Capítulo VI

El barco rojo estaba cerca y avanzaba a toda prisa. La proa llegaba coronada por una cabeza de dragón con colmillos negros y repleta de hombres armados con malla y cascos. Lo acompañaba un gran estrépito: las paladas de los remos en el agua, los gritos de sus guerreros y el bullir del agua blanca alrededor del enorme pecho rojo que era la alta proa. Tuve que echarme a un lado para evitarla, pues no aminoró el paso al acercarse a la playa, sino que siguió adelante, los remos rascaron en la playa con un tronar de guijarros desperdigados. Tenía el casco oscuro justo encima, un remo me atizó en la espalda, me lanzó hacia las olas, y cuando conseguí ponerme en pie a trompicones vi que el barco se había detenido con un golpe seco y una docena de hombres vestidos con malla saltaban a tierra con lanzas, espadas, hachas y escudos. Los primeros guerreros en tierra aullaron desafiantes mientras los remeros dejaban caer los remos, empuñaban armas y les seguían. Aquél no era ningún barco mercante, sino una embarcación vikinga llegada para matar.

Sven se dio a la fuga. Subió como pudo en la silla de montar y marchó al galope por el prado mientras sus seis hombres, mucho más valientes, se lanzaron a caballo contra los vikingos, pero las bestias perecieron bajo las hachas entre gritos y los jinetes desmontados acabaron hechos picadillo sobre la playa; la sangre corrió hasta las pequeñas olas junto a mí, que estaba boquiabierto y sin poder creerme lo que veían mis ojos. Sverri estaba de rodillas, con las manos bien a la vista para mostrar que no llevaba armas.

El patrón del barco rojo, glorioso con un casco empenachado con alas de águila, condujo a sus hombres hasta el prado y de allí a los edificios del monasterio. Dejó media docena de guerreros en la playa, y uno de ellos era un hombre descomunal, alto como un árbol y ancho como un tonel, que llevaba un hacha de guerra enorme manchada de sangre. Se quitó el casco y me sonrió. Dijo algo, pero no lo oí. Sólo miraba sin podérmelo creer, y él aún sonrió más.

Era Steapa.

Steapa Snotor. Steapa el Listo, significaba el nombre, y se trataba de una broma, pues no era el más espabilado de los hombres, pero era un gran guerrero que antaño fuera mi enemigo y después se convirtió en mi amigo. Ahora me sonreía desde la orilla y yo era incapaz de comprender qué hacía un guerrero sajón viajando en un barco vikingo. Y entonces me eché a llorar. Lloré porque era libre, y porque el rostro ancho, torvo y marcado de cicatrices de Steapa era la cosa más hermosa que había visto desde la última vez que estuve en aquella playa.

Salí a grandes zancadas del agua y lo abracé, y él me dio palmaditas en la espalda incómodo, y no podía parar de sonreír porque estaba contento.

—¿Eso os han hecho? —preguntó señalando mis grilletes de los pies.

—Los he llevado durante más de dos años —contesté.

—Separad las piernas, señor —contestó.

—¿Señor? —Sverri acababa de oír a Steapa y comprendió esa única palabra sajona. Se puso en pie y se acercó vacilante hacia nosotros—. ¿Eso os ha llamado? —me preguntó—. ¿Señor? —Me limité a quedarme mirándolo, y volvió a hincarse de hinojos—. ¿Quién sois vos? —preguntó asustado.

—¿Queréis que lo mate? —gruñó Steapa.

—Aún no —contesté.

—Os he mantenido con vida —dijo Sverri—. Os he alimentado.

Le señalé con un dedo.

—Cállate —le dije, y se calló.

—Separad las piernas, señor —me repitió Steapa—. Tensadme esa cadena.

Hice lo que me indicaba.

—Ten cuidado —le dije.

—¡Ten cuidado! —se burló, después levantó el hacha, y la pesada hoja silbó justo al lado de mi ingle, se estampó contra la cadena y los tobillos se me torcieron hacia dentro del golpe brutal, así que me tambaleé—. Estaos quieto —me ordenó Steapa, volvió a atizarle y esta vez la cadena se rompió—. Ya podéis caminar, señor —dijo Steapa, y podía, aunque aún me colgaban las cadenas de los tobillos.

Me acerqué a los muertos y elegí dos espadas.

—Libera a ese hombre —le dije a Steapa señalando a Finan, y Steapa siguió triturando cadenas y Finan llegó corriendo hasta mí, con una sonrisa de oreja a oreja, y los dos nos miramos, con los ojos encharcados por la alegría, y le tendí una espada.

Miró la espada por un instante, como si no creyera lo que veía, después la empuñó y aulló como un lobo en la noche. Luego me rodeó con sus brazos. Lloraba.

—Eres libre —le dije.

—Vuelvo a ser un guerrero —me dijo él—. ¡Soy Finan el Ágil!

—Y yo soy Uhtred —le dije, usando ese nombre por primera vez desde que abandonara años atrás esta misma playa—, y soy señor de Bebbanburg —me volví hacia Sverri, y la ira empezaba a bullir—. Soy el señor Uhtred —le dije—, el hombre que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar y envió a Svein, el del Caballo Blanco, al banquete de los muertos. Soy Uhtred —ya estaba totalmente enfurecido. Acosé a Sverri y le levanté la cara con la punta de la espada—. Soy Uhtred —le dije—, y me vas a llamar señor.

—Sí, señor —repuso.

—Y éste es Finan de Irlanda —le dije—, y le vas a llamar señor.

Sverri miró a Finan, pero fue incapaz de sostenerle la mirada, y agachó los ojos.

—Señor —le dijo a Finan.

Quería cepillármelo allí mismo, pero tenía la impresión de que la utilidad de Sverri en este mundo aún no se había agotado por completo, así que me contenté con cogerle el cuchillo a Steapa, abrirle la túnica a Sverri y desnudar su hombro. Estaba temblando, esperaba que le rebanara el pescuezo, pero me limité a grabarle una S en la carne, y después le restregué arena por encima.

—Bueno, esclavo, dime —le pregunté—, ¿cómo me quito estos grilletes? —me señalé las cadenas con el cuchillo.

—Necesito herramientas de herrero, señor —contestó Sverri.

—Si quieres seguir vivo, Sverri, reza porque las encontremos.

Tenía que haber herramientas en el monasterio en ruinas, pues allí encadenaban los hombres de Kjartan a los esclavos, así que Steapa envió a dos hombres a investigar cómo liberarnos de las cadenas, y Finan se entretuvo despiezando a Hakka porque no le dejé que matara a Sverri. Los esclavos escoceses observaban maravillados cómo la sangre se arremolinaba en el mar junto al Comerciante. Finan bailó de alegría y cantó una de sus canciones salvajes; después se despachó al resto de la tripulación de Sverri.

—¿Por qué estás aquí? —le pregunté a Steapa.

—Fui enviado, señor —respondió orgullosamente.

—¿Enviado? ¿Quién te envió?

—Pues el rey, por supuesto —repuso.

—¿Te ha enviado Guthred?

—¿Guthred? —preguntó Steapa, confundido por el nombre, después sacudió la cabeza—. No, señor. Fue el rey Alfredo.

—¿Alfredo te ha enviado? —le pregunté; después me quedé con la boca abierta—. ¿Alfredo?

—Alfredo nos ha enviado —me confirmó.

—Pero estos hombres son daneses —y señalé a la tripulación que se había quedado en la playa con Steapa.

—Algunos son daneses —contestó Steapa—, pero la mayoría somos de Wessex. Nos ha enviado Alfredo.

—¿Alfredo os ha enviado? —volví a preguntar, y sabía que sonaba como un imbécil tarado, pero es que no me podía creer lo que estaba oyendo—. ¿Alfredo ha enviado daneses?

—Una docena, señor —dijo Steapa—, pero sólo están aquí porque lo siguen a él —señaló al patrón del barco, con su casco alado, que regresaba a grandes zancadas a la playa—. Es el rehén —me contó Steapa como si eso lo explicara todo—, y Alfredo me ha enviado para asegurarse de que mantendrá su palabra. Yo lo vigilo.

¿El rehén? Entonces recordé de quién era el emblema de las alas de águila, y avancé a trompicones hasta el patrón, impedido por las cadenas de los tobillos, y el guerrero que se acercaba se quitó el casco alado y apenas pude verle la cara por las lágrimas. Pero fui capaz de gritar su nombre.

