IX

Aquel incidente se complicó.

Fue Zalduendo a ver a don Hernando, temeroso de las amenazas de Lope de Aguirre, más presentes en el encarnizamiento de sus ojos que en sus palabras mismas. El colchón de doña Inés iba tomando relieve en aquellos ires y venires.

La desventaja de Zalduendo con Lope era la que suele padecer el libertino frente al hombre casto. El primero es confiado y blando. La ventaja de Lope de Aguirre era, por el contrario, la del hombre íntegro, vibrador como un hilo de acero y encaminado derechamente a un solo propósito con todas sus potencias.

Dijo Zalduendo a don Hernando que iba Lope por la noche buscando adhesiones y formando corros secretos al margen de los intereses del gobernador. Mucho temía Zalduendo que cuando Lope tuviera bastantes marañones al lado, como él decía, diera al traste con sus enemigos, incluyendo entre ellos al mismo gobernador, don Hernando, de quien iba hablando ya Lope demasiado ligeramente.

Alzaba la mano don Hernando y le rogaba:

—Cállese vuesa merced y no hable así, que no lo creo. No quiero creerlo.

Cada vez que Guzmán hablaba con algún soldado que, como Zalduendo, se había manifestado antes partidario de conquistar, poblar y pedir perdón al rey, volvía a sacar a colación el tema. Zalduendo, que desde el principio se había negado a aceptar —igual que La Bandera— pública y privadamente el nombre de traidor, insistió en lo provechoso que sería para todos entrar en tierras de Omagua ahora que estaban tan cerca y llevar a cabo los planes y objetivos primeros de la expedición. La mitad de los indios que acudían a comerciar eran omaguas, y algunos, interrogados por los españoles, decían saber el camino del Dorado y de la ciudad de Manoa y de la laguna, cuyas aguas habían subido tres estados por las estatuas de oro macizo arrojadas al fondo desde hacía cientos de años.

Alarmado don Hernando por las palabras del comandante de la guardia, quien llegó a decirle que no le extrañaría que Lope tuviera entre sus planes la muerte del príncipe como había tenido antes la de Ursúa, estuvo dudando largamente y por fin hizo llamar a los indios omaguas que habían hablado del Dorado, y por medio de la mujer intérprete pudieron entenderse. El omagua más viejo decía: «Manoa está dentro de un macizo de montañas, en lo alto, y hay allí minas de oro y de plata y montañas de cristal verde, y en el centro del valle, el lago grande, donde el Dorado se baña cada día y donde tres días importantes del año hacen ofrendas de oro».

—¿De qué son las casas de Manao? ¿De paja?

—No. De piedra tallada.

—¿Van los indios desnudos?

—Visten buenas telas de lana de vicuña.

—¿Tienen religión?

—Adoran al sol como nosotros. Cada día, cuando sale, lo adoran.

—¿Tú podrías llevarnos?

—Sí, señor.

—¿En cuántos días?

—Catorce de marcha con el sol del lado izquierdo y seis más con el sol de frente.

—Está bien. Retírate y no digas a nadie lo que hemos hablado.

El indio salió un poco extrañado de que no le hubieran regalado nada. Zalduendo estaba engolosinado con Manoa y el lago del Dorado:

—¿Lo estáis viendo?

Pero todavía dudaba don Hernando. Por fin, y como si no acabara de creer en la eficacia de lo que hacía, mandó a Zalduendo que fuera convocando a la gente más adicta y segura para celebrar enseguida una reunión. Ésta debía ser antes de que Lope volviera. Andaba el maese de campo a la sazón fuera del pueblo, con sus guardias de corps y Elvira y el paje Antoñico.

En pocos instantes acudieron más de cien soldados. Todos se mostraban de acuerdo en buscar los territorios de Omagua y del Dorado y conquistarlos y poblarlos, pero sabían —dijeron algunos— que aquello sería imposible mientras viviera Lope de Aguirre, quien estaba empecinado en volver al Perú a sangre y fuego.

Don Hernando, que presidía la reunión, había puesto centinelas para avisar si Aguirre volvía y se mostraba inquieto y con prisa. Advirtió a los que oían que no se dejaran convencer si Lope les volvía a hablar de ir al Perú, porque es señal de poco valer dejarse llevar por el que propone las soluciones más desesperadas y sólo caían en ese vicio los más tímidos y débiles.

Parecían, sin embargo, decididos todos aquel día, y Zalduendo, en un momento de exaltación, propuso que llamaran a Lope de Aguirre y que cuando llegara lo mataran allí mismo a estocadas, después de lo cual no habría ya problemas de ninguna clase. Parecían decididos, cuando Montoya se opuso, diciendo que con Lope llegarían algunos de los que le guardaban la espalda y fuerza sería matarlos también, con lo cual no estaba de acuerdo, porque algunos eran personas cabales y meritorias. Y además eran sus amigos personales.

Los ánimos estaban exaltados y don Hernando temblaba ante la idea de que Lope pudiera enterarse de todo aquello. Pidió el mayor sigilo, advirtiendo que del secreto dependía la fortuna y el futuro de todos.

Dijo Montoya que le parecía muy bien la muerte de Lope y también la entrada en territorios de Omagua y el Dorado y no dejaba de sugestionarle la idea de las estatuas de oro arrojadas al fondo del lago. Al final de su discurso propuso que esperaran a que el ejército estuviera otra vez en los bergantines, todos desarmados, menos los de la guardia, mandados por Zalduendo, quienes podían eliminar entonces a Lope sin daño de terceros.

Don Hernando accedió, con la condición de embarcar cuanto antes y poner el plan en acción, ya que aquella clase de conspiraciones no podían mantenerse mucho tiempo secretas.

Intervinieron otros soldados para confirmarse en el mismo plan y se acordó que había que llevarlo todo a cabo antes de veinticuatro horas.

