III

Tenía Zalduendo una amante en Lima y tres hijos pequeños, hablando de los cuales dijo un día delante de varias personas:

—Se ganan el cielo, los pobrecitos.

Quería decir que se morían de hambre. Y esperaba que los otros rieran con aquellas cosas. Lope, que adoraba a su hija, envolvía a Zalduendo en una mirada fría.

Entre otros chicos iba un paje a quien llamaban Antoñico y solía decir de sí mismo que era un conquistador como los demás. Lope le dijo un día que era un pergeño de conquistador y le llamaba así: Pergeño. Pero el chico se enfadó cuando vio que los otros se acostumbraban a llamarlo de aquella manera, aunque deformando el nombre: Pergenio. Y cuando le llamaban así no contestaba.

Como era natural, las censuras contra Ursúa aumentaban con los días y las dilaciones y esperas. Los curas censuraban también a Ursúa, pero nunca lo hacían delante de los soldados. Era como ejercer un derecho exclusivo de la Iglesia.

Aquel día se instalaron en una balsa cubierta treinta soldados al mando de García de Arce. Sabiendo que el viaje en la balsa iba a ser rápido y que saldría Vargas dos días después, ordenó Ursúa a Arce que se detuviera en la desembocadura del Huallaga con el Amazonas y recogiera allí todos los víveres que pudiera conseguir de los poblados próximos. Con los víveres listos debía esperar a Vargas, quien los embarcaría y seguiría para detenerse en otro lugar donde acumularía mantenimientos mayores y esperaría a su vez al grueso de la expedición.

La distancia hasta el lugar donde Arce debía esperar a Vargas era de unas cien leguas, y aquel territorio, el de los Caperuzos. Lo llamaban así por estar habitado por unos indios que usaban bonetes en la cabeza, lo que no dejaba de llamar la atención, ya que no habían visto indios con la cabeza cubierta, hasta entonces.

Salieron pues los de Arce y confiando en ellos Ursúa comenzó a elegir la gente que debía ir con Vargas y a acomodar la impedimenta en un bergantín y no en una chata como había pensado al principio. Feliz con aquella mejora, Vargas bromeaba según su estilo. Era un madrileño parco de palabras, de ánimo frío y penetrante.

Pocos días después de la salida de Arce salió también Vargas en su bergantín. Tenían todos el genio alegre y ligero de las despedidas. Era aquel día el 28 de junio de 1560.

Cuando echaron los otros bergantines, ya reparados, al agua algunos se desencuadernaron otra vez y los restos se fueron flotando. La gente se burlaba de los oficiales armadores y de los carpinteros, pero Ursúa explicó que la mayor parte de las piezas maestras de la estructura estaban podridas o socavadas por las hormigas. Sólo los barcos que se habían construido más recientemente podían navegar, por no haber dado tiempo a las termitas de hacer su devastadora faena.

Las chatas, en cambio, flotaban bien. Eran anchas de base y tenían sólo una borda rudimentaria, pero estaban abiertas por todas partes a las brisas.

Al echar al agua las dos últimas chatas se desbarataron por las mismas razones que los bergantines. Hubo que quedarse en tierra todavía más de dos meses mientras se remendaban y se construían embarcaciones nuevas, la mayor parte balsas y chatas. Habían descubierto que poniendo una capa de pez en las piezas maestras las hormigas no las tocaban. Algunos soldados que eran andaluces y supersticiosos creían que aquellos accidentes iban a traer mala suerte.

Acomodados mejor o peor todos salieron por fin a primeros de septiembre de 1560 bajo los calores tórridos de la estación.

No embarcó Ursúa en definitiva más que treinta caballos. Los demás, hasta cerca de trescientos, habían de volverse cimarrones en las serranías próximas. Ursúa contemplaba aquellas pérdidas con semblante alegre y era el único que había reído al ver que se le desintegraban los bergantines. Sin duda, hacía aquello para no deprimir más la moral de la gente.

Iban en total doscientos treinta hombres de guerra españoles, unos cien auxiliares entre negros y mestizos de distintas razas, otros trescientos indios mansos, es decir, adaptados, bautizados y que hablaban español. Varias mujeres indias o mestizas y las cinco españolas que dijimos, sin contar a la distinguida cholita de Trujillo.

Se había reservado Ursúa en el mejor bergantín un compartimento en la proa para sí y para doña Inés. Llevaba Ursúa dos indios que le servían y doña Inés dos mulatas. El camarote era abierto por delante, hacia el río, y cerrado por los otros tres lados, salvo la puerta, que era un mamparo de madera, movedizo.

—Ahí va la reina en su camarín —dijo Zalduendo, envidioso.

Llevaban dos bergantines con doble cubierta y cuatro chatas grandes y además quince o veinte balsas más largas que anchas con borde y baranda y un cobertizo en un extremo. Fuera de las horas centrales del día, en las que el sol caía vertical y a plomo, había alguna sombra, porque navegando cerca de la orilla derecha la hacían los árboles, que eran casi siempre palmas o cocoteros, y una vez en la hoya fluvial las brisas que llegaban encañonadas desde las alturas traían alivio.

Pero el calor era insufrible y Ursúa se alegró de haber dejado la mayor parte de los animales en tierra, ya que no le parecía posible llevar forrajes para todos ni viajar en aquellas condiciones y con el estiércol acumulado sin correr peligro de enfermedades.

Quedaba doña Inés, como se puede suponer, a cubierto de las miradas y un indio y una mulata hacían una guardia discreta, mientras que un soldado con armas la hacía ostensiblemente y era relevado a lo largo del día y de la noche con la consigna de no dejar entrar a nadie sin un permiso especial. Además daban cada día el santo y seña, es decir, la consigna secreta que se renovaba.

El primer día la consigna fue Doña Inés, por galantería, y cuando el jefe de la guardia se acercó a Ursúa al caer la tarde para darle el parte, el gobernador le ordenó:

—La novedad, a la dama.

Entonces el soldado, dirigiéndose a ella en la rígida actitud del saludo, decía:

—Sin novedad, señora.

Y se retiraba creyendo haber percibido en Ursúa olor de vino reciente, lo que no quería decir nada, porque el gobernador era moderado en sus hábitos.

