Capítulo VIII

Éramos setenta y seis guerreros, incluidos Steapa y yo. Todos íbamos montados y armados, poseíamos malla o buen cuero y cascos. Dos veintenas de sirvientes en caballos más pequeños transportaban los escudos y conducían los caballos de repuesto, pero no eran guerreros y no los contábamos entre los setenta y seis. Hubo un tiempo en que Ragnar podía convocar a más de doscientos guerreros, pero muchos habían perecido en Ethandun y otros se habían buscado otros señores en los largos meses que Ragnar estuvo retenido como rehén, aunque setenta y seis seguía siendo un buen número.

—Y son hombres formidables —me dijo orgulloso.

Cabalgábamos bajo su estandarte del ala de águila. Era un ala de águila auténtica, clavada en lo alto de un asta, y su casco estaba decorado con dos más de esas alas.

—He soñado con esto —me dijo mientras nos dirigíamos al este—. He soñado que cabalgaba hacia la guerra. Todo el tiempo que fui rehén no deseaba otra cosa. No hay nada en la vida que se parezca a eso, Uhtred, ¡nada!

—¿Las mujeres? —pregunté.

—¡Las mujeres y la guerra! —exclamó—, ¡las mujeres y la guerra! —Vitoreó de alegría y su semental agachó las orejas y dio unos cuantos pasos altos como si compartiera la felicidad de su amo. Encabezábamos la columna, aunque Ragnar había enviado a una docena de hombres montados en ponis ligeros para explorar el terreno por delante de nosotros. Los doce hombres se hacían señales entre ellos y a Ragnar, y hablaban con pastores, escuchaban los rumores y olían el viento. Eran como perros en busca de un rastro, y el que buscaban era el de Guthred, que esperábamos encontrar en dirección al oeste, hacia Cumbraland, pero, a medida que avanzaba la mañana, los exploradores seguían tirando hacia el este. Avanzábamos lentamente, lo que frustraba al padre Beocca; antes de que pudiéramos coger velocidad, debíamos averiguar hacia dónde nos dirigíamos. Al final, los exploradores parecían estar seguros de que el rastro conducía al este, espolearon a los ponis, y les seguimos.

—Guthred intenta regresar a Eoferwic —supuso Ragnar.

—Es demasiado tarde para eso —le dije.

—O le ha entrado el pánico —sugirió Ragnar alegremente—, y no sabe qué está haciendo.

—Eso suena más probable.

Brida y otras veinte mujeres cabalgaron con nosotros. Brida vestía armadura de cuero, y llevaba una capa negra sujeta al cuello con un broche de plata y azabache. Llevaba el pelo recogido a lo alto, sujeto con una cinta negra, y de su costado colgaba una espada larga. Se había convertido en una mujer elegante que poseía un aire de autoridad y eso, creo, ofendía al padre Beocca, que la había conocido desde que era niña. Había sido criada cristiana, pero había escapado a la fe y a Beocca eso le disgustaba, aunque creo que lo perturbaba aún más su belleza.

—Es una hechicera —me dijo entre dientes.

—Si es hechicera —le contesté—, mejor tenerla de nuestro lado.

—Dios nos castigará —avisó.

—Éste no es el país de vuestro dios —le dije—. Ésta es la tierra de Thor.

Se persignó para protegerse del mal de mis palabras.

—¿Y qué hacías anoche? —me preguntó indignado—. ¿Cómo puedes siquiera pensar en ser rey?

—Pues muy fácil —le contesté—. Desciendo de reyes. A diferencia de vos, padre. Descendéis de pastores de cerdos, ¿no?

No me hizo caso.

—El rey es el elegido del Señor —insistió—. El rey es elegido por Dios y por todos los santos. San Cutberto entregó Northumbria a Guthred, ¿cómo puedes pensar siquiera en sustituirlo? ¿Cómo se te ocurre?

—Ah, pues entonces nos damos la vuelta y volvemos a casa —le dije.

—¿Darnos la vuelta y volvernos a casa? —Beocca estaba horrorizado—. ¿Por qué?

—Porque si Cutberto lo ha elegido —le dije—, Cutberto podrá defenderlo. Guthred no nos necesita. Que se enfrente a la batalla con su santo muerto. Aunque a lo mejor ya lo ha hecho —añadí—. ¿Habéis pensado en ello?

—¿Pensado en qué?

—En que a lo mejor Guthred ya ha sido derrotado. Podría estar muerto, o cargando las cadenas de Kjartan.

—Que Dios nos guarde —dijo Beocca, persignándose de nuevo.

—No ha sucedido —le aseguré.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque a estas alturas habríamos empezado a encontrar fugitivos —le dije, aunque no podía estar seguro de eso. Quizá Guthred estuviera peleando en aquel mismo instante, pero tenía el presentimiento de que seguía vivo y no estaba muy lejos. Es difícil describir ese presentimiento. Es un instinto, tan difícil de interpretar como el mensaje de un dios en la muda de plumas de un carrizo, pero había aprendido a confiar en ese presentimiento.

Y mis instintos estaban en lo cierto, pues al final de la mañana uno de los exploradores llegó al galope por el páramo con las crines de su poni al viento. Giró bruscamente frente a un montículo de helechos, para decirle a Ragnar que había una numerosa banda de hombres y caballos en el valle del río Swale.

—Están en Cetreht, señor —dijo.

—¿En nuestro lado del río? —preguntó Ragnar.

—En nuestro lado, señor —repuso el explorador—, en el viejo fuerte. Atrapados allí.

—¿Atrapados?

—Hay otra banda de hombres fuera del fuerte, señor —dijo el explorador. No se había acercado lo suficiente para ver los estandartes, pero otros dos exploradores habían bajado al valle mientras el primero regresaba para traernos noticias de que Guthred se encontraba probablemente muy cerca.

Aceleramos el paso. Las nubes se desplazaban a toda prisa con el viento, y a mediodía llovió breve pero intensamente, y justo cuando amainó, regresaron los dos exploradores del valle. Habían bajado hasta los campos fuera del fuerte, y habían hablado con la banda de guerreros.

—Guthred está en el fuerte —informó uno.

—¿Y quién está fuera?

—Los hombres de Kjartan, señor —dijo sonriendo, pues sabía que si había hombres de Kjartan cerca, pronto habría pelea—. Son sesenta. Sólo sesenta.

—¿Están allí Kjartan o Sven?

—No, señor, ellos no están. Los comanda un hombre llamado Rolf.

—¿Has hablado con él?

—He hablado con él y he bebido de su cerveza, señor. Vigilan a Guthred. Se están asegurando de que no va a huir. Lo mantienen ahí hasta que llegue Ivarr del norte.

—¿Hasta que llegue Ivarr? ¿No Kjartan?

—Kjartan se queda en Dunholm, señor —repuso el hombre—, eso es lo que han dicho, y que Ivarr llegará del norte en cuanto organice la guarnición de Eoferwic.

—Hay sesenta hombres de Kjartan en el valle —gritó Ragnar a sus guerreros, y su mano se dirigió instintivamente hasta la empuñadura de Rompecorazones. Ésa era su espada, que tenía el mismo nombre que la de su padre para recordar su obligación de vengar la muerte de Ragnar el Viejo—. ¡Sesenta hombres que matar! —añadió, y después llamó a un criado para que le trajera su escudo. Volvió a mirar a los exploradores—. ¿Quién creen que sois?

—Le hemos dicho que estamos al servicio de Hakon, señor. Que los estábamos buscando.

