Llegaron seis días después a unas casas fuertes que no lejos de las márgenes del río tenían los indios sobre las puntas de maderos altos cercados por abajo con trochas y aspilleras para flechar a salvo. Envió Lope algunos arcabuceros, pero al avanzar de frente recibieron dos de ellos heridas de flechas. Sospechaban que las flechas llevaban curare y uno de los soldados quería volver al real cuando otro le dijo:
—Con la ponzoña se vive tres o cuatro horas todavía, y ese espacio basta para salir adelante con este trabajo. Si hemos de morir, hagamos antes nuestra obligación.
Los heridos siguieron avanzando. Fueron a rodear a los indios por lugares más accesibles, pero al entrar en las casas vieron que habían podido escapar.
Ni en aquélla ni en otras viviendas encontraron comida alguna. Sólo hallaron algunos panes de sal cocida que llevaron consigo porque estaban en gran necesidad de ella. En verano la sal es más necesaria que en invierno, y allí era siempre verano.
Al volver, los heridos se encontraban bien, y más tarde comprobaron que las flechas que los hirieron no tenían el betún fatal. No tardaron en curar.
Desde los Caperuzos a aquella población habían navegado mil trescientas leguas, contando con las revueltas que daba el río. Tres días se detuvieron allí para completar el repuesto de agua dulce, de la que fueron llenando las grandes tinajas que tenían.
A los dos días de llegar se presentaron algunos centenares de piraguas llenas de indios de guerra que parecían dispuestos a atacar. Por fortuna, las flechas que llevaban tampoco estaban envenenadas, y así lo comprobó Lope de Aguirre, que con una de ellas frotó y escorchó a Pedro Gutiérrez, antiguo amigo de Ursúa, en el brazo, sin que muriera.
Por cierto que Gutiérrez protestó:
—Haga vuesa merced la prueba con un negro —dijo.
—No. Yo los necesito a los negros.
—¿Para qué?
—Para dar garrote a vuesa merced si se tercia.
Vaciló un momento Gutiérrez y luego soltó a reír y comentó:
—¡Vive Dios, que hasta la muerte es ya cosa de risa en estos lugares!
Los indios no atacaron. Por el contrario, les llevaron víveres. Siguieron un día más tarde el viaje y encontraron un pueblo bastante grande. Cuando lo vio Esteban comenzó a dar voces:
—Ésta es la tierra de las amazonas, que yo me acuerdo bien.
Le preguntaba Lope de Aguirre si había allí mantenimientos u oro o algún otro bien natural.
—Mujeres. Aquí sólo hay mujeres que pelean.
Eso decía y volvía a repetir obsesionado:
—En esas orillas blancas delante del bosque es donde comienza la tierra de las amazonas.
Lo decía desde el puente del bergantín señalando una vastísima extensión. Algunos soldados bajaron, aunque sin fiarse mucho y con las armas puestas, lo que, como siempre, les daba un calor agónico. El único que parecía no sentirlo ese calor era Lope de Aguirre.
Años antes había pasado por allí Orellana y el fraile que iba con la expedición, fray Gaspar de Carvajal, había escrito las cosas que vio, que no fueron pocas.
Antes de llegar allí, los indios de otros lugares les habían advertido que tuvieran cuidado con las mujeres de aquella región, que eran más peligrosas que los hombres. El cacique Aparia —el que requirió de amores a la Torralba— les había dicho también en la isla de los omaguas que recelaran de las coniupuiaras. Según los que sabían el idioma de la región, el cacique debió decirles:
—Reciquiécuñan puiara.
Había que tener cuidado, pero no la clase de cuidado que tuvo Orellana, sino otro muy distinto, porque los primeros indios que aparecieron en sus piraguas o en la playa delante de los barcos de Orellana no parecían de guerra y reían amistosos y decían a los españoles: «Bajad aquí y os llevaremos a las amazonas, que nos han mandado venir para eso». Y seguían riendo. Eso era lo malo, que reían. Los españoles han sido siempre demasiado sensitivos para la risa de los desconocidos, lo mismo en los salones de la corte que en las orillas del Amazonas. Y los soldados dispararon no sólo ballestas, sino también arcabuces. Hubo algunos indios muertos y muchos más heridos. Los indios supervivientes corrieron espantados a los pueblos de las amazonas, que no estaban lejos.
Entonces las amazonas salieron armadas de arco y flecha y algunas con jabalinas de palo muy duro y puntiagudo. A primera vista se podía comprobar que eran ellas quienes mandaban y no los hombres. Éstos no se atrevían a hacer nada sin su autorización.
Hecha aquella manifestación de fuerza, los españoles de Orellana acostaron dos bergantines y se dispusieron a bajar, pero las amazonas y los indios a sus órdenes llegaban en tumulto dando grandes voces. Una parte de los hombres no peleaban, sino que bailaban, y todavía las amazonas esperaban convencer a los españoles de que sus intenciones eran de paz y querían nada más yacer con ellos y ser fecundadas según la costumbre de cada año. La circunstancia de haber hombres llegados de otras latitudes hacía alguna novedad y las mujeres guerreras —que preferían a los extranjeros—, con sus grandes cuerpos musculados y sus cabelleras sueltas al viento, buscaban al macho y se extrañaban de hallarlo retraído y a la defensiva.
Dispararon ellas primero contra los bergantines, cubriéndolos de flechas, y las danzas y las risas y las voces de los indios continuaban.
Los españoles dispararon otra vez y mataron a varios hombres y una mujer.
No entendían los españoles el lenguaje amoroso de aquellas hembras. Tampoco las amazonas entendían la reacción de los hombres barbados que parecían desdeñarlas cuando todo el mundo las estimaba tanto en aquellos territorios. Algunos indios, a pesar de los muertos y heridos, seguían bailando y riendo.
Eran danzas y risas que iban con el ritual. No era jolgorio, sino religión, es decir, erotismo religioso. La segunda vez que las amazonas lanzaron sus flechas lo hicieron apuntando no a la quilla de los barcos, sino a los navegantes. Y tal vez por humor —extraño humor el de una hembra en celo— al fraile mismo lo hirieron y el pobre fray Gaspar explicaba en sus memorias que la herida fue en el bajo vientre y dio «en el hueco y la flecha no penetró mucho porque los hábitos le quitaron la primera fuerza», que si no allí se habría quedado. En todo caso, los votos de castidad hacían desdeñable la localización de la herida.
Otro de los expedicionarios de Orellana había de decir después al rey: «Estos indios dijeron al soldado que los entendía que en la banda del norte, adonde iban una vez cada año, había unas mujeres y se estaban con ellas dos meses, y así de las uniones del año anterior habían parido hijos y los varones niños se iban con los hombres y las hembras se quedaban con las mujeres».
