Cuando salió Aguirre para Punta de Piedras con sus marañones el perro Solimán que había sido del gobernador comenzó a caminar a su lado, muy decidido, pero al ver que se alejaban de la ciudad abandonó al escuadrón de jinetes y volvió al trote camino de la fortaleza. En la ausencia de Lope de Aguirre se adhirió al maestre de campo Martín Pérez, de quien no se separaba. Aquel animal tenía el instinto de las jerarquías.
Hacía Solimán cosas graciosas: saltaba por el rey, se ponía en dos patas y caminaba cojeando sin estar cojo.
El caudillo con sus ochenta soldados bien montados fue a ocupar posiciones disimuladas cerca de Punta de Piedras, donde esperaron más de veinticuatro horas. Un campesino indio se acercó a decirles que el provincial acababa de salir otra vez para la bahía más próxima de Yua. Entonces Lope decidió volver a rienda suelta y tratar de llegar antes que el provincial para evitar que éste con las tropas que llevaba pudiera hacer algún daño.
Al trote largo llegaron los ochenta jinetes de regreso a la ciudad antes que el barco entrara en la bahía y aun antes de que sus velas asomaran por el horizonte.
Viendo que no había novedad fueron todos a la fortaleza.
El perro Solimán llegose a Lope de Aguirre y el vasco le dio con el pie:
—¿Qué clase de perro sois —le dijo— que en cuanto salís media milla de la ciudad os acojonáis?
Los soldados próximos rieron y Solimán, receloso, buscó otra vez la amistad del maestre de campo que llegaba:
—Sin novedad, fuera de que ayer hicimos banquete y algunos se emborracharon.
—¿Hablaron más de la cuenta, supongo? —preguntó Lope, esperando que en la ligereza de las lenguas se habrían denunciado todavía los posibles enemigos secretos.
—Algunos, sí.
—¿Quiénes? ¿No seríais vos también?
—Mi vino es callado y discreto —bromeó el maese de campo, un poco pálido.
Esperaba Lope saber más adelante quiénes habían hablado y qué habían dicho. Era con aquel fin como recomendó el día anterior a Martín que agasajara a la tropa y les diera vino en abundancia.
Como siempre que volvía del campo, aunque su ausencia hubiera sido corta, fue a ver a la Torralba y a su hija y las halló en alegre camaradería con otras mujeres de la Margarita.
Tenía presas Lope de Aguirre a aquellas mujeres como rehenes de la conducta de los maridos. Ellas comenzaban a acostumbrarse a la prisión y los maridos, la mayor parte en libertad, no se atrevían a respirar sin permiso del comandante de la guardia.
—Padre —dijo Elvira, que ignoraba que habían matado al gobernador, porque solían ocultarle las decisiones de su padre—. ¿No sabéis que quien gobierna esta isla es una mujer? Bueno, el gobernador es el señor Villaldrando, pero en los papeles del rey figura doña Aldonza como gobernadora. Padre mío, ¿por qué no me lleváis a hacer homenaje y cortesía a doña Aldonza? Nunca he visto una mujer gobernadora.
—Ni yo tampoco.
—Es mujer muy principal y tiene deudos nobles en Castilla.
Miró Lope de Aguirre a su hija en silencio y luego a las otras. Finalmente dijo a Elvira:
—¡Por vida de Dios, bellaca, que tomáis las mañas de las vecinas de la Margarita y que si seguís así tengo que haceros cortar el cabello!
Salió luego de allí y al llegar abajo —a lo que era patio de armas— se enteró por Martín Pérez de que el provincial había enviado cartas a la población invitándola a juntarse con él contra Lope de Aguirre en servicio —decía— de Dios y del rey. Leyó una de aquellas cartas y exclamó:
—Ea, marañones, que tenemos los enemigos encima, pero amigos tenemos también que nos avisan y un indio me vino a decir, sin preguntarle, que el barco del provincial había salido de Punta de Piedras y otro nos trae las cartas sediciosas del dominico.
Una noticia peor le esperaba. El marañón Guillén de Cárdenas se había escapado al campo a pesar de los escarmientos que había hecho días antes el caudillo, quien al saberlo dio un gran suspiro y dijo:
—¡Oh, Guillén, tú serás la causa de que mientras viva no deje de la mano este arcabuz cargado con treinta balas!
Luego preguntó por el alférez Villena y le dijeron que estaba trabajando en la construcción del bergantín nuevo.
Andaba alrededor de Lope un capitán llamado López a quien llamaban también Calafate porque había sido maestro de ese oficio y en los Motilones y en otras partes había dirigido el calafateado de los barcos nuevos. Dándose cuenta Aguirre de que le buscaba le preguntó:
—¿Qué me quiere vuesa merced, señor López, que parece que anda con algún escrúpulo grave en el cuerpo?
El capitán lo llevó sigilosamente a la azotea, donde un vigía atalayaba el mar para avisar la llegada del barco del provincial.
—Mi escrúpulo —dijo— es que hay quien piensa sucederos en el mando. Ayer estando todos un poco sueltos de lengua yo dije: ojalá que nuestro general tenga buen suceso en Punta de Piedras. Y Guillén respondió: «Si tiene mal suceso, azar de la guerra será. Y si matan a Lope de Aguirre lo que yo digo es que mandar por mandar otro lo haría tan bien y quizá mejor». Yo le pregunté a Guillén: ¿quién lo haría mejor? ¿Vos? «No, Martín Pérez aquí presente». Eso dijo Guillén.