Como si Lope lo supiera, al volver de su paseo lo primero que hizo fue llamar a las tropas y, con su autoridad de maestre de campo, dividirlas en compañías de cuarenta hombres, poniendo a su cabeza un capitán amigo suyo y reservándose para sí la mejor unidad y la más segura e incondicional. En la compañía que tenía a su cargo la protección del príncipe puso muchos amigos de don Hernando, pero también algunos suyos, disimulados, para que espiaran.

Andaba Lope en muy malas relaciones con Gonzalo Duarte, que era mayordomo mayor de don Hernando, y temiendo el dicho mayordomo que Lope habría de ensañarse con él en cuanto tuviera ocasión, gestionó y obtuvo del príncipe un decreto, según el cual nadie podría juzgar ni entender en las responsabilidades del personal de la casa real sino el príncipe mismo. Al enterarse Lope, que fue una hora después de su regreso, acudió con tropas armadas y prendió al mayordomo, y cuando lo tuvo atacado lo llevó al bohío del negro Carolino, quien sacó sus cuerdas enceradas y se dispuso a trabajar después de haberle mostrado Lope de Aguirre, como otras veces, el misterioso papel.

Pero don Hernando llegó detrás, armado, y tuvo palabras fuertes con Lope y le amenazó y le quitó su presa de las uñas. Volvieron Duarte y el príncipe a su casa y detrás de ellos iba Lope de Aguirre, entre amenazador y suplicante, y cuando llegaron al bohío, allí dentro, y a puerta cerrada, Lope volvió a suplicar en grandes y temerarias voces que le devolviera el preso, que tenía derecho como maese de campo y que Duarte había cometido grandes delitos contra su servicio y contra el interés del campo. Decía que era enemigo suyo —de don Hernando— y que él lo hacía antes que nada por su propio bien y por la seguridad de la armada. Siguió negándose don Hernando, y Lope de Aguirre, de rodillas y con la espada desenvainada, repitió lo más patéticamente del mundo que tenía necesidad de cortar allí mismo la cabeza de Gonzalo Duarte para salvar de peligro la del gobernador don Hernando, y éste le respondió fríamente que envainara la espada, se tranquilizara y saliera de allí, porque él haría una investigación, y si el mayordomo era culpable, lo castigaría con la severidad necesaria.

El calor en aquella isla era aquel día infernal, y dos mujeres que iban con la expedición se desmayaron y tuvieron que ser auxiliadas y resucitadas cuando parecían medio muertas.

Sudaba Lope de Aguirre debajo de la celada y sus barbas mojadas se pegaban a la loriga. Intervinieron otros capitanes allí presentes, partidarios del uno y del otro bando, y lograron apaciguar a Lope por el momento.

Gonzalo Duarte habló entonces a Lope de Aguirre para decirle que estaba equivocado en tenerle por enemigo, ya que desde el tiempo que andaba en tierra de los Motilones le había guardado grandes secretos que le habrían costado a Lope la vida si los revelara.

—¿Qué secretos? —preguntaba Lope, escéptico, pero un poco más tranquilo.

—Vuesa merced dijo en los Motilones que había que matar a Ursúa y alzarse con el gobierno y volverse a Lima en armas para apoderarse del país a sangre y fuego, y yo sabía muy bien que lo había dicho, y a pesar de tener relación íntima con el gobernador Ursúa, no le dije nada ni en los Motilones, ni en los Caperuzos, ni en el río, a lo largo del viaje. Nunca esperaba yo —concluyó Duarte— que vuesa merced daría este pago a mi lealtad.

—Reconozco —dijo Lope— que lo que dice Duarte es la pura verdad y que yo le soy deudor en esa consideración. Reconozco que yo prometí a Duarte hacerle capitán cuando yo fuera maestre de campo, y que con esa promesa o sin ella, o como quiera que fuera, Gonzalo Duarte me guardó la fe prometida.

Aprovecharon aquel instante los otros para intervenir y obligarlos a hacer las paces, y el mismo don Hernando les pidió que se dieran la mano, y aun Lope de Aguirre lo abrazó.

Había días —decía Pedrarias— que el calor hacía enloquecer a la gente, y por eso repetía a veces que todo el mundo debía descontar en la intemperancia y en la irritabilidad de los demás lo que correspondía a la fatiga nerviosa de aquellos calores, a la que Pedrarias llamaba el paroxismo ecuatorial, y otros, la tarumba del equinoccio. Se suponía que en aquellas latitudes cada cual tenía derecho a una cierta incongruencia y a una cierta irresponsabilidad.

Pero nada de aquello cambió la verdadera disposición de los ánimos y cada uno disimuló, pensando ganar tiempo para ver cómo se ponían las cosas en las horas venideras. Porque Lope miraba alrededor y no acababa de entender quién estaba con él y quién en contra y a veces percibía riesgos nuevos por todas partes sin poder concretarlos. Todo lo que necesitaba saber era quién quería ir a Lima a sangre y fuego y quién a Manoa y al lago del Dorado.

La presencia de Montoya era una de las que más le inquietaban, porque se conducía dentro de la casa del príncipe como si fuera su casa propia y aún habló en voz baja con don Hernando dos veces, sin que lo oyera Lope. Desorientado éste, y alarmado por aquella especie de vacío que lo acompañaba, acabó lanzando un juramento y marchándose a la calle con cuatro o cinco de sus incondicionales.

Aquella tarde, antes de hacerse de noche, estaba Lope con sus guardias de corps cerca de la selva, sentado en un tronco derribado a la entrada misma, cuando oyeron todos un extraño fragor dentro del bosque y miraron detrás creyendo que llegaba una gran manada de animales —pumas o jaguares— avanzando en masa hacia ellos. No tardaron en descubrir que eran las espumas cubiertas de hojas secas y ramas muertas —iluminadas a trechos por la luna— de una de aquellas inundaciones frecuentes por lluvias torrenciales caídas en algún otro lugar más o menos lejano. O simplemente por el macareo del océano, que alcanzaba hasta doscientas leguas río adentro. Eran las espumas cubiertas de una densa capa de maleza, levantada e hinchada, que producían un vasto rumor, como las pisadas de cientos de animales juntos.