Todos los que habían visto a las amazonas afirmaban que eran mujeres grandes y de piel más clara que la de los indios, lo que no puede menos de extrañar, porque, aun suponiendo que pertenecieran a otra raza, lo natural era que a la vuelta de unas cuantas generaciones tuvieran la piel cobriza también.
Los indios de la tierra de las amazonas llamaban en su idioma a las mujeres icamiabas.
Todos los nombres relativos a aquellas mujeres y a sus costumbres sonaban de un modo equívoco en los oídos de los españoles, lo que les había sucedido antes en otros territorios de México y Guatemala con los nombres indígenas. Una de aquellas poblaciones de mujeres se llamaba las coimas y la reina de ellas era la coñori. Así lo escribieron al menos los cronistas castellanizando fonéticamente las palabras indígenas. Ciertamente, en sus idiomas indios las mujeres tenían el nombre del río más próximo —afluente del Amazonas— llamado Conhuris. Y la reina de ellas se llamaba coñopuira (escribe ingenuamente fray Gaspar). Su nombre verdadero era Cuñanpu-iara. En México habían convertido a Cuauhnahuac en Cuernavaca, y a Huitchilopoxll, en Huixilobos.
Todo en aquel inmenso río Conhuris estaba regido por las mujeres. En los pueblos descubiertos no había dioses de nombre masculino, ni mitos masculinos, ni el hombre tenía otra misión que la de un esclavo fecundador. El matriarcado había llegado a extremos sorprendentes. La mujer elegía al hombre, lo raptaba, lo echaba de sí una vez fecundada y le obligaba a vivir en otros poblados y en condiciones de inferioridad.
Y he aquí que Lope de Aguirre y los suyos habían llegado a aquella tierra de las Amazonas. Aunque se veían casas blancas a alguna distancia, no había por parte alguna señales de vida. Ni coimas, ni coñoris, ni mujeres, ni hombres.
Curiosos por lo que Esteban había contado fueron bajando a la playa hasta dos docenas de marañones. Algunos tenían la esperanza de que las amazonas los llevaran consigo, pero entretanto iban armados de punta en blanco o bien sudaban debajo de las armaduras acolchadas.
Otros —la mayor parte— quedaron a bordo porque el calor era, como siempre, extenuante. De un lado de la selva, aunque era aún de día, llegaba el incipiente clamor de los animales despiertos. El sapo, el papagayo, el macaco, daban sus voces. La selva que callaba durante el día despertaba en la noche con un estruendo inquietante y había pájaros que reían como personas y monos que gritaban como pájaros, sapos que silbaban —en tonos distintos a veces armónicos— y silenciosos reptiles que esperaban su presa en calma.
Fray Gaspar, cronista de Orellana, escribía así algunos años antes sus impresiones de las amazonas: «Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen el cabello trenzado y revuelto en la cabeza y son muy membrudas y andan en cueros tapadas sus vergüenzas, y llevan arcos y flechas en las manos, haciendo cada una tanta guerra como diez indios. Y es verdad que hubo mujer de ésas que metió un palmo de flecha en la quilla de un bergantín y otras menos, que parecían nuestros barcos puercoespines».
Del combate dice: «Andúvose en esta pelea más de una hora, que los indios no perdían ánimo, antes parecía que se les doblaba. Aunque veían muchos de los suyos muertos y pasaban por encima de ellos, no hacían sino retraerse y tornar al campo a pelear. Quiero que sepan cuál fue la causa, porque estos indios se defendían de tal manera. Han de saber que todos ellos son sujetos y tributarios de las amazonas y sabida nuestra venida fueron a pedirles socorro y vinieron hasta diez o doce mujeres, que éstas nosotros vimos, que andaban peleando delante de todos como capitanas y peleaban tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por donde los indios se defendían tanto… Tornando a nuestro propósito y pelea fue nuestro Señor servido de dar fuerza y ánimo a nuestros compañeros que mataron siete u ocho de las amazonas. A causa de lo cual los indios desmayaron y fueron vencidos y desbaratados con harto daño de sus personas, y porque venían de los otros pueblos muchas gentes de socorro y se habían de tomar precauciones mandó el capitán que a muy grande priesa se embarcase la gente porque no quería arriesgar la vida de todos, y así se embarcaron, no sin zozobra, porque ya los indios comenzaban a pelear por el agua en una gran flota de canoas. Y así nos hicimos a lo largo del río y dejamos la tierra».
Fray Gaspar dice más adelante en su crónica que Orellana pudo tomar preso uno de aquellos indios y habló con él por medio de un intérprete. «El capitán preguntó cómo se llamaba el señor que mandaba en aquella tierra y el indio le respondió que era mujer y no hombre». Y luego dice fray Gaspar: «El capitán quiso saber qué mujeres eran aquellas que habían venido a darnos guerra y el indio dijo que eran unas mujeres que residían la tierra adentro y tenían sus principales poblaciones siete jornadas de la costa.
»El capitán le preguntó si aquellas mujeres eran casadas y él dijo que no. Luego le preguntó de qué manera viven y el indio respondió que, como tiene dicho, viven siete jornadas tierra adentro y que él había estado muchas veces allá y había visto su retiro y vivienda que como vasallo iba a llevarles tributos cuando lo mandaban.
»Quiso saber el capitán si aquellas mujeres eran muchas y el indio dijo que sí y que conocía los nombres de setenta pueblos y los nombró delante de los que allí estábamos y su memoria llamó la atención.
»El capitán le dijo si aquellos pueblos eran de paja y el indio respondió que no, sino de piedra y con sus puertas y ventanas y que de un pueblo a otro iban caminos cercados por los dos lados y puestos guardas en ellos que no puede entrar nadie sin que pague tributo.
»Preguntado si aquellas mujeres parían, el indio respondió que sí. El capitán dijo que cómo no siendo casadas ni residiendo hombre entre ellas se empreñaban. El indio dixo: estas mujeres participan con hombres indios en tiempos, y cuando les viene aquella gana se reúnen muchas copia de ellas armadas y hacen como que dan guerra a un gran señor que reside y tiene su tierra no lejos y por fuerza traen los hombres a sus tierras y los tienen consigo aquel tiempo que se les antoja, y después que se hallan preñadas le tornan a enviar a sus tierras sin les hacer mal ninguno, e después, cuando viene el tiempo que han de parir, si paren hijo le matan o lo envían a su padre, y si hija la crían con muy gran amor y solicitud y le enseñan las cosas de la guerra.
»Dijo más, que entre todas estas mujeres hay una señora que sujeta y tiene todas las demás bajo su mano, la cual señora se llama Coñori».
Según el mismo indio «hay en aquella tierra dos lagunas de agua salada de las que hacen sal. Dijo que tienen una ley que en poniéndose el sol no ha de quedar indio macho en todas sus ciudades que no salga afuera y se vaya a sus tierras; dice también que en muchas provincias de indios a ellas comarcanas los tienen las mujeres sujetos y los hacen tributar y que les sirvan…».
