Los soldados iban saliendo para los astilleros porque lo mejor de la intendencia estaba ya a la orilla del río y poco a poco llegó a desaparecer de Santa Cruz la mitad de la gente.
Indios mansos con vituallas —casi siempre ganado mayor o menor— iban también en jornadas lentas al río Motilón, adonde llegaban en tres días más o menos, ya que distaba unas veinte leguas.
Lope seguía en Santa Cruz y miraba a su alrededor tratando de formarse un grupo de amigos leales, pero no conocía bastante a aquella gente para encontrarles el lado propicio. Había entrado en buena amistad con Frías y con otro capitán que estuvo también en la aventura de los Andes con Peransúrez años atrás y a quien libró una noche de morirse de frío. Pero como todos sabían que la situación en Santa Cruz era provisional y andaban con cuidados de alojamiento y comida, nadie se detenía a hacer amistad con nadie y bebían y brindaban y se separaban, como suele pasar en las posadas de los caminos.
A la hora de ir a los astilleros, Lope de Aguirre pensaba llevar a Elvira a la grupa de su caballo, pero necesitaba una mula de carga y otra de andadura para la dueña. A veces le decía a la Torralba:
—¿Estáis hecha a los malos caminos?
Ella no sabía si se lo decía en sentido real o figurado y se abstenía de responder, recelosa.
Buscó Lope jamugas para la mula de la dueña y acabó por encontrarlas, aunque no tenía prisa por partir.
La gente se había puesto peligrosamente inquieta con los aplazamientos. Pero Lope solía tener reacciones contrarias a las de los demás. Y cada día estaba un poco más tranquilo. Solía sucederle en las vísperas de las fechas decisivas. En todo caso, el hecho de haber formado listas de caballos y mulos y arneses y haber enviado al río la mayor parte del matalotaje quería decir que estaba ya señalada la fecha para embarcar. Según la costumbre militar, esa fecha no la sabía nadie sino el gobernador Ursúa. Éste iba a Lima y volvía completando los preparativos.
Lope se encontró en la plaza con el padre Portillo, quien se había decidido a ir en la expedición, como dije antes. El buen cura no tenía grandes ánimos ni espíritu aventurero alguno, y cuando vio un día que iba como capellán de la armada otro sacerdote llamado Alonso de Henao sospechó que las promesas de Ursúa podían ser palabras vanas y se desanimó más todavía. Lope le dijo:
—Ya veo que es vuesa merced hombre de resoluciones prácticas. Según el refrán, cuando no puedas con tu contrario, pásate a su bando.
El padre Portillo, sospechando que había ironía en aquellas palabras, suspiraba y no respondía. Era receloso también.
Trató Lope de consolarlo, le dijo que su obispado era cosa más que probable y finalmente decidieron hacer juntos el viaje al río Huallaga o Motilón. Llevaba consigo el padre Portillo algunos libros que pensaba empaquetar con sus ropas y entre ellos una biblia. Lope se la pidió y la abrió al azar por los salmos de David. Leyó los versículos 10, 11 y 12 del salmo 117: «Todas las gentes me cercaron y en el nombre del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme, cercáronme, y en el nombre del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme como abejas y ardieron como fuego en espino, y en el nombre del Señor me vengué contra ellos».
Lope se quedó un momento reflexionando, y al devolverle al cura el libro repitió el tercer versículo. Luego añadió:
—Hasta en los libros santos se autoriza la venganza. ¡Qué grandes palabras ésas!: «En el nombre del Señor me vengué contra ellos».
El cura no sabía qué pensar porque le habían hablado de Lope como de un hombre atolondrado y violento. Se atrevió a decir:
—En este libro hay las palabras que a cada cual le pueden salvar.
—Eso había oído.
Repetía con una voz grave y un poco lejana: «Todas las gentes me cercaron, y en el nombre del Señor me vengué contra ellos». Recordaba aquellos versículos y los repitió varias veces a lo largo del camino.
Iban a la ribera del río Huallaga, un río bastante ancho con raudales fuertes, que iba a desembocar más abajo en el Amazonas.
Cabalgaba la Torralba en su mulo muy a lo señora, y por un momento pareció que iba a cantar la jota soriana.
El padre Portillo se hizo bastante amigo de Lope y ayudó durante el viaje llevando del ronzal el mulo de carga en los pasos difíciles. En cuanto a Elvira, iba a la grupa del caballo de su padre y miraba asustada, sintiéndose un poco perdida en la violencia de aquellos paisajes.
Adoraba Lope a su hija, y sintiendo sus brazos alrededor de la cintura y la cabeza apoyada en su espalda, no podía evitar alguna palabra amorosa. Hay una legítima voluptuosidad de padre y Lope no había pensado renunciar a ella. Así, cuando Elvira le preguntaba si faltaba mucho, él la respondía: «Sólo un pequeño trecho, corazón mío».
Pero le sucedió a Elvira un accidente desgraciado. El espejito que le habían traído de Lima se le fue de las manos cuando se miraba y cayó trompicando a un abismo en cuyo fondo se veía azulear un arroyo. No se atrevió la niña a pedir a su padre que fuera a recuperarlo porque comprendió que habría sido imposible. Y se quedó el resto del camino bastante triste.
