Capítulo V

El patrón del barco, mi patrón, se llamaba Sverri Ravnson y era uno de los cuatro hombres que me había recibido a golpes. Era una cabeza más bajo que yo, diez años mayor, y el doble de ancho. Tenía la cara plana como una pala de remo, una nariz que le habían hecho añicos, barba negra atravesada por peludos mechones grises, tres dientes y ningún cuello. Era uno de los hombres más fuertes que he conocido nunca. No hablaba demasiado.

Era comerciante y su barco se llamaba Comerciante. Era una embarcación robusta, bien construida y mejor aparejada, con bancos para dieciséis remeros, aunque cuando me uní a la tripulación de Sverri sólo contaba con once, así que se alegró de poder equilibrar los números conmigo. Los remeros eran todos esclavos. Los cinco miembros libres de la tripulación no tocaban un remo jamás, estaban allí para relevar a Sverri al timón, para asegurarse de que no nos escapábamos y para arrojar nuestros cuerpos al mar si moríamos. Dos eran noruegos, como Sverri, dos daneses y el quinto era un frisón llamado Hakka. Hakka fue el que me puso los grilletes en los tobillos. Primero me quitaron mis finas ropas, y me dejaron sólo en camisa. Me lanzaron unos pantalones anchos. Hakka, en cuanto me puso los grilletes, me abrió la camisa en el hombro izquierdo y me grabó una gran S en la carne con un cuchillo corto. La sangre me corrió hasta el codo donde empezó a diluirse con las primeras gotas de lluvia que procedían del oeste.

—Tendría que quemarte la piel —me dijo Hakka—, pero un barco no es lugar para encender fuegos —sacó un poco de porquería de la sentina y me la extendió sobre la herida recién hecha. Aquella herida se infectó, expulsó pus y me dio fiebre, pero cuando sanó, me quedó la marca de Sverri en el brazo. Aún la tengo.

La marca del esclavo apenas tuvo tiempo de sanar, pues casi palmamos todos aquella primera noche. El viento empezó a soplar con fuerza, y convirtió el río en un torbellino de pequeñas y rápidas olas; Comerciante tiró del ancla, empezó a llover y el viento era tal que la lluvia llegaba horizontal. El barco cabeceaba y se escoraba, la marea bajaba de modo que el viento y la corriente intentaban lanzarnos contra la orilla, y el ancla, que no sería más que un aro de piedra que sostenía al barco por su propio peso, empezó a arrastrar.

—¡A los remos! —gritó Sverri y pensé que quería que remáramos contra la presión de marea y viento, pero cortó la soga que nos ataba al ancla y Comerciante saltó disparado—. ¡Remad, cabrones! —gritó Sverri—. ¡Remad!

—¡Remad! —repitió Hakka y nos azotó con el látigo—. ¡Remad!

—¿Queréis vivir? —aulló Sverri al viento—. ¡Pues remad!

Nos llevó al mar. Si nos hubiésemos quedado en el río, habríamos acabado en la orilla y estaríamos a salvo, porque la marea bajaba, y en la siguiente pleamar nos habría reflotado, pero Sverri llevaba un cargamento lleno, y temía que, si nos quedábamos varados, le robaran las gentes hurañas que vivían en las chozas de Gyruum. Prefería arriesgarse a morir en el mar a que lo asesinaran en la orilla, así que nos lanzó a un caos gris de viento, oscuridad y agua. Quería que viráramos al norte en la desembocadura del río, y nos refugiásemos en la costa, una idea que no estaba tan mal, pues quedaríamos a sotavento y habríamos escapado a la tormenta, pero no contaba con la fuerza de la marea y, por mucho que remáramos, y a pesar de los latigazos, no fuimos capaces de cambiar el rumbo del barco. Fuimos lanzados al mar y, en cuestión de minutos, tuvimos que dejar de remar, tapar las chumaceras y empezar a achicar. Pasamos la noche sacando agua de la sentina y tirándola por la borda, y aún recuerdo el cansancio atroz, el dolor de huesos, y el miedo a aquel mar invisible que nos levantaba y rugía tras nosotros. A veces pillábamos las olas de lado, parecía inevitable volcar y recuerdo que me aferraba a un banco mientras los remos caían al otro lado del casco y el agua brava me llegaba a los muslos, pero de algún modo Comerciante se las apañaba para reincorporarse y nosotros volvíamos a achicar. Jamás sabré por qué no se hundió.

El alba nos recibió medio inundados en un mar furioso pero ya no castigador. No había tierra a la vista. Tenía los tobillos ensangrentados, pues los grilletes se me habían clavado en la carne por la noche, pero seguía achicando. Nadie más se movía. Los demás esclavos, ni siquiera sabía sus nombres, estaban desplomados sobre los barcos y la tripulación apiñada tras el timón, al que Sverri se aferraba mientras me observaba con sus ojos oscuros recoger cubos de agua y devolvérselos al océano. Quería parar. Estaba sangrando, magullado y agotado, pero no iba a mostrar debilidad. Achiqué cubo tras cubo, y me dolían los brazos, tenía el estómago revuelto, me picaban los ojos por la sal y me sentía hundido, pero no iba a parar. Había vómito resbalando por la sentina, pero no era mío.

Fue Sverri el que me detuvo. Llegó hasta el final del barco, me golpeó en los hombros con un látigo corto y me derrumbé sobre un banco, y un momento después dos de sus hombres nos trajeron pan rancio empapado en agua de mar y un pellejo de cerveza amarga. Nadie habló. El viento azotaba las drizas de cuero contra el mástil corto, y las olas susurraban bajo el casco, el viento era amargo y la lluvia picaba el mar. Me agarré el amuleto del martillo. Me lo habían dejado conservar, pues era una baratija labrada en hueso y no tenía ningún valor. Recé a todos los dioses. Recé a Njord para que me permitiera sobrevivir a aquel mar enfurecido, y recé a todos los demás para que me permitiesen vengarme. Pensé que Sverri y sus hombres tendrían que dormir y cuando lo hicieran, los mataría, pero yo me quedé dormido antes que ellos y todos dormimos mientras el viento perdía furia. Poco después nos despertaron a patadas, izamos la vela y zarpamos contra la lluvia hacia el este bordeado de gris.

Cuatro de los remeros eran sajones, tres noruegos, tres daneses y el último, irlandés. Estaba en el banco que tenía enfrente, y al principio no supe que era irlandés porque hablaba muy poco. Era un tipo enjuto, de piel oscura y pelo moreno y, aunque no me llevaría más de uno o dos años, lucía las cicatrices de la batalla de un viejo guerrero. Reparé en que los hombres de Sverri lo vigilaban, temiendo que causara problemas, y cuando más tarde el viento cambió hacia el sur y nos tocó remar, el irlandés bogaba con expresión de rabia. Ahí fue cuando le pregunté cómo se llamaba; Hakka bajó hecho una furia y me atizó en la cara con una porra de cuero. Me sangraba la nariz. Hakka se partió de risa, después se cabreó porque no mostré señal de dolor, y me volvió a atizar.

—Tú no hablas —me dijo—, no eres nada. ¿Qué eres? —como no respondí, me volvió a pegar más fuerte—. ¿Qué eres? —repitió.

—Nada —gruñí.

—¡Has hablado! —graznó, y me volvió a sacudir—. ¡No puedes hablar! —me gritó en la cara, y me hizo una herida con la porra en la cabeza. Se rio porque me había engañado para que rompiera las normas, y regresó a la proa. Así que remábamos en silencio y dormíamos por la noche, aunque antes de dormirnos nos encadenaban juntos. Siempre lo hacían, y siempre había un hombre con un arco enflechado por si alguno buscaba pelea mientras el hombre que nos encadenaba se agachaba delante de nosotros.

