VII

Cuando Lope subía al bergantín oyó a Martín Pérez que a bordo hablaba con Zalduendo y le decía:

—Lo de Ursúa tenía que suceder y yo sabía y lo estaba esperando hace tiempo. Yo lo sabía por la fecha de su nacimiento, digo, por los astros.

Le extrañó a Lope que Martín Pérez hablara tanto, porque era hombre de muy pocas palabras. Tenía una cabeza seca y mongólica, y según él nuestros actos están acoplados al movimiento del sol, la luna y las estrellas. Así, era fatalista y no creía que las palabras ni las opiniones humanas tuvieran mucho valor.

Por eso no hablaba.

Algunos tenían miedo de Martín Pérez por su laconismo y su manera de pasar al lado sin detenerse, como una sombra maldita. Quizá por todo eso, o porque realmente lo merecía, tenía prestigio como hombre de guerra. Lope lo estimaba mucho.

Acababan de subir al bergantín los últimos cuando el padre Portillo, apoyado en la borda del lado norte, sacó su breviario y se puso a leer. Desde abajo, desde la chata cordobesa que flotaba al lado, se oyó una voz de mujer:

—¡Padresito, quérame vos un poco!

Lope no sabía cómo entender aquello. La misma voz gritaba:

—Si no me querés un poquito me condenaré. ¡Me muero por vos, padresito!

Disgustado, el sacerdote se fue al lado contrario del bergantín sin dejar de leer su breviario.

Zalduendo contenía la risa y otros, por el contrario, reían más fuerte de lo que habría sido discreto. El padre Portillo enrojecía ligeramente en la frente y las mejillas, sin apartar su vista del breviario.

Dos soldados trataban de acomodar tres iguanas vivas, pero ellas querían huir y alguien dijo: «Mátenlas sus mercedes». Uno de los soldados explicó: «No se puede. En media hora olerían a muerto con estas calorazas». Y el que había aconsejado que las mataran comentó: «Tampoco huelen a vivo ahora, camarada».

Algún que otro soldado llevaba víveres, pero casi todos confiaban en el azar.

El bergantín —el único que quedaba— iba muy cargado. Se habían instalado allí, además de los nuevos jefes, doña Inés con su criadita india y la mulata María, que había venido siendo su doncella. Consiguió doña Inés mamparos y cortinas que la aislaran de la gente. Pedía las cosas y las exigía como si Ursúa estuviera vivo todavía.

Por casualidad, la guardia quedaba siempre instalada cerca de donde estaba ella y La Bandera no la perdía de vista.

Habían pasado once días desde la muerte del gobernador.

En la chata que seguía al bergantín y que tenía algún espacio libre, los negros —que nunca parecían tener calor ni hambre ni sufrir molestia alguna— volvían a sus ritos:

Okelé fayao-ó

lleibé nem’ore-é

Okelé fayé…

okele-fayao-ó

Umba yangós aremé?

Yangós arim etemé

Okelé fayé

Yangós arim etemé

Nu to, nau filuné

filú ga yorimé.

Explicaban a Pedrarias que aquello quería decir: En la distancia, el pájaro okelé / allá lejos, qué triste está. / Allí el pequeño okelé, / allá lejos el pajarito okelé, / ¿quizá está viendo caer la lluvia? / Porque la ve canta / en la distancia el pajarito okelé, / ve caer la lluvia y la saluda. / Ah, ah, cantas y mi corazón, / mi corazón amargo, se siente más amargo

Era una canción triste, porque salían de un lugar conocido donde habían sido felices para ir a otro que no sabían cómo sería.

De vez en cuando, el negro que llevaba la iniciativa, y que era ahora el llamado Juan Primero, miraba alrededor el río, la selva de aquella orilla —la orilla contraria no la alcanzaba la vista— con una especie de codicia de propietario. Sin duda aquella tierra era más parecida a la tierra africana de sus orígenes que a la de los españoles.

No había en el campo unidad de opiniones ni mucho menos. Unos querían quedarse a descubrir y poblar el Dorado y otros volver al Perú y hacerse lugar allí a punta de espada. De un modo sobreentendido, y los que querían poblar el Dorado esperaban el perdón de Castilla y los que preferían volver al Perú desafiaban al rey.

Se podía plantear la cuestión de otra manera. Era el problema de los cobardes y de los valientes o de los hombres con esperanza y de los desesperados.

El mismo día que salieron de Machifaro llegaron al anochecer a otro pueblo también en la orilla izquierda del río, tan despoblado y vacío que no había ni una triste cazuela de barro donde guisar. Pero se detuvieron a hacer noche. Para mayor dificultad, el bergantín comenzó a hacer agua y cuando quisieron repararlo vieron que el fuste central estaba podrido también, a pesar de la brea, y sacaron a toda prisa las vituallas y las armas antes de que fuera a pique.

El grupo que prefería volver al Perú se había dividido también en dos, porque unos pensaban volver por el mismo río a fuerza de remos en la chata grande, que era la única segura, y enterado Lope de Aguirre (que era partidario de ir al Perú por Panamá) la hizo desbaratar aquella misma noche. Como sólo les quedaban embarcaciones menores y el lugar parecía a propósito para hacer nuevos navíos, acordaron quedarse allí hasta construir dos bergantines grandes, capaces de navegar por alta mar.

La Bandera veía todo aquello con cierto escepticismo y se acogía al amparo de doña Inés con el pretexto de protegerla, dándole en tierra el mejor bohío y poniendo la guardia a su lado. Eran ya amigos íntimos y por la noche no se hallaba nunca a La Bandera en la guardia, porque las pasaba todas ocupado en la dulce tarea del amor. Inés, que había resistido en tierra, no pudo negarse a bordo del bergantín porque la vista de las aguas del río la enloquecía un poco.

Parece que doña Inés se encontraba en un raro estado de estupor entre aterrada y abúlica. Pero, como decía Zalduendo, «se le daba una higa de todos los soldados y querría que se los llevara el diablo en una noche». Como se puede suponer, Zalduendo envidiaba a La Bandera.

A solas con La Bandera recordaba doña Inés que en Trujillo y en vida de su marido éste había dicho muchas veces que el estado natural de una mujer en Indias era el estado de viuda. Y viuda fue pronto doña Inés de su marido, que murió en la revuelta de Gonzalo Pizarro. Después, como hemos visto, lo fue de Ursúa, y cuando alguien aludía a aquello, ella decía con una expresión indefinible:

—Me gustan los españoles. Querría ser la viuda de todos los españoles.

La Bandera no sabía cómo entender aquello. ¿Tal vez Inés quería verlos a todos muertos? Las cholitas tenían ya una manera de pensar propia y distinta.

Al saber que había dicho aquello, Pedrarias comentó:

—Debe ser cansado quehacer para las mujeres ese de ser hermosas.

Los negros, algunos de los cuales eran buenos carpinteros, comenzaron a cortar árboles, a desbastarlos y a preparar la madera bruta. Los pilotos y gente de mar hacían los diseños, dando a las embarcaciones nuevas el mayor calado y arbolado posible.

Habiendo desembarcado los caballos y los enseres, cada cual se acomodó como pudo. La verdad era que en aquel pueblo había lugar para todos.

