Henry Powell
El término bucanero, en francés boucanier, se aplica generalmente a ciertos piratas que durante el siglo XVII causaron grandes estragos en los asentamientos españoles de las Indias Occidentales[1], la tierra firme adyacente y las costas de Chile y Perú, y cuyas hazañas serán objeto de descripción en las siguientes páginas. El término bucanero fue, sin embargo, aplicado con mayor precisión a un grupo de cazadores de toros y vacas de todas las naciones, pero sobre todo franceses, que llevaban a cabo sus actividades en los bosques de las regiones occidentales y noroccidentales de la isla de La Española. Circunstancias que se describen más adelante hicieron que estos cazadores combinaran el comercio de ganado con la piratería, y consecuentemente el nombre de bucanero perdió su significado original de cazador y adquirió el moderno y más conocido de pirata.
Nuestros lectores, acostumbrados a unas comunicaciones altamente organizadas con todas las partes del globo no pueden entender plenamente la magnitud de la tarea realizada por los primeros exploradores y colonizadores del Nuevo Continente, y menos aún la extraordinaria rapidez con que españoles y portugueses llevaron a cabo la exploración y colonización del Nuevo Mundo; todo ello con medios que ahora nos parecerían ridículamente inadecuados dada la enorme extensión de los territorios recién descubiertos. Escasa justicia ha hecho la posteridad a la entusiasta energía y perseverancia de los nativos de la península Ibérica, que durante la primera mitad del siglo XVI, al menos cincuenta años antes que cualquier otra nación europea, establecieron su dominio sobre las islas de las Indias Occidentales, América Central y América del Sur. Para ello sometieron a los grandes y poderosos imperios de México y Perú, y cubrieron los territorios conquistados con numerosos y florecientes asentamientos, que se extendían desde Florida hasta el Río de la Plata, por un lado, y desde California a Chile por el otro. Tampoco la enorme emigración que siguió a las conquistas llama menos la atención, si consideramos que se llevó a cabo simultáneamente a los grandes descubrimientos y asentamientos de las Indias Orientales, y durante una guerra prolongada y a gran escala contra las principales naciones de Europa. Tan rápido y sorprendente fue el éxito de los conquistadores y colonizadores españoles y portugueses, como efímero a la larga, y otras naciones, que empezaron muchos años después con desventajas respecto al suelo y el clima, han logrado resultados mayores y más duraderos, como queda patente al comparar Estados Unidos y Canadá con las repúblicas centroamericanas y sudamericanas. Este fracaso, aparte de causas religiosas y raciales, debe atribuirse a la política comercial (notoria por su egoísmo en una época de egoísmo extremo) adoptada por la madre patria, España, en sus relaciones con sus colonias. Incluso hoy en día los ministros coloniales de las grandes potencias pueden aprender muchas lecciones útiles estudiando un sistema fiscal especialmente diseñado para proteger los intereses de unos pocos comerciantes a costa, y haciendo caso omiso de los deseos expresados por los colonos.
Poco después del descubrimiento de América, y con el fin de resolver el conflicto entre España y Portugal respecto al derecho a las regiones recién descubiertas, el papa Alejandro VI emitió su famosa donación, por la que dio a España la totalidad de América excepto Brasil, que fue asignado a Portugal. En virtud de esta donación los Reyes de España excluyeron no solo a los extranjeros, sino también a sus propios súbditos no españoles del acceso al continente americano y las islas, y por un tiempo tuvieron éxito en evitar que todas las demás naciones comerciaran o incluso atracaran en el Nuevo Mundo. Esta exclusión no pudo, sin embargo, mantenerse, y en una época muy temprana nos encontramos con comerciantes de los Países Bajos e Inglaterra visitando las islas. Estos fueron seguidos por Hawkins, Drake y otros en calidad de esclavistas y aventureros mercantes, además de los franceses, que también aparecieron más tarde. Es lógico pensar que los comerciantes extranjeros no hubieran emprendido viajes tan largos y peligrosos sin el considerable estímulo de los colonos que, dependiendo de otra manera de las flotas enviadas anualmente a Europa, encontraron sin duda ventajosa la evasión de las leyes fiscales de su propio gobierno. De esta manera podían obtener, no solamente bienes europeos a bajo precio, sino también lo que para ellos era de suma importancia: una fuente de trabajadores en forma de esclavos negros de África.
Para acabar con los intrusos comerciantes extranjeros, el gobierno español financió buques patrulla armados, o guardacostas[2], y era común ordenar a sus oficiales que destruyeran todas las naves foráneas con las que se encontraran sin hacer prisioneros. En el caso de los asentamientos extranjeros en tierras desocupadas, se enviaban soldados a destruir los edificios y las plantaciones, y masacrar a los habitantes. Duras medidas como estas tuvieron su efecto natural, y en poco tiempo los intrusos aprendieron a combatir la fuerza con la fuerza, asociarse para una defensa común y tratar a todos los españoles como enemigos. Como es natural, los marineros, comerciantes y colonos extranjeros se sumieron en un estado de guerra perpetua con los distintos gobiernos locales. En relativamente poco tiempo el comercio marítimo entre las diversas colonias, con excepción de las flotas anuales –que generalmente tenían una numerosa tripulación y estaban fuertemente armadas–, fue aniquilado o pasó a manos de los intrusos extranjeros.
