Había tenido lugar una batalla, oímos, una escabechina, una guerra horrorosa que dejó un valle entero apestando a sangre, e Ivarr Ivarson, el danés más poderoso de Northumbria, fue derrotado por Aed de Escocia.
Las pérdidas en ambas facciones habían sido increíbles. Supimos más del enfrentamiento la mañana siguiente, cuando llegaron casi sesenta nuevos supervivientes. Habían viajado en un grupo lo suficientemente numeroso para que Kjartan no les prestara atención, y aún se tambaleaban al recordar la carnicería que acababan de sufrir. Ivarr, supimos, había sido inducido a cruzar un río en un valle donde creía que Aed se había refugiado, pero era una trampa. Las colinas a cada lado del valle rebosan de hombres de las tribus que bajaron aullando entre la niebla y los brezales para embestir contra los muros de escudos daneses.
—Se contaban por millares —comentó un hombre aún temblando.
El muro de escudos de Ivarr aguantó; imaginé la ferocidad de aquella batalla. Mi padre había peleado contra los escoceses en numerosas ocasiones, y siempre los describía como demonios. Demonios locos, decía, demonios de espada, demonios aulladores, y los daneses de Ivarr nos contaron que, aunque se recuperaron de aquel primer ataque, y despacharon demonios con lanza y espada, las hordas aulladoras no cejaban, trepaban por encima de sus propios muertos, con sus salvajes melenas rojas cubiertas de sangre y las espadas partiendo el aire. Ivarr intentó subir a la colina norte y salir del valle, para controlar el terreno elevado. Eso suponía abrirse camino a tajos por entre la carne, y no lo consiguió. Aed mandó entonces a las tropas reales a combatir con los mejores hombres de Ivarr; los escudos chocaron, las espadas sonaron, y uno a uno fueron cayendo aquellos guerreros. Ivarr, dijeron los supervivientes, peleó como una criatura infernal, pero encajó un tajo en el pecho y un lanzazo en la pierna, y sus tropas personales lo sacaron del muro de escudos. Se puso rabioso, exigió morir enfrentándose a sus enemigos, pero sus hombres lo retuvieron atrás y siguieron peleando con los demonios, y para entonces ya había empezado a caer la noche.
La retaguardia de la columna danesa aún resistía, y los supervivientes, que sangraban en su gran mayoría, arrastraron a su jefe hasta el sur, cerca del río. El hijo de Ivarr, Ivar, que sólo tenía dieciséis años, reunió a los guerreros menos heridos, cargaron contra los escoceses que empezaban a rodearlos y consiguieron romper el cerco, pero murieron unas cuantas docenas más intentando cruzar el río de noche. Algunos se ahogaron por culpa de la cota de malla. Otros fueron apiolados en las orillas, pero aproximadamente una sexta parte del ejército de Ivarr consiguió cruzar el río, y se reunieron en la orilla sur, donde escucharon los gritos de los moribundos y los aullidos de los escoceses. Al alba formaron un muro de escudos, pues esperaban que los escoceses cruzaran el río y terminaran la escabechina, pero los hombres de Aed estaban casi tan ensangrentados y cansados como los daneses derrotados.
—Matamos cientos —comentó un hombre en voz queda, y más tarde supimos que era cierto, y que Aed había regresado al norte renqueando para lamerse las heridas.
El conde Ivarr estaba vivo. Estaba herido, pero vivo. Se decía que se ocultaba en las colinas, temeroso de que Kjartan lo capturara, así que Guthred envió un centenar de jinetes al norte, a buscarlo, y descubrieron que las tropas de Kjartan también estaban peinando las montañas. Ivarr debía de saber que acabarían encontrándolo, y prefería con mucho ser cautivo de Guthred que prisionero de Kjartan, así que se rindió a una patrulla de los hombres de Ulf, que trajeron al campamento al maltrecho conde después del mediodía. Iba acompañado de su hijo, Ivar, y de otros treinta supervivientes, algunos de ellos tan maltrechos como su jefe, pero cuando Ivarr cayó en la cuenta de que debía enfrentarse al hombre que había usurpado el trono de Northumbria, insistió en sostenerse por su propio pie. Caminaba. No sé cómo lo hacía, porque debía de estar aguantando una agonía, pero se obligó a cojear, y cada pocos pasos se detenía para apoyarse en la lanza que usaba de muleta. Vi el dolor, pero también vi el orgullo que le impedía ser transportado en presencia de Guthred.
Así que caminó hacia nosotros. Se retorcía de dolor a cada paso, pero se mostró desafiante y airado. No lo había conocido nunca, porque fue criado en Irlanda, pero era clavado a su padre. Tenía la misma apariencia esquelética que Ivar Saco de Huesos. El mismo rostro cadavérico con los ojos hundidos, el mismo pelo amarillo recogido en la nuca y la misma maldad sombría. Poseía el mismo poder.
Guthred esperaba a la entrada del monasterio, y sus tropas reales formaron dos filas entre las que tuvo que pasar Ivarr. Guthred estaba flanqueado por sus hombres principales, y le asistían el abad Eadred, el padre Hrothweard y todos los demás religiosos. Cuando Ivarr estaba a doce pasos, se detuvo, se apoyó en la lanza y nos lanzó a todos una mirada feroz. Me confundió con el rey, quizá porque mi malla y mi casco eran mucho mejores que los de Guthred.
—¿Eres el chico que se llama así mismo rey? —preguntó.
—Soy el chico que mató a Ubba Lothbrokson —contesté. Ubba había sido tío de Ivarr; la provocación hizo que Ivarr se incorporara bruscamente, y detecté en sus ojos un extraño brillo verde. Eran ojos de serpiente en un cráneo. Bien podría estar herido, y quizá las heridas habían quebrado su poder, pero lo único que deseaba en aquel momento era matarme.
—¿Y tú eres? —quiso saber.
—Sabes perfectamente quién soy —repuse burlándome. La arrogancia lo es todo en un guerrero joven. Guthred me agarró de un brazo, como para indicarme que me callara, después dio un paso al frente.
—Señor Ivarr —dijo—, lamento veros malherido.
Ivarr se burló.
—Tendrías que estar contento —dijo—, yo sólo lamento no estar muerto. ¿Eres Guthred?
—Siento mucho que estéis herido, señor —dijo Guthred—, y lo siento mucho también por los hombres que habéis perdido. Y me alegro por los que habéis matado. Os debemos mucho —dio un paso atrás y miró al ejército, detrás de Ivarr—. ¡Demos las gracias a Ivarr Ivarson! —gritó Guthred—. ¡Ha eliminado una amenaza en el norte! ¡El rey Aed ha tenido que volver cojeando a casa a llorar sus pérdidas y consolar a las viudas de Escocia!
La verdad, por supuesto, era que el que cojeaba era Ivarr, y Aed había conseguido la victoria, pero las palabras de Guthred provocaron vítores, y eso desconcertó a Ivarr. Debía de estar esperando que Guthred lo matara, que es exactamente lo que Guthred tendría que haber hecho, pero decidió recibir a Ivarr con todos los honores.
—Matad a ese cabrón —le susurré a Guthred.
Me miró totalmente sorprendido.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
—Matadlo ahora y punto —le apremié—. Y a la rata de su hijo.
—Estás obsesionado con matar —contestó Guthred divertido, y vi a Ivarr mirándonos y comprendí que sabía de qué hablábamos—. Sois muy bienvenido, señor Ivarr —Guthred se apartó de mí y se dirigió a Ivarr—. Northumbria necesita grandes guerreros —prosiguió—, y vos, señor, necesitáis descansar.
