IV

Ursúa se estaba horas enteras en su camareta de la cubierta viendo las aguas del Amazonas y pensando en su propio destino, que nunca le había causado inquietud. Por eso no era supersticioso, ya que la superstición es la forma más frecuente del miedo al destino.

Inés le decía:

—¿Qué miras?

Todo era motivo de broma para ella, todo menos su amor. Cuando quería llamar a sus criados nunca se acordaba del pequeño orden establecido por Ursúa: un golpe de gongo —había uno colgado cerca de la puerta— era para el paje, dos para la doncella, tres para el indio, cuatro para el comandante de la guardia. Inés no se acordaba.

De nada se acordaba nunca Inés ni falta que hacía, según le decía a Ursúa, cálida y rendida.

Había acordado que Inés no llamaría nunca estando Ursúa fuera porque la presencia del centinela o del comandante de la guardia cuando esperaba a la doncella habría sido incómoda, sobre todo estando como estaba, casi siempre medio desnuda.

Inés se sentía a menudo fuera de sí. «Me gustaría —decía en éxtasis— ser creyente religiosa y que hubiera infierno y condenarme por ti, amor mío».

En cuanto al gobernador Ursúa, no hablaba apenas porque el calor sostenido día y noche imponía una vasta pereza, pero cualquier detalle, cualquier movimiento de Inés, renovaba su deseo.

Por ejemplo, a veces Inés tenía su graciosa barbilla y su hociquito perlados por el sudor, y estando sus manos ocupadas se secaba sus labios y su barbilla contra el hombro derecho y tal vez luego contra el izquierdo, con un movimiento rápido como el de una graciosa ave. Ursúa sonreía, y acercándose besaba aquel hociquito prodigioso.

En el bergantín segundo, la instalación de la Torralba y de Elvira no era muy cómoda. Una vez dentro de aquel recinto estrecho, con las dos hamacas colgadas y bamboleantes, todo estaba bien, pero para entrar y salir había que hacer alardes de acrobacia. La niña los hacía graciosamente y se preciaba de ello. La Torralba no podía. Y cuando iba a salir tenía que doblarse como un número 4 y asomar fuera una de sus rodillas desnudas (por ella sabían los otros que ella iba a salir y le hacían lugar). No podía menos la Torralba de mostrar aquella rodilla desnuda porque nadie llevaba medias en aquella tierra de los equinoccios. Y porque la única falda se levantaba, quisiéralo o no, al alargar la rodilla doblada por aquel pasadizo único.

Inés, que era delgada y ágil, pasaba entera por donde la Torralba podía sólo meter su pierna doblada.

—Sois una lagartija, niña mía —le decía la dueña, que le había tomado verdadero cariño.

La misma dueña solía decir: «No hay mal que por bien no venga. Con estos recios sudores desta tierra tenemos los cuerpos limpios como patenas. Sin necesidad de bañarnos». La vida entera era en aquellos lugares como un baño constante, no muy placentero, como no suelen serlo las cosas que nos son impuestas y que no hacemos por nuestro propio deseo.

Era a veces difícil respirar, tan difícil como en un baño turco.

Seguían río abajo y fueron a dar de pronto en un pueblo rodeado de enormes selvas y abandonado recientemente por sus habitantes.

Se llamaba el pueblo Carari, según supieron después, y se instaló allí al ejército entero con guardias y vigilancia. Como en otras ocasiones —la última vez en la isla que quedó bautizada con el nombre de García en honor a García de Arce—, el mejor aposento fue para el gobernador y para doña Inés y era un gran bohío con todas las comodidades que se pueden encontrar entre indios salvajes. Pieles de animales por todas partes y plumas de papagayo blanco o verde. También un mono amaestrado que saltaba al hombro de doña Inés y parecía hablarle al oído.

Los pajes se divertían mucho con él.

—Ahora comienzo a comprender —decía Inés mirando alrededor, satisfecha— que este viaje nuestro es un verdadero viaje de novios, a pesar de todo.

Añadía que en un lugar como aquél podría pasar toda la vida. No sola, claro.

—¿Con el mono? —preguntaba el gobernador, jovial.

Viéndolos tan felices, el padre Henao volvió a hablarle a Ursúa de casarse, pero el gobernador respondió impaciente:

—Si me caso o no será cuando yo diga y no cuando diga vuesa reverencia; así que no volváis a hablarme del asunto.

Y aunque estaba muy amartelado con su cholita, pensaba como el pastor del romance:

… que mujer tan amorosa

non quiero para mí, non…

Al menos, como esposa legítima y señora de su hogar. Ella tampoco se lo exigía. Ella no le exigía nada a él.

Hicieron exploraciones por los alrededores buscando señales de humanidad viviente, pero no hallaron a nadie. Se veían a veces algunos indios en piraguas acercándose recelosos, pero nunca bastante para que valiera la pena salir a su alcance.

Después de algunos días, sin embargo, un cacique acompañado de algunos indios se acercó en son de paz y Ursúa le dio collares de vidrio.

El cacique se marchó contento y poco después fueron llegando otros indios con comida, esperando merecer los mismos regalos de Ursúa, quien se mostraba liberal e iba poco a poco contrarrestando los efectos del terror desplegado por Arce en su isla, que ellos se habían enterado porque el miedo se propaga con la velocidad de la luz.

Por codicia, los soldados comenzaban a investigar a ver qué más podían ofrecer los indios, y el gobernador dio un bando diciendo que si algún soldado cambiaba o rescataba algo a espaldas suyas sería castigado, ya que había que tratar con el mayor tino a los pobladores de aquellas tierras si querían merecer su amistad y conseguir su alianza. A pesar de todo, algunos soldados cambiaban objetos a escondidas, a veces por las buenas y a veces obligando a los indios con amenazas y mojicones y coces.

Dejaron aquella población cuando vieron que no ofrecía ventajas mayores y siguieron río abajo. Al anochecer se detenían, como siempre, en tierra para dormir. Y aunque los indios huían, poco a poco regresaban y era evidente que habían tenido noticias de la conducta de Ursúa en el pueblo anterior, y eso los hacía más confiados y amistosos.

Aquella noche, algunos soldados se aventuraron hasta la entrada de la selva. Hacía luna clara. Eran los árboles tan espesos que parecía imposible penetrar, y Lope, que era curioso de novedades más por las preguntas que le hacía su hija que por sí mismo, se propuso volver al día siguiente con la luz del sol.

Y así lo hizo.

La vegetación era todavía más espesa de lo que prometía la noche anterior.

Había muchas clases de palmeras, y a simple vista, y sin ser experto, se podían distinguir hasta cinco o seis, unas de altísimo tallo recto, con una tufa de palmas como las de la pascua florida. Otras iguales de tallo, pero con palmas de abanico en lo alto; otras, aun en las cuales las palmas se desplegaban desde el suelo alrededor del tronco y más variedades todavía, combinando diferentes formas y hasta colores porque había una palmera color marfil, casi blanca, en lugares donde no entraba nunca el sol.

La abundancia de palmeras por todas partes —árbol que en Europa sólo tenía carácter suntuario— daba a la selva un aspecto de gran parque señorial. Acercándose un poco se veía que los señores de aquel parque, cuyos confines no se podían imaginar, eran los monos, los jaguares, los pumas, los tapires, las onzas y mil especies y subespecies y familias.