—¿Oyó esas palabras Martín? —preguntó Aguirre con la voz ronca.
—Las oyó y aun habló. Y supimos que el banquete que nos daba era por congraciarse con todos y aun hizo que trajeran música y vino un gallego con su cornamusa y otros con trompetas y atabales y las mejores bebidas fueron traídas a la mesa. Y entonces, es decir, cuando Guillén hubo hablado, el maestre de campo dijo: «Si llegara el caso tal haría, porque en ausencia de Lope de Aguirre yo soy quien gobierna a vuesas mercedes y el mando de general me vendría por la mano». Eso dijo.
Lope, antes de decidir nada, quiso asegurarse:
—Además de vuesa merced, ¿quién escuchó esas palabras?
Preguntándolo recordaba Aguirre las historias de Martín sobre el esqueleto del comendador Guevara que seguía a los bergantines por la mar. Una historia que nunca le había gustado.
—Escucharon los que estaban cerca —dijo López—. Cuando habló Martín estaba escanciando vino un pajecillo mestizo y lo oyó bien y aun le llamó excelencia por burla y le hizo reverencia como a general y gobernador, de todo lo cual Martín se rió complacido.
—Ese paje —dijo Lope, con simpatía— era Antoñico, que es truhán de genio.
Hizo llamar al paje y éste confirmó las palabras de López y añadió alguna de su cosecha, porque los mestizos no siempre son leales a los españoles ni a los indios y ni siquiera a los mestizos mismos y lo que dijo el muchacho fue que los vecinos de Martín en la mesa hablando de las cosas de la guerra dijeron: «Si acaso le sucediese alguna desgracia a Lope con la gente del provincial, ¿quién tomaría el mando?». Y al oír eso dijo Martín: «Aquí estoy yo, que me viene por la mano y si el viejo faltare serviré a todos y haré por vuesas mercedes lo que estoy obligado».
Cavilaba Lope de Aguirre como si las palabras de Martín le dolieran. Y se acordaba de cuando Martín le reprochó que matara tanta gente. Todas las cosas contrarias a Martín acudían a su memoria.
—¿Eso dijo? ¿Es verdad que Guillén había dicho que otros lo harían mejor que yo?
Asomaba a la azotea otro mancebo llamado Chávez, quien se apresuró a hablar:
—Eso oí yo decir al maese de campo, que estaba detrás con el pichel grande para escanciar vino.
Se volvió Aguirre hacia él:
—¿Y a vos quién os pregunta?
—Lo hago por el servicio de vuesa merced.
Dijo Lope de Aguirre muy sombríamente:
—Aquí hay tres personas pidiendo la vida del maestre de campo.
Y en aquel momento se acordaba de cuando Martín le pidió que se quitara la cota de malla con el pretexto de que su camisa estaba sudada. «¿Para qué necesitaba que yo me quitara la cota?».
Y repetía mesándose la barba y sintiendo en su mano su propio aliento febril:
—Tres personas pidiendo la cabeza de Martín Pérez y el aire está tan caliente que la respiración añade fuego al fuego.
Esto último no sabían los otros cómo entenderlo. López Calafate volvió a hablar:
—Otras palabras peores le oí a Martín en el banquete, que estaba mirando un mosquito panzón que bebía en su brazo y dijo: «Así pasa con los hombres en el real, que cuando tienen la tripa redonda y roja de sangre caen».
Antoñico quiso rectificar y dijo al mismo tiempo cosas muy raras:
—Lo que pasó fue que estaba mirando el reló grande de la sala y dijo que las horas se emborrachaban también de sangre y caían una a una como aquel mosquito.
Lope dudaba. Los hombres con la tripa llena de sangre, como los mosquitos, que los indios llamaban piums. Los hombres, bien. Pero las horas… ¿cómo pueden las horas caer llenas de sangre? No decía nada Lope. Reflexionaba, y los otros lo miraban con una curiosidad anhelante.
—¡Las horas con la tripa roja de sangre! ¡Qué locura!
Parecía Lope con la mirada perdida en alguna absorbente confusión interior que sólo él podía ver. Hizo un vago gesto:
—Andad…
Y en su expresión comprendieron los otros que la sentencia estaba decidida contra Martín. Se decía Calafate: «Ya está, ya cayeron la hora y el hombre y el mosquito. Ya está».
—Andad, Calafate —repitió Lope—, y avisad a cuatro hombres armados de la guardia de mi parte.
—¿Y a Martín?
—A Martín, también. Que vengan todos.
—La puerta es estrecha —advirtió Calafate—, y si llegan a un tiempo, ¿quién ha de entrar antes aquí? ¿Martín o los soldados?
—Martín.
Calafate salió deprisa con cierta alegría en los movimientos, y también iba a salir Antoñico, pero Lope le ordenó con un gesto que se quedara.
Preguntó Lope al otro paje:
—¿Cuántos años tenéis?
—Catorce y medio.
—¿Sabéis qué es esto? —y le mostraba el arcabuz que llevaba consigo.
El chico rió como si quisiera decir: «¡Vaya una pregunta!». ¿No había de saberlo? Todo el mundo lo sabía.
—¿Sabéis disparar?
—Sí sé.
—Tened el arcabuz —se lo dio y el chico lo agarró con codicia.
—¿Habéis disparado?
—Más de una vez.
—¿Contra quién?