«Todo lo que este indio nos dijo y más nos lo habían dicho a nosotros antes a seis leguas de Quito —dice fray Gaspar en su crónica— porque muchos indios vienen por las ver a esas mujeres río abaxo a mil e cuatrocientas leguas y así solían decir los indios que para ir a ver a aquellas mujeres había que salir muchacho y volver viejo».
Fray Gaspar insistía en la valentía y el arrojo de aquellas mujeres, pero a lo que tenían miedo realmente los soldados de Lope de Aguirre era a los venenos de la selva y había flechas envenenadas entre los tupíes, que tenían un dispositivo especial, de modo que al correr por el aire silbaban muy poderosamente. Los españoles relacionaban aquel silbido con el betún mortífero y algunos temblaban dentro de su piel.
Al atardecer de aquel día habían bajado entre los primeros Lope de Aguirre y Esteban y caminaban con la mirada en los horizontes más próximos, de modo que no hubiera sorpresas cuando Esteban tropezó en la arena con un objeto duro. Se trataba de un hueso humano. Descubrieron otros alrededor y dijo Lope:
—Son de hembra, si no me engaño.
—¿Cómo lo sabe vuesa merced?
—¿No estáis viendo? Cabeza pequeña, costillas estrechas, caderas anchas, y aun diría por la anchura de las caderas que ésta era mujer de varias veces parida.
Lo miraba Esteban de reojo con humor. A veces Lope daba la impresión de saber muchas cosas. Otros soldados habían hecho descubrimientos parecidos en las inmediaciones.
Más esqueletos, algunos enteros, otros desarticulados y rotos. Y Esteban, contagiado por la curiosidad de Lope, fue a ver y creyó poder identificar hasta siete osamentas de mujer. Eran —cosa rara— más grandes de estatura que los hombres. «Debían comer mejor», dijo. Y Lope de Aguirre se creyó en el caso de discrepar:
—Eso de comer no tiene que ver con la estatura, que en mi casa no había riqueza, pero no hacíamos más que comer todo el día y ya veis. Soy chaparro y no crecí más desde los once años. Gentes he visto pobres como ratas que comen una vez cada tres días y son grandes como trinquetes. No, hermano, eso de comer no importa para el tamaño, sino la casta.
Esteban mismo venía de familia humilde donde faltaba a menudo lo indispensable y era grande como un pino.
Seguían investigando. Junto a un cráneo hallaron una gran mata de pelo que parecía vegetal, pero luego vieron que era humano.
—Hermosas debían ser —dijo Lope tristemente—, y ya ven vuesas mercedes a lo que fueron a parar.
Pensaba Lope en aquel momento en doña Inés de Atienza, que debía estar también ya en huesos puros porque el clima y la tierra calcárea devoraban las partes blandas del cuerpo rápidamente.
Llamó Lope a dos soldados que se alejaban demasiado:
—¿Adónde bueno van vuesas mercedes? Vengan y no se aparten, no les pase lo que fray Gaspar con las amazonas.
Rieron los más próximos y Esteban se estuvo mirando a Lope y pensando: «Esta tarde está de buen humor. Cosa rara. ¿Qué ideas andarán por esa cabeza?». Lope estaba contento porque se acercaban al mar, pero, como si se arrepintiera de su jovialidad, volvió a quedarse mudo y taciturno. Seguía pensando en doña Inés.
Mientras hablaba Lope volvía de lado con el pie un costillar y miraba la espina dorsal de otro esqueleto. Señalando una muesca en la espina vertebral a la altura de la costilla, dijo:
—En empresas de hombres —habló por fin— la mujer está de más. Ya veis lo que le pasó a Orellana con su esposa, doña Ana de Ayala.
—Era valiente doña Ana.
—¿De qué sirve la valentía de la mujer? Se va a la boca del tigre por alarde, pero escapa de un ratoncillo. Y ya veis lo que le valió a Ursúa doña Inés. Sólo traen desgracia en tiempos de guerra.
Se quedaron todos callados, y dijo por fin Esteban:
—El caso es muy diferente, digo el de estas hembras del Perú.
—Como son distintas Sevilla y Lima. La mujer es fruta de la tierra y sale según la condición del país —añadió Lope—. Sevillana con sevillana se las distingue desde lejos. Y limeña también. Doña Inés era una cholita de esas que encalabrinan al mismo san Antonio y no había nacido para esposa ni madre como las hembras de Sevilla. Estas mujeres del lado de acá tienen en los ojos un gato equinoccial dormido. Dormido y roncando.
—¿Y las de vuestro país vascongado?
—Allí la mujer hace lo que quiere, y el hombre, también, digo, el hombre hace lo mismo que quiere ella. La hembra manda dentro y fuera de casa; donde hay basquiñas no falta autoridad y arreglo. Porque, como ser, son las mujeres recias y cabales. Más coñoris que los de aquí. Y por eso llevan los calzones, porque merecen llevarlos. Digo, en Guipúzcoa.
—Mira la mella de la bala, que debió ser bien puesta y la mató a esta hembra en el acto.
Para que hiciera aquella muesca el plomo tuvo que atravesar la región cardíaca. La amazona debió morir enseguida —quizá antes de caer al suelo— y sin llegar a comprender las reacciones de aquellos hombres que eran solicitados para el amor.
Esto último es lo que dijo Esteban.
Los soldados que avanzaban hacia el bosque se habían detenido y esperaban a Lope y a Esteban, quien seguía pensando con tristeza y compasión en las mujeres que salieron al paso de los hombres de Orellana ofreciéndoseles bajo aquellos cielos cálidos y que recibieron el plomo ardiente de los arcabuces. Pobres mujeres que murieron en la dulce demanda. Una vez más, hombres y mujeres no se entendieron. Nupcias más extrañas y menos previstas no se podían imaginar.
Vieron cerca de la selva que por un claro de árboles sobre el río Cunhian iba saliendo una luna inmensa y plana, mucho más grande de lo que suele aparecer. Debajo de la luna estaba el lago llamado por los indios tupíes Yacuyara —espejo de la luna—, de donde las amazonas sacaban el muirakitan, la piedra de jade que sólo en aquella región podía ser hallada.
La consecuencia del sangriento malentendido fue que las amazonas abandonaron las poblaciones que tenían cerca del río donde tantas desgracias les afligían. Esteban creía que habría sido mejor entenderse con las conioris.
—Nunca se sabe —dijo Lope—. Arañas hay que se comen al macho desde que han tenido su deleite.