A las reclamaciones dirigidas a los diversos príncipes europeos por los daños cometidos por sus súbditos en aguas americanas, la respuesta habitual venia a ser que el Rey de España tenía libertad para proceder a su antojo contra todas las personas que actuasen sin su autorización. Isabel de Inglaterra, con la mayor franqueza, respondió que los propios españoles eran los culpables de la depredación de la que se quejaban, causada exclusivamente por su propio trato severo e injusto. No entendía por qué sus súbditos debían ser excluidos del comercio en América, ni reconocía derechos otorgados por el Obispo de Roma sobre tierras de las que España no estaba en posesión real. Este insatisfactorio estado de cosas (agravado por las diferencias religiosas) duró desde las primeras visitas de Hawkins, Drake y otros hasta el final de la Guerra de los Treinta Años. Durante este período los intrusos recibieron refuerzos continuamente, por un lado de los bucaneros de La Española, y por otro de los corsarios de todas las naciones que servían bajo bandera protestante, como los Gueux de la Mer, o mendigos del mar de los insurrectos Países Bajos, hugonotes franceses, etc.
La isla de La Española, o Haití, fue descrita por los primeros descubridores en términos elogiosos como una isla de gran belleza y fertilidad, y con una población de al menos un millón de habitantes. Pero veinte años de (mal llamado) gobierno español redujo a los habitantes aborígenes a menos de sesenta mil, y a la tierra (aparte de un par de pequeños pueblos y plantaciones dispersas) a un estado de selva virgen habitada solamente por ganado salvaje y algunos cazadores indios errantes. Los comerciantes extranjeros pronto comenzaron a apreciar los atractivos que ofrecía el aislamiento de estas regiones y la facilidad para avituallarse y obtener madera y agua. Entre los productos de alimentación suministrados por los indios, la carne de vacuno y de cerdo curada por el proceso boucan obtuvieron una gran aceptación, y muchos marineros encontraron provechoso adoptar la vida de los cazadores. Pronto surgió un gran comercio de carne bucaneada. El encanto de la vida silvestre atrajo a la región un número creciente de europeos, que se dedicaban indistintamente a las actividades propias de los cazadores y de los corsarios. Así, muchos se convirtieron en plantadores, mientras que los corsarios (entre los cuales predominaba el elemento francés), se extendieron por la parte occidental de la isla. Con los años, esta región se convirtió en francesa, y durante mucho tiempo fue la posesión colonial más floreciente de la corona francesa. Su prosperidad duró hasta la Revolución de 1789, momento en que los habitantes negros, bajo el mando de Toussaint L’Ouverture, se rebelaron y, tras haber masacrado o expulsado a los blancos, establecieron una república; esta dio paso a un imperio, y de nuevo a una república. Finalmente, los negros franceses y españoles establecieron sus propios gobiernos republicanos, que han perdurado hasta nuestros días.
Aquí no están fuera de lugar algunas palabras para describir los usos y costumbres de los bucaneros, y para ilustrar los simples y eficaces medios por los que consiguieron la victoria sobre una nación, que en ese periodo disfrutaba de la más alta reputación militar.
El término buccaneer es la versión en inglés de la palabra francesa boucanier (es decir, uno que cura la carne por el proceso boucan). Es curioso que los piratas ingleses adoptaran el término de sus camaradas franceses, mientras que estos últimos tomaban el nombre de filibustier, que es la palabra inglesa freebooter pronunciada a la francesa. Otra denominación muy común por la cual se les conocía era Hermanos de la Costa, y estos rudos guerreros de todas las razas, acostumbrados a trabajar juntos independientemente de su nacionalidad, consideraban este último título particularmente apropiado y expresivo.
Para la caza de los búfalos y cerdos que pastaban en los bosques haitianos los cazadores solían formar partidas de un total de cinco o seis personas. Cada miembro estaba provisto de un mosquete, una bolsa con balas, un cuerno con pólvora y un cuchillo, y vestía prendas confeccionadas con cuero y teñidas con la sangre de los animales sacrificados. Nunca se usaron caballos ya que la naturaleza enmarañada del país hacía una persecución a pie más practicable. La carne, una vez obtenida, se cortaba en largas tiras (a veces en salazón cuando se requerían para un largo viaje), y la característica especial del proceso consistía en colocar la carne sobre boucans o barbacoas (es decir, parrillas construidas con palos verdes) y exponerla al humo de la madera, alimentando el fuego con la grasa, huesos y vísceras del animal muerto, así como restos de su pellejo. Este proceso le daba un sabor muy apetitoso a la carne, la cual, una vez curada, era normalmente de un color rojo brillante y se mantenía en buen estado durante un largo tiempo. La carne de cerdo se consideraba generalmente la mejor de las carnes boucaneadas, excepto por los salvajes indios caribes de las Antillas Menores, para quienes la carne a la brasa de un enemigo era el alimento más agradecido para un guerrero. La carne de vacuno charqui o cecina, a la que se alude con frecuencia en relatos de la época, se preparaba cortando la carne en tiras y secándola al sol —al ser este proceso más adecuado para un clima seco, se usó principalmente en Perú, Chile y el Río de la Plata.
Análogos en sus hábitos a los bucaneros de La Española fueron los cortadores de palo y cazadores de la península de Yucatán y Honduras. Al igual que aquellos, estaban acostumbrados a variar la monotonía de la tala de árboles y el pastoreo de bueyes con una incursión ocasional en los asentamientos españoles del contorno. No obstante, se debe reconocer en justicia que los cortadores de palo de Campeche no fueron los primeros agresores, pues de no haber sido por los abusos infligidos por las fuerzas españolas se habrían contentado con seguir su trabajo inadvertidos y en paz. La colonia de Honduras Británica[3] fue fundada por sus descendientes, que todavía continúan con el comercio del palo de Campeche y la caoba. Sería injusto no mencionar a los indios misquitos, los fieles amigos y aliados de los bucaneros que, debido a su gran afecto por los ingleses, sus conocimientos de navegación y su extraordinaria habilidad en las artes de la pesca –sobretodo en el uso del arpón–, eran miembros casi indispensables de toda expedición al Mar del Sur[4]. El cacique de los misquitos generalmente recibía una especie de investidura por parte de los gobernadores de Jamaica, y numerosos plantadores ingleses se asentaron entre los indios misquitos, sobretodo en la región de Bluefields. Este territorio ha sido absorbido desde hace algún tiempo por la república adyacente de Honduras.