Cuando llegaron a la ribera vieron que el campamento estaba muy animado y que los bergantines eran nueve y estaban en tierra varados sobre carriles de madera, según costumbre. En el agua había además varias balsas y unas embarcaciones de forma nueva y nunca vista que llamaban los marineros chatas cordobesas y que eran rectangulares con dos pisos, uno al nivel del agua, otro a dos estados de ella, y en el piso segundo unas toldillas para proteger del sol a la gente.
El calor allí con cualquier tiempo —nublado o sereno— era de veras angustioso y todos se decían, aunque sin creerlo, que una vez en el río las brisas de la hoya refrescarían el aire. Además, en aquellos días de junio de 1560 la estación vernal estaba en toda su furia.
Ciertamente que en aquellas latitudes el invierno y el verano apenas se distinguían y tan calientes eran los dos que los indios, si tenían que trabajar, lo hacían de noche, aunque en general lo evitaban. Sólo se distinguían las estaciones por el régimen de lluvias. Desde julio hasta Navidad llovía poco. A partir de la Navidad solía haber una tormenta diaria que comenzaba a la hora de la siesta.
El calor hacía a veces imposible el trabajo, y no sólo para los españoles, sino también para los indígenas aclimatados al lugar.
En todo caso, la Naturaleza era generosa y proveía en aquellas latitudes con largueza de frutos de la tierra y peces del río y también aves u otros animales del bosque. Era como si sabiendo que no se podía hacer nada bajo un sol mordedor e implacable se adelantara a ofrecer al hombre lo indispensable para que viviera sin trabajar.
No sucedía eso en todas partes, sin embargo, sino sólo en algunos lugares del interior, donde los indios, sabiéndolo, tenían sus mayores poblados. En Santa Cruz, que era tierra alta, no había aquella abundancia ni mucho menos. Al lado del río Huallaga, tampoco. Pero habían sido llevados a aquel lugar rebaños de cabras y de ovejas, vacas y grandes cantidades de una harina especial con la que hacían galleta. Llevaban también aceite y sal, esta última abundante.
Lope de Aguirre veía a su alrededor mucha gente impaciente, y con aquello se afirmaba mejor en su calma. «Muchas cosas he visto yo en esta tierra, y las que veré todavía —le decía al padre Portillo—. Pero aún no he visto que los hombres reciban según sus méritos. Y en tiempos revueltos como los que vivimos es necesario que los hombres plebeyos suban y reciban su premio, cuanto más los que hemos nacido en casa hidalga y libres de pechos». Después de estas u otras palabras parecidas, no era raro que Lope recordara los versículos del salmo de David. El cura no sabía qué pensar. Tan pronto le parecía Lope un perdido como un hombre razonable con posibilidades de virtud. Su aire ascético (lo parecía más porque faltándole las muelas de arriba no podía alimentarse y comía poco y mal) era más de ermitaño del yermo que de guerrero. Pero el cura no podía menos de salir de su error oyéndolo a veces blasfemar.
El padre Portillo no era muy inteligente ni tampoco fuerte de carácter, y, en definitiva, más que por la ambición del obispado, iba con la expedición para no separarse demasiado de sus seis mil pesos. Su falta de carácter se advertía mejor cuando se le veía al lado del padre Henao, hombre sanguíneo, decidido, buen razonador y con muchas letras humanas. En cuanto Portillo vio a su colega pensó, como dije antes, que si de aquella entrada salía algún obispado sería para el padre Henao. Sin embargo, podría suceder que hubiera dos. Y entonces Ursúa le daría a él el segundo antes que pagarle los seis mil pesos con réditos o sin ellos. De eso estaba seguro el padre Portillo.
Una tarde, en la cantina, Lope de Aguirre, Frías y algún otro soldado discutían materias graves. Frías, capitán casi famoso, exponía sus ideas sobre la guerra y la paz. Aguirre escuchaba y con frecuencia pensaba lo contrario. Dijo, como si con estas palabras quisiera cerrar la discusión:
—Lo que pasa es que en la vida está permitido todo y vuesas mercedes no se han enterado todavía.
Frías no quería quedarse atrás, pero tampoco deseaba darle la razón a Lope. Y dijo con cierto aire de superioridad:
—En la vida está permitido todo, es cierto, señor Lope de Aguirre, pero no a todos.
Los otros soldados callaban. Lope de Aguirre concedía:
—Ciertamente que no a todos. Al ruin no le está permitido nada.
—Ni al bellaco.
—Siento deciros que en eso discrepamos. Al bellaco le está permitido todo si es maestro y dueño de su bellaquería y no esclavo della.
—¿Y quién dice si lo es o no lo es?
Apuntaba Lope con un dedo a su propio corazón:
—Aquí nos lo dicen.
Volvió el silencio. Frías invitó a beber otra ronda y apuraron los vasos. Lope repitió:
—A todos les está permitido todo, menos al ruin.
Frías se apresuraba a darle la razón, pero Lope adivinaba que aquella idea era nueva para él y le halagaba y le sorprendía y le escandalizaba, todo al mismo tiempo.
Pocos días después pudo confirmarlo de manera inolvidable.