Con la frecuentación de doña Inés, La Bandera iba cambiando de hábitos, ni más ni menos que Ursúa, aunque por un estilo diferente. A menudo se quedaba inmóvil con la vista perdida en el aire y Lope lo veía desde lejos, se golpeaba con la fusta la pierna coja y reía por lo bajo diciendo: «Ya le dio la tarumba del martelo al comandante de la guardia».

La Bandera le había dicho a doña Inés que ella era la mujer con quien había soñado desde niño. Y le contaba una historia que no dejaba de tener interés: No habría cumplido aún doce años cuando en la casa de sus abuelos en Torrijos vio un día un extraño objeto de adorno encima de una cómoda. Era como una combinación de conchas y de perlas que hacían los portugueses, endurecida dentro de una campana de cristal. Había en algún lugar entre las valvas nacaradas y las perlas una pequeñísima mujer de marfil rosado, desnuda. Según como se miraba la figurita, se proyectaba ampliada o reducida, pero cualquier parte de ella o toda entera era de un poder sugestivo de veras diabólico.

La Bandera no olvidaba la primera vez que fue sorprendido mirando aquella mujer, porque lo castigaron duramente. Calculando después los riesgos volvió muchas veces a entrar a escondidas, y a contemplar aquel prodigio.

Desde entonces la mujercita de marfil rosado de la cómoda de sus abuelos era el ideal femenino suyo y daba la casualidad de que Inés parecía una copia fidelísima de aquella figura. Con esas asociaciones y con su tendencia al éxtasis, Lope lo veía disminuido cada día. Y sonreía para sí repitiéndose que en la vida había que saber esperar.

La fabricación de los bergantines y algunas chatas nuevas y balsas había de llevar según calcularon más de dos meses. En realidad, fueron tres; pero lo peor no fue la inmovilidad y tardanza, sino que las hambres que sufrieron fueron tales que tuvieron que comerse los caballos, hasta el último. Algunos negros que los cuidaban les habían tomado cariño y se dolían y había que ver a Juan Primero llorando por un rodado que llamaban «Babieca», como el del Cid.

Así y todo llegó a faltar también la carne de caballo y tenían que ir al otro lado del río, que en aquel lugar era más de diez leguas de ancho, a buscar yuca, que molían y con la cual hacían un pan cazabe o galleta de poco alimento y mal sabor. Los que no podían más —y solían ser los indios de quienes se hacía menos cuenta— se metían en la selva y volvían con algunas frutas silvestres y dátiles y guayaba para sí y los suyos.

Habían conservado hasta entonces alguna pareja de animales para hacer cría en las tierras que poblaran, pero allí perecieron también.

Lope comenzaba a llamar a los soldados marañones porque el río que navegaban lo llamaba el Marañón, mientras que para los que habían ido con Orellana se llamaba el río, como hemos dicho varias veces, Amazonas. Alonso Esteban se lo recordaba a Lope de Aguirre, y él decía: «¿Qué le pasa a vuesa merced con las amazonas? Marañones somos y marañones triunfaremos o moriremos». Le sonaba bien aquel nombre: marañones.

Con el cargo de maestre de campo tenía muchas ocasiones Aguirre de ejercer alguna clase de autoridad, y lo hacía con una mezcla de amistad y paternalismo amenazador que la mayoría le toleraban porque después de Núñez de Guevara —el que vio el fantasma anunciando la muerte de Ursúa— era el más viejo del campo. Además, en tiempos confusos el más extremista suele arrastrar consigo las opiniones de los otros, y Lope de Aguirre lo era. Tenía, pues, no pocos partidarios.

El hambre era en el campamento no sólo un hecho físico, sino moral también por sus tremendos efectos deprimentes. Así como los niños creen valer más comiendo más y todo lo cifran en eso, los adultos se sienten disminuidos con el hambre.

Morir está bien —pensaban algunos—, pero no de hambre. Morir de hambre es de perros y no de personas, y menos de hombres cristianos.

Un soldado decía, sentado contra un árbol:

—Me comería tres barcos de nabos con habichuelas.

La Bandera se pasaba el día buscando qué comer, no para sí, sino para su amada. Entre otros problemas tenía uno de veras dramático que consistía en que los excesos del amor le debilitaban y necesitaba reparar fuerzas. Pero los víveres que lograba se los llevaba a ella y, bien alimentada Inés, exigía más amor. Y La Bandera, feliz, temblaba en sus piernas.

Se iba quedando La Bandera en los huesos y Lope de Aguirre lo veía con ironía.

Los carpinteros y aserradores estaban toda la noche y parte del día trabajando. Los de las sierras cortaban troncos de árbol, y cuando Elvirica salía de su bohío acomodaba sus pasos sin darse cuenta al ritmo de la sierra. Quería evitarlo, pero no podía. Y a veces regresaba a su bohío con la impresión de que caminaba bailando, sin atreverse a ir a donde quería ir.

Como siempre, Lope era de los que menos sufrían con el hambre, porque, aunque hubiera víveres sobrados, no comía casi nunca. Lo mantenía el instinto de reivindicación y de venganza. Iba y venía por el campo día y noche y lo veía todo y estaba en todas partes. Menos a las horas de la tormenta. Cuando después de los primeros rayos comenzaba a llover había que retirarse, recogerse, ocultarse y dejarles la tierra y el cielo a las aguas tibias en la línea ecuatorial.

Viéndose tan atendida y mimada, doña Inés desarrollaba algunas coqueterías nuevas. Con La Bandera se consideraba superior socialmente y se atrevía a todo. Una noche lo hizo salir a buscar una hierba que usaban contra las picaduras de los insectos porque le había mordido una hormiga roja en el tobillo.

Otro día se lamentaba Inés de que un párpado le temblaba constantemente, y como no sabía La Bandera qué hacer, además de besarla tiernamente en los ojos, llamó a una india de las que iban en la expedición, que era curandera, y que dijo sin la menor duda:

—Eso le pasa a vuesa mercé porque ha visto dos sapos haciendo el amor.

No se acordaba Inés de haber visto tal cosa. Pero la india juraba que no se le iría aquel temblor del párpado hasta que viera otros dos sapos en la misma ocasión y acción. Porque lo que producía el daño producía el remedio.

Con eso se marchó, y en los movimientos del cuerpo de la india se veía la alegría de marcharse, ya que la relación directa con los españoles —o castillas, que decían— le daba miedo. Estar cerca de los castillas era estar cerca de la muerte por una razón u otra.

Después de aquellos consejos, Inés miraba a La Bandera, y éste pensaba que si ella lo pedía no tendría más remedio que ir a buscar dos sapos en celo, macho y hembra, y llevarlos al bohío.

La necesidad de atender a Inés y de buscarle alimentos le hacía aguzar el ingenio a La Bandera. Un día encontró tres huevos de caimán y los preparó friéndolos con aceite de palma. Pero, al saber que eran de caimán, ella no los quiso y los comió el mismo La Bandera, quién atrapó una indigestión que se le complicó con el cólico nervioso que padecen a veces los enamorados demasiado activos. Estuvo una semana resignado a las formas platónicas del amor.

Lope seguía vigilando la construcción de los bergantines. Había escondido víveres para los carpinteros y aserradores porque no debía faltarles nada a aquellos hombres de quienes dependía el futuro de todos.