—¡Ragnar! —grité—. ¡Ragnar!

Se reía cuando llegó hasta mí. Me abrazó, me dio una vuelta, me abrazó una segunda vez y luego me apartó de un empujón.

—Apestas —me dijo—, eres el cabrón más feo, peludo y apestoso que he visto jamás. Tendría que arrojarte a los cangrejos, pero ¿cómo van a querer los cangrejos algo tan asqueroso?

Reía y lloraba.

—¿Te ha enviado Alfredo?

—Sí que me envió, sí, pero no habría venido de haber sabido que te habías convertido en un cagarro asqueroso —contestó. Me sonrió con ganas y me recordó a su padre, todo su buen humor y su fuerza. Volvió a abrazarme—. Me alegro de verte, Uhtred Ragnarson —contestó.

Los hombres de Ragnar habían hecho huir al resto de tropas de Sven. Sven mismo había huido a caballo, en dirección a Dunholm. Quemamos los corrales de esclavos, los liberamos, y aquella noche, a la luz de las vallas de juncos, me liberaron por fin de los grilletes. Durante los siguientes días levantaba los pies a una altura ridícula, porque me había acostumbrado a las cadenas de hierro.

Me lavé. Una esclava escocesa pelirroja me cortó el pelo, observada por Finan.

—Se llama Ethne —me dijo. Hablaba su lengua, o por lo menos se entendían, aunque a mí me pareció que por el modo en que se miraban los distintos idiomas no iban a ser un obstáculo. Ethne había encontrado a dos de los hombres que la habían violado entre los muertos de Sven, y cogió la espada prestada a Finan para mutilar los cuerpos, operación que Finan contempló orgulloso. Ahora empleaba unas tijeras de esquilar para cortarme el pelo y recortarme la barba, y después me puse un jubón de cuero, pantalones limpios y zapatos como era debido. Y luego comimos en el monasterio en ruinas, y yo me senté con Ragnar a escuchar el relato de mi rescate.

—Llevamos siguiéndoos todo el verano —me contó Ragnar.

—Os vimos.

—Imposible no vernos, no con ese casco. Menudo espanto de barco. Odio los cascos de pino. Se llama el Dragón de fuego, pero yo lo llamo Aliento de gusano. Me llevó un mes ponerlo a punto para zarpar. Pertenecía a uno de los muertos de Ethandun, y estaba pudriéndose en el Temes cuando nos lo dio Alfredo.

—¿Y por qué haría una cosa así Alfredo?

—Porque dice que le devolviste el trono en Ethandun —contestó Ragnar y sonrió maliciosamente—. Alfredo exageraba —prosiguió—, estoy convencido. Supongo que darías cuatro tumbos armando jaleo, pero conseguiste engañarlo.

—Bastante hice —respondí en voz baja, recordando la larga colina verde—. Pero pensaba que Alfredo no se había dado cuenta.

—Sí se dio, sí —contestó Ragnar—, pero no lo hizo sólo por ti. Se llevó de camino un convento.

—¿Se llevó qué?

—Se consiguió un convento nuevo. Dios sabe para qué lo querrá. Yo te habría cambiado por una casa de putas, pero Alfredo consiguió un convento y parecía bastante satisfecho con el trueque.

Y ahí fue donde me enteré de la historia. No la escuché entera aquella noche, pero más tarde la recompuse y la voy a contar aquí. Todo empezó con Hild.

Guthred mantuvo su última promesa y la trató honorablemente. Le entregó mi espada y mi casco, dejó que guardara mi cota de malla y mis brazaletes, y le pidió que fuera la compañera de su nueva esposa, la reina Osburh, la sobrina sajona del rey destronado en Eoferwic. Pero Hild se culpaba de mi traición. Decidió que había ofendido a su dios por resistirse a regresar al convento, así que le suplicó a Guthred que la dejara volver a Wessex para reunirse con su orden. El quería que se quedara en Northumbria, pero ella le rogó y le dijo que Dios y san Cutberto se lo exigían, y Guthred siempre era receptivo a las peticiones de Cutberto. Así que le permitió acompañar a unos mensajeros que estaba enviando a Alfredo, y así Hild regresó a Wessex, y una vez allí fue en busca de Steapa, que siempre la había apreciado mucho.

—Me llevó a Fifhidan —me contó Steapa aquella noche cuando las vallas ardían bajo los muros en ruinas del monasterio de Gyruum.

—¿A Fifhidan?

—Y desenterramos vuestro tesoro —prosiguió Steapa—. Hild me enseñó dónde estaba y yo lo desenterré. Después se lo llevamos a Alfredo. Entero. Lo volcamos sobre el suelo y él se lo quedó mirando.

El tesoro era el arma de Hild. Le contó a Alfredo la historia de Guthred y cómo me había traicionado, y le prometió que si enviaba hombres a buscarme, ella usaría todo aquel oro y aquella plata en el suelo de su salón para construir una casa de Dios en la que ella se arrepentiría de sus pecados y vivaría el resto de su vida como esposa de Cristo. Se pondría los grilletes de la Iglesia para romper mis cadenas de hierro.

—¿Se ha vuelto a meter monja? —le pregunté.

—Dijo que era lo que quería —contestó Steapa—. Dijo que Dios lo quería. Y Alfredo aceptó. Le dijo que sí.

—¿Así que Alfredo te liberó? —le pregunté a Ragnar.

—Espero que lo haga —contestó Ragnar— cuando te lleve de vuelta. Aún soy rehén, pero Alfredo me dijo que podía ir a buscarte si le prometía que regresaría. Y nos van a soltar a todos muy pronto. Guthrum no está dando guerra. Rey Æthelstan, se llama ahora.

—¿Está en Anglia Oriental?

—Allí está —confirmó Ragnar—, construyendo iglesias y monasterios.

—¿Así que se ha vuelto cristiano de verdad?

—El muy pringado es tan meapilas como Alfredo —respondió Ragnar sombrío—. Guthrum siempre ha sido un capullo crédulo. Pero Alfredo me hizo llamar. Me dijo que te buscara. Me permitió llevarme a los hombres que me servían en el exilio y Steapa buscó al resto de la tripulación. Son sajones, claro, pero reman bastante bien, los cabrones.

—Steapa me contó que venía contigo para vigilarte —le dije.

—¡Steapa! —Ragnar miró al otro lado de la hoguera que habíamos encendido en la nave del monasterio en ruinas—, lamentable pedazo de cagarro de armiño, ¿tú has dicho que estabas aquí para vigilarme?

—Pero así es, señor —contestó Steapa.

—Eres un pedazo de mierda. Pero peleas bien —Ragnar sonrió y volvió a mirarme—. Y yo estoy aquí para llevarte de vuelta a Alfredo.

Me quedé mirando el fuego, donde las tiras de juncos emitían una brillante luz roja.

—Thyra está en Dunholm —le dije—, y Kjartan sigue vivo.

—Y voy a ir a Dunholm en cuanto Alfredo me libere —contestó Ragnar—, pero primero tengo que llevarte a Wessex. Lo he jurado. He jurado que no vendría a romper la paz de Northumbria, sólo a recogerte. Y Alfredo se ha quedado con Brida, por supuesto —Brida era su mujer.

—¿Se la ha quedado?

—De rehén para que vuelva, supongo. Pero la soltará, y yo reuniré dinero y hombres y borraré Dunholm de la faz de la tierra.

—¿No tienes dinero?

—No suficiente.

Así que le hablé del hogar de Sverri en Jutlandia y del dinero que allí había, o que creíamos que había, y Ragnar pensó en ello, y yo pensé en Alfredo.

Yo no le gustaba a Alfredo. No le había gustado nunca. En ocasiones hasta me odiaba, pero le había hecho un buen servicio. Le había hecho un servicio magnífico, y había sido menos que generoso en su recompensa. Cinco pellejos, me había dado, mientras que yo había puesto en sus manos un reino. Con todo, ahora le debía mi libertad, y no comprendía por qué lo había hecho. Aparte, por supuesto, de porque Hild le había dado otra casa de oración, y eso le debió de encantar, así como su arrepentimiento, y ambas cosas parecían tener cierto sentido. Con todo, me había rescatado, se había molestado en sacarme de la esclavitud, y decidí que después de todo era generoso. Pero también sabía que tendría que pagar un precio. Alfredo querría más que el alma de Hild y un convento nuevo. Me querría a mí.