Yo observaba aquellos ojos de serpiente y vi el asombro en Ivarr, pero también vi que estaba convencido de que Guthred era un pardillo, y fue en ese instante cuando comprendí que el destino de Guthred era dorado. Wyrd bid ful arced. Cuando rescaté a Guthred de Sven y él me aseguró que era rey, pensé que estaba de broma, y cuando lo coronaron rey en Cair Ligualid aún me seguía haciendo gracia, incluso aún en Eoferwic, aunque no veía modo de que la broma aguantara muchas más semanas, pues Ivarr era el auténtico señor brutal de toda Northumbria, pero ahora resultaba que Aed nos había ahorrado la faena. Ivarr había perdido la mayoría de sus hombres. Estaba Ælfric, aferrado a la tierra robada de Bebbanburg; Kjartan, una araña negra en su fortaleza junto al río; y estaba el rey Guthred, señor del norte, y el único danés en toda Gran Bretaña que comandaba tanto sajones como daneses.
Nos quedamos en Onhripum. No entraba en nuestros planes, pero Guthred insistió en que esperásemos hasta que Ivarr fuera curado de sus heridas. Los monjes lo atendieron, y Guthred le llevaba al conde herido comida y cerveza. La mayoría de los supervivientes de Ivarr estaban heridos, y Hild lavó heridas y encontró trapos limpios para vendajes.
—Necesitan comida —me dijo, pero a nosotros ya nos quedaba poca, y cada día me tocaba alejarme más con las partidas de abastecimiento para encontrar ganado o grano. Insistí a Guthred para que volviéramos a marchar, para que regresáramos al campo, donde sería más fácil encontrar víveres, pero él estaba fascinado con Ivarr.
—¡Me gusta! —me dijo—, y no podemos dejarlo aquí.
—Podemos enterrarlo aquí —sugerí.
—¡Pero si es nuestro aliado! —insistió Guthred, y lo creía. A Ivarr le faltaban elogios hacia Guthred, y Guthred se tragó todas y cada una de sus traicioneras palabras.
Los monjes hicieron bien su trabajo, pues Ivarr se recuperó pronto. Yo confiaba en que muriera de las heridas, pero en tres días estaba montando. Aún le dolía. Eso era evidente. El dolor debía de ser atroz, pero se obligó a caminar y a montar, del mismo modo que se obligó a jurar lealtad a Guthred.
Poca elección tenía. Ivarr comandaba ahora menos de cien hombres, en su mayoría heridos, y ya no era el gran señor de la guerra que había sido, así que él y su hijo se arrodillaron ante Guthred, se dieron las manos y le juraron lealtad. El hijo, el Ivar de dieciséis años, era como su padre y como su abuelo, enjuto y peligroso. Yo desconfiaba de ambos, pero Guthred no tenía intención alguna de escucharme. Era correcto, decía, que un rey se mostrara generoso, y al ser misericordioso con Ivarr creía que le estaría en deuda eternamente.
—Es lo que Alfredo habría hecho —me dijo.
—Alfredo se habría quedado al hijo de rehén y habría largado al padre —le contesté.
—Ha tomado juramento —insistió Guthred.
—Buscará nuevos hombres —le advertí.
—¡Bien! —Y sonrió con aquella sonrisa suya contagiosa—. Necesitamos guerreros.
—Querrá que su hijo sea rey.
—Pero si no quería ser rey él mismo, ¿por qué iba a quererlo para su hijo? Ves enemigos en todas partes, Uhtred. El joven Ivar es un tipo bastante guapete, ¿no te parece?
—Parece una rata desnutrida.
—¡Es de la edad justa para Gisela! Cara-caballo y la rata, ¿qué dices? —contestó, sonriendo de nuevo, pero esta vez le habría borrado la sonrisa de un puñetazo—. Es una idea —prosiguió—. Ya va siendo hora de que se case, y sería un vínculo más con Ivarr.
—¿Por qué no buscáis un vínculo conmigo?
—Hombre, tú y yo ya somos amigos —contestó, aún sonriendo—, y gracias a Dios por eso.
Marchamos hacia el norte cuando Ivarr se recuperó lo suficiente. Ivarr estaba seguro de que habría más supervivientes de la matanza escocesa, así que los hermanos Jaenberht e Ida iban por delante con una escolta de cincuenta hombres. Los monjes, me aseguró Guthred, conocían la zona junto al río Tuede y podían guiar a la partida de búsqueda de los hombres de Ivarr.
Guthred cabalgó con Ivarr durante buena parte del viaje. Le halagaba el juramento de Ivarr, que adscribía a la magia cristiana, y cuando Ivarr se quedó atrás para marchar con sus propios hombres, Guthred llamó al padre Hrothweard e interrogó al cura de hirsuta barba sobre Cutberto, Osvaldo y la Trinidad. Guthred quería entender por sí mismo cómo funcionaba la magia, y le frustraban las explicaciones de Hrothweard.
—El hijo no es el padre —volvió a intentarlo Hrothweard—, y el padre no es el espíritu, y el espíritu no es el hijo, pero padre, hijo y espíritu son uno, indivisibles y eternos.
—¿Así que hay tres dioses? —preguntó Guthred.
—¡Un solo dios! —replicó Hrothweard enfadado.
—¿Tú lo entiendes, Uhtred? —se volvió Guthred para preguntarme.
—Yo nunca lo he entendido, señor —contesté—. Para mí son todo paparruchas.
—¡No son paparruchas! —me susurró con rabia Hrothweard—. Tenéis que pensar en una hoja de trébol, señor —le dijo a Guthred—, tres hojas, separadas, pero una sola planta.
—Es un misterio, señor —intervino Hild.
—¿Un misterio?
—Dios es misterioso, señor —dijo haciendo caso omiso de la mirada maliciosa de Hrothweard—, y en su misterio podemos descubrir maravillas. No necesitáis entenderlo, basta con que os maravilléis.
Guthred se volvió en su silla para mirar a Hild.
—¿Entonces serás la compañera de mi esposa? —le preguntó alegremente.
—Casaos con ella primero, señor —dijo Hild—, y luego decidiré.
Él sonrió y se dio la vuelta.
—Pensaba que habías decidido regresar al convento —le dije en voz baja.
—¿Eso te ha contado Gisela?
—Eso mismo.
—Busco una señal de Dios —contestó Hild.
—¿La caída de Dunholm?
Se puso ceñuda.
—Quizás. Es un lugar terrible. Si Guthred la toma bajo el estandarte de san Cutberto, demostrará el poder de Dios. A lo mejor es la señal que busco.
—A mí me parece —contesté— que ya tienes tu señal.
Apartó su yegua de Witnere que empezaba a mirarla con malos ojos.
—El padre Willibald quería que regresara a Wessex con él —me dijo—. Pero yo le dije que no. Le dije que si me voy a retirar del mundo de nuevo, primero quiero saber cómo es el mundo —prosiguió avanzando en silencio, después habló en voz muy queda—. Me gustaría haber tenido hijos.
—Puedes tenerlos —le dije.
Sacudió la cabeza negativamente.
—No —respondió—, no es mi destino —se me quedó mirando—. ¿Sabes que Guthred quiere casar a Gisela con el hijo de Ivarr? —me preguntó.
Me sorprendió la pregunta.
—Sé que se lo está pensando —contesté con cautela.
—Ivarr ha aceptado. Anoche.
Me dio un vuelco el corazón, pero intenté que no se me notara.
—¿Cómo lo sabes? —le interrogué.
—Me lo ha dicho Gisela. Pero hay una dote.
—Siempre hay una dote —repuse con crudeza.
—Ivarr quiere Dunholm.
Me llevó un instante comprender, pero enseguida vi el monstruoso acuerdo. Ivarr había perdido la mayor parte de su poder en la masacre que le había infligido Aed, pero si conseguía Dunholm y las tierras de Dunholm, recuperaría su posición de fuerza. Los hombres que ahora seguían a Kjartan serían sus hombres, y de un plumazo Ivarr sería de nuevo poderoso.