Sucedió que dos capitanes y dos soldados fueron juzgados en Santa Cruz, condenados a muerte y decapitados. Uno de los capitanes era precisamente Diego de Frías, hombre de confianza del virrey. El otro, amigo también de Lope (nada menos que el tesorero de la jornada), se llamaba Francisco Díaz de Arlés. Como Frías, había sido Arlés antiguo amigo del gobernador Ursúa. En cuanto a los soldados, eran gente anónima, sin relieve.
La cosa vino del resentimiento de aquellos dos capitanes contra Ursúa por haber éste nombrado teniente general al corregidor de Santa Cruz don Pedro Ramiro, quien además de ser capitán conocido y experto en entradas era hombre respetado por indios y españoles. Cuando Ursúa hizo saber que lo había nombrado teniente general hubo algunas decepciones, porque aquél era el puesto más codiciado. El nombramiento fue imprevisto e hizo pensar a Frías y a Díaz de Arlés que los otros tampoco se harían de acuerdo con los planes que más o menos llevaban todos en la cabeza desde el día que se alistaron.
Parece que entre lo que cada cual pensaba de sí mismo y lo que pensaba Ursúa había una diferencia y aquello dejaba a Frías y a Arlés perplejos. Peligrosa suele ser la perplejidad de los capitanes armados en tiempos de paz.
Hubo que enviar una misión al interior para reinstalar algunos indios en sus lugares —después de haber trabajado en los astilleros— y recoger víveres ya comprados y envió Ursúa a su flamante teniente general Pedro Ramiro con los capitanes antedichos y algunos soldados. Pero los capitanes se creían humillados por el hecho de estar bajo el mando de Ramiro, a quien consideraban hombre civil, y a mitad de camino se volvieron dejándolo solo con un puñado de soldados y un centenar de indios. A poco de separarse los dos capitanes encontraron a los soldados de la retaguardia Grixota y Martín y éste les preguntó extrañado:
—¿Adónde bueno caminan vuesas mercedes?
Los capitanes no sabían qué responder y por fin dijo Frías:
—Nos volvemos al real, porque el teniente general Ramiro es desleal al gobernador.
—¿Cómo es eso? —preguntó, asombrado, Grixota.
—Va alzado con la gente —mintió Arlés— y quiere entrar a poblar en una provincia por su cuenta. Eso es contra el rey y habíamos pensando prenderle, pero siendo sólo dos no es seguro poderlo reducir. Si vuestras mercedes ayudan podríamos ir los cuatro y hacer nuestra obligación.
Los soldados, que no tenían por qué dudar de los capitanes, prometieron y fueron los cuatro en busca de Pedro Ramiro, que estaba, como si el diablo dispusiera las cosas, a la orilla de un río, sólo con un soldado y toda la gente en la orilla contraria. Habían ido pasando de dos en dos en una piragua y Ramiro esperaba que ésta volviera. El día y la hora eran de un calor intolerable y se oía en las ramas de algunos árboles estallar la savia.
Al llegar los cuatro entraron en conversación como si no pasara nada y luego Ramiro les preguntó de mal talante:
—¿No decían vuesas mercedes que se iban al campamento? Han hecho bien en volver, porque de otro modo habría tenido que dar conocimiento a nuestro jefe.
Diego de Frías alzó la voz, presuntuoso:
—Jefe por jefe el mío es el virrey y a él me atengo.
—Yo también —añadió Arlés— y sepa vuesa merced que no somos simples soldados de filas a quienes se puede amenazar.
Comprendió Ramiro que allí había un resentimiento envenenado y fue a replicar con alguna ira, pero se contuvo y mostrando la piragua dijo:
—Vayan vuesas mercedes al otro lado. Sólo hay lugar para dos cada vez. Vayan y luego pasaremos yo y este soldado.
—No. Todavía no.
—Señores —dijo Ramiro autoritario—, estamos en comisión de servicio y es una orden.
En aquel momento cayeron los cuatro sobre Ramiro y lograron, aunque a duras penas, sujetarlo y desarmarlo. Cuando lo tenían maniatado, Frías le puso una daga envainada por delante del cuello, bajo la barba, y la apretó con las dos manos hasta que causó a Ramiro la muerte por estrangulación. Entonces pensaron cortarle la cabeza y llevarla al real, pero decidieron arrojar el cuerpo entero al río.
Al ver lo que sucedía, el soldado que estaba esperando con Ramiro la piragua salió corriendo y llevó la noticia al gobernador Ursúa. Éste, para evitar que el soldado hablara, lo hizo arrestar hasta que el negocio quedara esclarecido.
Días después llegaron los dos capitanes, fueron ante el gobernador y le dijeron que Ramiro se había levantado contra el rey y tuvieron que arrestarlo y que después quiso huir con la gente y se vieron en el caso lamentable de matarlo. No habían llevado su cabeza temiendo que los grandes calores la descompusieran por el camino. Y se lamentaban de haber tenido que llegar a aquella medida extrema.
Ursúa disimuló y los capitanes quedaron en libertad hasta que llegaron los dos soldados cómplices y cuando estuvieron todos en el campamento los arrestó y los envió con fuerte escolta a Santa Cruz, donde días después fueron juzgados rápidamente en público y los condenaron a muerte por traidores. En el proceso declararon más de treinta testigos. Figuraban entre ellos varios soldados que esperaban a Ramiro el día del crimen a la otra orilla del río y la sentencia fue pregonada en toda la tierra de los Motilones.