El orden de la expedición no dejaba de ser curioso. Había un servicio de guardia que se hacía con rodela y celada. Algunos usaban también loriga, pero la llevaban sobre las puras carnes, ya que el calor habría hecho imposible ir a la vez vestidos y armados. Era la guardia de doce soldados y un alférez, que relevándose daban sin fatiga los ocho cuartos de la centinela de cada día. Cuando estaban en tierra la guardia era dos veces más numerosa.

En el bergantín de Ursúa iban los oficiales más notables. Iba también el padre Henao, quien no perdía ocasión de acercarse al gobernador con advertencias, adulaciones y consejos, el más frecuente de los cuales era que se casara con doña Inés para dar buen ejemplo.

El otro sacerdote, el padre Portillo, menos hábil, se había quedado en el bergantín segundo y no se acercaba al jefe de la expedición si no lo llamaban.

Lope de Aguirre, que deseaba estar cerca de su hija Elvira y de la Torralba, iba en el segundo bergantín, donde había tratado de acomodar a las dos mujeres lo mejor posible y lo había conseguido a medias. Los soldados no protestaban. Con todos sus defectos y asperezas sabían hacerse a un lado y dejar los mejores lugares para las mujeres como cosa natural. No habiendo en la cubierta lugar a cubierto de las miradas, había preparado Lope con hamacas y tablas un camarote relativamente cómodo debajo de la cubierta. El calor era mayor, pero el carpintero abrió en la quilla una escota cuadrada que quedó sin cortina ni reparo, por donde entraba el aire. Varias veces al día baldeaban la cubierta y eso daba algún fresco, aunque pasajero. Las dos mujeres creían que iban a asfixiarse y Elvira suspiraba a cada momento no sólo por el calor, sino también por el espejito perdido en Los Motilones. En vano había buscado otro, aunque sabía que el gobernador Ursúa tenía muchos para darlos a los indios a cambio de oro o alimentos.

Se instaló Lope arriba lo más cerca posible de la proa y se reservó de un modo oficioso y no declarado los servicios del negro Bemba, quien a cuenta de quedarse en el bergantín se ofrecía a ser su criado. A veces el negro llamaba a Lope vueseñoría, según la costumbre adulatoria que tenían los esclavos de su raza.

Todo el mundo andaba ligero de ropa. Los negros, desnudos del todo, aunque cubiertas las caderas y el sexo con una especie de mandil que anudaban de un modo al parecer ligero, pero seguro.

Daban los negros importancia a los privilegios que representaba el viajar en un lugar u otro. Los que no podían ir en los bergantines con el pretexto de servir a alguien se habían acomodado en las chatas, procurando quedarse en la más grande y aun en ella remar y maniobrar para seguir de cerca al bergantín segundo. Eran terriblemente sensitivos los negros a la vanidad de cualquier preeminencia.

En las demás chatas y balsas se apiñaban hombres y mujeres sin orden ni concierto. Se oían ladridos de perros y canciones de cuna —o blasfemias— todo junto.

Durante el día nadie se extralimitaba de palabra ni de obra, nadie protestaba. Aunque todos iban medio desnudos no había desafueros con las mujeres. Por la noche cada cual velaba celoso de la hembra si la tenía y cuidaba de que nadie la molestara. Casi todos dormían mal, por el calor, los mosquitos y la inacción forzosa durante el día.

Iba como guía en el bergantín primero Alonso Esteban, que había hecho aquel mismo viaje, como dije antes, con Orellana. Era hombre peligroso, según decían algunos, cosa difícil de entender, porque parecía medio niño o medio viejo, según por donde le llegaba la luz, y lo mismo pasaba con su carácter.

Solía mirar a las riberas con la cabeza demasiado alta, como sí estuviera tratando de identificar lugares que podían serle familiares.

Confiaba Ursúa en la memoria visual de Esteban, quien decía, sin embargo, que hasta que llegaran al Amazonas no podía prometer acordarse de los lugares recorridos, porque la expedición de Orellana no había bajado al Amazonas por el Huallaga, sino por otro afluente.

—Orellana era hombre serio, responsable —dijo Ursúa como preguntando.

—Serio para unas cosas y no tanto para otras. A veces tomaba por lo trágico las fruslerías y en cambio echaba a broma las tragedias.

—¿No pensábais medrar con Orellana? ¿No sois ambicioso?

Era aquélla una pregunta un poco extraña, pero Ursúa solía hacerlas sin miedo a lo que pudiera haber en ellas de impertinencia. Esteban tardó en responder y por fin dijo:

—Yo no me hago ilusiones. Me he quemado ya y soy sólo ceniza. Lo mismo les pasa a otros como Lope de Aguirre, pongo por caso, pero ellos no lo quieren confesar.

—Pedrarias me ha dicho que erais rico en España. Él adivina las cosas con sólo echarle a una persona la vista encima.

—Pero a veces se equivoca.

—¿Erais rico?

—Tenía un buen pasar.

—¿Cómo es que caísteis en Indias?

—Como otros. Desórdenes de la juventud y especialmente poca ventura en el juego.

Parece que había tenido otras razones y que estuvo complicado en el proceso de los Cazallas y los alumbrados de Pastrana y condenado en ausencia por la Inquisición, aunque a una pena leve.

Hizo Ursúa varias preguntas más, una tras otra: ¿Tuvisteis alguna diferencia con Orellana? ¿Habéis devengado derechos con él, digo haberes? ¿Tenéis esposa en el Perú? ¿Habéis dejado hijos en España? A todas aquellas preguntas respondió Esteban negativamente con movimientos de cabeza. Como no decía más, Ursúa se dijo: «Ha venido aquí para evitar los calabozos de Lima y fue a Lima para evitar las búsquedas de la Inquisición».

No se lo dijo, pero Esteban adivinaba aquella reflexión y el silencio de los dos comenzaba a ser agrio.

—¿Bajabais a tierra a dormir, digo, cuando hicisteis esta jornada con Orellana?

—No, pero teníamos más espacio en los bergantines y llevábamos víveres de repuesto.

Siguió diciendo que aquello de las hormigas destructoras no había existido siempre en Los Motilones y que diez años antes no las había.