—¿Y Guthred ha aceptado? —pregunté.
—Aún no.
—No puede ser tan estúpido —exclamé exasperado.
—La estupidez de los hombres no parece tener fin —repuso Hild con aspereza—. ¿Pero tú recuerdas, antes de que nos marcháramos de Wessex, que me dijiste que Northumbria estaba llena de enemigos?
—Lo recuerdo.
—Creo que está más llena de lo que piensas —prosiguió—, así que me quedaré hasta que sepa que vas a sobrevivir —me tocó en el brazo—. A veces me parece que soy la única amiga que tienes aquí. Así que déjame quedarme hasta que sepa que estarás a salvo.
Le sonreí y me toqué la empuñadura de Hálito-de-serpiente.
—Estoy a salvo —le dije.
—Tu arrogancia impide a la gente ver tu bondad —lo dijo como reproche, después puso la mirada en el camino—. ¿Y qué vas a hacer? —me preguntó.
—Cumplir mi deuda de sangre —contesté—. Para eso estoy aquí —y era cierto. Para eso me dirigía al norte, para matar a Kjartan y liberar a Thyra, pero si lo lograba Dunholm pertenecería a Ivarr, y Gisela al hijo de Ivarr. Me sentía traicionado, aunque lo cierto es que no había traición alguna, pues Gisela jamás me había sido prometida. Guthred era libre de casarla con quien quisiera—. O quizá tendríamos que escaparnos —contesté con amargura.
—¿Escaparnos adonde?
—A cualquier parte.
Hild sonrió.
—¿De vuelta a Wessex?
—¡No!
—Entonces ¿adonde?
A ninguna parte. Había conseguido salir de Wessex y no iba a volver, salvo para recoger mi tesoro cuando tuviera un lugar seguro donde llevarlo. El destino me tenía en sus manos, y el destino me había dado enemigos. Por todas partes.
* * *
Vadeamos el río Wiire bien al oeste de Dunholm, y después marchamos con el ejército hasta un lugar que los lugareños llamaban Cuncacester, que cruzaba de lado a lado la calzada romana cinco millas al norte de Dunholm. Los romanos habían construido un fuerte en Cuncacester, y los muros seguían en pie, aunque entonces no eran mucho más que terraplenes en campos verdes. Guthred anunció que el ejército se quedaría cerca del decrépito fuerte, y yo dije que el ejército tendría que seguir marchando al sur hasta que encontrara Dunholm, así que tuvimos nuestra primera pelea, porque no quería cambiar de idea.
—¿Qué sentido tiene, señor —le pregunté—, detener a un ejército a dos horas de marcha de su enemigo?
—Eadred dice que debemos detenernos aquí.
—¿El abad Eadred? ¿Pero es que sabe tomar fortalezas?
—Ha tenido un sueño —contestó Guthred.
—¿Un sueño?
—San Cutberto quiere aquí su santuario —contestó Guthred—. Justo aquí —señaló una pequeña colina sobre la que el santo muerto estaba rodeado de monjes rezando.
Para mí no tenía ningún sentido. Aquel lugar no tenía nada especial, aparte de los restos de la fortificación. Había colinas, campos, un par de granjas y un pequeño río, un lugar muy agradable, pero por qué debía ser el lugar adecuado para el santuario de un santo se me escapaba.
—Nuestro trabajo, señor —le dije—, es capturar Dunholm. No lo vamos a conseguir parándonos a construir una iglesia.
—Pero los sueños de Eadred siempre han acertado —insistió Guthred convencido—. Y san Cutberto no me ha fallado nunca.
Discutí y perdí. Hasta Ivarr, que me apoyaba, le dijo a Guthred que había que acercar el ejército aún más a Dunholm, pero el sueño del abad Eadred nos obligó a acampar en Cuncacester y los monjes se pusieron inmediatamente a construir la iglesia. Nivelaron la colina, talaron árboles, y el abad Eadred plantó estacas para señalar dónde irían las paredes. Quería que los cimientos fuesen de piedra, y eso implicaba buscar una cantera, o mejor aún, un antiguo edificio romano que se pudiera derrumbar, y tendría que ser grande, porque la iglesia que había soñado era más grande que muchos salones de reyes.
Y al día siguiente, un día de finales del verano, bajo nubes desperdigadas, cabalgamos al sur en dirección a Dunholm. Para enfrentarnos a Kjartan y explorar la fuerza de la fortaleza.
Ciento cincuenta hombres hicieron el corto viaje. Ivarr y su hijo flanqueaban a Guthred, Ulf y yo los seguíamos, y sólo los religiosos se quedaron en Cuncacester. Éramos daneses y sajones, guerreros de espada y lanceros, y avanzábamos bajo el nuevo estandarte de Guthred, que mostraba a san Cutberto con una mano levantada en señal de bendición y la otra sosteniendo el evangelio enjoyado de Lindisfarena. No era un estandarte muy inspirador, al menos no para mí, y deseé haber pensado en pedirle a Hild que me hiciera un estandarte que mostrara la cabeza de lobo de Bebbanburg. El conde Ulf tenía su estandarte de la cabeza de águila, Guthred su bandera, e Ivarr cabalgaba bajo una bandera ajada con dos cuervos que, de algún modo, había conseguido rescatar de su derrota en Escocia, pero yo no lucía estandarte.
El conde Ulf maldijo nada más ver Dunholm; era la primera vez que contemplaba la fuerza de aquel peñasco envuelto en un meandro del Wiire. No era roca pura, pues crecían carpes y sicómoros en las empinadas lomas, pero en la cumbre no había matojos y se veía una recia empalizada de madera que protegía el puesto elevado, en el que habían construido tres o cuatro edificios. La entrada al fuerte era una torre rodeada por una muralla en la que ondeaba un estandarte triangular. La bandera mostraba un barco con cabeza de serpiente, recuerdo de que Kjartan había sido antaño patrón de barco, y debajo del estandarte había hombres con lanzas, y colgadas de la empalizada, hileras de escudos.
Ulf observó la fortaleza. Guthred e Ivarr se le unieron, y ninguno dijimos nada, pues no había nada que decir. Parecía impenetrable. Parecía terrible. Había un camino para subir a la fortaleza, pero era empinado y estrecho, y se necesitarían muy pocos hombres para contener aquel camino, dado que daba tres vueltas y había que superar unas cuantas rocas hasta la puerta. Podíamos subir a todo nuestro ejército por aquel camino, pero en algunos lugares era tan estrecho que con veinte hombres bastaría para contenernos, y mientras tanto nos lanzarían a la cabeza todo tipo de lanzas y piedras. Guthred, que claramente creía que no podía tomarse Dunholm, me lanzó una súplica muda.
—¡Sihtric! —grité, y el chico se apresuró a mi lado—. Ese muro —le dije—, ¿rodea toda la cima?
—Sí, señor —contestó, después vaciló—, salvo en…
—¿Salvo en dónde?
—Hay un pequeño peñasco al sur, señor. Allí no hay muro. Es por donde tiran la mierda.
—¿Un peñasco? —pregunté, y él hizo un gesto con la mano derecha para indicar que se trataba de un peñasco de roca pura—. ¿Se puede escalar ese peñasco? —le pregunté.
—No, señor.
—¿Qué pasa con el agua? —le pregunté—. ¿Hay algún pozo?
—Dos pozos, señor, ambos fuera de la empalizada. Hay uno al oeste que no usan con frecuencia, el otro está en el lado este. Pero ése está arriba de todo, donde crecen los árboles.
—¿Está fuera de la muralla?
—Fuera, señor, pero tiene su propia muralla.
Le entregué una moneda como recompensa, pero sus respuestas no me habían hecho muy feliz. Pensaba que si los hombres de Kjartan sacaban agua del río, podíamos poner arqueros para detenerlos, pero ningún arquero podía perforar árboles o una muralla para impedir que se acercaran al pozo.
