El padre Portillo, al ver que el padre Henao había sido nombrado obispo provisional, se sintió deprimido, y oyendo a Montoya y a Lope de Aguirre hablar de la falta de humanidad de Ursúa dijo:
—Yo estuve a punto de morir en los días de las hambres recias y viendo que doña Inés tiraba al río desechos de pescado y de fruta me acerqué y llamé al gobernador, aunque no salía casi la voz de mis dientes. Y cuando le dije la gran miseria en que me encontraba, volvió la espalda y dijo: «Nada tengo que dar».
Lo miraba Montoya duramente al entrecejo, según su costumbre.
—¿Y qué hizo vuesa merced?
—¿Qué iba a hacer? Levanté las manos al cielo y dije: Favor me llegue del cielo, ya que no hay en la tierra ni justicia ni caridad.
Lope le preguntaba al cura si creía que Ursúa estaba autorizado para nombrar provisor. Decía Portillo que lo dudaba, pero aunque lo estuviera, la primera provisión de Henao excomulgando a los que retenían bienes de la armada era herética y sin base. El cura remató sus palabras con una sentencia latina que parecía autorizar su opinión.
También Zalduendo tenía motivos personales de malquerencia. Lamentando las jornadas estériles del Amazonas, le había preguntado a Ursúa si no sería mejor parar en cualquier parte y entrar a poblar tierras adentro. Ursúa lo miró por encima del hombro y le dijo: «Primero encanecerán vuesas mercedes que saldrán deste río».
—¡Su puta abuela de su señoría el gabacho! —comentó Lope—, que yo encanecí ya en lo alto de los Andes hace años y le he de hacerse tragar esas palabras.
Aquella tierra de Machifaro daba a Ursúa la impresión de ser una parte de la región de Omagua en las cercanías del Dorado. Llevaba el gobernador consigo dos indios brasiles, quienes conocían el emplazamiento de aquella tierra y repetían a menudo que estaban acercándose. Con eso cobraban ánimo. Y creyéndose a punto de conseguir sus propósitos, confirmó Ursúa a Alonso de Henao el nombramiento de obispo de Omagua. En vista de eso, el sacerdote ya no le reprochaba a Ursúa el no haberse casado con doña Inés y en todo le halagaba y le absolvía.
Fue entonces cuando volvió Pedro Alonso de Galeas con sus soldados exploradores y dijo que en treinta leguas alrededor no había población ni alma viviente, sino aguas negras e infectas.
Añadiendo a esto que los dos indios brasiles y el español Alonso Esteban parecían otra vez desorientados y miraban y miraban y no reconocían los lugares ni sabían cómo orientarse, la gente comenzó a desmayar y a pensar que no llegarían nunca a Omagua.
A veces Alonso Esteban decía que sí y otras que no sobre un mismo asunto, y aunque el nombre de aquel pueblo de los Machifaros lo había dicho antes de llegar, la verdad era que no sabía si desde allí se podía ir o no al interior, en busca del Dorado.
Quedó Ursúa malhumorado porque esperaba algo de Galeas y vio que volvía con malas noticias o sin noticia alguna. Por una infracción que cometió uno de los soldados que llegaba hambriento y sacó una tortuga de la balsa de un bohío en el barrio de los indios, lo castigó a remar tres días en el bergantín.
Juan de Vargas tampoco era partidario de aquellas medidas y una vez más le dijo:
—Eso los afrenta y no los corrige. Más le valdría a vuesa merced ahorcarlos.
Parece que Vargas iba dándose cuenta de la clase de gente que llevaban consigo. Pero Ursúa se desinteresaba de todo menos de Inés y seguía malhumorado y rencoroso.
Solía Ursúa enviar a Galeas a explorar, porque era el soldado que más había puesto en la expedición. Representaban los víveres y los dineros dados por Galeas una verdadera fortuna y por eso confiaba Ursúa en él más que en otros, pensando que ligaba el éxito de la expedición con su prosperidad personal.
Además, Galeas era hombre sin fantasía y sin imaginación; un hombre que no mentía, que no permitía que las apariencias le engañaran. Uno de los hombres más seguros del campo.
Montoya y otros que ya abiertamente formaban corro con Lope de Aguirre y hablaban en voz alta contra el gobernador decían que habían caminado más de setecientas leguas y ni habían hallado las provincias ricas que buscaban ni poblaciones industriosas ni comarcas agrícolas y de provecho, que no había rastro de ellas ni rumbo por donde tratar de buscarlas. Y ni siquiera comida para subsistir. Así pues, sería más acertado, antes que acabasen de perecer todos, tomar la vuelta del propio río y volverse al Perú, ya que no había esperanza alguna de nada bueno.
Fueron a ver a Ursúa y se lo dijeron francamente. Ursúa respondió que ya sabían que era su amigo y que estaban en la obligación de confiar en él. Nada se lograba nunca en Indias sin sufrir antes grandes trabajos y con un poco más de aguante y de perseverancia los llevaría a buen fin. Añadió que si era preciso seguir buscando hasta que los niños que iban en la expedición se hicieran viejos, sería razonable pensando en el valor inmenso de las riquezas hacia las cuales iban.
Quería Zalduendo saber algo concreto en qué apoyar sus esperanzas y preguntaba al gobernador, quien le respondió diciendo que tenía presentimientos y buenos presagios.
—Tan certeros como los de su señoría son los nuestros —dijo Zalduendo— y a nosotros nos dicen lo contrario.
Algunos creían que Ursúa tenía razón, pero cuando el gobernador quiso aludir otra vez a las pruebas de confianza que les había dado mostrándoles las cartas de Lima, respondió Aguirre:
—Eso probaba mejor la confianza de vuesa merced en sí mismo que en nosotros.
—¿Qué queréis decir, Lope?