—¿Aguantáis bien el equinoccio? —preguntó Ursúa, pero suponiendo Esteban que era una pregunta rutinaria no respondió y entonces añadió el gobernador—: El clima es malo, pero no intolerable.

—Ya verá vuesa merced más abajo.

—¿Qué?

—Esto no es aún el equinoccio.

Oyó Ursúa dentro la voz de doña Inés y se apresuró a acudir a su lado. Ella le decía con el acento bobo de la luna de miel:

—Eres el jefe de la expedición, el que manda en todos. Pero no en mí. No eres mi jefe, sino mi amante.

Luego le hacía ver a lo lejos el pico de aquella montaña que mucho después de oscurecer seguía viéndose iluminada como siempre. En el cielo azul había una sola nubecita iluminada también, color rosa.

Se reflejaba en el río, temblando con el oleaje.

Las noches eran menos calurosas, pero la tortura de los mosquitos peor. Alguien habló de encender fuego en el primer bergantín de modo que el humo les librara de aquella peste. Y Ursúa amenazó con poner en collera por el resto del viaje al primero que encendiera fuego a bordo. Y añadió: «Aunque los mosquitos les beban la última gota de sangre».

Lope de Aguirre le oyó y se dijo que aquella última frase no era necesaria y que sonaba a crueldad y a impertinencia.

Poco antes del amanecer oyó Ursúa aquella noche un extraño ronquido cadencioso y rítmico, que no parecía humano. Al principio pensó, divertido, que podría ser Inés que roncaba, pero se arrepintió de aquella irreverencia y la besó, dormida, suavemente.

Cuando clareó un poco más vio que aquellos ronquidos los producían los caimanes, de los cuales se veían algunos a los dos lados del bergantín.

Doña Inés era ese estilo de hembra que se excita con el sonido de las palabras procaces. No es mal estilo —revela una fuerte imaginación erótica— y aquel amanecer decía a Ursúa con los ojos entreabiertos y voluptuosos:

—Yo no soy tu esposa, ¿verdad?

—No.

—No soy tu novia, tampoco. ¿Qué dirías que soy?

—Mi amante —respondía Ursúa, ensoñecido.

Ella protestaba:

—Te pido que digas la verdad. No soy yo tu amiga, tu amante, ni tu esposa. Soy tu puta.

Esto último lo decía bajando mucho la voz, pero con un aliento cálido que quemaba en su brazo desnudo y con un timbre de voz de niña pequeña.

Era una de las peculiaridades de su mundo secreto.

La gente no iba muy cómoda a bordo. Muchos habían llevado a la orilla del río colchones de buena lana, pero sólo embarcaron en los bergantines tres: el de la hija de Lope, que luego lo usaba él, porque la hija prefería la hamaca, que era más fresca, y los dos de Ursúa.

Pronto comprendieron los soldados que en el centro del ancho río los mosquitos molestaban menos y echaron por allí, pero no se apartaban demasiado de la orilla, temerosos de la violencia del caudal y de que en caso de zozobrar no pudieran acogerse a tierra.

Al oscurecer, los rumores de la selva se imponían sobre el de las aguas. Millares de sapos silbando a un tiempo daban una masa de sonidos diáfanos y agudos. Entre ellos se oían los pájaros nocturnos y los cocodrilos en celo. Era como si las dos orillas estuvieran pobladas de multitudes humanas gritadoras e histéricas. Los silbidos, los aullidos, los gemidos roncos o agudos aumentaban o disminuían según que los navegantes se acercaran o se alejaran de las orillas.

Los perros de las chatas olfateaban desorientados y gruñían mirando a un lado y a otro.

Aunque no hubiera tormentas ni truenos ni rayos ni lluvia, había relámpagos y el cielo entero parecía caerse al río y encenderlo. De tarde en tarde salía de la selva un alarido desgarrador que sobresaltaba al negro Bemba, quien miraba en aquella dirección y decía:

—¡Ya lo atrapó! El jaguar atrapó al cochino salvaje. ¿No lo oye gritar, señol? O al mono. A algún macaco grande.

—Amigo, así es todo —comentaba Lope—. La vida es para el que tiene mejores uñas. Digo, para el que más puede.

Durante el día, la naturaleza dormía y sólo estaba despierto el río con sus rumores blandos.

Lope atendía al bienestar de Elvira y cuidaba de que se alimentara. Además, Pedrarias solía velar por ella también y llevarle algo, de vez en cuando.

En la chata grande que seguía al bergantín de Lope, tres o cuatro negros se animaban cada día al entrar la noche con canciones, al mismo tiempo que comenzaba a despertar la selva y Bemba desde la borda del bergantín segundo los miraba con envidia. Alguien sacó de alguna parte un güiro en el que raspaba a compás.

No se veía en las sombras a diez pasos de distancia, pero la vaga claridad que conservaban las aguas se reflejaba en el aire y a veces marcaba los perfiles de la gente. De vez en cuando palpitaba otra vez la superficie del río bajo un relámpago.

Canturreaba un negro sufriendo los embates del oleaje, que le cubría las piernas hasta las rodillas, agarrado a un poste de la chata:

El blanco muere rezando,

el negro muere llorando

y el indio muere no más…

Abrazado al poste hacía movimientos de danza como obedeciendo al ritmo de una música interior.

Negros, mulatos y cabras se entendían, aunque estos últimos eran despreciados por los otros. Llamaban cabras a los hijos de negro e india o al revés y eran feos casi siempre, de un color gris irregular y ojos atravesados e innobles. Aunque había alguna rara excepción. Solían tener todos apellidos nobles y rimbombantes, al menos en el Perú.

No dormía Lope. Dormía poco desde hacía tiempo. Se había acostumbrado a no dormir desde que anduvo huido en Nicaragua con la cabeza pregonada. Cuando dormía dos o tres horas tenía bastante y no quería más.