Antes de embarcarse en una expedición, era costumbre de estos filibusteros celebrar una reunión preliminar para determinar el objeto de ataque, recaudar fondos, elegir a los oficiales y, en general, discutir todos los detalles menores. El siguiente paso era la elaboración de los estatutos para la firma de los aventureros, que les comprometían a contribuir al fondo común con una suma mínima fijada, guardar el debido orden y disciplina, y asignar el botín de la manera señalada en los estatutos. Un cierto número de participaciones, de dos a ocho según el rango, era asignado a cada oficial, y una a cada aventurero. No obstante, antes de repartir el botín entre los bucaneros, casi invariablemente se apartaban a un lado participaciones preferenciales como compensación por heridas y pérdidas de ojos y extremidades. Los representantes de los muertos no eran olvidados, y generalmente recibían la parte que el aventurero habría recibido si hubiera sobrevivido. No era una práctica poco común que dos bucaneros se juraran hermandad, estuvieran uno junto al otro durante toda su vida, y se hicieran uno al otro su heredero, y estas curiosas asociaciones, una vez acordadas, se respetaban con una fidelidad casi conmovedora. También se le daba una recompensa al primer hombre que avistaba una presa, al primero que abordaba al enemigo y por otros servicios de distinción.
Una gran honestidad e integridad caracterizaban normalmente las relaciones entre los bucaneros, y de estos con los indios, con quienes entraban en contacto con frecuencia. Con sus prisioneros también se comportaban con mucha más humanidad de la habitual en la época, y gracias a la consideración con la que trataban a indios y cautivos obtenían con frecuencia mucha información y ventajas en la guerra. A esta regla, sin embargo, hay que hacer algunas notables excepciones, como Montbars y L’Olonnais, y también hay que admitir que, hacia el final de sus días, un gran cambio para peor tuvo lugar en este sentido, y la ferocidad y la mala fe característica del vulgar pirata se volvieron lamentablemente manifiestas. Los anteriores filibusteros se contentaban con hacer la guerra sólo a España, pero sus sucesores no hacían esta sutil distinción, y saqueaban y quemaban las naves de todas las naciones indiscriminadamente cuando surgía una oportunidad favorable.
Las operaciones ofensivas se realizaban en su mayor parte de la siguiente manera: en los primeros días de los bucaneros, el aviso de una expedición en ciernes, designando un lugar de encuentro, se enviaba a los principales enclaves de piratas, y si los comandantes propuestos eran populares las convocatorias se respondían de buen grado. El lugar habitual de reunión era el extremo oeste de la isla de Tortuga, frente a la costa norte de Haití. No obstante, después de la captura de Jamaica en 1654 por las fuerzas de Cromwell, los piratas ingleses generalmente hicieron de esta isla su centro, mientras que los franceses se mantuvieron fieles a Tortuga, su antiguo lugar de encuentro. Tampoco las colonias holandesas, francesas e inglesas de las Antillas sentían muchos escrúpulos a la hora de permitir a los filibusteros construir, equipar y reparar en sus puertos buques armados destinados a luchar contra sus vecinos españoles, con quienes sus respectivas patrias estaban nominalmente en paz. Los comerciantes y plantadores de Martinica, Curazao, San Cristóbal, Barbados y sobre todo Jamaica, alentaban en gran medida estas actividades, debido a los grandes beneficios obtenidos por la compra del botín de los piratas, y la prodigalidad con que los aventureros exitosos gastaban sus duramente ganados botines –a tal causa, sin duda, se debió en gran parte la temprana prosperidad de estas colonias. En muchos casos, incluso los meticulosos y piadosos colonos de Nueva Inglaterra no desdeñaron la participación en las ganancias del atroz Barbanegra y sus asociados, que florecieron en el primer cuarto del siglo XVIII.
