Capítulo IX

Parecía fácil cuando lo sugerí. Cabalgaríamos hasta Dunholm, atacaríamos por sorpresa y así le proporcionaríamos a Guthred un refugio seguro y a Ragnar su venganza, pero Hrothweard estaba decidido a frustrar nuestros planes y, antes de salir, tuvo lugar otra discusión amarga.

—¿Qué pasa —le exigió al rey— con el bendito santo? Si vos partís, ¿quién va a guardar a Cutberto?

Hrothweard era apasionado. Supongo que lo alimentaba la ira. Había conocido a otros hombres como él, hombres que se transforman en un torbellino de furia por el más leve de los insultos a aquello que más se estiman. Lo que Hrothweard más estimaba era la Iglesia, y cualquiera no cristiano era un enemigo de su Iglesia. Se había convertido en el consejero jefe de Guthred, y se había ganado el puesto a base de pasión. Guthred seguía viendo el cristianismo como una magia superior, y en Hrothweard creía haber encontrado al hombre capaz de obrar esa magia. Desde luego, Hrothweard parecía un hechicero. Tenía pelos de loco, barba voluminosa, ojos vivos y poseía la voz más poderosa que he oído jamás. No estaba casado, se entregaba por completo a su amada religión, y se le señalaba como próximo arzobispo de Eoferwic cuando Wulfhere muriera.

Guthred no poseía pasión. Era razonable, amable la mayor parte del tiempo, deseaba que quien estuviera a su alrededor estuviese contento, así que Hrothweard se aprovechaba de él. En Eoferwic, donde la mayoría de los ciudadanos eran cristianos, Hrothweard tenía el poder de sacar a la muchedumbre a las calles, y Guthred, para evitar motines en la ciudad, delegaba en Hrothweard. Y Hrothweard también había aprendido a amenazar a Guthred con el disgusto de san Cutberto, el arma que utilizó la víspera de nuestra partida a Dunholm. Nuestra única oportunidad de capturar la fortaleza era la sorpresa, y eso implicaba desplazarse rápido, lo que a su vez requería que el cadáver de Cutberto, la cabeza de Osvaldo y el precioso libro del Evangelio se quedaran en Cetreht con los curas, los monjes y las mujeres. El padre Hrothweard insistía en que nuestra primera obligación era proteger a san Cutberto.

—Si el santo cae en manos de los paganos —le gritó a Guthred—, ¡será profanado! —Tenía razón, por supuesto. Le arrancarían a san Cutberto su cruz pectoral y su hermoso anillo y se lo echarían de comer a los cerdos, mientras que el precioso Evangelio de Lindisfarena perdería la enjoyada cubierta y sus páginas se usarían para encender hogueras o limpiar culos daneses—. Vuestra primera obligación es proteger al santo —aulló Hrothweard al rey.

—Nuestra primera obligación —repliqué— es proteger al rey.

Los curas, por supuesto, apoyaban a Hrothweard, y en cuanto intervine volvieron toda su pasión en mi contra. Era un asesino, un pagano, un hereje, un pecador, un profanador, y lo único que Guthred tenía que hacer para mantener su trono era entregarme a la justicia. Beocca era el único de todos los religiosos que intentaba calmar al hirsuto cura, pero a Beocca no se le oía con tanto grito. Los curas y los monjes declararon que Dios maldeciría a Guthred si abandonaba a Cutberto, Guthred parecía confuso y al final tuvo que ser Ragnar el que terminara con toda aquella tontería.

—Esconded al santo —sugirió. Tuvo que decirlo tres veces para que todos pudieran oírlo.

—¿Esconderlo? —repitió el abad Eadred.

—¿Dónde? —preguntó Hrothweard con tono burlón.

—Aquí hay un cementerio —contestó Ragnar—. Enterradlo. ¿Quién va a buscar un cadáver en un cementerio? —Los clérigos se lo quedaron mirando. El abad Eadred abrió la boca para protestar, pero la sugerencia era tan sensata que las palabras murieron al llegar a los labios—. Enterradlo —prosiguió Ragnar—, y después dirigíos al oeste, a las colinas, y esperadnos.

Hrothweard intentó protestar, pero Guthred apoyó a Ragnar. Nombró a diez guerreros que se quedarían para proteger a los curas, y a la mañana siguiente, mientras partíamos, esos hombres cavaban una tumba temporal en el cementerio, donde ocultarían el cadáver del santo y las otras reliquias. Los hombres de Bebbanburg se quedaron también en Cetreht. Yo insistí en ello. Aidan quería venir con nosotros, pero yo no me fiaba de él. Podía provocar mi muerte fácilmente, cabalgando antes y advirtiendo de nuestra llegada a Kjartan; así que nos llevamos todos sus caballos, lo que obligó a Aidan y a sus hombres a quedarse con los religiosos. Osburh, la reina preñada de Guthred, también se quedó. El abad Eadred la veía como un rehén que aseguraba el regreso de Guthred, y aunque Guthred hablaba maravillas de la chica, me dio la impresión de que se alegraba de dejarla atrás. Osburh era una mujer nerviosa, tan dada a las lágrimas como mi esposa Mildrith y, también como Mildrith, gran amante de los curas. Hrothweard era su confesor, y supongo que le predicaba el mensaje del iracundo cura en la cama. Guthred le aseguró que ningún danés errante se acercaría a Cetreht en cuanto se hubiera marchado, aunque de eso no podía estar seguro. Existía la posibilidad de que cuando regresáramos los hubieran matado o hecho prisioneros, pero si albergábamos alguna esperanza de tomar Dunholm, había que actuar rápido.

¿Existía esa esperanza? Dunholm era un lugar en el que podías hacerte viejo y seguir desafiando a tus enemigos a salvo. Y éramos menos de doscientos hombres, además de la veintena de mujeres que insistieron en acompañarnos. Gisela era una de ellas, y como las otras mujeres, vestía calzones y coraza de cuero. El padre Beocca también venía con nosotros. Le dije que no cabalgaba suficientemente rápido y que, si se quedaba atrás, lo abandonaríamos, pero no quería ni oír hablar de quedarse en Cetreht.

—Como embajador —anunció con grandeza—, me corresponde estar junto a Guthred.

—Os corresponde estar con los demás curas —contesté.

—Voy a ir —repitió cabezón, y no hubo manera de convencerlo. Nos pidió que le atáramos las piernas a las cinchas de la silla para no caerse cuando galopáramos. Se moría de dolor, pero no emitió ni una queja. Sospecho que en realidad no quería perdérselo. Podría ser un lisiado bizco, un cura cojo, un secretario perdido de tinta y un estudioso pedante, pero Beocca poseía el alma de un guerrero.

Abandonamos Cetreht un alba neblinosa de otoño, bordada de lluvia, y los jinetes que quedaban de Kjartan, que habían regresado a la ribera norte del río, nos siguieron de cerca. Quedaban dieciocho, pero les dejamos seguirnos, y para confundirlos, no nos quedamos en la calzada romana que conducía a Dunholm directamente, sino que, a las pocas millas, giramos hacia el norte y hacia el oeste por una pista más pequeña que subía por suaves colinas. El sol salió de detrás de las nubes antes del mediodía, pero estaba bajo en el cielo y las sombras eran largas. Los tordos se reunían por debajo de las nubes en las que acechaban los halcones. Era la época del año de la matanza. El ganado recibía el hacha y los cerdos, engordados con las abundantes bellotas del otoño, eran sacrificados para salar su carne o colgarla a secar en los ahumaderos. Las pozas de curtir apestaban a estiércol y orina. Las ovejas bajaban de los altos pastos para ser cercadas junto a los establos, mientras en los valles se oía el talar de las hachas pues los hombres preparaban leña para el invierno.