Cuando aquel macareo llegaba había docenas de pequeñas islas, y a veces no tan pequeñas, inundadas y cubiertas por las aguas, y muchos animales, sorprendidos, iban nadando a las que quedaban secas para abandonarlas a su vez al alcanzarles el agua.

Algunos llegaban a la orilla del río, pero la mayor parte se ahogaban.

Sabían los indios muy bien cuándo aquellas islas iban a ser inundadas, y a veces uno preguntaba al otro en broma, señalando aquellos lugares todavía secos:

Yasso yaöata?

Quería decir: «¿Damos un paseo?». Y el otro, que sabía lo que iba a suceder, reía. Entonces el que lo había preguntado señalaba un brazo del río pequeño y decía, como justificando su ofrecimiento:

Iagarapes.

Es decir: «Un simple arroyo inocente».

Y reían los dos. Casi todos aquellos indios, con su infantil sentido del humor, eran omaguas.

Lope de Aguirre, que se había asustado un momento al ver lo que sucedía en el interior de la selva, soltó a reír —pocas veces le habían visto hacerlo tan a gusto— y dijo:

—Así son todos o los más espantos de este mundo. Espuma y nonada. Pero hay que andar con la barba sobre el hombro, marañones. Y más ahora, que por estar cerca de los omaguas hay quienes vuelven a la antigua ilusión y confusión y miseria del Dorado.

No lejos de allí, el negro Bemba, exagerando los movimientos del baile, cantaba:

Los Ibós se cuelgan solos,

solos se cuelgan, mamá,

¿se puede saber por qué?

—Porque se quieren gorvé —le respondían los otros.

—¿A ondé?

—A donde va el yacaré, se marchan, se marcharán.

—¿Por qué?

—Porque les pegan, no más.

Los Ibós se cuelgan solos

yo quiero saber por qué.

—Se van a ver a papá al otro lado del mar.

—Hay que ver.

—A ver a los que dejaron.

—Zumba-lé.

—Al papá y a la mamá.

—Zumba-lé.

Y así seguían. Lope de Aguirre los miraba a cierta distancia y se preguntaba:

—¿Dónde estará ahora el colchón de doña Inés? ¿Lo habrán escondido?

Los negros seguían cantando y bailando. Era su manera de acusar la tarumba del equinoccio.

Pensaba Lope que en medio de tantas dificultades secretas y aparentes aquel colchón de doña Inés estaba siempre en su memoria.

El día siguiente, al amanecer, sucedió otro hecho de veras notable, que revelaba lo que era la vida natural en aquellas latitudes. Un soldado vio un cocodrilo, que, por ser blanco y joven, parecía prometer carnes más tiernas, y lo mató de un arcabuzazo en un ojo.

Fueron a abrirle el vientre y dentro apareció una culebra todavía viva de unos tres pies de largo.

Viéndola agitarse —aunque estaba herida en la cabeza— y temiendo que fuera venenosa la abrieron en dos, y dentro del vientre de la culebra apareció un enorme sapo, quieto e inmóvil, pero vivo también, a juzgar por algunas palpitaciones en el lado del corazón.

Lope, que había acudido al disparo del arcabuz —armado, como siempre—, se quedó mirando y pensando: «La rana o sapo fue sorprendido por la culebra cuando quería comerse alguna alimaña pequeña, pero la culebra fue sorprendida cuando acababa de comerse al sapo. Y el cocodrilo fue cazado y muerto cuando acababa de tragarse a la culebra. Ahora el hombre era el último peldaño de aquella curiosa relación de fracasos y victorias. La tragedia de un ser era la victoria de otro. ¿Quién aparecería detrás del hombre? Así son todas las demás cosas del mundo —se decía Lope, con ánimo ligero— y hay que andar alerta y madrugar».

¿No habría por allí cerca alguien que cazara al hombre que mató al cocodrilo y se lo comiera? No habría sido extraño, en caso de haberse hallado solo el marañón que mató al cocodrilo, porque, según dije, los indios eran caníbales. Pero no pasó nada, y poco después el cocodrilo, hecho cuartos, estaba asándose al fuego.

Hacían los negros su fiesta matinal (siempre tenían algo que celebrar) y había que ver a Carolino en medio del grupo de sus compatriotas africanos, borracho ya —tan temprano— con el licor de los omaguas.

El día entraba poco a poco en el fanal del equinoccio y una vez más producía el calor efectos extraños. Tan pronto tomaba la gente una determinación urgente, como su cumplimiento —que se había considerado inmediato e inevitable— se aplazaba sin saber por qué. O se olvidaba, a veces.

Zalduendo, que andaba muy preocupado, le dijo a doña Inés, reclinado en el famoso colchón:

—No sé qué hacer viendo tanta intriga a mi vera, a un lado y a otro.

Doña Inés no respondía, y Zalduendo volvía a hablar, como si esperara consejo. Ella le dijo, por fin, recordando un proverbio:

—Come pan, bebe vino y di la verdad. Ésa es la vida de un hombre.

No sabía Zalduendo lo que quería decir con aquello. En el Amazonas no había pan ni verdadero vino, aunque no faltaban licores fermentados.

Entretanto parecía como si todo el mundo hubiera olvidado los acuerdos del día anterior. El sol, que mantenía fluida la sangre y las linfas y quería tal vez disolver los sesos de los hombres, presidía conspiraciones, sugería muertes y otros desmanes y deshacía en el aire como burbujas las mismas intenciones que había inspirado.

