XIII

El tercer día de ocupación de la Margarita, Lope bebió demasiado después de varias semanas a bordo sin catarlo y dijo alguna incongruencia que hizo reír. El capitán Alonso Henríquez, cuidadoso del buen crédito de Lope, creía que muchas atrocidades había hecho el caudillo y podía hacerlas, que iban con la guerra, pero no tenía derecho a hacer una tontería como aquella de mostrarse borracho a los soldados.

Aunque sólo fuera por cuidado de la propia seguridad, debió haberlo evitado, porque contra un jefe borracho se puede intentar todo sin peligro.

Eso dijo Henríquez, y por ser hombre discreto se hizo notar más. Tenía ese capitán el cargo de jefe de parque y munición. Unos le llamaban Henríquez y otros Orellana, por ser su segundo apellido. En los últimos días se quejaba de su cabeza y tenía la idea de que la perdía y se iba convirtiendo —no se sabe si en broma o en serio— en un reloj. Con minuteros y segunderos y con el tic-tac que creía escuchar en el silencio. Oyéndolo un día hablar de aquello, dijo Lope que en su real no quería locos.

—No es locura —le dijo Pedrarias, que era amigo de Henríquez—, sino una sinrazón pasajera por el rigor del clima.

Lope lo miraba con sorna, pensando: «Estaría bueno que todas las cosas malas o buenas las achaquemos a la influencia de la línea equinoccial». Y aquel día no habló más. Pero dos después, y por una razón u otra, Carolino dio garrote a Henríquez en su propia vivienda donde iba a comer mientras la mujer de la casa iba y venía dando alaridos como un ave herida y gritaba tanto que se oían sus voces en la misma plaza de Yua. Henríquez, con los cordeles trabados en la nuca y anudados fuertemente detrás corrió por toda la casa derribando sillas, vasos y candeleros antes de caer en el zaguán por donde quiso escapar. Era un sistema nuevo de Carolino.

Pedrarias se enteró cuando ya no tenía remedio y desde aquel día mostraba un semblante frío e inamistoso a Lope de Aguirre y no frecuentaba tanto a su hija ni a la Torralba, a quienes solía visitar con cualquier pretexto. Algunos soldados comenzaron a pensar que ni por leales ni por dudosos tenían sus vidas seguras, ya que dependían más del capricho de Lope que de ninguna consideración de justicia. Y sus caprichos nadie los entendía.

Lope, a las preguntas de Pedrarias, dijo una vez y otra: «Si Henríquez creía y se atrevía a decir en voz alta que yo he hecho muchas atrocidades en el Amazonas y una estupidez aquí, cerca estaba de la sedición, y ya sabéis que yo soy diestro en las madrugadas».

—Día llegará a este paso —replicó Pedrarias— en que nadie duerma, y entonces de poco os valdrá madrugar. Entretanto, ni Dios entiende lo que hacéis.

—Yo me entiendo, y si Dios no lo entiende, peor para él.

Más de un soldado habría tratado de escapar, pero se contenían viendo que la isla no era grande, que se podía recorrer en pocos días y que era fácil llegar a los últimos rincones de las montañas. A pesar de todo algunos soldados decidieron la fuga. Y los primeros fueron cuatro, llamados Francisco Vázquez, Gonzalo de Zúñiga, Juan de Villatoro y Luis Sánchez del Castillo. De los cuatro, el último creía haber visto también en la boca del Amazonas el esqueleto del comendador Guevara flotando en las aguas. No sólo flotando, sino nadando y dando gritos, y era el único entre los que lo habían visto que decía aquello. ¿Cuándo se ha visto que un esqueleto pueda dar gritos?

Los cuatro se escaparon de la fortaleza aprovechando las sombras de la noche y al enterarse Lope de Aguirre se indignó de tal manera que algunos creyeron que perdía la razón. Daba voces, insultaba a los ausentes, se mesaba las barbas, echaba espuma por la boca y dispuso enseguida las primeras diligencias para perseguirlos y encontrarlos. Pero antes fue a donde estaban encerrados los presos de la isla y dijo al gobernador que si no comparecían los fugitivos antes de cuarenta y ocho horas que iba a hacer un escarmiento y a asolar y destruir la isla entera, con lo que tendrían mucho que temer y que perder lo mismo justos que pecadores.

Por toda respuesta el gobernador reiteró su petición de que le dieran una prisión nueva y lo separaran de los alguaciles, ya que tenía una jerarquía mucho más alta. Lope le dijo:

—Vuesa merced no es el gobernador, sino el hijo político de la gobernadora, que yo me he enterado.

Fue luego a las casas donde los fugitivos solían comer y entre insultos y amenazas dijo que daba a sus dueños un plazo de diez horas para encontrarlos. Buscó además a los soldados recién incorporados de entre los vecinos de la isla y como conocedores de todos los recovecos de la misma les pidió su opinión y luego los envió a ellos mismos con armas y con los vecinos civiles.

Habrían pasado diez o doce horas cuando trajeron a Villatoro y a Sánchez atados el uno con el otro y, llevándolos directamente al rollo de la plaza mayor, el negro Juan Primero enlazó el cuello de Sánchez y el otro negro Carolino el de Villatoro y los colgaron. La población en masa fue obligada por Lope de Aguirre a presenciar la ejecución.