Los pocos pueblos que atravesamos estaban vacíos. La gente habría sido advertida de nuestra llegada, y habían huido. Se escondían en los bosques hasta que pasábamos, y rezaban para que no nos quedáramos a saquear. Seguimos cabalgando, aún por las colinas, y no me cupo duda alguna de que los hombres que nos seguían habrían enviado mensajeros por la calzada romana para decirle a Kjartan que nos desviábamos al oeste en un intento de circundar Dunholm. Kjartan tenía que creer que Guthred intentaba alcanzar Bebbanburg desesperadamente, y si conseguíamos engañarlo, confiaba en que sacara aún más hombres de la fortaleza, hombres que impedirían que cruzáramos el Wiire por las colinas del oeste.

Pasamos aquella noche en esas colinas. Volvió a llover. Conseguimos cobijarnos en parte en un bosque que crecía en la ladera sur, donde había una cabaña de pastor en la que podían dormir las mujeres, pero el resto nos acurrucamos junto a las hogueras. Sabía que los exploradores de Kjartan nos vigilaban desde el otro lado del valle, pero confiaba en que ya estuvieran convencidos de que nos dirigíamos hacia el oeste. La lluvia chisporroteaba en las hogueras mientras Ragnar, Guthred y yo hablábamos con Sihtric, haciéndole rememorar todo sobre el lugar en el que se crio. Dudo de que me revelara algo nuevo. Sihtric ya me había contado todo lo que sabía hacía mucho, y a menudo había pensado en ello mientras remaba en el barco de Sverri, pero lo volví a escuchar cuando explicó que la empalizada de Dunholm daba toda la vuelta a la cumbre del peñasco, y que sólo se interrumpía en la parte sur, donde la roca estaba demasiado empinada para subir por ella. El agua procedía de un pozo en el lado este.

—El pozo está fuera de la empalizada —nos contó—, un poco más abajo que la fortaleza.

—¿Pero el pozo tiene su propia muralla?

—Sí, señor.

—¿Cómo es de empinado? —preguntó Ragnar.

—Muy empinado, señor —respondió Sihtric—. Recuerdo que un chico se cayó por ahí, se dio un golpe en la cabeza con un árbol y se quedó tonto. Y hay un segundo pozo al oeste —añadió—, pero no se usa demasiado. El agua sale turbia.

—Así que tiene comida y agua —comentó Guthred con amargura.

—No podemos sitiarlo —le dije—, no tenemos suficientes hombres. El pozo al este —me volví a dirigir a Sihtric— está entre unos árboles. ¿Cuántos?

—Son árboles grandes, señor —dijo—, carpes y sicómoros.

—Y tiene que haber una puerta en la empalizada para que los hombres lleguen al agua, ¿no?

—Las mujeres, señor, sí, la hay.

—¿Se puede cruzar el río?

—En realidad no, señor —Sihtric intentaba ayudar, pero sonaba abatido cuando describía cómo el Wiire fluía rápido al circundar Dunholm. Era lo suficientemente poco profundo para poder vadearse a pie, dijo, pero era traicionero, tenía pozas más profundas, corrientes rápidas y trampas para peces de sauce—. Con cuidado se puede cruzar de día, pero no de noche, señor.

Intenté recordar lo que había visto cuando, vestido del guerrero muerto, esperé una madrugada fuera de la fortaleza. El terreno descendía bruscamente hacia el este, recordé, y era irregular, lleno de piedras y raíces, pero incluso de noche se podía bajar por aquella ladera hasta la orilla del río. Aunque también recordé una protuberancia de roca muy empinada que ocultaba la vista del río, y esperaba que la roca no fuera tan escarpada como la de mi cabeza.

—Lo que tenemos que hacer —dije— es llegar a Dunholm mañana al atardecer. Justo antes de que caiga la noche. Y atacar al alba.

—Si llegamos antes de la noche —señaló Ragnar—, nos verán y se prepararán.

—No podemos llegar después —sugerí—, porque no encontraríamos el camino. Además, quiero que estén listos.

—¿En serio? —Guthred parecía sorprendido.

—Si ven hombres al norte, los pondrán todos en la muralla. Tendrán la guarnición entera guardando la puerta. Pero no vamos a atacar por ahí —miré al otro lado de la hoguera, a Steapa—. A ti te da miedo la oscuridad, ¿no?

El enorme rostro me miró desde el otro lado de las llamas. No le gustaba admitir que tenía miedo a nada, pero la honestidad pudo a la renuencia.

—Sí, señor.

—¿Pero confiarás en mí mañana si te guío por la oscuridad?

—Confío en vos, señor —contestó.

—Tú y otros diez hombres —le dije, y pensaba que sabía cómo conquistar el impenetrable Dunholm. El destino tendría que estar de nuestra parte, pero creía, allí sentados en la fría y húmeda oscuridad, que las tres hilanderas habían empezado a enroscar un nuevo hilo dorado en mi destino. Y yo siempre había creído que el destino de Guthred era de oro.

—¿Sólo doce hombres? —preguntó Ragnar.

—Doce sceadugengan —contesté, pues serían los caminantes de las sombras los que tomaran Dunholm. Era la hora de que las extrañas criaturas que acechan en la noche, los cambiantes de forma y los horrores de la oscuridad, vinieran en nuestra ayuda.

Y en cuanto tomáramos Dunholm, si es que se podía tomar, aún habría que matar a Ivarr.

* * *

Sabíamos que Kjartan tendría hombres guardando los cruces del Wiire. También sabría que cuanto más al oeste fuéramos, más fácil sería cruzarlo, y confiaba en que esa creencia lo convenciera de enviar sus tropas un buen trecho río arriba. Si planeaba luchar y detenernos tendría que enviar sus guerreros ahora, antes de que llegáramos al Wiire, y para que resultara aún más verosímil que nos adentrábamos en las colinas, no nos dirigimos directamente hacia el río a la mañana siguiente, sino que cabalgamos al norte y al oeste hacia el páramo. Ragnar y yo, en un momento en que nos detuvimos en una cumbre barrida por el viento, vimos a seis de los exploradores de Kjartan separarse del grupo que nos perseguía y salir a galope tendido hacia el este.

—Van a decirle adonde vamos —dijo Ragnar.

—Pues ya es hora de que vayamos a otro sitio —sugerí.

—Pronto —contestó Ragnar—, pero aún no.