—Lo que digo.
—Tenedme, señores, por vuestro padre, que como tal pienso únicamente en el bien de vuesas mercedes.
—Yo me tengo el mío en Oñate, en las provincias vascongadas.
Los otros rieron, unos con amistad para Lope de Aguirre y los más con ironía y burla contra Ursúa.
Se confirmaron una vez más los soldados en su opinión de que con Ursúa no irían a ninguna parte. Hasta los amigos de Ursúa tenían que aceptar que estaba muy cambiado y que iba conduciéndose cada día de un modo más extraño. Parecía un sonámbulo a quien no interesaba nada de lo que pensaban, hablaban o hacían los demás.
—Eso —dijo La Bandera otra vez— es porque está encelado con la hembra.
Había en la expedición un hombre que se llamaba igual que el teniente general: Juan de Vargas. El hecho de que tuviera el mismo nombre, pero no fuera nadie —un campesino de las islas Canarias con sangre guanche—, lo mantenía un poco inquieto y a veces se acercaba al verdadero Juan de Vargas adulador y bufonesco y otras se iba con los maldicientes.
Ese Vargas dijo que sabía que doña Inés empleaba unas hierbas y con ellas cocidas mezclaba el vino de Ursúa. Siendo chola y descendiente de incas se suponía que tenía alguna inclinación por los viejos usos de la tierra y por sus misterios.
Decían otros que Ursúa había enflaquecido mucho por aquellos hechizos y que era doña Inés quien gobernaba el campo. Que los castigos contra los soldados para obligarles a remar en las chatas o en el bergantín los decidía ella y que Ursúa sólo se interesaba en buscar, cuando llegaban a tierra, el mejor bohío, que estaba siempre apartado del real, porque despreciaba a la soldadesca y quería alejarse para gozar mejor de su dama.
Los principales miembros de la oposición del gobernador y los que menos precauciones tomaban ya para hablar eran Alonso de Montoya, Juan Alonso de la Bandera, Lorenzo de Zalduendo, Miguel Serrano, un aparejador de Cáceres de expresión seca como el corcho; Pedro Miranda, mulato con la cara cruzada de cuchilladas y cicatrices; Martín Pérez, adusto y señoril, y otros como Pedro Fernández, Diego de Torres, Alonso de Villena, Cristóbal Hernández, el dicho canario Juan de Vargas, homónimo del teniente general, a quien llamaban por el segundo apellido —Zapata—, y algunos otros. Las cabezas más visibles eran Lope, Montoya y La Bandera.
Una noche, puestos de acuerdo, fueron a ver al noble sevillano don Hernando de Guzmán y le hablaron como si sus palabras fueran resultado de graves deliberaciones. Lope hizo un exordio ligeramente adulatorio. Todos sabían que era don Hernando de noble sangre, bien acondicionado y afable, que podía aspirar a ser más que alférez de la expedición y que habían acordado nombrarle para sustituir al gobernador don Pedro de Ursúa. Esperaban que no se negara a aceptar aquel cargo, porque de su aceptación dependía el bien de todos y el servicio de Dios y del rey. Lope de Aguirre añadió textualmente y en su estilo y lenguaje:
—Ya le es notoria a vuestra señoría la perdición en que vamos todos y el poco o ningún remedio que tiene la situación, como también los agravios que sin motivo nos hace Ursúa. Ese hombre anda fuera de sentido y no es necesario que le hayan dado filtros ni hierbas, porque basta con que la mujer nos aficione como la naturaleza lo tiene a bien para que poco a poco nos haga perder la razón. Eso no se puede tolerar en un hombre que tiene a su cargo la vida de trescientos españoles y de otros tantos indios cristianos y mujeres y niños. Si dura una semana más el gobierno de Ursúa sucederán más inconvenientes. Un día prendió a su criado y otro día le prenderá a vuesa merced. Pero si aceptáis nuestro nombramiento podemos todos ir a las tierras de Omagua a conquistar y poblar y haremos así gran servicio al rey, quien se tendrá por bien obligado a cuidar mejor de la persona vuestra y de todos nosotros.
—¿Y qué se ha de hacer con Pedro de Ursúa? —preguntó don Hernando, halagado por un lado y por otro temeroso.
—Matarlo —dijo alguien impaciente, y todos pensaron, aun sin mirar, que había sido Montoya.
Viendo Lope que Guzmán palidecía, intervino otra vez:
—También yo fui de ese dictamen hace días, pero pienso que no es preciso matarlo si todos no estamos de acuerdo en eso. Tal vez podríamos dejarlo en este pueblo con algunos amigos y compañeros suyos. Por ejemplo, el padre Henao, Vargas y alguno de los pajes.
—Eso sería mejor —dijo Vargas Zapata—, que de otro modo el escándalo de su muerte sonaría demasiado.
Pareció que todos quedaban de acuerdo en lo principal, aunque no se había concretado ninguna forma de acción. Como era natural, don Hernando de Guzmán pidió un plazo para reflexionar.
Aquellos días la gente exploraba en el bosque cercano e iba aprovechando las frutas de la selva. Antoñico, el paje mestizo que solía pasarse el día en casa de Lope, iba a veces al bosque y volvía con noticias que comunicaba a Elvira con entusiasmo. Y aquella tarde Elvira decía a Pedrarias, viéndolo entrar en el bohío:
—Antoñico se empeña en que hay un ave en la selva que llora y que entre lloro y lloro dice mi nombre. Eso no es posible, ¿verdad, señor Pedrarias?
El soldado alzaba una ceja:
—¿Quién sabe?
Había muchos pavos silvestres y los indios los estimaban. Algunos tenían parejas de ellos en su casa con las alas cortadas y era curioso cómo en las mismas casas cuando llegaba la época del celo hacían sus nidos.