Sin dejar de hablar de aquello se reunieron con otros soldados, entre ellos Pedro Gutiérrez y Diego Palomo. El primero era un tipo raro que gozaba en los velorios y entierros como otros en las bodas. En el pueblo de las jarcias había asistido con fruición al funeral indio. Lope, con su tendencia a llevar la contraria, dijo:
—Hizo mal Orellana llamando a este río de las Amazonas, como si sólo las hubiera aquí, porque en otras partes destos territorios de Indias han salido a darnos guerras mujeres con flechas y jabalinas, y así pues, no son éstas las únicas. Y sobre lo que dicen que dijeron los de Orellana de que las amazonas se quemaban la teta derecha para tirar mejor el arco no lo creo, que eso de quemarse una teta cosa recia debe ser, y se habla y se habla, y el que más habla más miente.
Dirigiéndose secamente a Gutiérrez, que era hombre de apariencia taimada y retraída, preguntó:
—¿Qué piensa vuesa merced?
—Yo estaba hablando con Diego de lo mismo. Sobre las amazonas. Y mirando si las hay o no y dónde están. No hemos visto una sola hasta ahora.
—A lo mejor —dijo Lope— nos están ellas mirando ahora desde sus escondites. O desde las copas de los árboles, que esa gente trepa como las monas. Pero ¿queréis ver una coñorí? Aquí está, bien desnuda y tendida la tienes en tierra. ¿No te apetece?
Señalaba otro esqueleto, éste descoyuntado. Le faltaba una pierna y miraron alrededor sin hallarla. El cráneo tenía un agujero por el que salían hormigas rojas.
Cada uno decía lo que había oído sobre aquellas extrañas mujeres.
Decidió Lope que había que hacer más provisiones, y al ver que llegaban tres soldados discutiendo les preguntó de qué trataban. Uno dijo que tenía oído que en las casas de las amazonas había mucha riqueza de oro y plata y que todas las señoras eran principales y llevaban oro en arracadas, pulseras y tobilleras, y tenían hombres como sirvientes, y éstos sólo usaban vasijas pobres de madera, a no ser las que ponían al fuego, que eran de barro y ellos mismos las hacían. En el centro de aquellos poblados había un templo donde adoraban el sol, al cual llamaban caranain, y las casas tenían las paredes con frisos cubiertos de pinturas y de maderas labradas con gran riqueza. Decía también que había allí figuras de bulto, siempre mujeres, hechas de oro, y también altares de oro macizo para el servicio del sol. Andaban aquellas mujeres vestidas de tela de lana muy fina porque en aquella tierra había muchas ovejas de pelo largo como las del Perú, y llevaban coronas de oro de dos dedos de gruesas.
Lo escuchaban y el soldado seguía hablando: «Hay camellos pequeños, que los cargan, y otros animales no tan grandes como el caballo, que los cargan también, y que tiene la pata hendida».
Iba Lope diciendo a medida que el soldado hablaba los nombres de aquellos animales: alpaca, vicuña, llama. Y dijo por fin:
—Más vale que se calle vuesa merced si no sabe más. Esas casas de las que habla no aguantan dos aguaceros y el nombre que ha oído vuesa merced no es caranain, sino carauay, y es el nombre de una palmera de hojas anchas con las que cubren el techo. Que también por mi barrio tenemos noticias y más ciertas que las de vuesa merced.
El soldado insistía en hablar como si hubiera estado él mismo, aunque advirtió que quien estuvo fue un tío suyo que anduvo con Orellana:
—Se llaman los de esta parte tupinambas y también mucunes y yaguanais, y los más ricos son los guanibis, que caen cerca de la mar. Allí está el lago famoso y el príncipe que se baña de oro cada día, y ésa es la tierra donde…
Se impacientaba Lope:
—Mira, hermano; si todo eso es verdad, vais a ir delante señalando el camino, y si de aquí a tres días no encontramos a esas señoras de las coronas de oro os colgaremos de los pies en un árbol, que den cuenta de vuestra vida los mosquitos panzones. ¿Qué tal negocio os parece?
El soldado calló asustado sabiendo que con Lope no había bromas.
Todos reían fácilmente aquella tarde allí, sobre los huesos de las amazonas. La luna era grande y alta e iluminaba la tierra como si fuera de día.
Lope de Aguirre había enviado gente a cazar, y cuando vio salir por un lado de la selva a un grupo de marañones dijo:
—Ahí vienen.
Traían algunos monos grandes, y uno de ellos iba malherido y atravesado en un palo. Un mestizo de los que sostenía la percha al hombro juraba que no comería nunca carne de aquel animal porque se parecía a un pariente suyo que tenía una taberna en el Callao. Lo decía muy en serio. De la herida del mono salían hojas verdes porque se la había taponado el animal al sentir el balazo con un manojo de hierbas.
Lope y los suyos llegaron hasta un poblado de chozas blancas, entre las cuales una era de piedra, aunque mal labrada, donde había iconos de madera. No vieron trazas de vida humana y parecía aquel lugar abandonado hacía años. En algunas chozas se veían nidos de serpientes o de aves extrañas que los habían fabricado en el techo. En otras habían brotado las raíces de los árboles próximos cuarteando los muros y amenazando con destruirlo todo.
Atraparon un indio desnudo que no parecía amedrentado y marchaba con los españoles sin cuidado. Luego resultó que era o había sido esclavo de las famosas coñoris, quienes al parecer no le daban buena vida.
Por la razón que fuera, se sometió de grado a toda clase de preguntas y las respondió lo mejor que pudo con la ayuda de los que traducían. Se veía que los indios traductores se consideraban superiores al recién llegado por el hecho de hablar español —que el otro ignoraba— o, simplemente, porque eran indios de tribus no sojuzgadas por las mujeres.
Lo que pudo decir el prisionero fue que las amazonas preferían siempre los hombres más lejanos a los de sus tribus vecinas, vieja costumbre de todos los pueblos primitivos o modernos. Así pues, cuando llegó Orellana con hombres exóticos y nunca vistos, las amazonas acudieron, según decía el cronista, desnudas y hermosas, haciendo sonar en la entrepierna las pangas como crótalos. Y bailaron sin poder creer que era guerra aquello. Bailaron sus danzas nupciales. Flecharon los navíos, sólo a ellos y no a los hombres, porque aunque éstos habían matado a varios indios no se sentían por eso ofendidas. Ellas mataban también un esclavo de aquéllos con el menor pretexto y aun sin pretexto ninguno.
Querían hacer el amor y ser fecundadas y seguían disparando contra los barcos. Los españoles no podían entenderlo, y cuando vieron sus bergantines erizados como puercoespines decidieron usar sus armas y dispararon.
Acabaron ellas por darse cuenta de que era la guerra. No la del amor, sino la de la sangre y la muerte. No se dejaban intimidar por el estruendo de los arcabuces ni por los muertos caídos a su lado. Llamaron a otras y éstas trajeron más indios de guerra.
A pesar de la desventaja, las amazonas sostuvieron el combate más de tres horas y algunas se metieron en piraguas y trataron de asaltar el bergantín de Orellana por el costado opuesto.