—Sólo contra los terreros del campo de instrucción.
—Tened también la mecha.
Viendo aquello, Antoñico se moría de celos. Pero es verdad que Antoñico tenía sólo once años. ¿Cuándo se ha visto que un niño de esa edad maneje un arcabuz?
—¿Dónde nació vuesa merced?
—En Lima.
—¿Qué año?
—El año de mil quinientos treinta y ocho.
—Entonces tenéis sólo trece años y habéis mentido en doce meses. Bueno, no importa; ya que sabéis tirar, vais a estrenaros ahora mismo con sangre humana. Con sangre de traidor. ¿Os place? Encended la mecha. Así es. Bien. Entonces disparad contra Martín Pérez por la espalda cuando se presente, pero no en la puerta, sino más afuera, en la azotea. Que no falle el tiro, porque si falla me lo habéis de pagar con vuestra cabeza.
El soldado vigía, que lo había oído todo, no se atrevía a moverse de su puesto. Antoñico se acercó a Lope y se refugió cerca de él contra el muro, temeroso. Todos callaban.
Poco después llegó el perro Solimán moviendo el rabo y anunciando sin querer que su amo adoptivo se acercaba. Chavezillo —así lo llamaba Lope, quien solía ser amistoso y aun tierno con los pajes— estaba en la puerta con el arcabuz terciado como un niño jugando a los soldados.
Y apareció Martín Pérez bien ajeno a lo que iba a sucederle. No hizo más que entrar en la terraza cuando Chávez, por detrás, le disparó. A continuación entraron en tumulto los cuatro de la guardia y luego apareció López, Calafate, cerrando la puerta.
Aunque herido gravemente —de tal forma que por la herida del pecho, con dos costillas rotas y saledizas, le asomaba el corazón—, Martín Pérez corría por la terraza enloquecido, unas veces apretado contra el muro y otras cayendo y caminando a cuatro manos y gritando: «¡Traición!», porque no podía imaginar sino que se trataba de una sublevación contra él y contra Lope de Aguirre al mismo tiempo. Los soldados de la guardia iban detrás dándole de lanzadas, y el mismo Chavezillo lo remató, degollándolo. El suelo y las paredes estaban llenos de sangre. El vigía, sin extrañeza alguna, se limitó a apartarse cuando Martín se le acercaba, para no ser manchado con la sangre que brotaba de sus heridas.
Cuando todo quedó en silencio el perro se acercó a oler el cuerpo inerte de su último amo y se quedó al lado, mirándolo fijamente.
Pero, según su costumbre, Lope de Aguirre quería completar sus informes.
—Para acabar conmigo —dijo gravemente— hace falta más de un hombre. ¿Quiénes estaban conchabados con él?
—Ah, eso —dijo Calafate mirando el cadáver de Martín, asustado— yo no lo sé. Yo creo que no había nadie.
—¿Cómo que no había nadie? ¿En un banquete? ¿Quién estaba más cerca de Martín cuando dijo esas palabras?
Se quedó pensando Calafate, y por fin dijo:
—Llamoso estaba a su lado.
Los pajes se miraban entre sí, y mientras Chávez esperaba la ocasión para disparar otra vez, el otro declaraba que aunque Llamoso estaba al lado de Martín, no había dicho una palabra.
Con expresión pesarosa, pero muy decidida, Lope mandó traer a Llamoso, advirtiendo a López Calafate que como no acudieran pronto los dos les iba a dar que sentir lo mismo al acusador que al acusado. Con esto, Calafate se puso blanco como la pared y salió con una oficiosidad un poco ridícula.
Los cuatro soldados de la guardia quedaban esperando, con el presentimiento de que iban a ser necesarios otra vez. Uno tenía la espada manchada de sangre humeante, y Lope le dijo:
—Envaine vuesa merced ese acero.
El soldado obedeció. Quiso volver a salir Antoñico y Lope lo retuvo otra vez, pero ahora con palabras que representaban una amenaza:
—Estaos quedo, mancebico, si queréis vivir hasta criar barbas.
Cuando llegó Llamoso y vio a Martín caído en su sangre quedó un momento confuso y azorado.
—¡Oh, el gran traidor hideputa! —exclamó.
—¿Y cómo es que antes fuisteis tan amigo suyo y ahora tan contrario? ¿Cómo es que debiéndome a mí tantas amistades y favores formáis liga con los que esperan alzarse con el mando de la armada?
Así hablaba Lope. Los cuatro soldados de la guardia se pusieron a los dos lados de Llamoso y éste comenzó a dar voces, diciendo que siempre había sido leal a Lope y que allí mismo y a la vista de todos iba a comer los sesos de Martín Pérez —que asomaban por una herida—, y que si le quedara al traidor un hálito de vida, él se la quitaría a mordiscos.
—Amigo erais del maese de campo y bien le oísteis decir lo que dijo en el banquete.
Llamoso pareció tranquilizarse, como suele suceder cuando comprendemos la razón de la alarma:
—Lo oí por habérmelo dicho otros después, que yo estaba demasiado bebido para entender nada y todavía me duele la cabeza de la curda.
Hablaba Llamoso con una prisa un poco loca mirando la puerta que había vuelto a cerrar Calafate y que vigilaba el paje con el arcabuz. Viendo Llamoso que Lope de Aguirre lo contemplaba con una frialdad desdeñosa y sintiendo en aquel desdén un peligro de muerte, fue sobre el cuerpo de Martín y le ensanchó con su propia daga la herida del pecho.