—¿Y qué hacemos? —me preguntó Guthred, y un punto de rencor me tentó de contestarle que le preguntara a sus curas, que habían insistido en montar el campamento del ejército tan inconvenientemente lejos. Conseguí reprimir esa respuesta.
—Podemos ofrecerle un trato, señor —contesté—, y cuando se niegue, tendréis que matarlo de hambre.
—Acaban de recoger la cosecha —apuntó Guthred.
—Pues costará un año —repliqué—. Construid un muro en el cuello de tierra. Atrapadlo. Que vea que no vais a marcharos. Que vea que el hambre viene a por él. Si construís el muro —le dije, mientras me iba gustando cada vez más la idea—, no tendréis que dejar aquí un ejército. Con sesenta hombres bastaría.
—¿Sesenta? —preguntó Guthred.
—Sesenta hombres pueden defender un muro aquí —le dije.
La enorme masa de roca sobre la que se erguía Dunholm tenía forma de pera; el extremo inferior, más estrecho, formaba el cuello de tierra desde donde contemplábamos las elevadas murallas. El río discurría a nuestra derecha, bordeando la roca, después reaparecía a nuestra izquierda, y justo ahí la distancia entre las dos orillas del río no llegaba ni a trescientos pasos. Nos llevaría una semana limpiar aquellos trescientos pasos de árboles, una semana más construir una zanja y levantar una empalizada y una tercera semana reforzar esa empalizada para que sesenta nombres pudieran defenderla con holgura. El cuello no era terreno llano, sino más bien un montón irregular de rocas, así que la empalizada tendría que ir por encima de las rocas. Sesenta hombres jamás podrían defender trescientos pasos de muro, pero buena parte del cuello era impracticable por las protuberancias rocosas, por las que ningún ataque podía llegar, así que los sesenta sólo tendrían que defender la empalizada en tres o cuatro lugares.
—Sesenta —Ivarr había permanecido en silencio, pero ahora escupía aquella palabra como una maldición—. Necesitaréis más de sesenta. Hay que relevar a los hombres por la noche. Otros hombres tienen que ir a por agua, atender al ganado y patrullar la orilla del río. Sesenta hombres puede que defiendan el muro, pero necesitaréis otros doscientos para mantener a esos sesenta en su puesto —me echó una mirada feroz. Tenía razón, por supuesto. Y si se necesitaban doscientos o trescientos para Dunholm, eso eran doscientos o trescientos menos para guardar Eoferwic, patrullar las fronteras o cultivar las cosechas.
—Pero un muro aquí —dijo Guthred— derrotaría a Dunholm.
—Sí —coincidió Ivarr, pero parecía dudarlo.
—Así que sólo necesito más hombres —contestó Guthred—. Necesito más hombres.
Acerqué a Witnere al este, como si explorara dónde podía construirse el muro. Veía hombres en la torre de Dunholm observándonos.
—A lo mejor no tardamos un año —le grité a Guthred—. Venid aquí a ver.
Apremió al caballo hasta donde estaba y pensé que jamás lo había visto tan desanimado. Hasta ahora todo le había llegado fácilmente, el trono, Eoferwic y el homenaje de Ivarr, pero Dunholm era un pedazo de fuerza bruta que desafiaba su optimismo.
—¿Qué me quieres enseñar? —me preguntó sorprendido de que lo hubiera sacado del camino.
Miré atrás, para asegurarme de que Ivarr y su hijo no podían oírme, después señalé el río como si estuviéramos discutiendo la orografía.
—Podemos capturar Dunholm —le dije a Guthred en voz baja—, pero no voy a ayudaros si se la entregáis como recompensa a Ivarr —torció el gesto, después detecté un destello de malicia en su rostro y supe que estaba tentado de negar que se le hubiera pasado por la cabeza—. Ivarr es débil —le dije—, y mientras lo siga siendo, será vuestro amigo. Pero si le dais poder, lo convertiréis en un enemigo.
—¿De qué me sirve un amigo débil? —me preguntó.
—Es mucho más útil que un enemigo fuerte, señor.
—Ivarr no quiere ser rey —me dijo—, ¿por qué iba a ser mi enemigo?
—Lo que Ivarr quiere —le expliqué— es controlar al rey como a un cachorro con correa. ¿Es lo que queréis? ¿Ser el pelele de Ivarr?
Miró la elevada puerta.
—Alguien tiene que guardar Dunholm —dijo débilmente.
—Pues entregádmela a mí —contesté—, porque soy vuestro amigo. ¿Dudáis de eso?
—No, Uhtred —contestó—, no lo dudo —se me acercó y me tocó un codo. Ivarr nos observaba con ojos de serpiente—. No he hecho ninguna promesa —prosiguió, pero parecía preocupado. Después se obligó a sonreír—. ¿Puedes capturarla?
—Creo que podemos hacer salir a Kjartan de ahí, señor.
—¿Cómo?
—Esta noche voy a hacer brujería, señor —respondí—, y mañana vos hablaréis con él. Le diréis que si se queda aquí, le destruiréis. Decidle que empezaréis quemándole los establos y los corrales de esclavos en Gyruum. Prometedle que lo vais a dejar pelado. Que Kjartan sólo entienda que muerte, fuego y miseria es lo que le espera si se queda aquí. Después le ofrecéis una vía de escape. Que cruce el mar —no era lo que yo deseaba, quería ver a Kjartan el Cruel bajo Hálito-de-serpiente, pero mi venganza no era tan importante como sacar a Kjartan de Dunholm—. ¿Y si funciona, señor, me prometéis que no se la entregaréis a Ivarr?
Vaciló, después me tendió su mano.
—Si funciona, amigo mío, te prometo que te la daré a ti.
—Gracias, señor —le dije, y Guthred me recompensó con su sonrisa contagiosa.
Los vigías de Kjartan debieron de sorprenderse cuando nos marchamos por la tarde. No nos fuimos muy lejos, montamos un campamento en una colina al norte de la fortaleza, y encendimos hogueras para que Kjartan supiera que aún andábamos cerca. Después, en la oscuridad, yo regresé a Dunholm con Sihtric. Me dirigía a hacer mi brujería, a asustar a Kjartan, y para ello necesitaba convertirme en sceadugengan, un caminante de las sombras. Los sceadugengan caminan de noche, cuando los hombres honestos temen abandonar sus casas. La noche es el momento en que monstruos extraños acechan en la oscuridad, cuando ogros, fantasmas, hombres salvajes, elfos y bestias vagan por la oscuridad.
Pero yo siempre me sentí a gusto en la noche. Desde niño practicaba cómo caminar en la noche, hasta que me convertí en una de las criaturas que los hombres temen, y aquella noche me llevé a Sihtric por el camino hasta la puerta de Dunholm. Sihtric guiaba a nuestros caballos que, como él, estaban asustados. Yo tenía problemas para seguir el camino pues la luna estaba oculta bajo unas nubes recién llegadas, así que iba tanteando el terreno, usando Hálito-de-serpiente para no chocar con arbustos ni rocas. Avanzábamos lentamente, Sihtric se agarraba de mi capa para no perderme. Se volvió más fácil a medida que cogimos altura, pues las hogueras dentro de la fortaleza y el resplandor de las llamas por encima de la empalizada hacían de faro. Veía las siluetas de los centinelas en la torre, pero ellos no podían ver que llegamos a un saliente del terreno donde el camino bajaba unos metros antes de subir el último tramo hasta la puerta. A partir de ese punto, la pendiente entre el escaso saliente y la empalizada, no había árboles que obstruyeran la vista, para que ningún enemigo subiera agazapado e intentara un ataque sorpresa.
—Quédate aquí —le dije a Sihtric. Necesitaba que guardara los caballos y llevara mi escudo, mi casco y la bolsa con las cabezas cortadas, que entonces le cogí. Le dije que se escondiera detrás de los árboles y esperara allí.
