El witan era el consejo real, formado por los hombres más importantes del reino, y se reunió para dedicar la nueva iglesia de Alfredo y para celebrar el compromiso de Æthelflaed con mi primo. Ragnar y yo nada pintábamos en sus discusiones, así que bebíamos en las tabernas de la ciudad mientras se reunían. A Brida se le permitió unirse a nosotros y Ragnar estaba contentísimo. Era una sajona de Anglia Oriental y hubo un tiempo en que fue mi amante, pero habían pasado muchos años desde entonces, cuando ambos éramos casi niños. Ahora era una mujer hecha y derecha y más danesa que los daneses. Ella y Ragnar jamás se casaron formalmente, pero era su amiga, amante, consejera y hechicera. Él era rubio y ella morena, él comía como un jabato y ella como un pajarillo, él era escandaloso y ella discretamente sabia, pero juntos eran la felicidad. Pasé horas hablándole de Gisela, y Brida escuchaba pacientemente.
—¿De verdad crees que ha esperado por ti? —me preguntó.
—Eso espero —dije y me toqué el martillo de Thor.
—Pobre chica —contestó Brida con una sonrisa—. ¿Así que estás enamorado?
—Sí.
—Otra vez —repuso.
Estábamos los tres en las Dos Grullas, el día antes del compromiso formal de Æthelflaed, y el padre Beocca nos encontró allí. Tenía las manos sucias de tinta.
—Habéis estado escribiendo otra vez —le acusé.
—Confeccionamos listas de los fyrds de los condados —explicó—. Todos los hombres entre doce y sesenta deben prestar juramento para servir a su rey. Yo compilo las listas, pero se nos ha acabado la tinta.
—No me extraña —contesté—, está toda encima de vos.
—Están mezclando un nuevo bote —dijo sin hacerme caso—, y va a llevar un tiempo, así que he pensado que te gustaría ver la nueva iglesia.
—No he soñado en otra cosa —contesté.
Se empeñó en llevarnos y la iglesia era, ciertamente, un edificio esplendoroso. Era más grande que cualquier casa que yo hubiera visto. Se elevaba a gran altura, y el techo se sostenía con enormes vigas de roble, talladas como santos y reyes. Las tallas estaban pintadas, y las coronas de los reyes, los halos y alas de los santos recubiertas de pan de oro, que Beocca nos contó habían aplicado artesanos traídos desde el reino de los francos. El suelo era totalmente de losas, de modo que no se necesitaban juncos y los perros no sabían dónde mear. Alfredo había puesto una nueva norma que prohibía a los perros entrar en la iglesia, pero entraban igualmente, así que había nombrado a un guardián encargado de sacar a los chuchos de la nave a latigazos, pero el guardián había perdido una pierna bajo un hacha de guerra danesa en Ethandun y se movía lentamente, así que los perros no tenían ningún problema para evitarlo. La parte baja de los muros de la iglesia estaba construida con piedras almohadilladas, pero la parte superior y el techo eran de madera, y justo debajo del techo se encontraban las altas ventanas, cubiertas con mica para que la lluvia no entrara. Cada pedazo de los muros estaba cubierto con paneles de cuero pintados con escenas del cielo y el infierno. El cielo estaba poblado de sajones, mientras el infierno parecía ser la morada de los daneses, aunque reparé, con sorpresa, que un par de curas también parecían haber acabado en las llamas del demonio.
—Son curas malvados —me aseguró Beocca con toda sinceridad—. Afortunadamente, no son muchos.
—Y también hay buenos curas —respondí, cosa que complació a Beocca—, y por cierto, hablando del tema, ¿sabéis algo del padre Pyrlig? —Pyrlig era un britano que había luchado junto a mí en Ethandun, y lo apreciaba mucho. Hablaba danés y había sido enviado a Anglia Oriental, como uno de los curas de Guthrum.
—Hace el trabajo del Señor —contestó Beocca con entusiasmo—. ¡Dice que los daneses se bautizan a mansalva! Estoy convencido de que estamos asistiendo a la conversión de los paganos.
—No de éste —repuso Ragnar.
Beocca sacudió la cabeza.
—Ya os llegará Cristo un día, señor Ragnar, y os quedaréis asombrado de su gracia.
Ragnar no contestó. Pero noté que estaba, como yo, impresionado por la nueva iglesia de Alfredo. La tumba de san Swithun, rodeada por una cerca de plata, estaba justo enfrente del altar mayor, cubierto con un paño rojo tan grande como una vela para un barco dragón. En el altar había una docena de finas velas de cera en candelabros de plata que flanqueaban una gran cruz de plata incrustada de oro, sobre la que Ragnar murmuró que valdría la pena un mes de viaje para venir a capturarla. A cada lado de la cruz había relicarios, cajas y frascos de plata y oro, todos con incrustaciones de piedras preciosas, y algunos poseían mirillas de cristal por las que se podía apreciar la reliquia. Estaba allí el anillo del dedo del pie de María Magdalena, y lo que quedaba de la pluma de la paloma que Noé soltó desde el arca. También estaba la cuchara de cuerno de san Kenelm, un frasco de polvo de la tumba de san Hedda, y una pezuña del burro que llevó a Jesús a Jerusalén. El paño con el que María Magdalena lavó los pies a Jesús estaba guardado en un gran cofre dorado y, junto a él, bastante ninguneado por el esplendor del oro, se encontraban los dientes de san Osvaldo, el regalo de Guthred. Los dos dientes habían sido encastrados en el recipiente para ostras de plata, que tenía un aspecto muy andrajoso en comparación con el resto. Beocca nos mostró todos los tesoros sagrados, pero el que más orgulloso le hacía sentir era un pedazo de hueso expuesto tras un cristal lechoso.
—Yo encontré este —dijo—, ¡y es de lo más emocionante! —Levantó la tapa de la caja y sacó el hueso, que parecía un resto de un mal estofado—. Es el aestel de san Cedd —dijo Beocca con tono maravillado. Se persignó y observó la esquirla de hueso amarillenta con el ojo bueno, como si la reliquia en forma de punta de flecha acabara de caer del cielo.
—¿El qué de san Cedd? —pregunté.
—Su aestel.
—¿Qué es un aestel? —preguntó Ragnar. Su inglés, tras pasar años como rehén, era bueno, pero algunas palabras aún lo confundían.
—Un aestel es un artilugio para ayudar en la lectura —dijo Beocca—. Se usa para seguir los renglones. Es un señalador.
—¿Qué hay de malo en el dedo? —quiso saber Ragnar.
—Puede correr la tinta. Un aestel es más limpio.
—¿Y ése perteneció realmente a san Cedd? —pregunté, fingiendo maravillarme.
—Desde luego, desde luego —contestó Beocca, casi delirando—, el aestel que usó el mismísimo y bendito Cedd. ¡Yo lo descubrí! Estaba en una pequeña iglesia de Dornwaraceaster, el cura de aquel lugar era un ignorante y no tenía ni idea de lo que era. Estaba en una caja de cuerno, ¡llevaba escrito el nombre de san Cedd y el cura no sabía ni leer! ¡Un cura! ¡Analfabeto! Así que se la confisqué.
—¿Queréis decir que se la robasteis?
—¡Me la llevé para conservarla! —repuso ofendido.
—Y cuando vos seáis santo —le dije—, alguien meterá uno de vuestros apestosos zapatos en una caja de oro y lo adorará.
Beocca se puso colorado.
—Cuánto te gusta hacerme rabiar, Uhtred, cuánto —se rio, pero comprendí por el modo en que se puso colorado que había dado con su ambición secreta. Quería que lo declararan santo, ¿y por qué no? Era un buen hombre, mucho mejor que muchos que he conocido que hoy los consideran santos.