Los indios se acercaban a la selva con alguna confianza, aunque no siempre ni en todas partes. Sabían que la selva podía tragárselos, igual que el río y el mar.

Ursúa envió a Pedro de Galeas con una tropilla a descubrir terreno, señalándole un plazo de seis días, al cabo de los cuales debía estar de regreso y partió el capitán con su gente y fueron caminando tierra adentro por las márgenes de un estero que se comunicaba con el río. Cerca y a poca distancia dieron vista a unos indios que regresaban a la aldea con cargas de comida pensando que los españoles se habían marchado ya, pero al ver a Galeas y a sus soldados abandonaron la carga y salieron corriendo. Los soldados no pudieron alcanzar a ninguno porque iban ligeros y conocían mejor la tierra. Pero poco después hallaron una india que parecía confiada y que por señas dijo que no era de aquella provincia, sino de otra hacia el Oeste que estaba a cinco soles —cinco días— de distancia. Era muy amistosa, y aunque a Galeas le pareció poca presa para llevarla a Ursúa, regresó con ella al real. Allí encontró sorpresas. Todo el mundo estaba alertado y mohíno y algunos armados con todas las armas, a pesar de las recias calores.

La causa era Alonso de Montoya, que se mostraba levantisco. Cuanto más se alejaba de sus tierras en los Motilones, menos esperanza tenía Montoya de volver y más alacranada —así decía Lope— se sentía su conciencia contra Ursúa. Los hierros que éste le había puesto en los astilleros antes de partir le habían sido quitados hacía tiempo y Ursúa quiso ganar su amistad invitándole más de una vez a comer con él y con Vargas. Decía Montoya a todo que sí, pero guardaba su recelo y su mala fe y esperaba una oportunidad.

Había tratado Montoya de convencer a algunos grupos de soldados para que desertaran con él y volvieran al Perú y Ursúa se enteró, pero quiso ser clemente y hacerse el desentendido recordando que le había castigado duramente en los astilleros antes de partir. Por otra parte, la conspiración de Montoya no llegó a manifestarse y el disimulo por los dos bandos fue bastante para pasarlo por alto. La tercera vez no pudo menos que darse Ursúa por enterado, porque fueron varios soldados a buscarle y repitieron delante de él las mismas palabras que Montoya había dicho. Les proponía apoderarse de algunas embarcaciones como balsas y chatas y volverse al Perú remando río arriba. Aunque con visibles deseos de benevolencia, Ursúa tuvo que castigarlo y lo puso a remar por algunos días como un galeote.

—Me han dicho —le dijo Ursúa— que queréis dejar el bergantín y volver río arriba.

—Es verdad —confesó él, retador.

—Pero aunque dejéis el bergantín es posible que el bergantín no os dejara a vos, Montoya.

Él callaba y remaba. Era hombre que tenía muchos amigos entre la gente civil de la tierra de los Motilones y aun de Lima. Se sentía por eso tan fuerte como Ursúa. Desde el primer incidente grave en la orilla del Huallaga había dado a entender a Ursúa que no lo perdonaba y que nunca volvería a ser un amigo. Pero Ursúa tenía en sí mismo una confianza sobrehumana, aquella misma confianza que le reprochaban Lope de Aguirre y otros, repitiendo a sus espaldas:

—¿De dónde le viene eso de creerse superior a nosotros? ¿Quién se figura que es?

Se le acercaba Lope de Aguirre a veces a Montoya y le hablaba bajo mano. Aquel hombre que remaba entre dos negros en la chata grande había hecho en Indias algunos hechos brillantes de armas a poca costa —una herida en el pecho y otra en un brazo—, un asentamiento con indios, alguna fortuna y un solar con señorío y esclavos. Lope, viéndolo en desgracia y en pugna con el gobernador, no comprendía, por un lado, la paciencia de Ursúa ni, por otro, tampoco la constante inquina de Montoya, quien no se doblaba a las amenazas, como no se acomodaba tampoco a las caricias y a las amistades.

Sentía Lope que en aquel hombre había como un advertimiento providencial y que debía oírlo y aprovecharlo. Hacer causa común con él era prematuro antes de tener un grupo de incondicionales en el campo. Sería como declararse candidato al mismo castigo sin la menor posibilidad de salir adelante en ninguna clase de intriga contra Ursúa. Y aunque simpatizaba con Montoya miraba a un lado y a otro sin saber qué decidir. «Si a mí me condenara al cepo o a remar, lo mataría a Ursúa». Lo mataría, entre otras razones, porque no podía tolerar Lope la idea de que su hija Elvira lo viera en aquella humillación.

Todos iban apercibidos viendo que Ursúa mostraba mal talante y andaba en interrogatorios y apercibimientos y amenazas. Lope lo miraba desde lejos, y recordando a Montoya en el remo decía para sí: «Qué mal haces, Pedro de Ursúa, en ofender y dejar con vida al hombre a quien ofendes».

Mucha arrogancia era, y Lope la atribuía al desdén de los demás que tenía Ursúa en lo más genuino de su carácter y que trataba en vano de disimular. Luego Lope veía el bergantín varado en la playa y pensaba:

—Se cuartea en la arena como un animal herido. Como Montoya.

Al oscurecer, cuando la gente parecía más retraída, salían los negros que solían formar rancho aparte y comenzaban, como los animales nocturnos, a alegrarse. Inés los veía desde su bohío con cierta sensación de riesgo y decía a Ursúa:

—Son negros y se adelantan a la noche. Negros que van delante de ella.

—¿Cómo es eso? —preguntaba Ursúa distraído.

—¿No lo ves? Ahora se van a poner a celebrar su fiesta porque se acerca la noche. Para ellos la noche es como su madre negra.

—¡Bah!, son esclavos. Déjalos con sus niñerías.

Casi siempre era Bemba el que tenía la iniciativa del primer sarao. Y una de las cosas que se proponían en aquellas fiestas era demostrar a los blancos que les tenían sin cuidado sus problemas. Bemba parecía animarse cada día al oscurecer, al mismo tiempo que despertaba la selva, y ahora alzaba una mano en el aire doblando el brazo y salía al centro del corro con pasos de baile, la cabeza temblorosa:

—Dime que vaya al convité.

—¿Para qué?

—Al convité de su mercé.

—Yo te diré.

—Al convité del capitán.

—Él te dirá.

—Al convité de carne y vino donde se embriaga la mamá. Al convité.

—Yo te diré.

—Dime que vaya al convité donde se embriaga el coronel.

—Yo te diré.

—El general se va al cuartel y allí no más te va a arrestá.

—Él me dirá.

Los miraba desde lejos Lope de Aguirre y decía entre dientes:

—¡Cómo se divierten los bellacos!

Comprendía Lope que eran gente distinta, con otras preocupaciones o tal vez sin preocupación alguna. Y no los quería, pero los cultivaba sin saber exactamente por qué. Es decir, sabía que a veces uno de ellos cortaba cuatro cabezas humanas y aquello tenía alguna clase de mérito.

La india atrapada por Galeas, que era mujer afable, habló mucho delante del gobernador —con intérpretes—, y por lo que dijo comprendió Ursúa que no estaba aún en la tierra de los Omaguas y que no valía la pena detenerse a explorar. Tenía miedo Ursúa a algunas cosas: a los mosquitos de tierra, que eran más y peores que los del río; a la naturaleza vegetal y animal —lujuriosa y agresiva—, y, sobre todo, a que los fustes y armazones de las quillas de las embarcaciones acabaran de descoyuntarse o de pudrirse. Por allí debía haber termitas hambrientas.