Pero volvamos a los primeros días de los bucaneros, cuando las aspiraciones de los piratas eran más modestas y los capitanes se contentaban con empezar sus carreras de una manera más humilde. El modo de proceder era –mutatis mutandis– casi siempre el mismo, independientemente del número de personas involucradas. Una partida, de entre veinte y cincuenta hombres se reunía para discutir la forma y los medios, firmar acuerdos y elegir a los oficiales; una vez hecho esto, se hacían a la mar en canoas o embarcaciones pequeñas y patrullaban las rutas comerciales habituales. Si tenían la suerte de descubrir un buque español, la disparidad de fuerzas no solía disuadir a los piratas de emprender el ataque, por muy grande que esta fuera, confiando aparentemente en su superior habilidad para la navegación y disciplina para situarse al menos a la misma altura que el enemigo. Su primer acercamiento se hacía generalmente con gran juicio, dirigiendo su pequeña embarcación de modo que evitara el fuego directo de la artillería pesada mientras que tiradores escogidos intentaban abatir primero al timonel, y después a los hombres encargados de las velas. Una vez hecho esto, se colocaban bajo la popa u otra parte de la nave donde las armas no pudieran descender lo suficientemente como para alcanzarles. La tripulación de uno de los barcos procedía entonces a fijar el timón, mientras los otros mantenían un fuego de mosquetería dirigido a las portillas y baluartes; apuntando con tanta precisión como para evitar que alguien de la tripulación española se asomara[5]. Cuando las armas se habían silenciado de esta manera y la tripulación había sido obligada a protegerse, los asaltantes abordaban el barco desde varios lados a la vez. Una vez alcanzada la cubierta, su destreza personal en el uso de las armas, y su energía y coraje eran tan notables que rara vez no conseguían dominar a sus oponentes. Los prisioneros, con excepción de los oficiales y aquellos cuyos medios les permitieran pagar un rescate, o bien eran dejados en tierra o bien abandonados a la deriva en una de las naves capturadas —de otro modo inútiles para los captores— para que ellos mismos encontraran el camino a tierra. Los barcos capturados, si eran adecuados, a menudo eran tripulados y armados para una nueva expedición. Los buques de gran tamaño no solían usarse —los empleados rara vez llevaban más de cuatro a seis pequeños cañones–, aunque en ocasiones se mencionan buques de treinta a cuarenta cañones que tomaban parte en las expediciones más grandes. En el puerto, o antes de llegar a él, los aventureros celebraban una reunión general y el botín se repartía debidamente; si el viaje resultaba ser largo, con frecuencia el reparto se hacía después de la captura de una presa considerable. Con frecuencia se obtenían grandes cantidades, 700, 800 o 1000 libras, incluso por los marineros comunes, que eran rápidamente despilfarradas en juego y libertinaje. Una vez su dinero se había acabado, los bucaneros, o se iban a los bosques, o se embarcaban en un nuevo viaje, según su inclinación.
Un capitán popular y exitoso tan sólo tenía que anunciar su intención de equipar una escuadra para atraer a un buen número de seguidores. En los últimos días, cuando las naves más pequeñas habían sido expulsadas del mar, y los españoles no se atrevían a hacerse a la mar salvo en flotas grandes y bien armadas, las grandes ciudades situadas incluso a una distancia considerable de la costa se convirtieron en objeto de ataque. Expediciones que comprendían treinta o cuarenta naves, transportando desde mil hasta dos mil hombres, no eran en absoluto inusuales. La diversa formación de esta variopinta mezcla de soldados, marineros, cortadores de palo, etc, les confirió una gran habilidad en el uso de armas, y una inmensa fuerza y agilidad, junto con una extraordinaria capacidad para soportar el hambre, la sed y la intemperie. Además, el tosco sentido del honor y la integridad, y la disciplina que durante tanto tiempo les distinguió, les permitió vivir juntos en fraternal armonía y continuar con éxito casi continuo su guerra eterna contra el enemigo común, el Español. Durante muchos años, y de hecho hasta el final, fueron invariablemente victoriosos por mar y tierra, y su organización acabó disolviéndose debido a disensiones internas por las siguientes causas:
En primer lugar y sobre todo el hecho de que España, en vez de confrontar, como hasta entonces, a las naciones protestantes, ahora estaba interesada en buscar alianzas entre las potencias del norte contra la creciente influencia de la Francia de Luis XIV. De ahí el tratado de la paz con Inglaterra en 1670, al que ya se ha aludido, que sin embargo tuvo poco efecto en su momento. Las diversas disputas entre franceses, ingleses y holandeses fueron una causa adicional de desintegración, y el golpe final fue probablemente el acceso de un Borbón al trono de España en 1700. Para entonces, la mayor parte de los filibusteros se había alineado bajo las banderas de sus respectivos países, establecido como plantadores, o regresado a Europa, mientras que el resto se convirtió en piratas ordinarios que vivían a costa del comercio de todas las naciones por igual.
En segundo lugar, la descomposición del fuerte espíritu de antagonismo religioso que había entre todas las naciones protestantes (de las cuales la comunidad bucanera recibió al menos nueve décimas partes de sus miembros) y España. España era el Anticristo, el baluarte de la Inquisición, el enemigo de la libertad; en definitiva, la encarnación de la tiranía religiosa y política para los descendientes de los holandeses oprimidos por Alva, los hugonotes que habían luchado con la Liga y los ingleses para los que el recuerdo de la gran pugna contra Felipe II era una fuente de orgullo nacional. Este espíritu se acentuó en las mentes de todas las naciones protestantes debido a la gran contienda de los Treinta Años, todavía en curso en la primera parte del siglo, y ejemplificada en los hábitos religiosos y cumplidores de la ley de los Hermanos de la Costa en los primeros tiempos, y que en algunas tripulaciones existieron casi hasta el final[6].
Una tercera causa de antagonismo fue la tiranía fiscal de la que ya se ha hablado. Si se hubiera adoptado una política comercial más preclara hacia los comerciantes y colonos protestantes, no es improbable que la marea migratoria se hubiera desplazado de las inhóspitas regiones de Nueva Inglaterra y Canadá a las regiones más acogedoras de la costa del Golfo de México, que se extienden desde Texas a Florida. Esta fuera de lugar especular aquí sobre cuál hubiera sido la situación de los Estados Unidos en estas circunstancias, pero su desarrollo se hubiera visto afectado considerablemente.
Es necesario hacer ahora un breve resumen de los principales incidentes en la historia de los bucaneros, basado principalmente en las narraciones de Exquemelin y Ringrose, pero incluyendo también sucesos desconocidos u omitidos por esos escritores para que el lector tenga un retrato completo de la época.
Para ello será suficiente empezar en el año 1625, momento en el cual la organización o confederación de los Hermanos de la Costa probablemente ha asumido ya la forma que mantendrá hasta el final. Tomaremos como punto de partida el asentamiento compartido por ingleses y franceses de la isla de San Cristóbal[7].