Brida y yo visitamos a Hild aquella tarde y donamos a su convento treinta chelines, casi todo el dinero que tenía, pero Ragnar estaba benditamente convencido de que la fortuna de Sverri llegaría desde Jutlandia, y Ragnar la compartiría conmigo, así que en esa creencia le entregué el dinero a Hild, que se mostró encantada al ver la cruz de plata en Hálito-de-serpiente.
—A partir de ahora la tienes que usar sabiamente —me dijo con severidad.
—Siempre la uso sabiamente.
—Has ligado el poder de Dios a la hoja —me dijo—, y ya no puede hacer nada malo.
Dudaba mucho de que fuera a obedecer esa orden, pero me alegré de ver a Hild. Alfredo le había regalado parte del polvo de la tumba de san Hedda, y me contó que, mezclado con natillas, se volvía una medicina milagrosa que había sanado por lo menos a doce de los enfermos del convento.
—Si alguna vez estás enfermo —me dijo—, tienes que venir aquí, lo mezclaremos con natillas frescas y te ungiremos.
Volví a ver a Hild al día siguiente, en que nos convocaron a todos en la iglesia para contemplar su consagración y ser testigos del compromiso de Æthelflaed. Hild, con todas las demás monjas de Wintanceaster, estaba en una de las naves laterales, y Ragnar, Brida y yo nos tuvimos que quedar al final de la iglesia porque llegamos tarde. Yo era más alto que la mayoría de los hombres, pero pude ver muy poco de la ceremonia, que me pareció eterna. Dos obispos rezaban, los curas salpicaban todo con agua bendita y un coro de monjes cantaba. Entonces el arzobispo de Contwaraburg dio un largo sermón que, cosa singular, no tenía nada que ver ni con la nueva iglesia, ni con el compromiso, sino que lanzaba una diatriba contra la clerecía de Wessex, por llevar túnicas cortas en lugar de hábitos largos. La bestial práctica, tronó el arzobispo, había ofendido al santo padre en Roma y debía suspenderse inmediatamente so pena de excomunión. Un cura justo delante de nosotros llevaba una túnica corta y se puso en cuclillas para parecer un enano con hábito largo. Los monjes volvieron a cantar y mi primo, pelirrojo y pagado de sí, se pavoneó hasta el altar, y la pequeña Æthelflaed fue conducida a su lado por su padre. El arzobispo murmuró algo sobre ellos, los salpicó con agua bendita, y la recién prometida pareja fue presentada a la congregación, que vitoreó debidamente.
Se llevaron rápidamente a Æthelflaed mientras los hombres en la iglesia daban la enhorabuena a Æthelred. Tenía veinte años, once más que Æthelflaed, y era un joven bajito, pelirrojo y petulante, totalmente convencido de su propia importancia. Dicha importancia radicaba en ser el hijo de su padre, y su padre era el ealdorman jefe en el sur de Mercia, la región de aquel país menos infestada de daneses, así que algún día Æthelred se convertiría en el jefe de los sajones mercios libres. Æthelred, en breve, podía proporcionar una buena parte de Mercia al gobierno de Wessex, motivo por el que había sido prometido en matrimonio con la hija de Alfredo. Se abrió paso por la nave, saludando a los señores de Wessex; después me vio y pareció sorprendido.
—Oí que habías sido capturado en el norte —dijo.
—Lo fui.
—Y aquí estás. Y eres justo el hombre que ando buscando —sonrió, seguro de que me caía estupendamente. No se habría podido equivocar más, pero Æthelred siempre suponía que el resto del mundo le tenía envidia y no quería otra cosa que ser su amigo.
—El rey —me dijo— me ha honrado con el mando de su guardia personal.
—¿Eso ha hecho Alfredo? —pregunté sorprendido.
—Por lo menos hasta que asuma las obligaciones de mi padre.
—Tu padre está bien, espero —le dije con sequedad.
—Está enfermo —contestó Æthelred, y sonaba complacido—, así que quién sabe durante cuánto tiempo comandaré la guardia de Alfredo. Pero me resultarías de mucha utilidad si sirvieras en las tropas reales.
—Antes prefiero comer mierda —contesté, después le tendí una mano a Brida—. ¿Te acuerdas de Brida? —le pregunté—. Intentaste violarla hace diez años.
Se puso rojo, no dijo nada y se marchó. Brida se rio al verlo retirarse, después hizo una leve reverencia porque Ælswith, la esposa de Alfredo, pasó a nuestro lado. Ælswith nos ignoró, pues nunca le gustamos ni Brida ni yo, pero Eanflaed sonrió. Era la más íntima confidente de Ælswith, y le envié un beso con la mano.
—Era puta en una taberna —le dije a Brida—, y ahora lleva la casa del rey.
—Bien por ella —contestó Brida.
—¿Sabe Alfredo que era puta? —preguntó Ragnar.
—Finge que no lo sabe —contesté.
Por fin llegó Alfredo. Parecía estar enfermo, pero eso no era nada fuera de lo habitual. Medio inclinó la cabeza en mi dirección, pero no dijo nada, aunque Beocca se me acercó discretamente mientras esperábamos que la multitud frente a la puerta se fuera marchando.
—El rey os espera después de las oraciones del mediodía —me dijo—, a vos también, señor Ragnar. Yo os avisaré.
—Estaremos en las Dos Grullas —le dije.
—No sé por qué te gusta esa taberna.
—Porque también es un burdel, por supuesto —le dije—. Y si os acercáis por allí, padre, aseguraos de dejar una muesca en una de las vigas para demostrar que os habéis beneficiado a una de las damas. Os recomiendo a Ethel. Sólo tiene una mano, pero es un milagro lo que puede hacer con ella.
—Oh, Dios mío, Uhtred, Dios mío. Qué pozo negro de inmundicias tienes por mente. Si alguna vez me caso, y rezo a Dios por poder disfrutar de esa felicidad, llegaré impoluto a mi esposa.
—Yo también rezo por ello, padre —dije, y era en serio. Pobre Beocca. Era feísimo y soñaba con una esposa, pero no había encontrado ninguna y yo dudaba de que fuera a hacerlo alguna vez. Había muchas mujeres dispuestas a casarse con él pues, con la bizquera y todo, era, después de todo, un cura privilegiado que Alfredo tenía en alta estima, pero Beocca esperaba que el amor le cayera encima como un relámpago. Observaba hermosas mujeres, soñaba sueños imposibles y decía sus oraciones. Quizá, pensé, al cielo lo recompensara con una esposa gloriosa, pero nada de lo que yo había escuchado sobre el cielo cristiano sugería que dichos placeres estuvieran disponibles.
Beocca nos fue a buscar aquella tarde a las Dos Grullas. Reparé en que miró las vigas y se conmocionó con la cantidad de muescas, pero no dijo nada, se limitó a conducirnos a palacio, donde dejamos nuestras armas en la puerta. Le ordenaron a Ragnar que esperara en el patio mientras Beocca me llevaba ante Alfredo, que estaba en su estudio, una pequeña estancia que formaba parte del edificio romano que era el corazón del palacio de Wintanceaster. Había estado en la habitación antes, así que no me sorprendió el escaso mobiliario, ni las pilas de pergaminos desperdigados por el alféizar de la ventana. Los muros eran de piedra, encalados, así que se trataba de una habitación bien iluminada, aunque por algún motivo Alfredo tenía una veintena de velas ardiendo en una esquina. Cada una de las velas había sido marcada con profundas líneas, como a un pulgar de distancia. Era evidente que las velas no estaban allí para iluminar, porque el sol de otoño entraba por el gran ventanal, y yo no quería preguntarle para qué servían las velas por si me lo contaba. Supuse que habría una vela por cada santo al que había rezado en los últimos días, y cada una de las líneas marcadas un pecado que había que quemar. Alfredo tenía una conciencia muy aguda para los pecados, especialmente de los míos.