—Decid una palabra, Lope de Aguirre, padre mío, y aquí delante de vuesas mercedes me comeré el corazón deste cobarde.
Dijo Lope con un acento fatigado y como contra su voluntad:
—Nada de eso es necesario para salvar la vida, Llamoso, que esta vez la salváis por cobarde. Dejad en paz el cuerpo de Martín, que ya no es sino lo que todos vemos: un muerto para la sepultura y habed respeto de él.
Se le había caído a Martín una escarcela de cuero crudo donde llevaba el sello real de Felipe II, que usaba Ursúa. Estaba manchada de sangre, y el perro, después de olería, la cogió con los dientes.
—Pueden vuesas mercedes —dijo Lope a los de la guardia— volver a su puesto.
Salieron los soldados con los dos pajes, entre cuyas piernas desapareció Solimán con la rapidez del rayo, llevándose en los dientes la escarcela manchada de sangre.
Lope de Aguirre, fuera de sí otra vez, dijo a Llamoso:
—Andad detrás del perro, hideputa bellaco, y quitádsela.
Contento Llamoso de poder salir de la presencia de Lope, se fue detrás del perro, y llamándolo unas veces con amor y otras con rabia, no acababa de creer que se había salvado a tan poca costa. Ya fuera y al saber de lo que se trataba, otras personas se unieron a Llamoso en la persecución del perro. Y Llamoso corría detrás y se decía a sí mismo: «He hecho una gran cobardía», pero prefiero ser un cobarde vivo a un valiente muerto.
Entretanto, y al oír aquel alboroto, los únicos que acudieron al lado de Lope, esperando que por una razón u otra sus servicios fueran necesarios, fueron los dos negros con sus cordeles. Lope de Aguirre los oyó decir a sus espaldas:
—Aquí estamos, señol.
El caudillo salió de la terraza, dejando en ella el cuerpo de Martín Pérez y diciendo a los negros:
—Denle sepultura cerca de los otros, en el sótano.
A medida que Lope iba pasando por los corredores de la fortaleza sucedían cosas nuevas y nunca vistas. Una mujer que se llamaba María Trujillo, vecina de Yua, a quien poco antes había visto Lope con su hija Elvira, al acercarse el jefe de los marañones, se arrojó por una ventana en un acceso de pánico. No era alta la ventana, pero pudo haberse matado o quebrado una pierna. Lope de Aguirre se asomó esperando verla muerta o herida, y en este caso enviarle socorro, pero la vio salir corriendo y gritando el nombre de un santo.
Luego se acercó Lope a la guardia, y acompañado de los cuatro que intervinieron en la muerte de Martín fue bajando a la plaza. A medida que bajaba, los vecinos que lo veían salían huyendo, y entre los marañones algunos se habían armado sin necesidad, ya que no estaban de servicio, y otros se habían ausentado. Cuando preguntó Aguirre dónde estaban le dijeron que habían salido detrás del perro a rescatar el sello del rey, que pensaba usar Lope en sus ardides sediciosos.
Oyó aquello Lope de mal humor y dijo que Llamoso era un cobarde, puerco, hideputa, y que si no recuperaba la escarcela con el sello lo había de hacer ahorcar. Antoñico trató de defenderlo:
—Él no se la dio al perro, sino que fue Solimán quien la atrapó. Sin que se la diera nadie.
Al clamor de la gente que perseguía a Solimán acudió doña Aldonza en sus sedas amarillas, toda cintas y escapularios. Llamaba a Lope joven distraído y le preguntaba si era realmente el que mandaba en los forasteros armados y si quería escucharle un momento. Sin hacerle caso, Lope fue bajando hacia la plaza, y al comprender ella que no podía alcanzarlo se sentó en la calzada y se puso a reír. Luego explicó a los vecinos:
—Ya no hay caballero en esta isla que quiera tratarme con cortesía. ¡Bien diferente era en mi juventud! Pero ahora estoy vieja y reumática.
Aquella tarde llegó con velas bajas y lento porte el navío del provincial al mismo lugar donde días antes había atracado el bergantín de Lope de Aguirre. Este barco, medio deshecho, había sido remolcado a una ensenada próxima, donde, a cubierto de la resaca, fue desmontado para aprovechar la clavazón y algunas partes de la obra muerta en la construcción del navío nuevo.
El arsenal que había sido improvisado en aquella rada estaba guardado por diez arcabuceros.
Ancló el provincial a media legua de tierra y se vieron enseguida alrededor un par de esquifes y algunas canoas llenas de soldados que parecían dispuestos a desembarcar. No se acercaba más el navío, y aún le extrañó a Lope que se atreviera a acercarse tanto, porque debía suponer el fraile que tenían los marañones en su poder los falconetes y el mortero de la fortaleza.
Preparó Lope de Aguirre fuerzas de tierra para recibir a los que trataban de desembarcar, pero éstos, entre los cuales iba el capitán Mungía y los veinte desertores, se quedaban a media milla de tierra y usando las bocinas de a bordo decían insultos y provocaciones a Lope de Aguirre e invitaban a los marañones a la rebelión.
Llevaba el navío desplegados los estandartes y banderas del rey con los que hacía gran ostentación y alarde.
Una de las cosas que dijo Mungía, ignorando como ignoraba la situación del real y las últimas novedades trágicas, fue la siguiente:
—Venid acá vosotros con Martín Pérez, que el haber matado a Montoya y a Bovedo no les será tomado en cuenta, puesto que los dos eran traidores y asesinos de Ursúa.