No estaba Aguirre muy satisfecho porque había en el campamento algunos incondicionales de Ursúa que lo miraban de reojo y le obedecían de muy mala gana. Por ejemplo, García de Arce, además de negarle obediencia, comenzaba a murmurar y a levantar opiniones divergentes. Hacía tiempo que Lope la tenía tomada con Arce, quien seguía con la obsesión de estar enfermo de morbo gálico y había dicho un día que la mujer que lo había contagiado a bordo era la esposa de un capitán guipuzcoano, y al enterarse Lope de Aguirre, aunque era evidente que no se refería a él, le quedó cierto resquemor. Lo que más duele de la calumnia no es el hecho imputado, sino la mala intención.

Una noche, al verlo pasar delante de su puerta, le dijo:

—¿Por qué no acudisteis ayer cuando los tambores llamaron a asamblea?

—No estaba bien de salud.

—¿El morbo gálico todavía? No se apure vuesa merced, que yo sé un remedio que no falla.

Olvidaba a veces Lope los sucesos del día anterior; otras no podía determinar si lo sucedido el día anterior había pasado dos meses atrás y viceversa. Pero de las cosas pasadas diez años antes —como aquella de la esposa del capitán— se acordaba muy bien.

Creía Lope leer en la mente de sus enemigos, y Arce era uno de ellos. Al menos por tal lo había tenido. «Este hombre —pensaba—, allí donde yo esté me hará sombra. Unas veces con bromas como la de la hembra esposa del guipuzcoano, que le pegó el morbo gálico, y otras con veras. Porque hay gentes con la obsesión de disminuirme de un modo u otro. ¿Es que sólo disminuyéndome a mí prosperan ellos?». Tenía Lope entre cejas también a Belalcázar por haber hecho declaración de lealtad a Felipe II cuando recibió la vara de justicia. Era un hombre grave que al anochecer cada día parecía más grave porque se sentía muy viejo, y cuando se retiraba a su bohío iba arrastrando los pies y apoyándose en una rama de árbol que para aquel fin tenía. Al día siguiente se volvía a sentir en la mañana joven otra vez. Viendo aquello, Pedrarias se decía: es la influencia de estas latitudes, donde todo es exagerado, y el atardecer es una tragedia desoladora, y el amanecer, una orgía que nos embriaga.

Eran las casas de aquel pueblo grandes; en cada una de ellas vivía, al parecer, una tribu entera, y todas juntas eran una confederación o cosa parecida. Cubiertas de palmas, como todas las que encontraron en las orillas del río, no tenían puertas y debían los españoles poner toldos de sábanas para dormir porque los mosquitos los devoraban. Hacía tanto calor que ni de día ni de noche se podía sufrir la ropa.

Buscaban para comer huevos de aves o de tortuga que raramente encontraban, unas frutas planas que eran como naranjas, pero blancas, ananás, pavos y pauxis, que eran también buenas aves. Pero no siempre encontraban carne y las frutas eran más refresco que alimento. Los que trabajaban en los bergantines se habían reservado parte de los caballos, que tenían salados y ocultos.

Pasaba la gente mucha hambre y la falta de sal, por haberse concluido la que traían de los Motilones, aumentaba la angustia. La última que quedaba la emplearon los de los bergantines en salar el último caballo para conservarlo, todo esto con conocimiento de Aguirre, que protegía especialmente a los negros carpinteros.

Algunos días iban selva adentro y no hallaban sino monos, que cazaban con tanta dificultad que no valía la pena. Si usaban los arcabuces no podían matar más que uno —el primero—, porque los demás, asustados, se iban muy lejos.

Entretanto, Gonzalo Duarte —otro sospechoso para Lope— hacía buñuelos para don Hernando con algún maíz que halló y tuvo sobre aquello palabras con Lope, quien lo llamaba «el buñolero».

Había dos soldados que no se avenían a comer carne de mono si sabían que lo era y los otros se burlaban. Hubo casos tristes. Mujeres que se dejaban casi morir de inanición para que comieran sus hijos, y también lo contrario, personas que se escondían de sus hijos para devorar la parte de alimentos que les correspondían y que les habían robado.

Pasaban a veces tres o cuatro días sin hallar nada de comer.

Y no aparecían indios por parte alguna.

Sobre los monos de la selva había diversidad de opiniones. Los monos cuadrumanos que no se ponían de pie se podían matar y cocer sin reparo, pero de pronto acudían docenas de otras clases de macacos a ver a los expedicionarios, y aunque no se aventuraban muy lejos de la selva —siempre quedaban a una distancia de los árboles menor que la que los separaba de los hombres—, a veces se dejaban aproximar y los indios de la expedición atacaban de pronto a palos (no usaban otras armas) a toda aquella asamblea de antropoides. Era una mala faena aquélla, como decía Belalcázar. La mayor parte de los monos huían y trepaban a los árboles, pero seis u ocho quedaban aturdidos en el suelo y eran rematados, despellejados y puestos a cocer poco después. Con ellos no podía comer sino la décima parte de la armada. La Bandera se cuidaba de que no faltara, sin embargo, para doña Inés.

A veces La Bandera abandonaba la guardia y se iba a cazar para ella.

Aunque parezca increíble, algunos soldados no querían emplearse en la faena de matar monos a garrotazos si los animales se presentaban de pie o con buenas maneras. Eso decían. Con los arcabuces era difícil, porque nunca estaban un momento quietos los monos.

También Lope veía a veces con repugnancia la exterminación de un grupo de monos y el padre Henao le preguntó cómo podía repugnarle aquello a un hombre como él.

—¿Qué me pasa a mí, según vuesa reverencia?

—No, nada —respondió el cura—. Lo digo porque no hay duda de que es vuesa merced hombre de pelo en pecho.

—¿Qué tiene que ver eso? ¿No ve vuestra reverencia que esos animales son seres inocentes? Ninguno de ellos ha querido ser obispo. Son más inocentes que vuesa merced y que yo mismo. Por eso se les quiere a los animales a veces más que a las personas. Además, esos animales nos imitan a nosotros los hombres.

También era verdad. El sacerdote lo miraba con recelo y evitaba discutir con él desde entonces.

Había pendiente alguna tarea de persuasión en el campo antes de decidir el destino final de la expedición y Lope y Montoya no se descuidaban. Lope de Aguirre, sobre todo, iba a los soldados de menos luces y les prometía facilidades y honores en el Perú. Muchos se dejaban deslumbrar, sobre todo los más veteranos, que recordaban cómo algunos caudillos rebeldes estuvieron a punto de triunfar en el Perú contra el rey. Y creían se podía repetir la aventura bajo mejores auspicios.

Era Lope ya obedecido y seguido por muchos, entre los cuales no faltaba quien lo considerara más importante que el gobernador mismo. Solía tener Lope una palabra de halago para cada uno de los soldados si ellos las aceptaban y, si no, miradas reticentes, reservas y amenazas.

Una noche fue a ver al gobernador, y hallándolo solo le dijo que no podía ni debía tolerar en el campo a dos personas que eran enemigos suyos declarados: Arce y Belalcázar. Enemigos abiertos del gobernador. Sobre todo, Arce, porque así como Belalcázar había proclamado públicamente su adhesión al rey y, por lo tanto, era menos peligroso, en cambio, Arce andaba haciendo diferentes caras según soplaba el viento y guardando secreta su intención.

Sin embargo, Lope la conocía aquella intención porque penetraba en los propósitos secretos de aquellas personas que le obligaban a concentrar en ellas su pensamiento durante el espacio de una luna.

Don Hernando, que era un poco supersticioso como nacido en Sevilla, lo miraba sin saber qué pensar. Aquello del espacio de una luna lo intrigaba.