Alfredo iba vestido con un hábito marrón, de modo que parecía un cura. Sus manos, como las de Beocca, estaban manchadas de tinta. Parecía pálido y enfermo. Había oído que sus problemas de estómago volvían a ser graves, y de vez en cuando se estremecía como si el dolor le apuñalara el estómago. Pero me dio una cálida bienvenida, la verdad.
—Señor Uhtred. Confío en que estéis bien de salud.
—Lo estoy, señor —contesté, aún arrodillado—, y espero lo mismo de vos.
—Dios me aflige. Lo hace por un motivo, así que debería alegrarme. Poneos en pie, por favor. ¿Está el conde Ragnar con vos?
—Está fuera, señor.
—Bien —dijo.
Yo estaba en pie en el único espacio que quedaba libre en la pequeña sala. Las misteriosas velas ocupaban bastante, y Beocca estaba de pie contra la pared, junto a Steapa, que aún ocupaba más. Me sorprendió ver a Steapa. Alfredo prefería a los hombres inteligentes, y Steapa era muchas cosas, pero no listo. Había nacido siervo, ahora era guerrero, y lo cierto es que para poco más servía, aparte de trasegar cerveza y despedazar a los enemigos del rey, dos tareas que hacía con eficiencia brutal. Ahora estaba allí, justo detrás del alto escritorio del rey, con expresión incómoda, como inseguro de por qué le habían hecho llamar.
Pensé que Alfredo preguntaría por mi calvario, pues le gustaba escuchar historias de lugares lejanos y gente extraña, pero no hizo la mínima referencia, y me preguntó en cambio mi opinión sobre Guthred. Yo le contesté que Guthred me gustaba, y eso sorprendió al rey.
—Os gusta —preguntó Alfredo—, ¿después de lo que os hizo?
—Tenía poca elección, señor —le dije—. Y yo le dije que un rey debe ser implacable para defender su reino.
—Aun así —Alfredo me observó dubitativo.
—Señor, si los hombres sencillos fuéramos buscando gratitud de los reyes —le dije con mi expresión más sincera—, estaríamos siempre decepcionados.
Me miró con severidad, y luego estalló en carcajadas, cosa muy poco habitual.
—Os he echado de menos, Uhtred —me dijo—. Sois el único hombre que se muestra impertinente conmigo.
—No era su intención, señor —intervino Beocca nervioso.
—Claro que lo era —contestó Alfredo. Apartó unos pergaminos del alféizar de la ventana y se sentó—. ¿Qué os parecen mis velas? —me preguntó.
—Encuentro, señor —contesté pensativo—, que son más útiles de noche.
—Intento desarrollar un reloj —me dijo.
—¿Un reloj?
—Para marcar las horas.
—Podéis mirar el sol, señor —le dije—, y por la noche, las estrellas.
—No todos podemos ver entre las nubes —replicó con aspereza—. Cada señal representa una hora. Pretendo averiguar qué marcas son las más precisas. Si encuentro una vela que consuma veinticuatro divisiones entre mediodía y mediodía, siempre sabré la hora, ¿no es así?
—Sí, señor —contesté.
—Hay que emplear el tiempo como es debido —prosiguió—, y para hacerlo antes tenemos que saber de cuánto tiempo disponemos.
—Sí, señor —repetí, ya evidentemente aburrido.
Alfredo suspiró, después buscó entre los pergaminos y encontró uno sellado con cera de un verde enfermizo.
—Esto es un mensaje del rey Guthred —me dijo—. Me pide mi consejo, y tengo intención de ofrecérselo. Motivo por el cual voy a enviar una embajada a Eoferwic. El padre Beocca ha accedido a hablar por mí.
—Me concedéis un privilegio, señor —repuso Beocca feliz—, un gran privilegio.
—Y el padre Beocca transportará preciosos regalos para el rey Guthred —prosiguió Alfredo—, y esos regalos necesitan protección, lo que supone una escolta de guerreros. He pensado que quizá vos quisierais proporcionar esa protección, señor Uhtred. Vos y Steapa.
—Sí, señor —contesté, lleno de entusiasmo esta vez, pues sólo soñaba con Gisela, y estaba en Eoferwic.
—Pero debéis entender —dijo Alfredo—, que el padre Beocca está al mando. Es mi embajador y recibiréis órdenes de él. ¿Lo habéis entendido?
—Desde luego, señor —repuse, aunque en verdad no tenía necesidad de aceptar las instrucciones de Alfredo. Ya no estaba ligado a él por juramento, no era sajón del oeste, pero me pedía que fuera adonde yo quería ir, así que no le recordé que no tenía mi lealtad.
No hacía falta que se lo recordaran.
—Los tres regresaréis antes de Navidad para informar de vuestra embajada —dijo—, y si no lo juráis —ahora me miraba a mí—, y juráis ser mi hombre, no os dejaré marchar.
—¿Queréis mi juramento? —le pregunté.
—Insisto en ello, señor Uhtred —repuso.
Vacilé. No quería volver a ser hombre de Alfredo, pero presentí que había un objetivo mayor tras aquella embajada que el de proporcionar consejo. Si Alfredo quería aconsejar a Guthred, ¿por qué no le enviaba una carta? ¿O media docena de curas para comerle la oreja? Sin embargo, Alfredo enviaba a Steapa y a un servidor, y lo cierto es que nosotros dos sólo valíamos para una cosa, pelear. Y a Beocca, aunque sin duda era un buen hombre, no se le podía considerar el más impresionante de los embajadores. Alfredo, pensé, quería que Steapa y yo fuéramos al norte, lo que significaba que quería violencia, y eso era esperanzador, pero aun así vacilé, y eso exasperó al rey.
—¿Debo recordaros —preguntó Alfredo con cierta aspereza—, que he tenido que lidiar con el problema de liberaros de la esclavitud?
—¿Por qué habéis hecho eso, señor? —le pregunté yo a mi vez.
Beocca silbó de rabia, molesto porque no me hubiera rendido inmediatamente a los deseos del rey, y Alfredo parecía ofendido, pero pareció aceptar que mi pregunta merecía respuesta. Le indicó a Beocca que se callara, después toqueteó el sello de Guthred y desprendió pedazos de cera verde.
—Me convenció la abadesa Hildegyth —me dijo al final. Esperé. Alfredo se me quedó mirando y entendió que yo pensaba que había más que los ruegos de Hild. Se encogió de hombros—. Y me parecía —contestó incómodo—, que os debía más de lo que os había pagado por vuestros servicios en Æthelingaeg.
No era una disculpa, pero sí un reconocimiento de que cinco pieles no eran recompensa por haber conseguido un reino. Incliné la cabeza.
—Gracias, señor —le dije—, tendréis mi juramento.
No quería jurarle lealtad, ¿pero qué otra opción tenía? Así se deciden nuestras vidas. Durante años había oscilado entre el amor a los daneses y la lealtad a los sajones, y allí, entre las velas reloj a medio derretir, le entregué mis servicios a un rey que me disgustaba.
—Pero me gustaría preguntaros algo, señor —añadí—. ¿Por qué Guthred necesita consejo?
—Porque Ivarr Ivarson se cansa de él —contestó Alfredo—, y si por Ivarr fuera, otro hombre más complaciente ocuparía el trono de Northumbria.
—¿O se lo quedaría él? —sugerí.