Debido a la creciente importancia del comercio llevado a cabo por los intrusos en las Indias Occidentales, Inglaterra y Francia acordaron fundar dos colonias, una junto a la otra. Habiendo elegido la isla de San Cristóbal a tal efecto, los colonos desembarcaron allí en 1625 y se dividieron el territorio. Ambas colonias, a pesar de las ocasionales disputas, tuvieron mucho éxito, y los ingleses también tomaron posesión de la isla adyacente de Nieves.
En 1629, sin embargo, una gran flota española, sin aviso ni provocación, atacó y dispersó por completo a los colonos antes de proceder con su viaje a Brasil. Los fugitivos pronto regresaron; los ingleses se asentaron en su mayor parte en Nieves y algunos de los franceses volvieron a ocupar sus antiguos asentamientos en San Cristóbal. No obstante, la mayor parte de los plantadores expropiados en 1630 se trasladaron a Tortuga, una isla en la costa norte de La Española, no lejos de los enclaves bucaneros ya existentes. Allí parece que disfrutaron de una prosperidad considerable, hasta el punto de incitar al Gobernador General de las Indias Occidentales Francesas, que se había establecido previamente en San Cristóbal, a trasladar su sede de gobierno a Tortuga en 1634. En 1638 los españoles atacaron Tortuga y expulsaron temporalmente a sus habitantes, que, sin embargo, recuperaron el lugar muy pronto. La población francesa mejoró tanto su posición que se hizo lo suficientemente fuerte como para expulsar a sus aliados ingleses en 1641. Estos últimos mantuvieron una existencia precaria, estableciéndose en los enclaves bucaneros en la isla principal o dedicándose a la piratería, hasta la captura de Jamaica por Penn y Venables en 1654 (en la que los filibusteros ingleses tomaron parte distinguiéndose notablemente). Jamaica les proporcionó un nuevo asentamiento y base de operaciones, y dejaron la parte occidental de La Española por entero a los franceses. Tortuga fue capturada de nuevo por los españoles en 1654 y permaneció en su poder durante seis años, después de lo cual fue finalmente recuperada por los franceses.
Durante el período comprendido entre 1625 y 1655 la guerra marítima había sido constante, con lo que inevitablemente el comercio de las colonias españolas entre sí y con la madre patria disminuyó hasta casi desaparecer. La comunidad pirata, privada del botín de la marina mercante local, se vio obligada a volver sus armas contra las grandes ciudades de tierra adentro, y en 1654 Nueva Segovia, en Honduras, fue la primera víctima.
Entre las numerosas pequeñas hazañas, que no es necesario describir aquí, merece especial mención la de Pierre le Grand (tal vez llamado así con razón) quien, con un pequeño bote y una tripulación de veintiocho hombres, fue lo bastante hábil y afortunado como para capturar al mismo Vicealmirante español y su galeón; Alexandre, quien, con medios igualmente inadecuados también capturó un gran buque de guerra; Montbars, apodado el exterminador; Bartolomé Portugués, Michel le basque y Roc Brasiliano; Lewis Scot, que tomó y saqueó la ciudad de Campeche; John Davis, que saqueó Nicaragua, y en especial Van Horn, Granmont y De Graaf, que, en 1683, saqueó la ciudad de Veracruz y se llevó un inmenso botín.
En 1664, Mansveldt, tal vez el más capaz de todos los jefes piratas, elaboró un proyecto para fundar un asentamiento bucanero independiente con un gobierno y una bandera propia[8] en Santa Catalina, o Old Providence[9], llamada así para distinguirla de New Providence[10], en las Bahamas, un destacado enclave de piratas en los siglos XVII y XVIII, y de contrabandistas en el siglo XIX. Pero su muerte, y la fuerte oposición del gobernador de Jamaica, disuadieron a su sucesor Morgan de seguir adelante con el proyecto. De hecho, es dudoso que Morgan, a pesar de ser también un líder eminente, poseyera las habilidades necesarias para comprender y mucho menos llevar a cabo lo que le parecerían unos planes de colonización de un carácter visionario, que además no comulgaban con sus propios intereses. Hacer el esfuerzo de establecer una nueva base de operaciones era para él una pérdida de tiempo. Jamaica era un lugar totalmente adecuado para abastecerse y vender su botín, y eso era lo único que le importaba[11]. Bajo el liderazgo de Morgan, los bucaneros alcanzaron el cenit de su celebridad. Nunca sus incursiones de saqueo se habían organizado a una escala tan grande o habían tenido tanto éxito. Incluso en la época de Mansvelt, muchas de las ciudades más grandes pudieron escapar de la destrucción mediante el pago de un alto rescate a los filibusteros. Al parecer, el nuevo comandante sólo tenía que marchar sucesivamente sobre las restantes colonias para aniquilarlas.
La primera empresa independiente de importancia de Morgan tras la muerte de Mansvelt fue la captura y saqueo de la ciudad de Puerto del Príncipe, en Cuba. A continuación, tomó por sorpresa la ciudad de Portobelo, en el continente, y luego procedió a atacar a las desafortunadas ciudades de Maracaibo y Gibraltar, que no hacía mucho habían sido saqueadas por L’Olonnais.