Aquél era el día de la partida, y nadie hacía nada. La verdad era que todos se encontraban bien en la isla y que nadie parecía tener prisa por seguir adelante. Los alimentos eran excelentes y los platos más estimados, la tortuga y el caimán, condimentados de diferentes maneras. El pavo silvestre, si lo atrapaban, lo que no era fácil, era un manjar de excepción. Hacían con él platos exquisitos, y aquel día le llevaron dos a Lope, sazonados de un modo diferente, y él comenzó a comer, y luego, mirando a los otros, gritó:

—¡Hay para todos! Yo no como hasta que no coman todos los marañones, mis hijos.

Los indios se pusieron en faena y media hora después comían todos los españoles aquellos mismos platos, muy a su gusto. Lope se preciaba de aquellas maneras estrictas y compañeriles, y algunos marañones querían a Lope por ellas, en las que reconocían a uno de los suyos, es decir, a un hombre del pueblo.

En aquel lugar las mariposas eran grandes y, en reposo, formaban contra el tronco del árbol o contra la puerta del bohío un triángulo negro o azul, inmóvil. Al volar descubrían debajo colores raros, predominando el amarillo y el blanco. Había en la grande belleza inútil de aquellas mariposas algo como un peligro.

Y algunos soldados, que no se asustaban de las balas ni de las lanzas y ni siquiera de las flechas envenenadas de los indios, saltaban hacia atrás cuando una mariposa de aquéllas pasaba rozándoles las barbas.

Se hizo mediodía sin que la gente embarcara y pasaron veinticuatro horas sin que la conjura contra Lope se cumpliera. El príncipe don Hernando comenzó a sentirse desasosegado y no sabía qué hacer ni adónde ir. Mandó a buscar a Zalduendo y éste no acudía. No estaba nunca en su puesto, y don Hernando lo censuró, aunque suavemente, diciendo que para ver a doña Inés, de ocho en ocho días bastaba, y que no debía abandonar el servicio. ¡De ocho en ocho días! En cuestiones de amor, el joven príncipe tenía las ideas de un anacoreta del yermo.

Inés, a pesar de todo, era fiel al recuerdo de Ursúa, después de cuya muerte nunca había querido hablar de él con nadie, como si ningún marañón mereciera aquella confianza y aquel honor. Unos le hablaban bien y otros mal de Ursúa, y ella escuchaba, impasible. Una vez preguntó a Zalduendo:

—¿Por qué lo mataron a Ursúa?

—Oh —dijo él, sin saber qué responder—. Todos matan. Vuestra merced también mató a La Bandera.

—¿Eso es verdad? —preguntaba ella.

Y se mostraba involuntariamente feliz. No le parecía mal haber matado a La Bandera.

Zalduendo le había proporcionado a su antigua amante, la mulata María, un amigo que siempre había andado un poco enamorado de ella. Y así la mulata se sentía menos abandonada. No le tenía rencor a doña Inés y las dos hablaban mal de Zalduendo. Pero él y el nuevo amante de doña María andaban siempre juntos y tenían secretos de enamorados y confidencias. Entendiolo Aguirre, y dijo varias veces y en diferentes lugares que aquel negocio no podía acabar bien. Ni tampoco el de Duarte. Tenía Lope a veces celos de la amistad, como los amantes los tienen del amor.

Entretanto, Lorenzo de Zalduendo, en lugar de sentirse en delito por el incidente del colchón, fue a Lope de Aguirre y, con acento sereno y amistoso, pero con los nervios de la discordia, le dijo:

—Ya sé que vuesa merced habla de mí y de doña Inés, y puesto que tanto se ocupa de nosotros, he pensado que sería bueno venir a pedirle que mande que se nos disponga un buen sitio en el bergantín.

Lope de Aguirre se le quedó mirando fijamente, sin responder. Nadie habría podido entender una opinión concreta en aquella cara de Lope, seca como el esparto.

—Ese colchón —dijo, por fin— le va a costar la vida a alguno —y se marchó cojeando.

A todo esto, y siguiendo las instrucciones recibidas el día anterior, iba Zalduendo preparando las cosas para embarcar a la gente, y dispuso en el mejor bergantín (que estaba ya cubierto) el mejor sitio para doña Inés y su amiga, que andaba en martelos diferentes con cada luna nueva. No sólo llevó Zalduendo el colchón, sino cajas y otros bagajes de aquellas mujeres.

Lope de Aguirre salió al paso de Zalduendo, recordándole las órdenes que había dado, y el capitán de la guardia le contestó: «A fe que eso cumple decirlo a las damas, mis señoras, y voy a tratarlo antes con ellas». Fue a su bohío y volvió a salir con una lanza. Rodeado de soldados armados, arrojó la lanza a un árbol, en cuyo tronco se clavó y quedó el asta temblando, mientras el soldado decía:

—¡Voto a Dios que estaría mejor empleada esta lanza en quien yo me sé!

Aquella tarde murió de calor —así decían— la niña india que solía servir a doña Inés —la viudita de nueve años—, y estando enterrándola, doña María, la mulata, dijo:

—Dios te perdone, criatura, que antes de algunos días tendrás muchos compañeros.

Al mismo tiempo, y cerca de allí, Zalduendo, arrancando la lanza del árbol, dijo a grandes voces:

—¿Mercedes me ha de hacer a mí el escuerzo de Aguirre? ¿Permiso he de pedirle para poner el colchón en el bergantín? Vivamos sin él, pese a Dios, que no soy hombre para necesitar de sus consentimientos.

Se enteró Aguirre y, pensando que Zalduendo se sentía respaldado por el príncipe, fue a ver y a reclamar a don Hernando, a quien dijo que no se fiaba de ningún sevillano —don Hernando lo era, igual que Zalduendo— y que anduviera con cuidado, porque desde allí en adelante iría siempre Lope acompañado de cincuenta marañones bravos y bien armados y que más le valdría a don Hernando comer bledos sacados de la arena que los buñuelos que le hacía Gonzalo Duarte, su mayordomo.