Coloqué las cabezas en el camino; la más cercana, a menos de cincuenta pasos de la puerta; la más lejana, cerca de los árboles que crecían al borde del saliente. Noté los gusanos moverse cuando saqué las cabezas del saco. Coloqué los ojos muertos mirando hacia la fortaleza, tanteándolas con la mano, así que me puse perdido. Nadie me oyó, nadie me vio. La oscuridad me envolvía, el viento sopló por la colina y el río discurrió ruidoso por las rocas de abajo. Encontré a Sihtric, que estaba temblando; me dio el pañuelo que me coloqué alrededor de la cara, me lo anudé al cuello, me puse el casco encima, y cogí mi escudo. Después esperé.
La luz llega lentamente, en un alba encapotada. Primero se aprecia una raja de gris que acaricia el borde del cielo al este, y durante un rato no es ni de día ni de noche, ni hay sombras, sólo el frío gris que llena el mundo mientras los murciélagos, que surcan las sombras, se apresuran a regresar a casa. Los árboles se vuelven negros a medida que el cielo empalidece en el horizonte, y entonces la primera luz baña el mundo de color. Los pájaros cantan. No tanto como cantan en primavera y a principios del verano, pero yo oía carrizos, mosquiteros y petirrojos recibir la llegada del día, y debajo, en los árboles, un pájaro carpintero martilleaba un tronco. Los árboles negros se habían vuelto verde oscuro y empezaba a ver las bayas rojas de un serbal no muy lejos. Y fue entonces cuando los guardias vieron las cabezas. Los oí gritar, vi más hombres acercarse a las murallas, y esperé. El estandarte estaba izado sobre la torre de la puerta, y seguían llegando hombres. Entonces la puerta se abrió y dos hombres salieron a hurtadillas. Se cerró tras ellos y oí el golpe seco cuando volvieron a pasar la tranca. Parecían vacilar. Yo estaba oculto en los árboles, con Hálito-de-serpiente en la mano, y las piezas que protegían las mejillas abiertas para que el trapo negro rellenara el espacio dentro del casco. Llevaba una capa negra sobre la malla que Hild había bruñido con arena del río. Vestía largas botas negras. Era el guerrero muerto de nuevo y observaba a los dos hombres bajar con cuidado por el camino hasta la hilera de cabezas. Llegaron a la primera cabeza ensangrentada y uno de ellos gritó que era uno de los hombres de Tekil. Después preguntaron qué hacer.
Les contestó Kjartan. Estaba seguro de que era él, aunque no veía su rostro, pero su voz fue un rugido.
—¡Pégales una patada! —gritó, y los dos hombres obedecieron, apartaron las cabezas del camino a patadas y cayeron rodando hasta la hierba alta, donde antes había árboles.
Se acercaron más, hasta donde sólo quedaba una de las siete cabezas y, justo cuando llegaron, salí de entre los árboles.
Vieron un guerrero con el rostro en sombra, reluciente y alto, con espada y escudo en mano. Vieron al guerrero muerto, y no hice otra cosa que quedarme allí plantado, a diez pasos de ellos; no me moví y no hablé; se me quedaron mirando y emitieron un ruido como el de un gatito maullando y, sin mediar palabra, salieron huyendo.
Me mantuve inmóvil mientras salía el sol. Kjartan y sus hombres me miraban, y en aquella luz matutina era la muerte de rostro oscuro en armadura brillante, la muerte con casco de plata, y entonces, justo antes de que decidieran enviar a los perros a descubrir si era un espectro o de carne y hueso, regresé a las sombras junto a Sihtric.
Había hecho lo que había podido por aterrorizar a Kjartan. Ahora le tocaba a Guthred convencerlo de que se rindiera, y después, esperaba, la gran fortaleza de la roca sería mía, y Gisela con ella, y me atreví a confiar en aquellas cosas porque Guthred era mi amigo. Vi mi futuro tan dorado como el de Guthred. Vi la deuda de sangre saldada, a mis hombres asaltando las tierras de Bebbanburg para debilitar a mi tío, y vi a Ragnar regresando a Northumbria para pelear a mi lado. En resumen, que había olvidado a los dioses y me había hilado mi propio destino dorado, mientras en las raíces de la vida las tres hilanderas reían.
* * *
Treinta jinetes regresaron a Dunholm a media mañana. Clapa iba delante con una rama con hojas para demostrar que veníamos en son de paz. Íbamos todos protegidos con malla, pero yo había dejado mi casco con Sihtric. Pensé en volver a disfrazarme del guerrero muerto, pero ya había hecho su brujería y ahora descubriríamos si había funcionado.
Llegamos hasta el lugar en el que había observado a los hombres patear las siete cabezas y allí esperamos. Clapa agitaba la rama con energía, y Guthred jugueteaba nervioso mientras observábamos la puerta.
—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a Gyruum mañana? —preguntó.
—¿A Gyruum? —interrogué.
—Pensaba que íbamos mañana a quemar los corrales de esclavos. Podemos llevarnos halcones, e ir de caza.
—Si nos marchamos al alba —respondió Ivarr—, llegaremos allí a mediodía.
Miré hacia el oeste, por donde se acercaban ominosas nubes oscuras.
—Se acerca mal tiempo —predije.
Ivarr aplastó un tábano en el cuello de su caballo; después miró la torre de la puerta con mala cara.
—El muy cabrón no quiere hablar con nosotros.
—Me gustaría ir mañana —comentó Guthred débilmente.
—Allí no hay nada —contesté.
—Los corrales de esclavos de Kjartan —respondió Guthred—, y tú mismo me has dicho que los tenemos que destruir. Además, me apetece ver el antiguo monasterio. Me han contado que era un gran edificio.
—Pues id cuando haya pasado el mal tiempo —le sugerí.
Guthred no dijo nada porque, en respuesta a los esfuerzos de Clapa, sonó un cuerno desde la puerta. Nos quedamos en silencio mientras las puertas se abrían, y una veintena de hombres cabalgaron hasta nosotros.
Kjartan los comandaba, montado sobre un caballo alto y pinto. Era un hombretón, de rostro ancho, con una enorme barba y ojos pequeños y sospechosos, y cargaba con una gran hacha de guerra como si no pesara nada. Le había añadido al casco un par de alas de cuervo, y una capa blanca sucia colgada de sus descomunales hombros. Se detuvo a unos cuantos pasos, y durante un rato no dijo nada, sólo se quedó mirando. Intenté detectar algo de miedo en sus ojos, pero sólo parecía beligerante, aunque, cuando rompió el silencio, su voz sonaba apagada.
—Señor Ivarr —dijo—, lamento que no matarais a Aed.
—Sobreviví —contestó Ivarr con sequedad.
—Me alegro por ello —repuso Kjartan, y me observó con detenimiento. Estaba separado del resto, a un lado del camino y ligeramente por encima de ellos, donde el camino se levantaba hasta el peñasco cubierto de árboles antes de descender hasta el cuello. Kjartan debió de reconocerme, sabía que era el hijo adoptivo de Ragnar que le había costado al suyo propio un ojo, pero decidió ignorarme, y volvió a mirar a Ivarr—. Lo que habríais necesitado para derrotar a Aed —dijo— es un hechicero.
—¿Un hechicero? —Ivarr parecía divertido.
—Aed teme la antigua magia —repuso Kjartan—. Jamás se enfrentaría a un hombre que arranca cabezas con magia.
Ivarr no dijo nada. Pero se dio la vuelta y me miró; de ese modo traicionó al guerrero muerto y le aseguró a Kjartan que no se enfrentaba a brujería, sino a un antiguo enemigo, y yo vi el alivio en la mirada de Kjartan. De repente estalló en carcajadas, unos ladridos de burla, pero siguió ignorándome. Entonces se dirigió a Guthred.