Los indios llamaban a los niños de los pavos urubú-coará, que como se ve es una onomatopeya del canto de ese animal. Aquellos indios referían muchas cosas de su vida al urubú-coará; por ejemplo, para decir que algo era bueno o que alguien había tenido éxito en la vida o simplemente que alguien deseaba prosperidad a otro, hablaban del urubú-coará.
Era el nido de los pavos un símbolo de lujo, riqueza y bienestar.
Algunos soldados, en lugar de ir a la selva, preferían el río y buscaban cocodrilos jóvenes, porque su carne, especialmente en los cuartos traseros, se parecía a la del faisán, y asándola con habilidad era muy estimada.
No era fácil cazar un cocodrilo. Ni tampoco evitar lo contrario, es decir, librarse de ser cazado por él. Parecían estúpidos y tardos de movimientos, pero tenían maneras de pelear muy astutas y además de taimados eran fuertes. Cuando tenían una víctima a la vista, la dejaban acercarse por la espalda, y cuando estaba al alcance de sus movimientos le daban un rápido y fuerte golpe con la cola, y quedando ella aturdida, y a veces sin sentido, la devoraban tranquilamente.
Más de una vez, viéndose el cocodrilo incapaz de alcanzar su presa y asediado por algún soldado, lo cubrió de barro con un coletazo y luego se lanzó al agua gruñendo.
El gruñido de los cocodrilos es como el de los cerdos cuando estos animales gruñen con la boca cerrada.
Había soldados muy valientes en la guerra que tenían miedo del cocodrilo, y al revés, otros flojos de ánimo en la vida ordinaria que eran valientes con ellos.
Como digo, un grupo considerable de soldados estaban de acuerdo contra Ursúa, a quien algunos llamaban el caimán, pero nadie sabía qué hacer, todavía, y lo único cierto era que los conjurados andaban juntos y armados y gozaban alguna clase de gloria anticipada. El grupo que fue a ver al sevillano Guzmán acudió después al ancho bohío de Lope, donde éste obsequió a sus amigos con vino de Machifaro y en aquel su estilo nervioso, cortado, pero a menudo elocuente, les estuvo contando después algunas de sus aventuras, cosa que no solía hacer. Contaba un episodio del tiempo cuando iba con Peransúrez camino de Chile y pasaron los Andes.
—Una mañana a punto del día —decía Lope—, cuando volvíamos al camino, un pajecito de doce años que se llamaba Pascual me dijo, señalando a un hombre sentado en una peña y mirándonos fijamente con la expresión del que ríe: ¿Por qué se ríe ese hombre? ¿Es que se está burlando de nosotros? Y yo le dije: Pascual, hijo, reza por su alma, porque está muerto. Era uno de los que se murieron de frío aquellos días.
Oyéndolo pensaban los más próximos: «Ahora nos morimos de calor».
En fin, ése era el destino de los soldados y cada cual se retiró aquella noche a dormir dejando como siempre a Lope desvelado.
Sería medianoche cuando Lope y la Torralba y Elvira y también Montoya, que vivía cerca, entre los rumores del río y los de la brisa, y a través del zumbido agudísimo de los zancudos, oyeron el alarido de un animal atrapado por un jaguar. Debía ser un tapir el que gritaba. Buena presa el tapir. Gordo, casi sin pelo, todo se aprovechaba en él. Era una especie de cerdo indefenso.
Los gritos de un animal al caer preso del jaguar o del puma son los más lastimosos que se pueden oír, y el que los ha oído una vez no los olvida ya nunca. Incluso el mono, al que nadie toma en serio, el mono que parece incapaz de dramatismo y menos de tragedia, da un alarido gutural tan desesperado y al mismo tiempo tan lleno de apelaciones a la ayuda que el que lo escucha siente desgarrarse algo en su conciencia por no acudir, por permitir que aquello suceda.
Incluso el pájaro que ríe, que siempre ríe. ¡Había que oírlo cuando sentía la garra del tigre! Porque los tigres y los jaguares gustaban mucho de algunas aves.
En el barrio de los indios había novedad. Una mujer había dado a luz y como aquellos indios practicaban la copada, el padre se acostaba en la cama con el recién nacido y recibía el homenaje de los vecinos mientras la mujer iba al río a lavarse.
El padre Portillo, que no podía creerlo, asistió a aquel acto y vio al padre en la cama recibiendo por un lado los consuelos y por otro los plácemes de sus amigos.
Por cierto que aquella noche había más luciérnagas volantes que de costumbre y la choza de la feliz familia parecía envuelta en ellas. Aquellas moscas luminosas, que tanto extrañaban al principio a los españoles, iban y venían encendiendo y apagando a voluntad su lámpara azul. La luz les salía del vientre y era tan poderosa que con una botella de cristal en la que metieran una docena de aquellos bichos se podía de noche leer una carta.
Uno de los negros miraba los insectos luminosos y decía a otro:
—Mira, Vos. Aquí los mosquitos yevan una linterna.
Todas las noches, los negros hacían alguna clase de fiesta y los indios acudían a sentarse en corro alrededor y los miraban con admiración, aunque con reservas supersticiosas. Aquella noche estuvieron hasta muy tarde entregados a sus cosas —reminiscencias de la selva africana—, y por rara ocurrencia no era Bemba el que dirigía la función.
Los ruidos de la noche cuando se estaba cerca de la selva eran muy diversos, sin contar los que producían los animales nocturnos. Se oían a veces cataratas falsas —ilusión de caída torrencial de agua—, el derrumbamiento quizá de un enorme árbol al que las termitas habían vaciado el tronco, la explosión de la savia con un ruido de disparo (fuerte no como un arcabuzazo, sino más aún como el tiro de una culebrina), el rayo súbito en un cielo que desde donde estaban los soldados aparecía lleno de estrellas y despejado, pero que más adentro tenía nubes, al parecer. El estampido del rayo era seco y se multiplicaba en la selva como el ruido de una lámina de metal contra una rueda dentada en movimiento.