Lo que hacía era cavilar y se repetía taciturno y grave: «Éste es el tiempo revuelto en que algunos hombres se elevan de la nada a la cumbre: Pizarro, Almagro, Cortés, De Soto». Pero en la baraja de la suerte a él sólo le llegaban las malas cartas y en la expedición lo habían hecho tenedor de difuntos. Recordándolo sonreía con media boca torcida. Cuando Ursúa se lo dijo pensó Lope: «A ver si no eres tú el primero a quien tenga que asentar en mi lista, adamado, francés, maricón». Llamaban entonces maricones a los mozos que iban perfumados y que cuidaban demasiado del porte y de la galantería, sin que eso quisiera decir otra cosa.

Y Lope seguía pensando: «He renunciado casi a todo. Ahí va la Torralba, cantadora de jotas sorianas, pero en la guerra no es cosa de andar siempre encima de la mujer, que eso endulza el ánimo y nos quita el aguante para las empresas de sangre». Además, la presencia de la niña hacía imposible cualquier tentación promiscuadora.

Lope hacía un gesto de desdén cuando alguien hablaba de los atractivos de doña Inés y, sin embargo, no era bastante viejo para que el ascetismo le fuera impuesto por la naturaleza, ni mucho menos.

Entre los expedicionarios los había rijosos como Zalduendo y La Bandera, que andaban siempre buscando oportunidades para aprovecharlas, y en cambio Lope no se planteaba siquiera el problema. «Mi hija —se decía— es lo único que tengo yo en mi vida y fuera de ella todo lo demás es sangre, mugre, vergüenza e injusticia». Las mercedes y prebendas eran para el que las ganaba con la espada. Y Lope no se quitaba la loriga ni la celada la mayor parte del día y de la noche, porque nunca se sabe cómo ni dónde va a presentarse la ocasión. Vestido de hierro tenía que evitar ponerse al sol, porque entonces la malla se calentaba demasiado y ocasiones hubo de recibir una quemadura en el cuello o en el antebrazo. Una quemadura de la loriga que se había calentado.

Él esperaba no necesariamente la ocasión de la violencia por sí misma, sino por restablecer la justicia. Tenía igual corazón que cualquier otro, se llamara Pizarro, Cortés o Almagro. Había peleado contra indios, negros, blancos. Había abierto caminos en la selva, entrado en el barro de las tembladeras hasta sentirlo en los pechos, trepado en los Andes nevados hasta faltarle el resuello.

Había dado y recibido arcabuzazos, de frente y también a traición.

Y comenzaba a ser viejo sin ver el provecho de todo aquello. Tierra e indios había por todas partes, pero el fruto de la victoria era siempre para los otros.

—¿No duermes, capitán? —le preguntó Bemba—. Su melcé está siempre cavilando —y se tocaba la frente—. Otros lo disen. Disen que su melsé tiene su idea maestra aquí, en la cabesa.

—El que no tiene su idea maestra está fregado en este mundo y en el otro, Bemba. En el otro también. ¿Y tú? ¿No tienes tú una idea maestra, también?

—Oh, señol, Bemba no tiene impoltansia. Neglo es diferente. Neglo siempre flegado, señol.

El escándalo de la selva llegaba a su plenitud dos horas después de haberse puesto el sol. El negro aplastaba un mosquito en su carne desnuda. Y decía:

—Cuando entre la estasión llovedera caerá agua del sielo y luego, espera un poco, señol, y habrá más moscos que antes.

—¡Pues sí que es un alivio!

—Sí, señol. Un alivio será.

Una de las flaquezas del negro era que no entendía nunca el acento irónico ni tenía sentido del humor, aunque sí aptitud a la orgía y a la bacanal.

Los víveres escaseaban y Ursúa contaba impaciente el tiempo que tardarían en llegar al primer puesto de socorro, es decir, a donde les esperaba Vargas con comida. A veces no estaba seguro Ursúa de que Vargas les esperara, después de tanto tiempo. En dos meses pueden suceder muchas cosas. Pero este recelo y temor no lo comunicaba a nadie.

Seguía Lope cavilando: «Hasta ahora ha habido tres o cuatro personas que han podido alzarse en el Perú contra don Felipe y tal vez llegar a hacerse reyes de estas Indias como lo es Él de Castilla. Caudillo, cacique, rey». La idea era extravagante y le hacía reír. Pero luego añadía: «Con corona o sin ella yo podría dar un golpe de fortuna, un día. Otros los dieron y si falló yo sé por qué». En cuanto al trono, ¿qué tenía un rey para sentarse en un trono? Un trasero. Era todo lo que hacía falta. Bien. Lope de Aguirre tenía el suyo como cada cual.

«Un día amanecerá el sol para mí y entonces se hará justicia». Y sin saber por qué ni qué clase de justicia y sin poder concretar las humillaciones que creía estar sufriendo añadía: «Me van a soñar los bellacos, que no todo va a ser bajar la cabeza y aguantar. Yo no le pedí a nadie que me trajera a la vida. Una vez en ella tengo que hacer algo. Gente más ruin que yo hay en el mundo y con todo y eso han prosperado y algunos han salido adelante con títulos del reino y con muchos millones de pesos de oro fino». Algunos sólo sacaron fama y reputación, pero algo es salir del montón anónimo y lograr un puesto en la memoria de las gentes.

Entre todas las palabras que relacionaba con su estado había una que le parecía especialmente adecuada: venganza. Los salmos de David, el hombre pequeño que acabó con el filisteo grande, repetían aquella palabra: venganza. Pero había otra mejor para Lope: reivindicación. La había leído hacía poco en un documento legal: reivindicación. Eso es. Reivindicarse era calzarse la púrpura del enemigo después de haber removido la daga dentro de la herida.

Un hombre de cuarenta años en adelante necesita alguna clase de respeto de los otros para poder vivir de acuerdo consigo mismo. ¡Alguna clase de reverencia, incluso! Y él no la tenía y cuando quería erigirla siempre había alguno que reía y tomándolo a broma decía: «Cosas de Aguirre». Incluso cosas de Aguirre el loco. A su alrededor, en el bergantín había muchos pares de ojos vigilantes: ojos retadores, ojos procaces, ojos canallas y traidores, ojos estúpidos, ojos carniceros, ojos desafiadores… Toda la colección.