—Confiaba en no tener que volver a ver Wessex nunca —le dije.

—Bueno, pues vas a volverlo a ver —contestó Ragnar—, porque he jurado que te iba a llevar. Además, no podemos quedarnos aquí.

—No —coincidí.

—Kjartan tendrá cien hombres aquí por la mañana.

—Doscientos —contesté.

—Así que tenemos que marcharnos —dijo. Después me miró nostálgico—. ¿Y dices que hay un tesoro en Jutlandia?

—Un gran tesoro —respondió Finan.

—Creemos que está enterrado en una cabaña de juncos —añadí—, guardado por una mujer y tres niños.

Ragnar miró por la puerta, donde unos destellos de hogueras se veían entre las casuchas construidas junto al fuerte romano.

—No puedo ir a Jutlandia —contestó en voz baja—. He jurado que te devolvería en cuanto te encontrara.

—Bueno, puede ir otro —le sugerí—. Ahora tienes dos barcos y Sverri revelará dónde está su tesoro si se le asusta lo suficiente.

Así que a la mañana siguiente Ragnar ordenó a sus doce daneses que se llevaran el Comerciante. Entregó el mando de la nave a Rollo, su mejor timonel; Finan suplicó ir con ellos, y la escocesa, Ethne, se marchó con Finan, que ahora vestía malla y casco, y llevaba una espada larga abrochada a la cintura. Sverri estaba encadenado a uno de los remos del Comerciante, y al partir vi a Finan azotándolo con el látigo que durante tantos meses había desollado nuestras espaldas.

El Comerciante se marchó, cruzamos el río con los esclavos y los soltamos en la orilla norte. Estaban asustados y no sabían qué hacer, así que les dimos un puñado de las monedas que sacamos de la caja de Sverri y les dijimos que siguieran caminando con el mar siempre a la derecha y que, con un poco de suerte, llegarían a casa. Probablemente serían capturados por la guarnición de Bebbanburg, y vueltos a vender, pero poco más podíamos hacer. Los dejamos, apartamos el barco rojo de la orilla y regresamos al mar.

Detrás de nosotros, donde los restos de nuestras hogueras humeaban en la colina de Gyruum, aparecieron jinetes con malla y cascos. Formaron una fila en la cima, y una columna galopó por las salinas hasta la orilla de guijarros, pero habían llegado muy tarde. La marea baja nos conducía a mar abierto, miré atrás y vi a los hombres de Kjartan. Supe que volvería a verlos, y el Dragón de Fuego dobló el recodo del río, los remos mordieron el agua y el sol deslumbró como puntas de lanza afiladas en las pequeñas olas, un águila nos sobrevoló y yo levanté los ojos al viento y lloré.

Lágrimas de alegría pura.

* * *

Nos llevó tres semanas alcanzar Lundene, donde pagamos plata a los daneses en concepto de peaje por remar río arriba, y después un par de días más hasta Readingum, donde varamos el Dragón de Fuego con el dinero de Sverri. Era otoño en Wessex, una época de nieblas y tierras en barbecho. Los halcones peregrinos habían regresado de dondequiera que fueran en los meses de verano, y las hojas de roble se volvían de un bronce templado por el viento.

Cabalgamos hasta Wintanceaster, pues allí nos contaron que tenía Alfredo la corte, pero el día que llegamos había partido hacia una de sus propiedades y no se le esperaba aquella noche; así que, cuando el sol se puso por entre los andamios de la gran iglesia que Alfredo estaba construyendo, dejé a Ragnar en la taberna Las Dos Grullas y caminé hasta la puerta norte de la ciudad. Tuve que pedir indicación y me señalaron un callejón largo lleno de surcos embarrados. En el callejón, bordeado a un lado por la empalizada de la ciudad y al otro por un muro de madera en el que había una puerta baja señalada con una cruz, hozaban dos cerdos. Una veintena de pedigüeños se arremolinaba en el barro y el estiércol fuera de la puerta. Iban en harapos. Algunos habían perdido brazos o piernas, y muchos estaban cubiertos de llagas. Había una mujer ciega con un niño con cicatrices. Todos se apartaron nerviosos cuando me acerqué.

Llamé a la puerta y esperé. Estaba a punto de llamar otra vez cuando una pequeña mirilla se abrió, expliqué qué hacía allí, la mirilla se cerró de un golpe, y volví a esperar. El niño con cicatrices lloró y la ciega me tendió un cuenco de monedas. Un gato caminaba por encima de la muralla y una bandada de estorninos voló hacia el oeste. Dos mujeres con pesadas cargas de leña atadas a la espalda pasaron junto a mí, y tras ellas, un hombre con una vaca. Agachó la cabeza en deferencia hacia mí, pues yo volvía a parecer un señor.

Estaba vestido con cuero, y llevaba una espada colgada del cinto, aunque no era Hálito-de-serpiente. Me sujetaba la capa negra al cuello con un pesado broche de plata y ámbar que quité a uno de los tripulantes de Sverri, y aquel broche era mi única joya, pues no lucía brazaletes.

Después descorrieron el pestillo de la puerta baja y se abrió hacia dentro sobre sus bisagras de piel, y una mujer menuda me indicó que entrara. Me agaché, cerró la puerta, y me condujo a través de un pedazo de hierba, deteniéndose allí para permitirme limpiarme el estiércol de las botas antes de llevarme a una iglesia. Me hizo pasar dentro, después se detuvo otra vez para arrodillarse hacia el altar. Murmuró una oración y me señaló que cruzara otra puerta, hasta una estancia desnuda con paredes hechas de juncos y barro. El único mobiliario eran dos taburetes, me invitó a sentarme en uno de ellos y abrió un postigo para que entrara la luz del atardecer. Un ratón se escabulló por el suelo, la menuda mujer chasqueó la lengua y me dejó a solas.

Volví a esperar. Un gallo cacareó en el tejado. De algún lugar cercano me llegaron los chorritos rítmicos de leche ordeñada en un cubo. Otra vaca, con las ubres llenas, esperaba pacientemente justo encima de la ventana abierta. El gallo volvió a cacarear, se abrió la puerta de nuevo, y entraron tres monjas. Dos de ellas se quedaron junto al muro más lejano, y la tercera me miró y empezó a llorar en silencio.

—Hild —le dije, y me puse en pie para abrazarla, pero ella interpuso una mano para que no la tocara. Siguió llorando, pero también sonreía, puso sus dos manos sobre el rostro y así se quedó un rato.

—Dios me ha perdonado —dijo hablando entre los dedos.

—Me alegro de ello —le dije.

Se secó las lágrimas, se apartó las manos del rostro y me indicó que volviera a tomar asiento. Se sentó enfrente de mí y durante un tiempo nos limitamos a mirarnos y pensé en cuánto la había echado de menos, no como amante sino como amiga. Quería abrazarla, y quizá lo presintiera porque se sentó muy rígida y me dijo en tono formal.

—Ahora soy la abadesa Hildegyth —me informó.

—Había olvidado que tu auténtico nombre es Hildegyth —le dije.

—Y mi corazón se alegra de verte —me contestó remilgadamente. Iba vestida con un hábito gris igual que el de sus compañeras, ambas mujeres mayores. Los hábitos llevaban un cinto de cáñamo, y pesadas capas ocultaban su pelo. Del cuello de Hild colgaba una cruz de madera y la toqueteaba compulsivamente—. He rezado por ti.

—Y parece que tus oraciones han funcionado —contesté incómodo.

—Y te robé todo el dinero —me dijo con un punto de su antigua malicia.

—Te lo regalo —le contesté—. Gustoso.

Me habló del convento. Lo había construido con el dinero de Fifhidan y entonces albergaba seis mujeres y ocho laicas.

—Hemos dedicado nuestra vida a Cristo y a Hedda. ¿Sabes quién era Hedda?

—Nunca he oído hablar de ella —contesté.

Las dos monjas mayores, que hasta entonces me habían mirado con severa desaprobación, se echaron de repente a reír. Hild sonrió.