—Ivarr, es mi opinión, no desea las pesadas responsabilidades de un rey —contestó Alfredo—. Quiere poder, dinero, guerreros, y que otro hombre se encargue de la dura tarea de hacer cumplir las leyes a los sajones y conseguir impuestos de los sajones. Y elegirá a un sajón para ello —eso tenía sentido. Así era cómo los daneses gobernaban normalmente a sus sajones conquistados—. E Ivarr —prosiguió Alfredo— ya no quiere a Guthred.
—¿Por qué no, señor?
—Porque el rey Guthred —contestó Alfredo— intenta imponer su ley sobre sajones y daneses por igual.
Recordé la esperanza de Guthred de sólo ser rey.
—¿Eso es malo? —le pregunté.
—Es una insensatez —contestó Alfredo— cuando decreta que todos los hombres, tanto paganos como cristianos, deben donar un diezmo a la Iglesia.
Offa había mencionado aquel impuesto de la Iglesia y era, sin duda alguna, una insensatez como imposición. El diezmo era una décima parte de todo lo que un hombre cultivaba, criaba o hacía, y los daneses paganos no aceptarían jamás esa ley.
—Pensaba que vos lo aprobaríais, señor —le dije con mala leche.
—Por supuesto que apruebo los diezmos —contestó Alfredo en tono cansino—, pero un diezmo debe ser entregado voluntariamente.
—Hilarem datorem diligit Deus —añadió Beocca para no arrojar ninguna luz—. Eso dice el Evangelio.
—Que Dios ama al que da con alegría —se encargó Alfredo de traducir—, pero cuando unas tierras son mitad paganas y mitad cristianas, no se fomenta la unidad ofendiendo a la parte más poderosa. Guthred debe ser danés para los daneses y cristiano para los cristianos. Ése es mi consejo.
—Si los daneses se rebelan —pregunté—, ¿tiene Guthred poder para derrotarlos?
—Comanda el fyrd sajón, lo que queda de él, y algún que otro danés cristiano, pero por desgracia de ésos hay más bien pocos. Mis estimaciones son que podría convocar seiscientas lanzas, pero menos de la mitad servirán para poco en una batalla.
—¿E Ivarr? —pregunté.
—Unas mil. Y si Kjartan se le une, serán muchas más.
Y Kjartan está animando a Ivarr.
—Kjartan —repuse— no abandona Dunholm.
—No necesita abandonar Dunholm —contestó Alfredo—, sólo necesita enviar doscientos hombres a que ayuden a Ivarr. Y Kjartan, me cuentan, siente un odio particular por Guthred.
—Porque Guthred se le meó encima a su hijo —contesté.
—¿Que hizo qué? —El rey se me quedó mirando.
—Le lavó el pelo con pis —le dije—. Yo estaba allí.
—Dios del cielo —exclamó Alfredo, claramente convencido de que todos los hombres al norte del Humber eran bárbaros.
—Así que lo que Guthred debe hacer ahora —le dije— es destruir a Ivarr y a Kjartan.
—Eso es asunto de Guthred —repuso Alfredo distante.
—Tiene que hacer las paces con ellos —dijo Beocca poniéndome mal gesto.
—La paz siempre es deseable —añadió Alfredo, aunque sin demasiado entusiasmo.
—Si vamos a enviar misioneros a los daneses de Northumbria, señor —apremió Beocca—, debemos tener paz.
—Como he dicho —replicó Alfredo—, la paz es deseable —volvió a hablar sin fervor y ése, pensé, era su auténtico mensaje. Sabía que no podía haber paz.
Recordé lo que Offa, el hombre de los perros bailarines, me había contado, lo de casar a Gisela con mi tío.
—Guthred podría convencer a mi tío de que lo apoyara —le sugerí.
Alfredo me observó con aire especulativo.
—¿Lo aprobaríais, señor Uhtred?
—Ælfric es un usurpador —dije—. Juró reconocerme como heredero de Bebbanburg y rompió ese juramento. No, señor, no lo aprobaría.
Alfredo observó sus velas derretirse y manchar la pared encalada con hollín.
—Ésta —dijo— arde demasiado deprisa —se chupó los dedos, extinguió la llama y metió la vela apagada en un cesto, con una docena más de pruebas rechazadas—. Es altamente deseable —dijo, aún examinando las velas— que un rey cristiano reine en Northumbria. Es incluso deseable que sea Guthred. Es danés, y si debemos ganar a los daneses para el conocimiento y amor por Cristo, necesitamos reyes daneses cristianos. Lo que no necesitamos es a Kjartan e Ivarr declarándole la guerra a los cristianos. Destruirían la iglesia si pudieran.
—Kjartan desde luego lo haría —respondí.
—Y dudo mucho de que vuestro tío tenga suficiente fuerza para derrotar a Kjartan e Ivarr —contestó Alfredo—, aunque estuviera dispuesto a aliarse con Guthred. No —se detuvo, pensando—, la única solución para Guthred es firmar la paz con los paganos. Ése es mi consejo —esas últimas palabras se las dijo directamente a Beocca.
Beocca parecía complacido.
—Sabio consejo, señor —dijo—, alabado sea Dios.
—Y hablando de paganos —Alfredo me miró a mí—, ¿qué hará el conde Ragnar si lo suelto?
—No va a pelear por Ivarr —contesté con firmeza.
—¿Estáis seguro de eso?
—Ragnar odia a Kjartan —le dije—, y si Kjartan es aliado de Ivarr, Ragnar los odiará a los dos. Sí, señor, estoy seguro de eso.
—¿Así que si suelto a Ragnar —preguntó Alfredo—, y le permito que se marche al norte contigo, no se volverá contra Guthred?
—Luchará contra Kjartan —le dije—, pero lo que pensará de Guthred no lo sé.
Alfredo meditó sobre mi respuesta, después asintió.
—Con que se oponga a Kjartan —me dijo—, bastará —se dio la vuelta y sonrió a Beocca—. Vuestra embajada, padre, consistirá en predicar la paz a Guthred. Le aconsejaréis que sea danés entre daneses y cristiano entre sajones.
—Sí, señor, por supuesto —contestó el cura, pero era evidente que estaba completamente confundido.
Alfredo hablaba de paz, pero enviaba guerreros, pues sabía que no habría paz mientras Ivarr y Kjartan vivieran. No podía pronunciarse públicamente, pues los daneses del norte acusarían a Wessex de interferir en los asuntos de Northumbria. Eso les sentaría mal, y ese resentimiento añadiría fuerza a la causa de Ivarr. Y Alfredo quería a Guthred en el trono de Northumbria porque Guthred era cristiano, y una Northumbria cristiana recibiría mejor a un ejército sajón cuando llegara, si es que llegaba. Ivarr y Kjartan convertirían Northumbria en un reducto pagano si pudieran, y Alfredo quería evitarlo. Beocca, por lo tanto, iba a predicar la paz y la conciliación, pero Steapa, Ragnar y yo llevaríamos espadas. Éramos sus perros de guerra y Alfredo sabía de sobra que Beocca era incapaz de controlarnos.
Alfredo soñaba, vaya que sí, y sus sueños abarcaban toda la isla de Gran Bretaña.
Y yo le había vuelto a jurar lealtad, que no era lo que quería, pero me enviaba al norte, con Gisela, y eso sí era lo que quería, así que me arrodillé ante él, coloqué mis manos sobre las suyas, le presté juramento y perdí mi libertad. Luego hizo llamar a Ragnar, que también se arrodilló y recibió su libertad.
Y al día siguiente salimos a caballo hacia el norte.
* * *
Gisela ya se había casado.
Me lo contó Wulfhere, el arzobispo de Eoferwic, y debía de saberlo, pues él había celebrado la ceremonia en su gran iglesia. Parece que llegué cinco días demasiado tarde, y cuando me dieron la noticia sentí una desesperación como la que me hizo llorar en Haithabu. Gisela se había casado.