Ragnar entregó unas monedas de plata a los hombres.

—Lo habéis hecho muy bien —le dijo—. Bueno, ¿y cuántos hombres tiene Guthred en el fuerte?

—Rolf dice que por lo menos cien, señor.

—¿Cien? ¿Y no ha intentado quitarse de encima a sesenta?

—No, señor.

—Menudo rey —comentó Ragnar burlón.

—Si se enfrenta a ellos —le dije—, al final del día tendrá menos de cincuenta.

—¿Y qué hace, entonces? —quiso saber Ragnar.

—Rezar, probablemente.

A Guthred, como supimos después, le había entrado el pánico. Frustrados sus esfuerzos por alcanzar Bebbanburg se había dirigido hacia el oeste, a Cumbraland, pensando que en un territorio familiar encontraría aliados, pero el temporal le impidió avanzar con rapidez, y siempre tenía jinetes enemigos a la vista, así que empezó a temer una emboscada en las altas colinas que tenía delante. De modo que cambió de idea y decidió regresar a Eoferwic, pero no había llegado más allá del fuerte romano que antaño guardara el cruce del Swale en Cetreht. Para entonces estaba desesperado. Algunos de sus lanceros habían desertado, en la convicción de que sólo les esperaba la muerte si se quedaban con el rey, así que Guthred había enviado mensajeros para convocar la ayuda de los señores cristianos de Northumbria, pero nosotros ya habíamos visto los cadáveres y sabíamos que ninguna ayuda llegaría. Estaba atrapado. Los sesenta hombres lo contendrían en Cetreht hasta que Ivarr llegara para rematarlo.

—Guthred está rezando —dijo Beocca en tono severo—, y esas oraciones están teniendo respuesta.

—¿Queréis decir que nos ha enviado el dios cristiano? —le pregunté.

—¿Quién si no? —respondió indignado mientras se limpiaba a manotazos la sotana—. Cuando veamos a Guthred —me dijo—, me dejarás hablar a mí.

—¿Os parece que éste es momento para ceremonias?

—¡Soy un embajador! —protestó—, pareces olvidarlo —su indignación explotó de repente como un arroyo cargado de lluvia que se desbordara por las riberas—. ¡No tienes ningún concepto de la dignidad! ¡Soy un embajador! Anoche, Uhtred, cuando le dijiste a ese irlandés salvaje que me rebanara el cuello, ¿en qué estabas pensando?

—Pensaba en cerraros la boca, padre.

—Voy a hablarle a Alfredo de tu insolencia. Puedes estar seguro. ¡Vaya si se lo voy a contar!

Siguió quejándose, pero yo no escuchaba, pues Cetreht y el ondeante río Swale acababan de aparecer ante nosotros. El fuerte romano estaba a corta distancia de la orilla sur del Swale, y las antiguas murallas de tierra formaban un amplio cuadrado que cercaba una aldea con una iglesia en el centro. Al otro lado del fuerte estaba el puente de piedra que los romanos habían construido para cruzar su grandiosa calzada, que conducía desde Eoferwic hasta el salvaje norte, y la mitad del arco aún seguía en pie.

A medida que nos acercamos más, vi que el fuerte estaba lleno de caballos y gente. Un estandarte ondeaba en el hastial de la iglesia, y supuse que sería la bandera de Guthred que representaba a san Cutberto. Había unos cuantos jinetes más al norte del río, bloqueando la huida de Guthred por el vado, mientras que los sesenta jinetes de Rolf se encontraban en los campos al sur del fuerte. Eran como perros montando guardia en la guarida de un zorro.

Ragnar frenó su caballo. Sus hombres se preparaban para la batalla. Metían los brazos en sus escudos, soltaban las espadas y esperaban las órdenes de Ragnar. Miré el valle. El fuerte era un refugio lamentable. Las murallas hacía mucho que se habían erosionado sobre la zanja y no había empalizada, de modo que un hombre podría cruzar la fortificación, que no era más que un terraplén, a paso constante. Los sesenta jinetes, si hubieran querido, habrían podido entrar en el pueblo, pero prefirieron aproximarse a la vieja muralla e insultar a gritos desde allí. Los hombres de Guthred observaban desde el borde del fuerte. Aún más hombres se arremolinaban junto a la iglesia. Nos habían visto en la colina y debieron de pensar que éramos nuevos enemigos, pues nos apresurábamos hacia los restos de la muralla sur. Miré el poblado. ¿Estaría allí Gisela? Recordé el movimiento de su cabeza, sus ojos oscurecidos por la melena morena, e inconscientemente, espoleé mi caballo unos pasos hacia delante. Había pasado más de dos años en el infierno del remo de Sverri, pero aquél era el momento con el que había estado soñando todo el tiempo, así que no esperé a Ragnar. Espoleé de nuevo a mi caballo y bajé solo al galope hasta el valle del Swale.

* * *

Beocca, por supuesto, me siguió, gritando como una corneja que como embajador de Alfredo debía encabezar la marcha en presencia de Guthred, pero no le hice caso y a mitad de la colina tropezó y se cayó de su caballo. Lloró desesperado, pero allí lo dejé, cojeando en la hierba mientras intentaba recuperar su yegua.

El sol de finales de otoño brillaba sobre la tierra aún húmeda por la lluvia. Llevaba un escudo de embozadura pulida, vestía malla y casco, mis brazaletes brillaban y relucía como un señor de la guerra. Me giré sobre la silla para ver que Ragnar bajaba ya colina abajo, pero se desviaba hacia el este, con la clara intención de cortar la retirada de los hombres de Kjartan, cuya mejor huida quedaba en los prados al este del río.

Llegué al pie de la colina y me apresuré por la lisa explanada del río hasta la calzada romana. Dejé atrás un cementerio cristiano, montículos de tierra con pequeñas cruces que miraban a una cruz mayor que les mostraría a los muertos resucitados la dirección de Jerusalén el día en que los cristianos creían que sus cadáveres se levantarían de la tumba. El camino conducía directamente de las tumbas a la entrada sur del fuerte, donde un puñado de hombres de Guthred me observaban. Los hombres de Kjartan se acercaron para interceptarme, cortando el camino, pero no parecían preocupados. ¿Por qué iban a estarlo? Parecía danés, era un solo hombre, ellos eran muchos, y mi espada seguía en su vaina.

—¿Quién de vosotros es Rolf? —grité cuando me acerqué a ellos.

—Yo —un hombre de barba negra enfiló su caballo hacia mí—. ¿Quién eres tú?

—Tu muerte, Rolf —le dije, y desenvainé Hálito-de-serpiente y clavé mis talones en los flancos del caballo, que salió a todo galope. Rolf aún estaba sacando la espada cuando embestí contra él y Hálito-de-serpiente le rebanó el cuello, de modo que casco y cabeza salieron volando, rebotaron en el camino y acabaron bajo los cascos de mi semental. Reía, pues había recuperado la alegría de la batalla. Tenía tres hombres delante y ninguno había desenvainado aún. Se me quedaron mirando, paralizados, y al tronco sin cabeza de Rolf que se balanceaba sobre la silla de montar. Cargué contra el hombre del centro, dejé que mi caballo embistiera al suyo y le aticé con todas mis fuerzas con la espada; y ya me había quitado a los hombres de Kjartan de encima y tenía el fuerte delante.