—Hedda era un santo —me corrigió con dulzura—, nació en Northumbria y fue el primer obispo de Wintanceaster. Se le recuerda como un hombre muy santo y muy bueno, y lo elegí porque tú también eres de Northumbria y fue tu generosidad involuntaria la que nos permitió construir esta casa en la ciudad en la que predicó san Hedda. Juramos rezarle cada día hasta que regresaras, y ahora le rezaremos cada día para darle gracias por responder a nuestras oraciones.

No dije nada porque no sabía qué decir. Recuerdo que pensé que la voz de Hild sonaba forzada, como si intentara convencerse a sí misma tanto como a mí de que era feliz y yo me había equivocado sobre eso. Era forzada porque mi presencia le trajo recuerdos desagradables, y con el tiempo supe que realmente era feliz. Era útil. Había hecho las paces con su dios y cuando murió fue recordada como una santa. No hace mucho tiempo, un obispo me lo contó todo sobre la muy bendita y sagrada santa Hildegyth, cómo había sido un ejemplo esplendoroso de castidad y caridad cristiana, y me vi pérfidamente tentado de contarle cómo en una época me revolqué con la santa sobre las flores primaverales, pero conseguí contenerme. Desde luego tenía razón sobre su caridad. Hild me contó que el objetivo del convento de san Hedda no era sólo rezar por mí, su benefactor, sino sanar a los enfermos.

—Estamos ocupadas todo el día —me contó— y toda la noche. Asistimos y atendemos a los pobres. No me cabe duda de que en la puerta hay algunos esperando justamente ahora.

—Sí, ahí están —contesté.

—Pues esas pobres gentes son nuestro objetivo —me dijo—, y nosotras somos sus sirvientas —me sonrió—. Cuéntame ahora lo que he rezado por escuchar. Cuéntame tus historias.

Así que se las conté, pero no todas, y le quité importancia al asunto de la esclavitud; sólo le dije que me habían encadenado y no podía escapar. Le conté los viajes, los extraños sitios y gentes que había visto. Le hablé de la tierra de hielo y fuego, de las grandes ballenas que surcaban el mar interminable, y del largo río que se enroscaba por una tierra de abedules y nieve perpetua, y terminé diciéndole que me alegraba de volver a ser un hombre libre y que le estaba agradecido por haberlo conseguido.

Hild permaneció callada cuando terminé. Aún se oía fuera caer la leche en el cubo. Un gorrión se posó en el alféizar, se atusó las plumas y salió volando. Hild había estado mirándome, como evaluando la veracidad de mis palabras.

—¿Fue duro? —preguntó al cabo de un rato. Estuve tentado de mentir, vacilé, pero después me encogí de hombros.

—Sí —respondí sin más.

—Pero ahora vuelves a ser el señor Uhtred —contestó—, y conservo tus posesiones —le hizo un gesto a una de las monjas, que abandonó la estancia—. Te lo hemos guardado todo —me dijo Hild alegremente.

—¿Todo? —pregunté.

—Menos el caballo —contestó arrepentida—. No me pude traer el caballo. ¿Cómo se llamaba? ¿Witnere?

Witnere —confirmé—. Me temo que me lo robaron.

—¿Te lo robaron?

—Se lo quedó el señor Ivarr.

No dije nada porque la monja acababa de regresar transportando un buen montón de armas y la armadura. Tenía mi casco, mi pesada cota de malla y cuero, mis brazaletes, Aguijón-de-avispa, Hálito-de-serpiente; los dejó a mis pies y se me inundaron los ojos de lágrimas cuando me agaché y acaricié la empuñadura de mi espada.

—La cota de malla estaba dañada —me dijo Hild—, así que hicimos que uno de los armeros del rey la reparara.

—Gracias —contesté.

—He rezado —me dijo Hild— para que no te vengues del rey Guthred.

—Me hizo esclavo —repuse con sequedad. No podía apartar la mano de la espada. Había vivido tantos momentos de desesperación en los últimos dos años, momentos en los que pensaba que jamás volvería a tocar una espada nunca, no digamos Hálito-de-serpiente, y aun así allí estaba, mi mano la empuñaba con suavidad.

—Guthred hizo lo que creía mejor para su reino —me contestó Hild con severidad—, y es cristiano.

—Me hizo esclavo —contesté otra vez.

—Y debes perdonarle —repuso Hild forzadamente—, como yo he perdonado a los hombres que tanto daño me hicieron y Dios me ha perdonado a mí. Era una pecadora —prosiguió—, una gran pecadora, pero Dios me ha tocado, ha derramado su gracia sobre mí y me ha perdonado. Así que júrame que le perdonarás la vida a Guthred.

—No voy a hacer ningún juramento —respondí con sequedad, aún sosteniendo Hálito-de-serpiente.

—No eres un hombre malo —me dijo Hild—. Eso lo sé. Fuiste más amable conmigo de lo que merecí jamás. Dale el mismo trato a Guthred. Es un buen hombre.

—Lo recordaré cuando le vea —le contesté evasivamente.

—Y recuerda que se arrepintió de lo que hizo —repuso Hild—, y que lo hizo porque creía que le haría conservar su reino. Y recuerda también que ha entregado dinero a esta casa como penitencia. Necesitamos mucha plata. No hay escasez de pobres y enfermos, pero siempre la hay de limosnas.

Le sonreí. Después me puse en pie y me desabroché la espada que le había quitado a uno de los hombres de Sven en Gyruum, me solté el broche del cuello y dejé caer capa, broche y espada sobre los juncos.

—Puedes venderlos —le dije. Después, con gruñidos de esfuerzo, me puse mi antigua cota de malla, me abroché ambas espadas y recogí mi casco coronado por un lobo. La cota parecía monstruosamente pesada, pues hacía mucho que no vestía malla. También me quedaba grande, pues había adelgazado mucho durante los años que empujé el remo de Sverri. Me puse los brazaletes por las manos y miré a Hild—. Sí os juraré una cosa, abadesa Hildegyth —le dije. Levantó la mirada y vio al antiguo Uhtred, el señor reluciente y guerrero de espada—. Sustentaré vuestra casa —le prometí—, recibiréis dinero de mí, prosperaréis y siempre gozaréis de mi protección.

Sonrió al oírme, después rebuscó en una bolsita que le colgaba del cinto y me tendió una pequeña cruz de plata.

—Este es mi regalo para vos —me dijo—, y rezo para que la reverenciéis como yo y aprendáis su lección. Nuestro Señor murió en la cruz por todos nuestros pecados, y no tengo ninguna duda, señor Uhtred, de que parte del dolor que sintió en su muerte fue causado por vuestros pecados.

Me entregó la cruz, nuestros dedos se rozaron, la miré a los ojos, y apartó la mano a toda prisa. Pero se puso colorada, y me miró con los párpados entornados. Por un instante vi a la antigua Hild, la Hild frágil y hermosa, pero luego se recompuso e intentó parecer severa.

—Ya podéis volver con Gisela —me dijo.

No la había mencionado y fingí que el nombre quería decir poco para mí.

—Estará casada, a estas alturas —repuse quitándole importancia—. Si es que sigue viva.

—Vivía cuando dejé Northumbria —repuso Hild—, aunque eso fue hace dieciocho meses. Entonces no se hablaba con su hermano, por lo que te había hecho. Pasé horas consolándola. Lloró muy amargamente y con mucha rabia. Una chica fuerte.

—Y casadera —repuse con dureza.

Hild sonrió con dulzura.

—Juró esperarte.

Me toqué la empuñadura de Hálito-de-serpiente. Estaba tan lleno de esperanzas y tan agarrotado por el miedo. Gisela. En mi cabeza sabía que no casaba con los sueños enfebrecidos de un esclavo, pero no me la podía quitar de la cabeza.

—Y a lo mejor te está esperando —dijo Hild, y se apartó, brusca de repente—. Ahora tenemos oraciones que decir, gente que alimentar y cuerpos que sanar.

Y así me despidieron, y me agaché para salir por la puerta en el muro del convento al callejón embarrado. Dejaron pasar a los mendigos, y yo me quedé apoyado en el muro de madera con lágrimas en los ojos. La gente evitó el callejón, pues iba vestido para la guerra con mis dos espadas.