También temía que la impaciencia y la mala voluntad de la gente —que parecía recrudecerse en tierra— llegara a alguna clase de extremos. Si esto sucedía antes de llegar al Dorado, su autoridad se debilitaría peligrosamente. Y Ursúa comenzaba a dormir mal lo mismo a bordo que en tierra. Lo atribuía al calor. En cambio, los soldados, que dormían muy mal en las embarcaciones por falta de espacio, descansaban mucho mejor en tierra y estaban deseando que llegara la noche para desembarcar.

Mandó Ursúa volver a bordo y con las primeras luces del día salieron otra vez río abajo.

Era aquélla la parte central del Amazonas con sus promesas y sus peligros, entre los cuales había que contar las flechas envenenadas y las cerbatanas y también una clase de peces pequeños que hacían difícil la pesca. Cuando los anzuelos iban cebados con otro pez, éste era devorado inmediatamente por aquellos seres minúsculos que, sin embargo, no mordían el anzuelo, y si lo mordían, no valían la pena por su pequeñez.

Era peligroso nadar en el río si se tenía alguna herida aunque fuera pequeña, y los peces olfateaban la sangre porque aquel olor los hacía voraces y agresivos.

Hicieron la prueba con el mono que había llevado a bordo el negro Alonso. Lo arrojaron atado por los riñones, y el animalito estuvo nadando sin que le sucediera nada. Luego le hicieron una pequeña herida en el rabo y volvieron a arrojarlo. Tres minutos más tarde sacaron su esqueleto limpio, como si no hubiera tenido nunca carne encima.

Días después, a un indio le pasó lo mismo.

El Amazonas seguía mostrando sus misterios y sus peligros.

Desde la isla de García de Arce habían navegado ciento setenta y dos leguas.

Una noche, al salir a tierra para dormir, vieron que los indios no huían. Era aquel pueblo de las provincias llamadas de Caricuri. Otros decían de Manocuri y tardaron en comprender que los dos nombres iban juntos y eran los de una misma región.

Llevaban los indios algunas pequeñas joyas de oro bajo que, naturalmente, despertaron la codicia, y Ursúa condenó a bogar en los remos a diez soldados, a quienes sorprendió haciendo cambalaches por su cuenta.

Montoya había sido perdonado o tal vez acabó de cumplir su castigo; el caso es que no remaba ya.

Tenían aquellos indios las caras más raras que habían visto hasta entonces y se deformaban voluntariamente hasta extremos grotescos y a veces espantosos. Se consideraban los dueños del Amazonas, y así se lo dijeron a Ursúa con intérpretes. El gobernador se enteró de otras particularidades notables. Los primeros pobladores del Amazonas de los que había memoria eran los araucos, hasta que llegaron los tupiguaraníes. Estos últimos eran menos oscuros de piel, pero con caras apaisadas, de gatos, a veces más anchas que largas, y ojos oblicuos, que les daban una apariencia poco humana.

Como digo, se deformaban voluntariamente y había hombres cuya cara era toda nariz y otros con los labios saledizos y hocicudos como los de los cerdos. Las mujeres que iban en la expedición de Ursúa, aunque fueran indias, miraban con horror aquellas caras. Dedujo Ursúa que los indios se deformaban para atemorizar a las tribus vecinas.

Todos aquellos indios usaban la cerbatana. Y Bemba se acercaba a alguno de ellos que tenía el extremo de la cerbatana en los labios y le decía:

—A mí no me sopla vuesa mersé, indio puerco.

El indio, sin comprender, apartaba la cerbatana de sus labios corriendo. Sus sonrisas a menudo en aquellos labios deformados eran horribles.

Se quedaron allí algunos días.

A solas por la noche, Lope, como siempre, pensaba en sí mismo, pero no monologaba, sino que, acercándose al bohío de Montoya, trababa conversación con él. Estaba siempre Montoya de un humor venenoso e irascible y no solía escuchar a nadie.

—¿Por qué no me mata ese gabacho cornudo? —preguntaba a Lope.

Lope le dijo:

—Es verdad, en su caso yo os habría matado. Pero Ursúa no mata a nadie porque es Dios benigno que vela por nuestro bien desde las alturas. Y, además, no gobierna. Sólo gobierna en la cama —decía Lope—, y es que la tal Inés le ha debido dar hechizos.

Algunos se recataban de Aguirre porque lo creían imprudente y no querían ir demasiado lejos.

—Yo también soy de los alacranados —dijo un día a Montoya— y quiero estar en vuestra confianza.

Los resentidos comenzaban a reunirse cada noche con Montoya y éste llevó consigo a Lope. En aquella primera reunión Aguirre, a fuerza de juramentos y blasfemias, se hizo escuchar mejor que Montoya. Y era mucho más radical.

Había bastante confusión en cuanto a los bienes de la armada y el gobernador ordenó que se hiciera inventario de las cosas que pertenecían al ejército y estaban, por lo tanto, bajo su jurisdicción.

Se levantó algún alboroto como consecuencia de aquellas órdenes. Lope agitaba y voceaba y amenazaba y muchos le daban la razón, contagiados de su dinamismo agresivo. Montoya parecía llevar, sin embargo, la iniciativa del descontento, hasta entonces.

Una gran parte de los soldados se disponían a volver al Perú desertando de la expedición. Faltaba sólo señalar el día y la hora.

A fines de noviembre levantaron otra vez el campo y fueron navegando dos jornadas hasta el pueblo de Mococomo, donde se trató más en secreto y con mayor determinación el negocio de la fuga. Lope se mostraba taciturno y silencioso, pero preguntado y obligado a hablar, alzó la mano y dijo nada menos lo siguiente: «Dejar el campo, huir y volver al Perú es una determinación mezquina y de hombres civiles y ruines. Al fin será una fuga y escape como otros. Lo que yo propongo es dar muerte al gobernador y apoderarse de la armada». Se hizo un gran silencio. A todos les pareció aquello cosa muy grave, aunque no disparatada. Algunos miraban a Lope desde entonces con respeto, pensando que se jugaba la cabeza al hacer en público declaraciones tan radicales. La idea de matar a Ursúa no pareció mal a algunos como Zalduendo y La Bandera, que se morían por doña Inés. Otros cogieron miedo y no volvieron a aquellas reuniones secretas. Lope los miraba de reojo y murmuraba entre dientes, tocando con su mano la daga como si fuera un talismán.

Al día siguiente antes de embarcar hubo dudas. La tarea del inventario no estaba acabada y acordó el gobernador quedarse un día más.

Soldados orientados por indios de aquel lugar fueron de caza y se enteraron de cosas curiosas. La mejor pieza que se podía cobrar en el Amazonas era la huangana, que no faltaba por allí y llamaban así a una especie de jabalí. Era un animal inteligente que para cazar formaba con otros muchos un vasto círculo y luego iban todos reduciéndolo y estrechándolo y comiéndose todo lo que hallaban dentro, vegetal o animal. El mayor enemigo de los huanganas era el tigre. Éste solía estar al acecho y caía sobre el último cuando caminaban en manada, es decir, en hilera dentro de la selva. El último suele ser el más débil y además podía atacarlo el tigre sin ser visto por los otros.