Cincuenta o sesenta hombres estaban frente a la entrada del fuerte. Sólo un puñado iban montados, pero casi todos tenían espadas o lanzas. Y vi a Guthred, su melena rizada brillando al sol, y junto a él, a Gisela. Cuántas veces había intentado invocar su rostro, en aquellos largos meses en el remo de Sverri, y jamás lo conseguí. Con todo, la amplia boca y los ojos desafiantes me resultaban completamente familiares. Iba vestida con un hábito blanco, una cadena de plata rodeaba su cintura, y se cubría con un gorro de tela el pelo que, como estaba casada, llevaba recogido en un moño. Cogía a su hermano de un brazo, que no hacía más que observar los extraños acontecimientos que estaban teniendo lugar fuera de su refugio.

Dos de los hombres de Kjartan me habían seguido, el resto pululaban, divididos entre la conmoción de la muerte de Rolf y la repentina aparición de la banda de Ragnar. Me di la vuelta para enfrentarme a los dos hombres, tan deprisa que el caballo patinó sobre el barro húmedo, pero sirvió para que cambiaran de idea. Espoleé al caballo para que los persiguiera. Uno era demasiado rápido, el segundo iba sobre un animal más pesado y, al oír el ruido de mis cascos, me atacó con la espada hacia atrás, en un intento desesperado por alejarme. Paré el golpe con el escudo, y le hinqué Hálito-de-serpiente en la columna, de modo que arqueó la espalda y gritó. Liberé la espada y con el mismo movimiento se la volví a estampar al danés en la cara. Cayó de la silla y lo rodeé con la espada roja, y me quité el casco al acercarme de nuevo al fuerte.

Me estaba pavoneando. Por supuesto que me estaba pavoneando. ¿Un hombre contra sesenta? Pero Gisela me miraba. En realidad no corría ningún peligro. Los sesenta hombres no estaban listos para pelear, y si me perseguían, podía refugiarme entre los hombres de Guthred. Pero los de Kjartan no me persiguieron. Estaban demasiado nerviosos con Ragnar; así que los ignoré y me acerqué a los hombres de Guthred.

—¿Es que se os ha olvidado cómo pelear? —les grité. Ignoré a Guthred. Hasta ignoré a Gisela, aunque me había quitado el casco para que me reconociera. Sabía que me miraba. Notaba sus ojos oscuros, presentía su asombro y confiaba en que fuera un asombro lleno de alegría—. ¡Hay que matarlos a todos! —les grité, señalando con la espada a los hombres de Kjartan—. Todos esos cabrones tienen que palmar, ¡así que salid a matarlos!

En ese momento cargó Ragnar, y se escuchó el estruendo de escudo contra escudo, el entrechocar de espadas, y los gritos de hombres y bestias. Los hombres de Kjartan se desperdigaban, y algunos, desesperados por no poder huir hacia el este, galopaban hacia el oeste. Miré a los hombres de la puerta.

—¡Rypere! ¡Clapa! ¡Detened a esos hombres! —Clapa y Rypere me miraban como si fuera un fantasma, que probablemente lo fuera, en cierto sentido. Me alegró ver que Clapa seguía con Guthred, pues Clapa era danés y eso sugería que Guthred aún era capaz de convocar cierta lealtad danesa—. ¡Clapa! ¡Pedazo de cagarro! —le grité—. ¡Deja de hacer el capullo, que pareces un huevo duro! ¡Súbete a un caballo y pelea!

—¡Sí, señor!

Me acerqué más hasta que tuve a Guthred enfrente. A mis espaldas tenía lugar una pelea, y los hombres de Guthred, espabilados de su letargo, se apresuraban a unirse a la escabechina, pero Guthred no tenía ojos para la batalla. No podía dejar de mirarme. Tenía a los curas detrás y a Gisela a su lado, pero yo sólo lo miré a los ojos.

—¿Me recordáis? —pregunté con frialdad. No tenía palabras—. Haríais bien —le dije— en dar algo de ejemplo real matando unos cuantos hombres. Ahora mismo. ¿Tenéis caballo?

Asintió, pero sin poder hablar aún.

—Pues montad —repuse sin más—, y pelead.

Guthred asintió y dio un paso atrás, pero aunque su sirviente trajo un caballo Guthred no montó. Entonces miré a Gisela, ella me devolvió la mirada, y pensé que aquellos ojos podrían provocar un incendio. Quería hablar, pero era mi turno de quedarme sin palabras. Un cura la agarró del hombro, como para apartarla de la pelea, pero yo apunté mi ensangrentada hoja hacia el hombre y se quedó muy quieto. Volví a mirar a Gisela, y me pareció que perdía el aliento y el mundo se quedaba quieto. Una ráfaga de viento sacudió un mechón de pelo negro que se le escapaba de la cofia. Se lo apartó y luego sonrió.

—Uhtred —dijo, como si pronunciara el nombre por primera vez.

—Gisela —conseguí decir.

—Sabía que volverías —me dijo.

—Pensaba que os ibais a poner a pelear —le rugí a Guthred, y salió corriendo como un perro apaleado.

—¿Tienes caballo? —le pregunté a Gisela.

—No.

—¡Tú! —le grité a un chico que me miraba con la boca abierta—. ¡Ve a por ese caballo! —señalé la bestia del hombre al que había herido en la cara. Ahora estaba muerto, asesinado por los hombres de Guthred al unirse a la pelea.

El chico me trajo el semental y Gisela trepó a su grupa, arremangándose las faldas con poca elegancia alrededor de los muslos. Metió los zapatos embarrados en los estribos y tendió una mano para acariciarme la mejilla.

—Estás más delgado —me dijo.

—Tú también.

—No he sido feliz desde el momento en que te marchaste —dejó la mano sobre mi mejilla por un instante; después, impulsivamente, la apartó, se arrancó la cofia y se soltó la melena negra, de modo que le cayó por los hombros como la de una doncella—. No estoy casada —me dijo—, no estoy casada de verdad.

—Aún no —le dije, y me pareció que el corazón me iba a estallar de alegría. No podía apartar los ojos de ella. Nos habíamos reunido de nuevo, y los meses de esclavitud desaparecieron como si jamás hubieran existido.

—¿Has matado ya suficientes hombres? —me preguntó maliciosamente.

—No.

Así que cabalgamos hacia la matanza.

* * *

No se puede matar a todo un ejército enemigo. O rara vez se puede. Cuando los poetas cantan la historia de una batalla siempre insisten en que ningún enemigo escapa, a menos que el poeta mismo estuviera allí, en cuyo caso sólo escapó él. Eso es bastante raro. Los poetas siempre quedan con vida cuando todos los demás mueren, pero ¿qué sabrán los poetas? Yo nunca he visto un poeta en un muro de escudos. Aun así, fuera de Cetreht, debimos matar más de cincuenta hombres de Kjartan, y luego todo se convirtió en un caos porque los hombres de Guthred no distinguían entre los seguidores de Kjartan y los daneses de Ragnar, así que algunos enemigos se escaparon mientras intentábamos separar a los guerreros. Finan, atacado por dos hombres de las tropas personales de Guthred, se los había cepillado a los dos e iba a por un tercero cuando lo encontré.

—Está de nuestro lado —le grité a Finan.

—Parece una rata —rugió Finan.

—Se llama Sihtric —le dije—, y una vez me juró lealtad.

—Sigue pareciéndose a una rata, vaya si es feo.

—¿Estás de nuestro lado —le pregunté a Sihtric—, o volviste a unirte a las tropas de tu padre?