Estas ciudades habían sido tomadas por segunda vez por Michel le basque, mientras Morgan estaba ocupado en Puerto del Príncipe. Aquel saqueo, no obstante, no las salvó de Morgan que, por tercera vez, atacó estas pobres ciudades. Con el fin de sacarles a los habitantes hasta la última moneda permaneció tanto tiempo allí, que permitió a los españoles enviar un escuadrón fuertemente armado a ocupar la desembocadura del Lago de Maracaibo para bloquear su retirada. La habilidad con la que Morgan destruyó por completo la flota española, y evadió los fuertes de la entrada le granjeó un gran reconocimiento, y se decía que había motivado que la corte española exigiera grandes reparaciones a Inglaterra. Tras la firma de un tratado de paz en 1670[12] entre las dos naciones, que confirmó a Inglaterra en sus posesiones de las Indias Occidentales, pero prohibió a sus súbditos el comercio con cualquier puerto español sin licencia, se emitió una proclamación en virtud de dicha disposición que exasperó mucho a la comunidad filibustera. La consecuencia directa fue la congregación de la flota más grande jamás reunida por los bucaneros, que ascendía a 37 barcos de todos los tamaños tripulados por más de dos mil piratas. Los bucaneros se encontraron en diciembre de 1670 en Cabo Tiburón, y celebraron un consejo para decidir si sus fuerzas debían dirigirse a Cartagena, Veracruz o Panamá. La última fue escogida por ser la más rica, y Morgan fue elegido almirante. La isla de Santa Catalina fue, después de una resistencia más nominal que real, ocupada como base de operaciones. A continuación se envió un destacamento contra el Fuerte San Lorenzo, en la desembocadura del río Chagres, que fue tomado después de una defensa más galante por parte de la guarnición española. Tras guarnecer Santa Catalina y los fuertes del Chagres, el grupo principal, que contaba aproximadamente con 1200 hombres, marchó a través del istmo y, después de nueve días de grandes dificultades debido a que el enemigo había arrasado el país por el que se vieron obligados a avanzar, avistó Panamá. Otro día de dura lucha contra una fuerza de 2500 hombres, que fue derrotada y puesta en fuga, les dio posesión de la codiciada ciudad. Un gran número de piratas estaba firmemente dispuesto a aprovechar su ventaja y seguir hasta Perú, que estaba tentadoramente abierto y casi indefenso ante ellos. Morgan, sin embargo, fue capaz de persuadir a sus compañeros de renunciar a cualquier empresa en el Mar del Sur, y (después de una estancia de tres semanas) evacuar Panamá y regresar cruzando del istmo. Siendo la cantidad de botín obtenido muy insatisfactoria, Morgan fue, con cierta justicia, sospechoso de malversación de una gran parte del botín. Su consecuente impopularidad condujo a su abandono por parte de sus compañeros y a su aceptación del cargo de Vicegobernador de Jamaica. Posteriormente fue nombrado caballero y hecho Gobernador de la isla, en cuyo desempeño mostró una energía considerable en la represión de la piratería. Su separación de la comunidad bucanera, precisamente cuando no había otro líder de su capacidad para sucederle, fue un duro golpe para la causa pirata. En adelante, la armonía, que hasta entonces había prevalecido entre las diversas naciones en su lucha contra los españoles se fue debilitando mucho, y una disposición cada vez mayor a identificarse con las disputas de sus distintas patrias tomó su lugar. A partir de este punto, el relato de las diversas incidencias en el lado Atlántico del istmo irán llegando a su fin. Las acciones de los filibusteros en el Mar del Sur se reservan para el final.
Alrededor de 1673, los bucaneros franceses tomaron parte (como corsarios bajo su bandera nacional en la guerra entre Francia y Holanda) en dos expediciones infructuosas contra la isla holandesa de Curazao. Poco después contra Puerto del Príncipe, en Cuba, y las muy desafortunadas ciudades de Maracaibo y Gibraltar, que fueron saqueadas de nuevo.
En 1679 los españoles casi exterminaron a los colonos franceses en Samaná, en La Española, y en el mismo año Portobelo fue saqueada de nuevo. En 1683, un cuerpo de 1200 piratas franceses tomó Veracruz haciendo uso de una estratagema y se llevaron un inmenso botín. En 1684 se iniciaron negociaciones para incitar a los filibusteros franceses, unos 3000 en total, a instalarse en La Española, pero tuvieron un éxito moderado. En 1686, Grammont y De Graaf saquearon y quemaron Campeche. El primero de estos dos jefes se hizo a la mar en una nueva expedición al poco tiempo, pero nunca se volvió a saber de él. El segundo entró al servicio de Francia y de esta manera llego a ser tan eficaz como Morgan en reprimir a sus antiguos compañeros. En 1688, los colonos ingleses fueron expulsados de San Cristóbal por los franceses. La guerra, sin embargo, estalló entre Francia y España; Inglaterra se unió a esta última poco después y los bucaneros se alienaron bajo las banderas de sus respectivos países. San Cristóbal fue recuperada al año siguiente y los colonos franceses que quedaban fueron expulsados.
Prácticamente la última empresa en la que participaron los bucaneros como tales fue dirigida contra Cartagena por el gobernador de las posesiones francesas de La Española, siendo en esta ocasión aproximadamente un tercio de las fuerzas atacantes bucaneros. En la toma de la ciudad se obtuvo un botín considerable, pero los filibusteros, al no poder obtener su parte del comandante francés, regresaron e hicieron pagar a la ciudad un rescate. A su regreso fueron perseguidos por una escuadra combinada inglesa y holandesa, fueron obligados a dispersarse y perdieron una considerable cantidad de sus ganancias.
Después del tratado de Ryswick, en 1697, los bucaneros prácticamente se extinguieron y la mayor parte de los aventureros entraron al servicio de sus respectivos países, regresaron a casa o se establecieron como plantadores. El resto se convirtieron en puros y simples piratas, infestaron por mucho tiempo el Golfo de México (con las costas de Virginia, las Carolinas y las islas Bahamas sirviéndoles como puertos de escala), y no fueron finalmente extinguidos hasta principios del siglo XIX. Los bucaneros de Jean Lafitte de Barataria, cerca de la desembocadura del Misisipi, fueron probablemente los últimos de ellos[13].