Las cabezas de los cuatro fueron cortadas en la plaza de Santa Cruz con una espada de dos manos. Actuó como verdugo el negro Bemba.
El hecho causó impresión en los expedicionarios, quienes se dieron cuenta —los que lo habían olvidado— de la gravedad de la empresa en la que estaban. La expedición no era ninguna broma, Ursúa, como hombre avisado, comprendió que la muerte de Ramiro, por un lado, había suprimido resquemores y envidias en el campamento, y por otro, la ejecución de los cuatro había impuesto con toda severidad la disciplina, que andaba un poco relajada. Sabía Ursúa aprovechar los sucesos tal como se presentaran, buenos o malos.
Cuando días después el negro Bemba llegó desde Santa Cruz a la orilla del río y a los astilleros, donde nadie hablaba de otra cosa, Lope lo invitó a beber y le dijo después del tercer vaso:
—Parece que cayeron cuatro cabecitas, ¿eh? —mostraba el negro la doble hilera de dientes, sonriendo de una oreja a la otra, sin responder—. Cuatro, una después de otra, primero mi amigo Frías…
—No, primero fue el otro, señol, el capitán Arlés. Y luego el Frías.
Era Frías de tal calidad que podría esperar el puesto de teniente general, el mismo que Ursúa le había dado a Ramiro. Y en cambio el negro Bemba le había cortado la cabeza. Lo miraba Lope con una mezcla de recelo y de sorpresa zumbona:
—¿Estuvo suave la función?
—Suave estuvo, como hay Dios, mi capitán Aguirre.
Era aquélla una palabra que solía emplear el negro para expresar su satisfacción. La comida que le gustaba era suave, el capitán que no lo maltrataba —Lope no era capitán, pero al negro le gustaba pensarlo—, suave, y el día cuando el calor no apretaba demasiado, suave también.
En eso del calor los negros llevaban ventaja a los españoles, porque estaban acostumbrados y la pigmentación de su piel les ayudaba a aguantar mejor. Sin embargo, sudaban como cada cual. La diferencia estaba en que no se quejaban nunca.
El trabajo de los astilleros había acabado en lo más importante, pero estaban por terminar algunas chatas y grandes balsas de muy poco calado, buenas para las corrientes de lechos pedregosos. Trabajaban todavía con prisa unos cortando árboles, desbrozándolos, seccionándolos y poniendo la madera a secar. Otros haciendo carbón; tres negros le daban al yunque fabricando clavos de diferente tamaño, labrando el hierro que caía en sus manos y especialmente el de las herraduras de los caballos muertos por accidente o degollados para aprovechar su carne y alimentarse.
Entretanto, las maderas de las nuevas chatas se secaban y bajo la dirección de Corzo, maestro de carpinteros, iban tomando forma. Otros construían jarcias y velamen y había un gran caldero siempre cociendo con resina y pez para el calafate.
Era constante la actividad. Las moscas, tábanos y mosquitos amenazaban acabar con la expedición. Los calores, sin embargo, no eran allí tan fuertes como en el llano ni como habían sido en Santa Cruz.
En la cantina del campo dijo un día Lope a sus amigos refiriéndose a su cojera:
—¿Saben vuesas mercedes por qué zapateo? Porque a mi padre le gustaba el chacolí de Altuna. No rían demasiado pronto, caballeros, que yo lo explicaré. Yo no me habría dedicado a las armas si mi padre no me hubiera llevado a Altuna a aprender destreza y otras artes con un viejo soldado que tenía escuela abierta. Y mi padre me llevó como pretexto para acudir cada semana a Altuna a embriagarse como un puerco. Allí aprendí también a desbravar potros, que aunque me esté mal decirlo, no lo hago mal. Pero de allí vino el ir luego a la armada de Indias y recibir los arcabuzazos y el zapatear por estos campamentos. Del chacolí de Altuna.
Algunos reían y otros miraban de reojo pensando: «El loco Aguirre hablando mal del padre que lo engendró». Aquello no era decoroso.
Ocurrió poco después que en la chabola de Lope de Aguirre y delante de su hija, uno de los que habían oído contar aquello dijo a la Torralba:
—¿No sabe que Lope de Aguirre zapatea porque a su padre le gustaba el chacolí de Altuna?
Lope de Aguirre le lanzó a la cara una celada vieja y el hombre salió mohíno, sangrando por la nariz. Desde la puerta Lope lo despidió diciendo:
—¡Cada bellaquería quiere su tiempo y sazón, hideputa!
Ursúa se marchó a Santa Cruz y pocos días después reapareció acompañado de doña Inés de Atienza, su amante. Sorprendió la llegada porque todos daban por seguro que al salir las tropas de Santa Cruz ella volvería a Trujillo.
Al principio fue aquella mujer recibida con extrañeza, luego hubo algunos vítores y aplausos —que disgustaron bastante a Ursúa—, pero después se hizo un gran silencio y en los días siguientes la opinión de los soldados fue cambiando.
Los había que estaban indignados.
Ursúa instaló a Inés en su propia tienda, que era la que ocupaba antes don Ramiro, grande y con varios compartimentos. Era aquella mujer joven viuda, e hija de un español de Lima y de una india principal emparentada con los incas, según decían.