—¡Señor, señor! —Sihtric llegó corriendo y cayó de rodillas sobre el barro, junto a mi caballo—. Sigo siendo vuestro siervo, señor.

—¿No le has prestado juramento a Guthred?

—Nunca me lo pidió, señor.

—¿Pero le servías? ¿No regresaste corriendo a Dunholm?

—¡No, señor! Me quedé con el rey.

—Es verdad —confirmó Gisela.

Le di Hálito-de-serpiente a Gisela, después me agaché y le tendí la mano a Sihtric.

—¿Sigues siendo mi hombre?

—Por supuesto, señor —me agarraba de la mano, sin poder creer lo que veían sus ojos.

—De poco me vas a servir —le dije—, si no eres capaz ni de matar a un irlandés pellejudo como éste.

—Es rápido, señor —repuso Sihtric.

—Pues tendrás que enseñarle tus trucos —le dije a Finan, y di una palmadita en la mejilla a Sihtric—. Me alegro de verte, Sihtric.

Ragnar había hecho dos prisioneros, y Sihtric reconoció al más alto.

—Se llama Hogga —me dijo.

—Pues es un Hogga muerto ya —le dije.

Sabía que Ragnar no iba a permitir que ninguno de los hombres de Kjartan sobreviviera mientras Kjartan mismo siguiera vivo. Aquello era una deuda de sangre. Era odio. Era el principio de la venganza de Ragnar por la muerte de su padre, pero, por el momento, Hogga y su compañero más bajito creían que iban a vivir. Hablaban con avidez, explicaban que Kjartan tenía cerca de doscientos hombres en Dunholm. Contaban que Kjartan había enviado una numerosa banda a apoyar a Ivarr, y el resto de sus hombres habían seguido a Rolf hasta aquel campo sangriento junto a Cetreht.

—¿Por qué Kjartan no ha enviado a todos sus hombres? —quiso saber Ragnar.

—No abandonará Dunholm, señor, por si acaso Ælfric de Bebbanburg ataca cuando se haya marchado.

—¿Ha amenazado Ælfric con eso? —pregunté.

—No lo sé, señor —contestó Hogga.

No era propio de mi tío arriesgarse a atacar Dunholm, aunque quizá enviaría hombres a rescatar a Guthred si sabía dónde estaba el rey. Mi tío quería el cadáver del santo y quería a Gisela, pero yo suponía que no iba a arriesgar demasiado por conseguir ninguna de esas cosas. Desde luego no iba a arriesgar Bebbanburg, no más de lo que estaba Kjartan dispuesto a arriesgar Dunholm.

—¿Y Thyra Ragnarsdottir? —prosiguió Ragnar con su interrogatorio—. ¿Sigue viva?

—Sí, señor.

—¿Es feliz? —preguntó Ragnar con dureza.

Vacilaron, después Hogga puso una mueca.

—Está loca, señor —hablaba en voz baja—. Está bastante loca.

Ragnar se quedó mirando a los dos hombres. El escrutinio los hacía sentir incómodos, pero luego Ragnar levantó la mirada al cielo, donde un águila ratonera llegaba desde las colinas al oeste.

—Decidme —preguntó, y su voz parecía repentinamente baja, casi dulce—, ¿cuánto hace que servís a Kjartan?

—Ocho años, señor —contestó Hogga.

—Siete, señor —dijo el otro.

—Así que ambos le servíais —prosiguió Ragnar aún con voz suave—, antes de que fortificara Dunholm.

—Sí, señor.

—Y ambos le servíais —siguió diciendo Ragnar, esta vez con un tono terrible— cuando condujo a sus hombres a Synningthwait y quemó la casa de mi padre. Cuando se llevó a mi hermana para que fuera la puta de su hijo. Cuando mató a mi madre y a mi padre.

Ninguno de los dos hombres contestó. El más bajito temblaba. Hogga miró a su alrededor, como intentando encontrar una vía de escape, pero estaba rodeado por daneses de espada montados; luego se estremeció al ver a Ragnar desenvainar a Rompecorazones.

—No, señor —contestó Hogga.

—Sí —repuso Ragnar, y su rostro se contorsionó de rabia mientras los descuartizaba. Tuvo que desmontar para acabar la faena. Mató a los dos hombres, y luego despedazó los cadáveres preso de furia. Yo observé, después me volví para mirar a Gisela. No reflejaba nada en su rostro; reparó en que la observaba y se volvió hacia mí con el triunfo en la mirada, como si supiera que esperaba que se horrorizara al ver destripar dos hombres.

—¿Lo merecían? —preguntó.

—Lo merecían —contesté.

—Bien.

Su hermano, reparé, no había mirado. Estaba nervioso por mí, cosa de la que no lo culpo, y sin duda aterrorizado por Ragnar, que estaba ensangrentado como un carnicero; había regresado al pueblo, dejándonos con los muertos. El padre Beocca consiguió encontrar a algunos de los curas de Guthred y, tras hablar con ellos, se acercó cojeando hacia nosotros.

—Hemos acordado —dijo— que nos presentaremos al rey en la iglesia —de repente vio las dos cabezas cortadas y los cuerpos desmembrados—. Dios santo, ¿quién ha hecho eso?

—Ragnar.

Beocca se persignó.

—La iglesia —dijo—, tenemos que presentarnos en la iglesia. Intenta limpiar esa sangre de tu malla, Uhtred. ¡Somos una embajada!

Me volví para ver un puñado de fugitivos cruzar las colinas hacia el oeste. Sin duda cruzarían el río más arriba y se reunirían con los jinetes de la otra orilla. Esos hombres se mostrarían más cautelosos a partir de ahora. Enviarían noticias a Dunholm de que habían aparecido enemigos, Kjartan sabría del estandarte del ala de águila y comprendería que Ragnar había regresado de Wessex.

Y quizá, en su peñasco, tras sus altos muros, se asustaría.

* * *

Cabalgué hasta la iglesia, llevándome a Gisela. Beocca se apresuró a pie, pero era muy lento.

—¡Espérame! —gritó—. ¡Espérame!

No esperé. Azucé aún más a mi semental y dejé a Beocca atrás.

La iglesia estaba oscura. La única iluminación procedía de una pequeña ventana encima de la puerta, y de unas cuantas candelas que ardían en el altar, una mesa sobre caballetes cubierta con un paño negro. El ataúd de san Cutberto, junto a los otros dos arcones de reliquias, estaba frente al altar, donde Guthred se sentaba en un taburete de ordeñar, flanqueado por dos hombres y una mujer. El abad Eadred era uno de los hombres, y el padre Hrothweard el otro. La mujer era joven, tenía un bonito rostro regordete, y un vientre preñado. Más tarde supe que era Osburh, la reina sajona de Guthred. Me miró a mí y luego a su marido, evidentemente esperando que Guthred hablara, pero él se quedó en silencio. Había una veintena de guerreros en el lado izquierdo de la iglesia y aún más curas y monjes en el lado derecho. Habían estado discutiendo, pero todos se quedaron callados al verme entrar.

Gisela sostenía mi brazo izquierdo. Caminamos juntos por la iglesia, hasta llegar frente a Guthred, que parecía incapaz de mirarme o hablar conmigo siquiera. Abrió la boca una vez, pero no salieron palabras, y miró a mi espalda, en la esperanza de que alguien menos siniestro entrara por la puerta de la iglesia.

—Voy a casarme con vuestra hermana —le dije.

Abrió la boca y la volvió a cerrar.