La Bandera envidiaba a Zalduendo por sus relaciones con la mulata doña María. Los veía frecuentemente un poco ebrios y no siempre de pasión. Les gustaba el vino a los dos y ella solía explicarlo con muy buena parola:

—Bebería desde la mañana hasta la noche, sólo por estar siempre flotando en esa niebla suavecita donde se acaban los pensamientos, los buenos y los malos, los angelicales y los cabrones. Es lo mejor no pensar. Ser como esos animalitos de la selva que al entrar la noche comienzan su barullo buscándose para el amor, como esas moscas que vuelan con su lucecita en la barriga y la apagan y la encienden diciendo: «Aquí estoy, aquí me tienes, mi amorcito».

Cuando La Bandera oía hablar así a la mulata —aunque nunca parecía escucharla— tenía envidia de Zalduendo. Los hijos de Zalduendo se ganaban el cielo en el Cuzco muriéndose de hambre, pero él iba a bordo de un bergantín y se emborrachaba con su mulatita al caer la tarde, cuando despertaban los monos en la selva.

La Bandera no bebía nunca a solas, es decir, sin compañía, y la de un hombre o varios hombres no le satisfacía. Tenía la obsesión de embriagarse en privado —así decía— con una hembra adecuada.

En la embarcación que iba detrás del segundo bergantín seguían los negros cantando. Lope de Aguirre le preguntó a Bemba:

—¿Qué es eso, el candombé?

—No, señor.

—¿Pues qué es?

—La macumba, sólo que ese gorrino, con perdón, la canta mal. Ése no es negro —dijo Bemba—, que es cabra.

El aludido lo oyó y respondió desde las sombras:

—Si soy cabra, vení vuesa mercé a oldeñarme.

Rió Lope de Aguirre en las sombras y Bemba, sin molestarse, dijo:

—La verdad es que vuesa melsé es cabra.

—Y vos sois cabrón, Bemba.

—Si lo soy tenga cuidado vuesa melsé no le blinque ensima.

Y los otros reían, porque en cuanto ríe un negro ríen todos.

—L’agua del río está caliente —decía el negro de la chata que llevaba el timón— y es tan caliente que no la pueden aguantar los lagartos y todos van saliendo a la orilla.

Durmió aquella noche Lope casi tres horas.

Dos días después hubo un accidente que pudo ser grave. El primer bergantín, el de Ursúa, tropezó con unos bajos rocosos y se rompió una parte de la quilla, dando paso a un brazo de agua. Lo llevaron a duras penas a la orilla, donde lograron vararlo. Allí, con mantas, lana de los colchones, que mezclaron con brea, y alguna tabla pudieron arreglar la avería, pero para dejar el bergantín en uso y a flote había que trabajar diez o doce horas más y Ursúa pasó al de Lope de Aguirre y llevó consigo a doña Inés, a la que dejó con la Torralba y con Elvira. La niña de Lope admiraba mucho a doña Inés y tomó de ella prestado su espejito de mano.

Los cocodrilos salían a las playas y miraban recelosos a los hombres. O codiciosos. Era curioso ver cómo aquellos animales, tan estúpidos en apariencia, sabiéndose incapaces de incubar sus huevos por tener sus cuerpos caparazones que les impedían transmitirles el calor, buscaban la orilla arenosa y acertaban a dejarlos en lugares y profundidades donde llegando el calor no los maltratara hasta poner en peligro la vida de las tiernas criaturas que crecían dentro.

Al día siguiente siguieron navegando y por orden de Ursúa se adelantó Zalduendo en una balsa con algunos soldados para que al llegar el grueso de la expedición a los Caperuzos encontraran las provisiones preparadas en un lugar adecuado para el embarque. Imitando a Ursúa había Zalduendo llevado consigo a la mulata doña María.

Dos días tardaron aún Ursúa y los suyos en llegar a los Caperuzos y hallaron a Zalduendo con comida, pero sólo a él y no a Vargas ni a García de Arce. Tampoco había noticias de ellos.

Ursúa se quedó muy preocupado. Dijo a los soldados que más adelante hallarían a Vargas y a Arce y que lo único que importaba era seguir el viaje cuanto antes. Hubo que detenerse, sin embargo, a esperar el bergantín averiado y a los que lo tripulaban, así como una chata y dos o tres canoas ligeras que se habían atrasado.

Por fin el bergantín llegó, seguido por las otras embarcaciones, y Ursúa vio que el navío no estaba para muchas aventuras; mandó que siguiera con el personal que llevaba río adelante hasta encontrar a Juan de Vargas, que debía esperar en la confluencia de aquel río con el Amazonas.

Al mando del bergantín averiado iba Pedro Alonso Galeas, hombre sereno y de valor frío.

Llegó Galeas algunos días después al encuentro de la gente de Vargas, ciento cincuenta leguas más abajo de Los Motilones, y lo que encontró allí no fue para levantar los ánimos. Cuatro españoles habían muerto de hambre y además todos los indios e indias que llevaban. La mitad de los cuerpos habían sido descarnados y mondados por la voracidad de los buitres amazónicos, especie de gallinazos grandes y negros, con pico amarillo. En medio de ellos esperaban los supervivientes reducidos a los huesos también, pero vivos aún.

Uno de ellos, que apenas podía hablar, les dijo que Vargas y los otros soldados los habían dejado allí y subieron por el Amazonas buscando comida. Un día más tarde llegó Vargas también muy flaco. Había navegado veintidós jornadas sin hallar gente ni víveres de ninguna clase hasta que por fin encontró dos poblaciones y pudo cargar algunas canoas con maíz y otras vituallas y regresar con treinta indios e indias que tomó consigo para el servicio.

Los españoles que iban con Alonso Galeas en el bergantín averiado se alegraron al ver llegar a la gente de Vargas, pero los que esperaban desde hacía casi un mes estaban tan enfermos que poco les iba a aprovechar la ayuda. Y así fue, porque aunque les dieron de comer no tardaron en morir.

Aguardaron algunos días al resto de la expedición y por fin se reunieron todos. Es decir, todos menos Arce y los suyos, a quienes no habían hallado todavía.

Continuaron navegando después de haber repartido los víveres que traía Juan de Vargas y la gente andaba descontenta por aquello de que el que reparte se queda con la mejor parte. Todavía de aquella mejor parte las primicias eran para doña Inés, que si hubieran sido para el gobernador la gente no lo habría visto tan mal.