Era otoño cuando llegamos a Northumbria. Los halcones peregrinos patrullaban el cielo, encorvados sobre una becada recién llegada o sobre las gaviotas que se reunían en los surcos inundados de lluvia. Había sido un buen otoño hasta entonces, pero las lluvias llegaron del oeste mientras viajábamos al norte hacia Mercia. Éramos diez; Ragnar y Brida, Steapa y yo y el padre Beocca, al cargo de tres sirvientes que guiaban los caballos de tiro con nuestros escudos, armadura, mudas y los regalos que Alfredo enviaba a Guthred. Ragnar comandaba a dos hombres que habían compartido su exilio. Todos íbamos montados en buenos caballos que nos había dado Alfredo, y deberíamos haber avanzado con rapidez, pero Beocca nos entorpecía. Detestaba montar y aunque le cubrimos la silla de su yegua con dos buenas mantas de lana, el entumecimiento le podía. Había pasado el viaje ensayando el discurso con el que saludaría a Guthred, practicando y practicando las palabras hasta que acabó aburriéndonos a todos. No encontramos ningún problema en Mercia, pues la presencia de Ragnar nos aseguraba la bienvenida en las casas danesas. Aún había un rey sajón en el norte de Mercia, Ceolwulf se llamaba, pero no lo conocimos y era evidente que el auténtico poder estaba en manos de los grandes señores daneses. Cruzamos la frontera con Northumbria bajo una tormenta torrencial, y seguía lloviendo cuando cabalgamos hasta Eoferwic.
Y allí me enteré de que Gisela se había casado. No sólo se había casado, sino que se había marchado de Eoferwic con su hermano.
—Yo formalicé el matrimonio —nos contó Wulfhere, el arzobispo. Se estaba tomando una sopa de cebada y se le quedaban grumos pegados a la barba blanca—. La muy tonta se pasó toda la ceremonia llorando, y no quiso comulgar, pero da igual. Casada está.
Estaba horrorizado. Por cinco días. El destino es inexorable.
—Pensé que se había marchado a un convento —le dije, como si eso cambiara las cosas.
—Vivía en un convento —contestó Wulfhere—, pero porque un gato se meta en un establo no se convierte en caballo, ¿verdad? ¡Se estaba escondiendo! ¡Un desperdicio de un útero perfectamente útil! Estaba mimada, ése era su problema. Se le permitía vivir en un convento donde no decía jamás una oración. Había que amarrarla. Una buena paliza le habría dado yo. Aun así, ahora no está en el convento. Guthred la sacó de allí y la casó.
—¿Con quién? —preguntó Beocca.
—Con el señor Ælfric, por supuesto.
—¿Ælfric vino hasta Eoferwic? —pregunté asombrado, pues mi tío era tan reacio a abandonar Bebbanburg como Kjartan la seguridad de Dunholm.
—No vino —contestó Wulfhere—. Envió una veintena de hombres y uno de ellos ocupó el puesto del señor Ælfric. Fue una boda por poderes. Bastante legal.
—Lo es —contestó Beocca.
—¿Y dónde está? —pregunté.
—Ha ido al norte —Wulfhere señaló con su cuchara de cuerno—. Se han marchado todos. Su hermano se la ha llevado a Bebbanburg. El abad Eadred está con ellos, y por supuesto se ha llevado el cadáver de san Cutberto. Y ese hombre horrible, Hrothweard, se marchó también. No soporto a Hrothweard. Fue el idiota que convenció a Guthred para que impusiera el diezmo a los daneses. Yo le dije a Guthred que era una insensatez, pero Hrothweard aseguró que recibía sus órdenes directamente de san Cutberto, así que nada podía decir yo para hacerle cambiar de opinión. Ahora los daneses están probablemente reuniendo sus fuerzas, así que va a haber guerra.
—¿Guerra? —pregunté—. ¿Pero es que Guthred ha declarado la guerra a los daneses? —Sonaba improbable.
—¡Pues claro que no! Pero tienen que detenerle —Wulfhere usó la manga de su hábito para limpiarse la barba.
—¿Detenerle para que no haga qué? —preguntó Ragnar.
—Pues llegar a Bebbanburg, ¿qué va a ser si no? El día que Guthred entregue a su hermana y a san Cutberto a Bebbanburg es el día en que Ælfric le dará doscientos lanceros. ¡Pero los daneses no lo van a consentir! Soportan más o menos a Guthred, pero sólo porque es demasiado débil para darles órdenes, pero si recibe un par de centenares de lanceros de primera de Ælfric, los daneses lo van a aplastar como a un piojo. Yo diría que Ivarr ya está reuniendo tropas para acabar con esta tontería.
—¿Y se han llevado al bendito san Cutberto con ellos? —preguntó Beocca.
El arzobispo le puso cara rara a Beocca.
—Sois un embajador muy rarito —le dijo.
—¿Rarito, señor?
—Ni siquiera podéis mirar recto. Mal debe de estar Alfredo de hombres para enviar una cosa tan fea como vos. En Bebbanburg también tenían un cura bizco. Hace años. En los días del viejo señor Uhtred.
—Era yo —contestó Beocca animado.
—No seáis absurdo, claro que no erais vos. El tipo del que estoy hablando era joven y pelirrojo. ¡Saca todas las sillas, tonto del culo! —se dirigió a un sirviente—, las seis. Y tráeme más pan —Wulfhere planeaba escapar antes de que la guerra empezara entre Guthred y los daneses, y su patio estaba lleno de carros, bueyes y caballos de tiro, porque estaban empaquetando los tesoros de su gran iglesia, para poder ser llevados a un lugar seguro—. El rey Guthred se ha llevado a san Cutberto —dijo el arzobispo— porque ése es el precio de Ælfric. Quiere el cadáver y el útero. Sólo espero que recuerde cuál se tiene que beneficiar.
Mi tío, comprendí, estaba haciendo su apuesta de poder. Guthred era débil, pero poseía el gran tesoro del cadáver de Cutberto, y si Ælfric entraba en posesión del santo se convertiría en el guardián de todos los cristianos de Northumbria. También haría una pequeña fortuna con los peniques de los peregrinos.
—Lo que está haciendo —dije— es reconstruir Bernicia. Se llamará rey no dentro de mucho.
Wulfhere me miró como si no fuera completamente imbécil.
—Tenéis razón —dijo—, y sus doscientos lanceros se quedarán con Guthred un mes, eso es todo. Después regresarán a casa y los daneses harán a Guthred a la brasa. ¡Le avisé! Le dije que un santo muerto valía más que doscientos lanceros, pero estaba desesperado. Y si queréis verle, mejor es que os dirijáis al norte —Wulfhere nos había recibido porque éramos los embajadores de Alfredo, pero ni nos había ofrecido comida ni cobijo, y era evidente que quería vernos las espaldas tan pronto como fuera posible—. Id al norte —repitió—, y puede que encontréis a ese tontorrón aún vivo.
Regresamos a la taberna donde nos esperaban Steapa y Brida y me cagué en las hilanderas que me habían permitido llegar tan cerca y luego me lo negaban todo. Gisela se había marchado hacía cuatro días, tiempo de sobra para llegar a Bebbanburg, y la desesperada oferta de su hermano por el apoyo de Ælfric había incitado probablemente a los daneses a la revuelta. No que me importara la ira de los daneses. Sólo pensaba en Gisela.
—Tenemos que ir al norte —dijo Beocca—, y encontrar al rey.
—En el momento en que piséis Bebbanburg —le dije—, Ælfric os matará —Beocca, cuando se marchó de Bebbanburg, se llevó consigo los pergaminos que demostraban que yo era su auténtico señor. Ælfric lo sabía y se lo había tomado muy mal.