Ahora tan sólo queda relatar los acontecimientos del Mar del Sur posteriores a la captura de Panamá por Morgan. Durante varios años tras su retiro no se hicieron nuevos intentos de llevar la guerra en esa dirección, hasta principios de 1680, cuando un grupo de 330, bajo Coxon, Sawkins y Sharp entre otros, desembarcó en el Darién, marchó a la ciudad de Santa María guiado por los indios, y de allí continuó en canoas por el río del mismo nombre hasta el mar. Con dos pequeños barcos capturados y las canoas, atacaron y tomaron un pequeño escuadrón español, tres de cuyos barcos equiparon y usaron para bloquear Panamá. No obstante, surgieron desavenencias y Coxon, con setenta de los hombres y la mayoría de los indios, regresó a través del istmo, mientras que el resto siguió su viaje hacia el sur. Tras el fallecimiento del capitán Sawkins, que murió poco después en una escaramuza, surgieron nuevas diferencias, y otro grupo se separó y regresó al Golfo dejando a Sharp al mando de cerca de 140 hombres. Estos realizaron un par de capturas y obligaron a uno o dos pequeños pueblos a pagar un rescate, y el día de Navidad de 1680 anclaron en Juan Fernández para abastecerse. En febrero atacaron Arica, pero fueron rechazados con pérdidas. A su llegada a la isla de La Plata surgieron de nuevo diferencias, y cuarenta y cuatro más (entre los que se encontraban William Dampier y Lionel Wafer) abandonaron la nave y regresaron al norte. El barco navegó hacia el Golfo de Nicoya, luego de regreso a La Plata, en cuyo intervalo se hicieron algunas valiosas capturas[14] y, finalmente, por el Cabo de Hornos a Antigua, donde la tripulación se dispersó. Al llegar a Inglaterra, Sharp y otros fueron juzgados por piratería a instancias del embajador español, pero absueltos por considerar que los barcos españoles capturados por ellos habían disparado primero, y que por lo tanto los piratas habían actuado en defensa propia.
En agosto de 1683, el buque Revenge, de dieciocho cañones y setenta hombres, entre los que se encontraban Dampier, Wafer, Cook, Davis y otros bucaneros notables, zarpó de la bahía de Chesapeake. Cerca de Sierra Leona abordaron un barco danés de treinta y seis cañones, al que trasladaron su tripulación, y rebautizaron con el nombre de Bachelor’s Delight. Llegaron en marzo de 1684 a Juan Fernández, acompañados por otro corsario inglés, el Nicholas, con el que se habían encontrado poco antes de su llegada. Tras haber obtenido algunas capturas, los barcos procedieron juntos a las Islas Galápagos y luego al Golfo de Nicoya, donde el capitán Cook murió y Davis fue elegido en su lugar. Después de navegar por algún tiempo con un éxito moderado, los dos barcos se separaron. El Nicholas procedió a Inglaterra por la ruta de las Indias Orientales, mientras que el Bachelor’s Delight navegó hacia la isla de La Plata, donde se encontró con el Cygnet del capitán Swan, un buque que (acondicionado en Londres como mercante) había llegado al Cabo de Hornos y luego a la costa del Golfo de Nicoya. Allí había completado su tripulación con algunos bucaneros que habían cruzado el istmo hasta ese punto. Las dos tripulaciones acordaron de inmediato seguir juntas, y en consecuencia navegaron a Paita, Guayaquil[15] y Panamá, haciendo varias capturas durante la travesía. Tras el bloqueo de esta última ciudad durante algunas semanas, fueron reforzados por los capitanes Grogniet y L’Escayer, con 200 franceses y 80 filibusteros ingleses del istmo. A continuación por Townley, con 180 ingleses de la misma región, y de nuevo por 260 franceses más, que elevaron su fuerza total a 960 hombres, distribuidos en diez barcos de diferentes tamaños, pero sin ningún cañón (con la excepción del Bachelor’s Delight y el Cygnet), y con Davis como almirante.
El 28 de mayo de 1685 la Flota de Indias[16] de Lima, que sumaba seis buques fuertemente armados, otros seis más pequeños y dos brulotes, apareció en el horizonte. No obstante, al haber sido informada de que la flota de los bucaneros navegaba por la zona, había tenido ocasión de dejar en tierra la mayor parte de su tesoro y otros objetos de valor con los que estaba cargada. Un cañoneo a distancia tuvo lugar entre las dos flotas, pero los bucaneros fueron intimidados por el armamento pesado de los españoles que, por su parte, fueron lo bastante prudentes como para evitar una acción con la cual no tenían nada que ganar. Los bucaneros se retiraron a la isla de Coiba, donde se encontraron con otro grupo de piratas. Las desavenencias pronto surgieron entre ingleses y franceses, y los primeros, bajo Davis, fueron al norte y saquearon León y Rio Lexa, en Nicaragua. Allí, una nueva escisión tuvo lugar. Swan y Townley fueron en busca de los franceses, mientras que Davis fue a las Islas Galápagos y luego navegó a lo largo de la costa del Perú hasta finales de 1686, tomando varios barcos y saqueando dos o tres pequeñas ciudades con provechosos resultados. Algunos de sus hombres, que deseaban asegurar su botín, regresaron a las Indias Occidentales a través del Cabo de Hornos, mientras que los que todavía eran fieles a Davis se quedaron en la costa. En abril de 1687 encontraron por primera vez una fragata española, que empujaron a tierra y quemaron. Poco después se encontraron con una escuadrilla de una fuerza muy superior, de la que escaparon con éxito después de una persecución que duró siete días. En mayo, una vez más se encontraron con Townley y los bucaneros franceses, y con sus fuerzas reunidas lograron capturar Guayaquil. Esta fue prácticamente la última hazaña de Davis y sus compañeros en el Mar del Sur, ya que después de una breve visita a las Islas Galápagos para abastecerse, siguieron a Knight rodeando el Cabo de Hornos hasta las Indias Occidentales, donde llegaron en la primavera de 1688.