Hablando de Arce recordaba Lope sus palabras de diez años antes sobre la mujer del morbo gálico. Y le decía a don Hernando:

—¿Cree vuesa merced que se va a salvar un día de la justicia de Castilla por ser clemente con enemigos como Arce y Belalcázar?

—Yo no espero nada de la justicia de Castilla, señor maestre de campo.

—En la guerra ya es sabido que sólo tiene razón el que la gana —dijo Lope—, y, por lo demás, yo bien me acuerdo de cuando vuesa merced metió la espada por el cuello de Ursúa y otros se acuerdan igual que yo.

Palideció don Hernando y dijo:

—Podéis prender a Arce cuando queráis, pero que sea justificado. ¿No mandáis en el jefe de alguaciles, digo en el mulato Pedro de Miranda? Entendeos con él.

—Ese mulato borrachel anda remolón y menos caso me hace a mí que a mi criado negro, el Bemba.

Era aquel mulato de Talavera de la Reina, se las daba de caballero y Aguirre sospechaba que había sido quien dos días antes de morir Ursúa le avisó desde fuera del bohío, porque una vez le había oído decir que tenía clarividencia para ver llegar la muerte de otras personas.

El gobernador repitió:

—Podéis disponer de Arce.

—No es sólo Arce, que Belalcázar está amotinando la gente contra vuesa merced.

—¿Hay pruebas?

—Las hay y buenas —respondió con ironía Lope—. La más importante es que lo digo yo.

—¡Vamos, vamos, señor Lope de Aguirre!

—¡No vamos a parte alguna!

Viendo el gobernador que Lope hablaba con encarnizamiento, le dijo:

—Repito que tenéis carta blanca con Arce si es cierto lo que decís, que yo no lo dudo. Pero es bueno que se hagan las cosas con justicia y con testimonios ciertos. A Belalcázar dejádmelo en paz.

Le pidió entonces Lope que firmara un papel que le presentó. El gobernador le dijo sin leerlo:

—Tanta autoridad tiene vuestra firma como la mía, que estamos en guerra y sois el maese de campo.

Salió Lope renqueando y fue a buscar a los negros Juan Primero y Bemba, a quienes sacó del trabajo de los bergantines y llevó a su casa.

—Desde ahora —les dijo— vais a servirme a mí, pero como en mi casa no hay acomodo vais a vivir en un bohío desocupado. Allí estaréis los dos solos y sin que entre a vivir con vuesas mercedes ningún otro hombre blanco ni indio, negro ni mulato.

—¿Desde cuándo, señol?

—Desde esta misma noche. Digo, desde ahora.

Se fueron los negros un poco intrigados y desde la puerta Lope les dio orden de acudir al punto del alba a su casa.

El día siguiente, poco antes de amanecer, cuatro soldados de la guardia arrestaron a Arce y lo llevaron a presencia de Aguirre. Los acompañaba el mismo La Bandera, jefe de la guardia, que no comprendía bien lo que pasaba.

—¿Qué tenéis que hacer aquí, La Bandera? —le dijo Lope de Aguirre.

Y añadió en broma: «¿Cómo osáis abandonar un momento la guardia y con ella a doña Inés? ¿No tenéis miedo de que os la quite Zalduendo?».

Salió La Bandera renegando de las bromas de Lope.

—¿Qué es esto? —preguntaba Arce, alarmado.

—No tardaréis en verlo. Átenlo vuesas mercedes mis hijos y vengan detrás.

Estaba Lope armado como para el campo de batalla. Fueron al bohío donde dormían los negros Bemba y Juan. Una vez allí, Bemba, que se creía en delito, dijo:

—Ahora íbamos a casa de vueselensia, como nos dijo ayer.

—Bien está, bien está. Vuesas mercedes, soldados, vuelvan a la guardia, que yo tengo aquí órdenes que cumplir del gobernador —y mostraba el papel escrito que don Hernando se había negado el día antes a firmar.

Los soldados dejaron al preso y Lope dio a Bemba una cuerda encerada que llevaba arrollada al cinto:

—Desde ahora vuesas mercedes tienen otro oficio —dijo a los negros—. Me van a ejecutar la sentencia de garrote que llevo aquí.

Les mostró el papel. Ninguno de los negros podía leer, pero sabían que Lope era maestre de campo y tenía autoridad para aquello y para más.

Caído en el suelo, Arce se agitaba en vano y trataba de hablar, pero la mordaza se lo impedía. Resollaba como un buey.

—¿Te gusta el empleo? —preguntaba Lope a Bemba, irónico.

En lugar de responder, el negro sonreía mostrando sus dientes blancos y perfectos. Bajo la mirada de Lope, el negro Bemba enlazó el cuello del prisionero y el maese de campo hizo un gesto con la mano para que esperara:

—Capitán García de Arce: éstas son órdenes mías, porque yo sé que vuesa merced me es contrario en el corazón y vivimos un tiempo en el que si hemos de salvarnos sólo puede haber una voluntad en el campo.

Se agitaba el otro queriendo hablar sin lograrlo y Lope hizo una señal avanzando la mandíbula en la dirección del preso. Bemba comprendió y apretó las cuerdas.

Antes de que Arce acabara de morir, dio Lope orden al otro negro de que abriera la fosa allí mismo, a cubierto de miradas indiscretas, y lo enterraran dentro del bohío. Con una profundidad de vara y media.

—Lo que lleve el capitán en la escarcela —añadió—, vuesas mercedes se lo reparten como buenos amigos.

Salió Lope de Aguirre, después de cerciorarse de que Arce estaba muerto. Luego se fue despacio hacia su casa, donde le esperaban un grupo de marañones armados. Habían sido avisados la noche anterior.

—Esperen aquí vuesas mercedes —dijo— y no tengan demasiada prisa.

Salió Lope con su hija camino del bosque. Aquellos paseos matinales con Elvira —al rayar el alba, que era el único momento placentero del día— eran el lujo de su vida.

Pero aquella mañana Lope y su hija sólo encontraron cosas feas. Había culebras, escorpiones y arañas, algunas de éstas tan grandes y ágiles que cazaban pájaros y se los comían en pocos minutos.

Había también, como se puede suponer, gran cantidad de abejas que a veces ponían sus enjambres en lugares inadvertidos y algún soldado, sin querer, daba en ellos para arrancar una rama con frutos o alcanzar alguna presa de caza. Pocos días antes volvió al campamento el negro Carolino, desnudo, dando voces, con más de treinta picaduras de abeja en la espalda.

Le quitaron algunos de los aguijones que llevaba clavados y cuando iban a aplicarle aguardiente para aliviar la inflamación y el escozor se volvió olfateando y dijo al padre Henao y a la mulata María:

—Eso, mejor adentro, padresito.

Lo que habían de gastar en la piel prefería beberlo. La mulata no quería, pero el padre Henao accedió y el negro se sintió muy aliviado después de beber el aguardiente.

No perdía Lope ocasión de halagar y acariciar a los negros y sabía muy bien por qué.

Al volver del bosque seguían los soldados armados, lo que no era poca molestia con los calores del día. Lope les dijo que trajeran a Belalcázar por las buenas o por las malas, pero vivo.

Salieron los otros a cumplir la orden, presurosos y con un aire de veras ejecutivo. No sabían aún que Arce había sido agarrotado.