Para que el suplicio fuera más patético, Lope hizo que a los reos les soltaran las manos y los pies cuando los izaban en el aire. Así los espasmos y convulsiones fueron mayores y también el terror de la gente. Algunos civiles miraban al suelo por lástima y Lope les hacía levantar la cabeza poniéndoles la punta de la espada bajo la barba. Otros soldados hacían lo mismo con sus partesanas y una mujer joven se desmayó.

Durante la agonía de las víctimas decía Lope de Aguirre:

—Ahí están los leales a su majestad. A ver si viene ahora el rey don Felipe a sacarlos de la horca.

A los pies de las víctimas hizo poner un letrero: «Por traidores, que lo fueron primero al rey y luego a mí». Y firmaba Lope de Aguirre. Comentando aquello decía:

—Ese Sánchez vio nadar el esqueleto del comendador, pero no aprendió que en la vida sólo se puede traicionar una vez y el que traiciona dos es un bellaco parapoco que merece lo que él ha tenido.

Aquello asustó mucho a la gente. Pedrarias, que solía ser impasible y acostumbraba a situarse por encima de lo que veía, se mostraba taciturno y evasivo con Lope.

—Estáis envileciendo la muerte —le dijo un día— y eso se paga caro.

—Ella nos envilece a todos, Pedrarias —respondió el caudillo, despreocupado—. Y bueno es que la muerte trabaje una vez por mí, digo, por la disciplina en el campo.

Alguien le dijo a Aguirre que el gobernador Villaldrando había pedido a Castilla un marquesado y enviado con ese fin su árbol genealógico y la relación de sus hazañas y que en la isla había quien se burlaba de aquello.

—¿Marqués? —comentó Lope—. La marca no está aquí, sino en el Perú, donde se combate por un nonada y donde la sangre llama a la sangre.

No hay duda de que aquel escarmiento hizo que otros soldados que pensaban desertar al ver que la fuga les valía de poco se estuvieran por el momento quedos.

Acababan de expirar los dos reos cuando vio Lope de Aguirre que llegaba por la plaza un fraile dominico murmurando latines. Lope de Aguirre le dijo:

—¿Qué reza ahí vuesa merced?

—Rezo por el alma de esos desdichados.

—¿Cómo es el alma de los desertores? ¿Grande, pequeña? ¿Blanca, negra? ¿No lo sabe? Yo se lo diré a vuesa merced: no hay color ni tamaño, porque no tenían alma. Eran dos desalmados. ¿Quiere saber más de ellos? Yo los conocía como si los hubiera parido. Ese Sánchez andaba desde que salimos de los Motilones diciendo que no estaba seguro de ser Sánchez, que no sabía quién era. Ahora se enterará en la lista de san Pedro. ¿No tiene una lista san Pedro con los nombres de los hideputas que llegan allí? Pues allí se lo dirán al de la cabeza de reloj. ¿Y Villatoro no sabe vuesa merced quién es? Mírelo, que todavía sacude la pata izquierda. Yo se lo diré: Villatoro era un flojo que según decía él mismo tenía miedo de los monos desde que nació. Le dieron un día en Machifaro a comer un brazo asado de mono y mirando la mano dijo que no podía porque aquélla era mano de persona. Y desde entonces nos miraba a todos y a mí mismo como a condenados en vida, como a almas penadas en vida que andaban fuera de sus cuerpos. Miedo nos tenía y miedo tenía a su sombra. No escapaba de mí cuando se fue al monte, sino de su propia sombra y también de la sombra doble de los hideputas morenos que tengo a mi lado —los negros rieron en silencio, mostrando sus grandes dentaduras blancas—. Éstos, Carolino y el Juan Primero, los tenían atemorizados a los dos, por eso huyeron al campo. ¿Qué dice vuesa merced, señor cura?

—Yo no digo nada.

A Lope le molestaba su silencio altivo.

—Pero lo dirá, porque lo mando yo.

—No tengo nada que decir. ¿Qué quiere vuesa merced que diga?

Advirtió Lope o creyó advertir que aquel cura lo miraba con un cierto desdén y que si sus palabras eran prudentes su gesto denunciaba una aversión natural. Y dijo a sus negros:

—Vayan mis hijos a darle la razón a ese ministro de la iglesia.

Los negros no sabían qué hacer.

—Denle vuesas mercedes la razón, he dicho, por la espalda.

—Pero ¿cómo? —preguntaba Carolino.

Sacó Lope la vitela sudada y entonces Juan Primero se acercó al cura con los cordeles en la mano.

—Sólo quiero darle la razón a vuesa merced —dijo Lope—, ya que vuesa merced está pensando que soy un criminal y los religiosos como vuesa merced abundan y aun sobran en el mundo.

Pero se interpusieron los vecinos con súplicas, y como acababan aquellos mismos vecinos de llevarle dos de los fugitivos, Lope se consideró en el caso de acceder. Por el momento, pues, la vida del dominico fue respetada con alguna decepción de Carolino, quien para disimular bailaba ligerísimamente sobre un pie, cantando una de sus canciones con un rumor nasal:

Oue - ué…

Entonces se puso a explicar Lope de Aguirre a los soldados por qué habían vencido tan fácilmente en la isla y decía que mejor vencerían en la tierra firme. Hablaba a la sombra de los ahorcados:

—Vuesas mercedes han visto que estas gentes y las de allá se pasan la vida abanicándose debajo de las palmas mientras los indios se descuernan sobre las sementeras y después debajo de las aguas del mar buscando perlas para ellos y son gentes que juran por el rey y por la reina y por el pontífice de Roma y a su sombra guardan lo que tienen y roban lo que pueden bajo capa de personas decentes. Esas gentes comienzan a saber quién soy y fuerza es que acaben de aprenderlo. Vivimos en un tiempo en que la tierra será para quien se atreva a ganarla con sangre y sudor y yo soy uno de ellos y mis marañones son otros tan buenos como yo. Yo sé adónde voy y adónde llevo a vuesas mercedes y nadie podrá apartarme de mi camino, porque en él me han puesto la vieja saña de mi corazón y la justicia de mi cabeza, que si no marca los minutos como la de Sánchez sabe muy bien dónde está la ley. No la del rey Felipe, sino la de la sangre de los hombres naturales que ven su vida acabada y su gesto torcido por las balas de los arcabuces sin que nadie parezca haberse querido dar por sabidor. Yo soy poco, pero poco era David y acabó con el filisteazo Goliath. Yo seré, sin necesidad de que mi esqueleto vaya nadando por las aguas ni dando gritos por la mar, la sombra reivindicadora de todos los que han sido pisoteados por los caballos del rey y como tal quiero castigar a los verdaderos culpables. Aquí tienen vuesas mercedes los cuerpos sin ánimas de Sánchez y de Villatoro, que hace media hora creían estar camino de Castilla para besar los pies a don Felipe y pedirle perdón. Ahí está el perdón. El que puede, que los perdone en la otra vida, que perdonándolos Dios hará su oficio y yo hago el mío como jefe militar ahorcándolos.

Se volvió a mirar al sacerdote, pero no lo halló: «¿Dónde está esa paloma del patíbulo de la inquisición?». Pero al fraile se lo habían llevado algunos vecinos de la isla, que velaban por él.

Alzó la voz Lope de Aguirre: «¿Dónde está ese fraile dominico? ¿Dónde ha ido el sabihondo de la regla de santo Domingo?».

Alguien le acercó un jarrillo de barro, porque Lope tenía la garganta seca y hablaba con ronquera. Fue Lope a beber, pero al darse cuenta de que era agua la tiró y dijo:

—¿No hay algo mejor para un jefe de marañones?

Le llevaron vino.

Bebió y luego se puso a hablar de las dificultades que los soldados hallarían en el desarrollo de su empresa en la tierra firme. «Los peores enemigos que encontraremos serán los curas y los frailes como ese de santo Domingo y otros de san Francisco y aún estoy por decir también los frailes mercedarios, aunque para ellos siempre he tenido algún respeto, porque me han alojado y dado de comer dos veces en tiempos de necesidad sin pedirme que rezara ni preguntarme si confesaba para la pascua. Pero vuesas mercedes anden con la barba sobre el hombro cuando vieren un fraile, porque al menos lo que hacen es estorbar la libertad de los soldados y esa libertad la necesitamos para mejor hacer las conquistas y sujetar a los naturales. Igual que a los frailes tienen vuesas mercedes que despachar con hacha o cordel en cuanto se pongan a su alcance a los oidores, gobernadores, letrados y procuradores, a los obispos y a los presidentes de cabildo y a los visorreyes, que si pudiera yo tener a mi alcance a los dos que hay en estas Indias no vivirían más que el tiempo que tardara Carolino en hacer su faena».

Al decir esto Lope todos miraron al negro, quien volvió a sonreír satisfecho, aunque un poco turbado por tanta atención.

—Todas estas personas que he dicho —continuó el caudillo— deben morir a vuestras manos en estas Indias que el diablo descubrió, porque la culpa de estar perdidas estas tierras es de ellos. Hay que destruir a la mayoría de los caballeros y gente de noble sangre, porque aunque nosotros seamos también hidalgos no vivimos de nuestra hidalguía, sino de nuestros brazos y del sudor de nuestras frentes y de la destreza de nuestras espadas. Sólo perdonaremos a los soldados que se pasen a nuestras filas. Pero no es eso todo. Habrá que colgar de las ventanas de sus lupanares a todas las mujeres públicas, ya que por una tal como Inés de Atienza nos vino a nosotros el principio del mal en el Amazonas, ya que si no hubiera sido por ella tal vez el mismo Ursúa habría sido uno más contra el visorrey tarde o temprano. Yo acabaré con todas las gentes de ruin trato y vuesas mercedes serán testigos. Lo mismo si son obispos que si son mujerzuelas de plaza y puerta franca.

Se puso a explicar a los soldados la clase de guerra que pensaba hacer y cómo no daría batalla de frente a ningún capitán, sino sólo al mismo rey si pudiera hacerlo un día en el campo. Y la razón era que a los capitanes pensaba ganarles los soldados con industrias y habilidades de guerra como había hecho al desembarcar en la isla y como haría siempre, aunque siguiendo en cada ocasión y lugar las normas que fueran más convenientes a la situación. Explicó los términos de la sedición y cuándo se podía usar con esperanzas de éxito y cuándo no.

Viendo que en la Margarita le había salido todo bien, no faltaban soldados que creían más que nunca en Lope de Aguirre.