—¿Quién eres tú? —quiso saber.
—Soy tu rey —contestó Guthred.
Kjartan volvió a reírse. Ahora estaba relajado, seguro de que no se enfrentaba a ninguna magia negra.
—Esto es Dunholm, cachorro —dijo—, y aquí no tenemos rey.
—Con todo, aquí estoy —contestó Guthred, inmutable ante el insulto—, y aquí me voy a quedar hasta que el sol de Dunholm blanquee tus huesos.
A Kjartan le divirtió aquello.
—¿Crees que puedes matarme de hambre? ¿Tú y tus curas? ¿Crees que me voy a morir de hambre porque tú estás aquí? Escucha, cachorro. Hay peces en el río y pájaros en el cielo, y Dunholm no se va a morir de hambre. Puedes esperar aquí hasta que el caos envuelva el mundo, pero yo comeré mejor que tú. ¿Por qué no le habéis dicho eso, señor Ivarr? —Ivarr se limitó a encogerse de hombros como si las ambiciones de Guthred no fueran asunto suyo—. Bueno —Kjartan apoyó el hacha en su hombro, como para sugerir que no iba a necesitarla—, ¿qué vienes a ofrecerme, cachorro?
—Puedes llevarte a tus hombres a Gyruum —le dijo Guthred—, y desde allí os proporcionaremos barcos para que os marchéis. Tu gente puede irse contigo, salvo los que deseen quedarse en Northumbria.
—Juegas a ser rey, chico —dijo Kjartan, después volvió a mirar a Ivarr—. ¿Y tú te has aliado con éste?
—Sí, me he aliado con él —contestó Ivarr sin tono alguno.
Kjartan volvió a mirar a Guthred.
—Me gusta esto, cachorro. Me gusta Dunholm. Lo único que pido es que me dejen en paz. No quiero tu trono, no quiero tus tierras, aunque puede que quiera tus mujeres si alguna es lo suficientemente guapa. Así que voy a hacerte una oferta. Tú me dejas en paz y yo me olvido de que existes.
—Disturbas mi paz —contestó Guthred.
—Mira, cachorro, en tu paz voy a cagarme pero bien como no te largues de aquí —gruñó Kjartan, y en su voz había una fuerza que descompuso un tanto a Guthred.
—¿Así que rechazas mi oferta? —le preguntó Guthred. Había perdido el enfrentamiento y lo sabía.
Kjartan sacudió la cabeza como si el mundo le pareciera un lugar más triste de lo que esperaba.
—¿A esto llamas rey? —le preguntó a Ivarr—. Si necesitas un rey, busca a un hombre.
—Me cuentan que este rey es tan hombre como para mearle encima a tu hijo —hablé por primera vez—. Y también me han dicho que Sven se marchó llorando. Has criado un cobarde, Kjartan.
Kjartan me señaló con el hacha.
—Contigo tengo cuentas pendientes —dijo—, pero no es éste el día de ponerte a chillar como una mujer. Aunque ese día llegará —me escupió, después tiró de las bridas de su caballo y cabalgó de vuelta hasta la puerta sin mediar otra palabra. Sus hombres le siguieron.
Guthred le dejó marchar. Yo miré a Ivarr, que había traicionado deliberadamente la brujería, y supuse que le habían dicho que Dunholm sería mía si caía, así que intentaba asegurarse de que no sucediera. Se me quedó mirando, le dijo algo a su hijo y ambos se rieron.
—En dos días —me dijo Guthred—, empezarás a trabajar en el muro. Te daré doscientos hombres para construirlo.
—¿Por qué no empezamos mañana? —le pregunté.
—Porque vamos a Gyruum, por eso. ¡Nos vamos de caza!
Me encogí de hombros. Los reyes tienen caprichos y este rey quería cazar.
Regresamos a Cuncacester, donde descubrimos que Jaenberht e Ida habían regresado de su expedición en busca de más supervivientes de Ivarr.
—¿Habéis encontrado a alguien? —le pregunté cuando desmontamos.
Jaenberht se me quedó mirando, como si la pregunta lo turbara; Ida se apresuró a sacudir la cabeza.
—No hemos encontrado a nadie —contestó.
—Habéis perdido el tiempo —les dije.
Jaenberht sonrió, o puede que sólo fuera el labio torcido que me hizo pensar que sonrió; después ambos fueron convocados para informar a Guthred de su viaje, y yo me marché a buscar a Hild para preguntarle si los cristianos echaban maldiciones, y si lo hacían, pedirle que le echara dos docenas a Ivarr.
—Métele a tu demonio —le dije.
Esa noche Guthred intentó levantarnos el ánimo con una fiesta. Se había instalado en una granja del valle debajo de la colina en la que el abad Eadred construía su iglesia, e invitó a todos los hombres que se habían enfrentado a Kjartan aquella mañana y nos sirvió cordero hervido y trucha fresca, cerveza y buen pan. Un arpista tocó tras la comida y después yo conté la historia de cuando Alfredo fue a Cippanhamm disfrazado de arpista. Rieron cuando les conté la paliza que le pegó un danés por ser tan mal músico.
El abad Eadred era otro de los invitados y, cuando Ivarr se marchó, al abad se ofreció para decir las oraciones vespertinas. Los cristianos se reunieron a un lado de la hoguera y eso nos dejó a Gisela y a mí junto a la puerta de la granja. Llevaba una bolsa de cordero en su cinturón y, mientras Eadred entonaba la oración, la abrió y sacó un puñado de varillas de runas atadas con un hilo de lana. Las varillas eran flexibles y blancas. Me miró, pidiéndome permiso para echarlas y yo asentí. Las sostuvo en el aire, cerró los ojos, y las soltó en el suelo.
Las varillas cayeron con el desorden habitual. Gisela se arrodilló junto a ellas; su rostro era un claroscuro contrastado a causa de las llamas. Miró las mezcladas varillas durante mucho rato, observándome de vez en cuando, y luego, repentinamente, empezó a llorar. La toqué en el hombro.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Entonces gritó. Levantó la cabeza hasta las ahumadas vigas y aulló.
—¡No! —gritó, e hizo callar a Eadred—. ¡No! —Hild se acercó corriendo desde el hogar y rodeó con un brazo a la llorosa muchacha, pero Gisela se apartó y volvió a mirar las varillas de runas—. ¡No! —gritó una tercera vez.
—¡Gisela! —Su hermano se agachó junto a ella—. ¡Gisela!
Se dio la vuelta, y le pegó un bofetón, le pegó un bofetón muy fuerte, empezó a respirar como si le faltara aire, y Guthred, con la mejilla roja, recogió las runas.
—Son una brujería pagana, señor —dijo Eadred—, son una abominación.
—Llévatela —le dijo Guthred a Hild—, llévatela a su cabaña —y Hild se llevó a Gisela, con la ayuda de dos sirvientas que se habían acercado al oír los gritos.
—El diablo la castiga por su brujería —insistió Eadred.
—¿Qué es lo que ha visto? —me preguntó Guthred.
—No me lo ha dicho.
Siguió mirándome, y pensé por un instante que había lágrimas en sus ojos, luego se dio la vuelta bruscamente y tiró las varillas a la hoguera. Crepitaron con fiereza y una llama saltó hasta el techo, después se arrugaron y se calcinaron.
—¿Qué prefieres —me preguntó Guthred—, halcón o cernícalo? —Me lo quedé mirando perplejo—. Para la caza de mañana —me aclaró—. ¿Qué prefieres?
—Halcón.
—Pues mañana puedes cazar con Presteza —me dijo, dándome el nombre de una de sus aves.
—Gisela está enferma —me dijo Hild más tarde, aquella noche—, tiene fiebre. No tendría que haber comido carne.