Gisela, pensé, Gisela. A lo mejor sí me había esperado, pero lo dudaba, pues era demasiado valiosa como vaca de la paz, pero sabía que regresaría al norte tan pronto como pudiera. Iría a por Gisela. Apreté la cruz de plata hasta que sentí las aristas hacerme daño en los callos que me había producido el remo de Sverri. Después desenvainé Hálito-de-serpiente, y vi que Hild había cuidado bien del arma. Brillaba con una leve pátina de grasa o lanolina, que había evitado que el acero labrado se oxidara. Levanté la espada hasta mis labios y besé la larga hoja.

—Tienes hombres que matar —le dije—, y venganzas que cumplir.

Y eso era precisamente lo que tenía que hacer.

* * *

Encontré espadero al día siguiente, y me dijo que estaba demasiado ocupado y que no podía atender mi trabajo hasta muchos días más tarde, y yo le contesté que o me hacía la tarea aquel día o no volvería a trabajar nunca más, así que al final llegamos a un acuerdo. Aceptó atenderme aquel día.

Hálito-de-serpiente es un arma maravillosa. Fue forjada por Ealdwulf, el herrero de Northumbria, y su hoja es mágica, flexible y fuerte, y cuando la terminó quise que decorara su empuñadura con plata o bronce, pero Ealdwulf se negó.

—Es una herramienta —me dijo—. Sólo una herramienta. Algo para que tu trabajo sea más sencillo.

Tenía empuñadura de madera de fresno, a ambos lados de la espiga, y con los años las tejas se habían desgastado y pulido. Una empuñadura tan gastada podía ser peligrosa.

Se podía resbalar de la mano, especialmente cuando le salpicaba sangre, así que le dije al espadero que quería unas tejas nuevas, que tuvieran buen agarre, y que la cruz de plata que Hild me había dado estuviera incrustada en la empuñadura.

—Lo haré, señor —me dijo.

—Hoy.

—Lo intentaré, señor —respondió débilmente.

—Y lo conseguirás —le dije—, y será un trabajo bien hecho —desenvainé Hálito-de-serpiente y la hoja relució en la habitación en sombras cuando se la tendí frente al horno y las llamas rojas se reflejaron en su dibujo. Había sido forjada golpeando tres barras lisas y cuatro enroscadas en una sola hoja de metal. Fue calentada y golpeada, calentada y golpeada, y cuando estuvo lista, cuando las siete barras se convirtieron en una única veta salvaje de acero brillante, las curvas de las cuatro barras enroscadas quedaron en la hoja como dibujos fantasmales. De ahí salió su nombre, pues los dibujos parecían el aliento enroscado de un dragón.

—Es una buena espada, señor —me dijo el espadero.

—Es la espada que mató a Ubba junto al mar —repuse, acariciando el acero.

—Sí, señor —dijo. Había conseguido aterrorizarlo.

—El trabajo estará listo hoy —repetí, y dejé espada y vaina sobre las quemaduras que el fuego había dejado en su banco de trabajo. Puse la cruz de Hild en la empuñadura, y añadí una moneda de plata. Ya no era rico, pero tampoco era pobre, y con la ayuda de Hálito-de-serpiente y de Aguijón-de-avispa, volvería otra vez a conseguir riquezas.

Era un encantador día de otoño. El sol brillaba, y hacía relucir la nueva iglesia de madera de Alfredo como el oro.

Ragnar y yo esperábamos al rey, y nos sentamos en la hierba recién segada de un patio, y Ragnar observó a un monje cargar con una pila de pergaminos hacia el scriptorium real.

—Aquí todo está escrito —dijo—. ¡Todo! ¿Tú sabes leer?

—Leer y escribir.

Eso le impresionó.

—¿Es útil?

—A mí nunca me ha resultado muy útil —admití.

—¿Y por qué lo hacen? —se preguntó.

—Su religión está escrita —le dije—, la nuestra no.

—¿Una religión escrita? —eso lo dejó perplejo.

—Tienen un libro —le conté—. Y ahí está todo.

—¿Y por qué necesitan que esté escrita?

—No lo sé. Es así y ya está. Y, por supuesto, escriben las leyes. A Alfredo le encanta hacer leyes nuevas, y todas tienen que estar escritas en libros.

—Si un hombre no es capaz de recordar las leyes —repuso Ragnar—, entonces es que hay demasiadas.

Los gritos de unos niños nos interrumpieron, o más bien el berrido ofendido de un niño y la risa burlona de una niña, y un instante después la niña apareció por la esquina. Parecía tener nueve o diez años, tenía el pelo dorado tan reluciente como el sol, y llevaba un caballito de madera que era claramente propiedad del niño pequeño que la seguía. La niña, sujetando el caballito como un trofeo, corrió por la hierba. Tiraba del potro, delgada y feliz, mientras que el niño, tres o cuatro años menor, era más robusto y tenía un aspecto infeliz. No tenía ninguna oportunidad de alcanzar a la niña, pues era mucho más rápida, pero me vio, se le abrieron los ojos como platos y se detuvo frente a nosotros. El chico la alcanzó, pero le fascinábamos demasiado Ragnar y yo para intentar recuperar su caballo de madera. Un aya, con la cara roja y jadeando, apareció por la esquina y gritó los nombres de los niños.

—¡Eduardo! ¡Æthelflaed!

—¡Eres tú! —dijo Æthelflaed, mirándome encantada.

—Soy yo —le dije, y me puse en pie porque Æthelflaed era hija de un rey y Eduardo era el Ætheling, el príncipe que podría gobernar en Wessex cuando Alfredo, su padre, muriera.

—¿Dónde has estado? —quiso saber Æthelflaed, como si hiciera un par de semanas que no me veía.

—He estado en las tierras de los gigantes —contesté— y en lugares donde el fuego corre como el agua y las montañas son de hielo, y donde las hermanas no son nunca, nunca, malas con sus hermanitos.

—¿Nunca? —preguntó sonriendo.

—¡Quiero mi caballo! —insistió Eduardo, e intentó arrebatárselo, pero Æthelflaed lo sostuvo fuera de su alcance.

—Nunca uses la fuerza para obtener algo de una chica —le dijo Ragnar a Eduardo—, cuando puedes obtenerlo con astucia.

—¿Astucia? —Eduardo frunció el ceño, evidentemente poco familiarizado con la palabra.

Ragnar miró inquisidor a Æthelflaed.

—¿Tiene hambre el caballo?

—No —sabía que estaban jugando y quería ver si podía ganar.

—Pero supón que uso magia —le sugirió Ragnar—, y hago que coma hierba.

—No puedes.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó él—. He estado en sitios donde los caballos de madera pastan cada mañana, y cada noche la hierba crece hasta el cielo y cada día los caballos de madera se la vuelven a comer entera.

—No, no hacen nada de eso —contestó, sonriendo.

—Y si digo las palabras mágicas —prosiguió Ragnar—, tu caballo se comerá la hierba.

—Es mi caballo —insistió Eduardo.

—¿Palabras mágicas? —Æthelflaed estaba ahora interesada.

—Tienes que poner el caballo en la hierba —dijo Ragnar.

Ella me miró a mí, quería que le diera seguridad, pero yo me limité a encogerme de hombros, así que volvió a mirar a Ragnar, que estaba muy serio, y decidió que tenía ganas de ver magia, así que colocó con cuidado el caballo de madera junto a un montón de hierba cortada.

—¿Y ahora? —preguntó expectante.

—Tienes que cerrar los ojos —le dijo Ragnar—, y dar tres vueltas muy rápidas, y luego gritar «Havacar» muy fuerte.

—¿Havacar?

—¡Cuidado! —la avisó, como preocupado—. Las palabras mágicas no se pueden decir a la ligera.

Así que cerró los ojos, dio tres vueltas, y, mientras lo hacía, Ragnar señaló el caballo a Eduardo, que lo agarró y se marchó corriendo con el aya, y para cuando Æthelflaed empezó a tambalearse por el mareo y gritó la palabra mágica, el caballo había desaparecido.

—¡Has hecho trampa! —acusó a Ragnar.

—Pero has aprendido una lección —le dije, poniéndome en cuclillas a su lado como para contarle un secreto. Me agaché y le susurré al oído—. Jamás confíes en un danés.

Eso la hizo sonreír. Habíamos pasado mucho tiempo juntos durante el largo y húmedo invierno en que su familia era fugitiva en los pantanos de Sumorsaete, y en aquellos meses desesperados aprendió a apreciarme y yo a apreciarla a ella. Levantó una mano y me tocó la nariz.