Y alzando más la voz añadía: «¿Oís, Martín Pérez? Veníos acá con las fuerzas que tengáis, que el provincial de los dominicos trae bulas de perdón de su majestad para vuesas mercedes».
Miraba Aguirre el navío y decía: «Es de los buenos ese barco. Juro a Dios que con él llegaríamos a Panamá en poco tiempo y que allí íbamos a dar un sobresalto a los clérigos y a los bachilleres del rey». Luego añadía para sí:
—Martín Pérez no te responderá, Mungía, que su escarcela va por la isla en los dientes de un perro.
Se dio cuenta Lope de que la gente del navío no saltaría a tierra y subió a la ciudad al galope de su caballo dispuesto a escribir una carta al padre provincial. No esperaba mucho de aquella diligencia, pero quería que el fraile estuviera al tanto de quiénes eran los marañones que se habían pasado a su bando.
Al entrar en los corredores de la fortaleza se produjo otro revuelo de alarma, y dirigiéndose a algunas mujeres de las que estaban de rehenes, Lope les dijo:
—Vuesas mercedes tienen la conciencia turbia, y por eso han más miedo que vergüenza.
Vio rastros de sangre por el suelo, de donde dedujo que el cuerpo del maestre de campo había sido ya llevado a los sótanos y enterrado.
Llamó a Pedrarias y le dictó la siguiente carta, pidiéndole que no cambiara las ideas, aunque podía suavizar la expresión si le parecía que iba demasiado ruda: «Al reverendo fray Francisco de Montesinos, provincial de la isla de Santo Domingo y capitán general de la tierra de Maracapana.
»Más quisiéramos hacer a vuestra paternidad el recibimiento con ramos de flores que con arcabuces por habernos dicho aquí muchas personas ser vuesa merced muy generoso en todo, y cierto por las obras lo hemos visto hoy en este día, ya que, trayendo gente y artillería, no ha querido atacar la isla. Por ser tan amigo de las armas y ejercicios militares, como es vuesa paternidad, vemos que es verdad que las cumbres de la virtud y la nobleza las alcanzaron nuestros mayores con las espadas en la mano. Y así vuestra reverencia continúa la gran tradición y todos nos holgamos dello.
»Yo no niego, y menos estos señores que aquí están, que nos salimos del Perú para el río Marañón, con el fin de descubrir y poblar, hasta trescientos españoles dellos sanos, dellos cojos por los muchos trabajos que hemos pasado en el Perú, y cierto si hubiéramos hallado tierra que ofreciera alguna comodidad habríamos parado allí y dado descanso a estos tristes cuerpos, que están con más costurones que ropas de romero. Mas a falta de lo que digo y los muchos trabajos que hemos pasado hacemos cuenta que vivimos todavía solamente de gracia, según el río, y la mar, y la hambre, y los recios soles del equinoccio, nos han amenazado con la muerte cada día, y así los que vinieren contra nosotros, como parece venir vuesa reverencia, hagan cuenta que vienen a pelear con los espíritus de los hombres muertos en tan dura jornada. Pero cuidado, que estos espíritus están muy subidos de aliento y tienen espadas y saben manejarlas.
»Los soldados de vuestra paternidad nos llaman traidores. Debe castigarlos, que no digan tal cosa, y menos que nos tachen de cobardes, porque acometer al rey de Castilla no es sino empresa de gran ánimo. Si nosotros calláramos y aguantáramos y nos arrimáramos a las faldas de vuesa merced, bien podría ser que tuviéramos algunos oficios y algún orden en nuestras vidas, mas por nuestros hados sólo sabemos hacer balas y amolar lanzas, que es la moneda que acá corre. Y en eso estamos y seguiremos. Si hay necesidad por ahí de este menudo, todavía lo proveeremos, sólo que irá caliente.
»Querría decir a vuestra paternidad y que bien lo entendiera lo mucho que el Perú nos debe y la mucha razón que tenemos para hacer lo que hacemos. Por ahora la ocasión no parece a propósito, y por eso no diré nada dello. Mañana, placiendo a Dios, enviaré a vuestra paternidad todos los traslados y copias de los papeles que entre nosotros se han hecho y cada uno ha firmado estando en plena libertad y lo haré pensando en la clase de descargos que pueden dar esos señores que se han ido a vuestro lado, que bien juraron a don Hernando de Guzmán por su rey y se desnaturalizaron de los reinos de España y se amotinaron y alzaron en un pueblo de Machifaro y usurparon la justicia, sobre todo Alonso Arias, de negra historia ya en el Perú. Ese tal fue sargento de don Hernando, y Rodrigo Gutiérrez, su gentilhombre. De los otros señores no hay para qué hablar ni hacer cuenta, que bazofia son, aunque de Arias tampoco hablara yo, si no es porque entiende mucho de hacer jarcia, y nos vendría bien tenerlo aquí ahora. Rodrigo Gutiérrez, ciertamente, es hombre de bien, y lo sería más si no mirara siempre al suelo, señal de gran traidor. Pues si por acaso ha caído por ahí un tal Gonzalo de Zúñiga, de Sevilla, téngalo vuestra paternidad por un gentil chocarrero que no dice palabra de verdad y sus mañas son éstas: él se halló en Popoyán con Álvaro de Hoyón, en rebelión y alzamiento ya entonces contra su rey natural, y al tiempo que iban a pelear dejó a su capitán y se huyó, y cuando vio que se había escapado con vida y que ya no le pedían la cabeza apareció en el Perú en la ciudad de San Miguel con Fulano Silva (no se me acuerda el nombre primero) en motín y robaron la caja del rey y mataron las justicias, y asimismo se pudo huir. Ése es el leal que lleva a su lado. Hombre es que mientras hay dinero y qué comer es diligente, y al tiempo de la pelea siempre huye, aunque sus firmas que tengo aquí no pueden huir y hablan por él.