Pero la víctima chillaba y entonces acudían los huanganas en su auxilio.

El tigre tenía el cuidado y precaución de herir al huangana en algún lugar crítico —el cuello, la yugular o el corazón o los cuartos traseros—, de modo que no pudiera caminar, y después se subía a un árbol a esperar que los otros se marcharan. Cuando por fin seguían su camino, dejando al herido abandonado a su triste suerte —lo que tarde o temprano sucedía—, el tigre bajaba y se lo comía. Pero a veces sucedía que el árbol adonde el tigre trepaba estaba carcomido por los líquenes o la vejez o las hormigas y entonces se doblaba y caía con su peso. En ese caso el agresor estaba perdido, porque los valientes huanganas le atacaban en masa y de un modo u otro acababan con él. Y además se lo comían. Eran muy voraces los huanganas y ocasionalmente carnívoros como los cerdos.

Todo era voraz en el Amazonas; los peces, los animales de tierra, el sol y, sobre todo, los minúsculos mosquitos.

Había oído Lope de Aguirre la historia de los huanganas y los tigres y decía que el tigre, antes de atacar, debía estar seguro de que el árbol al que iba a acogerse no estaba podrido por dentro. Y el hombre debía pensar en aquel ejemplo. La selva ofrecía ejemplos para todos los casos de la vida.

Cavilaba Lope por la noche en aquello y al final llegaba a la conclusión de que no había entre los enemigos de Ursúa nadie tan resentido como él mismo. Montoya sabía en qué se le había ofendido y sabía también que un día se vengaría. El resentimiento era contra Ursúa nada más. Pero el de Lope lo era contra los hombres todos, contra el cielo y la tierra, contra el rey y contra Dios. Los otros se daban cuenta de que algo fatídico y sombrío dominaba en la voluntad de Lope, pero no sabían qué. Ya no llamaban a Aguirre el loco, porque veían que no era la razón lo que le faltaba, sino todo lo demás. Le faltaba todo en el mundo menos la razón. Y él quería apoderarse, con su razón, de todo lo que le faltaba.

Montoya lo buscaba por la noche y a Lope le gustaba esperar en la puerta de su bohío que llegaran los otros en las sombras. Una vez todos juntos hablaban mucho sin llegar nunca a decidir nada concreto. Y palpaba Lope su daga, nervioso.

Sucedió que, cuando se disponían a reembarcar y seguir su viaje, el bergantín averiado acabó de irse a pique, lo que obligó a detenerse más en aquel lugar hasta fabricar balsas y canoas que lo sustituyeran.

En tres o cuatro días estuvieron las balsas y las canoas acabadas. Ursúa se condujo una vez más sin prudencia al salir de aquel pueblo, porque lo hizo sin informarse antes de lo que iba a suceder en las jornadas siguientes. Y partieron sin repuesto de víveres, pensando hallarlos en cualquier poblado ribereño, como antes.

Pasaron dos días sin hallar comida y el tercero el hambre comenzó a afligirlos a todos. Como bajaban a dormir a la playa, era de ver a aquellos hombres a veces granados y de barbas en pecho buscando bledos y otras miserias de raíces que comer y hurgar en la arena por huevos de tortuga sin hallarlos. Hasta ese alivio les negaba la naturaleza. La mulata doña María, que sentía un desprecio completo por toda clase de peligros, se alegraba, porque decía que le sobraba grasa en donde ella sabía.

—Yo también lo sé —comentaba Zalduendo con un guiño bellaco.

No se veía un ser humano por ninguna parte. Digo, indios.

La pesca, que solía ser fácil, parecía haberse retirado del río, y si durante el día soñaban con hallar algo en tierra, por la noche, cuando se acostaban hambrientos en la playa, esperaban por el contrarío hallar algo el día siguiente en el río. Y así, con las esperanzas diferidas, iba pasando el tiempo entre cuidados y necesidades.

Para descansar en la noche había que orillar las naves y exponerse a ser devorado por los animales más grandes: los caimanes, o por los más pequeños: los mosquitos. Viajaban en el bergantín y en las chatas como en coches de posta atestados, incómodos, respirando cada uno el aliento del vecino. Y pensando demasiado. Como el cuerpo no podía moverse, era la mente la que se movía, y Ursúa se daba cuenta.

Por la noche bajaban como digo y la naturaleza libre les daba una sensación de desahogo. Pero los mosquitos, los grandes murciélagos —que eran distintos en el Amazonas y al principio les habían parecido arañas volantes— y en tierra los cocodrilos representaban una amenaza de cada momento. Era la época de la incubación y las madres vigilaban los nidos de sus huevos, y más cuando aparecían los nuevos seres, hacia los cuales sentían la misma ternura que las demás alimañas tienen por sus hijos. Menos Zalduendo, que los dejaba que «se ganaran el cielo».

Y había quien dormía con el arcabuz enlazado en las piernas y vigilado de cerca por un caimán receloso, los dos hambrientos y tratando de ver quién iba a comerse a quién.

En tierra nadie reflexionaba. La mente se estaba quieta, porque el peligro mataba la imaginación.

La relativa comodidad de las playas tenía sus riesgos, y no había nunca descansos sin nuevas fatigas y amenazas.

Dormir en la playa tampoco era fácil por el estruendo de las selvas más o menos cercanas, que despertaban cada día al oscurecer y que daban la impresión de grandes ciudades en su natural agitación y tráfago. No tranquilizaba a los soldados la idea de que todos los seres que allí vivían eran animales, incapaces de hacer el mal reflexivamente, porque no era el daño lo que temían, sino el no saber lo que sucedía. Los peores sinsabores y angustias del hombre vienen de lo mismo: del no entender o del entender a medias.

El cielo era, como sucede en la línea del ecuador, de una negrura y oscuridad completa y las estrellas brillaban como en ninguna otra parte del espacio. La cruz del sur les decía que estaban en el hemisferio austral.

Hallaban en las playas muy pocos huevos de tortuga y sólo algunas repugnantes iguanas. Hasta aquellos pájaros pescadores de tierra que otras veces habían comido y que cuando son pollos se pueden coger con las manos habían desaparecido del todo.

Durante el día había que estar siempre remando para evitar que la corriente los llevara a la costa o bien para mantener las distancias y que unas naves no zalabordaran con las otras.

Más fácil parecía la navegación en el bergantín, pero había que andar también alerta y eran pocos los negros o los indios que de día tenían los brazos quietos. El que no remaba andaba tomando fondo con la sonda o manteniendo la dirección con el timón, que era un gran madero en la popa.

Pensaba Lope: «Ahora habrá que comerse el perrerío».

Se producían tremendos chubascos inesperados y a menudo con sol, lo que daba lugar con frecuencia a algún arco iris.

Decía Lope mirándolo:

—Todo el mundo se queda con la boca abierta, pero a mí nunca me ha hecho impresión eso. Un arco de colores. ¿Y qué?

Pedrarias dijo una de sus opiniones que los soldados no solían tener en cuenta. Es decir, que sólo escuchaban con respeto tres personas: doña Inés, Elvira y Lope.

—A mí tampoco me gusta el arco iris —dijo—, que es vulgar como lo son todas las cosas incomparables, es decir, las que no se pueden medir con las necesidades del hombre.