Un monje se acercó como para protestar, pero lo detuvo uno de sus compañeros, y vi que los dioses me habían sido especialmente favorables aquel día, pues la pareja la formaban Jaenberht e Ida, los monjes que habían negociado mi esclavitud. Entonces, desde el otro lado de la iglesia, llegó la protesta de otro hombre.

—La dama Gisela ya está casada —dijo.

Vi que se trataba de un hombre mayor, de pelo gris y constitución recia. Iba vestido con una túnica corta marrón, llevaba una cadena de plata alrededor del cuello y levantó la cabeza beligerantemente cuando me acerqué a él.

—Eres Aidan —le dije. Hacía catorce años que no iba a Bebbanburg, pero reconocí a Aidan. Había sido uno de los guardianes de las puertas de mi padre; su función consistía en no dejar entrar a ningún indeseable en la casa, pero la cadena de plata indicaba que había aumentado de rango. Le toqué la cadena de plata—. ¿Qué eres ahora, Aidan? —quise saber.

—Administrador del señor de Bebbanburg —repuso con brusquedad. No me reconoció. ¿Y cómo iba a hacerlo? Tenía nueve años la última vez que me vio.

—Pues entonces eres mi administrador —le contesté.

—¿Vuestro administrador? —preguntó; entonces reparó en quién era y dio un paso atrás para unirse a dos jóvenes guerreros. Aquel paso fue involuntario, pues Aidan no era ningún cobarde. Había sido un buen soldado en sus tiempos, pero encontrarse conmigo le sorprendió. Aun así se recuperó pronto y se enfrentó a mí desafiante—. La dama Gisela —insistió— ya está casada.

—¿Estás casada? —le pregunté a Gisela.

—No —contestó.

—No está casada —le dije a Aidan.

Guthred se aclaró la garganta como si fuera hablar, pero luego se quedó callado porque Ragnar y sus hombres acababan de entrar en la iglesia.

—La dama está casada —llegó una voz desde los curas y monjes. Me di la vuelta para ver que había sido el hermano Jaenberht el que había hablado—. Está casada con el señor Ælfric —insistió el monje.

—¿Está casada con Ælfric? —pregunté como si no supiera nada de la noticia—. ¿Con ese pedazo de mierda de piojo, con ese hijo de la gran puta?

Aidan le metió un codazo a uno de los guerreros junto a él, y el hombre desenvainó a espada. El otro hizo lo propio, y yo les sonreí, sacando, muy, muy lentamente Hálito-de-serpiente.

—¡Esta es la casa de Dios! —protestó el abad Eadred—. ¡Apartad las armas!

Los dos jóvenes vacilaron, pero yo no hice ningún movimiento y ellos mantuvieron las espadas en alto, aunque ninguno intentó atacarme. Conocían mi reputación, y además, Hálito-de-serpiente aún estaba pegajosa con la sangre de los hombres de Kjartan.

—¡Uhtred! —Esta vez era Beocca el que me interrumpió. Irrumpió en la iglesia y apartó a los hombres de Ragnar—. ¡Uhtred! —volvió a gritar.

Me volví hacia él.

—Esto es asunto mío, padre —le dije—, y me vais a dejar que yo lo resuelva. ¿Os acordáis de Aidan? —Beocca parecía confuso, después reconoció al administrador que vivía en Bebbanburg durante los años en que Beocca fue cura de mi padre—. Aidan quiere que estos chicos me maten —le dije—, pero antes de que le hagan el favor —volví a mirar al administrador—, explicadme cómo es que Gisela está casada con un hombre que no conoce.

Aidan miró a Guthred, como esperando ayuda del rey, pero Guthred permanecía inmóvil, así que Aidan tuvo que enfrentarse a mí a solas.

—Yo ocupé el lugar del señor Ælfric —contestó—, así que a los ojos de la iglesia está casada.

—¿También te la beneficiaste en su lugar? —exigí saber, y se oyeron las protestas de los monjes y curas.

—Por supuesto que no —repuso Aidan ofendido.

—Pues si no la han montado —dije—, no está casada. Una yegua no se doma hasta que se la ensilla y se la monta. ¿Te han montado? —le pregunté a Gisela.

—Aún no —contestó.

—Está casada —insistió Aidan.

—¿Ocupaste el lugar de mi tío —le dije—, y llamas a eso matrimonio?

—Lo es —contestó Beocca en voz baja.

—Y si te mato —le sugerí a Aidan ignorando a Beocca—, ¿será viuda?

Aidan empujó a uno de sus guerreros hacia mí, y el muy imbécil se me acercó. Un hendiente de Hálito-de-serpiente desarmó al hombre y la espada descansó sobre su vientre.

—¿Quieres ver tus tripas por el suelo? —le pregunté con suavidad—. Soy Uhtred —le dije, esta vez con vozarrón—, soy señor de Bebbanburg, el hombre que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar —lo empujé con la espada hacia atrás—. He matado más hombres de los que soy capaz de contar —le dije—, pero que eso no te detenga, si quieres pelear conmigo. ¿Quieres presumir de que me mataste? Esa bola de moco de sapo, Ælfric, estará muy contento si lo haces. Te recompensará —volví a pincharle—. Venga —le dije, y mi ira iba aumentando—, inténtalo —no hizo nada de eso, dio un paso atrás inseguro y el otro guerrero hizo lo mismo. No era de extrañar, pues Ragnar y Steapa se me habían unido, y detrás de ellos había un buen puñado de guerreros daneses vestidos con malla, cargando hachas y escudos. Miré a Aidan—. Puedes volver reptando a mi tío —le dije—, y decirle que ha perdido una novia.

—¡Uhtred! —consiguió Guthred hablar por fin.

No le hice caso. Pero crucé la iglesia hasta donde estaban los curas y los monjes. Gisela me acompañó, aún cogiéndome el brazo, y yo le tendí Hálito-de-serpiente. Nos detuvimos frente a Jaenberht.

—¿Crees que Gisela está casada? —le pregunté.

—Lo está —contestó desafiante—. La dote ha sido pagada y la unión es solemne.

—¿Dote? —le pregunté a Gisela—. ¿Qué te han pagado?

—Nosotros les hemos pagado a ellos —contestó—. Mil chelines y el brazo de san Osvaldo.

—¿El brazo de san Osvaldo? —por poco me meo de risa.

—Lo encontró el abad Eadred —repuso Gisela secamente.

—Querrás decir que lo desenterró de un cementerio para pobres —contesté.

Jaenberht se enfureció.

—Todo se ha celebrado —dijo— según las leyes del hombre y de la santa Iglesia. La mujer —miró burlón a Gisela— está casada.

Algo en su rostro estrecho y altanero me irritó, así que lo agarré por los tonsurados pelos. Intentó resistirse, pero era débil, lo cogí de la cabeza con fuerza y se la agaché al tiempo que subía la rodilla, de modo que le estampé la cara contra mi muslo cubierto de malla.

Volví a ponerlo recto y pregunté otra vez a la cara ensangrentada.

—¿Está casada?

—Está casada —contestó, con una voz espesa por la sangre en la boca. Volví a estamparle la cabeza y esta vez noté que se le rompían los dientes contra mi rodilla.

—¿Está casada? —volví a preguntar. Esta vez no dijo nada, así que le rompí la nariz contra mi rodilla—. Te he hecho una pregunta —le dije.