Sverri sabía cómo dirigir un barco de esclavos. En aquellos primeros días, busqué una oportunidad de rebelarme y no encontré ninguna. No nos quitaban los grilletes nunca. Cuando llegamos a tierra, nos ordenaron que nos pusiéramos en el espacio detrás de la plataforma del timón, que cerraban con tablones clavados. Allí podíamos hablar, y así es como supe algo de los otros esclavos. Los cuatro sajones habían sido vendidos por Kjartan. Eran granjeros y se cagaron en el dios cristiano por verse en aquel estado. Los noruegos y daneses eran ladrones, condenados a la esclavitud por su propia gente, y todos ellos eran bestias hoscas. Poco supe de Finan, el irlandés, pues no abría mucho la boca, se quedaba en silencio y observaba. Era el más pequeño de todos, pero fuerte, y tras la barba negra se apreciaba un rostro astuto. Como los sajones, era cristiano, o por lo menos conservaba una cruz rota colgada de una cuerda de cuero, y a veces besaba la madera y se la ponía en los labios como si rezara en silencio. Puede que no hablara demasiado, pero escuchaba atentamente mientras los otros esclavos hablaban de mujeres, de comida y de las vidas que habían dejado atrás, y yo diría que mentían sobre las tres cosas. Yo no hablaba mucho, como Finan, aunque a veces, cuando los demás dormían, Finan cantaba una canción triste en su propia lengua.

Nos sacaron de la oscura prisión para cargar mercancías que amontonamos en el centro del barco, en el profundo hueco para tal fin justo a popa del mástil. A veces la tripulación se emborrachaba en el puerto, pero siempre quedaban dos sobrios y esos dos nos vigilaban. Otras veces, cuando anclábamos lejos de la orilla, Sverri nos dejaba quedarnos en el puente, pero nos encadenaba juntos para que nadie intentara huir.

Mi primer viaje en el Comerciante me llevó de la costa azotada por la tormenta de Northumbria hasta Frisia, donde atravesamos un extraño paisaje marino de islotes, bancos de arena, mareas notables y marismas brillantes. Atracamos en un puerto lamentable en el que otros cuatro barcos cargaban mercancías, y los cuatro estaban tripulados por esclavos. Llenamos la bodega del Comerciante de pieles de anguila, pescado ahumado y pieles de nutria.

Desde Frisia pusimos rumbo al sur, hasta un puerto de reino de los francos. Supe que era el reino de los francos porque Sverri bajó a tierra y regresó enfurecido.

—Si algún franco es amigo vuestro —les rugió a la tripulación—, seguro que no es vuestro vecino —me vio mirándole y me soltó un manotazo que me dejó un corte en la frente por el anillo de ámbar y plata que llevaba—. Hijos de puta de los francos —exclamó—, qué hijos de puta que son. La puta que los parió, francos agarrados de mierda.

Esa tarde echó las varillas de runas en la plataforma del timón. Como todos los marineros, Sverri era un hombre supersticioso y llevaba un haz de runas negras en una bolsa de cuero. Encerrado bajo la plataforma, oí las varillas desparramarse por el puente. Debió de gustarle la disposición de las varillas, porque decidió que se quedaba con los francos agarrados de mierda y la puta que los había parido, y al cabo de tres días consiguió el precio que quería, pues cargamos el barco de espadas, puntas de lanza, guadañas, cotas de malla, troncos de tejo y lana. Nos lo llevamos todo al norte, mucho más al norte, hasta las tierras de los daneses y los esviones, donde vendió el cargamento. Las hojas francas eran muy preciadas, mientras que los troncos de tejo serían convertidos en arados, y con el dinero que obtuvo llenó el barco de hierro, mineral que nos volvimos a llevar al sur.

A Sverri se le daba bien tratar con esclavos y aún mejor hacer dinero. El flujo de monedas era constante, todas bien custodiadas en una caja de madera que guardaba en la bodega.

—Os gustaría echarle las zarpas, ¿eh? —se burló de nosotros un día mientras navegábamos a alguna costa sin nombre—. ¡Cagarros del mar! —La sola idea de que le robáramos lo volvía locuaz—. ¿Creéis que podéis engañarme? Os mato antes. Os ahogo. Os meteré mierda de foca por la garganta hasta que os asfixiéis —no dijimos nada mientras seguía con su diatriba.

Se acercaba el invierno. No sabía dónde estábamos, aparte de en algún lugar del norte, cerca de Dinamarca. Tras entregar nuestro último cargamento, remamos con el barco vacío hasta una orilla de arena desolada donde Sverri por fin viró por un arroyo creado por la marea y bordeado de juncos, y el Comerciante tomó tierra en una orilla fangosa. Era marea alta y el barco quedó varado al iniciarse la bajamar. No había ningún poblado en el arroyo, sólo una casa baja y alargada cubierta de juncos sobre la que había crecido musgo. Del agujero en el techo salía humo. Las gaviotas gritaron. De la casa salió una mujer que, nada más ver a Sverri, salió corriendo entre gritos de alegría, él la tomo en sus brazos y le dio una vuelta en círculo. Después llegaron corriendo tres niños, a los que obsequió con tres puñados de plata, les hizo cosquillas, los lanzó por los aires y los abrazó.

Aquél era evidentemente el lugar en el que Sverri planeaba pasar el invierno con Comerciante, y nos hizo vaciarlo de su lastre de piedras, descolgar la vela, desmontar el mástil y las jarcias, y subirlo con troncos a tierra hasta ponerlo a salvo de las mareas más altas. Era un barco pesado, y Sverri llamó a un vecino del otro lado del pantano para que le ayudara con un par de bueyes. Su hijo mayor, un chaval de unos diez años, se divertía chinchándonos con la aguijada de los bueyes. Había una cabaña para los esclavos detrás de la casa. Estaba hecha de pesados troncos, hasta el techo era de troncos, y dormíamos allí con los grilletes. De día trabajábamos, limpiando el casco de Comerciante, rascando toda la porquería, las algas y los mejillones. Limpiamos la porquería de la sentina, extendimos la vela para que la lavara la lluvia, y observamos hambrientos cómo la mujer de Sverri reparaba la tela con una aguja de hueso y tripas de gato. Era una mujer recia, de piernas cortas, pesados muslos y una cara redonda picada por alguna enfermedad. Tenía las manos y los brazos enrojecidos y en carne viva. Era cualquier cosa menos bonita, pero teníamos hambre de hembra, así que la mirábamos. Eso divertía a Sverri. En una ocasión le tiró del vestido para mostrarnos un rollizo y blanco pecho, y después se partió de risa al ver que poníamos los ojos como platos. Yo soñaba con Gisela. Intentaba invocar su rostro en mis sueños, pero no aparecía, y soñar con ella no era ningún consuelo.

Los hombres de Sverri nos alimentaban con engrudo, sopa de anguila, pan duro y caldera de pescado, y cuando llegó la nieve nos tiraron unas balas de lana llenas de barro y nos acurrucamos en la cabaña de esclavos, escuchamos el viento y la nieve por los huecos entre los troncos. Hacía un frío de muerte, y uno de los sajones la espichó. Cogió una fiebre y palmó a los cinco días, y dos de los hombres de Sverri llevaron el cadáver al arroyo y lo tiraron bajo el hielo, para que la próxima marea se llevara el cuerpo. No muy lejos había un bosque y cada pocos días nos llevaban a talar árboles, nos daban unas hachas y preparábamos leña. Los grilletes eran lo suficientemente cortos para que no permitieran golpear con toda la fuerza. Cuando teníamos hachas nos vigilaban con arcos y lanzas, y me di cuenta de que moriría antes de alcanzar a un guardia, pero me tentaba intentarlo. Uno de los daneses lo intentó antes que yo, se dio la vuelta, empezó a gritar y a correr torpemente, y una flecha lo alcanzó en el estómago; cayó doblado en dos y los hombres de Sverri lo mataron despacio. Gritó durante todo el rato. Su sangre cubría varios metros de nieve y murió muy lentamente para que nos sirviera de lección al resto; así que seguí talando árboles, cortando troncos, partiéndolos con una cuña y un mazo, cortando de nuevo y regresando a la cabaña de los esclavos.

—Si esos hijos de puta de los niños se acercaran un poco —me dijo Finan al día siguiente—, podría estrangular a uno de esos cabroncetes, vaya que sí.

Me quedé asombrado; era la frase más larga que le oía decir.

—Mejor pillarlo de rehén —le sugerí.

—Pero no son tan imbéciles como para acercarse —dijo desatendiendo mi sugerencia. Hablaba danés con un acento raro—. Eras guerrero.