No hablaba Pedrarias de aquella manera con nadie sino de tarde en tarde con Lope.

Puso Ursúa vigilancia armada para evitar que mataran algún caballo y se lo comieran. Los otros animales menores, como las cabras y los cerdos embarcados en los Motilones, habían sido consumidos hacía días. Estaban comiéndose los perros, y Lope le mentía constantemente a su hija, diciéndole que aquella carne era cordero o lomo de cerdo. A veces ella recelaba y se negaba a comer, pretextando que no tenía hambre. Su padre alzaba la voz:

—A vuestra edad es obligado tener hambre y vuesa merced va a comer porque lo mando yo.

Alonso Esteban, el que fue con Orellana en una expedición anterior, repetía que en aquella jornada no tuvieron hambre. Dos días después le dijo Pedrarias:

—Ya nos hemos comido el perrerío. ¿No ve vuesa merced que no se oye nunca ladrar?

A pesar de todo, Ursúa y su amada comían, nadie sabía cómo ni qué. Pero al parecer tenían provisiones en reserva.

Cuando veían a Inés y hablaban con ella de las hambres que pasaban, la linda cholita parpadeaba con sus largas pestañas —las pestañas de los besos de colibrí— y hacía como si con aquellos parpadeos quisiera evitar el llanto. Pero no tenía ganas de llorar.

En el bergantín la Torralba bostezaba y decía:

—¿Por qué vinimos a esta tierra? Un país sin invierno es un país engañoso, donde sólo puede vivir la gente enemiga de Dios.

Los soldados comenzaban a sentirse atemorizados por el destino y a pensar que sus hambres, como cualquiera otra posible desgracia, no dependían de Ursúa ni de la pobreza del país, sino de una fatalidad que los llevaba a la ruina y a la aniquilación.

La mulata doña María se burlaba de la escasez y Ursúa le advirtió que no alardeara, porque la gente no creía en sus alardes y pensaba que tenía víveres escondidos. Lo que por otra parte era verdad.

Murieron algunos indios, seguramente de hambre, y sus cuerpos fueron arrojados al río, donde sirvieron —todavía y a pesar de todo— de pasto a los peces y a los caimanes.

De un modo u otro, con palabras, con el gesto, con la mirada, todo el mundo protestaba. Menos un capitán, frío e impasible, que apenas hablaba y que se llamaba Martín Pérez. Éste había evitado la familiaridad con los otros hasta extremos increíbles. Hablar de su propia hambre habría sido una invitación a la confianza y él no era hombre para eso.

Un día se quedaron en la playa en lugar de volver a las embarcaciones, esperando poder cazar algo en la selva, pero no hallaron sino monos, que parecían darse cuenta del peligro y huían y trepaban a lugares inaccesibles sin dejar de parlotear y alborotar.

—Se diría que están hablando —decía La Bandera.

—Y lo están —asentía Lope—, pero no dicen una palabra de verdad.

Era cierto que los monos nunca parecían animales honestos.

Había ido también a la selva el único soldado de veras viejo que iba en la expedición, un tal Núñez de Guevara, nada menos que comendador de Rodas. Era hombre robusto y fuerte, pero con barba blanca y calvo.

—Ustedes los viejos —le dijo Zalduendo, como siempre inoportuno— no deben tener mucho interés en la vida.

—Es lo que algunos creen y se equivocan de medio a medio —respondió él, gravemente.

Pedrarias logró cazar una iguana —animal de veras repugnante— y se lo dio a Lope, advirtiéndole: «Bien aliñada sabe como la carne blanca de pollo y Elvirica no podrá distinguir».

Lope quiso esconderla en un saco, pero el animal con las espinas de su dorso y con las uñas lo desgarró. Entonces Lope mató a la iguana con la ayuda de Pedrarias y entre los dos la prepararon antes de volver a la playa.

Algunos indios bajaron también a tierra, pero la mayoría se quedaron en las chatas y en las balsas, tan extenuados por el hambre que no tenían fuerza siquiera para evitar el sol y ponerse a la sombra.

El padre Henao iba a la caza con los soldados y Portillo se quedaba con algunos indios dándoles la extremaunción y diciendo en voz alta que no había justicia en la tierra.

Andaba el padre Portillo tan hambriento y amarillo como los indios.

Doña Inés y su azafata no salían del bergantín, donde más o menos había todavía algo que comer. En cuanto a Ursúa, se negaba a participar de sus colaciones, primero para que no les faltaran a ellas y después porque las hambres de los soldados habían llegado a un extremo en que no podía menos de compartirlas el jefe por decoro.

Uno de los que llevaban mejor su hambre era Lope de Aguirre, porque de ordinario comía muy poco y el estómago se acostumbra a la escasez lo mismo que a la abundancia.

Dos personas había a quienes nada faltó en la expedición: Inés, por el amor de Ursúa, y Elvirica, por el amor de su padre.

Los chicos, los pajes, encontraban algo en la selva como los perros sin amo en las ciudades. Pero uno de ellos fue mordido por una serpiente cascabel y murió poco después.

Hubo algunos que pensaban que en un caso extremo estaba permitido el comer carne humana —el chico muerto estaba bastante rollizo— e incluso Esteban llegó a preguntar si el veneno de la serpiente se habría extendido a todo el cuerpo y si la carne del muerto sería venenosa. Lope, que lo oyó, le dijo:

—Quita de ahí, don miseria, hideputa.

Esteban no dijo nada. Era uno de esos hombres a quienes la desgracia hace cobardes, así como hay otros —Lope, por ejemplo— a quienes exaspera y da brío y capacidades de agresión.

Los negros habían descubierto unas raíces que masticándolas bien se podían comer. No sabían bien, pero eran frescas y jugosas. Atraparon a media tarde un mono, lo despellejaron y se lo comieron crudo. Decían que la carne cruda alimentaba más que la cocida.

Al día siguiente volvieron todos a las embarcaciones y siguieron el viaje.

Los indios no decían nunca nada. No se sabía si eran felices o desgraciados, hambrientos o hartos. A su resignación, los indios cristianizados añadían una especie de desesperanza de esclavos. Como había dicho Lope una vez a Zalduendo, «esos indios en cuanto se bautizan y tienen nombre español parece que han perdido lo poco que les quedaba de seres humanos». Ciertamente, de llamarse Ixikamal a llamarse Baldomero o Felipe había alguna diferencia en peor, como decía la Torralba.

—Pero en cambio ganan el cielo cuando se mueren —añadía Elvira.

Al oír aquellas palabras de su hija, Lope de Aguirre la miraba con ternura y no decía nada.

Durante nueve días se mantuvieron los expedicionarios del aire o poco menos. Cada día murieron algunos indios más, que fueron arrojados también al río. Esteban se entretenía viendo a algún caimán atareado con aquellos cuerpos.

Las verdolagas y otras hierbas que hallaban cerca de la playa en la noche no hacían sino estimular más el hambre. No hay que decir que si quedaba algún animal vivo desapareció. Ya no se oían ladridos ni balidos de día ni de noche. Sólo quedaban los caballos.

Por fin llegaron un día a media tarde a un lugar donde la playa desaparecía y se formaba como una barranca bermeja. Se veía allí una aldea bastante grande.