El calor en aquel día era extremo. Los indios aguardaban la frescura del crepúsculo escondidos en sus cubiles, pero los españoles iban y venían al sol y con todas las armas.

Se alejaba Lope de Aguirre del bohío de don Hernando cuando, arrepentido, decidió volver a darle explicaciones y excusas, y don Hernando fingió aceptarlas, aunque estaba muy amargado y desde entonces iba también rodeado de gente armada y se trataban con cortesía, pero con máximo recelo.

No podía comprender don Hernando —ni tampoco Zalduendo— por qué no se ponía en obra el plan para acabar con Lope de Aguirre. Había alguna perplejidad en toda aquella gente comprometida, y como faltaba la palabra ejecutiva, nadie hacía nada. En aquel pueblo se estaba bien, la comida era abundante y existía la vaga sospecha de hallarse más cerca que nunca del Dorado.

La orden de subir a las naves no se daba aún.

Entretanto, Lope de Aguirre, fingiendo calma, charlaba junto a la orilla en el lado donde estaban los bergantines y decía a los soldados más próximos: «Nos acercamos a la mar y después iremos a la Margarita, y desde allí, a tierra firme, donde tendremos enseguida que toquemos tierra más de mil negros de Panamá, que cuando sepan que hemos matado a Ursúa, su peor enemigo, vendrán con nosotros. A esos negros les daremos libertad y armas y caeremos con ellos y con otros sobre el Perú».

Había nombrado ya Lope de Aguirre, como dije antes, todos los cargos importantes en Lima, y algunos marañones, más o menos inocentes —que de todo había—, iban a Lope de Aguirre y le decían:

—Señor, una merced vengo a suplicar, pero ha de serme concedida antes de que se la diga.

—Hable sin cuidado, que a soldados tan buenos nada se les puede negar.

—El favor que se me tiene otorgado antes de pedirlo es que soy aficionado a vivir en el Cuzco del Perú y allí reside cierto vecino rico que, llegados que seamos, yo procuraré hacerle de menos, y luego querría que su repartimiento y su mujer fuesen míos.

—Hacerse ha desa manera —respondía Lope de Aguirre— y téngalo vuesa merced por suyo desde ahora.

Luego, al quedarse solo, pensaba Lope que aquel soldado tenía sus reivindicaciones como él. Como cada cual.

Descubrieron en aquella tierra que los indios mascaban las mismas hojas de coca que los del altiplano del Perú. Algunos sacaban de aquellas hojas, después de ponerlas en maceración, una pasta densa que mezclaban con agua y que bebían. En aquellas tareas ponían los indios cuidado y solemnidad y un cierto compañerismo alegre, parecido al de los soldados o marineros europeos cuando beben en las tabernas.

Después, los que habían tomado la coca se sentían frescos, animados y tonificados para el trabajo.

Lo malo era cuando además bebían su chicha y se emborrachaban.

Pero no era sólo aquello. En la isla y en tierra firme los naturales tomaban un polvo por la nariz, aspirándolo de un tubo con una cazoleta al final (como una pipa) y otros tomando el polvo entre el pulgar y el índice.

Era la semilla del paricá, pulverizada. Que producía efectos dispares. A unos les hacía caer en un estado de desgana y de éxtasis y a otros los excitaba y enloquecía. Dependía, al parecer, del temperamento de cada cual.

Aquellos indios llevaban las orejas desgarradas. Por debajo se les habían alargado tanto, que les descansaban en los hombros cortadas en dos colgajos. A ellos les parecía un signo de belleza e importancia.

—Ésos —dijo Lope— son los orejones, que ya los había visto yo en la parte de la montaña, hacia Quito.

Eran aquellos individuos inolvidables. En su cara, la mujer tenía una expresión tan dura como el hombre y ninguna de sus facciones armonizaba con la otra. Dos ojos feroces y enormes contrastaban a veces con una boca de una dulzura y suavidad ridículas, y entre ellos, una nariz en promontorio, que parecía artificial y que había crecido enormemente, tal vez inflamada por la costumbre de sorber aquel polvo.

No era fácil considerar a aquellos hombres más cerca de los hombres que de los monos de pelaje limpio y cara rosada. Y los mismos negros los miraban a veces con un gesto de repulsión. Se veía que eran pobres gentes resbalando por la pendiente de la degradación y, de un modo u otro, extinguiéndose por sus vicios, entre ellos el canibalismo, el paricá, la chicha y la coca. Sin contar con la tarumba del equinoccio.

En aquellas latitudes del Amazonas uno de los mayores cuidados lo daba la necesidad de protegerse de los vampiros, murciélagos de aspecto repugnante que se acercaban a las personas en la noche y abriéndoles sutilmente una herida se alimentaban de su sangre.

No había memoria de que nadie hubiera despertado nunca a causa de esa siniestra maniobra, porque la saliva de los vampiros es anestésica y hace insensible su mordedura. Así pues, el animal nocturno comienza lamiendo la parte del cuerpo que quiere atacar. Los lugares que prefiere son los pulpejos de los dedos de los pies, los de las manos, la nariz, la nuca o los lóbulos de las orejas. Una vez lamida y anestesiada la piel cortan un trocito de ella del tamaño de medio centímetro en cuadro de modo que se produzca la hemorragia. Y la sangre fluye y beben a gusto sin ser notados.

Naturalmente, la víctima se encuentra al día siguiente los lugares atacados manchados de sangre y sabe lo que le ha sucedido, pero nunca se dio el caso de que nadie despertara por la agresión de aquel murciélago.

Para evitarlos había que dormir calzados y con la cabeza y las manos envueltas en trapos, lo que en las noches caniculares del ecuador era de verdad imposible, ya que el que lo hacía iba desnudándose una vez dormido sin darse cuenta.