Sucedía entretanto un hecho de veras singular. Llegaba una nube de mariposas de la otra orilla del río. En aquel lugar, el Amazonas tenía una anchura de más de seis leguas y los soldados miraban la nube, que parecía una enorme mancha solar flotando en el aire. Predominaban en ella dos colores: oro y gris.

Volaban ya fatigadas, según se podía ver, y Elvira y el paje Antoñico, que solían fijarse en aquellas cosas de la naturaleza, se decían: «No llegarán». Elvira repetía: «Seguro que no llegarán». Se dolía de la suerte de aquellas lejanas mariposas que ponían en el aire un inmenso reflejo flotante y que hacían que las brisas cambiaran de color. Seguramente habían salido de la otra orilla empujadas por algún céfiro y contaban llegar al otro lado, pero perdieron la brisa al llegar a la mitad del camino y no podían más. Lope dijo:

—Viven tan poco tiempo que no llegan a tener experiencia verdadera de nada y no pueden aprender lo que es la distancia entre dos orillas.

Otros seres tenían no sólo alguna inteligencia —es decir, instinto—, sino experiencia también. Pero no las mariposas, que vivían sólo tres o cuatro días. En ese tiempo, ¿qué podían aprender?

La nube luminosa fue bajando y por fin la mayor parte cayó en el agua. Iban las mariposas tan cerca unas de otras que el río, en un espacio de más de mil quinientas varas, cambió de color y parecía que habían puesto sobre él un tapiz de seda.

En aquel momento se levantó otra vez la brisa y algunas mariposas que no habían tocado aún el agua volvieron a elevarse, pero carecían de fuerzas y fueron a caer un poco más adelante. Lope sonreía un poco dolido: «Así son también las personas —decía entre dientes—. Se equivocan en sus problemas de altura y de distancia».

Desde la ventana de su bohío, mirando aquel vasto tapiz de mariposas, doña Inés le decía a La Bandera:

—Venid a ver. Millones de muertes ahí en un segundo y yo viva. Yo viva, siempre. Y lo peor es que quiero seguir estando viva.

Parecía que iba a llorar, pero La Bandera la envolvía en sus caricias y promesas y doña Inés acababa por reír un poco histéricamente.

En aquel momento llegaron ante Lope de Aguirre los marañones —así los llamaba— con Belalcázar. Iba desnudo del todo, como lo encontraron, y habiéndose negado a caminar lo llevaban en vilo, entre seis, horizontal y suspendido en lo alto. Belalcázar, sabiéndose perdido, iba gritando: «¡Viva el rey!», para atraer la atención de los otros soldados del campo disconformes con Lope de Aguirre.

Antes de que llegaran a donde estaba Lope con su hija, ella entró en la casa, viendo que aquel hombre iba del todo en cueros.

Hizo Lope seña a los marañones de que le siguieran y se dirigió otra vez al bohío de los dos negros. Iba Belalcázar gritando aún y dando vítores al rey Felipe. No iba maniatado y acertó a desprenderse de sus esbirros y a salir corriendo hasta alcanzar la orilla del río. Una vez allí, se arrojó al agua de cabeza y nadó con todas sus fuerzas para alejarse de la orilla.

Lope estaba furioso y dijo a dos marañones:

—Tomen una canoa y síganlo, y allí donde lo encuentren empújenlo abajo con la contera de la lanza, que por la boca debe morir el que con la boca traiciona.

Pero a los gritos de Belalcázar habían salido capitanes y soldados y con ellos el gobernador don Hernando, quien, viendo a toda aquella gente alarmada, contuvo a los marañones que iban a buscar la canoa y a cumplir las órdenes de Lope.

Estaba Belalcázar ya agotado y no habría podido resistir mucho más cuando el gobernador don Hernando dio orden de que fueran a rescatarlo cuatro hombres neutrales, desarmados y sin malquerencia alguna. Éstos lo traían poco después desnudo como el día que nació. Llevaba dos grandes mariposas muertas y pegadas al labio inferior y escupió tres o cuatro más. Las quillas y los remos de las dos canoas estaban tapizados de alas de mariposa con los colores un poco fúnebres, pero muy brillantes de oro y negro.

Dijo el gobernador a Belalcázar delante de todos:

—Vaya vuesa merced a su casa y no haya cuidado.

Luego llamó a Lope y se alejó con él, diciéndole, aunque sin acento de reconvención porque no se sintiera humillado delante de la gente:

—¿Qué es eso? Yo os autoricé a tomar medidas contra Arce, sólo contra él.

Aquel día llegaron indios de un pueblo próximo, y como señal de paz trajeron vino y pan cazabe. Los soldados salieron orientados por ellos en busca de más vino y de más alimentos y volvieron con todo lo que hallaron, que no fue poco.

Hubo aquella noche mucha gente borracha y se oyeron voces de todas clases en favor o en contra de Lope, quien andaba sereno y oyendo y aquilatando amistades y posibles peligros, pero mostrando descuido y alegría. Llamaban los indios a aquel vino con un nombre aprendido de las tribus del alto Amazonas, de quienes habían tal vez tomado la habilidad y la costumbre de fabricarlo. Se llamaba aya-huasca, que en idioma quechua quiere decir «vino de los muertos».

Tenían la superstición de que aquel vino les ponía en relación con los seres de ultratumba y a través de ellos podían adivinar, anticipar los hechos, tener inspiraciones sagradas sobre lo que había que hacer en la guerra o en la paz. Aquel vino les había dicho que se hicieran amigos de los marañones, y por eso acudían allí.

El aya-huasca lo fabricaban masticando las mujeres un tallo vegetal hasta reducirlo a pulpa y escupiéndolo en una vasija grande alrededor de la cual se sentaban todas. Cuando la vasija estaba llena, la llevaban a una especie de lagar, donde pocos días después fermentaba.

Aquella noche, los que trabajaban en los bergantines reclamaron la ayuda de Bemba, que, como dije antes, era un buen carpintero, y Lope tuvo que dejarlo que volviera a su empleo. El mismo Bemba llevó a Carolino frente al maese de campo y le dijo:

—Éste es Carolino, que maneja los cordeles y también el hacha si es preciso.

Carolino añadía modestamente:

—También la espada, señol, si por un casual. La de dos manos.

A los negros del servicio de Lope les llegó su ración de vino también y, medio borracho, Carolino preguntaba a Juan por qué no habían matado a Belalcázar. Respondía Juan:

—Es que se escapó por el río y luego acudió don Gusmán —así decía— en su favorsito.

Se quedan callados y Juan explicaba todavía:

—El negosio del carnero y el del cabrón, dos negosios son.

—¿Por qué lo dices? —preguntaba el otro.

—Porque no todas las cosas son una y hay que saber distinguir.

Lope, que los oyó, recriminó a Juan Primero, por atreverse a hablar de aquella manera.

—Vuesas mercedes —les dijo— no van nunca a decir una palabra sobre el trabajo que hacen, y no olviden que si a vuesas mercedes les gusta dar garrote a los blancos hay blancos a quienes no les disgustaría dar garrote a un negro. Así es que…

Carolino se rió sin ganas y se llevó cómicamente las dos manos al cuello como para protegerlo:

—Cosa de Juan fue, que es un bocaza.