—Soy guerrero —contesté. Estábamos sentados fuera de la cabaña en un pedazo de hierba en el que la nieve se había derretido, y destripábamos arenques con cuchillos romos. Las gaviotas gritaban encima de nuestras cabezas. Uno de los hombres de Sverri nos vigilaba desde fuera de la casa larga. Tenía un arco en las rodillas y espada al cinto. Me pregunté cómo habría averiguado Finan que era guerrero, pues nunca había hablado de mi vida. Tampoco había revelado mi auténtico nombre, y les había hecho creer que me llamaba Osbert. Osbert había sido antaño mi nombre real, el que me dieron al nacer, pero fui rebautizado como Uhtred cuando mi hermano mayor murió, dado que mi padre insistía en que su hijo mayor debía llamarse Uhtred. Pero no usé el nombre de Uhtred a bordo del Comerciante. Uhtred era un nombre orgulloso, nombre de guerrero, y lo mantendría en secreto hasta que escapara de la esclavitud.

—¿Cómo sabes que soy guerrero? —le pregunté a Finan.

—Porque nunca dejas de vigilar a esos cabrones —me dijo—. Nunca dejas de pensar en cómo matarlos.

—Tú eres igual —contesté.

—Finan el Ágil, me llamaban —prosiguió—, porque bailaba alrededor de mis enemigos. Bailaba y mataba. Bailaba y mataba —destripó a otro pescado y lanzó las entrañas sobre la nieve, donde dos gaviotas se pelearon por ellas—. Hubo un tiempo —continuó airado—, en que poseía cinco lanzas, seis caballos, dos espadas, una armadura de reluciente malla, escudo y casco que fulguraban como el fuego. Tenía una mujer cuya melena caía hasta la cintura, con una sonrisa que oscurecería el sol de mediodía. Hoy destripo arenques —rasgó con el cuchillo—. Y un día regresaré aquí y mataré a Sverri, me follaré a su mujer, estrangularé a los hijos de puta de sus hijos y le robaré el dinero —emitió una risa seca—. Lo guarda todo aquí. Todo el dinero. Enterrado.

—¿Lo sabes seguro?

—¿Y qué otra cosa va a hacer con él? No se lo puede comer porque no caga plata, ¿verdad? No, está aquí.

—Dondequiera que sea aquí —repuse.

—Jutlandia —contestó—. La mujer es danesa. Venimos aquí todos los inviernos.

—¿Cuántos?

—Éste es el tercero —contestó Finan.

—¿Cómo te capturó?

Echó otro pescado limpio al capazo.

—Hubo una pelea. Nosotros contra los noruegos, y los muy hijos de perra nos ganaron. Me tomaron prisionero y los muy cabrones me vendieron a Sverri. ¿Y a ti?

—Me traicionó mi señor.

—Otro cabrón al que hay que matar, ¿eh? Mi señor también me traicionó.

—¿Cómo?

—No me rescató. Verás, quería beneficiarse a mi mujer. Así que dejó que me vendieran, y para devolverle el favor rezo para que se muera, sus mujeres pillen el tétanos, su ganado la tembladera, que sus hijos se pudran en su propia mierda, que sus cosechas se sequen y sus perros se asfixien —se estremeció, como si le costara demasiado contener su ira.

Cayó aguanieve en lugar de nieve, y el hielo se derritió lentamente hasta el arroyo. Construimos remos nuevos de abeto seco, cortado el año anterior, y cuando los remos estuvieron listos el hielo había desaparecido. Niebla gris envolvió la tierra, y las primeras flores aparecieron al lado de los juncos. Las garzas acechaban en los bajíos y el sol derretía la escarcha matutina. Llegaba la primavera, así que calafateamos el Comerciante con pelo de ganado, brea y musgo. Lo limpiamos, lo botamos, devolvimos el lastre a la bodega, lo aparejamos y doblamos la tela reparada y limpia en la verga. Sverri abrazó a su mujer, besó a sus hijos y se encaminó hacia el barco. Dos de sus hombres lo subieron a bordo y agarramos los remos.

—¡Remad, cabrones —gritó—, remad!

Remamos.

* * *

La ira te mantiene vivo, pero sólo lo justo. Había momentos en que estaba enfermo, en que me sentía demasiado débil para seguir bogando, pero tiraba, y cómo, pues si me fallaban las fuerzas sería arrojado por la borda. Halaba mientras vomitaba, sudaba, temblaba o sentía dolor en cada uno de los músculos de mi cuerpo. Remaba bajo la lluvia, el sol, el viento y el aguanieve. Recuerdo haber tenido fiebre y creer que iba a morir. Incluso desear morir, pero Finan murmuraba que se cagaba en mis muertos.

—Eres un sajón débil —me acicateaba—, un pusilánime. Eres patético, escoria sajona —yo replicaba algo, y él volvía a la carga, cada vez más alto, para que Hakka lo escuchara desde la proa—. Quieren que palmes —seguía diciendo Finan—, demuéstrales que se equivocan. Rema, sajón de mierda, rema —Hakka le atizó por hablar. Otra vez yo hice lo mismo por Finan. Recuerdo cogerlo entre mis brazos y empapuzarlo con el engrudo.

—Vive, hijo de puta —le dije—, que estos cagarros no nos venzan. ¡Vive! —continuó viviendo.

Ese verano nos dirigimos al norte, remontamos un río que se enroscaba por un paisaje de musgo y abedules, un lugar tan al norte que en los lugares en sombra aún se apreciaba el deshielo. Compramos pieles de reno en un pueblo entre los abedules y nos las llevamos de vuelta al mar, las intercambiamos por colmillos de morsa y huesos de ballena, que a su vez trocamos por ámbar y plumas de ganso. Transportábamos malta y pieles de foca, pieles y carne salada, hierro mineral y lana. Pasamos dos días en una cala rodeada de rocas cargando losas que se convertirían en piedras de afilar, y Sverri cambió las losas por peines de cuerno de ciervo y por enormes rollos de sogas de piel de foca y una docena de pesados lingotes de bronce, y regresamos a Jutlandia con todo aquello, hasta Haithabu, un enorme puerto comercial, tan grande que había un complejo para los esclavos, lugar en el que nos metieron vigilados por lanceros y altos muros.

Finan encontró unos irlandeses en el complejo y yo descubrí a un sajón que había sido capturado por un danés en la costa de Anglia Oriental. El rey Guthrum, me contó el sajón, había regresado a Anglia Oriental, donde se hacía llamar Ælthelstan, y estaba construyendo iglesias. Alfredo, por lo que él sabía, seguía vivo. Los daneses en Anglia Oriental no habían intentado atacar Wessex, pero aun así, había oído que Alfredo estaba construyendo fortalezas en las fronteras. No sabía nada de los rehenes daneses de Alfredo, así que no me pudo decir si habían liberado a Ragnar, ni había oído hablar de Guthred de Northumbria, así que me coloqué en el centro del complejo y me puse a gritar:

—¿Hay alguien de Northumbria? —Los hombres me miraron sin ánimo—. ¿Northumbria? —grité de nuevo, y esta vez una mujer me llamó desde el otro lado de la empalizada que dividía el complejo de los hombres del de las mujeres, los hombres se apiñaban en la empalizada, observaban a las mujeres por los agujeros, pero yo aparté a dos—. ¿Eres northumbria? —le pregunté a la mujer que me había llamado.

—De Onhripum —me dijo. Era sajona, tenía quince años y era hija de un curtidor de Onhripum. Su padre le debía dinero al conde Ivarr y, para saldar la deuda, Ivarr se había llevado a la chica y se la había vendido a Kjartan.

Al principio me pareció que había entendido mal.

—¿A Kjartan? —le pregunté.

—A Kjartan —respondió ella desolada—, que me violó y luego me vendió a estos cabrones.

—¿Kjartan sigue vivo? —pregunté asombrado.

—Sigue vivo —contestó ella.

—Pero si lo estaban sitiando —protesté.

—No mientras yo estuve allí —respondió.

—¿Y Sven? ¿Su hijo?

—También me violó —repuso.