De día sucedía lo mismo. A veces, con el cielo azul y el sol resplandeciente, se oía también la descarga de un rayo y comenzaba la lluvia a raudales, no lejos de allí. Las nubes no se veían, pero poco después se advertía la maleza del suelo de la selva ir subiendo como si la tierra se hinchara con el agua.
Todavía había que tener en cuenta el rugido ocasional de un huracán que se acercaba y que a veces no llegaba al lugar del río o se desviaba hacia las tierras altas.
Se oía el rayo en pleno sol y cielo azul. Después, el ruido de la lluvia en el bosque, luego otro rayo quizá y más lluvia y por fin el cielo que se iba cubriendo sobre el río y éste, inmenso como un mar, subía rápidamente de nivel y entraba por algún lado en la selva oscura acezando.
Las búsquedas y curiosidades de los soldados seguían cada día. No era sólo el oro lo que buscaban, sino también la raíz del misterio de aquellas tierras y aquellas gentes. Entre las plantas había la guayusa, que era un poderoso afrodisíaco. Se decía que Ursúa abusaba de ella, y La Bandera no podía entender que fuera necesario estimulante alguno con una mujer como la bella Inés. Así pues, una parte de la culpa del cambio de carácter de Ursúa había que atribuírsela al uso de aquellos excitantes y a la taciturnidad y fatiga nerviosa.
Por eso a veces Ursúa se exasperaba con pequeños problemas y respondía airadamente a las preguntas más inocentes sobre el orden de la expedición e incluso le pegó una vez a un negro que se le acercó bailando ligeramente sobre un pie y preguntando al mismo tiempo dónde pondría la mesa para comer.
Irritó a Ursúa aquella disposición del negro, que tal vez consideró falta de respeto, y le cruzó la cara con su fusta de jinete.
El negro lloraba como un niño y no por el dolor —decía y repetía—, sino por el desamor y la afrenta. Que los «neglos tienen también su velgüensa aunque no lo parezca».
Así decía.
Iba con los conspiradores el padre Portillo, aunque no intervenía nunca en sus deliberaciones. La presencia de aquel sacerdote había tranquilizado a Ursúa las dos o tres veces que tuvo noticias de la conspiración.
Las mujeres de raza blanca, que eran cinco —sin contar a las que representaban la aristocracia, que eran Inés, Elvira y la Torralba—, organizaron una fiesta de Navidad con nacimiento y música y villancicos.
Pusieron el nacimiento en un bohío y allí fueron a trabajar también la Torralba y Elvira, pero cuando supo Aguirre que su hija se mezclaba con mujeres como María, la amante de Zalduendo, que hablando decía palabras sucias, se enfadó y ordenó a la Torralba que no sacara a su hija de casa sin su permiso.
Estaba oyéndolo Pedrarias y sonriendo, cuando Lope le dijo:
—No es caso de risa. La inocencia —añadió como si se disculpara— necesita protección, porque si no cae sobre ella toda la miseria y la bellaquería del mundo.
Pedrarias le daba la razón:
—A fe que decís verdad, señor Lope de Aguirre.
Pero Elvira estaba desolada y se la oía llorar dentro. Pedrarias dijo a Lope de Aguirre:
—Id a consolarla, pobre niña.
—¿Quién, yo? El padre es el último para una cosa así y más vale mantener la autoridad, que en definitiva por ella se sienten protegidos los hijos en los malos días de su vida.
Luego lo invitó a entrar con él donde estaba la niña.
—Vengo —le dijo Lope a Elvira— porque me ha pedido Pedrarias que os consolara. Pedrarias se siente muy lastimado con vuestro llanto. Vamos, vamos, bien está, hija, y anda al nacimiento si queréis, pero no sola, sino con la Torralba y con el señor Pedrarias, si es que tiene a bien acompañaros.
Aquello extrañó a Elvira y halagó mucho a las dos mujeres. Pedrarias dijo:
—Lo tengo a merced.
Explicó entonces Elvira que estaba cosiendo un vestidito para el Niño Jesús y que sólo quería ir a probárselo.
—¿Un vestido? —preguntaba Pedrarias con una gravedad humorística.
—Bueno, una camisita —y Elvira la mostraba, desplegada.
—Hija —decía Lope—, ¿estáis segura de que Jesús tenía camisa en el portal de Belén?
Pedrarias y Lope de Aguirre se pusieron a discutir aquel importante asunto y los dos convinieron en que el Niño Jesús estaba en su cuna desnudo del todo. Elvira los escuchaba pensando si hablaban en serio o en broma. Y por fin dijo:
—No tenía camisa porque todos eran allí judíos y fariseos. Pero aquí, entre personas cristianas, vergüenza sería y por eso yo quiero ponerle ésta. Pero si padre es de opinión contraria no se la llevaré.
Lope de Aguirre dijo todavía que en un país como aquél más era comodidad que pobreza el ir desnudo. Pero, en fin, creía que Elvira debía llevarle al Niño Jesús la camisa, aunque sólo fuera como señal de homenaje.
La Torralba pensaba: «Qué raro. Lope de Aguirre se encuentra siempre muy a gusto con Pedrarias». Aquello de que Lope se encontrara a gusto con una persona superior a él —pensaba la Torralba— nunca lo habría creído.
Consideraba Lope a Pedrarias como un ser de otra especie, con su buena estatura, su cabeza noble, sus letras, su falta de envidias y de rencores. «Éste es —se decía— uno de esos hombres nacidos para ser estimados en el mundo». No sabía exactamente qué clase de estimación, pero a veces se decía que con gusto lo habría tomado por la mano, llevado a su casa y dicho: «Señor Pedrarias, hacedme la merced de contraer matrimonio con mi hija». Aquello no estaba aceptado por las costumbres y habría sido muy impertinente. Lope, que adoraba a su hija, lo había pensado, sin embargo, más de una vez.