Lope de Aguirre se fue después a su bohío, pero estuvo despierto toda la noche hasta una hora antes del amanecer, como muchas veces le sucedía. Y pensaba en los hechos recientes:

—Ya ha desaparecido Arce y la gente se ha enterado sin que yo lo diga. Se han enterado porque tal vez el mismo don Hernando lo ha dicho. Bien. Los marañones son discretos, pero don Hernando habla como cumple a un jefe tan mozo y sin experiencia. No es que yo piense que la muerte de un hombre como ése podía ocultarla mucho tiempo, pero no esperaba que se conociera tan pronto. Al enterarse de la muerte de Arce, unos dicen blanco y otros negro, pero a todos se les encoge el ombligo.

»Menos a La Bandera, que se ha atrevido a decir que, siendo él teniente general —porque lo ha nombrado anteayer don Hernando— y yo maestre de campo, tenemos la misma autoridad, y lo que yo haga lo ha de deshacer él si llega a tiempo, que en lo de Arce no llegó, pero sí en lo de Belalcázar. La Bandera es teniente general y manda la guardia, pero su gobierno fuera de ella es ilusión como el de Ursúa y sólo manda verdaderamente con doña Inés. Otro que caerá por do más pecado había, como dice el romance. Yo les dejo a vuesas mercedes el gozo y la gala de doña Inés. Yo soy hombre serio, y en la guerra hay que hacer la guerra, y en la paz, el amor.

»Arce ha caído y Belalcázar no. Pero no sólo no cayó Belalcázar, ese soldado que cada atardecer envejece, y al irse a dormir va arrastrando los pies, sino que armó el más grande escándalo que ha habido en el real desde que salimos de los Motilones, porque hasta la nube de mariposas le ayudó. Y eso me perjudica y me beneficia, según como queramos verlo. Me perjudica porque he mostrado públicamente la intención de matar a un enemigo y lo he dejado vivo, con lo cual el cartel de la ignominia queda flameando al aire y hablando contra mí. Pero yo voy siendo fuerte. Si no fuera tan fuerte habrían venido esta noche a buscar mi cabeza los partidarios de Ursúa, que los hay todavía y no son pocos.

»Tengo que serlo más cada día, sin embargo, o cada día seré más débil, que así son las cosas en tiempos como los que vivimos. El único peligro que se me presenta inmediato es La Bandera. Y me lleva una ventaja: que don Hernando lo está criando a sus pechos. Lo ha hecho teniente general sin saberlo yo y ahí está con tanto mando como yo mismo y deseoso de entenderse como fiel vasallo de su majestad con Felipe II después de haber conquistado y poblado el Dorado. De eso no habla, pero yo sé que no piensa en otra cosa, aunque lo disimula. Él está disimulando conmigo, y todo lo que tengo yo que hacer es disimular con él, que también yo entiendo este negocio y en Guipúzcoa tenemos fama dello, y tengo que demostrar que esa fama es autorizada. Él me lleva una ventaja, y es que no ha dado garrote a nadie y que no ha puesto a morir a nadie que siga vivo después de andar en cueros chillando por todo el campo como cerdo en la víspera de San Martín. Me tiene esa ventaja y la de sus manejos a la sombra de don Hernando.

»Pero La Bandera anda enamorado y eso es algo. Zalduendo sueña con quitarle la hembra a La Bandera, y eso es algo más. Yo sé que La Bandera lo sabe y busca con don Hernando la manera de acrecentarse en autoridad y poder para ganarles sus posiciones por la mano a todos sus posibles rivales, incluido Zalduendo. Pero si otros rivales de La Bandera cortejan a su hembra, yo no. Yo sólo quiero el poder, y para eso primero hace falta astucia. Luego vendrá la fuerza, si ha de venir.

»Si ahora yo doy la cara y obligo a La Bandera a defenderse públicamente llevo la de perder. Así pues, en lugar de ensoberbecerme y retar a La Bandera, lo mejor será que me descarte, que me retire y que diga palabras de humildad si es preciso. Es decir, que haga confiarse y descuidarse a los dos: a La Bandera y a don Hernando.

»Pero hay que contar los pasos que doy. La Bandera ha armado dos o tres tremolinas de celos por haber encontrado en los aposentos de la hermosa viuda a dos hombres que se mueren por ella. Uno es el mulato jefe de alguaciles Pedro de Miranda, que da la casualidad de que es mi enemigo, y otro es el bendito de Pedro Hernández, que cumplió muy bien en el negocio de la muerte de Ursúa y Vargas. Don Pedro Hernández quiere él que le llamen y, la verdad, yo no me avengo a eso con un hombre que cuando no está enamorando a doña Inés con suspiros y miradas está comiéndose las uñas o arrancándose el pelo uno por uno, que tiene una calva del tamaño de un escudo de a ocho encima de la oreja y él dice que es de la celada, por mejor parecer. Los dos son enemigos míos y no porque piensan de manera diferente sobre el destino de la expedición, sino, sencillamente, porque creen que yo no soy bastante para mandarles como maestre de campo. Y cuando me nombraron anduvieron murmurando y diciendo que a mí me tolerarían como una especie de supersargento, pero no como capitán, y menos como maestre de campo. En eso coinciden también con La Bandera, aunque en lo demás son rivales.

»Si ahora doy frente a La Bandera me harán oposición, que La Bandera manda tanto como yo y tiene en su mano la guardia y además cuenta con la oreja de don Hernando, que lo escucha mejor desde que declaró que estaba dispuesto a conquistar la voluntad del rey con sus actos de guerrero valeroso y de político sagaz desde el Dorado. Si le doy frente me aniquilarán, y tal vez se ha tratado ya de eso entre don Hernando y él.

»Ya que no puedo adelantarme con las armas porque después del escándalo de Belalcázar no sé cómo me seguirían los marañones, tendré que mostrarme propicio a La Bandera y si eso no basta, servil. Ardides de guerra son. Pero mi intención ni Dios la conoce, aunque la conozco yo muy bien. Y en la guerra todo está permitido.

»He visto anoche una vez más la cara de La Bandera y sé muy bien lo que hay debajo de aquella frente de hombre adamado y amartelado y febril. Hay descuido y mala voluntad. Hagamos que se confíe un poco más y el resto vendrá solo.

Siguió Lope de Aguirre pensando en lo mismo desde ángulos diferentes, y como dormía poco salió a pasear.

Se encontró al azar con el jefe de los alguaciles, Pedro de Miranda. Estaba Lope convencido de que Miranda había sido el fantasma profético que avisó a Ursúa de su muerte.

—Tenga mucho cuidado vuesa merced —le dijo—, que jugando a los fantasmas puede acabar por serlo.

—Todos lo seremos un día —respondió él.

—Pero algunos antes de su hora y sazón, creo yo.

Oyendo aquello, Miranda se amilanó bastante y no supo qué responder.

Al día siguiente, durante la tormenta que comenzó a la hora de la siesta, el cielo parecía venirse abajo. Hacía tanto calor que el agua que caía los soldados la sentían caliente en la piel. También lo estaban las aguas de aquellos ríos y arroyos afluentes del Amazonas. En cambio, el agua de este enorme río estaba fresca.

Los indios, que habían visto que los españoles no se iban del pueblo, se impacientaban y poco a poco fueron ocupando las casas que quedaban vacantes, que eran muchas. En ellas se establecieron, aunque pacíficamente y dispuestos siempre a ceder el paso a los españoles y servirlos.