—¿Cómo te ha pasado eso?

—Un hombre me rompió la nariz —le dije. Había sido Hakka, me había atizado en el Comerciante porque pensaba que estaba eludiendo el remo.

—Está torcida —me dijo.

—Así puedo oler cosas torcidas.

—¿Qué le pasó al hombre que te la rompió?

—Está muerto —le dije.

—Bien —me contó—. Me voy a casar.

—¿Te vas a casar? —pregunté.

—Con Æthelred de Mercia —me contestó orgullosa; después puso mala cara al ver por un instante mi expresión de disgusto.

—¿Con mi primo? —le pregunté, intentando fingir agrado.

—¿Æthelred es tu primo? —preguntó.

—Sí.

—Pues yo voy a ser su mujer —me dijo—, y voy a vivir en Mercia. ¿Has estado en Mercia?

—Sí.

—¿Es bonito?

—Te gustará —le dije, aunque dudaba de que le fuera a gustar, desde luego no casada con el pedante y estirado de mi primo, pero eso no se lo podía decir.

Frunció el ceño.

—¿Æthelred se hurga la nariz?

—No creo.

—Eduardo sí —me dijo—, y después se come los mocos.

—Que asco —se inclinó hacia delante, me dio un impulsivo beso en la nariz rota y salió corriendo con su aya.

—Una niña muy guapa —dijo Ragnar.

—Que van a desperdiciar con mi primo —contesté.

—¿Desperdiciar?

—Es un mierdecilla engreído que se llama Æthelred —le conté. Había llevado hombres a Ethandun, pocos, pero los suficientes como para caerle en gracia a Alfredo—. La idea es —le conté— que sea ealdorman de Mercia cuando su padre muera, y la hija de Alfredo será su esposa, de modo que Mercia y Wessex estarán ligadas.

Ragnar sacudió la cabeza.

—Hay demasiados daneses en Mercia. Los sajones no volverán a gobernar allí.

—Alfredo no desperdiciaría a su hija en Mercia —contesté—, si no creyera que hay algo que ganar.

—Para ganar —repuso Ragnar—, hay que ser arrojado. No se escriben las cosas y se gana, hay que asumir riesgos. Alfredo es demasiado cauteloso.

Medio sonreí.

—¿Crees realmente que es cauteloso?

—Pues claro que lo es —respondió Ragnar en tono de burla.

—No siempre —contesté; después me detuve, preguntándome si tendría que decir lo que estaba pensando.

Mi vacilación provocó a Ragnar. Sabía que ocultaba algo.

—¿Qué? —quiso saber.

Seguía sin estar muy seguro, pero luego decidí que no podía hacer ningún daño contar una vieja historia.

—¿Recuerdas aquel invierno en Cippanhamm? —le pregunté—. ¿Cuándo estaba allí Guthrum y creíais que Wessex había caído, cuando bebimos juntos en la iglesia?

—Claro que lo recuerdo, sí.

Había sido el invierno que Guthrum invadió Wessex, y parecía que Guthrum había ganado la guerra, pues el ejército sajón estaba desperdigado. Algunos de los thane huyeron al extranjero, muchos firmaron la paz con Guthrum, y Alfredo se vio obligado a ocultarse en los pantanos de Sumorsaete. Con todo, Alfredo, aunque había sido derrotado, no se había quebrado, e insistió en disfrazarse de arpista y acercarse en secreto a Cippanhamm para espiar a los daneses. Aquello por poco termina en desastre, pues Alfredo no poseía astucia de espía. Lo rescaté aquella noche, la misma noche que encontré a Ragnar en la iglesia real.

—¿Y te acuerdas —proseguí— que tenía un sirviente conmigo y que se sentó al final de la iglesia con una capucha en la cabeza y que yo le ordené que se callara?

Ragnar frunció el ceño, intentando recordar la noche; después asintió.

—Sí, es verdad.

—Pues no era ningún sirviente —le dije—, era Alfredo.

Ragnar se me quedó mirando. En su cabeza casaron las piezas y reparó en que le había mentido, y comprendió que, de haber sabido que el sirviente encapuchado era Alfredo, habría ganado todo Wessex para los daneses aquella misma noche. Por un momento me arrepentí de habérselo contado, porque pensaba que se enfadaría, pero luego estalló en carcajadas.

—¿Ése era Alfredo? ¿En serio?

—Fue a espiaros —le dije—, y yo a rescatarlo a él.

—¿Alfredo? ¿En el campamento de Guthrum?

—Corre riesgos —le dije, regresando a nuestra charla sobre Mercia. Pero Ragnar seguía pensando en aquella noche fría.

—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber.

—Porque le había dado mi juramento.

—Te habríamos hecho más rico que a nadie —contestó Ragnar—. Te habríamos dado barcos, hombres, caballos, plata, mujeres, ¡cualquier cosa! Lo único que tenías que hacer era hablar.

—Le había dado mi juramento —repetí, y recordé lo cerca que estuve de traicionar a Alfredo. Qué tentado me vi de contar la verdad. Aquella noche, con un puñado de palabras, me habría podido asegurar de que ningún sajón volviera a reinar en Inglaterra. Podría haber convertido Wessex en un reino danés. Habría conseguido todo eso traicionando a un hombre que no apreciaba demasiado para otro que amaba como a un hermano, y aun así, guardé silencio. Había prestado un juramento y el honor nos liga a caminos que quizá no escogeríamos de otro modo—. Wyrd bid ful arced —dije.

El destino es inexorable. Nos sujeta como un arnés. Pensaba que había escapado de Wessex y de Alfredo, y allí estaba, de vuelta en su palacio, cuando regresó aquella tarde con un repicar de cascos y el ruido que armaban sirvientes, monjes y curas. Dos hombres llevaron la ropa de cama de vuelta a su estancia, un monje cargaba con una carretilla llena hasta arriba de documentos que Alfredo había necesitado evidentemente en su único día de ausencia. Un cura se apresuraba con un paño de altar y un crucifijo, mientras otros dos transportaban las reliquias que siempre acompañaban a Alfredo en todos sus viajes. Después llegó un grupo de los guardaespaldas del rey, los únicos hombres a los que se les permitía transportar armas en las dependencias reales, y después más curas, todos parloteando, y entre ellos, Alfredo. No había cambiado. Aún tenía pinta de escribano, delgado, pálido e intelectual. Un cura hablaba con él con urgencia y él asentía mientras escuchaba. Iba vestido con sencillez, la capa negra le hacía parecer también un clérigo. No llevaba el aro real, sólo un gorro de lana. Tomaba de la mano a Æthelflaed y, reparé, Æthelflaed volvía a tener el caballo de su hermano. Saltaba a la pata coja en lugar de caminar, lo que significaba que iba apartando a su padre del cura, pero Alfredo se lo consentía, pues siempre quiso mucho a sus hijos. Después tiró de él a propósito, intentando acercarlo a la hierba, donde Ragnar y yo nos habíamos puesto en pie para darle la bienvenida, y al final se rindió a ella.

Ragnar y yo nos arrodillamos. Yo mantuve la cabeza gacha.

—Uhtred tiene la nariz rota —le contó Æthelflaed a su padre—, y el hombre que lo hizo está muerto.

Una mano real me tocó levemente la cabeza, la levanté, y vi el pálido y estrecho rostro de ojos inteligentes. Estaba demacrado. Supongo que estaría sufriendo otro ataque del dolor de tripas que convertía su vida en una agonía perpetua. Me miró con su acostumbrada severidad, pero consiguió sonreír.

—Pensé que jamás volvería a veros, señor Uhtred.

—Os debo las gracias, señor —contesté humildemente—, así que gracias.

—Poneos en pie —dijo, ambos nos incorporamos y Alfredo miró a Ragnar—. Voy a liberaros pronto, señor Ragnar.

—Gracias, señor.

—En una semana estaremos de celebración. Nuestra nueva iglesia ha sido terminada, y vamos a prometer formalmente a esta señorita con el señor Æthelred. He convocado al witan, y me gustaría que ambos os quedarais hasta que terminen las deliberaciones.

—Sí, señor —contesté. En verdad, lo único que quería era regresar a Northumbria, pero estaba en deuda con Alfredo y podía esperar un par de semanas.