Sin duda los indios los habían visto desde lejos, porque tuvieron tiempo para prevenirse y con la mayor diligencia pusieron en docenas de canoas a sus mujeres y niños con las cosas de mayor valor que tenían en sus bohíos y los hombres hábiles para la guerra formaron un gran escuadrón y se prepararon a la defensa.

—Hola, hola —decía Lope tanteando su espada.

Viendo Ursúa que aquella gente cabal de cuerpo y de ánimo y bien armada a su manera iba a romper las hostilidades, dispuso la tropa en orden de batalla. Avanzaba delante con algunos arcabuceros que llevaban las mechas encendidas, pero mostrando una bandera blanca en señal de paz. Parece que los indios lo entendieron.

Había ordenado Ursúa que nadie disparara hasta que él diera la orden. Los indios, sin deshacer su formación, seguían esperando. De sus filas salió un cacique con tantos hombres como acompañaban a Ursúa y avanzó con talante amistoso.

Al encontrarse tomó el indio el trapo blanco, hizo señales de paz y de amistad e invitó a los españoles a entrar con él en el poblado. Entretanto los indios se retiraban, pero sin perder la formación y quedando como a la expectativa.

Desembarcaron todos, incluidos los indios que podían caminar y los negros, y se quedaron a su vez esperando órdenes de Ursúa, quien con el cacique estaba organizando el alojamiento de la gente.

Consiguió Ursúa que señalaran a los expedicionarios un barrio con los víveres que en él había, que no eran pocos, ya que cada casa tenía al lado una pequeña laguna llena de tortugas de todos los tamaños, con empalizada alrededor para que no huyeran. Dentro de las casas, además, había bastante provisión de maíz y también de puerco salvaje y de aves.

Cuando el cacique y el gobernador estuvieron de acuerdo, Ursúa señaló las casas donde debían acomodarse y los indios de guerra se retiraron a sus barrios, también. El gobernador dio órdenes estrictas de que ninguno de los que venían con él pasara a los distritos donde vivían los indios y mucho menos pidiera ni tomara nada de ellos.

La gente sacó el estómago de mal año, como se suele decir. Además de las tortugas vivas de las lagunas había otras muchas recién muertas para las comidas de los indios, hasta seis o siete mil. Y sazonándolas como ellos solían, comieron los hambrientos a su sabor.

Los soldados, los indios de la provincia de los Motilones y los negros comían a dos carrillos y malgastaban más víveres de los que aprovechaban.

Cuando vieron los indios cómo se conducían sus visitantes pensaron que éstos no guardarían las condiciones estipuladas y por la noche y sin ser vistos —eran muy hábiles en sus movimientos nocturnos— comenzaron a sacar algunas de las vituallas más importantes, lo mismo de las lagunas que de las casas, porque entraban y salían sin hacerse sentir y hasta de debajo de la cabeza de algunos soldados sacaron cueros y ropas sin despertarlos.

Al día siguiente los soldados advertían la merma y como en las noches siguientes los españoles siguieron la pista de los indios llegaron a descubrir lo que sucedía. Entonces se consideraron autorizados a recuperar los víveres y también, como se puede suponer, a tomar lo propio y lo ajeno. Hubo incidentes peligrosos. En definitiva se impusieron los que iban mejor armados.

Trataba Ursúa de poner orden sin conseguirlo. Y creyendo necesario castigar a los que se excedían de un modo más ostensible, arrestó a un mestizo y éste se lamentó:

—Mire vueseñoría que al alférez Guzmán está maltratando en mi persona.

—Tú no eres el alférez.

—Soy su criado, que es lo mismo para el caso.

El gobernador lo mandó a poner en el cepo. Acudió al saberlo don Hernando de Guzmán y le pidió como favor personal que lo soltara, pero Ursúa dijo que tenía que hacer un escarmiento.

—Hágalo vuesa merced con otro, porque esto parece un vejamen contra los que tenemos mando.

—Aquí no hay más mando que el mío, señor alférez, y mientras sea así no queda otro remedio que cumplir mis órdenes.

El alférez se calló. Como Guzmán había protestado, tuvo Ursúa buen cuidado de hacer ostensible el castigo y de mantenerlo varios días para que la firmeza de su decisión fuera conocida por sus contrarios. No hay duda de que Ursúa respetaba a Guzmán, sabiendo que era hijo del veinticuatro de Sevilla don Alvar Pérez de Esquivel y de doña Aldonza Portocarrero y que había vivido en la misma casa del virrey Hurtado de Mendoza, pero no tenía una idea demasiado alta de los méritos del joven. Sabía que descendía de godos y que la tradición de Guzmán el Bueno estaba en su linaje. Pero tenía rasgos de carácter un poco infantiles. El mismo Hernando lo sabía y evitaba entrar en demasiada familiaridad con nadie para no descubrirlos. Entre esos rasgos de carácter el joven Guzmán, que se había distinguido en dos acciones de guerra, una de ellas la defensa del fuerte de Peuco en Chile, mostraba cierta fantasía crédula. De niño tuvo criados y ayos moros —cosa frecuente en las casas nobles—; había oído historias de todas clases y a veces las contaba, especialmente cuando había bebido un poco. No había contado ninguna en aquella expedición. Pero en Lima había dicho que algunos herreros árabes de Mauritania del Sur se convertían en hienas, es decir, en un animal de aquellos que llamaban boudas, pero que eran las hienas reidoras, y sólo podían volver a ser herreros comiendo unas hierbas especiales.

También contaba —y dos de los negros que iban en la expedición se lo habían dicho y esto era verdad— que en África y no lejos de Mauritania había hombres-leones que de vez en cuando, vestidos con las pieles de esas fieras y cubiertos con su cabeza hueca —como un gorro—, entraban en los poblados y asesinaban docenas de personas. Solían ir ocho o diez hombres-leones y otras tantas mujeres leonas, todos disfrazados con las pieles correspondientes, que para mayor eficacia debían estar frescas. Y mataban a dos manos —con dos dagas— a todo el que atrapaban. La mascarada no podía ser más sangrienta. Nadie se defendía contra ellos y la gente llegaba a creer que los hombres-leones lo eran de verdad. Se dejaban matar resignados a una costumbre sangrienta que tenía fuerza de ley.

Esa superstición causaba cada año más de cien muertes en aquellos territorios. Y dos de los negros que habían nacido en África cerca de aquel lugar daban fe de las palabras del alférez general.

Había oído el alférez Guzmán otras cosas que a medida que entraba en edad consideraba demasiado cuestionables para ser dichas entre hombres maduros.

Así pues, aunque todos tenían amistad y respeto por don Hernando, ese respeto no era necesariamente el de los aventureros en el campo de la violencia, sino, por decirlo así, más bien un respeto civil de tiempos de paz, consecuencia de un sentimiento de clase.

El mestizo, su criado, que seguía en el cepo, le dijo una noche cuando don Hernando fue a verlo:

—¿Por qué no me da vueseñoría el bebedizo para que me convierta en hiena?

No sabía don Hernando si lo decía en serio o por burla. Aquel esclavo le había oído contar una vez la leyenda africana en Trujillo.

Como en aquel pueblo grande de Machifaro —así se llamaba— había abundancia de víveres, Ursúa se sentía inclinado a pasar allí la pascua de Navidad, que estaba cerca. Además tenía indicios de que la gente de aquellos lugares estaba enterada más o menos de la localización de las tierras del Dorado y pensaba continuar con ellos sus averiguaciones.