Más tarde, mucho más tarde, conseguí enterarme de cómo había terminado la historia. Guthred e Ivarr, aliados de mi tío Ælfric, habían intentado matar de hambre a Kjartan para que se sometiera, pero el invierno fue duro, los ejércitos estaban enfermos y Kjartan ofreció pagar tributo a los tres, así que aceptaron su plata. Guthred también había conseguido la promesa de que Kjartan dejaría de matar religiosos, y por un tiempo la mantuvo, pero la iglesia tenía demasiado dinero, y Kjartan era demasiado avaricioso, así que, antes de que se cumpliera un año, rompió la promesa y mató o esclavizó a unos cuantos monjes. El tributo anual de plata que Kjartan debía entregar a Guthred, Ælfric e Ivarr fue pagado una vez y nunca más. Así que nada había cambiado. Kjartan se mostró humilde durante unos meses, después evaluó a sus enemigos y los consideró débiles. La hija del curtidor de Onhripum no sabía nada de Gisela, ni tampoco había oído hablar de ella, y pensé que a lo mejor había muerto y aquella noche me embargó la desesperación. Recordé a Hild y me pregunté qué le habría ocurrido, temí por ella, y recordé aquella noche con Gisela en que la besé bajo las hayas y pensé en todos mis sueños que ahora estaban rotos; así que lloré.

Tenía una esposa en Wessex y no sabía nada de ella y, la verdad sea dicha, tampoco me importaba nada. La muerte me había arrebatado a mi hijo pequeño. Me había arrebatado a Iseult. Había perdido a Hild, cualquier posibilidad con Gisela, y aquella noche me anegó la pena por mí mismo, me senté en la cabaña y dejé correr las lágrimas por mis mejillas. Finan me vio y empezó a llorar también, y supe que le habían recordado su hogar. Intenté avivar mi ira, porque sólo la ira te mantiene vivo, pero la ira no llegaba. Así que sólo lloré. No podía parar. Era la oscuridad de la desesperación, de saber que mi destino era tirar de un remo hasta romperme, y luego por la borda. Lloré.

—Tú y yo —dijo Finan, y se detuvo. Estaba oscuro. La noche era fría a pesar del verano.

—¿Tú y yo? —pregunté, con los ojos cerrados para intentar detener las lágrimas.

—Espadas en la mano, amigo mío —dijo—. Tú y yo. Va a suceder —se refería a que seríamos libres y podríamos vengarnos.

—Sueños —contesté.

—¡No! —repuso Finan rabioso. Se acercó a mi lado y me cogió una mano con las suyas—. No cejes —me gruñó—. Somos guerreros, tú y yo, ¡somos guerreros! —Fui guerrero, pensé. Hubo un tiempo en que mi malla y mi casco emitían destellos, pero en aquel momento estaba comido por las chinches, apestoso, débil y lloroso—. Toma —me dijo Finan, y me metió algo en la mano. Era uno de los peines de cuerno que habíamos transportado y que había conseguido robar y ocultárselo entre los harapos—. No cejes nunca —me dijo, y usé el peine para desenredarme el pelo, que me llegaba por la cintura. Me lo peiné, deshice los nudos, maté piojos con los dientes, y a la mañana siguiente Finan me trenzó el pelo y yo hice lo mismo por él—. Así es como se peinan los guerreros en mi tribu —me aclaró—, y tú y yo somos guerreros. ¡No somos esclavos, somos guerreros! —Estábamos delgados, sucios, harapientos, pero la desesperación había pasado como una borrasca en el mar, y yo dejé que la ira me proporcionara resolución.

Al día siguiente cargamos el Comerciante con lingotes de cobre, bronce y hierro. Metimos barriles de cerveza en la bodega y rellenamos el espacio que quedaba con carne salada, aros de pan duro y cubas de bacalao salado. Sverri se rio al vernos las trenzas.

—Os debéis pensar que vais a encontrar moza —se burló de nosotros—, ¿o es que las mozas sois vosotros? —Ninguno respondió y Sverri se limitó a sonreír. Estaba de buen humor, inusualmente emocionado. Le gustaba navegar y a juzgar por la cantidad de provisiones que llevábamos, supuse que se trataba de un largo viaje, y así fue. Echaba las varillas de runas de vez en cuando, y debieron indicarle que prosperaría, porque se compró tres nuevos esclavos, todos frisones. Quería suficiente tripulación para el viaje que tenía por delante, un viaje que empezó mal, pues, en cuanto abandonamos Haithabu, comenzó a perseguirnos otro barco. Un pirata, anunció Hakka con amargura, y pusimos rumbo al norte a vela y remo y el otro barco nos fue ganando terreno, pues era más largo, más esbelto y más rápido, y sólo la llegada de la noche nos permitió escapar, pero fue una noche inquieta. Guardamos los remos y bajamos la vela para que el Comerciante no hiciera ruido, y en la oscuridad oí el chapoteo de nuestro perseguidor y Sverri y sus hombres se agacharon junto a nosotros, con las espadas en la mano, listos para matarnos si hacíamos algún ruido. Yo me vi tentado, y Finan quería golpear el costado del barco para avisar a los perseguidores, pero Sverri nos habría degollado al instante, así que guardamos silencio y el extraño barco pasó de largo en la oscuridad, y al alba había desaparecido.

Dichas amenazas son raras. Lobo no come lobo, y halcón no ataca a halcón, así que los hombres del norte rara vez se saqueaban, aunque algunos, desesperados, se arriesgaran a atacar a un paisano danés o noruego. Tales piratas eran considerados marginados, nada, pero eran temidos. Por lo general, los perseguían y mataban o esclavizaban a la tripulación, pero, aun así, algunos hombres se arriesgaban a la marginación, pues con solo capturar un barco rico como el Comerciante podían hacer una fortuna que les proporcionaría posición, poder y aceptación. Pero esa noche escapamos, y al día siguiente navegamos más y más al norte, y no tomamos tierra aquella noche, ni muchas más que vendrían después. Entonces, una mañana, vi una costa negra de acantilados terribles contra los que se estrellaba el blanco mar, y pensé que habíamos llegado al final de nuestro viaje, pero no buscamos tierra, sino que seguimos navegando, hacia el oeste, y luego brevemente hacia el sur, hasta atracar en la bahía de una isla.

Al principio Finan creyó que era Irlanda, pero la gente que se acercó al Comerciante en un pequeño bote de pieles no hablaba su idioma. Hay islas por toda la costa norte de Gran Bretaña, y creo que aquélla era una de esas islas. En esas islas viven salvajes, y Sverri no tomó tierra, pero a cambio de unas míseras monedas los salvajes le proporcionaron huevos de gaviota, pescado seco y carne de cabra. Y a la mañana siguiente remamos todo el día contra un viento vigoroso, y supe que nos dirigíamos a las inmensidades y el salvaje mar del oeste. Ragnar el Viejo me había advertido contra aquellos mares, me había contado que había tierras al otro lado, pero la mayoría de los hombres que las buscaban jamás regresaban. Aquellas tierras del oeste, me había contado, estaban habitadas por las almas de los marineros muertos. Eran lugares grises, envueltos en nieblas y azotados por las tormentas, pero hacia allí nos dirigíamos y Sverri guiaba el timón con expresión de felicidad en su rostro plano, y recordé esa misma felicidad. La alegría que produce un buen barco y su pulso vital en el timón.

Viajamos durante dos semanas. Era una ruta de ballenas, y los monstruos marinos se daban la vuelta para mirarnos o despedían agua, el aire se volvió más frío y el cielo estaba perpetuamente encapotado, y noté que la tripulación de Sverri se ponía nerviosa. Pensaban que nos habíamos perdido, y yo pensaba igual, y me convencí de que mi vida iba a terminar en el confín del mar, donde grandes remolinos arrastran a los barcos a sus muertes. Las aves marinas nos rodeaban, sus gritos tristes en el frío blanco, y las grandes ballenas se sumergían a nuestro lado, y remamos y remamos hasta partirnos la espalda. Los mares eran grises y descomunales, interminables y fríos, recubiertos de espuma blanca, y sólo disfrutamos de un día de viento favorable en el que pudimos navegar a vela con los inmensos y grises mares silbando bajo nuestro casco.