Por su parte, Zalduendo, imitando al jefe, reservaba para doña María la mulata algunas viandas, disimuladamente.

Pero las dos eran caprichosas y hacían alarde de rechazar y tirar al río alimentos que otros codiciaban.

Había decidido Ursúa que cada día al oscurecer los bergantines, las chatas y las balsas se arrimaran a la orilla y fueran atracadas para que la gente bajara a dormir a tierra. No era prudente navegar de noche en aquellos pobres navíos, que cada vez eran más débiles en medio de corrientes fluviales cada día más caudalosas y violentas.

A Arce y a su balsa entoldada y a sus treinta hombres no los habían hallado todavía ni tenían de ellos noticias.

Después de haber visto lo que sucedió con la gente de Vargas, muchos los daban por muertos.

Fueron navegando todos río abajo y Ursúa y su amante volvieron a su bergantín, donde tenían aposentos mejores. Cierto es que el bergantín hacía agua y que tenían que trabajar seis negros en achicarla, pero como sólo navegaban durante el día y se acogían de noche a las orillas, el peligro era menor.

Andaban todos preocupados por el riesgo de perder a García de Arce y a sus hombres. Desde que comenzaron la expedición sólo habían sucedido cosas infaustas.

Dos días después de navegar por el Amazonas, el bergantín donde iba Ursúa se quebró del todo y hubo que acostarlo y distribuir la carga y los viajeros en el otro y en las chatas y balsas y canoas. Como éstas iban muy cargadas, el peligro se hizo mayor.

Otra vez pasaron Ursúa y doña Inés al bergantín donde iba Lope, quien viendo llegar detrás de ellos a todos los demás, incluida la guardia entera, dijo:

—Éramos pocos y parió la abuela.

El gobernador no lo oyó.

Ursúa y sus amigos más próximos, entre ellos el comandante de la guardia y el cura Henao, se fueron apoderando de los mejores lugares y no en las bodegas, sino en la cubierta, en la cual hizo Ursúa instalar unos toldos y paredes ligeras hasta quedar acomodado y aislado con su amiga tan bien como antes o mejor. No faltó quien murmurara, especialmente los que antes gozaban de la cubierta y las toldillas. Uno de los que protestaban era, como se puede imaginar, Lope de Aguirre.

En aquel enorme río, que más parecía un mar, porque en muchos lugares no se divisaba la otra orilla, había millares de aves pescadoras y tortugas y caimanes. Estas dos especies vivían en el río y salían a desovar a las arenas de la orilla.

Llevarían seis días navegando río abajo cuando vieron unos indios en sus canoas que al parecer estaban pescando y que al ser sorprendidos abandonaron sus redes y trebejos y salieron huyendo tierra adentro.

Aunque los persiguieron no pudieron alcanzarlos, pero Zalduendo, que era el que había bajado con aquel fin, volvió con más de cien tortugas y millares de huevos, lo que fue bien recibido por los hambrientos expedicionarios, pues hacía dos días que no se repartían víveres. El negro Bemba enseñó a Lope a preparar la tortuga cruda en su concha (haciendo plato de ella) con un jugo que sacaron de una planta y sal y aceite —un aceite especial que debía ser de coco—. A Lope le gustaba y quiso hacérselo probar a Elvira, su hija, pero ella no quiso. La comieron la Torralba y Lope mientras éste se burlaba de su hija, a quien llamaba Doña Melindres.

Poco después pasaron la boca de otro gran río que unos llamaban de la Canela y otros decían que no, porque el de la Canela estaba más abajo. En todo caso encontraron más tortugas y más huevos y bastante bien provistos siguieron su camino. Lope, durante el tiempo que estuvieron recogiendo tortugas, entró un poco en la selva y salió con algunas frutas silvestres para su hija Elvira.

Dos días después encontraron en el río una isla bastante grande donde, por fin, vieron la balsa maltratada de Arce y a él y algunos otros guarnecidos en un fortín, con señales de sufrimiento y de gran necesidad, aunque no tanto como los de Vargas. Ninguno había muerto de hambre, aunque algunos murieron de accidentes en la selva o en acción de guerra con los indios. Allí encontraron las primeras tierras medianamente pobladas, según parecía, aunque no precisamente por gente amistosa.

Dio cuenta Arce de todo lo que les había pasado. No pudieron detenerse en el lugar señalado por Ursúa a causa de las grandes corrientes y por navegar sin ancla, y fueron a desembarcar más abajo, pero al entrar en la selva perdieron a dos hombres, uno mordido por una serpiente y otro enredado en un zarzal venenoso, de donde no pudo salir. Con la gran hambre que todos llevaban y la necesidad de buscar comida, al hacerse de noche tuvieron que abandonar a su suerte a aquellos dos hombres, que no volvieron a aparecer. Siguieron explorando y navegaron en la balsa hasta llegar a la isla. Allí echaron pie a tierra y, asediados por los indios de guerra, se abrieron paso con dificultad hasta una cima rocosa donde se fortificaron. No comieron sino carne cruda de algún caimán que mataban los arcabuceros que iban en el destacamento. Arce era un tirador excepcional y aquel pequeño grupo, con sólo tres arcabuces y otras armas ordinarias —lanzas y espadas—, resistieron sin apenas comer dos meses contra masas de tres y cuatro mil indios que daban guerra día y noche. En los primeros encuentros murieron tres españoles y resultaron ocho o nueve heridos.

Durante el día, Arce disparaba su arcabuz haciendo prodigios de puntería y destreza. Mató de un solo tiro a dos caciques que se acercaban en una lancha y después a cuatro jefes indios de un solo disparo también —iban en otra canoa—, poniendo en el cañón del arcabuz dos balas enramadas con alambre de acero. En fin, tantos daños les hicieron a los indios de aquella región que determinaron éstos acercarse en son de paz, pero decididos, según informes de un espía, a acabar con los españoles cuando estuvieran confiados. A todo esto, Arce y los suyos habían levantado una casa con muros de piedra y mamparos de defensa. Los españoles supieron las intenciones de los indios, y una noche, habiendo logrado tener encerrados y sin armas a noventa de ellos, entraron y los mataron a estocadas y lanzadas. No todos los soldados estuvieron de acuerdo en aquello y algunos protestaron entonces y volvieron a protestar delante de Ursúa.