—Está casada —insistió Jaenberht. Temblaba de rabia, se estremecía de dolor, y los curas protestaban por lo que estaba haciendo, pero también yo estaba perdido en mi propia rabia. Era el monje amaestrado de mi tío, el hombre que había negociado con Guthred para convertirme en esclavo. Había conspirado contra mí. Había intentado destruirme, y reparar en ello volvió mi furia ingobernable. Fue una ira repentina, del rojo de la sangre, alimentada por el recuerdo de las humillaciones que había sufrido en el Comerciante de Sverri, así que volví a acercarme la cara de Jaenberht, pero esta vez, en lugar de estamparla contra mi rodilla, saqué Aguijón-de-avispa, mi espada corta, y le rebané el cuello. De un solo tajo. Me llevó un instante desenvainar la espada, un instante en que vi los ojos del monje abrirse como platos, sin poder creérselo, y debo confesar que ni siquiera yo creía lo que estaba haciendo. Pero lo hice igualmente. Le abrí la garganta, el acero rascó contra tendón y cartílago, cedieron, y la sangre me empapó la cota de malla. Jaenberht, entre estertores, se derrumbó sobre los juncos húmedos.

Los monjes y curas gritaron como mujeres. Ya les parecía horrendo que le machacara la cara a Jaenberht, pero ninguno esperaba que lo asesinara. Hasta yo estaba sorprendido de lo que mi ira había hecho, pero no sentía remordimientos, ni lo veía como un asesinato. Lo veía como una venganza, y sentí un placer exquisito al ejecutarla. Cada bogada a los remos de Sverri y cada golpe recibido por la tripulación de Sverri estaban en aquel tajo. Miré al suelo, vi a Jaenberht retorcerse y luego miré a su compañero, el hermano Ida.

—¿Está casada Gisela? —le pregunté.

—A los ojos de la Iglesia —empezó a decir Ida, tartamudeando ligeramente, después se detuvo y miró a Aguijón-de-avispa—. No está casada, señor —prosiguió a toda prisa—, hasta que el matrimonio se consume.

—¿Estás casada? —le pregunté a Gisela.

—Claro que no —contestó ella.

Me agaché, limpié Aguijón-de-avispa en las faldas del hábito de Jaenberht. Ya estaba muerto, pero sus ojos aún reflejaban la sorpresa. Un cura, más valiente que el resto, se arrodilló para rezar sobre el cadáver del monje, pero el resto de religiosos parecían ovejas enfrentándose a un lobo. Se me quedaron mirando con la boca abierta, demasiado horrorizados para protestar. Beocca abría y cerraba la boca sin decir nada. Envainé Aguijón-de-avispa, tomé de las manos de Gisela Hálito-de-serpiente, y juntos nos volvimos hacia su hermano. Miraba el cadáver de Jaenberht y la sangre derramada por el suelo y las faldas de su hermana, y debió de pensar que iba a hacerle lo mismo, pues se echó la mano a la espada. Pero entonces señalé a Ragnar con Hálito-de-serpiente.

—Este es el conde Ragnar —le dije a Guthred—, está aquí para luchar por vos. No os merecéis su ayuda. Si por mí fuera, volveríais a cargar cadenas y a vaciarle el orinal al rey Eochaid.

—¡Es el elegido del Señor! —protestó el padre Hrothweard—. ¡Mostrad más respeto!

Sopesé Aguijón-de-avispa.

—Vos tampoco me habéis gustado nunca —le dije.

Beocca, avergonzado por mi comportamiento, me apartó a un lado e hizo una reverencia a Guthred. Estaba pálido, y no me extraña, pues acababa de ver matar a un monje, pero ni siquiera eso iba a impedirle la gloriosa tarea de ser embajador de Wessex.

—Os traigo saludos —dijo— de Alfredo de Wessex quien…

—Más tarde, padre —le dije.

—Os traigo saludos cristianos de… —lo intentó de nuevo Beocca, y después chilló cuando lo aparté hacia atrás. Los curas y monjes pensaron evidentemente que iba a matarlo, y algunos se taparon los ojos.

—Más tarde, padre —le dije soltándolo, después miré a Guthred—. ¿Y qué vais a hacer ahora? —le pregunté.

—¿Hacer?

—¿Qué vais a hacer? Os hemos quitado de encima a los hombres que os vigilaban, sois libre para marcharos. ¿Qué vais a hacer?

—Lo que vamos a hacer —era Hrothweard el que hablaba—, ¡es castigaros! —Me señaló y la ira hizo presa de él. Gritó que era un asesino, un pagano, un pecador y que Dios se vengaría de Guthred si permitía que quedara sin castigo. La reina Osburh parecía aterrorizada al oír las amenazas de Hrothweard. Era todo energía, pelo revuelto y salivazos, mientras gritaba que había matado a un santo hermano—. La única esperanza para Haliwerfolkland —siguió con su perorata— es nuestra alianza con Ælfric de Bebbanburg. ¡Enviad a la dama Gisela al señor Ælfric y matad al pagano! —me señaló. Gisela seguía a mi lado, agarrada de mi mano. Yo no dije nada.

El abad Eadred, que parecía tan viejo como el cadáver de san Cutberto, intentó traer la calma a la iglesia. Levantó las manos en alto hasta que se hizo el silencio, después agradeció a Ragnar que matara a los hombres de Kjartan.

—Lo que debemos hacer ahora, mi señor el rey —se dirigió Eadred a Guthred—, es transportar al santo al norte. A Bebbanburg.

—¡Hay que castigar al asesino! —intervino Hrothweard.

—Nada es más preciado para nuestro país que el cadáver del sagrado Cutberto —prosiguió Eadred, sin hacer ni caso de la furia de Hrothweard—, y debemos llevarlo a un lugar seguro. Tenemos que partir mañana, cabalgar al norte, hasta el santuario de Bebbanburg.

Aidan, el administrador de Ælfric, pidió permiso para hablar. Había venido al sur, corriendo cierto riesgo y de buena fe, y yo le había insultado a él, a su señor y a la paz de Northumbria, pero ignoraría los insultos si Guthred llevaba a san Cutberto y a Gisela al norte, a Bebbanburg.

—Sólo en Bebbanburg —dijo Aidan— estará el santo a salvo.

—Debe morir —insistió Hrothweard, empuñando una cruz de madera hacia mí.

Guthred estaba nervioso.

—Si nos dirigimos al norte —dijo—, Kjartan se opondrá a nosotros.

Eadred estaba preparado para la objeción.

—Si el conde Ragnar cabalga con nosotros, señor, sobreviviremos. La Iglesia pagará al conde Ragnar por dicho servicio.

—Pero no habrá seguridad para ninguno —grito Hrothweard—, si permitimos que un asesino siga vivo —me volvió a señalar con la cruz de madera—. ¡Es un asesino! ¡Un asesino! ¡El hermano Jaenberht es un mártir! —Los curas y monjes lo apoyaron con gritos, y Guthred sólo consiguió acallarlos recordándoles que el padre Beocca era un embajador. Guthred pidió silencio e invitó a Beocca a hablar.