El caballo de Sihtric perdió una herradura y esperamos hasta que hubo ensillado uno de los de repuesto, después seguimos hacia el norte una hora más. Avanzábamos despacio, por sendas de ovejas, hasta un valle de espesos árboles. Una vez en el valle, enviamos a Guthred y la mayoría de los jinetes delante, siguiendo la pista hacia el oeste, y otros veinte esperamos en los árboles. Los exploradores de Kjartan, al ver a Guthred y los otros trepar por los páramos que había más adelante, lo siguieron sin tomar precauciones. Ya sólo quedaban nueve de nuestros perseguidores, el resto había sido enviado a Dunholm con mensajes, y los nueve que se quedaron iban montados en caballos ligeros, ideales para huir si nos volvíamos contra ellos, pero llegaron a los árboles sin sospechar nada. Iban por la mitad del bosque cuando vieron a Ragnar esperando delante; se dieron la vuelta para salir a todo correr, pero teníamos cuatro grupos de hombres para tenderles la emboscada. Ragnar estaba delante de ellos, yo me acercaba para impedirles la retirada, Steapa estaba a su izquierda y Rollo a su derecha, y los nueve hombres de repente comprendieron que estaban rodeados. Cargaron contra mi grupo en un intento de escapar del espeso bosque, pero los cinco les bloqueamos el camino, nuestros caballos eran más pesados y dos de los exploradores murieron rápidamente, uno de ellos destripado por Hálito-de-serpiente. Los otros siete intentaron desplegarse, pero las ramas y los arbustos les obstruyeron el paso y nuestros hombres los alcanzaron. Steapa desmontó para perseguir al último de los enemigos hasta una zarza de moras. Vi el hacha levantarse y caer con fuerza, después oí un grito que no cesaba. Pensé que ya debía parar, pero seguía; Steapa se detuvo para sorberse los mocos, volvió a levantar el hacha y cuando cayó de nuevo se hizo el silencio de repente.

—¿Te estás constipando? —le pregunté.

—No, señor —dijo, mientras salía con dificultad de las zarzas y arrastraba el cuerpo tras él—. Pero se me ha metido el pestazo que echaba en la nariz.

Kjartan estaba ciego. No lo sabía, pero había perdido los exploradores. En cuanto los nueve estuvieron muertos, tocamos un cuerno para llamar a Guthred, y mientras lo esperábamos, desvalijamos a los cadáveres de cualquier cosa de valor. Nos llevamos sus caballos, brazaletes, armas, unas cuantas monedas, algo de pan húmedo y dos frascos de cerveza de abedul. Uno de los muertos vestía una fina cota de malla, que yo sospechaba que había sido confeccionada en el reino de los francos, pero el tipo era tan delgado que a nadie nos venía bien, hasta que se la probó Gisela y se la quedó.

—Pero si tú no necesitas malla —se burló su hermano.

Gisela no le hizo caso. Parecía asombrada de que una malla tan fina pudiera pesar tanto, pero se la pasó por la cabeza, se desenganchó el pelo de las anillas del cuello y se abrochó una de las espadas de los muertos a la cintura. Se volvió a poner su capa negra y miró desafiante a Guthred.

—¿Y bien?

—Me das miedo —le dijo con una sonrisa.

—Bien —contestó, después empujó a su yegua junto a mi caballo para que se quedara quieta mientras montaba, pero no pensó en que con el peso de la malla le costaría subirse a la silla.

—Te sienta bien —le dije, y era verdad. Parecía una valkiria, las doncellas guerreras de Odín que cabalgan por el cielo en brillantes armaduras.

Entonces nos dimos la vuelta, hacia el este, más rápidamente. Cabalgamos por entre los árboles, agachándonos continuamente para evitar que las ramas nos dieran en los ojos, y bajamos la colina, siguiendo un torrente cargado de lluvia que debía conducir hasta el Wiire. A primera hora de la tarde ya estábamos cerca de Dunholm, probablemente a no más de siete u ocho kilómetros, y nos guiaba Sihtric, pues creía recordar un lugar por el que se podía cruzar el río. El Wiire, nos contó, se desviaba hacia el sur pasado Dunholm, y se ensanchaba al discurrir por tierras de pastos, y en aquellos valles más gentiles había vados. Conocía bien la zona, pues los padres de su madre vivían allí, y de niño a menudo había hecho cruzar el ganado por el río. Lo mejor era que esos vados estaban al este de Dunholm, el flanco que Kjartan no estaría vigilando, pero existía el riesgo de que la lluvia, que volvió a caer con fuerza por la tarde, llenara tanto el Wiire que los vados fueran impracticables.

Por lo menos la lluvia nos ocultaba al dejar las colinas y llegar al valle del río. Ya estábamos muy cerca de Dunholm, que quedaba al norte, pero nos tapaba una elevación del terreno boscosa junto a la que había un puñado de granjas.

—Hocchale —me dijo Sihtric, señalando la aldea con la cabeza—, ahí nació mi madre.

—¿Tus abuelos aún viven aquí? —pregunté.

—Kjartan los hizo matar, señor, cuando echó a mi madre a los perros.

—¿Cuántos perros tiene?

—Tenía cuarenta o cincuenta cuando yo estaba allí, señor. Enormes. Sólo obedecían a Kjartan y a sus cazadores. Y a la dama Thyra.

—¿La obedecían? —le pregunté.

—Mi padre quiso castigarla una vez —dijo Sihtric—, y le echó a los perros. No creo que dejara que se la comieran, me parece que sólo quería asustarla, pero ella les cantó.

—¿Que les cantó? —preguntó Ragnar. Apenas había mencionado a Thyra en las últimas semanas. Era como si se sintiera culpable por haberla abandonado tanto tiempo en poder de Kjartan. Sabía que intentó buscarla al poco de su desaparición, incluso se enfrentó a Kjartan en una ocasión en que otro danés negoció una tregua entre ellos, pero Kjartan había negado vehementemente que Thyra estuviera siquiera en Dunholm, y tras aquello Ragnar se unió al Gran Ejército que invadió Wessex y se convirtió en rehén, y durante todo ese tiempo Thyra siguió en poder de Kjartan. En aquel momento Ragnar miraba a Sihtric—. ¿Les cantó? —volvió a preguntar.

—Les cantó, señor —corroboró Sihtric—, y se tumbaron en el suelo. Mi padre estaba furioso con ellos —Ragnar frunció el ceño como si no se creyera lo que oía. Sihtric se encogió de hombros—. Dicen que es hechicera, señor —le explicó con humildad.

—Thyra no es ninguna hechicera —repuso Ragnar con rabia—. Lo único que quería era casarse y tener hijos.

—Pero les cantó a los perros, señor —insistió Sihtric—, y ellos se tumbaron en el suelo.

—No se van a tumbar cuando nos vean a nosotros —dije yo—. Kjartan nos los echará encima en cuanto nos vea.

—Eso hará, señor —repuso Sihtric, y lo noté nervioso.

—Bueno, sólo tenemos que cantarles —contesté alegremente.

Recorrimos un camino encharcado junto a una zanja desbordada y nos encontramos con un Wiire lleno y rápido. El vado parecía impracticable. La lluvia aumentaba, golpeando el río que se arremolinaba en lo alto de sus elevados márgenes. Había una colina alta en la otra orilla, y las nubes estaban lo suficientemente bajas para rascar las ramas desnudas y negras que había en su cima.

—Por aquí no vamos a cruzar nunca —dijo Ragnar.

El padre Beocca, atado a su silla y con la sotana empapada, se estremeció. Los jinetes las pasaban canutas en el barro, y observaban el río que amenazaba con desbordarse, pero entonces Steapa, montado en un enorme semental negro, emitió un gruñido y siguió el camino hasta introducirse en el agua. El caballo rehusó meterse en la fuerte corriente del río, pero él lo obligó a seguir hasta que el agua bullía junto a sus estribos; entonces se detuvo y me hizo un gesto para que le siguiera.