»De sólo un hombre me pesa que no esté aquí conmigo, porque tenía muy gran necesidad que me guardara este ganado, que lo entiende muy bien. A mi buen amigo Membreño, y a Antón Pérez, y a Andrés Díaz, les beso las manos, y a Munguía y a Arteaga, que Dios los perdone como a difuntos, porque muertos deben estar, ya que vivos tengo que les sería imposible negarme a mí. De su muerte deme vuesa merced noticias o de su vida, si la hubieren, aunque más querría que fuesen vivos y todos juntos (siendo vuestra paternidad nuestro patriarca) contra Felipe. Porque después de creer en Dios, el que no es más que otro no vale nada, y un consejo le doy, y es que no vaya vuestra paternidad por Santo Domingo, que un día le han de desposeer del trono en que está, digo del provincialato, y para eso no vale la pena. César o nihil. Eso entendemos nosotros aquí, y si viniera no se arrepentiría.
»La respuesta suplico a vuestra paternidad me escriba, y si acaso lo prefiere, ande la guerra, porque a los traidores les dará gozo, y a los leales que los resucite el rey si puede. Aunque hasta agora no veo ninguno resucitado, y mucho lo dudo, que el rey ni sana heridas ni da vidas, y nosotros, sus antiguos sujetos, podemos herir y hacer justicias matando igual y aun mejor que él. Y vuestra merced que lo vea.
»La vida de vuesa paternidad guarde Dios y le acreciente de dignidades. De esta fortaleza de la Margarita, hoy viernes besa las manos a vuestra paternidad su servidor. —Lope de Aguirre».
Envió esta carta con unos indios al navío en una piragua y le pareció que había hecho algo necesario e importante. Todo el mundo se sentía raro y nervioso aquella tarde porque el aire andaba muy cargado de electricidad y los relámpagos encendían y apagaban el firmamento constantemente, sin que se oyeran truenos.
—¿Qué os parece la carta? —preguntó Lope a Pedrarias.
—No me parece muy bien.
—Es que las traiciones de esos que fueron nuestros camaradas no me dejan pensar mejor.
Parece que cuando recibió el provincial la carta tuvo la impresión de que era un papel escrito medio en broma con una intención chocarrera y burlona, ya que ni siquiera su principal objeto, que era el de acusar a los desertores y ponerles la vida en peligro, lo cumplía de un modo que pudiera parecer eficaz. El fraile tampoco vio en aquellas líneas rencor ni saña y ni siquiera verdadera enemistad. No acababa de comprender.
Respondió con una carta mesurada, tratando de persuadir a Lope de que se apartara del camino que llevaba, ya que sólo podría conducirle a la ruina personal suya y a la de sus amigos y rogándole que se redujera a la obediencia del rey y al servicio de Dios, cosas que tanto importaban a la seguridad de su conciencia y de su alma. Pero si su ciega obstinación era tanta que no quería hacerlo, le pedía que como cristiano cesara de derramar sangre y hacer crueldades en aquella isla, ya que no se podían remediar las que había hecho en el río Amazonas. Decía también que Munguía y Arteaga estaban vivos y eran muy felices servidores de su majestad y que al volver a su servicio no habían hecho sino cumplir la obligación que tenían.
Envió el provincial la respuesta con el mismo indio que llevó la carta de Aguirre, y al llegar el indio a la playa vio en ella a dos soldados sin armas, echados en la arena. Uno era un tal Juan de San Juan, y otro, Alonso Paredes. El primero solía andar siempre detrás de alguna mujer, no importaba quién, que lo mismo le daba negra que blanca o mestiza, y el segundo tenía la manía de encontrar dobles entre la gente que trataba. Dobles de sí mismo, dobles de Lope de Aguirre, dobles de Pedrarias y de otros.
Lope había bajado a la plaza también y decía entretanto a los suyos:
—Así son las gentes del rey. Lo mismo que el provincial, cuando creen que hacen algo bueno causan la desgracia de la gente partidaria suya. Así el tal fraile podría haberse ahorrado la visita a estas partes en vez de determinar con su presencia la muerte del gobernador y de otros cuatro. Y viniendo ahí a mostrarse sin atacar ni desembarcar, más nos lleva a prevenirnos y a fortalecernos que a otra cosa. Pero así son ellos, que tienen miedo de su sombra. Ya verán vuesas mercedes lo que podemos hacer y lo que haremos con esa gente del rey cuando pongamos el pie en tierra firme.
Hablando así observó que en la playa y muy cerca del agua seguían hablándose en voz baja Paredes y Juan de San Juan. Les dio una voz, pero no lo oyeron, que llegaba el viento contrario. En aquel momento se acercaban por el agua algunas canoas del provincial, aunque no tanto que se pudiera pensar que trataban de desembarcar. Desde las canoas, los del navío daban grandes voces, llamando traidores y cobardes a los marañones. Algunos de éstos respondían con insultos también, y Lope de Aguirre decía entre dientes:
—¡Donosa guerra de mujeres y clérigos, que todo lo hacen hablando!