—Ælfric no matará a un cura —contestó Beocca—, no si le importa su alma. ¡Y soy embajador! No puede matar a un embajador.
—Mientras esté a salvo dentro de Bebbanburg —intervino Ragnar—, puede hacer lo que quiera.
—Quizá Guthred no haya llegado aún a Bebbanburg —dijo Steapa, y me sorprendió tanto que hablara que no le presté atención. Ni, parecía, nadie más, pues ninguno respondió—. Si no quieren que la chica se case —prosiguió Steapa—, lo detendrán.
—¿Quiénes? —preguntó Ragnar.
—Los daneses, señor —dijo Steapa.
—Y Guthred avanzará lentamente —añadió Brida.
—¿Sí? —pregunté.
—Has dicho que se ha llevado con él el cadáver de san Cutberto.
Me volvió la esperanza. Steapa y Brida tenían razón. Guthred podría estar aún intentando llegar a Bebbanburg, pues no podía ir más rápido que el cadáver, y los daneses querrían detenerlo.
—Estará muerto a estas alturas —contesté.
—Sólo hay un modo de averiguarlo —dijo Ragnar.
Partimos al alba, tomamos la calzada romana hacia el norte, y cabalgamos tan rápidamente como pudimos. Hasta entonces, habíamos mimado a los caballos de Alfredo, pero entonces les apretamos la marcha, aunque Beocca seguía entorpeciéndonos. Más tarde, a medida que avanzaba la mañana, regresaron otra vez las lluvias. Suave al principio, pero pronto con suficiente fuerza para volver el terreno traicionero. Se levantó el viento, y lo teníamos de cara. Se oyeron truenos lejos, la lluvia cayó con renovada intensidad y acabamos todos perdidos de barro, helados y empapados. Los árboles se zarandeaban y perdían sus últimas hojas en el viento amargo. Era un día para quedarse dentro de casa, junto a un buen fuego.
Encontramos los primeros cadáveres junto a la carretera. Eran dos hombres desnudos con las heridas lavadas por la lluvia. Uno de los muertos tenía una hoz rota a su lado. Otros tres cadáveres a media milla al norte; dos llevaban cruces de madera en el cuello, lo que indicaba que eran sajones. Beocca hizo la señal de la cruz sobre los cuerpos. Los rayos azotaron las colinas al oeste, luego Ragnar señaló delante y, a través de la cortina de agua, vi un asentamiento junto al camino. Había unas cuantas casas bajas, lo que habría podido ser una iglesia, y una casa noble en un elevado risco con una empalizada de madera.
Había una veintena de caballos atados a la empalizada de la casa, y cuando aparecimos entre la tormenta, una docena de hombres salió corriendo por la puerta con espadas y lanzas. Montaron y galoparon por el camino hacia nosotros, pero frenaron el ritmo cuando vieron los brazaletes que Ragnar y yo lucíamos.
—¿Sois daneses? —preguntó Ragnar.
—¡Somos daneses! —bajaron las espadas e hicieron girar a los caballos para escoltarnos.
—¿Habéis visto algún sajón? —le preguntó uno de ellos a Ragnar.
—Sólo muertos.
Guardamos los caballos en una de las casas, tiramos parte del techo para hacer más grande la puerta y poder meter dentro a las bestias. Dentro había una familia sajona y se apartaron de nosotros. La mujer gimoteaba y tendía las manos hacia nosotros en muda oración.
—Mi hija está enferma —dijo.
La chica estaba en una esquina oscura, temblando. No parecía tan enferma como aterrorizada.
—¿Qué edad tiene? —pregunté.
—Once años, señor, creo —contestó la mujer.
—¿La han violado? —pregunté.
—Cuatro hombres, señor —repuso.
—Ahora está a salvo —contesté, y le di unas monedas para que reparara el techo y dejamos a los sirvientes de Alfredo y a los dos hombres de Ragnar para guardar los caballos; después nos reunimos con el resto de daneses en el gran salón, donde ardía con fuerza el hogar central. Los hombres junto a las llamas nos hicieron sitio, aunque les confundía que viajáramos con un cura cristiano. Miraban al desaliñado Beocca sospechosamente, pero Ragnar era tan evidentemente danés que no dijeron nada, y sus brazaletes, como los míos, indicaban que era un danés del rango más elevado. El jefe de aquellos hombres debió de quedarse impresionado con Ragnar, pues inclinó la cabeza ante él.
—Soy Hakon —dijo—, de Onhripum.
—Ragnar Ragnarson —se presentó Ragnar. No nos presentó ni a Steapa ni a mí, pero señaló a Brida con un gesto de la cabeza—. Y ésta es mi mujer.
Hakon sabía de Ragnar, cosa nada sorprendente, pues el nombre de Ragnar era famoso en las colinas al oeste de Onhripum.
—¿No estabais de rehén en Wessex, señor? —preguntó.
—Ya no —repuso Ragnar sin dar más explicaciones.
—Bienvenido a mi hogar, señor —dijo Hakon.
Nos trajeron cerveza, pan, queso y manzanas.
—Los muertos que hemos visto en la carretera —preguntó Ragnar—, ¿eran cosa vuestra?
—Sajones, señor. Evitábamos que se reunieran.
—Desde luego habéis evitado que ésos se reúnan —contestó Ragnar y provocó una sonrisa de Hakon—. ¿Ordenes de quién?
—Del conde Ivarr, señor. Nos ha convocado. Y si encontramos sajones armados tenemos que matarlos.
Ragnar indicó con la cabeza a Steapa, y dijo con mala leche:
—Este es sajón, y va armado.
Hakon y todos sus hombres miraron al enorme y torvo Steapa.
—Está con vos, señor.
—¿Y para qué diantre os ha convocado Ivarr? —quiso saber Ragnar.
Y la historia fue saliendo, por lo menos la parte que Hakon conocía. Guthred había viajado por aquel mismo camino hacia el norte, pero Kjartan había enviado hombres para bloquearle.
—Guthred no tiene más que ciento cincuenta lanceros —nos contó Hakon—, y Kjartan se enfrentó a él con doscientos o más. Guthred no intentó pelear.
—¿Y dónde está Guthred?
—Ha huido, señor.
—¿Adonde? —preguntó Ragnar bruscamente.
—Creemos que hacia el oeste, señor, hacia Cumbraland.
—¿Kjartan no le ha seguido?
—Kjartan, señor, no va muy lejos de Dunholm. Teme que Ælfric de Bebbanburg ataque Dunholm si se marcha, así que se queda cerca.
—¿Y dónde habéis sido convocados? —continuó preguntando Ragnar.
—Debemos encontrarnos con el señor Ivarr en Thresk —contestó Hakon.
—¿En Thresk? —Ragnar estaba perplejo. Thresk era un asentamiento junto a un lago algunas millas al este. Guthred, parecía, había ido al oeste, pero Ivarr alzaba su estandarte en el este. Entonces Ragnar lo comprendió—. ¿Ivarr va a atacar Eoferwic?
Hakon asintió.
—Tomará el hogar de Guthred, señor —dijo—, ¿y dónde podrá ir?
—¿A Bebbanburg? —sugerí.
—Tiene jinetes pisándole los talones —contestó Hakon—, si intenta ir al norte, Kjartan volverá a marchar —se tocó la empuñadura de la espada—. Vamos a acabar con los sajones para siempre, señor. El señor Ivarr estará complacido de que hayáis regresado.
—Mi familia —repuso Ragnar con rudeza— no pelea al lado de Kjartan.
—¿Ni por el botín? —preguntó Hakon—. Me cuentan que Eoferwic está lleno de riquezas.
—Ya ha sido saqueada antes —contesté—. ¿Cuánto puede quedar?
—Suficiente —contestó Hakon sin más.