Pero aquella misma tarde tuvo noticia el caudillo de lo sucedido con Mungía en la bahía de Maracapana. Había dado días antes órdenes de comenzar a reparar los bergantines y a construir otros, pero no perdía nunca la esperanza de apoderarse del barco del provincial. Aquella tarde tuvo las primeras sospechas de lo que había sucedido cuando le dijeron que un vecino de la isla llamado Alonso Pérez de Aguilar —amigo del marañón Acuña, que se había ido con Mungía— huyó también en una canoa sin que hubiera manera de alcanzarlo. Cuando Lope se enteró hizo saquear la casa del fugitivo, destruir el tejado, arrancar puertas y ventanas con palancas de hierro y degollar todas sus reses y ovejas. Además destruyó las sementeras que le pertenecían. Pero evitaba aún hablar en público de la deserción de Mungía, que consideraba ya un hecho seguro. Mientras no hablara de ella el hecho no quedaría establecido formalmente.

Se daba el caso de que uno de sus más leales amigos, el marañón Joanes de Iturriaga, también vascongado, desde que estaban en la isla Margarita invitaba a comer a su mesa a diez o doce de los soldados más pobres. Era aquel Iturriaga un hombre que desde que salieron del Amazonas decía que no podía estar solo un momento y que por eso buscaba la compañía de algunos que siendo los más modestos parecían los mejor dispuestos a acompañarle.

No podía creer Lope que aquella costumbre fuera inocente del todo, sino que adulando a los menos prósperos trataba de ganárselos para formar un grupo disidente. Llamó al maese de campo Martín Pérez y le ordenó que fuera a la posada de Iturriaga con otros soldados seguros y lo matara a la hora de comer. Pero a arcabuzazos, que era una clase noble de muerte y aquel soldado era también noble y además era su paisano. Quiso intervenir Pedrarias diciendo que soldados tan buenos como Iturriaga, después de once meses de no dormir por causa de las recias calores y de no combatir sino con caimanes, monos, arañas y culebras, tenía derecho a alguna particularidad de conducta, pero Lope se negó a escucharlo.

Hallaron los soldados a Iturriaga en la casa donde estaba cenando con ocho o diez compañeros. Al verlos entrar el vasco se levantó para hacer honor al maese de campo y al acercarse con la mano tendida le dispararon varios tiros, mientras otros soldados amenazaban con lanzas y picas a los demás. El perro Solimán, que había ido con los soldados, ladraba furiosamente alrededor de la casa.

Dio noticia Martín de haber cumplido la orden y Lope le dijo en broma:

—Espero que no va a llorar vuesa merced por tener una pica menos en el campo.

—Y a fe que no era mala —dijo Martín, sombrío.

Por ser el muerto vizcaíno y paisano suyo dijo Lope que había que honrarle y al día siguiente le hicieron el entierro más ceremonioso que se había visto nunca en la isla. Iban todos los soldados formados por escuadras, con las armas al estilo fúnebre, los tambores tocando muy lentos y destemplados, es decir, sin vibración, las banderas a media asta y Lope de Aguirre a la cabeza. Había quien decía que Lope había matado a Iturriaga porque era demasiado honesto en sus maneras y costumbres y aquello hacía un contraste violento dentro de la armada.

Al principio dijo Lope que lo había matado por borracho y hablador y cuando vio que eso nadie lo comprendía, porque nunca habían visto a Iturriaga bebido ni innecesariamente locuaz, cambió de excusa y dijo que conspiraba contra él. En cuanto a honradez, Lope dijo a los que quisieron escucharle que si en el campo había un hombre honrado era Pedrarias. Y que no era la honradez lo que le ofendía a él, sino el disimulo.

Ocurrían cosas nuevas. La antigua gobernadora Aldonza Manrique tenía un loro y le había enseñado a decir:

—¡Viva Lope de Aguirre, capitán de los marañones!

Oyéndolo Lope sentía una impresión agridulce, pero había que reportarse, porque matar a un hombre podría ser una injusticia, aunque explicable, pero matar a un loro habría sido desvarío.

Irritaba a Lope la risa de aquel loro —siempre reía después de aquel vítor—, sobre todo cuando salía a la plaza un gallego viejo medio loco tocando la cornamusa y estaba cerca el loro y éste comenzaba a reír —es decir, a imitar al gaitero— y era la imitación como una tremenda carcajada artificial que repercutía por toda la isla y que a algunos les ponía los pelos de punta. Un día dijo Pedrarias para sí mismo:

—Parece como si ese papagayo fuera ahora el gobernador de la isla.

Al menos iba siempre en el hombro o en el puño de la gobernadora Aldonza Manrique como los azores en el puño de las princesas.

Era el humor de Lope cada día más sombrío por la tardanza en llegar noticias definitivas sobre el navío del provincial. No acababa de creer que Mungía hubiera desertado, y para convencerse a sí mismo comenzó a decir a grandes voces que si el fraile provincial había cogido presos a sus soldados o los había matado tenía que hacer un escarmiento jamás visto ni oído.

Oyéndole hablar así los vecinos de la Margarita temblaban debajo de su piel, especialmente mientras los dos ahorcados estuvieron colgados en la plaza.

Entretanto, el padre Montesinos, después de haber dado aviso en toda la costa de Venezuela, en Cumaná, en Burburata, en Nuestra Señora de Carballeda, en la Guaira, cerca del puerto de Caracas y en otras partes, volvió a Maracapana en la isla Margarita, esperando poder hacer algo contra Aguirre o por lo menos dar ocasión a que las deserciones continuaran.

Cuando avisaron a Lope de la llegada del navío volvió a hacerse la ilusión de que lo traía, por fin, Mungía con sus soldados, pero poco después vieron acercarse a tierra un esquife con un esclavo negro, quien refirió detalladamente lo que había sucedido y dijo que los marañones desertores estaban a bordo con el provincial y con las armas listas para hacerles a los de Lope toda la guerra que pudieran. El negro había escapado y quería armas para luchar contra el provincial, pero Lope desconfiaba y lo puso bajo vigilancia.