Y así llegamos a Horn, en la tierra de fuego que algunos hombres llaman Thule. Las montañas humeaban y oímos historias de estanques mágicos de agua caliente, aunque no vi ninguno. Y no sólo es una tierra de fuego, sino también guarida del hielo. Había montañas de hielo, ríos de hielo y estantes de hielo en el cielo. Unos bacalaos más largos que alto es un hombre, comimos bien y Sverri estaba contento. Los hombres temían enfrentarse al viaje que acabábamos de hacer, y lo habíamos logrado, y en Thule aquel cargamento valía tres veces más de lo que hubiera recibido en Dinamarca o en el reino de los francos, aunque tuvo que entregar parte de la preciada carga como tributo al señor local. Pero vendió el resto de lingotes y cargó huesos de ballena y colmillos y pieles de morsa y foca, y era perfectamente consciente del dinero que sacaría si llevaba aquellas mercancías a casa. Estaba de tan buen humor que hasta nos permitió bajar a tierra, y bebimos vino de abedul amargo en una casa alargada que apestaba a carne de ballena. Estábamos todos encadenados, no sólo con los grilletes habituales, también al cuello, y Sverri había contratado a unos locales para que nos vigilaran. Tres de aquellos centinelas iban armados con las largas y pesadas lanzas que en Thule se usaban para cazar ballenas, y los otros cuatro con cuchillos balleneros. Sverri estaba a salvo si ellos nos vigilaban, y lo sabía, y por primera vez en todos los meses que pasé con él, se dignó a hablar con nosotros. Se vanaglorió del viaje que habíamos hecho y hasta alabó nuestra pericia con los remos.

—Vosotros dos me odiáis —dijo, mirando a Finan y luego a mí.

Yo no dije nada.

—El vino de abedul está bueno —dijo Finan—, gracias.

—El vino de abedul es pis de morsa —contestó Sverri. Después eructó. Estaba borracho—. Vosotros dos me odiáis —comentó, divertido por nuestro odio—. A vosotros dos os vigilo, y me odiáis. Los otros se dejan azotar, pero vosotros dos me mataríais a la mínima oportunidad. Tendría que mataros a los dos, ¿a que sí? Sacrificaros al mar —ninguno dijo nada. Un leño de abedul crepitó en la hoguera y despidió chispas—. Pero remáis bien —prosiguió Sverri—. Una vez liberé a un esclavo, lo liberé porque me gustaba. Confiaba en él. Hasta le dejaba el timón de Comerciante, pero intentó matarme. ¿Sabéis qué hice con él? Clavé su asqueroso cadáver en la proa y dejé que se pudriera ahí. Y aprendí la lección. Estáis aquí para remar. Nada más. Remáis, trabajáis y morís —se quedó dormido poco después, como nosotros, y a la mañana siguiente regresamos a bordo del Comerciante y, bajo una lluvia hiriente, abandonamos aquella extraña tierra de hielo y llamas.

Nos costó mucho menos regresar al este porque llevábamos en popa un viento propicio, y así pasamos otro invierno en Jutlandia. Pasábamos frío en la cabaña para esclavos y escuchábamos a Sverri gruñir en la cama de su mujer por la noche. Llegó la nieve, el hielo bloqueó el arroyo, y el año 880 me vio cumplir veintitrés años afrontando el futuro de morir con grilletes, pues Sverri era un guardián listo e implacable.

Y entonces llegó el barco rojo.

* * *

No era realmente rojo. La mayoría de barcos están construidos de roble, que se oscurece durante la vida del barco, pero aquél había sido construido con pino, y cuando la luz de la mañana o del atardecer se proyectaba suspendida a lo largo del borde del mar, parecía del color de la sangre al coagular.

Era de un rojo pálido la primera vez que lo vimos. Eso fue en la tarde del día que zarpamos, y el barco rojo era largo, bajo y esbelto. Se avecinaba desde el horizonte oriental, llegaba hacia nosotros de lado, con su velamen gris sucio, cruzado por los cabos que tensan la tela. Sverri vio la cabeza de bestia en la proa, decidió que era un pirata y nos dirigimos hacia la orilla, en aguas que él conocía bien. Eran aguas bajas, y el barco rojo vaciló en seguirnos. Remamos hasta unos arroyos estrechos, asustando a las aves, y el barco rojo se mantuvo a la vista, pero más allá de las dunas.

Luego cayó la noche, cambiamos el rumbo y dejamos que la marea alta nos sacara al mar. Los hombres de Sverri nos azotaron para que remáramos con todas nuestras fuerzas para escapar de la costa. Llegó el alba fría y neblinosa, y cuando se levantó la niebla vimos que el barco rojo había desaparecido.

Nos dirigíamos a Haithabu, a por el primer cargamento de la temporada, pero en cuanto nos acercamos al puerto, Sverri volvió a ver el barco rojo, viró en nuestra dirección y Sverri lo maldijo. Nosotros teníamos el viento a favor, lo que nos permitía una fácil huida, pero aun así intentó alcanzarnos. Usaba los remos y, como contaba por lo menos con veinte bancos de remeros, era mucho más rápido que el Comerciante, pero no fue capaz de vencer al viento y a la mañana siguiente volvíamos a estar solos en el mar vacío. Sverri lo maldijo igualmente. Echó las varillas de runas, que lo convencieron de abandonar la idea de Haithabu, así que cruzamos a tierras de los esviones, donde cargamos de pieles de castor y lana pringada de estiércol.

Intercambiamos ese cargamento por finas velas de cera enrollada. Volvimos a comerciar con mineral de hierro, y así pasó la primavera y llegó el verano sin ver al barco rojo. Lo habíamos olvidado. A Sverri le pareció seguro visitar Haithabu, así que llevamos un cargamento de pieles de reno al puerto, y allí se enteró de que el barco rojo no lo había olvidado. Regresó a toda prisa a bordo, sin molestarse en subir la carga, y lo oí hablar con su tripulación. El barco rojo, dijo, patrullaba las costas en busca del Comerciante. Era danés, creía, y estaba tripulado por guerreros.

—¿Quiénes? —preguntó Hakka.

—Nadie lo sabe.

—¿Por qué?

—¿Cómo voy a saberlo? —gruñó Sverri, pero le preocupó lo suficiente como para lanzar sus varillas de runas, y le informaron de que debía abandonar Haithabu inmediatamente. Sverri tenía un enemigo y no sabía quién era, así que llevó al Comerciante a un lugar cercano a su refugio de invierno y allí descargó unos regalos. Sverri tenía un señor. Casi todos los hombres tienen un señor que les ofrece protección, y este señor se llamaba Hyring y poseía muchas tierras, y Sverri le pagaba plata todos los inviernos a cambio de que lo protegiera a él y a su familia. Pero poco podía hacer Hyring para proteger a Sverri en el mar, aunque debió de prometerle descubrir quién mandaba el barco rojo y averiguar por qué aquel hombre buscaba a Sverri. Mientras tanto, Sverri decidió irse bien lejos, así que nos fuimos al mar del Norte e hicimos algo de dinero en la costa con los arenques salados. Llegamos hasta Gran Bretaña por primera vez desde que me hicieran esclavo. Tomamos tierra en un río de Anglia Oriental, y nunca he sabido qué río era, y cargamos lana que llevamos al reino de los francos, donde compramos un cargamento de lingotes de hierro. Era un cargamento rico, pues el hierro franco es el mejor del mundo, y también compramos un centenar de sus preciadas espadas. Sverri, como de costumbre, se cagó en los francos por ser tan tozudos, pero lo cierto es que Sverri no era menos tozudo que los francos, y aunque pagó bien por el hierro y las espadas, sabía que obtendría grandes beneficios en las islas del norte.

Así que nos encaminamos al norte, el verano llegaba a su fin y los gansos volaban al sur por encima de nosotros en grandes bandadas y, dos días después de cargar el barco, vimos al barco rojo esperándonos frente a la costa frisona. Hacía semanas que no lo veíamos y Sverri debió de confiar en que Hyring se lo quitara de encima, pero estaba justo donde empieza mar abierto, y esta vez contaba con la ventaja del viento. Así que Sverri nos hizo virar hacia la orilla y sus hombres nos azotaron desesperados. Yo gruñía a cada bogada, como si tirara del remo con todas mis fuerzas, pero lo cierto es que intentaba frenar la fuerza de la pala para que el barco rojo pudiera alcanzarnos. Lo veía claramente. Veía sus alas de remos alzándose y sumergiéndose y el hueso blanco de agua partirse en su quilla. Era mucho más largo que el Comerciante, y mucho más rápido, pero además también desplazaba más agua, motivo por el que Sverri nos había hecho virar hacia la costa de Frisia, que la mayoría de los patrones temen.