Así y todo, decían aquellas mujeres a grandes voces cosas que no entendían los soldados —ni los indios intérpretes que llevaban a bordo— y hacían gestos indecorosos moviendo las caderas a los lados y el vientre de abajo arriba y haciendo sonar en este caso las tangas, que entrechocaban.
No entendían los españoles, y aunque hubieran entendido no era tal vez su estilo. En el amor les gustaba a los españoles conservar la iniciativa y hasta las prostitutas más abyectas solían en los lupanares (porque sabían el estilo de los hombres) decir en algún momento crítico de su quehacer, fingiendo pudor: «¿Qué me haces, amores?».
El estilo de las amazonas era otro, y por las relaciones de aquel indio prisionero —que Lope escuchaba, absorto— comprendieron, pues, que era verdad lo que decía Esteban. El indio confirmaba que los hombres elegidos por las amazonas tenían que vivir con ellas dos meses, durante los cuales eran tratados como huéspedes de honor y no se les obligaba a trabajar. Aquellos dos meses —calculaba Esteban— era el plazo que ellas necesitaban para persuadirse de que estaban en cinta. Y cuando eso sucedía soltaban a los amantes ocasionales y los enviaban a sus lugares de origen.
Pedrarias, que acudió a grandes zancadas, escuchaba, como siempre, con la boca abierta, y se decía que le habría gustado conocer a aquellas hembras y ver qué clase de recursos femeninos usaban además de la danza guerrero-nupcial. Por otra parte se hacía también la pregunta de veras impertinente de cuál sería la vida erótica de aquellas mujeres en los diez meses restantes del año. No era posible que en aquel lugar del planeta —en la línea equinoccial, a dos grados de latitud Norte o un grado de latitud Sur— y expuestas al embeleco de los equinoccios pudieran mantenerse en cómoda castidad tanto tiempo sin varón. Y entonces, ¿qué hacían? Pedrarias no lo decía, pero tenía vehementes sospechas de lesbianismo. He aquí, pues —pensaba—, en las orillas del Amazonas, dos instituciones helénicas: la amazona y la dulce poetisa de Lesbos.
Pero no se sabe que las coñoris del Amazonas escribieran poesía.
Algunos soldados querían quedarse en aquel lugar y enviar mensajes a las hembras belicosas, pero el indio decía que era inútil y que no acudirían, primero porque no era aquélla la época del año, y además porque tenían que ser ellas las que buscaran al hombre y no el hombre a ellas.
Hizo más preguntas Lope de Aguirre, aunque no de carácter erótico, que en aquella materia, aunque no era indiferente, tampoco era curioso. Según el prisionero, las amazonas llevaban un talismán, una piedra de jade que sacaban de un lago —el Ipaua Yaciuara— y llamaban a aquella piedra el muirakitan. Lo llevaban colgado del pecho y les daba fuerza, según creían.
Pero la noche comenzaba a hacerse difícil.
Cada vez que los bergantines atracaban en la orilla llegaban sobre los expedicionarios nubes de mosquitos. Al hambre de los soldados respondían los mosquitos con el hambre propia. Así pues, cuando anclaban en las orillas solían bajar y encender hogueras para que el humo y el fuego alejaran no sólo a los mosquitos, sino también a los vampiros, que abundaban más, sin duda porque el río se acercaba todavía a la línea equinoccial y aumentaba el calor y había un momento en que la latitud Sur que marcaban los astrolabios era cero.
Como se puede suponer, el calor parecía siempre crecer y amenazar con mayores rigores. De noche y de día. Pudieron comprobarlo bien el día siguiente.
Entre los animales que descubrieron en aquellos lugares, uno de los más notables era el ave llamada tucán, del tamaño de un loro grande, pero con un pico enorme (más largo que el cuerpo entero del ave) y plumaje deslumbrador, cuyo macho —dijo un indio a Pedrarias— se dejaba morir cuando moría su compañera. Pedrarias, oyéndolo, pensaba: «Vaya, no sólo los hombres pueden conducirse estúpidamente cuando se enamoran».
Parecían allí los lagartos más grandes, tenían hasta treinta varas de largos y se llamaban como en el resto del río yacarés. La araña grande y peluda que cazaba pájaros abundaba y cuando recibía la picadura de una pequeña mosca —una especie de avispa atrevida— en un lugar especial del cuerpo (es decir, en uno de los ganglios motores) se quedaba del todo paralizada. Entonces la avispa dejaba sus huevos en el cuerpo de la araña y al salir las larvas se alimentaban de ella sin que por su estado pudiera evitarlo. Así es que las larvas se la iban comiendo viva. Pedrarias anotaba aquello en sus cuadernos.
Oír hablar así cerca de las selvas de las que llegaba el clamor de millones de criaturas diferentes dedicadas a la lucha por el sexo, la comida o la autoridad, era como oír hablar de las costumbres de una ciudad ignorada. Pocos indios entraban en las zonas sombrías de la selva (había lugares donde al mediodía, y a pesar del sol deslumbrador, la oscuridad era total).
De noche, cerca de las hogueras protectoras, bajo el guirigay de la selva, los marañones roncaban tumbados en la arena, siempre en el lado adonde la brisa llevaba el humo, porque era el único donde se sentían seguros de no ser devorados por los mosquitos ni desangrados por los murciélagos.
El día siguiente vio Lope algunos indios desnudos remando en piraguas cuadrangulares y ligeras, de quilla achatada, indiferentes a las nubes de mosquitos que los perseguían. No acababa de creerlo y preguntaba y le decían que en aquellos territorios había una hierba que producía una savia milagrosa, y mojándose con ella la piel los mosquitos no se acercaban. Pidió Lope a un indio que le diera aquel líquido y se frotó las barbas y el cuello. Pero sus barbas quedaron como pasadas por lejía, a trechos color castaño, a trechos grises, y en algún lugar, de un tono rojizo desteñido, lo que añadió a la figura del vasco una particularidad nueva. Parecía, cuando estaba inmóvil (durmiendo una de sus siestas de gato, recostado contra la obra muerta del bergantín, sin soltar el arcabuz), una vieja talla de madera que espera ser repintada.
Aquellos días quiso Lope averiguar el misterio del curare. Parece que no era dificultoso, pero aunque a veces el indio tupí —el viejo que traducía mejor o peor— lo había fabricado a la vista de Lope en su manera de manejar algunas hojas o mezclarlas con una especie de resina pegajosa se confundía el que miraba y no acababa de enterarse del verdadero secreto. Las deficiencias del lenguaje fueron finalmente un pretexto para renunciar y dejar la empresa por imposible.
El indio tupí tenía una cerbatana con la que disparaba una espina de cacto guarnecida de estigmas de maíz. Como se puede suponer, si la espina tenía curare, la herida, por superficial que fuera, causaba la muerte.