Receloso, Aguirre metió en las prisiones de la fortaleza a la poca gente notable de Yua que quedaba en libertad y desde una torre estuvo viendo lo que hacía el barco del padre Montesinos. Vieron que viraba y desplegaba velas y los soldados de la Margarita que se habían unido a Lope le dijeron que el provincial se iba con el barco a un fondeadero que se llamaba Punta de Piedras.

Puso Aguirre espías escalonados en los caminos, de modo que le avisaran de los movimientos del provincial, y él se instaló con su alférez general Alonso de Villena —a quien volvió a dar el cargo que había tenido con don Hernando, por fallecimiento de Corella— en un lugar intermedio para acudir con las fuerzas a donde fuera preciso. Pero al oscurecer cambió de idea y se dirigió con Villena y cinco soldados otra vez a la fortaleza.

Fue a ver a los presos más importantes, que eran el gobernador Villaldrando, el alcalde Manuel Rodríguez, el alguacil mayor Cosme de León, un tal Cáceres, regidor, y al criado del gobernador Juan Rodríguez. Mandó que los sacaran de la prisión alta, donde tenían ventanas con rejas desde las cuales se veía el mar, y los bajaron a los sótanos de la fortaleza. Los presos, habiendo visto a lo lejos el barco del provincial, concibieron otra vez esperanzas, pero al llegar Lope con sus soldados se creyeron perdidos. Lope se dio cuenta y con aquellos escrúpulos humanitarios que se le despertaban a veces les habló:

—Pierdan vuesas mercedes el temor y confíen en mí y en mis promesas, porque les doy mi palabra de que aunque el fraile provincial traiga consigo más soldados que árboles espinosos hay en esta isla —y está lleno dellos— y me hagan la guerra más cruel y mueran todos mis compañeros, por Dios les digo que ninguno de vuesas mercedes morirá ni aun correrá el menor peligro.

Con esto iban bajando los presos un poco más tranquilos. A medida que bajaban las escaleras estaban más oscuras y tuvieron que esperar que trajeran candiles.

A pesar de las seguridades de Lope de Aguirre los cinco presos que representaban en la Margarita la autoridad fueron agarrotados aquel mismo día en los sótanos. Y Lope de Aguirre estuvo presente mientras sus dos negros actuaban. Pero no fueron sólo los negros.

El gobernador, al ver que sus presentimientos se cumplían, dijo:

—¿Qué vale vuestra palabra, señor general?

—Mucho vale, señor gobernador, sólo que hay que entenderla al revés. Y para que veáis que al revés y todo mis obras van concertadas yo os diré antes de que mi justicia sea hecha las razones que he tenido y tengo para ella. Enemigos tengo, pero no me faltan tampoco amigos, y un marañón nuevo, de esta isla, nacido en Portugal y llamado Gonzalo Hernández, me ha dicho cuáles son las intenciones de vuesas mercedes, especialmente la suya, señor gobernador, que esperaba ser liberado por ese fraile provincial, a quien envió cartas ayer muy en secreto y también algunos arcabuces de la fortaleza, y en las cartas decía al provincial que nos llamase cerca del barco como para parlamentar y entonces podría disparar toda su artillería de a bordo y matarnos. Yo como buen soldado tengo que adelantarme a las maniobras del enemigo y antes de ir a atacar al provincial debo dejar la retaguardia segura y pacífica. Ésa es, pues, la razón. ¿Comprendéis ahora, señor gobernador? Ea, adelante —dijo, dirigiéndose a los negros.

Pero cuando Carolino iba con sus cordeles el caudillo lo detuvo con un gesto:

—Aguarda, Carolino, que el señor gobernador merece más respeto. A tal señor, tal honor. Avisen vuesas mercedes a Francisco de Carrión, alguacil mayor, que es hombre de pro y se encargará de hacer esa justicia, ya que como el señor gobernador me ha recordado varias veces es la más alta jerarquía de la isla, aunque yo creo que exagera y que por encima de él está su ilustre suegra doña Aldonza.

Carrión llegó y dio garrote al gobernador con los cordeles de Carolino. Después dirigió Lope las otras ejecuciones y las hicieron los dos negros. Fue la del regidor Cáceres la más lamentable, porque era un anciano tullido de manos y pies, quien tratando de sonreír dijo a Lope de Aguirre:

—Quizá yo debía daros las gracias, que perdiendo la vida pierdo bien poco y aun yo diría que no pierdo nada, porque años hace comencé a morir y ahora acabaré.

Quedaban los cuerpos alineados en tierra según el orden de las ejecuciones. El primero el gobernador y el último el regidor Cáceres.

Lope de Aguirre mandó que acudieran todos los soldados, y reunidos en aquellos lugares que eran bodegas grandes con pavimento de tierra, mostrando Lope los cuerpos de los cinco hombres, les dijo: «Mirad, marañones, lo que habéis hecho. Además de los males y los daños cometidos en el Amazonas matando a vuestro gobernador Ursúa y a su teniente Juan de Vargas y a otros muchos y alzando por príncipe a don Hernando de Guzmán habéis muerto también al gobernador y a los alcaldes y justicias que ahí están como los podéis ver. Por lo tanto, cada uno de vosotros si antes confiaba en alguien hoy no confíe en nadie y mire por sí y pelee por su vida, que en ninguna parte del mundo vivirán ya vuesas mercedes seguros si no es en mi compañía después de cometer tantos desafueros, de los cuales el colmo y extremo, es el que tenéis delante. Mirad bien las figuras de estos cinco hombres y no dejéis de llevarlos en vuestra conciencia».