Después de aquella hecatombe, los indios ya no presentaron nunca batalla a los españoles y les llevaban comida y vino. La fama de los españoles a partir de aquel hecho fue deplorable, y en aquellos territorios y en muchas leguas más abajo nadie esperaba a los españoles cuando se anunciaba su llegada. Les dejaban maíz y alguna otra vitualla pobre y desabrida y huían al monte.

García de Arce habría tenido que justificarse difícilmente de aquellos hechos en Lima, y sobre todo en Castilla, si hubiera sobrevivido a la expedición de Ursúa. Pero, por fortuna o por desgracia, no fue así.

Era García de Arce el que había contado meses atrás a Lope su aventura a bordo de un barco con la falsa esposa de un capitán entre Quito y Lima y tenía todavía la preocupación del morbo gálico. Una de las razones por las que había aceptado ir en la expedición de Ursúa era porque, siendo los sudores uno de los remedios y el más eficaz que se daba a los enfermos del morbo gálico, esperaba en aquella expedición, bajo los ardores de la línea equinoccial, sudar hasta la última gota de linfa viciada o pura que tenía en el cuerpo. Esta obsesión parecía agravarse con los años y ni siquiera las miserias de aquellos dos meses de lucha con la muerte se la hicieron olvidar, pues cuando Ursúa abrazó al gran arcabucero y le preguntó cómo le iba dijo García de Arce:

—Sudando la ponzoña de dentro y vigilando la de fuera.

Porque allí los indios usaban flechas envenenadas.

Mandó Ursúa enterrar a los muertos, curar a los heridos e hizo que desembarcaran los caballos —no habían bajado a tierra desde que embarcaron en los astilleros—, y con ellos envió una patrulla a descubrir tierra adentro para ver si hallaba poblaciones y gente.

A todo esto, García de Arce y los suyos, que consideraban ya perdido para siempre el contacto con la sociedad civilizada y habían renunciado a ver a Ursúa, hicieron grandes fiestas.

Acordaron todos quedarse allí descansando varios días con gran contento de los remadores de las chatas y las canoas y las balsas. Una de las chatas —donde iban los amigos del negro Bemba— estaba cuarteada y medio hundida y hubo que renunciar a ella porque se veía que no podría seguir adelante. Se pusieron a fabricar otra y los carpinteros, los pilotos y hasta un tallador sevillano trabajaban por la noche, ya que por el día era imposible a causa del calor. Don Pedro de Ursúa, que se veía siempre fatigado por los cuidados de la expedición y negligente en muchas cosas de importancia, hizo teniente general a Juan de Vargas y alférez general a Hernando de Guzmán, el hidalgo sevillano de familia aristocrática de quien era aficionado Lope de Aguirre. Había sido antes maese de campo, pero no hubo ocasión de que actuara como tal.

Al regresar la patrulla de caballería trajo consigo a varios indios, entre ellos al más principal de aquella isla. Se llamaba Papa, lo que al principio causó sorpresa y regocijo. Sus súbditos tenían un aire bastante civilizado, llevaban ropas, aunque rudimentarias, y eran hombres y mujeres bien plantados. Sus ropas eran blancas, pintadas con rayas de colores vivos. Con aquella curiosidad de descubridores que tenían todos los soldados, pronto vieron que las pinturas eran de pincel y no de tejido.

Interrogado por Ursúa, el llamado Papa justificó como pudo la guerra que había hecho a los españoles —hablaba traducido por la viudita de nueve años— y ofreció paces después de lamentarse de la conducta sanguinaria de los soldados de Arce.

Comprobaron los españoles que no había oro ni la menor sospecha de él, y esto les decepcionaba porque habían caminado más de trescientas leguas sin hallar indicios de ninguna clase de riqueza, a pesar de las promesas del Dorado. Por otra parte contaba mucho Ursúa con los rescates de oro de los indios, para los cuales llevaba cuentas de vidrio, navajitas y pequeños espejos de bolsillo.

Quería Elvira uno de aquellos espejitos y su padre fue a pedírselo a Ursúa, quien, por haber ordenado que nadie cambiara nada con los indios, no quería dárselo. Por añadidura se atrevió a ironizar de una manera arriesgada:

—¿Para qué puede querer un espejito un tenedor de difuntos?

Antes de que Lope respondiera a su manera —lo que habría creado tal vez un incidente peligroso—, intervino doña Inés diciendo que aquel espejo lo quería Lope de Aguirre para su hija y que mujer sin espejo era como hombre sin espada. Por fin, Lope consiguió su espejo y se lo llevó a su hija, quien lo agradeció con risas y alegrías.

Se alimentaban los indios de aquella isla con maíz, principalmente, y de él sacaban un líquido alcohólico que llamaban chicha, igual que hacían los aborígenes del altiplano más abajo, en tierras próximas al Perú. También hacían fermentar el jugo de la yuca y lo bebían y era un vino muy encabezado con el que se embriagaban. Tenían raíces tuberosas y legumbres de varias clases, como batatas y fríjoles, pero el sustento principal lo sacaban del río, porque eran hábiles pescadores.

Vivían en bohíos grandes y cuadrados y para la guerra y la caza empleaban dardos arrojadizos con la punta hecha del mismo palo. Casi siempre envenenados.

Construida por fin la nueva chata y varias balsas y canoas para suplir las embarcaciones perdidas, volvieron a embarcarse todos y también los treinta caballos, es decir, sólo veintinueve, porque uno se les había muerto empuyado, o sea, pinchado por una puya envenenada de las que plantaban los indios en los caminos en lugares disimulados.

En la isla habían encontrado —en los bohíos abandonados— gallos y patos silvestres y gran cantidad de frutas, de las cuales le correspondió a Lope una piña y dos cocos. Puso las tres colgadas en el techo frente a la escota cuadrada por la que entraba la brisa de la navegación y las mojaba a menudo de modo que con la constante evaporación se pusieran frescas.