Aquel tupí sopló dos veces, apuntando su cerbatana contra dos indios de los que iban en la expedición. Entre ellos se odiaban a veces mucho más que entre indios y blancos. Murieron. El tupí era necesario como traductor y Lope se hizo el desentendido.
Con los negros era diferente. A veces Carolino le decía al indio de la cerbatana:
—¡A mí vuesa merced no me sopla!
Lo decía con una gran sonrisa adulatoria y el indio lo miraba en silencio con los ojos casi cerrados. Aquélla era la diferencia. Los indios casi nunca decían nada.
Dijo el tupí que cerca de aquel lugar había una población india con hombres iguales a los marañones que hablaban el mismo idioma y que se habían casado con indias y tenían hijos y eran felices. Esteban apuntó aquellos y otros detalles y dedujo que debían ser los exploradores que fueron con Diego de Ordás. Parece que Diego de Ordás intentó la exploración del río el año 1532 desde el Atlántico, es decir, subiendo contra la corriente. Llevaba un teniente general llamado Juan Cornejo, experto en navegación, y se decidió a forzar la boca de la ría con su nave. Logró entrar, pero un poco más adentro la nave quedó varada en los bajos. Algunos hombres murieron y otros se salvaron en tierra firme, cada cual por su lado.
Lope no quiso ir en busca de aquellos españoles, ya que parecían contentos con su suerte.
Navegaron dos días de sol a sol y el tercero echaron las anclas y entraron en algunos poblados donde los indios no opusieron resistencia. Les dieron maíz, avena, pan y un líquido muy bueno parecido a la cerveza del que tenían gran abundancia. Hallaron también tejidos finos y bien labrados y otras pruebas de industriosidad y civilización. El maíz de los silos lo cubrían los indios con una ligera capa de ceniza para librarlo del gorgojo.
Aquel día y en aquel lugar Lope corrió un serio peligro y si salió de él con vida se debió a su poder de disimulo y al miedo de la mayor parte de su gente. Lope se embriagó, cosa que no acostumbraba. Pero estaba consciente de su propia embriaguez y de los peligros que representaba y evitó hablar para no denunciarse, se apartó con algunos incondicionales y con los negros de servicio, que eran a un tiempo sirvientes, guardas de corps y verdugos, y durmió una hora al pie de uno de aquellos enormes árboles, que podían cobijar debajo a un batallón. Lope despertó dueño de sí, y si no fresco de cabeza, capaz de velar por su vida.
Al principio de su embriaguez comenzó a sentirse provocador, pero se dio cuenta y tomó una actitud diferente. Las últimas palabras que dijo antes de apartarse a dormitar fueron:
—Bien conocen vuesas mercedes, mis hijos, que si esta cabeza cae de mis hombros las de vuesas mercedes conocerán antes de mucho la soga y la rama del árbol. Así es que vivamos en buena armonía.
En aquellos lugares sintieron dos macareos —pororos— y las dos olas altas que entraron se lo llevaron todo por delante. Los bergantines estaban en una rada a cubierto de la primera fuerza del pororo y no sufrieron, pero de haber estado en medio del río se habrían perdido para siempre.
Todavía en una aldea desierta encontraron urnas de cerámica muy bien trabajadas, con la tapadera en forma de cabeza humana y ojos, boca y nariz pintados y cocidos al fuego. Dentro había cenizas y huesos a medio quemar.
—Estas ollas —decía Pedrarias con entusiasmo— no las hacen mejor en Talavera de la Reina, digo, en Castilla.
Aparecieron allí algunos indios en cueros, como siempre, pero calzados con unas pequeñas sandalias para evitar quemarse en las piedras calientes del sol. Llevaban el pelo cortado en líneas redondas cercando la cabeza, y para que ésta diera lugar mejor a aquel adorno les apretaban de niños el cráneo, que quedaba piramidal o cónico, como habían visto en una tribu anterior.
Sucedió aquel día que estando hablando Pedro Gutiérrez y Diego Palomo de los cien indios abandonados en tierra de caníbales, uno dijo:
—Equivocado anduvo en eso nuestro general Lope de Aguirre. Sobre todo habiendo sido bautizados la mayor parte de aquellos indios, que casi todos tenían nombres castellanos.
Se quedaron callados y Gutiérrez suspiró y añadió:
—Parece que ya no vamos a tener gente de servicio, y, por lo tanto, bueno será que hagamos nosotros mismos lo que haya que hacer.
Los oyó el negro Carolino, que andaba resentido con ellos y los espiaba y fue con la historia a Lope de Aguirre, quien comprendió que aquellas palabras no representaban delito alguno. Carolino estaba pidiéndole las cabezas de aquellos dos hombres que solían burlarse de sus danzas, y Lope vaciló un rato, y de pronto le mostró la vitela y le dijo que podía disponer de ellos.
Carolino y los otros negros cayeron sobre los dos soldados como alimañas feroces y dieron garrote a Gutiérrez. Rogaba Diego Palomo al caudillo que en lugar de matarlo lo dejara vivo en aquella tierra para volver a la playa anterior y quedarse a vivir con los indios bautizados. Miraba Lope a los negros que estaban esperando detrás de su víctima y ellos movían la cabeza, negando. Era la primera vez que Lope les pedía parecer. Palomo murió también y anduvo Pedrarias muy intrigado con aquellas ejecuciones. Cuando preguntó a Lope, éste dijo poniéndole una mano en el hombro:
—¿Seguís con la manía de entenderlo todo? ¿Sí? Eran malos soldados y sus vidas no valían sino para lo que han hecho, es decir, para sujetarme más y mejor a estos negros bozales que al salir del río, y sobre todo al llegar a alguna tierra firme, se podrían huir con sus hermanos montaraces de Panamá. Con estas justicias aseguré a los veinte negros conmigo y quizá conquistaré a dos mil más en el camino del Perú.
La boca del Amazonas, en su salida al mar, tenía ochenta leguas de ancha, según los pilotos y las observaciones hechas por Orellana, que Esteban llevaba apuntadas. Otro golpe de pororo se llevó una lancha con tres españoles —no volvieron a verlos— y arrastró a varios indios que andaban por una playa mariscando. Viendo la violencia del macareo, Lope de Aguirre no sabía cuándo salir con sus bergantines ni cómo asegurarse de que no serían destruidos. Los pilotos le aconsejaron que aguardara hasta las horas de la marea baja.
Al llegar a la desembocadura del Amazonas había en la expedición de Lope doscientos cuarenta españoles, cincuenta y cinco indios y veinte negros. De los españoles habían muerto más de sesenta; de los indios, doscientos trece, sin contar los cien que dejaron en las playas anteriores. Los únicos que estaban en igual número eran los negros bailarines. Es verdad que nunca se quejaban de nada, que comían carne de origen más que dudoso sin hacer preguntas y obedecían las órdenes de Lope —a veces con la cuerda encerada— sin escrúpulos de conciencia.