Ivarr, pensé, había concebido una estrategia inteligente. Guthred, acompañado de pocas lanzas y entorpecido por los curas, monjes y el santo muerto, estaba perdido en el salvaje clima de Northumbria mientras sus enemigos capturaban su palacio y su ciudad, y con ellos la guarnición de la ciudad, el corazón de las fuerzas de Guthred. Kjartan, mientras tanto, evitaba que Guthred llegara a la seguridad de Bebbanburg.
—¿De quién era esta casa? —preguntó Ragnar.
—Pertenecía a un sajón, señor —contestó Hakon.
—¿Pertenecía?
—Desnudó su espada —aclaró Hakon—, así que él y su gente están muertos. Salvo las dos hijas —señaló con la cabeza hacia la parte de atrás del salón—. Están en el establo si las queréis.
Llegaron más daneses al caer la noche. Iban todos a Thresk, y la casa era un buen lugar para refugiarse del mal tiempo que estaba entonces desatado. Había cerveza, e inevitablemente los hombres se emborracharon, pero estaban contentos porque Guthred había cometido un terrible error. Había marchado al norte con pocos hombres, en la creencia de que los daneses no interferirían, y ahora resultaba que esos daneses tenían la promesa de una guerra fácil y mucho botín.
Ocupamos una de las plataformas para dormir, a un lado del salón, para nuestro propio uso.
—Lo que tenemos que hacer —dijo Ragnar— es ir a Synningthwait.
—Al alba —coincidí.
—¿Por qué a Synningthwait? —quiso saber Beocca.
—Porque allí es donde están mis hombres —contestó Ragnar—, y eso es lo que necesitamos ahora. Hombres.
—¡Tenemos que encontrar a Guthred! —insistió Beocca.
—Necesitamos hombres para encontrarlo —contesté—, y espadas.
Northumbria caía en el caos, y la mejor manera de soportar el caos es estar rodeado de espadas y lanzas.
Tres daneses borrachos nos habían visto hablar y estaban intrigados, quizá ofendidos, porque incluyéramos a un cura cristiano en nuestra conversación. Se acercaron hasta la plataforma y quisieron saber quién era Beocca y por qué nos hacía compañía.
—Nos lo quedamos —contesté— por si nos entra el hambre —eso pareció satisfacerles, y el chiste recorrió el salón para gran jolgorio danés.
La tormenta amainó aquella noche. Los truenos se oían cada vez más débiles, y la intensidad de la lluvia sobre la paja azotada por el viento fue disminuyendo, de modo que al alba no caía más que una llovizna y las gotas que se desprendían de los techos cubiertos de musgo. Vestimos mallas y cascos y, mientras Hakon y los demás daneses se dirigían al este hacia Thresk, nosotros cabalgamos al oeste, adentrándonos en las colinas.
Yo pensaba en Gisela, perdida en algún lugar de las colinas y víctima de la desesperación de su hermano. Guthred debió de pensar que estaba el año demasiado avanzado para reunir ejércitos, y que podría cruzar Dunholm de camino a Bebbanburg sin que ningún danés se interpusiera. Ahora estaba al borde de perderlo todo.
—Si lo encontramos —me preguntó Beocca mientras cabalgábamos—, ¿podemos llevárselo al sur a Alfredo?
—¿Llevárselo a Alfredo? —pregunté—. ¿Por qué íbamos a hacer eso?
—Para mantenerlo con vida. Si es cristiano será bienvenido en Wessex.
—Alfredo quiere que sea rey aquí —le dije.
—Es demasiado tarde —contestó Beocca con tristeza.
—No —repuse—. No lo es —Beocca me miraba como si estuviera loco, y quizá lo estuviera, pero en el caos que oscurecía Northumbria había una cosa en la que Ivarr no había pensado. Debía de creer que ya había ganado. Sus fuerzas se reunían y Kjartan obligaba a Guthred a huir por el agreste centro del país, donde ningún ejército sobreviviría demasiado tiempo al frío, el viento y la lluvia. Pero Ivarr había olvidado a Ragnar. Ragnar llevaba mucho tiempo fuera, pero poseía un pedazo de tierra en las colinas, y esas tierras daban de comer a hombres que habían prestado juramento a Ragnar.
Así que cabalgamos hacia Synningthwait, y yo sentí que se me hacía un nudo en la garganta, pues cerca de Synningthwait me había criado de niño, donde el padre de Ragnar me educó, donde aprendí a pelear, donde fui querido, donde fui feliz, y donde vi a Kjartan quemar la casa de Ragnar y matar a sus habitantes. Aquélla era la primera vez que regresaba desde aquella noche negra.
Los hombres de Ragnar vivían en el asentamiento o en las colinas cercanas, aunque la primera persona que vi fue a Ethne, la esclava escocesa que habíamos liberado en Gyruum. Cargaba con dos cubos de agua y no me reconoció hasta que la llamé por su nombre. Entonces dejó caer los cubos y corrió hacia las casas, a voz en cuello, de donde salió Finan por una puerta baja. Gritó de alegría, y llegó más gente, y de repente apareció una multitud vitoreando porque Ragnar había regresado con su gente.
Finan no podía esperar a que desmontara. Caminó junto a mi caballo, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Quieres saber cómo palmó Sverri? —me preguntó.
—¿Lentamente? —supuse.
—Y ruidosamente —sonrió—. Y le robamos todo el dinero.
—¿Mucho?
—¡Más del que puedas soñar! —contestó exultante—. Y quemamos su casa. Dejamos a su mujer y a sus hijos llorando.
—¿Los dejaste con vida?
Parecía avergonzado.
—A Ethne le dieron pena. Pero matarlo a él fue suficientemente placentero —volvió a sonreírme—. ¿Así que nos vamos a la guerra?
—Nos vamos a la guerra.
—Vamos a cargarnos a ese cabrón de Guthred, ¿eh? —dijo Finan.
—¿Eso quieres?
—¡Mandó un cura para decirnos que le pagáramos a la iglesia! Lo enviamos con cajas destempladas.
—Pensaba que eras cristiano —le dije.
—Lo soy —repuso Finan a la defensiva—, pero prefiero condenarme a darle a un cura una décima parte de mi dinero.
Los hombres de Synningthwait esperaban luchar por Ivarr. Eran daneses, y veían que la inminente guerra era entre daneses y sajones advenedizos, aunque ninguno sentía demasiado entusiasmo, pues Ivarr no gustaba. La convocatoria de Ivarr había llegado a Synningthwait cinco días antes, y Rollo, que comandaba en ausencia de Ragnar, se había demorado deliberadamente. Ahora la decisión correspondía a Ragnar y aquella noche, enfrente de su casa, junto a la gran hoguera que ardía bajo las nubes, invitó a sus hombres a que opinaran. Ragnar habría podido ordenarles que hicieran lo que él quería, pero hacía más de tres años que no veía a la mayoría de ellos, y quería saber de qué ánimo estaban.
—Les dejaré hablar —me dijo—, después les diré qué vamos a hacer.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.
Ragnar sonrió pícaramente.
—Aún no lo sé.
Rollo habló el primero. No le disgustaba Guthred, dijo, pero se preguntaba si Guthred era el mejor rey para Northumbria.
—Una tierra necesita un rey —dijo—, y ese rey debe ser bueno, justo, generoso y fuerte. Guthred no es ni justo ni fuerte. Favorece a los cristianos —los hombres murmuraron su apoyo.
Beocca estaba sentado a mi lado y entendía lo suficiente como para disgustarse.
—¡Alfredo apoya a Guthred! —murmuró entre dientes.
—Guardad silencio —le advertí.
—Guthred —prosiguió Rollo— nos exigió que pagáramos impuestos a los curas cristianos.