Doña Inés apenas se dejaba ver de nadie. Don Pedro de Ursúa, que estaba en plena mocedad, se pasaba días y noches en la tienda con ella. Estaba tan enamorado que, a pesar de sus responsabilidades de jefe y caudillo, descuidaba revistar la guardia o enviar el parte diario al virrey.
Sucedió otro hecho inesperado que había de tener con el tiempo graves consecuencias. Alonso de Montoya, que era el alcalde de Santa Cruz, había dado a Ursúa sus indios y sus ganados como contribución a la expedición en la cual se había alistado. Este individuo, cuando vio que Ursúa llevaba consigo a su amante, decidió abandonar la expedición y volver a su alcaldía. El pretexto fue que se sentía responsable de dejar despoblado el lugar, cosa que estaba prohibida por las leyes, pero Ursúa entendía los verdaderos motivos.
Al ver el gobernador que Montoya se iba, le dijo que tendría que retener sus ganados y sus indios. Disgustado Montoya prefirió en todo caso marcharse y entonces Ursúa cambió de parecer, y no queriendo malquistarse con alguien que podía hacerse oír de las autoridades de Lima le dijo que le devolvería indios y ganados. Esperaba Montoya esa devolución, pero pasaban los días sin que se cumpliera y comenzó a lamentarse y a decir que la expedición sería catastrófica, y quiso convencer a otros oficiales para que se volvieran con él a Santa Cruz. Considerando aquella actividad sediciosa, Ursúa lo arrestó y lo puso en cadenas en el astillero mismo. Gritaba Montoya mientras lo herraban.
—Mal hace vuesa merced señor gobernador en herrarme. Debía ahorcarme, porque nunca seré amigo de vuesa merced y juro a Dios que lo he de matar yo si tengo ocasión.
Así hablaba Montoya, que era hombre nervioso y pugnaz.
A pesar de todo, Ursúa decidió llevarlo en la jornada del Amazonas con sus indios y ganados, de grado o por fuerza. Aquella seguridad en sí de Ursúa les parecía a algunos demasiado insolente. Era Montoya un hidalgo de pro y lo había maltratado en público. Pero la insolencia de Ursúa no estaba sólo en mostrarse demasiado seguro de sí, sino que iba acompañada de alguna clase de desdén que no era habitual en Ursúa, pero que venía a ser consecuencia de su saciedad sexual. El macho harto de carne tiende a alzar un poco más de lo discreto la cabeza y la voz. Con los animales sucede igual.
Obligaba Ursúa a hacer antesala a todo el mundo, no importaba su cargo militar. Y eso no era por soberbia, sino porque a todas horas estaba dulcemente ocupado con doña Inés, la cholita, como comenzaban a llamar en el virreinato a las mujeres mestizas. El nombre venía de los indios y eran ellos los primeros en diferenciar a aquellos productos híbridos que a veces reunían las mejores cualidades de las dos razas.
Hurtándola a las miradas de los soldados, Ursúa se conducía como un sheik prudente de Argelia.
Los soldados hablaban:
—Tenemos una gobernadora —decía Lope—: Inés de Atienza.
Zalduendo lo corrigió:
—Doña Inés.
Preguntó Lope entre ofendido y jocoso:
—¿De dónde le viene el don a esa hembra?
—Hermosa es —dijo Zalduendo—, y el tratamiento de don bien lo puede merecer la hermosura. Además, viene de príncipes incas.
—Bah —dijo Lope y escupió a un lado—. Príncipes de los monos y de los papagayos. En todo caso hace mal Ursúa en traerla, que aquí no hemos venido a adamarnos entre las sábanas, sino a matar enemigos y a fundar pueblos.
Era Zalduendo grande, desgarbado, y en su cuerpo había materia para cuatro como Lope de Aguirre. Éste comenzaba a hablar del gobernador sin respetos mayores y viendo que lo escuchaban con gusto cargaba la mano. Lo llamaba gabacho porque había nacido cerca de Francia y luego de insultarlo así reía bobamente como reía muy pocas veces Lope.
Una tarde, al oscurecer, oyó Ursúa voces cerca de su tienda. Reconoció a Lope de Aguirre, que decía a otro:
—¡Y qué bien que lo ha contado vuesa merced!
Lo decía con entusiasmo. Tenía Ursúa curiosidad por oír más, pero se acordó del proverbio: «El que escucha a escondidas su mal oye». Y además le parecía desairado.
Se dejó caer en su hamaca. Era aquella hora del atardecer en la que libre de cuidados gustaba de retozar con su amada. La oía andar cerca y miraba la cima lejana de la montaña. Le gustaba ver cómo iba llegando la noche allí, pero seguía encendido aquel pico alto, amarillento y dorado. Con el color del durazno y de las mejillas de Inés.
—Un color de chola linda —se dijo entre dientes.
No se atrevía a decir aquella palabra —chola— delante de Inés porque ella la consideraba insultante. Y, sin embargo, Ursúa la decía con ternura.
Le gustaba a Ursúa encontrarse con Pedrarias, pero a menudo iba este hidalgo acompañado por Lope de Aguirre y Ursúa sacrificaba el placer de dialogar con Pedrarias a cuenta de no tener que oír a Lope, quien solía hablar de un modo corrosivo y directo.