Su idea era que los caballos más grandes crearan una barrera para romper la fuerza del río. Forcé a mi caballo contra el de Steapa, luego llegaron más hombres y todos nos sujetamos, creando un muro de carne de caballo que poco a poco se extendió a lo ancho del Wiire, de unos treinta o cuarenta pasos de ancho. Sólo había que construir la presa en el centro del río, donde la corriente era más fuerte, y en cuanto tuvimos cien hombres esforzándose por mantener quietos los caballos, Ragnar apremió al resto para que cruzaran las aguas más calmadas que proporcionaba nuestra presa provisional. Beocca estaba aterrorizado, el pobre hombre, pero Gisela lo tomó de las riendas y azuzó a su propia yegua al agua. Yo casi ni me atrevía a mirar: si su caballo era arrastrado por el agua, la cota de malla la hundiría, pero ella y Beocca llegaron sanos y salvos a la otra orilla, y de dos en dos, el resto les siguieron. La corriente se llevó a una mujer y a un guerrero, pero ambos consiguieron salir, los caballos hicieron pie un poco más abajo y alcanzaron la orilla. Cuando los caballos más pequeños cruzaron, deshicimos lentamente el muro y avanzamos por el río crecido hasta la otra orilla.

Ya se estaba haciendo oscuro. Sólo era media tarde, pero las nubes eran densas. Era un día negro, húmedo, triste, y nos tocó trepar la escarpadura bajo los árboles que goteaban, y en algunos lugares la ladera era tan empinada que nos vimos obligados a desmontar y guiar a los caballos a pie. Una vez en la cumbre, nos dirigimos hacia el norte, y ya se veía Dunholm cuando las nubes lo permitían. La fortaleza aparecía una mancha oscura en la elevada roca, y encima se apreciaba el humo de las hogueras de la guarnición que se mezclaba con las nubes de lluvia. Era posible que los hombres de las murallas al sur nos vieran entonces, pero cabalgábamos por entre los árboles, y nos habíamos cubierto la malla de barro, e incluso, aunque nos vieran, no tenían por qué sospechar que éramos enemigos. Lo último que habían oído de Guthred era que él y sus hombres huían desesperadamente hacia el oeste, en busca de un lugar por donde cruzar el Wiire, y nosotros estábamos al este de la fortaleza y ya habíamos cruzado el río.

Nuestros caballos empezaban a cansarse. Habían cabalgado duramente por terreno mojado y cargaban hombres con armadura y pesados escudos, pero ya casi habíamos llegado. Ya no importaba que la guarnición nos viera, porque habíamos alcanzado la colina sobre la que se erguía la fortaleza y nadie podía abandonar Dunholm sin tener que abrirse paso luchando. Si Kjartan había enviado guerreros al oeste en nuestra busca, ya no podría enviar un mensajero para que los hiciera regresar porque ya controlábamos la carretera que conducía a su fortaleza.

Así que llegamos al cuello en que el risco descendía menos escarpadamente y el camino giraba al sur antes de subir hasta la descomunal puerta. Nos detuvimos allí y nuestros caballos se desperdigaron por el terreno elevado y, para los hombres en la muralla de Dunholm, debíamos de parecer un ejército oscuro. Todos íbamos embarrados, nuestros caballos estaban mugrientos, pero los hombres de Kjartan podían ver nuestras lanzas, escudos, espadas y hachas. Para entonces ya sabrían que éramos el enemigo y que les habíamos cortado su único camino, y probablemente se rieran de nosotros. Nosotros éramos muy pocos y su fortaleza era altísima, su muralla enorme, la lluvia seguía cayéndonos encima y la oscuridad reptaba por los valles a ambos lados y nos iba a empapar, mientras los rayos pérfidos partían el cielo del norte.

Vallamos a los caballos en un campo inundado. Hicimos lo que pudimos para limpiar a las bestias de barro y liberar de fango sus pezuñas; después encendimos una veintena de hogueras junto a un seto de espino que nos protegía del viento. Costó una eternidad encender la primera hoguera. Muchos de nuestros hombres llevaban yesca seca en bolsas de cuero, pero en cuanto la sacaban, la lluvia la empapaba. Al final, dos hombres montaron una precaria tienda con sus capas, oí el golpear de metal con piedra y vi la primera señal de humo. Protegían la pequeña hoguera como si fuera de oro, pero por fin las llamas prendieron y pudimos apilar la madera húmeda encima. Los troncos crepitaban y silbaban, pero las llamas nos proporcionaron algo de calor y le indicaban a Kjartan que sus enemigos seguían en la colina. Dudo de que creyera a Guthred con valor suficiente para atacar, pero debía de saber que Ragnar había regresado de Wessex y sabía que yo había vuelto de entre los muertos, y quizá, en aquella larga y húmeda noche de lluvia y trueno, sintiera una punzada de terror.

Y mientras se estremecía, los sceadugengan se deslizaban en la oscuridad.

* * *

Al caer la noche, observé la ruta que debía tomar en la oscuridad, y no tenía buena pinta. Tendría que bajar hasta el río, después hacia el sur por el borde del agua, pero justo por debajo de la muralla de la fortaleza, donde el río se desvanecía bajo el peñasco de Dunholm, había una enorme piedra bloqueando el camino. Era una piedra monstruosa, más grande que la nueva iglesia de Alfredo en Wintanceaster, y si no conseguía encontrar un camino para rodearla, tendría que escalarla por su ancha y plana superficie, que quedaba a menos de un lanzazo de las murallas de Kjartan. Me protegí los ojos de la lluvia y miré concentrado, y decidí que podría haber un paso junto al borde del río.

—¿Puede hacerse? —me preguntó Ragnar.

—Tiene que hacerse —le contesté.

Quería a Steapa conmigo, y elegí a otros diez hombres para que nos acompañaran. Tanto Guthred como Ragnar querían venir, pero yo me negué. Ragnar tenía que guiar el asalto por la puerta, y Guthred sencillamente no daba la talla como guerrero. Además, era una de las razones por la que peleábamos aquella batalla y que acabara muerto en las laderas de Dunholm habría convertido toda la operación en una tontería. Me llevé a Beocca a un aparte.

—¿Recordáis —le pregunté— cuando mi padre os ordenó que os quedarais a mi lado durante el asalto a Eoferwic?

—¡Pues claro que lo recuerdo! —contestó indignado—. Y no te quedaste conmigo, ¿a que no? ¡No, tenías que unirte a la batalla! Fue culpa tuya que te capturaran —yo tenía diez años y estaba desesperado por ver una batalla—. Si no te hubieras escapado —prosiguió aún en el mismo tono—, ¡jamás te habrían atrapado los daneses! Ahora serías cristiano. Me culpo. Tendría que haber atado tus riendas a las mías.

—Entonces también os habrían capturado —le dije—, pero quiero que hagáis lo mismo con Guthred mañana. Quedaos con él y no permitáis que arriesgue su vida.

Beocca parecía alarmado.

—¡Es un rey! Es un hombre hecho y derecho. No puedo decirle qué tiene que hacer.

—Decidle que Alfredo quiere que viva.

—Alfredo puede que quiera que viva —repuso sobriamente—, pero cuando un hombre toca una espada, pierde los sesos. ¡Ya lo he visto antes!

—Decidle que habéis tenido un sueño y que san Cutberto quiere que no se meta en líos.

—¡No me va a creer!

—Sí os creerá —le prometí.

—Lo intentaré —después me miró con el ojo bueno—. ¿Lo puedes hacer, Uhtred?

—No lo sé —le contesté honestamente.

—Rezaré por ti.