—Y para entonces —prosiguió—, puede que haya ciertos asuntos —se detuvo, como temiendo haber dicho demasiado—, asuntos —repitió vagamente—, en los que podríais serme de utilidad.

—Sí, señor —contesté, asintió y se marchó.

Así que esperamos. La ciudad se llenó de gente a la espera de las celebraciones. Era una época de reuniones. Todos los hombres que habían dirigido el ejército de Alfredo en Ethandun estaban allí, y me saludaron con placer. Wiglaf de Sumorsaete, Harald de Defnascir, Osric de Wiltunscir y Arnulf de Suth Sæxa, todos vinieron a Wintanceaster. Ahora eran los hombres poderosos del reino, los grandes señores, los hombres que se habían aliado con su rey cuando parecía condenado. Pero Alfredo no había castigado a los que huyeron de Wessex. Wilfrith seguía siendo ealdorman de Hamptonscir, aunque había huido al reino de los francos para escapar del ataque de Guthrum, pero seguía habiendo una división invisible entre los que se habían quedado a pelear y los que habían huido.

La ciudad se llenó también de juglares. Estaban los habituales malabaristas y zancudos, los cuentacuentos y los músicos, pero el que más éxito tenía era un adusto mercio llamado Offa que viajaba con una jauría de perros titiriteros. Eran terriers, el tipo que la mayoría de hombres sólo usa para cazar ratas, pero Offa los hacía bailar, caminar sobre sus patas traseras y saltar a través de aros. Uno de los perros hasta montaba un poni, agarrándole las riendas con la boca, y los demás lo seguían con cubitos de cuero para recoger monedas de la gente. Para mi sorpresa, Offa fue invitado a palacio. Me sorprendió porque Alfredo no era amante de frivolidades. Su idea de pasar un buen rato era discutir de teología, pero hizo llamar a los perros a palacio, y supuse que sería para divertir a sus hijos. Tanto Ragnar como yo asistimos al espectáculo, y fue allí donde me encontró el padre Beocca.

Pobre Beocca. Lloraba de contento porque seguía vivo. Su pelo, que siempre había sido rojo, estaba ahora muy encanecido. Tenía más de cuarenta años, era un anciano, y el ojo bizco se le había vuelto lechoso. Cojeaba y tenía la mano izquierda paralizada, defectos por los que los hombres se burlaban de él, aunque ninguno en mi presencia. Beocca me conocía desde que era niño, pues había sido el cura de misa de mi padre y mi tutor cuando niño, y tan pronto me adoraba como me detestaba, pero siempre fue mi amigo. También era un buen cura, un hombre inteligente y uno de los capellanes de Alfredo, y estaba muy contento al servicio del rey. Entonces estaba loco de alegría y me sonreía con lágrimas en los ojos.

—Estás vivo —me dijo, abrazándome con torpeza.

—Soy un hombre difícil de matar, padre.

—Desde luego, desde luego —dijo—, pero eras un chiquillo débil.

—¿Yo?

—El pequeño de la camada, decía siempre tu padre. Después empezaste a crecer.

—Y no he parado todavía, ¿eh?

—¡Pero qué listos! —exclamó Beocca observando a dos perros caminar sobre dos patas—. Me encantan los perros —prosiguió—, y tendrías que hablar con Offa.

—¿Con Offa? —pregunté mientras miraba al mercio, que controlaba a sus perros con chasquidos de los dedos y silbidos.

—Ha estado en Bebbanburg este verano —dijo Beocca—. Me cuenta que tu tío ha reconstruido la casa. Es más grande de lo que era. Y Gytha ha muerto. Pobre Gytha —se persignó—, era una buena mujer.

Gytha era mi madrastra, y tras morir mi padre en Eoferwic, se casó con mi tío, así que era cómplice en su usurpación de Bebbanburg. No dije nada de su muerte, pero tras la actuación, cuando Offa y las dos mujeres que lo ayudaban recogían y amarraban a los perros, fui a buscar al mercio y le dije que quería hablar con él.

Era un tipo extraño. Alto como yo, lúgubre, educado y, lo más extraño de todo, cura cristiano. En realidad era el padre Offa.

—Pero me aburrí de la Iglesia —me dijo en las Dos Grullas, donde le pedí una jarra de cerveza—, y me aburrí de mi mujer. Me aburrí mucho de mi mujer.

—¿Así que te marchaste por la puerta?

—Y me habría marchado por la ventana —contestó—, y por la chimenea si Dios me hubiese dado alas.

Llevaba una docena de años viajando, recorriendo tierras sajonas y danesas en Gran Bretaña, y era bien recibido en todas partes porque proporcionaba risa, aunque era de conversación más bien tristona. Pero Beocca tenía razón. Offa había estado en Northumbria y estaba claro que había andado bien atento. Tan atento que comprendí por qué Alfredo había invitado a los perros a palacio. Offa era claramente uno de los espías que traían noticias de Gran Bretaña a la corte sajona.

—Bueno, cuéntame qué pasa en Northumbria —le invité.

Hizo una mueca y miró las vigas del techo. Era costumbre de los parroquianos de las Dos Grullas marcar una muesca en las vigas cada vez que contrataban los servicios de las putas de la taberna, y Offa parecía estar contando los cortes, una tarea que podría llevar una eternidad, y luego me miró con mala cara.

—Las noticias, señor —me dijo—, son un bien, como la cerveza, las pieles o los servicios de las putas. Se compran y se venden —esperó hasta que puse sobre la mesa una moneda entre nosotros, después miró la moneda y se limitó a bostezar, así que añadí otro chelín junto al primero—. ¿Por dónde queréis que empiece?

—El norte.

Escocia estaba tranquila, me dijo. El rey Aed tenía una fístula y eso lo había distraído, aunque por supuesto seguían teniendo lugar asaltos al ganado en Northumbria, donde mi tío, Ælfric el Usurpador, se hacía llamar ahora Señor de Bernicia.

—¿Quiere ser rey de Bernicia? —pregunté.

—Quiere que lo dejen en paz —contestó Offa—. No ofende a nadie, amasa dinero, reconoce a Guthred como rey y mantiene sus espadas afiladas. No es ningún imbécil. Agradece los asentamientos daneses porque ofrecen protección contra los escoceses, pero no permite que ningún danés entre en Bebbanburg a menos que confíe en ellos. Mantiene la fortaleza a salvo.

—¿Pero quiere ser rey? —insistí.

—Sé lo que hace —repuso Offa con mala leche—, pero lo que quiere es una cosa entre Ælfric y su dios.

—¿Su hijo vive?

—Ahora tiene dos hijos, ambos jóvenes, pero su esposa ha muerto.

—Eso he oído.

—Al mayor le gustaron mis perros y quiso que su padre me los comprara, pero le dije que no.

Pocas noticias más tenía de Bebbanburg, aparte de que la casa era más grande y, por desgracia, la muralla exterior y la puerta baja eran ahora más altas y fuertes. Le pregunté si él y sus perros eran bienvenidos en Dunholm y me miró con muy mala cara y se persignó.

—Ningún hombre va por su propia voluntad a Dunholm —contestó Offa—. Vuestro tío me ofreció escolta en tierras de Kjartan y me dio una alegría.

—¿Así que Kjartan prospera? —pregunté con amargura.

—Se extiende como un laurel verde —repuso Offa, y tras percatarse de mi confusión, amplió la respuesta—. Prospera, roba, viola, mata y acecha desde Dunholm. Pero su influencia es mayor, mucho mayor. Tiene dinero y lo usa para comprar amigos. Si un danés se queja de Guthred, podéis estar seguro de que ha aceptado el dinero de Kjartan.

—Pensaba que Kjartan había accedido a pagarle un tributo a Guthred.

—Lo pagó un año. Desde entonces, el buen rey Guthred ha tenido que apañárselas sin el tributo.

—¿El buen rey Guthred? —le pregunté.

—Así le llaman en Eoferwic —contestó Offa—, pero sólo los cristianos. Los daneses lo consideran un crédulo insensato.

—¿Porque es cristiano?

—¿Es cristiano? —se preguntó Offa—. Eso dice, y va a la iglesia, pero yo sospecho que sigue creyendo en los antiguos dioses. No, a los daneses no les gusta porque favorece a los cristianos. Intentó imponer un impuesto para la Iglesia en los daneses. No fue una idea demasiado brillante.

—¿Y cuánto le queda entonces al Buen Rey Guthred? —pregunté.