Estaba a su lado Carolino con tres negros más y Lope les señaló a los dos soldados acostados en la arena haciendo una mueca. Necesitaba Carolino asegurarse mejor, y entonces Lope sacó a medias la vitela sudada y la mostró, sin hablar.
Con sus cordeles listos, los negros fueron sobre San Juan y Paredes. Se perdieron un momento todos en un remolino de arena y Lope de Aguirre, vueltas las espaldas a la playa, comentó:
—Querían pasarse al navío, y por eso aguardaban ahí horas y horas.
En fin, decidió Lope de Aguirre renunciar al barco del provincial y darse prisa a acabar el que estaban construyendo. El alférez Villena preguntó al ver a aquellos dos soldados muertos en la arena:
—¿Les habéis dado muerte?
—No —dijo Lope—. Yo no doy la muerte a nadie; Dios nos la ha dado a todos, y lo único que yo hago con mis enemigos a veces es adelantar un poco el calendario.
Aquel día Lope pidió carpinteros, suponiendo que había alguno en la isla; pero nadie acudía a su llamamiento, porque los tres que en su juventud lo fueron se avergonzaban y hacían lo posible por que todo el mundo lo olvidara. Con lo cual, por cierto, invitaban a los otros a recordarlo más que nunca.
Lope insistía porque los necesitaba para acelerar la construcción del bergantín nuevo y reparar los viejos. Dio bandos a golpe de tambor y sólo acudió doña Aldonza, quien dijo que había tres carpinteros, y aun acompañó a los soldados para señalar sus casas.
No pudiendo ya negarse, los aludidos fueron al trabajo muy contra su voluntad, vestidos a lo noble, y viéndolos partir doña Aldonza decía:
—Ahí van los gentilhombres a serrar y cepillar y desbastar madera.
Reía y el papagayo blanco que llevaba en el puño la imitaba, y su risa era mucho más escandalosa.
Uno de los marañones que trabajaba en los astilleros era el navarro Díaz de Armendáriz, primo hermano del difunto Ursúa. Desde que fue muerto el gobernador solía quedarse su primo a un lado en las empresas de la tropa, cualquiera que fueran. Lope de Aguirre y Armendáriz se evitaban y hacían como si no existieran el uno para el otro. Era hombre raro y con los calores y las aventuras sangrientas se hizo más raro todavía. Hablaba con acentos falsos, y a veces, cuando quería decir algo, sólo llegaba a decirlo por aproximación. Su acento falso parecía a veces una burla de la persona con quien hablaba. Otras veces revelaba simplemente estados confusos de sensibilidad sin ilación con lo que sucedía alrededor.
La extremosidad del clima y del hambre y la sed sufridos en el Amazonas y en alta mar habían influido de un modo u otro en el carácter de aquel hombre también.
Al comenzarse a construir el navío, Armendáriz eludía el trabajo, y su pretexto más frecuente era la enfermedad. Al principio, Lope de Aguirre aceptaba las excusas, y aun llegó a decirle que se fuera a una casa de campo a vivir en paz, pero aquel día lo pensó mejor, y apenas acabado el trabajo de la jornada envió a los dos negros en su busca, y ellos volvieron una hora después a decirle que se habían cumplido sus órdenes. Se quedaba Lope de Aguirre con la impresión de haber completado sólo entonces la tarea que comenzó con la muerte de Ursúa.
—Hay que desarraigar —decía— la cizaña de los Ursúa gabachos para que no vuelva a brotar.
Aquella manía de llamar a Ursúa francés nadie la comprendió en el tiempo que duró la expedición.
Mandó Lope hacer tres banderas nuevas con telas sacadas de un comercio de la ciudad. Y fueron banderas bastante peculiares, de seda negra, con dos espadas rojas cruzadas. El color negro parecía aludir a la piratería de mar y no dejó de causar alguna extrañeza a los soldados. Mandó Lope que las banderas se bendijeran en la iglesia, para lo cual convocó a los curas, quienes comparecieron no sin algún temor.
El día 15 de agosto del año 1561 se celebró la misa cantada, a la que obligó Lope a asistir a toda la población. Los marañones estaban también todos, menos Llamoso, que al parecer seguía corriendo por la isla detrás del perro tratando de rescatar el estuche con el sello del rey Felipe.
Había salido Lope de la fortaleza con todas sus fuerzas en columna de honor, y así fueron a la iglesia. Por el camino sucedió uno de aquellos incidentes que a veces hacían dudar a los amigos de Aguirre de la razón del caudillo. Consistió en que viendo en el suelo una carta de baraja que representaba al rey de espadas la llevó a puntapiés cierto trecho diciendo injurias contra Felipe II, y por fin, antes de entrar en la iglesia, se inclinó a cogerla, la hizo mil pedazos y los arrojó al aire.