Recordaba Lope de Aguirre que Juan Primero le había dicho mostrándole en tierra de los tupís un lecho de palmas sobre las cuales había piedras calientes:
—¿Sabe vuecelencia lo que hay debajo desa barbacoa? Un cristiano, eselensia. Está ahí asándose el cuerpo de Monteverde el tudesco, que lo sacaron ellos con las uñas rastreando como podencos y lo cambiaron por tres puercos que les ofrecían los indios desta parte.
En aquellos lugares la violencia de la marea entraba en colisión con las corrientes del río. Si coincidía con el plenilunio era mayor el riesgo y se levantaban olas muy altas. La marea llegaba de pronto en menos de un cuarto de hora a su mayor altura y desde algunas leguas de distancia se oía un gran fragor que anunciaba el pororoa o pororo. Luego se veía un promontorio de agua de más de quince pies de alto que iba ocupando la anchura del río con gran violencia.
Esperaron la marea baja para salir a la mar, y así y todo no fue empresa fácil.
Eran allí los novilunios de una lobreguez temible y los plenilunios plateados y claros, pero estos últimos anunciaban, como he dicho, dificultad en la navegación. Aquel inmenso río era demasiado sensible a las señales del cielo.
Antes de salir al mar tuvieron que recorrer un enorme dédalo de islas y brazos de agua entre selvas impenetrables que por la noche despertaban con sus animales en celo. Mostraba la selva la misma monstruosa densidad: cañas del grosor de la pierna creciendo altísimas sobre un suelo esponjoso, cocoteros puntiagudos que alzaban sus troncos rectos y lisos, árboles de otras clases buscando un poco de aire y un poco de cielo azul, más árboles aún, sometidos, vencidos, devorados por los triunfadores. Arbustos con ramas que parecían de acero, plantas carnívoras que si atrapaban a un pájaro lo envolvían en sus hojas e iban estrujándolo hasta arrojar días después el esqueleto mondo, y arriba, bóvedas, penachos, ojivas, como en las catedrales, astrágalos, florones, volutas, ondas, arabescos. Había helechos milenarios que se apretaban en haces espesos, hojas como láminas de bronce claro que bajo una gota de agua sonaban metálicamente, lianas por todas partes con las que se podría ahorcar a un filisteo.
Y a veces una oscuridad completa a las doce del día, en cuya oscuridad relucían dos ojos y quizá se oía la risa de un pájaro multicolor que era repetida por cincuenta ecos. En aquellos días de la salida al mar, con islas densamente pobladas de vegetación por todas partes, Lope de Aguirre no quiso bajar a dormir a tierra. La verdad es que casi nunca dormía en parte alguna.
Todo aquel mundo vegetal tenía una vida misteriosa y propia y el hombre que se acercaba se sentía atraído por el terror y el prodigio. Había algo religioso que impresionaba, plantas como altares, luces de origen incierto, susurros como rezos y otros mil raros enigmas. No se veía ningún ser vivo, pero se tenía la evidencia de infinitas existencias secretas palpitando alrededor.
A veces una rama se rompía, incapaz de sostenerse, y el seco estallido repercutía en todas partes y cien ecos la repetían. La luz era en la desembocadura del río un raro portento porque no se veían sombras por parte alguna y el sol parecía llegar en todas direcciones. De arriba, de abajo —violentamente refractado por las aguas—, de la derecha y de la izquierda, con densidades diferentes.
En aquellas colisiones de luces la cara de Lope de Aguirre parecía menos humana. Una piel apergaminada, con reflejos metálicos y unas barbas lacias y vegetales.
Se parecía más que nunca a las cabezas reducidas y comprimidas que algunos machifaros llevaban colgadas del cinto, por gala.
Había más de dos mil islas. Los pilotos contaron dos mil y siete y, naturalmente, no las vieron todas.
Dos mestizos y un español andaban en una piragua para explorar entre aquellas islas y se los tragó el légamo después de haber sido volcada la piragua por el macareo.
Tres mujeres indias que estaban mariscando en una isla fueron rodeadas por el agua del pororo cada vez más alta, que las anegó por fin.
Y, sin embargo, aquí y allá, nuevas islas despertaban nuevas curiosidades y costaba trabajo contener a la gente. Los pilotos decían: «Nadie baje, porque las aguas cubrirán esa isla antes de mucho». Y era verdad. Había allí árboles que vivían una vida submarina más tiempo que sobre las aguas.
Al salir por fin al mar, Lope hizo subir al bergantín segundo a los pocos que iban en canoas y abandonó la última chata con gran dolor de los negros que la querían como a un ser vivo.
Lope de Aguirre extrajo del segundo bergantín la aguja de marear y el astrolabio y la llamada «ballestina», que hacía mantener el rumbo según la sombra solar. Desprovisto de aquellos instrumentos tendrían que navegar siguiendo al bergantín donde iba Lope, manteniéndose a su vista durante el día y guiándose durante la noche por un farol que llevaba en la popa.
Tuvieron buen tiempo y los bergantines no se separaron. Pero la navegación duró diecisiete días, muchos más de los que habían calculado, y los alimentos y el agua se hicieron tan escasos que si el viaje hubiera durado una semana más habrían muerto la mayoría de hambre o de sed. Llegó a racionarse la comida de modo que tocaban a sólo algunos granos de maíz por día. Y el agua, a la cuarta parte de un cuartillo por persona y día también, lo que en aquellas latitudes tórridas apenas si se puede imaginar.
Por si fuera poco, los recelos de Lope seguían encendidos como siempre, y mirando alrededor sólo veía amenazas de deserción y traición. Con la estrechez del navío era forzoso que anduvieran juntos algunos que tenían motivos para el rencor, y así sucedía que el capitán Guiral cruzaba su mirada con la de Lope a menudo. Los dos la desviaban y quedaba una memoria de violencia insatisfecha.
Se había hecho Guiral amigo de Diego de Alcaraz, soldado sencillo y sin trastienda, que tenía la hamaca a su lado y hablaba con él a menudo en voz baja.
Lope de Aguirre, por sí y ante sí, los hizo matar. La ejecución fue hecha por la noche y sin enterarse sino los que estaban más cerca y los cuerpos arrojados a la mar.
Cuando iban a matar a Alcaraz, que era hombre cuidadoso y ordenado, puso en orden las pocas cosas que tenía, regaló unos calzones a un indio y, haciendo un paquete con un cuaderno de papel húmedo y casi inservible, dos medias calzas rotas, una agujeta de ajustador y una armilla vieja, escribió encima: «Esto es de Zozaya, que va en el otro bergantín». Viendo aquello se acordaba Lope de Cabañas, que hizo lo mismo con algunos objetos del difunto padre Portillo.