Mandó después a los negros hacer dos hoyos en la misma prisión y allí enterraron a los muertos sin ataúd y sin servicio religioso. Cuando acabaron, todavía Lope volvió a hablar:

—Ya sabéis, marañones, que vinimos a esta isla y el primer día la robaron vuesas mercedes y entraron a saco en las iglesias, que si son los negros los que aprietan los cordeles son vuestras voluntades las que lo autorizan y para más obligaros hice la ejecución del gobernador por manos de hombre libre y cristiano y antiguo siervo del rey don Felipe, quiero decir, por español de cuna y nacido libre de voluntad y no esclavo. Después de todo esto no tendréis honra ni hacienda ni respiro ni sosiego sino a mi lado y lo mejor que se hará de vuestros cuerpos es cuatro cuartos y darlos a los grajos en los postes de la justicia. ¿Han entendido vuesas mercedes?

Luego se volvió hacia los negros:

—Andad, Carolino hermano, con los presos y las presas de la población civil y decidles cuál ha sido vuestra buena obra y mostrarles los cordeles, que tengan algún motivo para temer por sus gargantas y no confiar demasiado en los cañones del barco del provincial. Que yo sé que desde las ventanas le hacen señas.

El negro estaba confuso y no sabía qué hacer. Por fin preguntó:

—¿No me da la vitela, señol?

—No. Te mando que vayas a decirles lo que habéis hecho, pero no a ahorcarlos, ¿entiendes?

Dicho esto eligió ochenta arcabuceros veteranos y partió al encuentro del provincial. Antes de partir —era ya de noche— hacia Punta de Piedras le dijo a su maestre de campo Martín Pérez:

—Quedad aquí con las demás tropas y mirad que todo esté sosegado y en buen orden. Como mañana será domingo buscad que los soldados tengan algún solaz y que se huelguen y coman y beban bien.

El maese de campo tomó las palabras de Lope al pie de la letra y cuando las trompetas tocaron diana al día siguiente preparó un banquete que se celebró al mediodía con abundancia de viandas y de vinos.

Fue la mejor fiesta que habían tenido desde los Motilones y se celebró en la fortaleza y sirvieron los negros. Por cierto que Carolino y Juan Primero, con la autoridad que les daba su lúgubre profesión, se negaban tácitamente a servir como criados y eran los otros negros y los pajes quienes lo hacían.

No les permitieron, sin embargo, a los verdugos sentarse a la mesa, pero tampoco les obligaron a trabajar como sirvientes y así iban y venían con bromas y donaires.

Martín Pérez desde la presidencia de la mesa se quedaba a veces escuchando, porque suponía que debían oírse lejos los tiros de los arcabuces, ya que el encuentro con el provincial no podía suceder muy lejos.

Pero no se oía nada y el maestre de campo no sabía qué pensar.

Alguien sacó a colación el tema del esqueleto del comendador Guevara y Martín explicó que los huesos humanos flotan en el agua porque están huecos y que además el calor y el fósforo del cerebro hacían lucir de noche la calavera a ras del agua y que él había visto aquella luz también.

El paje Antoñico juraba que había visto al comendador nadando detrás de los bergantines y que seguramente en aquel momento estaba en la bahía de Punta de Piedras.

Algunos andaban medianamente borrachos y querían que los negros cantaran y bailaran, pero no en africano, porque las canciones en congolés, guineo o etíope no las entendían. Antes de acabar de decirlo estaba el negro Vos con una mestiza dando vueltas uno alrededor del otro y cantando:

Me casé con su mercé

por dormir en buena cama

y ahora me sale con que

el colchón no tiene lana.

Daba la mestiza dos vueltas sobre sí misma y respondía con otra letra siempre resbalando hacia lo procaz. Cuando se tiene alcohol en la sangre todas las cosas hacen gracia, porque con el alcohol ha entrado el diablo de la risa —en su origen la palabra árabe alcohol quiere decir el diablo— y lo demás es sólo pretexto:

No me hable así su mercé

negrito del alma mía,

que si le falta la lana

le sobra la picardía.

Y se entreperseguían torpemente. Los que más gozaban con todo aquello eran los pajes, que no teniendo ocasión de alternar de igual a igual con los marañones aprovechaban aquélla y bebían y juraban como los demás.

Hablaba Martín Pérez con Carolino sobre las ejecuciones recientes, pero según órdenes de Lope no quería el negro decir más de lo indispensable. Evitaba hablar de aquellas cosas, aunque viendo la curiosidad del maese de campo no podía menos de responder y se limitaba a decir sí o no.

El negro y la mestiza seguían cantando y bailando.

La embriaguez de algunos era silenciosa y retraída y la de otros parlanchina, como suele suceder. Los habladores al principio solían evitar el tema peligroso: Lope de Aguirre. Pero a medida que avanzaba la fiesta y circulaban las botellas las lenguas se desataban, aunque nunca en alta voz. Aquí y allá se formaban corrillos y se hablaba.

El nombre de Lope no se citaba nunca, porque cada cual recelaba del vecino y ese recelo había sido creado por el caudillo marañón y había sido su precaución más sutil.