Doña Aldonza, con su loro blanco en el hombro, se sentó en el lugar presidencial, como siempre, vestida de sedas amarillas. A su lado, Lope de Aguirre. Los oficios fueron muy solemnes. Esperaban que hablara uno de los curas, pero ninguno de ellos se atrevió, y entonces Lope se levantó y avanzó al presbiterio. Dando cara al público y espaldas al altar dijo:
«Marañones: confiando en las valientes fuerzas de vuesas mercedes, que son de todos conocidas, os hago entrega formal de estas banderas, con las cuales y las compañías de soldados que militarán bajo ellas vais a defender y a amparar vuestras personas y la mía saliendo al campo contra toda clase de enemigos, hiriendo y matando a aquellos que no acepten nuestra soberanía. En los pueblos donde por mostrarse contumaces sus habitantes haya que venir a rompimiento y a saqueo, yo encargo a vuesas mercedes la veneración de los templos y la honra de las mujeres, puesto que en todo lo demás tendrán libertad para conducirse y vivir cada cual como mejor le parezca, ya que nadie les irá a la mano, y menos éste, que tiene el honor de mandar en vuesas mercedes. Dense, pues, por recibidos destas banderas en el nombre mío y en el de los pueblos de tierra firme que hemos de arrancar de la soberanía ignominiosa del emperador Felipe».
El alférez general dio tres vítores a Lope de Aguirre que fueron respondidos.
Por cierto que el loro de doña Aldonza, excitado, gritaba también y su voz dominaba las otras.
Entonces el alférez general y el capitán de tierra recibieron las banderas, fueron incensados con ellas a los acordes del órgano y después salieron al atrio a esperar las tropas, que no tardaron en desfilar.
Volvieron todos a sus cuarteles y Lope subió a la terraza de la fortaleza a ver el campo, que en aquel caso era más bien la mar. El barco del provincial había levado anclas y quería ver Lope el rumbo que tomaba.
Poco después, los soldados todos andaban desarmados, menos Alonso de Villena. Extrañado Lope de verlo cargado de armas, preguntó y le dijo Antoñico que se sentía en peligro porque el día del banquete había hablado también contra el caudillo.
Lope recordaba al alférez en el templo muy armado de espada y de daga de esgrima. ¿Para qué? ¿Con todos aquellos calores? Preguntó Lope al paje por qué no le había denunciado antes la conducta de Villena y el chico dijo:
—Cuando habló en el banquete estaba borracho, y era cosa de risa más que de ofensa.
Olía Lope de Aguirre a incienso porque el párroco lo había incensado a él al mismo tiempo que a sus banderas, y el caudillo percibía aquel aroma con deleite, pensando en Villena. Solían andar con Villena dos soldados: Loaísa y Domínguez, y el día que el alférez fue acusado por Antoñico envió Lope a los dos negros a buscar a Villena, pero sólo para llevarlo a su presencia. Villena, que tenía puesta vigilancia, escapó de la casa por una puerta trasera y se fue al campo.
Como todas las diligencias para hallarlo parecían vanas, Lope de Aguirre dijo con la lógica que acostumbraba:
—Un hombre solo no podría hacer nada contra mí, y si tenía conspiración con otros, eran, sin duda, Loaísa y Domínguez.
Mandó arrestarlos y los hallaron en la casa donde solían comer los tres, cuya dueña era Ana de Rojas, mujer castellana de cierta distinción. Pero al llegar los negros con Juan de Aguirre quiso Domínguez defenderse, echó mano a la espada y hubo un conato de lucha. Cuando se entregaron y depusieron las armas, Juan de Aguirre dio de puñaladas a Loaísa, mientras que los dos negros caían sobre Domínguez y le daban garrote, preguntando al mismo tiempo dónde estaba Villena e insultando a doña Ana.
La mujer salió a la calle pidiendo auxilio, y habiéndose enterado Lope de todo aquel escándalo dispuso que la ahorcaran en el rollo de la plaza y obligó a acudir a toda la población.
Los negros le pusieron a doña Ana el dogal. Cuando iban a colgarla, ella pidió que le ataran las manos —sólo le habían atado los pies— y Carolino preguntó para qué.
—Atadme las manos por merced —repitió ella.
No quería el negro y se acercó Lope a la castellana:
—¿Qué más os da eso?
Explicó ella en voz baja que había oído que los ahorcados que tenían las manos libres y sueltas se desnudaban en la agonía, y ella no quería desnudarse a la vista de la gente. Lope se dio cuenta de que era una mujer honesta. Y mandó a los negros que le ataran las manos a la espalda, como ella quería.
Poco después estaba la pobre mujer en las convulsiones de la agonía —sin desnudarse—, y Lope de Aguirre invitó a los arcabuceros a que dispararan sobre ella para atenuarle el suplicio. Jovialmente ofreció algunos premios a los que tiraran mejor. Así pues, la ejecución de doña Ana se convirtió en una alegre competición, hasta que uno de los arcabuceros, habiendo roto la espina dorsal en la nuca, el cuerpo cayó descabezado.
En aquel momento llegó un vigía y dijo al caudillo que el navío del provincial había hecho velas hacia el Nordeste, en la dirección de Santo Domingo.
«Va el fraile —se dijo Lope— a avisar a los escribanos y corchetes de la real audiencia y a poner por palabra y escritura lo que no ha podido hacer por obra».
Preguntó luego por Llamoso y nadie supo darle razón. Cuando comenzaba a irritarse y a blasfemar se acercó su homónimo Juan de Aguirre y le dijo que Llamoso seguía tras el perro, y que tal vez no se atrevía a volver.
—Háganle saber vuesas mercedes que puede volver con el sello del rey Felipe o sin él, que no le pasará nada, y acábese de una vez este triste negocio, que no he oído en mi vida nada más cobarde ni miserable.