Pobre Beocca. Llevaba días practicando, puliendo las palabras, diciéndolas en voz alta, cambiándolas y volviéndolas a cambiar. Había pedido consejo, rechazado el consejo, declamado incesantemente, y ahora que entregaba su saludo formal de parte de Alfredo, dudo mucho que Guthred escuchara una sola palabra, pues se limitaba a mirarnos a Gisela y a mí, mientras Hrothweard seguía envenenándole la oreja. Pero Beocca siguió dando la brasa, alabó a Guthred y a la reina Osburh, declaró que eran la luz divina en el norte, y aburrió a todo el que le prestó atención. Algunos de los guerreros de Guthred se burlaban del discurso, ponían muecas o fingían bizquear, hasta que Steapa, cansado de su crueldad, se puso detrás de Beocca y apoyó una mano en la empuñadura de su espada. Steapa era un hombre amable, pero tenía un aspecto implacablemente violento. Era enorme, para empezar, y parecía que le hubieran estirado demasiado la piel de la cara, lo que le impedía expresar nada que no fuera odio puro o hambre voraz. Miró con odio alrededor de la sala, retando a cualquiera a que ninguneara a Beocca, y todos se quedaron en silencio maravillados.

Beocca, por supuesto, creía que era su elocuencia lo que los había tranquilizado. Terminó su discurso con una profunda reverencia a Guthred, después le mostró los regalos que Alfredo enviaba. Había un libro que Alfredo aseguraba haber traducido del latín al inglés, y puede que lo hiciera. Estaba lleno de homilías cristianas, contó Beocca, y volvió a agacharse cuando presentó el pesado volumen, recubierto de joyas. Guthred le dio la vuelta al libro, consiguió abrir la cerradura, miró una página del revés y declaró que era el regalo más valioso que había recibido nunca. Dijo lo mismo del segundo regalo, una espada. Era una hoja franca, con empuñadura de plata y pomo de cristal. El último regalo era sin duda el más precioso, pues se trataba de un relicario de oro fino engarzado con granates, y dentro había pelos de la barba de san Agustín de Contwaraburg. Hasta el abad Eadred, guardián del muy sagrado cadáver de Northumbria, estaba impresionado, y se inclinó hacia delante para acariciar el brillante oro.

—El rey pretende enviar un mensaje con estos regalos —dijo Beocca.

—No lo hagáis muy largo —murmuré, y Gisela me apretó la mano.

—Me encantará escuchar el mensaje —respondió Guthred educadamente.

—El libro representa el estudio —contestó Beocca—, pues sin estudio un reino no es más que una cáscara de barbarie ignorante. La espada es el instrumento con el que defendemos el estudio y protegemos el reino de Dios en la tierra, y su pomo de cristal representa el ojo interior que nos permite descubrir la voluntad de nuestro Salvador. Y los pelos de la barba de san Agustín, mi señor el rey, nos recuerdan que sin Dios no somos nada, y sin la santa Iglesia somos como paja al viento. Y Alfredo de Wessex desea que tengáis una larga y estudiosa vida, un gobierno divino y un reino a salvo —hizo otra reverencia.

Guthred dio un discurso de agradecimiento, pero terminó en lamentos. ¿Iba Alfredo de Wessex a enviar ayuda a Northumbria?

—¿Ayuda? —preguntó Beocca, no muy seguro de cómo responder.

—Necesito lanzas —le dijo Guthred, pero cómo pensaba aguantar lo suficiente hasta que llegaran tropas de Wessex era un misterio.

—Me ha enviado a mí —respondí.

—¡Asesino! —escupió Hrothweard. No tenía intención de dejarlo estar.

—Me ha enviado a mí —repetí, y le solté la mano a Gisela y me reuní con Beocca y Steapa en la nave central. Beocca manoteaba como para indicarme que me marchara y me callara, pero Guthred quería oírme—. Hace unos dos años —le recordé a Guthred—, Ælfric se convirtió en vuestro aliado y mi libertad fue el precio por aquella alianza. Os prometió que destruiría Dunholm, y me cuentan que Dunholm sigue en pie y Kjartan aún está vivo. Menuda promesa la de Ælfric. Y aun así, ¿volvéis a confiar en él? ¿Creéis que si le entregáis a vuestra hermana y a un santo muerto Ælfric luchará por vos?

—Asesino —escupió Hrothweard.

—Bebbanburg aún está a dos días de marcha —le dije—, y para llegar allí necesitáis la ayuda del conde Ragnar. Pero el conde Ragnar es amigo mío, no vuestro. Jamás me ha traicionado.

El rostro de Guthred se contorsionó al escuchar la palabra traición.

—No necesitamos daneses paganos —murmuró entre dientes Hrothweard—. Debemos volver a dedicarnos a Dios, mi señor el rey, aquí en el río Jordán, ¡y Dios nos conducirá a salvo por tierras de Kjartan!

—¿El Jordán? —me preguntó Ragnar a mi espalda—, ¿dónde está eso?

Yo pensaba que el río Jordán estaba en la tierra santa de los cristianos, pero parecía que estaba allí, en Northumbria.

—El río Swale —gritaba Hrothweard como si se dirigiera a una congregación de cientos de personas— fue donde el santo Paulino bautizó a Edwin, el primer rey cristiano de nuestro país. Miles de personas fueron bautizadas allí. ¡Es nuestro río sagrado! ¡Nuestro Jordán! Si bañamos nuestras espadas y lanzas en el Swale, Dios las bendecirá. ¡No podrán derrotarnos!

—Sin el conde Ragnar —me burlé de Hrothweard—, Kjartan os hará pedazos. Y el conde Ragnar —miré de nuevo a Guthred— es mi amigo, no el vuestro.

Guthred tomó a su esposa de la mano y reunió el valor para mirarme a los ojos.

—¿Y qué vais a hacer vos, señor Uhtred?

Mis enemigos, y tenía unos cuantos en aquella iglesia, repararon en que se dirigía a mí como señor Uhtred, y el disgusto recorrió la estancia. Di un paso al frente.

—Fácil, señor —contesté, y no sabía qué iba a decir, pero de repente llegó la inspiración. Las tres hilanderas jugaban conmigo o me entregaban un destino tan dorado como el de Guthred, pues de repente todo parecía sencillo.

—¿Fácil? —preguntó Guthred.

—Ivarr marcha sobre Eoferwic, señor —le dije—, y Kjartan ha enviado a sus hombres para que no lleguéis a Bebbanburg. Lo que intentan hacer, señor, es manteneros fugitivo. Tomarán vuestras fortalezas, capturarán vuestro palacio, destruirán a vuestros seguidores sajones y cuando no tengáis dónde esconderos, os prenderán y os matarán.

—¿Y? —preguntó Guthred quejumbroso—. ¿Qué hacemos?

—Vamos a buscarnos una fortaleza, señor, por supuesto. Un lugar seguro.

—¿Dónde? —preguntó.

—En Dunholm —contesté—. ¿Dónde si no?

Se me quedó mirando. Nadie más habló. Incluso los religiosos, que un momento antes aullaban pidiendo mi muerte, se quedaron callados. Y yo pensaba en Alfredo, en cómo, en aquel terrible invierno en que todo Wessex parecía condenado, no pensaba en la supervivencia, sino en la victoria.

—Partiremos al alba —le dije—, y partiremos rápido, en dos días tomaremos Dunholm.

—¿Podéis hacer eso? —preguntó Guthred.

—No, señor —contesté—, podemos hacerlo juntos —aunque no tenía ni la más remota idea de cómo. Lo único que sabía es que nosotros éramos pocos y el enemigo numeroso, y que hasta entonces Guthred había sido como un ratón en las garras de su enemigo, y ya iba siendo hora de que se revolviera. Y Dunholm, como Kjartan había enviado tantos hombres a guardar los accesos a Bebbanburg, era más débil de lo que nunca sería.

—Podemos hacerlo —dijo Ragnar. Se acercó a mi lado.