A la mañana siguiente le compré unas varillas de runas a uno de los hombres de Ulf. Eran varillas negras, más largas que las blancas que habían ardido, y las pagué caras. Se las llevé a la cabaña de Gisela, pero una de las mujeres dijo que Gisela tenía una enfermedad de mujeres y que no podía verme. Le dejé las varillas. Predecían el futuro, y mejor me habría lucido el pelo, mucho mejor, si me las hubiera tirado yo mismo. Pero lo que hice fue marcharme de caza.
* * *
Era un día caluroso. Aún se amontonaban las nubes oscuras en el oeste, pero no parecían acercarse más, y el sol pegaba con fuerza, de modo que sólo la veintena de hombres que componía nuestra guardia llevaba malla. No esperábamos encontrar enemigos. Guthred nos guiaba, Ivarr y su hijo nos acompañaban, también estaba allí Ulf, así como los dos monjes, Jaenberht e Ida, que vinieron a decir oraciones por los monjes que habían sido masacrados en Gyruum. No les conté que estuve en la masacre, que había sido obra de Ragnar el Viejo. Tenía una buena causa. Los monjes habían matado daneses y Ragnar los había castigado, aunque hoy en día siempre cuentan que los monjes estaban rezando inocentemente y murieron como mártires impolutos. En verdad eran malvados asesinos de mujeres y niños, pero ¿qué oportunidad tiene la verdad cuando los curas cuentan la historia?
Guthred estaba contentísimo aquel día. No dejaba de hablar, se reía de sus propias gracias, e incluso intentó arrancarle una sonrisa a Ivarr. Ivarr sólo habló para aconsejar a su hijo en la cetrería. Guthred me había prestado su halcón, pero al principio cabalgábamos por terreno boscoso, donde un halcón no puede cazar, así que su cernícalo tenía ventaja y le trajo dos grajos de entre las ramas. Vitoreó a cada pieza. Hasta que llegamos a cielo abierto junto al río, mi halcón no pudo volver a levantar el vuelo y desplomarse rápido sobre un pato, pero el halcón falló y el pato salió volando hasta un grupo de alisos.
—Hoy no es tu día de suerte —me dijo Guthred.
—Puede que se nos acabe la suerte a todos pronto —comenté, y señalé hacia el oeste donde se acumulaban las nubes—. Va a haber tormenta.
—A lo mejor esta noche —dijo quitándole importancia—, no caerá hasta la noche. Le había entregado el cernícalo a su sirviente y yo le tendí el halcón a otro. El río quedaba ahora a nuestra izquierda y teníamos delante los edificios de piedra quemados del monasterio de Gyruum, construido junto a la orilla del río, donde el terreno se elevaba sobre las salinas. La marea estaba baja y las trampas para peces se extendían hasta el río, que se encontraba con el mar a poca distancia hacia el este.
—Gisela tiene fiebre —me dijo Guthred.
—Eso me han dicho.
—Eadred dice que la va tocar con el paño que cubre el rostro de san Cutberto. Dice que la curará.
—Eso espero —contesté obedientemente. Delante de nosotros Ivarr y su hijo cabalgaban con una docena de sus seguidores protegidos con cota de malla. Si ahora se daban la vuelta, pensé, podrían asesinarnos a Guthred y a mí, así que me incliné y frené al caballo para que nos alcanzaran los hombres de Ulf.
Guthred me dejó hacerlo, pero le divertía.
—No es un enemigo, Uhtred.
—Un día —le contesté—, tendréis que matarle. Ese día, señor, estaréis a salvo.
—¿Ahora no lo estoy?
—Tenéis un ejército pequeño, y no entrenado —contesté—, e Ivarr volverá a reunir hombres. Contratará daneses de espada, de escudo y de lanza para volver a ser señor de Northumbria. Ahora es débil, pero no siempre lo va a ser. Por eso desea Dunholm, porque le volvería a dar poder.
—Ya lo sé —respondió Guthred con paciencia—. Todo eso lo sé.
—Y si casáis a Gisela con el hijo de Ivarr —proseguí—, ¿cuántos hombres os va a proporcionar?
Me miró con severidad.
—¿Y cuántos hombres me vas a dar tú? —preguntó, pero no esperó mi respuesta.
Lo que hizo fue espolear al caballo y apresurarse loma arriba hasta el monasterio en ruinas que los hombres de Kjartan habían usado como su casa. Habían construido un techo de paja entre los muros de piedra, y debajo había un hogar y una docena de plataformas para dormir. Los hombres que vivían allí debían de haber regresado a Dunholm antes incluso de que cruzáramos el río de camino al norte, pues la casa hacía tiempo que estaba desierta. La hoguera estaba fría. Más allá de la colina, en el amplio valle entre el monasterio y el viejo fuerte romano en el cabo, estaban los corrales de los esclavos, que no eran más que vallas de juncos en un recinto de estacas. Estaban todos vacíos. Arriba del viejo fuerte vivía alguien que controlaba un alto faro que debían encender si llegaba un asalto por el río. Dudo mucho de que lo usaran nunca, pues no sé qué danés asaltaría las tierras de Kjartan, pero había un único barco bajo la colina del faro, anclado donde el río Tine giraba hacia el mar.
—Vamos a ver qué hace aquí —ordenó Guthred sombrío, como si le supiera mal la presencia del barco; después ordenó a sus tropas personales que derrumbaran las vallas de juncos y las quemaran con el techo de paja—. ¡Quemadlo todo! —ordenó. Observó mientras empezaba el trabajo, después me sonrió—. ¿Vamos a ver qué es ese barco?
—Es un comerciante —le dije. Era un barco danés, pues ningún otro tipo navegaba aquellas costas, pero evidentemente no se trataba de un barco de guerra, pues su casco era más corto y el bao más ancho que el de los barcos de guerra.
—Pues vamos a decirle que aquí ya no hay nadie con quien comerciar —contestó Guthred—, al menos ningún comercio de esclavos.
Ambos cabalgamos hacia el este. Nos acompañaba una docena de hombres. Ulf era uno de ellos, Ivarr y su hijo también vinieron, y detrás venía Jaenberht, no se fuera a perder algo, que no dejaba de agobiar a Uhtred con que había que empezar a reconstruir el monasterio.
—Primero tenemos que acabar la iglesia de san Cutberto —le dijo al monje.
—Pero también hay que reconstruir la casa que aquí había —insistió Jaenberht—, es un lugar sagrado. El muy santo Beda vivió aquí.
—Lo reconstruiremos —le prometió Guthred, después frenó a su caballo frente a una cruz de piedra que había sido derrumbada de su pedestal y ahora yacía semienterrada entre los hierbajos. Era una fina pieza labrada, con bestias enroscadas, plantas y santos—. Y esta cruz volverá a erguirse —dijo, y después miró a su alrededor por toda la curva del río—. Un buen lugar —concluyó.
—Desde luego —coincidí.
—Si los monjes regresan —dijo—, volverán a hacerlo próspero. Pescado, sal, cosechas, ganado. ¿Cómo consigue dinero Alfredo?
—Impuestos —le contesté.
—¿También se los impone a la iglesia?
—No le gusta —respondí—, pero lo hace cuando las cosas se ponen difíciles. Después de todo, deben pagar para protegerse.
—¿Acuña su propio dinero?
—Sí, señor.
Se rio.
—Qué complicado es ser rey. A lo mejor tendría que visitar a Alfredo. Pedirle consejo.
—Eso le gustaría —contesté.
—¿Me daría la bienvenida? —sonaba precavido.
—Desde luego.
—¿Aunque sea danés?
—Porque sois cristiano —respondí.
Pensó sobre ello, después se acercó a donde el camino se enroscaba por un pantano y cruzaba un arroyuelo en el que dos ceorls ponían trampas para anguilas. Se arrodillaron cuando pasamos, y Guthred les dedicó una sonrisa que ninguno de los dos vio porque tenían las cabezas gachas. Había cuatro hombres en la orilla junto al barco atracado, pero ninguno llevaba armas, y supongo que sólo se acercaban a saludar y asegurarnos que no pretendían ningún mal.