Sin poder adivinar las interioridades de la conciencia de Lope, sentía Pedrarias en él un aura de amistad segura y sin sombras, más fuerte que los riesgos normales de discrepancia. Por su parte, Pedrarias respetó siempre a Lope de Aguirre. Sin habérselo confesado el uno al otro, los dos gozaban de aquella rara lealtad.
Habían seguido los enemigos de Ursúa frecuentando a don Hernando en su bohío y tratando de hacerle aceptar el nombramiento de gobernador. Pero Guzmán no necesitaba tantos argumentos para convencerse. El primer día había dicho que necesitaba algún tiempo para pensarlo, aunque se veía que no tenía grandes objeciones que hacer, y sin haber aceptado formalmente resultó que las reuniones que tuvieron algunos días después era ya don Hernando quien las convocaba y presidía. Y daba por establecido que aquel plan primero de dejar a Ursúa en Machifaro con algún incondicional suyo como el padre Henao y Vargas y seguir ellos río abajo para descubrir y poblar el Dorado era el mejor. No quería don Hernando que se derramara sangre.
Cada vez que alguien hablaba de dejar al padre Henao en Machifaro, el otro sacerdote, padre Portillo, se sentía esperanzado de nuevo en relación con las dignidades que esperaba, pero tenía mala salud y no estaba seguro de poder vivir hasta alcanzar la mitra.
La noche de Navidad, el nacimiento estaba terminado. Había de todo menos nieve, que no la pudieron simular con nada. Es decir, María, la casada infiel, que era amante de Zalduendo y parecía presumir públicamente de ello, había querido simular la nieve vertiendo harina sobre el paisaje del portal de Belén con un cedazo, pero no pudo porque se opuso el intendente.
Unas Navidades como aquéllas —sofocándose todo el mundo de calor— no las habían podido imaginar nunca. Pero el nacimiento estaba muy en su punto. El Niño Jesús era una muñeca y había detrás del portal montes y serranías. La estrella anunciadora estaba flotando en el cielo y se veían campesinos, pastores, caminantes y pequeños animales. Había incluso un villano con los pantalones bajos haciendo sus necesidades detrás de un árbol y aquello hacía reír a los indios y acudían todos a verlo. Aquellas figuritas las había llevado consigo la mulata por ser recuerdo de su casa en la Asturias lejana, según decía.
Tenían que montar guardias especiales en aquel bohío porque los indios se habían propuesto robar todo aquello, considerándolo como parte del secreto de la fuerza de los hombres barbados y blancos.
La noche de Navidad hubo fiestas, música y baile. Los muchachos jóvenes dieron su contribución cantando villancicos, María la mulata bailó la zarabanda mientras la cantaban a coro las otras mujeres. Antoñico cantó también dos tonadas de su tierra.
Algunos soldados se emborracharon y hubo que sacarlos de allí a la fuerza. En cambio, Juan de Vargas —el canario—, también borracho, la cogió devota y llorona y rezaba y lloraba. Luego quiso cantar y no pudo, por la emoción.
Dijo Pedrarias a Lope de Aguirre, señalándole a un alemán que iba en la expedición cuyo nombre castellanizado era Monteverde:
—Ése se llama Grünberg y es tudesco y no debe hallarse a gusto en esta fiesta, porque es de los que siguen a Lutero. El pobre tiene derecho a condenarse a su gusto como cada cual.
—Yo me condenaré a mi manera —respondió Lope de Aguirre—, pero la condenación de ellos es la hoguera y tenga cada cual el fin que merece.
Le extrañó aquello a Pedrarias, porque creía que Lope de Aguirre era hombre de ideas francas y liberales en materia religiosa, o mejor, sin ideas ningunas.
Hablando de Ursúa dijo Lope:
—Él piensa que nos lleva engañados y va a salirle cara la equivocación.
En el bohío, los negros bailaron y bebieron y las músicas de los machifaros, ásperas y todo, les prestaron alguna clase de ritmo.
Fuera se extendía, con el denso rumor de la selva, la inmensidad de la noche llena de misterios antiguos. Los indios que se asomaban a la puerta se sentían prendidos por la magia de un niño recién nacido en una cuna de pajas entre José y María y bajo el aliento de la mula y el buey. Como en aquella tierra las flores estaban por castigo, tenía el Niño Jesús las más hermosas que se habían visto nunca y también las más raras, ya que la mayoría eran orquídeas.
Antoñico trataba de acomodar a la música de los indios un villancico improvisado:
Mira Pascual que ha nacido nuestro Señor en las flores… |
No sabía seguir y fue Lope quien le ayudó:
Y entre las lanzas indianas de trescientos marañones. |
—¿Qué es eso de marañón? —preguntó el muchacho.
—Nosotros somos marañones, vuesa merced y yo y todos. Menos el gabacho Ursúa —respondió Lope.
Explicó que aquel río por el que navegaban había sido llamado por algunos también el Marañón. Y que el nombre de marañones era sonoro y no parecía mal.
Hubo un incidente humorístico. El marido de doña María la mulata, que era un cabra, es decir, un mestizo de negro e indio, quería imitar a los soldados de Castilla y lo hacía bien en todo, menos en la manera de hablar. Los de Castilla hablaban usando la zeta cuando era necesario y no como los andaluces, que usaban siempre la ese. El marido de doña María, la amante de Zalduendo, colocaba mal sus eses y sus zetas a menudo.