—Cobro más por profetizar —repuso Offa—, basándome en el principio de que lo inútil debe ser caro. No saqué dinero de mi bolsa.

—¿Y qué pasa con Ivarr? —le pregunté.

—¿Qué le pasa?

—¿Sigue reconociendo a Guthred como rey?

—Por el momento —repuso Offa cautelosamente—, pero el conde Ivarr vuelve a ser el hombre más poderoso de Northumbria. Aceptó dinero de Kjartan, tengo entendido, y lo ha usado para reunir hombres.

—¿Reunir hombres para qué?

—¿Y a vos qué os parece? —preguntó Offa sarcástico.

—¿Para poner a su propio hombre en el trono?

—Eso parecería —dijo Offa—, pero Guthred también tiene ejército.

—¿Un ejército sajón?

—Un ejército cristiano. Sobre todo sajón.

—¿Así que se cuece una guerra civil?

—En Northumbria —contestó Offa— siempre se cuece una guerra civil.

—E Ivarr vencerá —contesté—, porque es despiadado.

—Es más cauteloso que antes —contestó Offa—. Eso se lo enseñó Aed hace tres años. Pero con el tiempo, sí, atacará. Cuando esté seguro de que va a vencer.

—Así que Guthred —le dije—, tiene que matar a Ivarr y a Kjartan.

—Lo que los reyes tienen que hacer, señor, está más allá de mi humilde competencia. Yo enseño a bailar a los perros, no a gobernar a los hombres. ¿Deseáis saber más sobre Mercia?

—Deseo saber sobre la hermana de Guthred.

Offa medio sonrió.

—¡Ésa! Es monja.

—¡Gisela! —estaba conmocionado—. ¿Monja? ¿Se ha vuelto cristiana?

—Lo dudo mucho —repuso Offa—, pero meterse en un convento la protege.

—¿De quién?

—De Kjartan. Quería a la chica como esposa para su hijo.

Eso me sorprendió.

—Pero si Kjartan odia a Guthred —le dije.

—Pero aun así le pareció que la hermana de Guthred era una esposa adecuada para el tuerto de su hijo —dijo Offa—. Sospecho que quiere que el hijo sea rey de Eoferwic algún día, y casarse con la hermana de Guthred le ayudaría en esa ambición. Sea lo que sea, envió hombres a Eoferwic y le ofreció a Guthred dinero, paz y la promesa de que dejaría de molestar a los cristianos, y creo que Guthred se vio medio tentado.

—¿Y cómo es posible eso?

—Porque un hombre desesperado necesita aliados. Quizá durante uno o dos días, Guthred soñara con separar a Ivarr y a Kjartan. Desde luego necesita dinero, y Guthred tiene la desgracia de creerse siempre lo mejor de la otra gente. Su hermana no carga con ideas tan caritativas, y no pensaba pasar por ahí. Se fugó a un convento.

—¿Cuándo fue eso?

—El año pasado. Kjartan se tomó el rechazo como otro insulto y ha amenazado con dejar que sus hombres la violen uno por uno.

—¿Está aún en el convento?

—Allí estaba cuando me marché de Eoferwic. Pero ahí está a salvo de casarse. A lo mejor no le gustan los hombres. A muchas monjas no les gustan. Pero dudo de que su hermano la deje allí mucho más tiempo. Es demasiado útil como vaca de la paz.

—¿Para casarse con el hijo de Kjartan? —pregunté con desdén.

—Eso no va a pasar —dijo Offa. Se sirvió más cerveza—. El padre Hrothweard, ¿sabéis quién es?

—Un hombre muy desagradable —contesté, recordando como había levantado a la turba en Eoferwic para asesinar a los daneses.

—Hrothweard es una criatura extremadamente desagradable —coincidió Offa con un raro entusiasmo—. Fue el que sugirió el impuesto de la iglesia para los daneses. También ha sugerido que la hermana de Guthred sea la nueva esposa de vuestro tío, y esa idea probablemente tiene muchos atractivos para Guthred. Ælfric necesita esposa, y si estuviera dispuesto a enviar a sus lanceros al sur, aumentaría una barbaridad la fuerza de Guthred.

—Dejaría Bebbanburg sin protección —contesté.

—Sesenta hombres pueden defender Bebbanburg hasta el día del Juicio —descartó Offa mi comentario—. Guthred necesita un ejército más grande, y doscientos hombres de Bebbanburg serían una bendición de Dios, y desde luego valen una hermana. Ojo, que Ivarr hará lo que sea por detener el matrimonio. No quiere que los sajones del norte de Northumbria se unan con los cristianos de Eoferwic. Así que, señor —empujó su banco hacia atrás como para indicar que la confidencia podía terminar—, Gran Bretaña está en paz, salvo por Northumbria, donde Guthred tiene problemas.

—¿No hay problemas en Mercia? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—Nada fuera de lo corriente.

—¿Anglia Oriental?

—Ningún problema —dijo tras vacilar, pero me di cuenta de que la pausa había sido deliberada, un cebo, así que esperé. Offa me miró inocentemente; suspiré, saqué otra moneda de la bolsa y la coloqué encima de la mesa. La hizo sonar para asegurarse de que la plata era buena—. El rey Æthelstan —dijo—, antes Guthrum, está negociando con Alfredo. Alfredo no cree que yo esté al tanto, pero lo estoy. Se están dividiendo Inglaterra.

—¿Se están dividiendo Inglaterra? ¡Pero si no es suya!

—Los daneses se quedarán con Northumbria, Anglia Oriental y el noreste de Mercia. Wessex ganará el suroeste de Mercia.

Me lo quedé mirando.

—Alfredo no accederá —contesté.

—Lo hará.

—Quiere toda Inglaterra —protesté.

—Quiere que Wessex esté a salvo —contestó Offa, mientras daba vueltas a la moneda en la mesa.

—¿Así que accederá a entregar media Inglaterra? —le pregunté incrédulo.

Offa sonrió.

—Pensad en ello de este modo, señor —me dijo—. En Wessex no hay daneses, pero donde los daneses gobiernan hay muchos sajones. Si los daneses acceden a no atacar a Alfredo, él se sentirá a salvo. Pero, ¿cómo van a sentirse a salvo los daneses? Aunque Alfredo acceda a no atacarlos, siguen teniendo miles de sajones en sus tierras, y esos sajones pueden alzarse contra ellos en cualquier momento, especialmente si son animados por Wessex. El rey Æthelstan firmará el tratado con Alfredo, pero no valdrá ni lo que el pergamino sobre el que está escrito.

—¿Quieres decir que Alfredo romperá el tratado?

—No abiertamente, no. Pero animará a la revuelta sajona, apoyará a los cristianos, fomentará los problemas, y mientras dirá sus oraciones y jurará amistad eterna al enemigo. Todos pensáis en Alfredo como en un estudioso pío, pero su ambición abraza toda la tierra desde aquí a Escocia. Lo veis rezar. Yo lo veo soñar. Enviará misioneros a los daneses, y todos seguiréis pensando que es lo único que saben hacer, pero cada vez que un sajón mate a un danés, será Alfredo el que haya proporcionado el arma.

—No —le dije—. No Alfredo. Su dios no le permite ser traicionero.

—¿Qué sabréis vos del dios de Alfredo? —preguntó Offa con desdén, después cerró los ojos—. «Yavé, nuestro Dios, nos entregó al enemigo —entonó—, y le derrotamos a él, a sus hijos y a todo su pueblo». —Abrió los ojos—. Ésas son las acciones del dios de Alfredo, señor Uhtred. ¿Queréis más de las sagradas escrituras? «Y Yavé, tu Dios, te entregue a tus enemigos, y tú los derrotes, los darás al anatema» —Offa puso una mueca—. Alfredo cree en las promesas de Dios, y sueña con una tierra libre de paganos, una tierra en la que el enemigo sea completamente destruido, donde sólo vivan cristianos de Dios. Si hay algún hombre a quien temer en la isla de Gran Bretaña, señor Uhtred, ese hombre es el rey Alfredo —se puso en pie—. Tengo que asegurarme de que esas estúpidas mujeres han dado de comer a mis perros.

Lo observé marcharse y pensé que era un hombre inteligente que había malinterpretado a Alfredo.

Que era, por supuesto, lo que Alfredo quería que pensara.