—Gracias, padre —le dije. Yo iba a rezar a todos los dioses que conocía, y añadir uno más no podía hacer ningún daño. Al final, pensé, todo estaba decidido por el destino. Las hilanderas ya sabían lo que planeábamos y sabían cómo terminarían aquellos planes, sólo podía esperar que no estuvieran sacando la tijera para cortar los hilos de mi vida. Quizá, más que ninguna otra cosa, la locura de mi idea era lo que le daría alas para surtir efecto. Desde que regresé por primera vez, se respiraba locura en el aire de Northumbria. Una locura asesina era lo que había tenido lugar en Eoferwic, una chifladura sagrada en Cair Ligualid, y ahora aquella idea desesperada.

Había elegido a Steapa, que valía por tres o cuatro hombres. Me llevé a Sihtric porque, si entrábamos en Dunholm, conocería el terreno. Incluí a Finan porque el irlandés tenía furia en el alma y me parecía que se tornaría salvajismo en la batalla. Me llevé a Clapa porque era fuerte y audaz, y a Rypere porque era astuto y ágil. Los otros seis eran hombres de Ragnar, todos ellos fuertes, jóvenes y buenos con las armas; les conté qué íbamos a hacer, y me aseguré de que todos tuvieran una capa negra que los cubría de la cabeza a los pies. Les embadurné el rostro, las manos y los cascos con una mezcla de barro y ceniza.

—Nada de escudos —les dije. Era una decisión difícil, pues un escudo es un gran alivio en la batalla, pero los escudos eran pesados y, si se golpeaban contra piedras o árboles retumbarían como un tambor—. Yo iré primero —les dije—, y avanzaremos despacio. Muy despacio. Tenemos toda la noche.

Nos atamos todos juntos con riendas de cuero. Sabía lo fácil que resultaba perderse en la oscuridad, y aquella noche la oscuridad era absoluta. Si había algo de luna, estaba oculta por densas nubes desde las que llovía sin cesar, pero podíamos guiarnos con tres puntos de referencia. Primero por la pendiente misma. Mientras siguiera teniendo la pendiente a la derecha sabía que estábamos en el lado este de Dunholm. En segundo lugar, se oía el pasar del río al abrazar el peñasco, y estaban también las propias hogueras de Dunholm. Kjartan temía un asalto nocturno, así que hizo que sus hombres arrojaran troncos ardiendo desde la alta muralla en la puerta. Esos troncos iluminaban el camino; para encenderlos necesitaba una gran hoguera que ardía en el patio y el resplandor recortaba lo alto de la muralla y reverberaba con un rojo intenso en el vientre de las nubes bajas. Aquella luz cruda no iluminaba la ladera, pero estaba allí, más allá de las sombras negras, una tenue guía en nuestra oscuridad húmeda.

De mi cinto colgaban Aguijón-de-avispa y Hálito-de-serpiente y, como los demás, llevaba una lanza con la hoja envuelta en un pedazo de tela para que el metal no reflejara ninguna luz. Las lanzas nos servirían como varas en el terreno irregular, y nos permitirían tantearlo. No partimos hasta que se hizo completamente oscuro, pues no quería arriesgarme a que algún centinela agudo nos viera bajar hasta el río, pero incluso a oscuras el camino no fue muy penoso al principio, pues nuestras hogueras iluminaban la ladera. Nos alejamos de la fortaleza para que nadie en las murallas nos viera abandonar el campamento iluminado, y después bajamos hasta el río y giramos hacia el sur. Nuestra ruta iba por la base de la ladera, donde habían talado unos cuantos árboles y había que sortear los tocones. El suelo estaba lleno de zarzas. También habían dejado pequeñas ramas pudrirse e hicimos muchísimo ruido pisándolas, pero el sonido de la lluvia era mucho más fuerte y el río bullía y rugía a nuestra izquierda. Se me enganchaba la capa en las ramas cada dos por tres y el dobladillo acabó hecho jirones al liberarme. De vez en cuando, un rayo descomunal partía en dos el cielo del este, y cada vez nos quedábamos helados, y a la luz del relámpago azulado veíamos la fortaleza recortada encima de nosotros. Hasta se veían las lanzas de los centinelas, como chispas espinosas contra el cielo, y pensé que aquellos centinelas estarían helados, empapados y se sentirían fatal. El trueno llegaba un instante después y estaba siempre cerca, retumbando sobre nuestras cabezas, como si Thor golpeara su martillo de guerra contra un escudo de hierro gigante. Los dioses nos observaban. Eso lo sabía. Eso es lo que los dioses hacen en sus salones celestes. Nos observan y nos recompensan por nuestra audacia o nos castigan por nuestra insolencia, y me agarré el martillo de Thor para indicarle que quería su ayuda; Thor golpeó el cielo con sus truenos y yo lo interpreté como señal de su aprobación.

La ladera se volvía más empinada. La lluvia lavaba el terreno, que, en algunos lugares, no era más que barro líquido. Nos caíamos continuamente de camino hacia el sur. Los tocones eran menos abundantes, pero ahora había piedras incrustadas en la pendiente, y estaban mojadas, y tan resbaladizas que en algunos sitios nos vimos obligados a reptar. También estaba más oscuro, pues el peñasco sobresalía por encima de nosotros y ocultaba las almenas iluminadas por las hogueras. Así que reptamos, tropezamos y maldijimos mientras nos abríamos paso entre una negrura que acongojaba el alma. El río parecía estar muy cerca y temí resbalar en una losa de roca y caerme al agua.

Entonces mi lanza golpeó piedra y reparé en que habíamos llegado a la enorme roca que, en la oscuridad, parecía un acantilado monstruoso. Me pareció haber visto un paso junto al borde del río, y fue el camino que exploré, avanzando lentamente, siempre tanteando con la lanza, pero si había visto una ruta en el crepúsculo, ahora no era capaz de encontrarla. La roca parecía colgar sobre el agua, y no quedaba otra opción que escalar la ladera junto a la roca y después deslizarse por la cima convexa, así que empezamos a subir, palmo a palmo, agarrándonos a arbolitos y abriendo a puntapiés huecos en la tierra húmeda para poder apoyar los pies, y cada paso nos acercaba más a las murallas. Las cuerdas de cuero que nos sujetaban se enganchaban con todo tipo de ramas, y pareció que nos llevó una eternidad alcanzar el lugar en que la luz que brillaba por encima de la empalizada mostraba un camino hasta la cumbre.

La cumbre era una superficie de piedra desnuda, inclinada como un techo bajo y de unos quince pasos de ancho. El lado oeste se elevaba hacia las murallas y el este se despeñaba sobre el río, cosa que vi en el instante en que un rayo lejano se abrió paso entre las nubes del norte. El centro de la cima de la piedra, por donde tendríamos que pasar, no estaba a más de veinte pasos de la muralla de Kjartan y allí había un centinela, la punta de su lanza emitió un destello al reflejar el fuego blanco del rayo. Nos acurrucamos junto a la piedra y les ordené que nos soltáramos las cuerdas de cuero de los cintos. Las atamos todas en una sola cuerda y yo pasaría primero, dejando la cuerda detrás, y uno tras otro me seguirían.

—Uno cada vez —les dije—, y esperad hasta que tire de la cuerda. Tiraré de ella tres veces, ésa es la señal para que cruce el siguiente hombre —casi tenía que gritar para que me oyeran, con la que estaba cayendo y el viento huracanado—. Reptad bocabajo —les dije. Si caía otro rayo, un hombre tumbado cubierto por una capa embarrada tenía más posibilidades de no ser visto que un guerrero agachado—. Rypere el último —dije—, y que desate la cuerda.

