar! —La elfa toma a Ciri de la mano, ambas revolotean de la mesa al tablado—. ¡Músicos, tocad! ¡Quien quiera mostrar cómo sabe saltar, que venga con nosotras! ¡Venga! ¿Quién se atreve?

El bajo zumba monótono, a su zumbido se añade el chirrido cruel de la gaita, después de lo cual viene el agudo canto de la zanfona. Los aldeanos sonríen, se empujan los unos a los otros, vencen su vacilación. Uno, fuerte y de cabellos claros, toma a Chispa. Otro, joven y delgado, se inclina indeciso ante Ciri. Ciri echa hacia atrás la cabeza con desprecio, pero de inmediato sonríe dando su aprobación. El muchacho posa sus manos en su talle, Ciri pone las suyas en sus hombros, el contacto la corta como un relámpago de fuego, la llena de un deseo escondido.

—¡Con brío, músicos!

El establo tiembla con los gritos, vibra con el ritmo y la melodía.

Ciri baila.