Atacaban también los vampiros a las grandes aves, detrás de la cabeza, en la nuca, y, naturalmente, a los niños indefensos, si las madres no estaban para evitarlo. Cuando algunos se quejaban de aquellas mordeduras, Lope de Aguirre reía siniestramente y decía: «La culpa la tienen vuesas mercedes por dormir. A mí, que no duermo, no me chupan la sangre esas sanguijuelas voladoras».

Se habían dado casos de niños desangrados y muertos.

Pasaban las horas de aquel día y nadie iba a bordo. Los indios habían tomado su coca y aquella tarde tocaban en unas flautas de bambú con sólo dos agujeros próximos a la embocadura, repitiendo siempre el mismo son, con el cual bailaban en sus fiestas, pero aquel día se limitaban a ir y venir con su música, simulando no ver a nadie ni mirar a su alrededor, aunque enterándose de todo a su manera.

Hasta ellos había llegado la noticia de la tensión creciente en el campo.

Lope de Aguirre, comentando las palabras de Zalduendo a propósito del colchón de doña Inés, decía que más le valdría a Zalduendo encomendarse a Dios, en lugar de tirar lanzas y decir bramuras. Al saber aquello de encomendarse a Dios, Zalduendo fue por su parte a ver a don Hernando y le pidió que diera órdenes inmediatas para acabar con Lope de Aguirre. Don Hernando le ordenó que se callara, pero dos soldados del servicio de don Hernando, que eran el capitán Guiral y el maestresala Villena, se atrevieron a decir que si se había de hacer algo se hiciera pronto. Don Hernando se levantó muy nervioso y dijo que le dejaran a él la decisión en cosas de tan grave monta y prometió decidir aquel mismo día. Estaba muy nervioso y tan pronto se ponía el coselete de acero y se ceñía la espada, sin objeto, como se lo quitaba todo y se quedaba casi en cueros, por el calor.

Estando así llegó Lope de Aguirre con una gavilla de los suyos y, sin hacer caso a nadie, insultaron a Zalduendo, y antes de que pudiera echar mano a la espada allí mismo comenzaron a estocadas y a puñaladas con él hasta dejarlo muerto. Enloquecido, don Hernando daba grandes voces:

—¡Señores caballeros, ténganse vuesas mercedes!

Pero de nada valió, y Zalduendo dio la última gota de sangre a los pies de su compatriota el príncipe. Después, Lope de Aguirre se volvió a dos de los suyos, que eran Antón Llamoso y Francisco Carrión, este segundo mestizo, y les ordenó que fueran a buscar a doña Inés y a su amiga María y que las matasen allí donde las encontraran.

—Estoy harto —dijo— de negocios de putas en el real.

Entretanto, don Hernando, dolido y acongojado por la muerte del capitán de su guardia, dijo a Aguirre que nunca olvidaría el descomedimiento y el poco respeto que había tenido por su persona atreviéndose delante de él a matar a un capitán como Zalduendo y que cuidara mucho de lo que hacía, porque no podría menos de juzgar actos como aquél y calificarlos y castigarlos, ya que la armada no era una cuadrilla de forajidos, sino un ejército de hombres que esperaban por el buen ejemplo conseguir la adhesión de otros tan buenos cuando llegaran a tierra firme, y que aquella conducta, más que de caballeros, era de rufianes y gentes de horca. Que él no había nacido para permitir y tolerar hechos como aquél y que…

Pero Lope de Aguirre, agotada su paciencia, le dijo desvergonzándose por segunda vez:

—Vuecelencia no entiende de cosas de guerra ni sabe gobernarse ni gobernar a los otros y yo no me fío de ningún sevillano y Zalduendo lo era y otros lo son lo mismo que él y todo el mundo sabe las dobleces y falsedades que hay en ellos. Vuecelencia —siguió diciendo Lope— vive descuidado y hace mal, que cuando se tiene el cargo de vuecelencia o el mío hay que andar como ando yo y si ahora quiere hacer consejo de guerra contra mí por la muerte de Zalduendo cuide antes de asegurarse con cincuenta o sesenta hombres de guerra bien armados y dispuestos a dar la vida por vuecelencia, por lo que pudiera suceder, que yo los tengo y aún más, y si quiere otro consejo le diré a vuecelencia que más le valdría comer el cazabe que hacen las indias macerando la pasta con los pies sucios que las empanadas que le prepara el mayordomo Duarte.

Dicho esto salió sin querer escuchar lo que respondía el príncipe. Fue al bohío de doña Inés y entró diciendo:

—Memorable va a ser este día para vuesas mercedes.

Pero no había nadie, y entonces recordó que había dado órdenes de que las mataran.

Poco después, Carrión y Llamoso, amigos de Lope, fueron en busca de doña Inés y de María la mulata, y habiéndolas hallado cerca de la sepultura de la niña muerta el día anterior poniendo en ella flores, les dieron de puñaladas. Comenzó Llamoso con un punzón albardero, con el que dio diez o doce golpes a doña Inés sin matarla. Estaban detrás de unos arbustos en las afueras de la aldea, y viendo Llamoso que Carrión había degollado a María del primer golpe y limpiaba en sus faldas la daga, decidió también acabar con doña Inés, y tomándola por los cabellos con la mano derecha porque era zurdo le clavó la daga en el cuello varias veces.

Estaban los cuerpos tan destrozados que los soldados tuvieron gran compasión cuando fueron a darles tierra.

Era doña Inés la mujer más bonita del Perú, según decían cuantos la conocieron.

Dijo luego Lope a los soldados que lo había mandado hacer con el fin de que aquella mujer no fuese causa de otras muertes como había sido ya.

Hicieron una tumba en la arena —ni siquiera en tierra firme, y era imprudencia, porque los indios las sacarían y se las comerían— y las enterraron. La Torralba y doña Elvira fueron a poner flores encima y a rezar. Los marañones las miraban hacer, encandilados.