Los marañones los enviaban a pescar, que en eso eran más hábiles, y los indios obedecían. Eran aquellos indios la gente más fea de aspecto que se podía imaginar. Las mujeres parecían machos airados y zainos, y los hombres, bestias apocalípticas, sobre todo los que llevaban las orejas (como habían visto en otras tribus más al Norte) alargadas por abajo hasta descansar en los hombros y a veces más abajo, en los pechos.

Como decía antes, en los afluentes del Amazonas el agua estaba siempre caliente, y en el Amazonas, fresca, y la diferencia la sentían los peces porque en los lugares de confluencia se quedaban como pasmados con el frescor del Amazonas. El color del agua también cambiaba. Había ríos azules y también negros, pero el Amazonas era amarillo aun en las horas de cielo más azul y sol más refulgente. A veces el amarillo del río se hacía dorado, y entonces algunos marañones se acordaban del cacique vestido de láminas y de polvo de oro y pensaban hacia dónde caería aquella tierra.

En los lugares donde el Amazonas y algún afluente de agua cálida se reunían había centenares de peces pasmados por el placer, que se quedaban flotando y se les podía coger con las manos o con unas redes anchas que usaban los indios.

Lo malo era que no había donde conservarlos porque con el calor pronto se descomponían y no podían guardarlos de un día para otro. Por eso cuando llegaban jornadas sin pesca (en las que el río parecía vacío) se producían recias hambres. Todos tenían miedo a un mañana sin comida en las orillas desiertas y sin poblar de aquellos parajes inmensos que parecían olvidados de Dios.

Había que salir cuanto antes de aquel pueblo, pero era imposible mientras no estuvieran acabados los bergantines y algunas chatas nuevas para los indios.

Al hablar de los indios viajeros se entiende los que salieron de los Motilones, de los cuales había más de ciento sesenta aún vivos. Otros muchos habían muerto de hambre en la isla de Arce o en la boca del río Huallaga o en las largas navegaciones sin comida. Había otros enfermos y se les veía decaecer de día en día hasta su muerte. Desde el bergantín solía Lope estar oyendo toser a un indio que iba en la chata toda la noche.

Los que vivían en aquella tierra eran, como digo, disformes y bestiales de apariencia. Por noticias de otros indios, y sobre todo de Alonso Esteban, que había pasado por aquellos lugares mucho antes, supieron que aquella gente no hacía ascos a un buen asado de carne humana, aunque se recataban con los españoles. Más de una vez encontraron puestos a asar bajo las piedras calientes —entre dos capas de ellas, con fuego debajo y encima— un cerdo salvaje y otras un cuerpo humano de alguna tribu vecina. Sin embargo, parece que esto último lo hacían más por religión que por gula, ya que creían que el espíritu del muerto a quien se comían pasaba a enriquecer el suyo propio. Entre aquellos indios había algunos de veinticinco años que eran ya abuelos. Sus mujeres no eran más viejas, como se puede suponer, y a los treinta y dos algunas eran ya bisabuelas. En aquella tierra ecuatorial los cuerpos se desarrollaban más deprisa, y las mentes, más despacio. Parece que suele ser así en todas las especies, y aquellas criaturas que se pueden valer a sí mismas antes son las que menos desarrollan su inteligencia o su astucia. Con los hombres, en cierto modo, es igual. Los menos precoces en la infancia suelen ser los más inteligentes después.

El cerebro es un órgano delicado cuya formación y perfeccionamiento requiere años de lenta experimentación. Los que más tardan en alcanzar madurez son los que cuando la alcanzan son más inteligentes.

Muchos de aquellos indios e indias, a los diez años, eran adultos y maduros, pero su madurez era muy precaria. Se quedaban en aquella edad siempre y su infantilidad se veía antes que nada en la falta del sentido de responsabilidad, en la ligereza con que mentían una y mil veces cada día, en el gusto por el hurto y por los pequeños placeres de la gula y también en la indiferencia por los valores morales y por cualquier clase de abstracción como la virtud, la justicia, la bondad, el bien. No es que no les gustaran aquellas cosas, sino que no las entendían y no existían para ellos.

Lope no se ocupaba de los indios indígenas, pero si se presentaba alguna ocasión de juzgar su conducta los trataba como a los animales domésticos. Con desdén, aunque con cierto respeto por su inocencia. Así pues, a lo largo de la jornada del Amazonas no mató a ninguno de ellos, aunque tampoco hizo nada por salvar a dos o tres que se ahogaron en el río.

Un día, y de un modo inesperado, los indios hicieron una gran fiesta. Aquél era uno de los motivos de su regreso al pueblo. Era la fiesta del Urubú-coará (nido de pavo silvestre), donde se embriagaban con el jugo de una planta que los ponía tristes al principio y como enfermos —palidecían y sudaban cada uno mirando al suelo y sin pensar en los otros—, pero después sentían una alegría y un bienestar raros. Y muchos deseos de comunicarse y hablar. Bailaban entonces horas y horas completamente desnudos. A veces el hombre acertaba a dar un golpe con el trasero a la mujer y la enviaba tambaleándose quince o veinte pasos lejos. Las mujeres reían. Cuando era lo contrario, es decir, la mujer quien enviaba lejos al hombre o lo derribaba con un golpe del trasero reían todos, hombres y mujeres. A aquel golpe lo llamaban «el coletazo del yacaré», porque les recordaba el movimiento defensivo del caimán.

Veían los españoles todo aquello indiferentes y pensando que ninguna mujer tenía atractivos y que sólo alguna niña entre los nueve y los diez años podía ser apetecible antes de ser tatuada y deformada. Esa edad equivalía allí a los quince años de las mozas de Castilla.

Lope acudió a la fiesta seguido de Elvira y de la Torralba, pero se quedaron poco tiempo, y volviendo luego a casa decía Elvira:

—Esos indios son peores que los motilones, padre.

—Posiblemente.

—Son gente muy baja y tirada esos indios.

—Pero tienen sus méritos, como cada cual. Siempre hay un lado por el que merecen consideración estas gentes, por bajas que sean.

No lo creía la Torralba. La hija dudaba también y preguntaba:

—¿Cuál?

—No hay putas entre los indios, hija mía.

La niña se quedaba pensando, y la Torralba, también. Creía la dueña que no había putas entre las indias, porque siéndolo todas se perdía la idea de la distinción entre ellas y las mujeres honradas. Pero la Torralba no se atrevía a discrepar de Lope y se guardaba sus opiniones para sí misma.

Ya cerca del bohío, Lope repetía:

—No hay putas entre los indios. ¿Y saben vuesas mercedes por qué? Pues porque tampoco hay curas.

Reía Lope, y Elvirica se enfadaba y le decía que tendría que ir a confesar aquel pecado con el padre Henao.

—Prefiero a Portillo —dijo Lope.

Dejó a las mujeres en el bohío y volvió al lugar del sarao.

Iba Elvira preocupada con las palabras de su padre dando vueltas a su imaginación. Una vez en casa, le dijo a la Torralba:

—¿Puede aclararme una duda vuesa merced?

—Si puedo, lo haré con gusto, Elvira.

—¿Por qué hay putas?

—La necesidad y el vicio, hija.

—También entre los hombres hay necesidad y vicio. ¿Por qué no hay putos?

La Torralba se quedaba mirando al vacío sin saber qué responder. Por fin soltó a reír y dijo:

—Los hay, Elvirica. Sólo que de otra manera.