Decidió enviar como otras veces a Pedro de Galeas con algunos hombres para que, ocupando ocho o diez canoas, fueran entrando en un estero que comunicaba con el río. Galeas y su gente entraron algunas millas en un brazo de agua negra, espesa y maloliente. Probablemente era petróleo.

—Si esto no nos lleva al infierno —decía Galeas— milagro será.

Algunas horas después de navegar por aquel brazo del río, llegaron a una laguna inmensa, hacia cuyo interior navegaron unas tres leguas sin ver los confines y perdiendo de vista la orilla de donde salieron. Como no llevaban brújula ni ballestillas temieron perderse y después de andar algunos días a la vista de tierra por el lado naciente y sin ver poblaciones ni gentes decidieron volver, según las instrucciones de Ursúa.

Mientras Galeas regresaba llegaron cerca de Machifaro en canoas unos doscientos indios de las tierras altas a saquear el pueblo, cosa que solían hacer de vez en cuando. Se habían acercado durante la noche cautamente, según la costumbre de los indios, ignorando que en Machifaro estaban los españoles.

Descubiertos los enemigos por los vigías del cacique de Machifaro, avisaron a Ursúa y le pidieron ayuda.

Esperaron que se hiciera de día, y al comprobar los atacantes que el pueblo estaba lleno de guerreros españoles decidieron retirarse por el río, pero no sin hacer antes un gran estruendo y aparato de tambores y trompetas para asustarlos.

Mandó Ursúa a su teniente Juan de Vargas que saliera con sesenta arcabuceros y el cacique de Machifaro, a quien acompañaban algunos indios, y bogando en canoas grandes por otro brazo del río les cortaron la retirada a los que pensaban atacar. Éstos eran cararíes y se dispusieron al combate, pero la mayor parte murieron bajo el fuego de los arcabuces. Los supervivientes casi todos cayeron prisioneros. Los pocos que pudieron huir lo hicieron selva adentro, sin comida ni defensas, para morir aquella noche en los dientes de las fieras o a manos de los indios de la región, que los buscaban rencorosamente. Y en la noche se oían sus alaridos.

Abandonaron las doscientas canoas, muchas de ellas con víveres y objetos de algún valor.

Sucedió en el campo un hecho que sorprendió a todos. Aquel mismo día Ursúa nombró provisor —es decir, obispo provisional— al padre Alonso de Henao. Y lo pregonó así:

«Por el derecho de patronazgo que su majestad tiene en estas tierras y en todas las iglesias y obispados dellas, haciendo yo uso de los reales poderes que me han sido conferidos, puedo nombrar, a falta de prelado, un provisor, y lo nombro en la persona de don Alonso de Henao».

Lo primero que hizo el padre Henao en su nueva capacidad fue excomulgar, a petición de Ursúa, a todos los soldados que conservaran en su poder, sin conocimiento del gobernador, herramientas, hachas, machetes, azuelas, barrenas, clavos y también objetos rescatados de los indios, a menos que inmediatamente acudieran a depositar todos aquellos objetos a los pies del sacerdote.

Se levantaron nuevas murmuraciones y algún que otro altercado, porque los que sabían de leyes decían que el gobernador no podía nombrar al cura para aquel puesto ni el padre Henao aceptarlo.

El alboroto llegó hasta doña Inés, que estaba siempre apartada de las tropas, y ella misma se extrañó de aquel nombramiento, pero por otras razones. Preguntó a Ursúa si creía verdaderamente en Dios.

—Hay días que no creo en Dios —dijo él—, pero Dios cree en mí y entonces es igual.

Oyó aquello la mulata María, que servía a doña Inés, y se lo dijo a su amigo Zalduendo, quien a su vez lo divulgó por el campo. «Dios cree en Ursúa», decía irónicamente. Lope respondió:

—Se acerca el día en que no creerá en Ursúa ni Dios. Porque en estas tierras del equinoccio se vive deprisa.

Había gente letrada que decía que tanto podía excomulgar el padre Henao como su abuela. Además, siendo la diligencia tan claramente provechosa para Ursúa y aún para su bolsillo (que si hubiera sido sólo para su autoridad no habría parecido mal) las murmuraciones se agravaron.

Los más descontentos eran Montoya y Lope de Aguirre. Los otros les hacían coro. Una noche, viendo Aguirre que el criado de Guzmán seguía en el cepo, fue a ver al alférez general y le dijo:

—Parece mentira que haya hombres de buen linaje como vueseñoría que permitan que se maltrate a su criado.

—¿Qué puedo hacer? —preguntaba el joven alférez general.

—Si no lo hace vuesa merced lo haré yo, por Dios vivo.

La noche se les pasó en charlas y consideraciones sobre el destino de la expedición, el enamoramiento de Ursúa y otras materias. Lope dijo que en tiempos revueltos los hombres que tenían lo que hay que tener subían y llegaban a las mayores alturas, dando lecciones a los soberbios engreídos. Y cada cual podía medrar según su condición y el que era poco llegar a mucho y el que era mucho llegar a más.

Él no tenía grandes ambiciones, pero necesitaba reivindicar sus derechos atropellados o desconocidos en Quito, en Panamá y en Lima. Otros que valían menos tenían encomiendas y honores y piezas de oro que no habían pasado por el cuño del visorrey ni dado el quinto para su majestad.

—Yo en la piel de vuesa merced, don Hernando de Guzmán —dijo sin pararse en barras—, no miraría en menos que apoderarme del Perú. Otros pudieron hacerlo y estuvieron a punto de conseguirlo llevando en las venas una sangre menos limpia que la de vuesa merced. Y si el caso llega tenemos que volver a hablar de eso, pero a solas y sin que nadie nos escuche, porque yo tengo un defecto y una virtud. El defecto es que no me gusta dejar enemigos a mi espalda y la virtud es que mi corazón me avisa de quiénes son mis enemigos y de su mala intención cuando la hay. Y no piense que hablo como loco. En todo caso no olvide que lo que digo como loco sé sostenerlo como cuerdo, que es más de lo que se usa por ahí. Y nada perderá vuesa merced con oírme a mí, que soy de los pocos que saben estimar una amistad.

Añadió que debía guardarse de Ursúa, porque comenzaba a agriársele la voluntad y tenía autoridad para descabezar a un cristiano y a una docena de cristianos y en aquellos calores del ecuador a todos se les florecía la sangre con malos hongos venenosos y si llegaba el caso había que ganarle por la mano.

El gentilhombre sevillano le escuchaba sin saber qué pensar. Tenía aquella noche mucho sueño (por ser joven necesitaba dormir más que Lope) y cuando se separaron iba pensando el alférez general que todo lo que le había hablado Lope era locura, pero eran aquéllas una clase de locuras nada ingratas sobre las cuales le gustaba reflexionar a solas. Tardó en dormirse a pesar de su sueño recordando que, como Lope de Aguirre no dormía, solía fatigar a la gente con sus visitas y sus diálogos y sus quimeras nocturnas.