El padre Henao dedicó a la hermosa peruana un epitafio latino y lo dejó toscamente grabado en la losa arenisca con el mismo puñal que había empleado Llamoso:

Conditur hic lauris prefulgens forma pulloe

Quam tulit insontem sanguinolenta manus

Gloria silvarum est, extinctum cenere corpus

Ast Domini vivens displicuit facies.

Que quería decir: «Se esconde en estos laureles la espléndida forma de una jovenzuela a quien, inocente, mató sangrienta mano. Su cuerpo convertido en ceniza, es la gloria de las selvas, pues viva su hermosura desagradó al hombre».

Cuando se enteró Lope le dijo al padre Henao: «Todo me parece bien menos eso de puellae, porque la verdad es que tenía poco de doncella doña Inés que Dios haya».

Le respondió el cura que no era puellae, sino pulloé, y que esto no quería decir doncella, sino joven, jovenzuela.

—Ya veo —y Lope reía bajo sus barbas—. Pollita. Yo también sé mi latín, no vaya a pensar vuesa reverencia que me gusta que me hagan la lección. Yo lo sé también.

Y miraba al cura con aquel aire indescifrable que atemorizaba a algunos.

Muertas y enterradas Inés y doña María, y sintiéndose Lope de Aguirre sosegado por la victoria y más o menos culpable, volvió a casa de don Hernando y le dijo, según su costumbre, con una especie de oficiosidad arrogante:

—Vengo a daros satisfacciones del hecho de la muerte de Zalduendo, quien había amenazado de muerte a un tan gran servidor vuestro como soy yo y ahora puede vuecelencia sentirse seguro porque yo soy más hombre que Zalduendo para defenderle y también más que otros en quienes tiene vuecelencia demasiada confianza de puertas adentro. Quiera Dios que no vea el desengaño antes de mucho.

Escuchaba el príncipe pálido y sin saber qué responder y ni aun qué pensar y Lope le dijo:

—Asómese vuecelencia a esa puerta y verá que llevo conmigo lo más veterano de la armada y los llevo para defensa de vuecelencia y para su seguridad y para mantener el buen orden en el campo y que nadie ose demandarse. Que si el colchón de doña Inés trajo lo que ha traído, ¿qué podrán traer otros motivos mayores de discordia como a diario hay en el campo?

El príncipe no quiso asomarse fuera, y recordando el incidente del colchón pensaba que no podía haber tal vez motivos mayores entre aquella gente marañona exasperada por el calor del equinoccio, joven y sin hembra.

Vio Lope de Aguirre en un puerta interior los rostros de los capitanes Guiral de Fuentes y Alonso de Villena y recalcó, viéndolos tan pálidos como a don Hernando:

—Quiera Dios que no paguen justos por pecadores y que cada cual ande tan seguro como ando yo a la hora de la justicia.

—De la venganza —musitó don Hernando.

—Venganza o justicia, que de perseguido me he envuelto en perseguidor, y en esto está todo el secreto de saber vivir. Yo, a lo dicho me atengo, y a los hechos más que a las palabras.

Y salió zapateando como él decía al hecho de cojear.

No había dicho don Hernando a Lope que aceptaba sus explicaciones. Y Lope se daba cuenta.

El maestresala y el capitán Guiral seguían con el rostro blanco de estupor. No hablaban, eran todos oídos y no acababan de comprender.

Salió doña Elvira aquel día a pasear, pero no con Lope de Aguirre, su padre, sino con Pedrarias, a quien expresamente Lope le encomendó aquella importante e inocente tarea. La Torralba no quería salir del bohío en aquella aldea porque habiendo querido cantar la jota soriana al instalarse en la casa nueva —y cantarla en el tejado— la pidió en matrimonio un cacique indio, y los soldados se rieron tanto de aquello que en cuanto la veían volvían a recordárselo y a bromear.

Así pues, la Torralba no salía. Tampoco le gustaba ver las vergüenzas de tanta gente en cueros, según decía.

Tenía pánico por la noche pensando en los vampiros. Desde que una mañana despertó con sangre en la almohada y en las orejas y en las plantas de los pies no se volvió a dormir ya nunca sino completamente envuelta —de los pies a la cabeza— en una sábana como en una mortaja. Para que dormida no se destapara a causa del calor hacía que Elvira la cosiera la sábana encima cada noche. La hija de Lope tenía en cambio un recio mosquitero hecho con redes de pescar. Los mosquitos entraban, pero no los vampiros.

Pedrarias llevaba a doña Elvira cerca del bosque. Cada vez que el soldado la llamaba doña Elvira, ella se ruborizaba un poco y le decía que aquello era una galantería un poco boba de don Hernando y que no se burlara de ella.

Iba Pedrarias muy cuidadoso con Elvira por las alimañas de todo orden que solían encontrar. La serpiente cascabel era frecuente en aquellos lugares y su mordedura necesariamente mortal. La llamaban los indios jararacá, que parece una alusión al ruido que hacen con sus crótalos en las piedras.

Cuando preguntaban a las madres indias por qué tenían a sus niños colgados de pequeñas hamacas o cestos a cinco o seis pies de altura en las ventanas o los aleros de sus bohíos nunca decían que era por miedo a las culebras (a las cuales no había que aludir nunca, y menos a la cascabel), sino para evitar que los niños comieran tierra.

Era verdad que aquel vicio lo tenían muchos de los chicuelos en todas las tribus y que con frecuencia alguno moría por su causa.

Mientras paseaba Pedrarias con doña Elvira, el capitán Guiral y el maestresala Villena hablaban a solas dentro de la casa de don Hernando y a cubierto del príncipe:

—¿Habéis visto que no ha dicho nada don Hernando?

—¿Qué va a decir? Horas hay para la lengua y horas para el cuchillo, y éstas son las del cuchillo.

Hacían los indios, fuera, su jolgorio de flauta y tambores a pleno sol. Era la vida del Amazonas aparentemente miserable y penosa, pero mirando las cosas despacio se llegaba pronto a comprender que dentro de la fatalidad en la que los hombres todos vivimos no era aquélla una vida tan ardua como la de algunos pueblos civilizados.