No está rodeada de rocas como muchas otras costas del norte. No hay acantilados contra los que un buen barco pueda quedar hecho pedazos. Es un laberinto de juncos, islas, arroyos y marismas. Kilómetro tras kilómetro de peligrosos bajíos. Los pasos están marcados en esos bajíos con ramas clavadas en el fango, y esas frágiles señales ofrecen salida de la maraña, pero los frisones también son piratas. Les gusta señalar canales falsos que sólo conducen a una marisma que, con la marea baja, dejará encallado el barco, y entonces la gente, que vive en cabañas de fango en islas de fango, aparecerá como ratas de agua para saquear y matar.

Aunque Sverri había comerciado aquí antes y, como todos los buenos patrones, tenía recuerdos de aguas buenas y malas. El barco rojo nos estaba alcanzando, pero a Sverri no le entró el pánico. Yo lo vigilaba mientras remaba, y vi como miraba a derecha y a izquierda como un rayo para decidir qué canal tomar; maniobraba con brío y girábamos por el canal elegido. Buscaba los lugares menos profundos, los arroyos más enroscados, y los dioses estaban con él, pues, aunque nuestros remos tocaban de vez en cuando un banco, el Comerciante no se rascó el casco en ningún momento. El barco rojo, como era más grande, y probablemente porque su patrón no conocía la costa como Sverri, avanzaba con mucha más cautela, y empezábamos a dejarlo atrás.

Comenzó a darnos caza de nuevo cuando llegamos a un tramo de mar abierto, pero Sverri encontró otro canal en el extremo opuesto, y allí, por primera vez, frenó el ritmo de los remos. Colocó a Hakka en la proa, que tiraba una cuerda con un peso de plomo y cantaba la profundidad. Nos metíamos en un laberinto de barro y agua, avanzando lentamente hacia el norte y el este, y yo miré hacia el este y observé que, por fin, Sverri había cometido un error. Una hilera de ramas señalaba el canal por el que avanzábamos, pero un poco más lejos, detrás de un islote de fango lleno de aves, unas ramas más grandes señalaban otro canal de mayor calado, que se cruzaba con el nuestro y le permitiría al barco rojo cortarnos el camino. El barco rojo vio la oportunidad y la aprovechó. Los remos sacudieron el agua, iba a todo trapo, nos alcanzaba a toda velocidad, y entonces se quedó encallado con una maraña de remos.

Sverri se partió de risa. Sabía que las ramas más grandes marcaban un canal falso, y el barco rojo había caído en la trampa. Lo pude ver claramente, un barco cargado de hombres armados, con cotas de malla, daneses de espada y de lanza, guerreros, pero había encallado.

—¡Vuestras madres son cabras! —les gritó Sverri desde el otro lado del barro, aunque dudo de que le oyeran en el barco encallado—. ¡Sois unos cagarros! ¡A ver si aprendéis a guiar un barco, hijos de perra inútiles!

Salimos por otro canal, dejando atrás el barco rojo, y Hakka seguía en la proa, midiendo la distancia del fondo constantemente. Gritaba para informar de la profundidad. Aquel canal no estaba señalado, y teníamos que ir peligrosamente despacio, pues Sverri no se atrevía a tomar tierra. Detrás de nosotros, ya bien lejos, vi a la tripulación del barco rojo maniobrar para liberarlo. Los guerreros se habían quitado las cotas y estaban en el agua, tirando del largo casco, y al caer la noche lo vi liberarse y reemprender su persecución, pero ya estábamos lejos, y la capa de oscuridad se tendía sobre nosotros.

Pasamos aquella noche en una bahía bordeada de juncos. Sverri no iba a tomar tierra. Había gente en la isla de al lado, y sus hogueras moteaban la noche. No veíamos más luces, lo que probablemente indicaba que la isla era el único asentamiento en millas, y noté que Sverri estaba preocupado porque las hogueras atraerían al barco rojo, así que nos despertó a patadas con las primeras luces del alba, recogimos el ancla y Sverri nos condujo al norte por un pasaje marcado con ramas. El pasaje parecía enroscarse por la costa de la isla hasta el mar abierto, donde las olas rompían blancas, y ofrecía una vía de escape de la enmarañada costa. Hakka volvió a gritar la profundidad mientras nos abríamos paso entre juncos y bancos de barro. El arroyo era poco profundo, tan poco que las palas de los remos levantaban barro constantemente, pero paso a paso seguimos las frágiles señales, y entonces Hakka gritó que teníamos al barco rojo detrás.

Estaba mucho más atrás. Como Sverri temía, lo habían atraído las hogueras del poblado, pero había acabado al sur de la isla, y entre el barco y nosotros quedaba el misterio de bancos y arroyos. No podía dirigirse al oeste a mar abierto, pues las olas rompían continuamente sobre una playa medio hundida, así que o nos perseguía o intentaba encontrar otra vía por el este, circundándonos.

Decidió seguirnos, y observamos mientras se abría paso por la costa sur de la isla, en busca de un canal en la bahía donde habíamos anclado. Nosotros seguimos avanzando lentamente hacia el norte, pero entonces, de repente, oímos un dulce rascar bajo nuestra quilla y Comerciante dio una sacudida suave y se detuvo ominosamente.

—¡Remad del revés! —aulló Sverri.

Remamos del revés, pero había encallado. El barco rojo estaba perdido en la media luz y la tenue niebla que envolvía las islas. La marea estaba baja. Eran las aguas estancadas entre la marea baja y la alta, y Sverri miró el arroyo concentrado, rezando por ver la marea subir para que nos reflotara, pero el agua estaba quieta y fría.

—¡Desembarcad! —gritó—. ¡Empujad!

Lo intentamos. O los otros lo intentaron, mientras Finan y yo fingíamos empujar, pero el Comerciante había encallado bien. Se había detenido muy lentamente, pero no se movía ni un centímetro, y Sverri, aún sobre la plataforma del timón, ya veía a los isleños acercarse por los lechos de juncos y, aún más preocupante, veía el barco rojo cruzar la ancha bahía donde había anclado. Veía llegar la muerte.

—Vaciadlo —gritó.

Ésa fue una decisión difícil para Sverri, pero era mejor que la muerte, así que lanzamos los lingotes por la borda. Finan y yo ya no podíamos escaquearnos más, pues Sverri controlaba el avance y nos atizaba con un palo, y así destruimos los beneficios de un año. Hasta las espadas fueron por la borda, y el barco rojo no dejaba de acercarse y acercarse más, cruzando el canal, y no estaba a más de medio kilómetro cuando los últimos lingotes cayeron al agua y Comerciante dio un ligero tirón. La marea subía, se enroscaba por los lingotes arrojados.

—¡Remad! —gritó Sverri. Los isleños nos observaban. No se habían atrevido a acercarse por miedo a los soldados del barco rojo, y ahora miraban mientras escapábamos hacia el norte. Luchamos contra la marea y nuestros remos daban con barro tan a menudo como con agua, pero Sverri nos gritó que remáramos con más fuerza. Se arriesgaba a volver a quedarse encallado para escapar, pero los dioses estaban con él, pues salimos a toda prisa del pasaje, Comerciante frenó al dar con las olas, y de repente estábamos de nuevo en el mar y las olas rompían blancas contra nuestra proa. Sverri izó la vela y navegamos hacia el norte, y el barco rojo pareció quedarse varado en el mismo lugar donde nos habíamos quedado nosotros. Encalló contra la pila de lingotes y, como su casco era más profundo que el de Comerciante, le costó mucho tiempo escapar, y cuando nos liberamos del canal, nos ocultaba un chaparrón que procedía del oeste y desestabilizaba el barco al pasar.

Sverri besó su amuleto del martillo. Había perdido una fortuna, pero era un hombre acaudalado y podía permitírselo. Aun así debía de seguir siendo rico, y sabía que el barco rojo lo perseguía y que se quedaría en la costa hasta que nos encontrara; así que, al caer la noche, bajó la vela y nos ordenó que cogiéramos los remos.