Me pareció que sólo cruzar aquel pedazo de piedra descubierta nos llevó media noche. Yo pasé primero, repté a ciegas y tuve que avanzar a tientas con la lanza hasta encontrar un lugar por el que poder cruzar la roca. Después pegué un tirón y tras una interminable espera, oí a otro hombre reptar por la piedra. Era uno de los daneses de Ragnar. Los otros llegaron después, uno a uno. Los conté. Ayudamos a bajar a todos los hombres, y recé para que no hubiera rayos, pero justo cuando Steapa iba por la mitad, un tenedor blanco azulado azotó la colina y nos iluminó como gusanos atrapados en el fuego de los dioses. En aquel momento de claridad vi a Steapa temblar, y sobre nuestras cabezas aulló el viento y la lluvia pareció envilecerse.

—¡Steapa! —le grité—, ¡Venga! —pero estaba tan afectado que tuve que volver por encima de la piedra, cogerle la mano y convencerlo para que avanzara, y en aquel momento perdí la cuenta de los hombres que ya habían cruzado; así que, cuando creí que ya había llegado el último, descubrí que Rypere seguía aún en el otro lado. Cruzó rápidamente, enrollando la cuerda mientras avanzaba, y después la desunimos y volvimos a atarnos unos a otros. Estábamos todos helados y mojados, pero el destino había estado de nuestro lado hasta entonces, y no llegó ningún grito desde las murallas.

Resbalamos y casi nos caímos de la ladera, mientras buscábamos la orilla del río. En aquel lugar la colina era mucho más empinada, pero abundaban los sicómoros y los carpes, así que el trayecto era más sencillo. Nos dirigimos al sur, con las murallas a la derecha y el río ominoso y ruidoso a la izquierda. Había más rocas, ninguna del tamaño de la gigante que nos había bloqueado el paso antes, pero todas difíciles de negociar, y todas llevaron tiempo, demasiado, y entonces, mientras rodeábamos una de las rocas por arriba, a Clapa se le cayó la lanza, chocó contra unas piedras y acabó golpeando un árbol.

No parecía posible que el ruido se hubiera oído dentro de la muralla. Caían chuzos de punta sobre los árboles y el viento soplaba con fuerza, pero alguien en el fuerte oyó algo o sospechó algo, pues de repente tiraron un tronco ardiendo por la muralla que se estrelló contra las ramas húmedas. Lo arrojaron a unos veinte pasos al norte de donde estábamos; resultó que nos habíamos detenido mientras salvábamos otra roca y la luz de las llamas era débil. Sólo se veían sombras negras junto a las de los árboles. La lluvia pronto extinguió la titilante luz y yo susurré a mis hombres que se agacharan. Esperaba que lanzaran más fuego, y esta vez resultó ser un buen pedazo enroscado de paja empapada en aceite, que ardía con mucha más fuerza que el tronco. Volvieron a lanzarlo en lugar equivocado, pero nos iluminaba y recé a Surtur, el dios del fuego, para que extinguiera las llamas. Nos acurrucamos, tan quietos como la muerte, justo encima del río, y entonces oí lo que temía oír. Perros.

Kjartan, o quienquiera que guardase aquella parte del muro, había soltado a los perros de guerra por la pequeña puerta que conducía al pozo. Oía a los cazadores llamarlos con las voces cantarinas que ordenan a los sabuesos que peinen la maleza, oí a los perros aullar y supe que no había escapatoria de aquella empinada y resbaladiza colina. No teníamos posibilidad de regresar y bajar otra vez por la piedra antes de que los perros se nos echaran encima. Arranqué el trapo a la punta de lanza, pensando que por lo menos podría hincársela a una bestia antes de que el resto nos atrapara, nos atacara y nos despedazara, y justo entonces otra esquirla de relámpago iluminó la noche y el trueno retumbó como si fuera el fin del mundo. El ruido nos sacudió y reverberó como tambores en el valle del río.

Los perros odian el trueno, y el trueno era el regalo que Thor nos hacía. Una segunda andanada sacudió el cielo y los perros empezaron a gimotear. La lluvia se tornó viciosa, repiqueteando en la ladera como flechas, tan poderosa que ahogaba el ruido de los perros asustados.

—No saldrán a cazar —me gritó Finan al oído.

—¿No?

—No con esta lluvia.

Los cazadores volvieron a gritar, con más premura, y al aflojar un poco la lluvia, oí a los perros bajar la ladera. No corrían, avanzaban a regañadientes. Estaban aterrorizados por el trueno, confundidos por el rayo y desconcertados por la maldad de la lluvia. No tenían ganas de presa. Uno de los chuchos se nos acercó, y me pareció verle brillar los ojos, aunque no entiendo cómo tal cosa era posible en la oscuridad, cuando el perro no era más que una forma en la negrura empapada. El bicho se dio la vuelta y la lluvia siguió cayendo en tromba. Ya no se oía a los cazadores. Ninguno de los perros nos había delatado, así que los cazadores debieron de suponer que no habían encontrado presa, pero seguimos esperando, agazapados bajo la horrible lluvia, esperando y esperando, hasta que decidí que los perros habían regresado a la fortaleza y proseguimos a trompicones.

Ahora teníamos que encontrar el pozo, y eso resultó lo más difícil de todo. Primero volvimos a confeccionar la cuerda larga con las riendas de cuero y Finan sujetó un extremo mientras yo avanzaba colina arriba. Palpé entre árboles, resbalé en el barro y confundí continuamente los troncos de los árboles con la empalizada del pozo. La cuerda se enganchaba en las ramas caídas, y en dos ocasiones tuve que regresar, hacer que todos se desplazaran unos cuantos metros más al sur y empezar la búsqueda de nuevo. Ya estaba empezando a desesperar cuando tropecé y mi mano izquierda rozó un tronco cubierto de liquen. Se me clavó una astilla en la palma. Me caí sobre la madera y descubrí que era un muro, no una rama suelta, y entonces comprendí que había encontrado la empalizada que protegía el pozo. Tiré de la cuerda para que los demás treparan hasta donde yo estaba.

Volvimos a esperar. El trueno se desplazó hacia el norte y la lluvia disminuyó hasta formar una cortina constante. Nos agazapamos, temblando, esperando el primer gris del alba, y me preocupó que Kjartan, con aquella lluvia, no necesitara enviar a nadie hasta el pozo, sino que pudiera sobrevivir con la lluvia recogida en barriles. Aun así en todas partes, supongo que en todo el mundo, la gente va a por agua al alba. Es el modo de saludar el día. Necesitamos agua para cocinar, afeitarnos, lavarnos y hacer infusiones, y durante todas aquellas dolorosas horas al remo de Sverri a menudo recordé a Sihtric contarme que los pozos de Dunholm estaban fuera de las murallas, y eso significaba que Kjartan tenía que abrir la puerta cada mañana. Y si abría la puerta, nos meteríamos en la inexpugnable fortaleza. Ése era mi plan, el único que tenía, y si fracasaba moriríamos todos.

—¿Cuántas mujeres van a por agua? —le pregunté a Sihtric en voz baja.

—¿Diez, señor? —calculó.

Eché un vistazo alrededor de la empalizada. Apenas veía el brillo de las hogueras por encima de las murallas y calculé que el pozo estaría a unos veinte pasos de la muralla. No muy lejos, pero eran veinte pasos de empinada colina.