Y habiendo sido invitado a cantar en la Nochebuena, comenzó por una canción titulada Los siervos de Jesús. Y él, para presumir de pronunciación pura, decía: «Los ciervos de Jesús». Y cantaba:
En esta Nochebuena ciervos somos del Niño… |
Claro, la gente reía y la primera en hacerlo era la misma doña María.
Al salir Elvirica reía, aunque sin malicia y creyendo que aquel error tenía gracia en sí mismo. No sabía cuál era el segundo sentido de aquella expresión —el ciervo del Señor.
Estuvo también Inés acompañada del gobernador. Y La Bandera le dijo:
—Aquí lo que yo echo en falta es un buen clavecín y a vuesa merced tocándolo y cantando.
Ella lo miró extrañada y dijo:
—Yo no sé tocar el clavecín ni sé tampoco lo que es.
Ursúa, contra su voluntad, porque no estaba a gusto aquella noche en aquel lugar, explicó a Inés lo que era el clavecín y ella dijo que había visto uno en casa del virrey cuando vivía su esposo y eran invitados a veces los días de grandes fiestas nacionales.
Los indios miraban desde el aro de la puerta y algunos, asomando su cabeza entre el muro de hojas secas y el pavimento, a ras de tierra.
El nacimiento había causado sensación entre ellos.
En el campamento seguían las conspiraciones, pero La Bandera y Zalduendo opinaban que era mejor matar a Ursúa, ya que si lo dejaban en tierra moriría pronto de todas formas a manos de los indios. Había que matar también a su teniente general Juan de Vargas. Cada vez que alguien citaba este último nombre el soldado de Canarias intervenía:
—Yo, Juan de Vargas y Zapata, el canario, declaro que estoy de acuerdo.
Todos lo miraban extrañados pensando: parece que no quiere que haya sino un Juan de Vargas en el mundo.
Lope quería matar a Ursúa y marchar con todas las fuerzas al Perú para coronar príncipe a don Hernando contra Felipe II y desgajarse —así decía él— de Castilla. Otros eran partidarios de seguir río abajo con la idea de descubrir y poblar el Dorado.
Como estaban de acuerdo en asesinar a Ursúa y a su teniente general, sólo faltaba señalar la hora y el día.
Se habría dicho que Ursúa tenía alguna premonición, porque al día siguiente, que era el 27 de diciembre, salió de su bohío, fue a visitar a tres soldados enfermos, con los cuales estuvo largamente de plática, después conversó con otros en buena amistad y el resto del día anduvo por el real con expresión risueña y amistosa. Al parecer, se había señalado un nuevo plan de conducta y estaba jugando la carta de la simpatía y la campechanía.
Por la tarde anduvo a caballo por los alrededores. Ursúa entendía la jineta y la brida y era hombre galante bien vestido y pulido. Incluso en aquellos lugares andaba aderezado como por la ciudad. Parece que tenía una idea mezquina de los demás, porque les prometía el oro y el moro hasta que los tenía sometidos y entonces olvidaba sus promesas y mostraba por ellos algún desvío. Tal vez era demasiado joven y no había aprendido aún que el hombre, cualquier hombre, no necesita ni quiere ser tal vez amado, pero sí que necesita y quiere ser tenido en cuenta.
Olvidar aquello era grave y traía complicaciones y dificultades.
Estaba Lope en la puerta de su casa cuando pasó por delante el gobernador y le dijo sin detenerse:
—¿Qué hay de bueno, Lope de Aguirre? Felices pascuas.
—Felices y no tan felices, según como se mire.
—Hayan vuesas mercedes fe en mí que vamos a buen puerto.
—¿Y qué garantía nos da vuesa merced?
—Mi palabra y mi espada.
—Espada y palabra tiene cada cual, hasta el más ruin.
Ursúa lo miró, sorprendido, y siguió al trote sin responder.
Sucedió aquella noche algo extraño y misterioso que después dio mucho que hablar. Cerca de la casa donde vivía el gobernador estaba la del comendador de Rodas, hombre grave y apersonado, que se llamaba Juan Núñez de Guevara, amigo del gobernador. Estaba paseando frente al bohío donde solía dormir, porque hacía mucho calor y andaba desvelado, cuando vio detrás de la casa del gobernador una forma humana que dijo en voz grave y no muy alta:
—Pedro de Ursúa, gobernador del Dorado y de Omagua, Dios haya piedad de tu alma.
Guevara fue a ver quién había dicho aquello y delante de los ojos se le deshizo el bulto y no vio a nadie.
Al día siguiente, el comendador, que no era de los conspiradores y nada sabía de sus planes, contó el caso a algunos amigos y sabiendo que Ursúa estaba aquellos días un poco enfermo pensaron que quizá era un anuncio de muerte natural.
Eso creían todos. El comendador Guevara era hombre que necesitaba pasear. Cuando estaban navegando en el río y no podía pasear se ponía impaciente, sacaba su cabeza a la brisa, haciendo flotar en ella sus barbas de capuchino, y miraba al agua, porque con la sensación física del movimiento del barco se calmaba un poco.
Cuando bajaba a tierra, lo primero que hacía, después de elegir su vivienda si la había o el lugar de la playa donde dormir, era ponerse a pasear con las manos a la espalda y la mirada en el suelo.
Aquella noche, al oír la voz, que no era siquiera una voz temerosa, sino sólo grave y monitora, se detuvo un momento extrañado, luego acudió a ver y no halló a nadie. Estuvo pensando Núñez de Guevara en aquello toda la noche. El año nuevo, el día primero de enero de 1561, vio al gobernador dirigirse hacia la selva por la mañana con Juan de Vargas y volver después con una garza blanca, viva, que aleteaba asustada.
Era aquélla un ave hermosa de veras y decía el gobernador que la llevaba para domesticarla en su casa y dársela a la pequeña viuda de nueve años que se les incorporó en los Motilones. Aquella niña quería tener un pájaro y siempre hablaba de las garzas blancas, porque su abuela, cuando murió, se convirtió en una de ellas, decía.