Aquí puede ser interesante observar que Lionel Wafer, en cuyo diario se ha basado el relato de este viaje, acompañó a Davis como cirujano; también que Dampier en el buque de Swan, el Cygnet, tuvo el puesto de piloto o contramaestre, un puesto análogo al de teniente comandante o capitán de navío en un buque de guerra de hoy en día, y Ringrose, […] el de sobrecargo y piloto en el mismo barco.
Al salir de Rio Lexa, el Cygnet, con dos gabarras y 340 hombres, navegó a lo largo de las costas de México y Centroamérica durante algún tiempo. De vez en cuando su tripulación desembarcaba y tenía escaramuzas con los habitantes, pero no tuvo la suerte de encontrar al galeón de Manila, cuya captura había sido su principal razón para visitar la costa. Esta decepción dio lugar a las querellas de costumbre y como resultado Townley se dirigió al sur para unirse a Grogniet. Swan se mantuvo en la costa durante un corto tiempo, pero más de sesenta de sus hombres fueron interceptados[17] en tierra por los españoles, la derrota más severa jamás experimentadas por los bucaneros en el Mar del Sur, y pensó que sería mejor retirarse. A continuación, el Cygnet procedió a Mindanao, en las Filipinas, donde tuvo lugar un motín, lo que hizo que Swan fuera abandonado con otros treinta y seis. El resto, entre los que se encontraba Dampier, prosiguieron su viaje y visitaron Célebes, Timor y Nueva Holanda, en el Norte de Australia. Dampier y algunos otros permanecieron en las Islas Nicobar, y de alguna manera lograron llegar a Inglaterra. El Cygnet, mientras tanto, consiguió llegar a Madagascar, pero en un estado tan deplorable que se hundió sobre sus anclas inmediatamente después de su llegada. Parte de la tripulación se estableció o entró al servicio de los pequeños jefes, y el resto fue regresando a casa cuando surgía la oportunidad.
Grogniet y los 340 franceses que se habían separado de Davis en Coiba en julio de 1685, saquearon varios pueblos, y luego, por desgracia, revisitaron Coiba. Allí, en enero de 1686, fueron descubiertos por un escuadrón español que prendió fuego a su nave mientras la tripulación estaba en tierra. Sin embargo, fueron rescatados de sus dificultades por Townley, en cuya compañía se fueron hacia el norte hasta Nicaragua, y saquearon Granada. En mayo, Grogniet y la mitad de los franceses aprovecharon la oportunidad para volver a cruzar el istmo. El resto de los aventureros, sin embargo, volvió a Panamá, desembarcó y tomó la ciudad vecina de L’avelia, donde el valioso cargamento de la flota de Lima había sido desembarcado el año anterior para evitar ser capturado por la flota bucanera de Davis. Haciendo gala de un increíble descuido, el Virrey y los comerciantes a los que se había consignado este inmenso tesoro no se habían tomado la molestia de trasladarlo a un lugar seguro y, en consecuencia, fue una presa fácil para Townley y sus compañeros, que sin embargo perdieron a varios hombres volviendo a los buques. En agosto fueron atacados por tres buques de guerra españoles, pero fueron capaces de dar buena cuenta de ellos capturando dos y quemando el tercero. Perdieron, sin embargo, al galante Townley, que murió de sus heridas poco tiempo después. En enero, Grogniet reapareció, y las fuerzas reunidas saquearon de nuevo Guayaquil. No obstante, su jefe fue tan gravemente herido que murió poco después del asalto. En mayo, Davis volvió a reunirse con ellos hasta su retirada del Mar del Sur, momento en que los bucaneros zarparon hacia Nueva España bajo el mando de Le Picard y desembarcaron en la bahía de Amapala. Allí destruyeron sus barcos y marcharon hacia Nueva Segovia, la cual tomaron. Esta fue su última hazaña. Sólo sabemos que por fin llegaron al Cabo Gracias a Dios, en el Golfo de México, alrededor de febrero de 1688, y que los últimos bucaneros del Mar del Sur se dispersaron gradualmente y ya no se supo nada más de ellos […].
[Bucaneros de América fue] escrito en holandés por John [sic] Exquemelin, y publicado originalmente en Ámsterdam en 1678 bajo el título de De Americaensche Zee-Roovers, se hizo muy popular inmediatamente y se tradujo rápidamente a los principales idiomas europeos. Los traductores, sin embargo, se permitieron un amplio margen a la incorporación de considerable material adicional en sus respectivas versiones, sobre todo para poner de relieve los méritos particulares de sus compatriotas; por ejemplo, la versión francesa incorpora muchas hazañas de los filibusteros franceses no mencionadas por el autor holandés[18] [sic], mientras que la edición inglesa hace de Morgan el héroe principal de la historia. El libro de Exquemelin da una relación muy fiable de las principales hazañas de los bucaneros hasta su desaparición definitiva, con la notable excepción de sus aventuras en el Mar del Sur, de las que no hacen mención. Esta carencia es, sin embargo, ampliamente compensada por el diario de Basil Ringrose, publicado en Londres y que ahora es extremadamente escaso y difícil de encontrar.