Continuamos hacia el norte. El barco rojo seguía detrás de nosotros, pero mucho más atrás, y los chaparrones nos iban ocultando, aunque cuando llegó uno aún peor, Sverri bajó la vela, viró el barco hacia el oeste, contra el viento, y sus hombres nos azotaron para remar. Hasta dos de sus hombres tomaron los remos, para poder escapar por el horizonte oscuro antes de que el barco rojo viera que habíamos cambiado de rumbo. Fue un trabajo brutalmente duro. Chocábamos contra el viento y el mar, cada palada consumía los músculos, hasta que pensé que iba a derrumbarme de cansancio. Hasta entrada la noche no terminó el trabajo. Sverri ya no veía las grandes olas silbando desde el oeste, así que nos permitió subir los remos, poner los tapones, y desplomarnos como cadáveres mientras el barco se mecía en la oscuridad y el mar revuelto.

El alba nos encontró solos. El viento y la lluvia azotaban desde el sur, lo que significaba que no tendríamos que remar, sino que podríamos izar la vela y dejar que el viento nos transportara por las aguas grises. Miré a popa, buscando el barco rojo, pero no se veía por ninguna parte. Sólo había olas, nubes y aguaceros que cruzaban nuestra estela, y las aves salvajes volando como migajas blancas en el amargo vendaval. Comerciante se escoraba al viento, tragando kilómetros de agua, Sverri se inclinó sobre el timón y cantó para celebrar su huida del enemigo misterioso. Habría podido echarme a llorar otra vez. No sabía de quién era el barco rojo, ni quién lo comandaba, pero sabía que era enemigo de Sverri y que cualquier enemigo de Sverri era mi amigo. Habíamos escapado.

Y así regresamos a Gran Bretaña. No era intención de Sverri pasar por allí, y no tenía cargamento que vender, aunque llevaba monedas ocultas para comprar nuevas mercancías, pero también habría que gastar aquellas monedas en sobrevivir. Había escapado del barco rojo, pero sabía que si regresaba a casa, lo encontraría otra vez merodeando por Jutlandia, y no dudo de que buscaba un lugar distinto en el que pasar el invierno a salvo. Eso suponía encontrar a un señor que le diera refugio mientras el Comerciante descansaba en tierra, era limpiado, reparado y calafateado, y ese señor pediría plata. Los remeros captamos retazos de conversación y colegimos que Sverri pensaba recoger un último cargamento, llevarlo a Dinamarca, venderlo y encontrar algún puerto en el que refugiarse y desde ahí viajar por tierra a su hogar a recoger plata para la siguiente temporada.

Estábamos delante de la costa de Gran Bretaña. No reconocí el lugar. Sabía que no era Anglia Oriental porque había colinas y acantilados.

—No hay nada que comprar aquí —se quejó Sverri.

—¿Lana? —sugirió Hakka.

—¿Qué precio pedirán a estas alturas? —exclamó Sverri molesto—. Sólo obtendremos lo que no pudieron vender en primavera. Nada más que porquería pringada de caca de oveja. Prefiero llevar carbón.

Nos refugiamos una noche en la desembocadura de un río, y unos jinetes armados se acercaron hasta la orilla para observarnos, pero no se acercaron con alguna de las embarcaciones de pesca que había en la playa, lo que sugería que, si los dejábamos en paz, no nos molestarían. En cuanto cayó la noche, otro barco comerciante llegó al río y ancló junto a nosotros, y el patrón danés empleó una pequeña embarcación para acercarse a nosotros. El y Sverri se acuclillaron en el espacio tras la plataforma del timón e intercambiaron noticias. No oímos nada. Sólo vimos a los dos hombres bebiendo cerveza y hablando. El extraño se marchó antes de que la oscuridad ocultara su barco, y Sverri parecía complacido con la conversación, pues por la mañana le gritó las gracias al otro barco y nos ordenó que levásemos el ancla y cogiéramos los remos. No había viento, el mar estaba calmado, y remamos hacia el norte siguiendo la orilla. Miré a tierra y vi humo que salía de los poblados, y pensé que allí estaba la libertad.

Soñaba con la libertad, pero no creía que fuera posible. Pensaba que moriría junto a un remo, como muchos otros habían muerto bajo el yugo de Sverri. De los once remeros que había a bordo cuando fui entregado a Sverri, sólo cuatro seguían vivos, entre los que se contaba Finan. Ahora teníamos catorce remeros, pues Sverri había reemplazado a los muertos y, desde que el barco rojo había aparecido para torturarlo, compró más esclavos para los remos. Algunos de los patrones usaban hombres libres a los remos, pues estaban convencidos de que trabajaban más a gusto, pero estos hombres esperaban compartir la plata del patrón, y Sverri era un miserable.

Más tarde, aquella mañana, llegamos a la desembocadura de un río, miré en la orilla sur y vi un faro esperando ser encendido para avisar a las gentes en tierra que se acercaba un asalto, y reconocí el faro. Era como otros cientos de faros, pero ése lo tenía grabado, sabía que dominaba las ruinas del fuerte romano donde había empezado mi esclavitud. Habíamos regresado al río Tine.

—¡Esclavos! —nos anunció Sverri—. Eso vamos a comprar, esclavos, como vosotros, cabrones. Sólo que no son como vosotros, porque son mujeres y niños. Escoceses. ¿Hay alguno aquí que hable su mierda de idioma? —Ninguno contestó. Tampoco hacía falta que nadie hablara escocés, pues Sverri poseía látigos que hablaban bien claro.

No le gustaba llevar esclavos como cargamento porque había que vigilarlos constantemente y darles de comer, pero el otro comerciante le había dicho que había mujeres y niños recién capturados en uno de los interminables asaltos entre Northumbria y Escocia, y esos esclavos ofrecían las mejores perspectivas de beneficios. Si alguna de las mujeres o los niños eran bonitos, podía venderlos a buen precio en los mercados de esclavos de Jutlandia, y Sverri necesitaba hacer un buen trato, así que remamos Tine arriba con la marea alta. Nos dirigíamos a Gyruum, y Sverri esperó hasta que el agua alcanzó la señal que indicaba los restos de la marea alta, y subió el Comerciante a la arena. No lo hacía a menudo, pero quería que rascáramos el casco antes de regresar a Dinamarca, y era más fácil cargar un barco de personas en la arena, así que lo subimos a la playa y vimos que los corrales de esclavos habían sido reconstruidos y que el monasterio en ruinas volvía a tener techo de paja. Todo seguía igual.

Sverri nos obligó a llevar cadenas al cuello unidas entre sí, para no poder escaparnos y, mientras él cruzaba la salina y subía hasta el monasterio, nosotros rascábamos el casco con piedras. Finan cantaba en irlandés mientras trabajaba, pero a veces me dedicaba una sonrisa torcida.

—Arranca el calafateado, Osbert —me sugirió.

—¿Para que nos hundamos?

—Sí, pero Sverri se ahogará con nosotros.

—Que viva, así podremos matarlo —contesté.

—Y lo mataremos —repuso Finan.

—¿No abandonas la esperanza jamás, eh?

—Lo he soñado —contestó Finan—. Lo he soñado tres veces desde que apareció el barco rojo.

—Pero el barco rojo ya no está —repuse.

—Vamos a matarlo. Te lo prometo. Bailaré sobre sus tripas, lo juro.

La marea había subido al máximo a mediodía, así que el resto de la tarde bajó, hasta que Comerciante quedó varado varios metros por encima de las olas, y no pudimos volver a reflotarlo hasta entrada la noche. Sverri siempre se sentía incómodo cuando el barco estaba en la orilla, y querría cargar aquel mismo día y zarpar con la marea nocturna. Tenía el ancla lista para que, por la noche, empujáramos desde la playa y atracáramos en el centro del río, de modo que estuviéramos listos para partir con la primera luz.