Aquel día seguía Ursúa mostrándose jovial y amistoso. Juan de Vargas le acompañaba con su expresión impasible y fría.
Desde la puerta de su bohío los veía regresar Lope de Aguirre, quien se decía entre dientes:
—No saben lo que va a sucederles hoy. ¿Creen vuesas mercedes que todo es gobernar y tenientear y recibir mercedes y llenarse en plena juventud de encomiendas y de rentas y de honores? ¿Qué han hecho vuesas mercedes para merecerlo? ¿Y en qué les soy yo inferior a Pedrarias o Montoya? Hace tres días que Vargas no me responde al saludo y dicen que está medio sordo, pero yo me lo sé mejor y pronto nos veremos las caras y decidiremos quién saluda y quién responde. Yo tengo más don de discernimiento en esta uña que vuesas mercedes en todo el cuerpo y antes de mucho Dios amanecerá y medraremos. Podríais aprender lo que yo valgo, pero ya será tarde para que os aproveche el conocimiento. Lo que valdré mañana lo he valido ayer y lo valgo hoy, pero vuesas mercedes no se han enterado. Los otros, tampoco. Ni Pizarro, ni Almagro, ni el marqués de Cañete. ¿Qué clase de ruindad es la de vuesas mercedes? A mí me basta con echar la vista encima de un cristiano o de un pagano para saber los puntos que calza y lo que puede hacer y no puede hacer. Y vuesas mercedes no han sabido ver en mí lo que está bien a la vista. Jugad con la garza blanca, que poca ocasión va a quedaros para retozar con las cosas de este mundo, gandules, cobardes, bellacos, ruines. Jugad, jugad con la garza, que bien os va a sobrevivir esa garza real.
Lope conocía aquella ave, que tal vez era con el papagayo la más hermosa del país. Había ido también Lope al bosque con Elvira y el pajecico. A aquellas garzas las llamaban garzas reales, porque se parecían a las de España.
En la selva, Antoñico quería que la niña oyera a aquella otra ave que decía su nombre, pero no lo consiguió. En su lugar oyó otras cosas. Las voces tenían un eco extraño, como si estuvieran dentro de una enorme catedral. Y algunas aves parecían hablar castellano y aún se diría que lo hablaban. No tardaron el paje y Elvira en bautizar a algunos pájaros según lo que decían y así había un ave grande y de hermoso plumaje que llamaron desde entonces Bien-te-vi, porque era aquello lo que decía con su canto:
—¡Bien-te-vi!
Otros pájaros no decían nada, pero también los llamaban los soldados y los indios por el sonido de sus voces. Así pues, estaba el acuraú, el moirucututú y el jacurutú, este último bastante lúgubre, que no aparecía hasta el anochecer. Por eso la consideraban los soldados un ave de mal agüero.
Recordaba Lope aquellas cosas viendo al gobernador y a su teniente desaparecer entre los bohíos del poblado.
Quiso el comendador Guevara avisar a Ursúa de aquellas voces siniestras que pidieron a Dios piedad para su alma, pero pensó que aquellas voces las pudieron haber oído el mismo Ursúa o doña Inés. Si no las oyeron, nada sacaba llevando a su ánimo la zozobra y la angustia.
Además, no creía el comendador Guevara que aquel augurio fuera a cumplirse tan pronto en el caso de que se cumpliera. Finalmente pensó que sus oídos pudieron engañarle.
Aquel mismo día envió Ursúa otro destacamento mandado por Sancho Pizarro en una dirección distinta de la que había seguido Galeas. Fueron a aquella misión muchos de los amigos más íntimos del gobernador, con lo cual éste pareció quedar más desamparado que nunca. Sancho Pizarro, que, aunque extremeño y con aquel nombre, no era pariente de los conquistadores del Perú, sufría como él decía de un mal que los demás no tomaban en serio, pero que para él resumía todas las miserias. El aburrimiento. Había nacido para hacer algo difícil y cuando no podía hacer nada inventaba dificultades falsas y se ponía a salvarlas. Con eso molestaba a veces a los otros.
Tenía la obsesión de la acción y sabiéndolo Ursúa le encomendó aquel servicio y le dio de plazo seis días para regresar con los informes que hubiera podido recoger. Llevaba un grupo de veteranos expertos y también la india caricuri, que sabía varios idiomas de los que se hablaban en el Amazonas.
Además de la advertencia de la sombra monitora, aquel mismo día último del año, estando reunidos en el bohío de Zalduendo los conjurados, les oyó un criado negro a quien llamaban Juan Primero (cuando le preguntaban algo, antes de responder se ponía a reflexionar y decía: «Primero…», y de ahí le venía el apodo). El negro Juan oyó que iban a matar a Ursúa aquella noche.
Pensando que por aquel favor Ursúa le devolvería la libertad, quiso ir a avisarle. La primera vez fue a media tarde. El gobernador estaba con doña Inés y a las importunidades de sus pajes, que le decían que era cosa importante, contestó de mala manera. Juan Primero pensó si dejaría aquel mensaje a los criados, pero el asunto era demasiado grave y decidió volver.
Después de haber comido Zalduendo, el negro pudo salir otra vez y llegar a la casa del gobernador, pero Ursúa estaba aún —u otra vez— con doña Inés y como solían los dos andar medio desnudos o desnudos del todo por la fuerza del calor, no quisieron abrirle. Entonces Juan dijo a otro negro cocinero del gobernador lo que sucedía. Al oírlo el cocinero se tapó los oídos:
—¿A mí qué me venías con eso, hermano? ¿Qué más se me da?
—Pues la vida de su eselensia es.