—Pues es lo que haremos —contestó Guthred, y así se decidió.

A los curas no les gustaba la idea de que viviera sin ser castigado, y aún les gustó menos cuando Guthred hizo caso omiso a sus quejas y me pidió que le acompañase a la pequeña casa que eran sus aposentos. Gisela también vino, se sentó contra la pared y nos observó a los dos. Ardía una pequeña hoguera. Hacía frío, aquella tarde, el primer frío del cercano invierno.

Guthred estaba avergonzado de encontrarse a solas conmigo. Medio sonrió.

—Lo siento mucho —dijo vacilante.

—Sois un pedazo de cabrón —le dije.

—Uhtred —empezó a decir, pero no se le ocurrió nada más.

—Sois un pedazo de mierda de comadreja —le dije—, un cagarro como la copa de un pino.

—Soy un rey —contestó, intentando recuperar algo de dignidad.

—Pues entonces sois un pedazo de mierda de comadreja regia. Un cagarro encima de un trono.

—Yo… —empezó, y no encontró qué decir, así que se sentó en la única silla de la habitación y se encogió de hombros.

—Pero hicisteis lo correcto —le dije.

—¿Sí? —Pareció animarse.

—Pero no funcionó, ¿verdad que no? Ibais a sacrificarme a cambio de tener las tropas de Ælfric de vuestro lado. Se suponía que ibais a aplastar a Kjartan como un piojo, pero aún sigue ahí, y Ælfric se hace llamar señor de Bernicia, y tenéis una rebelión danesa entre manos. ¿Y por eso pasé yo dos años de esclavo pegado a un remo? —No contestó. Me desabroché la espada, me saqué la cota de malla por la cabeza y la tiré en el suelo. Guthred parecía perplejo mientras me observaba levantarme la túnica de mi hombro izquierdo; entonces le enseñé la cicatriz de esclavo que Hakka me había grabado en el brazo—. ¿Sabéis qué es esto? —pregunté. Sacudió la cabeza—. Es una marca de esclavo, mi señor el rey. ¿No tenéis vos una?

—No —contestó.

—Yo la llevo —le dije—, la llevo para que vos fuerais rey aquí, pero lo que sois es un fugitivo plagado de curas. Os dije hace mucho que matarais a Ivarr.

—Tendría que haberlo hecho —admitió.

—¿Y habéis permitido a esa roña peluda que es Hrothweard imponer el diezmo a los daneses?

—Era para un santuario —contestó—. Hrothweard había tenido un sueño. Me dijo que san Cutberto le había hablado.

—Bastante hablador me parece a mí Cutberto para estar muerto. ¿Por qué no recordáis de una maldita vez que sois vos quien gobierna esta tierra y no san Cutberto?

Estaba abatido.

—La magia cristiana siempre me ha funcionado —me dijo.

—No ha funcionado —me burlé—. Kjartan sigue vivo, Ivarr sigue vivo, y os enfrentáis a una revuelta de los daneses. Olvidad de una vez la magia cristiana. Ahora me tenéis a mí, y tenéis al conde Ragnar. Es el mejor hombre de vuestro reino. Cuidadlo.

—Y a ti —me dijo—. También te cuidaré a ti. Lo prometo.

—Yo voy a hacerlo —dijo Gisela.

—Porque seré vuestro cuñado —le dije a Guthred.

Asintió, después me sonrió débilmente.

—Siempre dijo que volverías.

—¿Y vos pensabais que estaba muerto?

—Esperaba que no —contestó. Después se puso en pie y sonrió—. ¿Me creerías —me preguntó— si te dijera que te he echado de menos?

—Sí, señor —contesté—, porque también yo os he echado de menos.

—¿En serio? —preguntó esperanzado.

—Sí, señor —contesté—, os he echado de menos —y por raro que parezca, era cierto. Pensaba que lo detestaría cuando volviera a verlo, pero había olvidado su encanto contagioso. Me seguía gustando. Nos abrazamos. Guthred recogió su casco y salió por la puerta, que no era más que un paño sujeto con dos clavos.

—Os dejo mi casa esta noche —dijo sonriendo—. A los dos —añadió.

Y lo hizo.

* * *

Gisela. Estos días, que ya soy viejo, a veces veo alguna muchacha que me recuerda a Gisela y se me hace un nudo en la garganta. Veo una chica de grandes zancadas, la melena negra, la cinturita, la gracia de sus movimientos y ese modo desafiante de inclinar la cabeza. Y cuando veo alguna chica así, vuelvo a ver a Gisela, y a menudo, porque me he vuelto chocho y sentimental, las lágrimas me encharcan los ojos.

—Ya tengo esposa —le dije aquella noche.

—¿Estás casado? —me preguntó Gisela.

—Se llama Mildrith —le dije—, y me casé con ella hace mucho porque Alfredo lo ordenó; me odia y se metió en un convento.

—Todas tus mujeres hacen eso —contestó Gisela—. Mildrith, Hild y yo.

—Eso es cierto —repuse divertido. No lo había pensado antes.

—Hild me dijo que me metiera en un convento si me veía amenazada —me contó Gisela.

—¿Hild?

—Me dijo que allí estaría a salvo. Así que cuando Kjartan dijo que quería que me casara con su hijo, me metí en el convento.

—Guthred no te habría casado nunca con Sven —le dije.

—Mi hermano se lo pensó —contestó ella—. Necesitaba dinero. Necesitaba ayuda y yo era todo lo que podía ofrecer.

—La vaca de la paz.

—Ésa soy yo.

—¿Te gustó el convento?

—Detesté todos y cada uno de los días en que no estabas. ¿Vas a matar a Kjartan?

—Sí.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé —le dije—. O puede que lo mate Ragnar. Ragnar tiene más motivos que yo.

—Cuando me negué a casarme con Sven —me dijo Gisela—, Kjartan aseguró que me capturaría y permitiría que sus hombres me violaran. Dijo que me clavaría al suelo y dejaría que sus hombres me usaran, y que cuando terminaran, dejaría que sus perros me usaran. ¿Tuvisteis hijos Mildrith y tú?

—Uno —contesté—. Murió.

—Los míos no van a morir. Mis hijos serán guerreros, y mi hija madre de guerreros.

Sonreí, recorrí su larga columna con una caricia, y se estremeció encima de mí. Estábamos tapados con tres capas, y tenía el pelo mojado porque la paja goteaba. Los juncos del suelo estaban podridos y húmedos debajo de mí, pero éramos felices.

—¿Te volviste cristiana en el convento? —le pregunté.

—Claro que no —contestó burlona.

—¿Y no les importó?

—Les di plata.

—Entonces no les importó —contesté.

—No creo que ningún danés sea cristiano de verdad —me dijo.

—¿Ni siquiera tu hermano?

—Nosotros tenemos muchos dioses —contestó— y los cristianos sólo uno. Estoy convencida de que eso es lo que Guthred piensa. ¿Cómo se llama el dios de los cristianos? Una monja me lo dijo, pero no lo recuerdo.

—Yavé.

—Ahí lo tienes, pues. Odín, Thor y Yavé. ¿Está casado?

—No.

—Pobre Yavé.

Pobre Yavé, pensé, y seguía pensándolo cuando, bajo una lluvia incesante que azotaba los restos de la calzada romana y convertía los campos en barro, cruzamos el Swale y cabalgamos al norte, a tomar una fortaleza que no podía ser tomada. Cabalgamos para capturar Dunholm.