—¿Hay guardias en la puerta? —pregunté conociendo la respuesta, pues la había formulado ya antes, pero en la oscuridad y con la matanza a la vuelta de la esquina, reconfortaba hablar.

—Sólo había dos o tres guardias cuando yo estaba allí, señor.

Y esos guardias estarían somnolientos, pensé, bostezando tras una noche de sueño roto. Abrirían la puerta, verían pasar a las mujeres, y después se apoyarían en el muro y soñarían con otras mujeres. Aun así, sólo hacía falta que uno de los guardias estuviese alerta, y aunque los de la puerta estuviesen dormidos, un solo centinela alerta en el muro bastaría para frustrar nuestros planes. Sabía que la muralla en aquel lado este no tenía plataforma para la batalla, pero sí poseía pequeños salientes en los que se podía montar guardia. Así que estaba preocupado, imaginaba que todo iba a salir mal, y a mi lado Clapa roncó en un momento en que pilló el sueño, y yo me quedé fascinado de que pudiera dormir siquiera cuando estábamos tan mojados y hacía tanto frío, pero volvió a roncar y le pegué un codazo para despertarlo.

Parecía como si nunca fuera a llegar el alba, y si lo hacía, estaríamos tan fríos y mojados que no nos podríamos mover, pero por fin, en las alturas al otro lado del río despuntó el gris en la noche. Y se extendió como una mancha. Nos apiñamos aún más juntos para que la empalizada del pozo nos ocultara de los centinelas de la muralla. El gris se volvió más claro y los gallos cantaron en la fortaleza. La lluvia seguía cayendo constante. A mi lado veía ráfagas blancas donde el río chocaba con las rocas. Ya se apreciaban los árboles que teníamos debajo, aunque seguían en sombras. Un tejón pasó a diez pasos de nosotros, se dio la vuelta y se apresuró torpemente colina abajo. Una pincelada de rojo rasgó el cielo y de repente se hizo de día, aunque era un día tristón cruzado por las gotas argentadas de lluvia. Ragnar estaría formando su muro de escudos, alineando a los hombres en el camino para mantener la atención de las defensas. Si las mujeres venían a por agua, pensé, no deberían de tardar, y me abrí paso colina abajo para poder ver a todos mis hombres.

—Cuando subamos —les susurré—, ¡lo haremos a toda prisa! ¡Subimos a la puerta, matamos a los guardias y no os alejéis de mí! Y en cuanto entremos, frenamos. ¡Caminad! Como si pertenecierais a la guarnición.

Era imposible que doce venciéramos a todos los hombres de Kjartan. Si pensábamos ganar, había que colarse en la fortaleza. Sihtric me había dicho que tras la puerta del pozo había una maraña de edificios. Si matábamos a los guardias rápido, y si nadie nos veía, confiaba en poder escondernos en aquel laberinto, y en cuanto estuviéramos seguros de que no nos habían descubierto, nos dirigiríamos a la muralla norte. Todos vestíamos malla o cuero, todos llevábamos cascos, y si la guarnición observaba la llegada de Ragnar puede que no repararan en nosotros, y si lo hacían, supondrían que éramos defensores. Una vez en la muralla, quería capturar una de las plataformas de batalla. Si lográbamos alcanzar la plataforma y matar a los hombres que la guardaban, podríamos asegurar suficiente muralla para que se nos unieran los hombres de Ragnar. Los más ágiles treparían por la empalizada clavando hachas que hicieran las veces de escalones, y Rypere cargaría con nuestra cuerda de cuero para ayudarles. A medida que subieran más hombres podíamos abrirnos paso hasta la puerta y abrirla para el resto de la fuerza de Ragnar.

Parecía una buena idea cuando se la describí a Ragnar y a Guthred, pero en aquella fría y húmeda mañana se me antojaba más bien desesperada, e hizo presa en mí el abatimiento. Me toqué el amuleto del martillo.

—Rezad a vuestros dioses —les dije—, rezad porque nadie nos vea. Rezad porque lleguemos a la muralla —no era lo que había que decir. Tendría que haber sonado seguro de mí, pero traicioné mis miedos, y aquél no era momento de rezar a ningún dios. Ya estábamos en sus manos, y nos ayudarían o nos perjudicarían dependiendo de si les gustaba lo que hacíamos. Recordé al ciego Ravn, el abuelo de Ragnar, contándome que a los dioses les gusta la valentía, que adoran el desafío, que odian la cobardía y que detestan la inseguridad. «Estamos aquí para divertirles», me contó Ravn, «eso es todo, y si lo hacemos bien, celebraremos con ellos hasta el fin de los tiempos». Ravn había sido guerrero antes de perder la vista, y después se convirtió en escaldo, o compositor de poemas, y en los poemas que componía siempre celebraba la batalla y la valentía. Y si hacíamos aquello bien, pensé, daríamos trabajo a una docena de escaldos.

Sonó una voz arriba de la ladera y yo levanté un brazo para indicar que guardáramos silencio. Entonces oímos las voces de las mujeres y los golpes de los cubos contra la madera. Las voces se acercaron más. Oí una mujer quejarse, pero no entendí las palabras, respondió otra mujer, que hablaba con más claridad.

—No pueden entrar, eso es todo. No pueden —hablaban en inglés, así que eran esclavas o mujeres de los hombres de Kjartan. Oí el chapoteo al caer un cubo al pozo. Seguía con la mano levantada, avisando a los once hombres de que permanecieran en silencio. Llevaría algún tiempo llenar los cubos, y cuanto más tardaran mejor, porque les daría tiempo a los guardias a aburrirse. Miré nuestros rostros sucios, buscando señales de incertidumbre que pudieran ofender a los dioses, y de repente me di cuenta de que no éramos doce hombres, sino trece. El decimotercero tenía la cabeza agachada y no podía ver su rostro, así que le pinché una bota con la lanza y levantó la vista.

Y no era un hombre. Era Gisela.

En su mirada había desafío y súplica, y en la mía sólo horror. No hay ningún número que dé tanta mala suerte como el trece. Una vez, en el Valhalla, se celebró una fiesta para doce dioses, pero Loki, el dios de los engaños, se presentó sin ser invitado y se puso a hacer de las suyas. Convenció a Hod el Ciego de que le tirara una rama de muérdago a su hermano Baldur. Baldur era el dios favorito, el bueno, pero el muérdago podía matarlo, así que su hermano ciego le lanzó la ramita, Baldur murió y Loki se partió de risa, y desde entonces sabemos que el trece es un número malvado. Trece pájaros en el cielo presagian el desastre, trece piedras en una olla envenenarán cualquier comida que haya en la olla, y trece a la mesa es una invitación a la muerte. Trece lanzas contra una fortaleza sólo podían significar la derrota. Hasta los cristianos sabían que el número trece da mala suerte. El padre Beocca me contó que era porque había habido trece hombres en la última cena de Cristo, y que el decimotercero había sido Judas. Así que me quedé mirando horrorizado a Gisela, y para mostrarle lo que había hecho, apoyé mi lanza y levanté diez dedos, después dos y después la señalé a ella levantando el último. Sacudió la cabeza como para negar lo que le decía, pero la señalé una segunda vez y luego señalé el suelo, para indicarle que se quedara donde estaba. Entrarían doce, en Dunholm, no trece.

—Si el niño no mama —iba diciendo una de las mujeres tras la empalizada—, mójale los labios con zumo de prímulas. Siempre funciona.

—Y mójate tú también las tetas —añadió otra voz.