El gaitero soplaba y le acompañaba un bombo que marcaba el ritmo con una violencia salvaje y primitiva. El negro y la mestiza aprovechaban aquel ritmo —cualquier ritmo— para sus danzas y seguían con ellas.

Pensaba Pedrarias que aquella combinación de las músicas célticas y las danzas negras del África no la habría podido imaginar el mismo demonio.

Otra vez volvía Martín Pérez a sus preguntas y otra vez se encerraba Carolino en sus afirmaciones y sus negaciones, remiso a hablar. Si el maese de campo hubiera sido un hombre más observador habría podido calibrar a través de las respuestas de Carolino el pro y el contra de los «fantasmas acechadores» (así entendían los negros el peligro) y sacar alguna consecuencia.

Pero Martín no se creía nunca en peligro. Era hombre que no entraba nunca apasionadamente en los problemas de los otros y ni siquiera en los problemas generales. Evitaba cualquier familiaridad y era frío e impersonal. Seguía preguntando al negro. Los esclavos perciben mejor que nadie los matices de la confianza del amo, ya que toda su vida, acciones y ocupaciones dependen de esa confianza y de sus variables accidentes. Y por otra parte no olvidaban los negros que Martín Pérez con todo y ser el maestre de campo había sido arrestado el mismo día que llegó a la Margarita.

—¿Quién murió primero? —preguntaba Martín.

—Pues negro no sabe.

—¿No estabais allí, Carolino?

—Yo voy a donde mi jefe me llama, señol maese de campo. Donde me llaman, allí voy.

Martín se dirigía al otro negro:

—¿Y tú, Juan?

Algunos llamaban por burla a aquel Juan don Juan de Austria y cuando Juan Primero reía, halagado, le decía el Bemba, celoso:

—No tienes por qué ensancharte con eso, que lo disen los señoles por llamalte hideputa, que don Juan de Austria hijo es de don Carlos por la puelta falsa.

Eran los negros entre sí muy celosos de las amistades de los marañones mientras no llegaba la hora de agarrotarlos.

El que conseguía toda clase de confidencias de los negros era Pedrarias, porque ellos hacía tiempo que se habían dado cuenta de que aquel soldado tenía autoridad sobre Lope sin pretenderlo y sin hacerla valer nunca bajo ningún motivo ni pretexto. El negro Carolino trataba por esa razón con más deferencia a Pedrarias que a ningún otro marañón.

—Lo único malo que yo veo sobre los cinco muertitos —dijo Carolino a Pedrarias— es que no les han echado la rezada.

Porque los negros podían matar, pero no dejaban de estimar a sus víctimas y consideraban las sentencias como decisiones fatales que no dependían de los crímenes de los reos, sino de voluntades más fuertes que las suyas que los habían vencido en la sombra. De malquerencias cultivadas por espíritus y fantasmas contrarios, es decir, de brujos y nigromantes. Para defenderse de aquellos brujeríos que estaban siempre en el aire y contra los cuales sólo podían actuar espíritus mayores el negro Carolino y su amigo conocían un procedimiento que en el Amazonas no pudieron usar porque no tenían los medios. Ahora no se ponían nunca a trabajar sin un cigarro puro encendido en los dientes. Eran cigarros recios y toscos, de tabaco de anchas hojas verdosas que ellos mismos fabricaban —habrían aprendido de los indios—, y a cuyo humo atribuían, igual que los indios, virtudes contra los espíritus malignos. No aspiraban el humo, no fumaban realmente. Bastaba con tener aquel cigarro encendido en los dientes y ver cómo se iba consumiendo y cómo el humo envolvía al verdugo y a su víctima. O al sacerdote en su «rezada».

Carolino le contaba todo esto a Pedrarias y luego contestaba a sus preguntas, que no eran pocas. Aquel día, habiendo comenzado a hablar de las últimas ejecuciones, el negro siguió hablando por su cuenta:

—Por la falta de la rezada las almas andan por ahí y pueden haser mal, señol.

Llevaba Carolino el cigarro encendido para convocar al diablo fuerte contra los diablos débiles. (Éstos se ahogaban con el humo). Y hablaba. En la isla Carolino sabía que no había —entre los indios y los negros— una muerte sin su banquete funerario. Tampoco entre los indios del Amazonas. Como el día anterior había habido cinco muertes, Carolino creía que el banquete de los marañones era tan rico y abundante porque tenía que equivaler a otras tantas comidas funerales. Pero no había plañideras y el alma del gobernador tenía que dolerse. El alma —que ellos llamaban anga— volaba al lugar donde la persona nació para reencarnar allí en un animal del bosque. Frecuentemente un animal grande y hermoso; pero también a veces feo, según.

Los negros después del banquete bajaron a los sótanos y, recitando una jaculatoria en la que decían que ya sabrían un día los parientes de los muertos quiénes les habían hecho mal, se pusieron a bailar apisonando con los pies la tierra de las sepulturas. No creían los negros en la muerte natural. Siempre llegaba por la malquerencia de un espíritu y había que defenderse de ellos en lo posible. No creían en la muerte como un fenómeno natural e inevitable. Llegaba como un accidente. No culpaban los verdugos tampoco a Lope de Aguirre de aquellas muertes ni de otras. Para ellos Lope era sólo un instrumento obediente a la mala voluntad de los diablos menores que pueblan los aires y se ocupan en causar accidentes a la gente que vive descuidada. Cuando acabaron de bailar sobre las sepulturas volvieron a la sala del banquete.