El día anterior había hablado Ursúa con Pedrarias sobre las ejecuciones de los cuatro traidores que mataron al teniente general. Pedrarias dijo:
—Yo conocí a Frías en el Cuzco y habría puesto la mano en el fuego por él. Pero en la línea equinoccial donde estamos es diferente. El sol cae demasiado vertical. Si gastáramos anteojos ahumados como los grandes de España, quizá habría menos hechos de sangre en el real.
Elvira, la hija de Lope, había visto dos veces de cerca a Ursúa y repetía:
—Padre, el general no tiene manos de guerrero. Se diría que no ha cogido nunca una espada.
—Podría ser que esta vez tuvierais razón, hija. Que sea un galán de corte y no de patio de armas.
No se sentía a gusto Lope cada vez que pensaba en Ursúa y menos cuando lo veía tan joven y tan chapetón. Llamaban así a los oficiales que llegaban de Castilla, con trajes nuevos y miradas altivas.
Y pensaba: «Cree que él lo decide todo dentro y fuera de las cabezas y los corazones de los demás, pero se engaña de medio a medio. Si de influencia se va a hablar yo podría decir algo y aún mucho». Se acordaba Lope de haber hablado con el capitán Frías dos días antes de la muerte del teniente general. Estaban en la cantina y Lope le dijo a Frías que todo estaba permitido en la vida.
Es decir, estaba permitido todo, pero no a todos. Pensaba Lope riendo hacia dentro: «Claro que no a todos, bien se ha visto».
«No podía pensar yo —añadía Lope, satisfecho— que tuviera tanta influencia en un capitán como Frías». Pero los hechos no podían haber sido más elocuentes: Frías se atrevió a todo y le salió mal.
Aún no embarcaban y los días iban pasando y trayendo su provisión de pequeñas o grandes contrariedades. Montoya seguía encadenado. Los cuchicheos y recelos y opiniones adversas contra Ursúa y su amante iban a dar en lo mismo:
—No están casados —le decía Zalduendo a don Hernando Guzmán—. ¡No están casados!
—¿Y qué tiene que ver eso? —intervenía Arce—. En Indias nadie está casado sino cuando le traen la esposa de Castilla.
—No es verdad —dijo Lope—, porque yo puedo mentar más de cien nombres de españoles casados con indias a golpes de campana y de hisopo.
—Pero ¿qué matrimonio es ése? —insistía Zalduendo—. Una india en la cama con nombre de esposa, cuatro en la cocina con nombre de doncellas, que la doncellez la perdieron el día que entraron; tres indias más en el pajar y cuatro en los saladeros y planchaderos y tahonas de la hacienda. Y todas igual. Hijos van e hijos vienen, y si eso es matrimonio que lo diga mi puta abuela.
Aguirre se ponía a contar algo en relación con la mala influencia de las mujeres en expediciones de guerra, pero se le iba el santo al cielo. Por fin se acordaba del caso, aunque no habría podido decir si sucedió hacía un año o diez. Unos días la memoria de lo inmediato le flaqueaba más que otros.
Declaraba enfáticamente que debía estar prohibido llevar mujeres a las entradas y conquistas.
—Vuesa merced lleva a Elvirica —acusaba Zalduendo.
—Ella no es una mujer.
—Ha cumplido los trece. Casadera es.
—Pero no es una mujer. Una hija no es una mujer.
Los otros se callaron, prudentes.
—¿Y la Torralba? —preguntaba Zalduendo.
Aguirre lo miró despacio a los ojos, se volvió hacia don Hernando Guzmán y dijo:
—Este Zalduendo es peor que Ursúa, digo en lo que se refiere a las faldas.
No envidiaba Lope a Ursúa por la hembra. Ciertamente —pensaba— que en tiempo de paz es dulce el amor de las faldas, pero ¿qué hombre con un mínimo de experiencia guerrera no distinguía entre las faldas de la mujer y la tarea militar? Lope de Aguirre no envidiaba a Ursúa y recordaba también algunos versos del romance del Conde Irlos, pero diferentes de los que le habían escrito a Ursúa desde Lima. Los versos de Lope decían:
Bien es verdad la condesa que conmigo os querría llevar, mas yo voy para batallas y no voy para folgar… |
Pensaba la gente en Ursúa y cavilaba. El resultado de las reflexiones de la gente sobre Ursúa acababa siendo el mismo siempre: Es un buen capitán, pero con su Inés está mostrando el lado flaco de su persona y su carácter y eso no es bueno. Lope decía ya en voz alta a quien quería oírlo que Ursúa no gobernaba sino con doña Inés. Lo que irritaba más a Lope era que Ursúa se atreviera a ser insolentemente feliz allí a la vista de todo el mundo, olvidando que de su ánimo dependía el destino de tantos hombres, la mayor parte de los cuales por una razón u otra se consideraban desgraciados. «Ursúa —decía Lope— ha encontrado ya su reino de Omagua y el Dorado y los tiene en su tienda y los goza cada día y de los demás se le da un bledo».
A todo esto Montoya, corregidor de Santa Cruz, seguía en cadenas. Casi todos los indios que iban en la expedición eran suyos. Y Ursúa le había prometido devolvérselos antes de echarse al río con los barcos. Pero ni lo liberaba ni le devolvía los indios ni se echaba al río.