—Ésas son cosas de cabayeros y a su mersé Juan Primero ni le va ni le viene.
—Díselo no más a su eselensia.
—Si se lo diré o no se lo diré yo lo veré, hermano, que las cosas de cabayeros son altas para entenderlas los pobres morenos esclavos, como vos y como yo, y además, fásil es que el señol no abra la puerta y si no la abre, ¿cómo se lo voy a desí?
Se marchó Juan, temeroso de que Zalduendo lo echara en falta y sospechara.
Así, por una razón u otra, nadie avisó al gobernador.
Sería ya medianoche cuando la gavilla de los conjurados se reunió en casa de don Hernando. Para asegurarse de que Ursúa estaba solo enviaron al criado mestizo de Guzmán con el pretexto de pedir un poco de aceite al cocinero del gobernador. El mestizo, que había estado muchos días castigado por Ursúa en el cepo y el remo, se prestaba con gusto a cualquier clase de complicidad. Volvió poco después diciendo que don Pedro de Ursúa estaba solo y que todos los demás dormían, incluso el cocinero negro, a quien tuvo que despertar.
Dejaron pasar algún tiempo todavía y poco antes de las tres de la mañana —que es la hora llamada en los campamentos del último cuarto o el cuarto de la modorra—, cuando más descuidado estaba todo el mundo, salieron en tropel. Iban delante Montoya y Cristóbal Hernández, con las espadas desnudas, pero antes de entrar esperaron a que los demás conjurados tomaran posiciones para asegurar la empresa. Quedó Aguirre guardando la puerta principal y se pusieron otros al pie de las ventanas.
Entraron Montoya y Hernández y hallaron al gobernador desnudo en una hamaca hablando con un pajecillo llamado Lorca. Al ver entrar a los dos hombres armados, se incorporó Ursúa y dijo:
—¿Qué es esto, señores?
—Ahora lo veredes —dijo Montoya y le dio una gran estocada que le atravesó las costillas por el lado derecho.
Herido, aunque no de muerte, Ursúa se levantó y fue a coger un broquel y una espada, hablando con la boca llena de sangre, pero recibió varias cuchilladas más y cayó muerto sobre unas ollas donde solían guisarle de comer, de modo que el contenido de una de ellas se volcó sobre su cuerpo. Las últimas palabras de Ursúa fueron pidiendo confesión.
Ya muerto, le dieron todavía de estocadas, y por no ser menos y afianzarse en la confianza de los demás, el mismo don Hernando, que estaba fuera con Aguirre, entró y en presencia de todos clavó su espada en el cuello de Ursúa. Con aquello quería decir que se hacía responsable de lo hecho y no pedía en el futuro menos responsabilidades que los demás ante la justicia, si el caso llegaba.
Recordaba Lope aquella noche que don Hernando había sido amigo íntimo del muerto, que algunas noches dormía en su mismo cuarto en otra hamaca y que comían juntos muchas veces. También recordaba que le había dicho don Hernando que no solía ir a ver a Ursúa sino cuando era llamado, para evitar encontrar sola a doña Inés y con eso dar lugar a alguna clase de recelo del enamorado.
Pero los tiempos habían cambiado.
El cocinero del gobernador se golpeaba con los puños la cabeza, repitiendo: «Cosas de cabayeros son, pero yo podría haberle avisado y eso me valdría la libertad». Nadie sabía a qué se refería ni eran momentos aquéllos para averiguarlo.
Zalduendo se puso a gritar: «Muerto es el tirano, ¡viva el rey!». Al escándalo acudieron otros soldados. Entre ellos llegaba Juan de Vargas, frío e impasible como siempre y armado con cota y peto, preguntando:
—¿Qué sucede, señores? ¿Por qué están vuesas mercedes aquí a estas horas?
Lo rodearon poniéndole lanzas y espadas al pecho y dos de ellos comenzaron deprisa a desarmarle. Habiéndole quitado ya una manga de la loriga o sayo de armas, Martín Pérez, hombre de muy pocas palabras, pero presto a la acción, no quiso esperar más y metiendo la espada por debajo de una axila de Vargas le dio una estocada a fondo de tal modo que saliendo el arma por el costado contrario hirió —ironías del azar— al otro Juan de Vargas, al de Canarias, que estaba muy atareado desarmando a la víctima.
Con la estocada de Martín Pérez habría tenido bastante el teniente general, pero le dieron muchas más hasta cerciorarse de que estaba muerto.
El de Canarias iba malherido también, pero no lograba hacerse oír de Loaisa el cirujano ni de nadie que pudiera curarlo. Por fin se dejó caer contra la casa del gobernador decidido a morir y llamó al padre Portillo, quien llegó a confesarlo creyendo que estaba realmente en las últimas. El de Canarias hizo una confesión de crímenes de todas clases y perversiones y aberraciones. Pero era ya de día y no había muerto. Lo mismo el herido que el cura parecían un poco decepcionados.
En el campo todos gritaban: «¡Viva la libertad!». O bien: «¡Muera el tirano y viva el rey!». Con las voces despertaron al resto de la tropa, pero muchos no se atrevían a salir de sus bohíos, porque aunque no podían imaginar lo que estaba sucediendo, sospechaban que en el motín había sangre.
Vargas, el canario, no murió de aquella herida y siempre que veía al padre Portillo lo miraba con recelo, entre tímido y airado, y acababa por decirle a media voz: «Secreto de confesión era, curita del diablo, y mucho ojo con lo que se habla».
Todos pensaban entonces en las particularidades de la vida de Ursúa. El tres debía ser el número funesto del gobernador, porque vivió sólo tres meses y tres días desde que embarcaron y fue asesinado a las tres de la mañana.
Eso decía la mulata doña María, versada en supersticiones y muy excitada con aquellos sucesos, como se puede suponer.