Pensando en aquello Pedrarias se decía si no tendrían razón en fin de cuentas aquellos negros protegidos por el humo del tabaco. Al menos eran los únicos a quienes no les sucedía nunca nada. La mala voluntad posible de los diablos menores o mayores —y del mismo Lope— los respetaba. Preguntó a Carolino si aquella costumbre del tabaco la habían traído de África y el negro dijo que no, que habían aprendido a ahuyentar a los malos espíritus con aquel humo de los indios de las Antillas y de las dos orillas del Amazonas y que todos los negros lo habían adoptado porque les daba muy buenos resultados, Pedrarias comenzó a pensar en serio que sería bueno fumar aquella hierba.

Había siempre en los negros y en los indios como una sed de prácticas y ritos y revelaciones nuevas.

—¿Y habéis bailado bastante en el sótano sobre las sepulturas?

—No, señol. Pero en cuanto que sierre la noche iremos otra vez a bailal.

Escuchaba aquellas cosas Pedrarias con cierto respeto. Nunca se burlaba de las creencias de nadie por muy infantiles que parecieran.

Los que más habían llamado la atención en el banquete y sobre todo después de él eran Llamoso y, aunque parezca extraño, el maestre de campo, pero con circunstancias muy diferentes entre sí, porque Llamoso hablaba y cantaba y hacía bravuras y provocaciones y en cambio Martín Pérez miraba y callaba. La borrachera, así como a otros les enciende el rostro, a Martín lo ponía pálido, y así como Llamoso iba y venía y se subía a la mesa y quería arengar y hacer discursos, Martín tenía una neta conciencia de su estado y evitaba hablar y levantarse de su asiento.

Era Llamoso un tipo desgalichado, aunque grande y de buen esqueleto, y su cara escuálida fingía debilidades que estaba muy lejos de padecer, ya que con las armas encima era uno de los más resistentes.

Los marañones en sus fiestas solían sentirse con Llamoso borracho más felices que con otros, pero a veces Llamoso soltaba a reír sin causa o con algún motivo que sólo él conocía y era una risa tan falsa como la del loro de la gobernadora, y entonces todos callaban de pronto.

Aquella risa de Llamoso no era la consecuencia del vino, porque en estado de lucidez salía a veces con alguna de aquellas carcajadas que a todo el mundo lo ponían incómodo. Oyéndolas desde su cuarto la Torralba se cubría a veces las orejas con las manos. Y no era raro que se confundiera y creyera que era Llamoso el que reía cuando era el loro de la gobernadora o al revés.

No tenía Pedrarias una idea muy favorable de Llamoso. En el fondo creía que era un degenerado.

En cuanto a Martín Pérez era hombre de un gran valor físico y, sin embargo, cuando vivía Ursúa tenía miedo a las tormentas. Desde que el primer gobernador murió a sus manos parecía haber eliminado ese y otros rasgos de carácter. Influyó mucho en Martín la muerte de Ursúa. Aquella tarde al formarse la tormenta equinoccial de cada día Martín Pérez fue a levantarse de la mesa, vio que lo peor de la embriaguez había pasado y subió a su cuarto, que estaba en lo alto de la fortaleza.

La tormenta de aquel día era seca o parecía que iba a serlo. Martín sentía sus nervios lo mismo que en tiempos de Ursúa. Lo atribuía al alcohol.

Buscó a los negros, pero no los hallaba. Fue a las cocinas y le dijeron que se habían ido a los sótanos. Decidió Martín bajar también con el pretexto de hacer algunas preguntas a Carolino, pero en realidad porque en las habitaciones altas de la fortaleza estaba más expuesto a las descargas eléctricas.

Cuando llegó al sótano encontró no sólo a Carolino, sino a siete u ocho negros más, bailando sobre la sepultura del gobernador con los pies descalzos y apisonando la tierra ritualmente.

Como otras veces, Carolino llevaba la voz cantante:

… al agua se va Lamgbé

—Mamá.

Al aire se va Lamgbé

—Ganá.

Llevaba Carolino el cigarro encendido, un cigarro que iba quemándose solo. Daba el humo un aroma dulce que invadía los sótanos y de vez en cuando el negro guardaba el humo en su boca y lo iba soltando por la nariz, despacio, grave y bailador.

Oyó desde allí Martín Pérez dos truenos horrísonos y se sentó en un banco que había arrimado a la pared, con la cabeza entre las manos. Quiso ver de pronto si Carolino tenía con él la misma confianza que con Pedrarias, pero no podía comprobarlo porque estaba muy ocupado el negro con el cigarro y con el constante apisonar de sus pies desnudos. «Cuando comience a llover —pensó Martín— volveré arriba».

Al enterarse la gobernadora doña Aldonza de la muerte de su yerno el gobernador, anduvo preguntando dónde lo habían enterrado y por fin logró que Carolino se lo dijera. Doña Aldonza llevó un ramo de flores a los sótanos y lo dejó en tierra, pero por error en el lado que correspondía a la tumba del alguacil.

Tenía mérito aquella visita de doña Aldonza, porque era reumática y bajaba y subía las escaleras con dificultad. Al ver a Carolino allí doña Aldonza señaló la tumba y dijo:

—Ya lo hicieron marqués a mi yerno.

Luego se puso a hablar de su hija, que quedaba viuda y sola en la flor de la edad, y Martín creía adivinar en el tono de su voz una especie de contento disimulado.