Alguien avisó a Ursúa de las maquinaciones de los descontentos y al día siguiente lo primero que hizo el gobernador fue perdonar al criado de Guzmán, quien fue sacado del cepo, y llamar a su bohío a los revoltosos. Llegaron Lope de Aguirre, La Bandera, Montoya, Zalduendo y algunos otros, todos sin armas, menos dos soldados que estaban de guardia. Al entrar Ursúa los recibió con buen semblante y les invitó a tomar asiento. Luego les ofreció vino del que hacían los indios de Machifaro, que era bastante fuerte, y sacando unos papeles que tenía preparados les dijo:

—Quiero mostrarles algo que les atañe. Vean aquí las prevenciones que me habían hecho contra vuesas mercedes antes de salir de los Motilones. Quiero decir que habría podido librarme de vuesas mercedes antes de embarcar y no quise hacerlo porque confiaba más en el valor de cada uno como soldado que en los recelos de los escribanos y bachilleres de Lima.

Como si esto no fuera bastante, se puso a leer. Uno de aquellos papeles decía: «Mire que con diez hombres menos conseguirá vueseñoría entrar en el Dorado lo mismo que con diez hombres más, y así le aconsejo que haga salir de su armada a los siguientes soldados, que allí adonde van tienen que llevar consigo el desorden y el daño». Luego leía Ursúa los nombres de todos ellos, es decir, menos el de Montoya, que hasta llegar a los astilleros se había conducido como un caballero discreto y como un hombre de honor.

Leídos uno por uno los nombres, Ursúa añadió:

—No crean vuesas mercedes que esto es todo. Aquí me ponen por lo menudo y bien detallada la historia penal de cada uno de vuesas mercedes y me ofrecen darles un cargo y desempeño en otra parte de manera que se justifique su apartamiento y retirada sin que puedan sospechar que ha sido cosa mía. ¿Ven vuesas mercedes? Aquí dice —y volvió a leer— «se puede hacer de manera que nadie tenga recelo de ser malquisto por vueseñoría»… Etcétera, etcétera. Pero yo no quise hacer el menor caso y ni siquiera respondí.

Seguro Ursúa del efecto de sus palabras miró a los rostros de aquellos hombres. Nadie hablaba. Las expresiones eran congeladas y mudas.

Por fin preguntó Lope:

—¿Quién firma la carta?

—Eso no puedo decirlo, señores. Nada sacarían vuesas mercedes con saberlo y es mejor que ignoren el nombre, ya que incluso desde el punto de vista de la seguridad de vuesas mercedes más vale que no sepan quiénes son los que les quieren mal.

—No entiendo esa razón —dijo Zalduendo.

—Yo os la haré entender. Si vuesa merced sabe quién ha escrito esa carta no podrá menos de dárselo a entender a él algún día en Lima, con cualquier motivo, y de eso no le puede venir ningún provecho a ninguno de los dos y menos a vuesa merced, que tiene menos poder. Esa persona está situada demasiado altamente para que se preocupe de hacer daño a vuesas mercedes sino muy en defensa propia. Así pues, no hayan cuidado y dejen sobre mí este pequeño problema. Lo único que me interesa es que vean vuesas mercedes que me he conducido como su amigo y camarada, primero en los Motilones y después ahora y aquí.

Callaban todos. La Bandera dijo:

—El gobernador dice bien y es mejor no saber lo que no se puede remediar. Yo le doy las gracias en mi nombre y en el de todos.

Ursúa se apoyó en aquellas palabras para dejar restablecida la cordialidad, les ofreció otra vez de beber y luego los acompañó a la puerta.

Ya fuera, La Bandera decía: «Es noble lo que ha hecho y le quedamos todos obligados».

—¿Obligados a qué? —preguntó Lope.

—Al respeto y confianza que nos muestra.

—No es respeto ni confianza —dijo Lope— y vean vuesas mercedes con qué nos sale ahora La Bandera. No hay respeto ahí. Lo que le pasa a Ursúa es que se considera tan por encima de nosotros que no teme enseñarnos las cartas del juego y decirnos: vean que he estado a punto de echarlos del real y no lo he hecho porque no creo que sean vuesas mercedes capaces de hacerme sombra a mí y ni aun de darme una mala noche. Eso no es respeto, sino más bien desprecio, y cada cual lo entienda como quiera, pero yo perro viejo soy. Con esas generosidades y tolerancias y magnanimidades no me embauca nadie.

Montoya pensaba lo mismo.

—Y si no —insistió Lope viéndose apoyado—, ¿por qué no nos dijo el nombre del que firmaba la carta? Eso habría sido lealtad. Si me hubiera dicho: el hideputa que les tiene inquina es fulano de tal y tal y anden vuesas mercedes advertidos, entonces sería otra cosa. Pero quiere ganar por los dos lados. Tener la confianza de los de Lima y el agradecimiento nuestro.

Los otros meditaban aquellas palabras, pero todavía La Bandera no se dejaba convencer.

—Yo apuesto a vuesas mercedes —añadió Lope de Aguirre— que en los días próximos se va a atrever a hacer algún nuevo desaguisado con nosotros, digo, condenando a alguno a remar en las chatas. Hasta ahora sólo se ha atrevido a castigar al criado de don Hernando y a nuestras almas, y lo digo por las excomuniones.

—A mí me tuvo remando tres días —dijo Montoya— el hijo de la gran perra.

Entretanto y de noche, los negros hallaban como siempre algún pretexto para cantar. Al oírlos, Montoya alzaba la cabeza alertado y Zalduendo, con una expresión de fatiga, dijo:

—Aaaaah, son los negros, que tienen querencias de su puerca tierra.

El que llevaba la voz cantante era, como siempre, Bemba, el amigo de Lope:

Mavá Ghelelé

Ghelelé gh’eté

Ounú Gum ou Kú

Gum u Kú Yeyé

Mel ul Amel u

Kia yeitel arú

So ga dau Bú

So ga dau Bú

So ne yam’arú

No gaidé Bairá?

Vairé vail engó

Maul’ode gh’amba

Ghl ambal elelé

Mava Ghelelé

Ghelelé gh’eté.

Más o menos exactamente traducido —Pedrarias Armesto solía pedir la traducción a los negros— viene a decir: Oigo la cigarra, / la cigarra que canta. / La nube del monte Gumé, / la nube le cubre la cresta. / Oh, hijas, e hijos míos, / bajad a ver/ la sombra sobre la tierra, / esa sombra que baja. / Seré yo capaz de trepar aún, / soy viejo y gastado, / mi cuerpo no vale ya, / demasiado gastado mi cuerpo; / pero oigo la cigarra, / la cigarra que canta.

Y la noche seguía. Un poco más lejos del bohío de los negros palpitaba la selva en sus insectos, en sus sapos, en sus aves nocturnas. Se oía muy bien la cigarra a la que el negro se refería. La cigarra, que para los negros venía a ser como el ruiseñor para los blancos. Palpitaba la selva en sus millares de garzas y de loros en celo. En sus tigres desvelados.

Al amanecer, algunos papagayos blancos se acercaban y al principio parecían palomas, pero en las voces que daban se veía pronto que eran de otra casta. Los soldados se los comían cuando podían atrapar alguno —a falta de otra cosa—, pero tenían la carne correosa y dura y como aquellos animales vivían muchos años, si eran viejos no había manera de cocerlos, que tardaban mucho en ponerse tiernos y mucho menos se podían comer crudos. Así y todo algunos los consideraban una gran ventura cuando no había otra cosa.

Pero en Machifaro no faltaba comida.