Iban cinco mujeres casadas y cuatro que pretendían casarse en camino. Sin contar a la Torralba y a las indias ni tampoco a Inés ni a Elvira.
A pesar de sus cadenas, Montoya seguía intrigando y quiso convencer a Custodio Hernández, su vecino y dueño también de indios, para que le retirara los suyos a Ursúa. Pero Hernández se negaba a escucharle y decía que como siguiera hablando de aquella manera y se enterara Ursúa podía darle que sentir.
—¿A mí? —gritaba Montoya y soltaba a reír histéricamente. Insultaba al gobernador, llamándolo francés adamado y sólo bueno para los martelos. Finalmente concluía—: Poco debe valer cuando no me ha matado ya.
Lo decía muy convencido, hasta ese extremo llegaba el rencor y la inquina.
Ursúa era español de Navarra y ciertamente no hacía mucho que Navarra había sido francesa. Aludiendo a eso, Aguirre y Montoya se ponían fácilmente de acuerdo para decir alguna broma sucia a costa del idilio de Ursúa e Inés y de las costumbres eróticas de las Galias.
Queriendo Ursúa mostrar que la partida era inminente dio poderes legales a Zalduendo para nombrar capitanes y otros cargos en la expedición, aunque provisionales y sujetos a confirmación. Nombró él mismo a don Hernando Guzmán maestre de campo, lo que no fue mal recibido. Y a Lope de Aguirre tenedor de difuntos, cargo extraño y más civil que otra cosa.
—El gabacho cabra —dijo Lope— me ha visto platicar con Montoya y me ha cogido malquerencia.
El cargo le obligaba a llevar cuenta de los que fallecían, de sus haciendas y testamentos. No se podía entender aquel nombramiento sino como una broma de mal gusto. En cuanto a los poderes de Zalduendo, Ursúa se los dio para ver cuáles eran sus ambiciones y las de sus levantiscos amigos. Esperaba que se manifestaran cruda y francamente con Zalduendo, ya que con Ursúa no se habría atrevido nadie a protestar. Y dio un empleo importante antes a Guzmán para evitar que le diera Zalduendo uno inferior y a Lope de Aguirre un empleo bajo para evitar que se lo diera Zalduendo alto.
Habría Lope rechazado el cargo si tal cosa fuera posible dentro de las costumbres militares.
Prefirió callarse.
Cuando alguno le preguntaba por qué le habían dado aquel puesto, él se hacía el desentendido, y si insistían preguntaba a su vez:
—¿Qué es lo que quiere saber vuesa merced? ¿Si me aflijo o me envanezco? Sepa vuesa merced que los cargos definitivos no los da el gobernador, sino el enemigo en el campo de batalla.
El tiempo apremiaba, porque había que llegar a tierra de los omaguas antes de que éstos fueran advertidos y tuvieran demasiada ocasión para prepararse.
El día de partir llegó.
Al echar los barcos al agua algunos de ellos se desarticularon, porque con la temperatura y la humedad y la facilidad de proliferación de toda clase de vegetales e insectos, se habían formado hongos corrosivos y el resto de la tarea de destrucción silenciosa lo habían hecho las termitas.
Hubo algún desasosiego y confusión, pero en los tres bergantines que quedaron y algunas balsas y barcas menores y chatas pudieron ir acomodándose.
Además de los soldados expedicionarios iban seiscientos indios, entre ellos muchos yanacunas de los de Custodio Hernández, que eran los más afectos a los españoles y se vestían como ellos y hablaban el idioma de Castilla bastante bien.
Iban también veintiocho negros bozales, pocos de ellos cristianos.
Aquel día era el primero de julio de 1560.
Pero no salieron. Hubo que desembarcar y el problema más grave se presentó en la siguiente forma: habiéndose roto siete bergantines y la mitad de las chatas no podían embarcar más de veinticinco caballos y hubo que abandonar cerca de trescientos después de haberlos comprado caros en los criaderos de Quito. Tampoco pudieron embarcar ni la quinta parte de los víveres, es decir, los animales vivos que llevaban para alimentarse. Quedaron unas cien cabras y otras cabezas de ganado abandonadas. Incluidas varias docenas de cerdos. Como Noé en su arca, quedaron algunas parejas para hacer cría.
El de los bergantines era un problema grave, pero Ursúa, que no solía mostrar un talante alegre, decidió tomarlo todo a broma. Parecía sonriente, distraído y feliz con cada nueva dificultad. Y dijo:
—No importa. Así y todo saldremos en algunas semanas. Irá por delante en una chata Juan de Vargas, que saldrá pasado mañana con cien hombres, la mayor parte indios, para esperarnos con comida en la boca del río Cocoma, donde tenemos o teníamos amigos. Y ciento cincuenta leguas más abajo fondeará García de Arce, que saldrá hoy mismo con treinta hombres. Los dos allegarán bastimentos y víveres a la orilla del río y nos esperarán con ellos.
Así se hizo. Salió el capitán Arce antes de anochecer.
Decía Ursúa que sólo necesitaría llevar comida para los pocos días que tardara en encontrar a Juan de Vargas. Eso facilitaba la instalación de la tropa y de sus pobres haciendas. Había quien llevaba un colchón, algunas cosas de cocina y hasta un cubo y una tabla para lavar ropa. Las mujeres, costureros, vestidos, incluso —quién iba a pensarlo— algún santo de madera policromada por el cual sentían especial devoción.