—¿Y lo hiciste?
—No.
—Si no es rey Guthred —quiso saber Ragnar—, ¿quién debería serlo? —Nadie dijo nada—. ¿Ivarr? —sugirió Ragnar, y la congregación se estremeció. A nadie le gustaba Ivarr, y nadie habló salvo Beocca, que sólo consiguió decir una palabra antes de que ahogara su protesta con un buen codazo en sus débiles costillas.
—¿Qué tal el conde Ulf? —preguntó Ragnar.
—Ya está demasiado viejo —dijo Rollo—. Además se ha vuelto a Cair Ligualid y allí se quiere quedar.
—¿Hay algún sajón que nos vaya a dejar tranquilos a los daneses? —preguntó Ragnar, y nadie contestó—. ¿Algún otro danés, entonces? —sugirió.
—¡Tiene que ser Guthred! —ladró Beocca como un perro.
Rollo dio un paso al frente, como si fuera a decir algo importante.
—Os seguiremos, señor —le dijo a Ragnar—, pues sois bueno, justo, generoso y fuerte —eso provocó enormes aplausos entre la multitud que se reunía junto al fuego.
—¡Esto es traición! —susurró Beocca.
—Callaos —le dije.
—Pero Alfredo nos dijo…
—Alfredo no está aquí —le dije—, y nosotros sí, así que callaos.
Ragnar contempló el fuego. Era un hombre muy atractivo, de rostro fuerte, abierto y alegre, pero en aquel momento parecía preocupado. Se me quedó mirando.
—Tú podrías ser rey —me dijo.
—Podría —coincidí.
—¡Estamos aquí para apoyar a Guthred! —ladró Beocca.
—Finan —le dije—, detrás de mí hay un cura bizco, cojo y con la mano tonta que me está irritando. Si vuelve a hablar, rebánale el pescuezo.
—¡Uhtred! —chilló Beocca.
—Esa única exclamación es lo que le permito —le dije a Finan—, pero la próxima vez que hable, envíalo con sus antepasados.
Finan sonrió y sacó la espada. Beocca se quedó callado.
—Podrías ser rey —me repitió Ragnar, y yo noté que los ojos oscuros de Brida estaban posados en mí.
—Mis antepasados eran reyes —dije—, y su sangre corre por mis venas. Es la sangre de Odín —mi padre, aunque cristiano, siempre se había sentido orgulloso de que nuestra familia descendiera del dios Odín.
—Y serías un buen rey —dijo Ragnar—. Es mejor que gobierne un sajón, y tú eres un sajón que ama a los daneses. Podrías ser el rey Uhtred de Northumbria, ¿por qué no? —Brida seguía observándome. Sabía que recordaba la noche en que el padre de Ragnar murió, cuando Kjartan y su tripulación masacró entre gritos a los hombres y mujeres que salían de la casa—. ¿Y bien? —me animó Ragnar.
Me sentía tentado. Debo confesar que me veía muy tentado. En su día mi familia habían sido reyes de Bernicia, y ahora el trono de Northumbria estaba libre. Con Ragnar a mi lado, podía estar seguro de recibir el apoyo danés, y los sajones harían lo que les dijeran. Ivarr se resistiría, por supuesto, como Kjartan y mi tío, pero eso no era nada nuevo, y lo cierto es que yo era mejor soldado que Guthred.
Con todo, sabía que mi destino no era ser rey. He conocido a muchos reyes, y sus vidas no son todo plata, fiestas y mujeres. Alfredo parecía agotado por sus obligaciones, aunque parte de ello se debía a su constante enfermedad y otra parte a su falta de habilidad para tomarse las obligaciones a la ligera. Con todo, Alfredo hacía bien en dedicarse tanto a su deber. Un rey tiene que gobernar, mantener el balance entre los grandes señores de su reino, debe eludir a los rivales, reunir un buen tesoro, mantener caminos, fortificaciones y ejércitos. Pensé en todo ello mientras Ragnar y Brida me miraban y Beocca contenía el aliento detrás de mí, y supe que no quería la responsabilidad. Quería la plata, los banquetes y las mujeres, pero podía tener todo eso sin trono.
—No es mi destino —contesté.
—Quizá no conozcas tu destino —sugirió Ragnar.
El humo se enroscó por el cielo frío, lleno de estrellas.
—Mi destino —le dije— es ser señor de Bebbanburg. Eso lo sé. Y sé que Northumbria no puede gobernarse desde Bebbanburg. Pero quizá sea el tuyo —le dije a Ragnar.
Sacudió la cabeza.
—Mi padre, y el suyo, y el suyo antes que él, eran todos vikingos. Navegábamos a cualquier lugar que nos proporcionara riqueza. Nos enriquecíamos. Reíamos, bebíamos cerveza, teníamos plata y batalla. Si fuera rey tendría que proteger lo que tengo de los hombres que me lo quisieran quitar. En lugar de ser un vikingo sería pastor. Quiero ser libre. He sido rehén demasiado tiempo, y quiero mi libertad. Quiero mis velas al viento y mis espadas al sol. No quiero tener montones de obligaciones —había estado pensando lo mismo que yo, aunque lo dijo de manera harto más elocuente. De repente sonrió, como si se hubiera descargado un peso—. Quiero ser más rico que ningún rey —declaró a sus hombres—, y os haré a todos ricos conmigo.
—¿Y quién va a ser rey? —preguntó Rollo.
—Guthred —contestó Ragnar.
—Alabado sea el señor —dijo Beocca.
—Callaos —susurré.
Los hombres de Ragnar no estaban contentos con aquella elección. Rollo, escuálido, barbado y leal, habló por ellos.
—Guthred favorece a los cristianos —dijo—. Es más sajón que danés. Nos obligará a todos a adorar a ese dios ese clavado.
—Hará lo que se le diga —repuse con firmeza—, y lo primero que le diremos es que ningún danés pagará un diezmo a la iglesia. Será rey como lo era Egberto, obedecerá los deseos de los daneses —Beocca soltaba espumarajos, pero no le hice caso—. Lo que importa —proseguí—, es el danés que le dé órdenes. ¿Quién va a ser, Ivarr, Kjartan o Ragnar?
—¡Ragnar! —gritaron los hombres.
—Y mi deseo —Ragnar se había acercado más a la hoguera de modo que las llamas lo iluminaban y le hacían parecer más grande y fuerte—, mi deseo —repitió— es ver a Kjartan derrotado. Si Ivarr derrota a Guthred, Kjartan se volverá más fuerte, y Kjartan es mi enemigo. Es nuestro enemigo. Existe una deuda de sangre entre su familia y la mía, y voy a saldarla ahora. Marcharemos en ayuda de Guthred, pero si Guthred no nos ayuda a tomar Dunholm, os juro que mataré a Guthred y a toda su gente y me haré con el trono. Pero prefiero alzarme sobre la sangre de Kjartan que ser rey de la tierra entera. Mi pelea no es con Guthred. No es con los sajones. No es con los cristianos. Mi pelea es con Kjartan el Cruel.
—Y en Dunholm —dije—, hay un tesoro de plata digno de los dioses.
—Así que encontraremos a Guthred —anunció Ragnar—, ¡y lucharemos por él!
Un momento antes, la gente quería que Ragnar los condujera contra Guthred, pero ahora se regocijaban con la noticia de que iban a luchar por el rey. Allí había setenta guerreros, no demasiados, pero se contaban entre los mejores de Northumbria, que golpearon sus espadas contra sus escudos y gritaron el nombre de Ragnar.
—Ya podéis hablar —le dije a Beocca.
Pero no tenía nada que decir.
Y al alba siguiente, bajo el cielo claro, cabalgamos en busca de Guthred.
Y de Gisela.