Cuando preguntaron los negros a Lope qué harían con los cadáveres, el caudillo dijo:
—Arrójenlos al mar para pasto de las sardinas rabiosas.
Había sido Guiral toda su vida un hombre sólido y seguro de sí, normal y razonable. Nunca pudo tener en cuenta circunstancias como las que conoció en aquella expedición. Pero en los últimos momentos de su vida sintió que renacía en su recuerdo una preocupación de la infancia: el lobo. La idea de un hombre-lobo terriblemente peligroso que podía esperarle a él en algún recodo de la vida. A veces miraba a Lope en la estrechez del barco, y viéndolo pequeño, adusto, cubierto de armas, pensaba que su nombre aludía al lobo y tal vez aquél era el lobo y que lo había hallado. Lope se daba cuenta de la rareza de aquella mirada y la evitaba.
Sabía Guiral que el pequeño hombre lobo tenía detrás por lo menos cien hombres más, poderosamente armados, y que su voluntad era decisiva e inapelable.
En cuanto a Alcaraz, no había dado señales particulares de sí mismo desde que salieron de los Motilones y era el menos conspicuo de los conquistadores y el más apacible de los marañones. Es cierto que Lope tampoco podía sostener la mirada de Alcaraz y que sabiéndolo evitaba mirarlo de frente. Cuando no tenía más remedio que mirarlo, los ojos se le desenfocaban ligeramente y se veía un pequeño y momentáneo estrabismo.
En dos ocasiones le preguntó el caudillo marañón:
—¿Se puede saber en qué cavilaciones se ocupa vuesa merced?
Y era una pregunta siniestra por el tono más que por las palabras.
Al llegar a la isla, Pedrarias vio que en un rincón de la cubierta de abajo, un indio, que iba completamente en cueros, se disponía a hacerse el tocado. Sacó de un rincón un puñado de lianas, se echó el pelo atrás, se peinó largo rato con un pequeño rastrillo de madera de yuca y luego lo recogió, lo ató con la liana dando muchas vueltas y cuando estuvo atado sacó del mismo rincón donde tenía sus efectos un poco de una pasta que llamaban achiote y con todo cuidado se pintó una raya de oreja a oreja cruzándose el rostro, debajo de los párpados, otra más o menos paralela debajo de la nariz, y la tercera, debajo de la boca. Lope comentó:
—¡Villano, ruin y cómo se aliña!
Con aquello, el indio, que, como digo, iba completamente en cueros, quedaba vestido de gala por lo menos para los días que estuviera en la isla, a la que miraba curioso y del todo satisfecho de sí.
Los bergantines no fueron a tocar tierra en el mismo lugar de la isla Margarita porque la marea llevó el segundo a otra playa distante unas dos leguas. Era un día lunes por la tarde a 20 de julio de 1561.
Bajó Lope de Aguirre con algunos soldados y envió a un tal Rodríguez con cuatro hombres de armas y algunos indios de la isla como guías para que fueran a avisar al maestre de campo Martín Pérez, que iba en el otro bergantín, y se le uniera lo antes posible con su gente. Al mismo tiempo dio a Rodríguez el famoso papel —que era una vitela dura, pero ya mugrienta y reblandecida por el sudor— y le dijo que se lo entregara a Martín Pérez. En el reverso de la vitela escribió Lope de Aguirre el nombre de Sancho Pizarro y la orden de que le diera muerte por el camino, ya que se le hacía más sospechoso cada día y nunca había podido tolerar lo que Pizarro llamaba su necesidad de entender la muerte de don Hernando. Siempre estaba Pizarro queriendo hacer algo —algo inmediato y urgente— en relación con el recuerdo de don Hernando y nunca sabía qué, y, por lo tanto, nunca hacía nada. Aquello le daba cierto desasosiego, para defenderse del cual se hundía en su famoso silencio con los ojos melancólicos y sombríos. Ojos de cizaña, decía Lope de Aguirre.
Envió también Lope a su capitán de caballería. Diego Tirado al interior de la isla, a pie, con dos o tres más. Como iban flacos y amarillos del viaje y sin armas, daba compasión mirarlos.
Llevaba Diego Tirado el encargo de avisar y pedir a las autoridades que les vendieran alguna comida, porque venían perdidos y náufragos y prometían pagar como fuera. Decían que llevaban consigo algunas piezas de oro y otras cosas de valor.
Lo primero que necesitaban era agua La isla no tenía manantiales, pero las lluvias torrenciales de cada día les permitían almacenarla en grandes cisternas para todo el año.
Sin embargo, en su pequeñez, la isla tenía montañas muy altas y no se había podido contornear en tres días y tres noches con un caballo ligero. Desde las playas iba subiendo en pendiente bastante acusada hasta la capital, que era Yua, y no estaba lejos. Muchos de los españoles que vivían allí habían sido los primeros descubridores y fundadores y se consideraban permanentemente instalados viviendo como en Castilla. Los calores eran sofocantes, aunque no tanto como en el Amazonas, pero aquellos españoles vivían de noche y tenían algunos centenares de indios que se ocupaban del trabajo del campo, es decir, del pastoreo y de la agricultura. También los había pescadores de perlas.
Lope de Aguirre se quedó al pie de su bergantín, esperando. Llevaba, como siempre, la loriga y el peto, así como la celada, debajo de cuyo ventalle levantado lucían sus ojos de esparver. A su lado izquierdo, la espada, y al derecho, la daga.
Algunos soldados quisieron desembarcar y Lope se opuso. Obligó a la mayor parte a permanecer armados en la cubierta inferior, es decir, escondidos, y sólo dejó arriba a los enfermos e inválidos, desde luego, sin armas.
Lope de Aguirre esperaba. El óxido del sudor y del hierro sobre su ropa la manchaban de ocres y verdes, y el caudillo, mirando la isla pacífica, pensaba en sus pobladores y se decía: «Esos truhanes granujas tienen de todo, y fuerza será obligarles a alguna clase de liberalidad».
Elvira y la Torralba estaban en la cubierta y la niña quería bajar a tierra, pero no se atrevía a pedirle nada a su padre, a quien veía muy preocupado y cuyos cambios de humor conocía.
—Sois el jefe de todo el mundo menos mío —le decía desde la borda—. El jefe de todo el mundo y mi padre.
Parecía no oírle Lope.
La Torralba dijo tímidamente que tenía ganas de cantar la jota soriana, y Lope se apresuró a decirles que si querían desembarcar podían hacerlo. Al mismo tiempo miraba a la Torralba, y con la dureza de sus ojos parecía decirle que el tiempo no estaba para canciones. Aquella advertencia estaba tan clara que la Torralba se creyó en el caso de explicar bajando la voz:
—No, si sólo tengo ganas de cantar cuando estoy en lugares altos. Ahí abajo, en tierra, no cantaré.