La vida de aquellas gentes desde que nacían era una especie de deslumbramiento del que no acababan de salir en todo el tiempo de su existencia. Es decir, que llegaban al día de su muerte sin haber comenzado siquiera a comprender nada. Cuando nacían veían caudales inmensos de agua que tomaba distintos colores, entre los que predominaba el amarillo dorado. Veían al lado una selva poderosa y llena de misterio, con rumores siniestros durante el día y una algarabía infernal e inextricable durante la noche. El dios implacable de la vida y la muerte era visible y perceptible —volcanes lejanos que hablaban por el estruendo de sus erupciones y por los terremotos—. Las tormentas diarias desde Navidad hasta avanzado agosto con rayos y truenos, lluvias torrenciales y un sol aplastante mantenía en un estado de asombro a los hombres.

Nadie llegaba nunca a acostumbrarse ni a familiarizarse con todo aquello. Los grandes placeres físicos compensaban la incomodidad del hambre ocasional o del peligro de las guerras de tribus. Y cada día la sorpresa era mayor.

Cuando no podían más sorbían por la nariz el polvo del paricá o mascaban la coca. Así conseguían una calma interior perfecta.

Llegaban a la mayor edad y morían a los treinta o cuarenta años sin haber salido de su asombro y sin ocasión para comenzar a reflexionar. Ahí estaba el peligro de los otros, de los españoles y los blancos. En la reflexión sin soluciones ni conclusiones. La vida de aquellos seres del Amazonas, con todas sus dificultades, era mejor que la vida gris y sórdida de los pobres en los países del viejo continente. La gente pobre de Europa vivía sesenta años o más abrumada por el hábito de reflexionar y de comprender demasiado sin poder resolver nada en definitiva. Y esto sucedía a veces también con los ricos.

Pensando así, Pedrarias mostraba a Elvira las cosas de la naturaleza. Él mismo se estaba familiarizando con algunos animales, especialmente con un ave de costumbres muy curiosas. Se llamaba agamí y era un pájaro del tamaño de un jerifalte que se hacía amigo de los soldados y entraba fácilmente en sus bohíos o en los bergantines y que a veces se posaba en el hombro del que se aventuraba a entrar en la selva, especialmente de Pedrarias, a quien parecía conocer y distinguir.

Estaba la selva, como he dicho, plagada de culebras ponzoñosas cuya picadura mataba en algunas horas, y aquel pájaro, el agamí, atacaba a los reptiles y los mataba con el pico y las garras. Luego, si tenía hambre se los comía, pero no era frecuente.

Parecía estar el agamí consciente de la importancia de su trabajo, porque cada vez que entraba Pedrarias en el bosque acudía el pájaro, se posaba en su hombro e iba delante de él cazando culebras y a veces llevando alguna a su lado para que la viera. En una ocasión, no habiéndose fijado Pedrarias, porque estaba atento a un tapir que se acercaba y al que quería cazar, el agamí llevó a sus pies una serpiente herida, pero viva, y el reptil lo primero que hizo, sin duda para alejarse del ave, fue trepar arrollado la pierna de Pedrarias. Éste se estuvo quieto como una estatua, agarró la rama de un árbol con el brazo tendido y por el brazo y la rama se fue el reptil tranquilamente.

El agamí estaba orgulloso de sus habilidades y quería mostrarlas.

Aquel día las horas pasaban y ni embarcaba la tropa ni don Hernando tomaba determinación alguna contra Lope de Aguirre.

Entretanto, Pedrarias y Elvira seguían cerca de la selva como si nada sucediera. Y veían y buscaban y comentaban lo que hallaban. Entre los insectos grandes y ruidosos de la selva abundaba uno que se llamaba machaco, palabra que en quechua quiere decir víbora. Era una cigarra tan gritadora o más que las de España y tenía el cuerpo parecido, pero, así como la de España era inofensiva y los chicos las cogían y jugaban con ellas, la del Amazonas tenía la cabeza triangular como las víboras y llevaba en el pecho una espina o aguijón de media pulgada de largo, muy agudo y por el cual segregaba al clavarlo un veneno más activo que el del alacrán.

Cuando volvían de la selva, Pedrarias y la niña vieron al maestresala de don Hernando y al capitán Guiral, que iba caminando despacio con Lope de Aguirre, a quien hablaban apasionadamente en voz baja. No pudo Pedrarias menos de extrañarse, porque consideraba a aquellos dos capitanes grandes enemigos de Lope.

Los dos criados de Guzmán habían decidido que, estando como estaba toda la fuerza de parte de Lope de Aguirre y que siendo el caudillo vasco el único que se decidía a actuar, había que congraciarse con él antes de ser sus víctimas. Y fueron ni más ni menos a contarle lo que había pasado en la junta, en la que acordaron matarlo. «Si estáis vivo aún —le dijeron— es porque Montoya dijo que no quería que lo mataran yendo acompañado vuesa merced de sus guardias de corps entre los cuales tiene amigos». Añadieron que su muerte estaba aplazada para cuando subieran todos a los bergantines. A aquella condición impuesta por Montoya debía la vida Lope de Aguirre hasta aquel momento.

Se sintió Lope tan ofendido y tan alarmado que, habiendo sido llamado poco después por don Hernando para celebrar una junta antes de embarcar en los bergantines, el maese de campo le respondió:

—No es ya tiempo de hacer juntas ni de llamarme a ellas. Otras juntas ha celebrado vuecelencia sin mí, y lo mismo puede hacer ahora. Estoy en otros mayores cuidados y os pido por todas esas razones que tengáis por excusada mi presencia.

No era prudente aquella respuesta porque parecía descubrir sus intenciones, pero la indignación de Lope de Aguirre no permitía discreción ni clase alguna de sigilo.