El Amazonas era muy diferente del Huallaga. Era grande y agitado y tempestuoso como un mar. Sus aguas tenían un color diferente, con reflejos amarillentos. Y Esteban, el guía, decía que se acordaba de haber pasado por allí, pero sus noticias no eran de gran provecho todavía.

Por la noche se quedaba solo Aguirre en la popa junto a la baranda y se estaba pensando que habían hecho a Juan de Vargas teniente general y que sería él quien condujera la expedición si Ursúa caía enfermo o moría o simplemente si se sentía perezoso entre los brazos de su amada doña Inés. Era Juan de Vargas un madrileño, sin grandes méritos, pensaba Lope. Pero era grande de cuerpo, galán de presencia, valiente y comedido y discreto en la expresión —eso se lo concedía Lope de Aguirre—. Aunque tenía Vargas sus fallas y la mayor era su cambio de conducta desde que lo hicieron teniente general y la falsedad evidente de sus maneras. Cuando estaba solo tenía una expresión congelada, pero con los otros fingía estados de ánimo adecuados al caso, aunque no tanto que convenciera a nadie. Así pues, algunos trataban a Vargas como a un hombre de quien no había que fiarse.

En la guerra, los que lo habían visto decían que era desigual y a veces salvaba la vida del que valía menos para poner en riesgo de muerte y perder a cuatro valientes. Por todo esto, Lope lo miraba con recelo y se dio cuenta de que Vargas evitaba encontrarlo a solas. Pensando en Vargas se decía Lope mirando en el cielo una luna turca —un gajo de luna en creciente—: «Vargas el madrileño, de noche claro y de día cenceño». Pero precisamente Vargas era lo que habría querido ser él. A Vargas le llegaban las cosas a las manos. Las cosas que Lope no conseguía, aunque las procurara. Y teniéndolas Vargas, las cosas buenas, no era feliz.

Aquella falta de adaptación de Vargas a su buena fortuna ofendía a Lope, y a solas en el rincón de la proa y viendo las estrellas deshacerse en polvo en la estela de otra chata que se les había adelantado, volvía a pensar en lo que podría haber hecho o dejado de hacer: «A mi edad no hay que venirme a mí con lealtades ni sumisiones. Mucho más hombre soy por los años y por la experiencia que la mayoría de los que vienen en esta entrada. Más viejo que Ursúa y más veterano y experto que él con las armas. Yo no voy a venerar a ningún santón morisco ni gabacho, porque Ursúa tiene más de francés comedor de caracoles que de español».

Habiendo entrado Vargas en funciones de teniente general, no daba Ursúa órdenes ni parecía cuidarse de nada sino del bienestar de doña Inés. Era Vargas el que iba y venía con su cara impávida y sus brazos largos, que lo parecían más cuando se remangaba la loriga. Antes de nombrar teniente y alférez generales usaba el gobernador mucha y buena crianza con soldados y civiles, empleando más tolerancia que rigor, pero en cuanto entraron en el Amazonas cambió de condición y era desabrido, malcarado, taciturno, ingrato con sus amigos y desenfadado y cruel con los dolientes. Vargas le dio varias veces listas de enfermos, pero Ursúa se encogía de hombros y no sólo no iba a verlos, sino que ni siquiera preguntaba por cortesía si estaban mejor.

Todo aquello era debido a retozar demasiado con doña Inés —pensaba Lope de Aguirre—. Los hombres llegados a madurez lo sabían y los jóvenes e inexpertos lo adivinaban. El hombre harto de carne se hacía egoísta, adusto y cruel.

Recordaba Lope que el día anterior había visto a Vargas —es decir, había estado mirándolo casi una hora— sin que él se diera cuenta. No hubo entre ellos cambio de miradas, y menos de palabras. No sabía Vargas que era observado porque Lope estaba en la cubierta inferior y lo veía desde abajo por la abertura de un mamparo.

Parecía. Vargas ausente de todo. Se entretenía en mirar a los mosquitos zancudos, que eran allí más grandes que en otras partes, alimentarse de su sangre. Sucedía con aquellos insectos algo raro. Al picar en la piel se les iba poniendo el vientre rojo e hinchado y más abultado de lo que se podía esperar, y entonces, cuando habían bebido todo lo que podían tolerar, caían a tierra como desmayados. Vargas los miraba y cada vez que caía uno reía, abstraído con sus propios pensamientos.

—¿En qué estarás pensando para reírte así, teniente general, hideputa? —se decía Lope.

Algunos mosquitos, henchidos de sangre y redondos y grávidos, reventaban al caer al suelo y morían, dejando una manchita redonda de sangre.

Aquellos mosquitos los llamaban los indios que iban en las chatas piums.

Habían visto que los indios de la isla de Arce se mojaban la piel con un jugo vegetal para evitarlos y para defenderse también de los tábanos y de las abejas, pero los resultados eran sólo temporales y no les salvaban enteramente del peligro.

En aquella parte del Amazonas había algunos poblados, pero pequeños y muy miserables. Al bajar a dormir encontraron una noche un grupo de indios desnudos, que no huyeron. Estaban comiendo orugas que sacaban de las palmeras y de otros árboles. Unos las comían crudas y otros asadas y tostadas. A Lope se las ofrecieron los negros —que las comían con placer— y Lope dijo:

—¿Por quién me toman vuesas mercedes, morenos bellacos, macacos de la Guinea, hermanos míos?

Porque Lope los llamaba con malos nombres, pero añadía la palabra hermanos, con la cual compensaba los efectos de la ofensa.

Reían los negros y seguían masticando aquellos gusanos asados, cuya carne crujía entre sus dientes. Uno de los negros decía:

—No piense vuesa melcé como un viejo cabra que viene en la chata rabera y que me ha dicho que no las come polque en la tripa se le güerven mariposas y se le quedan dentro y luego se le meten en el colazón, y cuando por la noche está echado pala dormir pasa el tiempo y no duerme el viejo cabla y dice que siente la maliposa revolotiando en un lado del colazón y luego en el otro.

Bemba comentaba:

—Yo sé de quién habláis, Vos.

—¿No es veldá, Bemba?

—Sí que sí, Vos.

Aquel negro no tenía nombre. Lo llamaban Vos. Eso dijo él, por lo menos, cuando Lope le preguntó cuál era su nombre.