A Montoya lo habían llevado a bordo con sus cadenas y lo volvieron a sacar. Ursúa le dijo:
—Me duelo desos hierros tanto como vuesa merced, pero en cuanto comience la jornada se le quitarán. Confieso que es la presencia de vuesa merced demasiado importante para dejarlo detrás de mí sabiendo que queda rencoroso y hostil y que podría hacerme daño en la opinión de las autoridades de Lima.
Trataba de halagarlo con un género de sinceridad total que sin embargo no siempre convencía. El recurso último de Ursúa solía ser aquel de descubrir sus propias cartas y mostrar sus motivaciones secretas. Pero Montoya tragaba saliva y miraba a otra parte.
Con las faenas del embarque y desembarque por todas partes se oían balidos de ovejas, cacareos de gallinas y también ladridos de perros, que los llevaban como auxiliares de campaña, recordando los buenos oficios que le hicieron a Cortés en México. Eran perros criados con carne cruda.
Elvirica parecía que no, pero se daba cuenta de todo. Y le decía a su padre:
—Aquí les cortan la cabeza a unos hombres grandes como catedrales, ponen en cadenas a otros y nada pasa, nadie protesta, nadie se duele y nadie llora.
Lope la miraba complacido y decía:
—Así es la vida militar, Elvirica. ¿Qué creías tú?
Aprovechaba la Torralba la ocasión para repetir que aquella vida no era para seres humanos, pero ella comprendía que estaban en Indias y que no era lo mismo que estar en España y que en definitiva todo lo daría por bien empleado si podía cuidar de Elvira y llegar un día a establecerse en el país del Dorado.
Añadía la Torralba que doña Inés, la amante del gobernador, era hermosa y parecía buena persona, pero tenía cosas que estaban bien en una castellana y no en una chola.
—¿Qué cosas si se puede saber? —preguntaba Lope.
—Tiene una sonrisa que yo diría demasiado victoriosa.
—¿Victoriosa?
—Eso es. Y en una castellana se vería mejor.
La miraba Lope extrañado. A veces la Torralba hablaba de un modo chocante, pero tal vez era por la tarumba del equinoccio. Una sonrisa demasiado victoriosa. ¡Bah!
Al oscurecer comenzaba a despertar la selva, y aunque en aquellos lugares no era muy poblada, se oían cientos de sapos silbadores y de aves nocturnas. También el rugido lejano de algún jaguar en celo.
Sobre aquel estruendo, que a medida que se iba alejando se hacía más denso y también más débil, dominaban los sapos. Unos sapos pequeños, con tres dedos que acababan en tres bolitas, pero de voz aguda y poderosa.
Pedrarias, que era hombre maduro, sentimental y solitario, le llevaba a veces a Elvirica una fruta, algún objeto innecesario y gracioso e incluso alguna ofrenda que parecía de galán, por ejemplo, una orquídea notable por la rareza, que con el calor y la humedad se encontraban en todas partes. Hacía Lope como si no se diera cuenta de aquellos homenajes, halagado. Era Pedrarias una de las pocas personas de quienes Lope no hablaba nunca mal. Tampoco bien, es verdad, pero su silencio era —cosa rara— un silencio amistoso. Pedrarias dijo una noche:
—Niña, tenéis que aprender a escuchar la selva.
—¿La selva?
—Hay que acostumbrarse y dormir sin oírla. Porque llega un momento en que ya no se oye.
Creía Lope que no había manera de dejar de escucharla y entonces Pedrarias le dijo soltando a reír: «No es nada eso. Aquí no hay verdadera selva ni más animales que el perrerío de la expedición. Ya veréis lo que es bueno cuando bajemos al Amazonas».
—Al Marañón, diréis.
—Al Amazonas, señor Lope de Aguirre. Yo prefiero llamarlo así.
—¿Y en qué consiste la diferencia?
—En que el Amazonas está en la línea del equinoccio y allí la vida natural es mucho más escandalosa. Ya lo veréis, amigo mío.
Cerca, los perros ladraban, atraillados.
Recordaba Lope que Pedrarias, refiriéndose a aquellos animales, había dicho el perrerío. ¡Qué maneras raras de hablar! Y a Lope le gustaba aquello. Su niña copiaba las rarezas de palabra de Pedrarias. Dijo una o dos veces aquello del perrerío, gozando de la palabra, la niña.
¿Sería también aquella rareza motivada por la tarumba del equinoccio? No estaban aún en el equinoccio, pero la diferencia de latitud debía ser poca. Pensaba igualmente Lope que según la mulata doña María, amiga de Zalduendo —que servía de azafata a doña Inés—, ésta se pasaba el día retozando con el gobernador y los había sorprendido sin querer más de una vez cuando Inés, con la cara junta a la de Ursúa, parpadeaba rozando su piel con las largas pestañas y diciendo:
—¿Te gusta? Son besos de colibrí.
Lope de Aguirre, pensando en aquellos besos de colibrí, sentía como una ofensa personal. Iba a hablarle de aquello a don Hernando de Guzmán, pero el joven aristócrata no decía nada. Nunca decía nada contra nadie. A falta de otra cosa el silencio mantiene el decoro.