Y como era tarde se acostaron a dormir, sin más explicaciones.

Lope estaba en el bohío de los indios y pensaba en sus amigos y en sus enemigos. La Bandera odiaba al mulato Miranda y a Pedro Hernández, sus rivales enamorados, quienes cada vez que hallaban libre la puerta de los aposentos de Inés entraban ciegamente y locamente, sin haber conseguido hasta entonces la amistad de la viuda.

Y aquella misma noche La Bandera fue a ver a Lope y, como al azar, acusó a sus rivales de estar conspirando contra los nuevos mandos del real. No dejó de extrañarle a Lope de Aguirre aquella acusación de La Bandera, pero recordaba que el mulato hizo el fantasma junto al bohío del gobernador y que el otro se arrancaba los pelos del lado derecho de la cabeza, y decía que la calva era de la celada.

Esto último no sería nada, pero Pedro Hernández llamaba siempre a Lope de una manera vejatoria: «el cojo Aguirre». Además le convenía a Lope servir por el momento a La Bandera. Lo miraba de hito en hito y se decía: viene a mí, a pesar de hallarnos en malos términos, porque me tiene en poco. Si me tuviera algún respeto no vendría. Lope de Aguirre le pidió que le enviara a los dos supuestos conspiradores.

Llegaron Miranda y Hernández maniatados y fueron juntos con Lope al bohío de Carolino y de Juan Primero. Bastaba con que enseñara Lope a los negros el papel escrito para que éstos cumplieran su obligación. Aquel papel era una vitela sucia, porque la tinta se había corrido con el sudor del que la llevara.

El mulato y Hernández fueron agarrotados, puestos de espalda el uno contra el otro y atadas las gargantas de los dos con un solo lazo corredizo. Más tarde volvió por allí Lope de Aguirre y encontró a los negros abriendo la fosa y bromeando y riendo.

Volvía Lope a su casa pensando que, a pesar de cualquier clase de consideraciones morales, era aquél un buen camino y había que seguirlo hasta el fin. Primero para hacer confiarse a La Bandera y que descubriera su intención y la de Guzmán. Después ya vería lo que hacía.

El día siguiente, en cuanto se levantó don Hernando, fue Lope a su bohío, y al verlo entrar, el joven gobernador le llenó de improperios y le dijo que el campo no era una cuadrilla de forajidos, que una vida humana era siempre respetable y que no volviera a hacer ni a mandar ejecución alguna sin su conocimiento. Oyéndolo se decía Lope: «Está visto que La Bandera juega también con dos barajas. Después de conseguir de mí que suprimiera a sus rivales vino aquí a acusarme ladinamente con don Hernando de haberlos suprimido. Es más sutil La Bandera de lo que yo pensaba y habrá que aguzar el entendimiento». En vista de la reacción de Guzmán, todo lo que se le ocurrió a Lope de Aguirre fue ofrecerle la dimisión.

—Yo no necesito vuestra dimisión, ni la quiero —respondió el jefe.

—Vos no queréis mi dimisión, pero yo sí —replicó firmemente Lope—, y aquí la traigo, con ánimo conciliador y sin mala voluntad.

Poco después llegaron algunos oficiales, y delante de ellos volvió a hacer su renuncia en términos más formales. Lope de Aguirre dijo:

—Bien saben vuesas mercedes que yo he sido uno de los que más metieron prenda en preparar y poner en acción la rebelión pasada, con fortuna, y que tengo ahora la mirada puesta en el orden que ha venido después, digo en organizar el campo lo mejor posible y pensándolo así es conveniente para todos que deje mi cargo y dimita de mi puesto de maese de campo, ya que éste y el de La Bandera son mandos equiparables y los soldados andan diciendo que las órdenes de La Bandera y las mías a veces van contrapuestas por rencillas de tiempos pasados. Para evitar problemas como ésos y mayores renuncio a mi cargo, porque además soy viejo y querría tener algún sosiego para pasear con mi hija que, aunque mestiza, me parece bien y la quiero mucho. El señor capitán La Bandera sea al mismo tiempo teniente general y maese de campo, que yo sé bien que se honrará de ello y por ahora no hacen falta dos personas para su desempeño, digo, hasta que entremos en terreno porfiable y de guerra. Y esto es lo primero que tenía que decir a vuesas mercedes.

»Lo segundo es que, habiendo sido nombrado La Bandera teniente general y siendo además ahora maese de campo, no debe en manera alguna seguir siendo comandante de la guardia, que eso es menosprecio de puestos tan elevados. El cargo de capitán de la guardia hay que dárselo a Zalduendo, buen soldado y cumplidor. Ésta es mi última opinión de maese de campo y la digo sin otro interés que el buen orden del campamento. Espero que se cumpla, para bien de todos.

Don Hernando se alegró, aunque le porfió un poco para que desistiera, y después dijo que le nombraba capitán de la caballería y que, aunque por el momento no había caballos, se harían con ellos en cuanto llegaran a tierras donde los hubiera. En cuanto al nombramiento de Zalduendo para comandante de la guardia, tenía razón, y sería hecho aquel mismo día de modo que entrara Zalduendo inmediatamente en funciones.

Lope salió con la gravedad que le permitía su cojera. Al enterarse La Bandera de todo aquello se quedó asombrado y fue a ver a Lope, quien repitió que lo había hecho mirando por la buena hermandad en el real y por el sosiego de la gente y estaba dispuesto, si era necesario, a hacer más.

Habiendo ganado aquella importante batalla —así lo creían ellos—, los partidarios de don Hernando andaban llenos de ilusiones y comenzaron a confiarse y a ir declarando más francamente sus propósitos. Lope escuchaba y hacía sus cábalas y por las mañanas, a primera hora, paseaba con su niña hasta el bosque. A veces entraba un poco, pero no mucho, porque había culebras venenosas.

Entretanto, ni La Bandera ni Lope de Aguirre se descuidaban el uno del otro, y Zalduendo, que era ya capitán de la guardia, estrechaba el cerco de doña Inés en las horas que dejaba libre La Bandera a la viudita.

Doña Inés había estado, y estaba aún, enferma de aprensión de ánimo, según decía Pedrarias, que sabía un poco de medicina. A veces, cuando se quedaba sola, se hablaba a sí misma, casi siempre de una manera lastimosa. Zalduendo, el primer día que entró a verla, la sorprendió en uno de aquellos trances.

—Estoy sola, sola, sola en el mundo —decía—, sin escuchar más que el golpiar de mi corazón.

Y lo decía entre dientes. Decía golpiar, lo que en una mujer de cierta distinción como ella chocaba un poco a los españoles. Pero en aquellos detalles se distinguían los cholos. Ellos decían golpiar, y los españoles de Castilla, golpear.

Lo primero que le dijo Zalduendo fue que tenía celos de La Bandera y también de Ursúa y del primer marido, aunque los dos habían muerto. Extrañada de aquella manera tan rara de hacerle la corte, Inés no sabía qué decir, y Zalduendo añadió palabras extrañas y románticas. La hizo asomarse para ver en el fondo del río una nubecita reflejada. Era de noche, pero aquella nubecita estaba aún llena de sol. Se acordó Inés de Ursúa, que percibía también cosas como aquélla.

En cuanto Lope se encontró con Martín Pérez, quien le reprochó haber dimitido, Lope le dijo:

—Vuesa merced sólo piensa en sí mismo, pero yo pienso en todos.