Compró treinta y tres esclavos. Los más jóvenes tenían cinco o seis años, los mayores quizá diecisiete o dieciocho, y eran todos mujeres y niños, ni un hombre entre ellos. Habíamos terminado de limpiar el casco y estábamos acuclillados en la playa cuando llegaron, miramos a las mujeres con ojos hambrientos. Las esclavas lloraban, así que era difícil saber si alguna era guapa. Lloraban porque eran esclavas, porque habían sido robadas de sus tierras, porque temían el mar y porque nos temían a nosotros. Una docena de hombres armados cabalgaban tras ellos. No reconocí a ninguno. Sverri conducía la fila de encadenados, examinando los dientes de los niños y apartando los vestidos de las mujeres para examinarles los pechos.

—La pelirroja alcanzará un buen precio —le gritó uno de los hombres armados a Sverri.

—Todos lo alcanzarán.

—Me la follé anoche —prosiguió el hombre—, así que igual te la llevas preñada. Qué cabrón, vas a pillar dos esclavos por el precio de uno.

Los esclavos estaban ya encadenados, y habían obligado a Sverri a pagar por los grilletes y las cadenas, así como a comprar comida y cerveza para mantener vivos a los treinta y tres escoceses en su viaje a Jutlandia. Teníamos que ir a por esas provisiones al monasterio; Sverri nos condujo por las salinas, cruzamos un arroyo y dejamos atrás la cruz de piedra caída, donde un carro y seis hombres montados esperaban. El carro contenía barriles de cerveza, cubas de arenques en salmuera y anguilas ahumadas, y un saco de manzanas. Sverri mordió una manzana, puso mala cara y escupió el bocado.

—Están comidas de gusanos —se quejó, nos echó los restos a nosotros, y yo conseguí cogerla en el aire a pesar de que todos levantaban la mano. La partí en dos y le di un pedazo a Finan—. Se pelean por manzanas agusanadas —se burló Sverri, y dejó caer una bolsa de monedas en el carromato—. Arrodillaos, cabrones —nos gritó mientras el séptimo jinete se acercaba al carromato.

Nos arrodillamos en deferencia al recién llegado.

—Tenemos que comprobar las monedas —dijo el recién llegado; reconocí la voz y levanté la cabeza. Era Sven el Tuerto.

Y él me miró a mí.

Agaché la mirada y mordí la manzana.

—Denarios francos —contestó Sverri orgulloso, ofreciéndole algunas de las monedas a Sven.

Sven no las cogió. Estaba mirándome.

—¿Quién es ése? —quiso saber.

Sverri me miró.

—Osbert —dijo. Seleccionó algunas de las monedas—. Esto son peniques de Alfredo —dijo tendiéndoselos a Sven.

—¿Osbert? —preguntó Sven. Seguía mirándome. No me parecía a Uhtred de Bebbanburg. Tenía nuevas cicatrices en el rostro, la nariz rota, el pelo sin peinar era una enorme maraña, la barba me crecía salvaje y tenía la piel tan oscura como la madera en vinagre, pero aun así siguió mirándome—. Ven aquí, Osbert —me dijo.

Yo no podía ir muy lejos, porque la cadena del cuello me mantenía cerca del resto de remeros, pero me puse en pie, me arrastré y me arrodillé de nuevo, porque yo era un esclavo y él un señor.

—Mírame —rugió.

Obedecí, mirándole al único ojo, y vi que iba vestido con fina malla, con fina capa y montado en fina bestia. Provoqué un temblor en mi mejilla derecha y babeé como si estuviera medio loco, sonreí como si me alegrara de verle y sacudí la cabeza convulsivamente, y debió de decidir que no era más que otro esclavo medio loco y acabado, y me despidió mientras tomaba las monedas de Sverri. Discutieron, pero al final suficientes monedas fueron aceptadas como buena plata y se nos ordenó a los remeros que cargáramos los barriles y las cubas al barco.

Sverri me atizó en los hombros mientras caminábamos.

—¿Qué hacías?

—¿Hacer, amo?

—Temblando como un imbécil. Babeando.

—Creo que me estoy poniendo enfermo, amo.

—¿Conoces a ese hombre?

—No, señor.

Sverri sospechaba de mí, pero no podía saber nada, y al final me dejó en paz mientras subíamos los barriles al Comerciante, aún varado en la playa. Pero ni temblé ni babeé mientras cargábamos las provisiones, y Sverri sabía que algo no cuadraba; estuvo pensando un rato y me volvió a atizar cuando ató cabos.

—¿Tú viniste de aquí, no?

—¿Sí, señor?

Volvió a pegarme, con más fuerza, y los demás esclavos observaban. Reconocían un animal herido cuando lo tenían delante, y sólo Finan sentía simpatía por mí, pero no podía hacer nada.

—Procedes de aquí —dijo Sverri—. ¿Cómo he podido olvidarlo? Aquí es donde te entregaron a mí —señaló hacia Sven, que estaba al otro lado de la salina, junto a la colina coronada de ruinas—. ¿Qué tiene que ver contigo Sven el Tuerto?

—Nada —contesté—. Nunca lo había visto antes.

—Cagarro mentiroso —escupió. Tenía instinto de mercader para los beneficios, así que ordenó que me soltaran del resto de remeros, aunque se aseguró de que los grilletes de mis tobillos estaban firmes, y que seguía llevando la cadena al cuello. Sverri la cogió por un extremo, con la intención de devolverme al monasterio, pero no llegamos más allá de la orilla de guijarros porque Sven también había estado pensándoselo mejor. Mi rostro lo perseguía en sueños, y en el rostro idiota y retorcido de Osbert había visto sus pesadillas, y ahora galopaba hacia nosotros, seguido de seis jinetes.

—Arrodíllate —me ordenó Sverri.

Me arrodillé.

El caballo de Sven frenó en la orilla de guijarros.

—Mírame —me ordenó una segunda vez, y la baba me cayó por la comisura del labio en la barba. Me retorcí, y Sverri me dejó nuevo de un golpe—. ¿Quién es? —quiso saber Sven.

—Me dijo que se llamaba Osbert, señor —contestó Sverri.

—¿Te lo dijo él?

—Me lo entregaron aquí, señor, en este lugar —repuso Sverri—, y me dijo que se llamaba Osbert.

Sven sonrió entonces. Desmontó y caminó hacia mí, levantándome la barbilla para mirarme a la cara.

—¿Te lo entregaron aquí? —le preguntó a Sverri.

—El rey Guthred me lo entregó, señor.

Sven me reconoció entonces y su rostro tuerto se contorsionó en una mezcla de triunfo y odio. Me atizó en la cabeza, tan fuerte que perdí el conocimiento por un instante y caí de lado.

—¡Uhtred! —proclamó triunfante—. ¡Eres Uhtred!

—¡Señor! —Sverri estaba delante de mí, protegiéndome. No porque me tuviera aprecio, sino porque estropeaba su mercancía.

—Es mío —le dijo Sven, y su espada susurró al salir de la vaina.

—Es mío porque yo lo vendo y vuestro si vos lo compráis —contestó Sverri humilde pero firmemente.

—Para llevármelo —repuso Sven— estoy dispuesto a matarte, Sverri, a ti y a todos tus hombres. Así que el precio de este hombre es tu vida.

Sverri supo entonces que había sido derrotado. Hizo una reverencia, me soltó la cadena del cuello y se apartó; entonces cogí la cadena del cuello, azoté el aire con el otro extremo, provocando que Sven tuviera que apartarse, y eché a correr. Los grilletes de los tobillos me hacían cojear, así que no tuve más remedio que meterme en el río. Tropecé en el suave oleaje y me di la vuelta, listo para usar la cadena como arma, y supe que estaba muerto porque los jinetes de Sven venían a por mí, así que me adentré más en el agua. Era mejor ahogarse, pensé, que sufrir las torturas de Sven.

Entonces los jinetes se detuvieron. Sven llegó más cerca pero también él frenó el caballo. Yo estaba metido en el río hasta el pecho, con la cadena en una mano, incómoda, listo para zambullirme de espaldas a una negra muerte en el río, cuando también Sven retrocedió. Dio otro paso atrás, se dio la vuelta y corrió a por su caballo. Había miedo en su rostro, y yo me arriesgué a volverme para ver qué era lo que tanto lo había asustado.

Y allí, llegando desde el mar, empujado por dos filas gemelas de remos y la suave marea alta, estaba el barco rojo.