—Y ponle un emplasto de hollín y miel en la espalda —le aconsejó una tercera.

—Dos cubos más —dijo la primera voz—, y podremos salir de esta lluvia.

Ya era hora de ponerse en marcha. Volví a indicarle a Gisela, con gestos furiosos, que se quedara donde estaba, después cogí la lanza con la mano izquierda y desenvainé Hálito-de-serpiente. Besé la hoja y me puse en pie. Parecía raro volverse a mover, ponerse en pie, estar a la luz del día, empezar a caminar alrededor de la empalizada del pozo. Me sentía desnudo bajo las murallas y esperaba un grito de algún centinela atento, pero no oí nada. Delante, no muy lejos, veía la puerta y no había ningún guardia. Sihtric se apresuraba a mi izquierda. El camino era de piedra basta, resbaladiza y húmeda. Oí a una mujer perder el aliento, pero nadie dio la alarma desde las murallas; entonces atravesé la puerta, vi un hombre a mi derecha, asesté un golpe con Hálito-de-serpiente y se le hundió en la garganta, la liberé y la sangre brilló de un rojo vivo en la mañana gris. Cayó contra la empalizada y le atravesé la garganta con la lanza. Un segundo guardia observó la matanza desde unos doce metros. Su armadura consistía en un largo delantal de cuero de herrero, y su arma un hacha de leñador que parecía no ser capaz de levantar. Se quedó de piedra y no se movió al acercársele Finan. Abrió los ojos como platos al comprender el peligro, y se dio la vuelta para echar a correr pero la lanza de Finan lo hizo tropezar y cuando el irlandés llegó hasta él le hincó la espada en la columna. Levanté la mano para que todos guardaran silencio. Esperamos. No había gritado ningún enemigo. La lluvia goteaba desde la paja de los edificios. Conté a mis hombres y vi a diez, luego llegó Steapa por la puerta y la cerró tras él. Éramos doce, no trece.

—Las mujeres se quedarán en el pozo —me dijo Steapa.

—¿Estás seguro?

—Se quedarán en el pozo —gruñó. Le había dicho a Steapa que hablara con las mujeres que sacaban agua, y no tenía duda de que su solo tamaño había disipado cualquier idea de gritar la alarma.

—¿Y Gisela?

—También se quedará en el pozo.

Así que habíamos entrado en Dunholm. Llegamos a un rincón oscuro de la fortaleza, un lugar en el que había dos grandes montones de estiércol junto a un edificio bajo.

—Establos —me susurró Sihtric, aunque no había nadie vivo a la vista que nos pudiera oír. La cortina de lluvia seguía cayendo constante. Rodeé el final de los establos y no vi más que muros de madera, grandes montones de leña y tejados de paja cubiertos de musgo. Una mujer conducía una cabra entre dos cabañas, golpeando al animal para que se diera prisa bajo la lluvia.

Limpié Hálito-de-serpiente en la capa deshilachada del hombre que había matado, después le entregué a Clapa mi lanza y cogí el escudo del muerto.

—Envainad las espadas —les dije a todos. Si caminábamos por la fortaleza con las espadas en la mano llamaríamos la atención. Teníamos que parecer hombres recién levantados que se incorporaban a regañadientes a un turno frío y húmedo—. ¿Por dónde? —le pregunté a Sihtric.

Nos guió siguiendo la empalizada. En cuanto pasamos los establos, vi tres grandes casas que nos tapaban la muralla norte.

—Ésa es la casa de Kjartan —susurró Sihtric, señalando al edificio de la derecha.

—Habla con naturalidad —le dije.

Había señalado la casa más grande, la única de la que salía humo por la chimenea. Estaba construida con los lados largos mirando a este y a oeste, y una de las vertientes del tejado estaba unida a la muralla, así que tendríamos que adentrarnos en el centro de la fortaleza para rodear la casa. Veíamos gente, y ellos nos veían a nosotros, pero a nadie le parecimos extraños. No éramos más que hombres armados caminando por el barro, y ellos estaban mojados, tenían frío y estaban demasiado concentrados en alcanzar el calor junto al fuego para preocuparse por doce guerreros desaliñados. Un tejo crecía enfrente de la casa de Kjartan, y un único centinela guardaba la puerta de la casa, agachado bajo las ramas desnudas del tejo, en un vano intento por resguardarse del viento y la lluvia. Ya oía los gritos. Eran débiles, pero a medida que salvábamos la distancia entre las casas empezamos a ver hombres en las murallas. Miraban hacia el norte, algunos enarbolaban lanzas desafiantes. Así que Ragnar se acercaba. Se le vería incluso con la media luz, pues sus hombres transportaban antorchas. Ragnar había ordenado a los atacantes que llevaran fuego para que los defensores los miraran a ellos en lugar de vigilar la parte de atrás de Dunholm. Así que el fuego y el acero se acercaban a Dunholm, pero los defensores se burlaban de los hombres de Ragnar que se afanaban por el resbaladizo camino. Se burlaban porque sabían que sus muros eran elevados y los atacantes pocos, pero los sceadugengan ya se encontraban entre ellos, y ninguno había reparado en nosotros, así que mis miedos del alba empezaron a desvanecerse. Me toqué el amuleto del martillo y le di gracias a Thor en silencio.

Estábamos a sólo unos metros del tejo que crecía a unos cuantos pasos de la puerta de Kjartan. El arbolillo había sido plantado como símbolo de Yggdrasil, el Árbol de la Vida por el que se enrosca el destino, aunque aquel árbol parecía enfermo, poco más que un plantón que se esforzaba por enraizar en el pobre suelo de Dunholm. El centinela nos miró, no notó nada raro y se dio la vuelta para observar la torre de la puerta, al otro lado de la plana cumbre de Dunholm. Los hombres se apiñaban en la muralla de la puerta, otros guerreros ocupaban sus puestos en las plataformas de batalla construidas a derecha e izquierda. Un buen grupo de daneses montados esperaba detrás de la puerta, sin duda listos para perseguir a los atacantes derrotados cuando fueran repelidos de la empalizada. Intenté contar a los defensores, pero eran demasiados, así que miré a la derecha y vi una recia escalera que subía hasta la plataforma de batalla en el lado oeste de las murallas. Allí, pensé, era donde teníamos que ir. Trepar por aquella escalera, capturar la muralla oeste y dejar entrar a Ragnar dentro, para que se vengara de su padre, liberara a Thyra y asombrara a toda Northumbria.

Sonreí, encantado de repente por estar dentro de Dunholm. Pensé en Hild y la imaginé rezando en su sencilla capilla, con los mendigos ya arremolinados ante la puerta del convento. Alfredo estaría trabajando, destrozándose los ojos leyendo manuscritos a la débil luz del alba. Los hombres se estarían desperezando en todas las fortificaciones de Gran Bretaña, bostezando y estirándose. Enjaezarían los bueyes. Los perros se pondrían nerviosos, conscientes de que les esperaba un día de caza, y allí estábamos, dentro de la fortaleza de Kjartan sin que nadie sospechara de nuestra presencia. Estábamos mojados, teníamos frío, estábamos tiesos y nos superaban en número por lo menos veinte a uno, pero los dioses estaban con nosotros y sabía que íbamos a ganar; así que me sentí exultante. La alegría de la batalla y sabía que los escaldos tendrían una gran gesta que celebrar.

O quizá los escaldos se lamentaran. Porque entonces, bastante repentinamente, todo fue desastrosamente mal.