—Dime —me preguntó de repente Guthred—, ¿es Alfredo distinto por ser cristiano?
—Sí —contesté.
—¿En qué sentido?
—Está decidido a ser bueno, señor —respondí.
—Nuestra religión —dijo, olvidando por un instante que se había bautizado— no hace eso, ¿verdad?
—¿No lo hace?
—Odín y Thor quieren que seamos valientes —dijo—, y quieren que los respetemos, pero no nos hacen buenos.
—No —coincidí.
—Así que el cristianismo es distinto —insistió, después frenó al caballo cuando el camino terminó en un escalón de arena y guijarros. Los cuatro hombres esperaban a unos cientos de pasos, al otro extremo de la playa de guijarros—. Dame tu espada —me dijo Guthred de repente.
—¿Mi espada?
Sonrió con paciencia.
—Esos marineros no están armados, Uhtred, y quiero que vayas a hablar con ellos, así que dame tu espada.
Sólo iba armado con Hálito-de-serpiente.
—Detesto ir desarmado, señor —protesté.
—Es una muestra de cortesía, Uhtred —insistió Guthred, y tendió su mano.
No me moví. Ninguna muestra de cortesía de las que yo conocía requería que un señor se quitase la espada antes de hablar con marineros corrientes. Me quedé mirando a Guthred y detrás de mí oí hojas que salían de sus vainas.
—Dame la espada —repitió Guthred—, después camina hacia los hombres. Yo te sujetaré el caballo —recuerdo haber mirado a mi alrededor y ver el pantano detrás y el escalón de guijarros enfrente y pensar que sólo tenía que hincar las espuelas y salir al galope, pero Guthred se me acercó y me cogió las riendas—. Dales la bienvenida de mi parte —dijo con voz forzada.
Aún podía haberme marchado al galope, arrancarle las riendas de la mano, pero Ivarr y su hijo me rodearon. Ambos tenían espadas y el semental de Ivarr bloqueaba el paso a Witnere, que atizaba mordiscos irritado. Calmé al caballo.
—¿Qué habéis hecho, señor? —le pregunté a Guthred. Por un instante, se quedó callado. De hecho, parecía incapaz de mirarme, pero luego se obligó a contestar.
—Tú me lo dijiste —contestó—, Alfredo haría lo que hiciera falta para conservar su reino. Es lo que estoy haciendo.
—¿Y qué es?
Tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Ælfric de Bebbanburg está enviando tropas para ayudar a capturar Dunholm —dijo. Me lo quedé mirando—. Viene —prosiguió— para prestarme juramento de lealtad.
—Yo también os lo presté —respondí con amargura.
—Y yo juré liberarte de él —contestó—, cosa que hago ahora.
—¿Así que me entregáis a mi tío? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—El precio de tu tío era tu vida, pero me he negado. Te vas a marchar, Uhtred. Eso es todo. Te irás lejos. Y a cambio de tu exilio yo conseguiré la alianza de muchos guerreros. Tenías razón. Necesito guerreros. Ælfric de Bebbanburg me los puede proporcionar.
—¿Y por qué tengo que irme al exilio desarmado? —le pregunté, tocando la empuñadura de Hálito-de-serpiente.
—Dame la espada —dijo Guthred. Dos de los hombres de Ivarr estaban detrás de mí, ambos con las espadas desenvainadas.
—¿Por qué tengo que irme desarmado? —volví a preguntar.
Guthred miró el barco, después volvió a mirarme a mí. Se obligó a decir lo que tenía que decir.
—Irás desarmado —me dijo— porque lo que yo fui vas a serlo tú también. Ese es el precio de Dunholm.
Por un instante no pude ni respirar ni hablar, y me llevó un momento convencerme de que aquello significaba lo que yo estaba entendiendo.
—¿Me vendéis como esclavo? —pregunté.
—Al contrario —contestó—, estoy pagando para que te lleven como esclavo. Ve con Dios, Uhtred.
En aquel momento, detesté a Guthred, aunque una pequeña parte de mí reconocía que estaba siendo despiadado y que eso formaba parte del reinado. No podía darle más que dos espadas, y mi tío Ælfric le podía proporcionar trescientas espadas y lanzas, así que había tomado una decisión. Era, por supuesto, la decisión correcta, y yo había sido un imbécil por no verlo venir.
—Márchate —dijo Guthred con más dureza, y yo juré vengarme y estampé los talones en los flancos de Witnere, pero el caballo de Ivarr lo desequilibró inmediatamente, así que cayó de rodillas y yo resbalé por su cuello—. ¡No lo matéis! —gritó Guthred, y el hijo de Ivarr me dio un cintarazo con la espada de modo que caí del caballo, y cuando me puse en pie Witnere estaba a salvo en manos de Ivarr y los hombres de Ivarr estaban encima de mí con las espadas en mi cuello.
Guthred no se había movido. Se limitaba a observarme, pero detrás de él, con una sonrisa en su rostro torcido, estaba Jaenberht, y entonces comprendí.
—¿Se ha encargado ese cabrón de arreglar esto? —le pregunté a Guthred.
—El hermano Jaenberht y el hermano Ida pertenecen a la casa de tu tío —admitió Guthred.
Y entonces comprendí lo cretino que había sido. Los dos monjes habían venido a Cair Ligualid y desde entonces habían estado negociando mi destino, y yo ni me había enterado.
Me sacudí el polvo del jubón de cuero.
—¿Podéis hacerme un favor, señor? —le pedí.
—Si me es posible.
—Entregadle mi espada y mi caballo a Hild. Entregádselo todo y decidle que me lo guarde.
Se detuvo.
—No vas a volver, Uhtred —respondió con amabilidad.
—Concededme ese favor, señor —insistí.
—Lo haré —me prometió Guthred—, pero dame la espada primero.
Me desabroché Hálito-de-serpiente. Pensé en desenvainarla y defenderme con su buena hoja, pero habría muerto en un instante, así que besé su empuñadura y se la entregué a Guthred. Después me quité los brazaletes, las señales de un guerrero, y se los entregué.
—Dádselos a Hild —le pedí.
—Lo haré —dijo, guardando los brazaletes, después miró a los cuatro hombres que esperaban por mí—. El conde Ulf encontró a estos hombres —dijo Guthred haciendo un gesto con la cabeza a los tratantes de esclavos—, no te conocen y sólo saben que te tienen que llevar lejos —ese anonimato era una especie de suerte. Si los tratantes de esclavos hubieran sabido cuánto me deseaba Ælfric, o cuánto pagaría Kjartan por mis ojos, no habría sobrevivido ni una semana—. Ahora márchate —me ordenó Guthred.
—Habríais podido alejarme sin más —le dije con amargura.
—Tu tío tenía un precio —contestó Guthred—, éste es. Quería tu muerte, pero aceptó esto a cambio.
Miré tras él, donde las nubes negras se amontonaban en el oeste como montañas. Estaban mucho más cerca y eran mucho más oscuras, y un viento frío refrescaba el ambiente.
—Tenéis que marcharos, señor —le dije—. Se avecina tormenta.
No dijo nada y se marchó. El destino es inexorable. En las raíces del árbol de la vida las tres hilanderas habían decidido que el hilo de oro que ponía fortuna en mi vida tenía que acabarse. Recuerdo mis botas crujir sobre la arena y los guijarros, y recuerdo las gaviotas blancas volar libres.
Me había equivocado con los cuatro hombres. Iban armados, no con espadas o lanzas, sino con porras cortas. Me observaron acercarme mientras Guthred e Ivarr me miraban alejarme; sabía qué iba a pasar y no intenté resistirme. Caminé hasta los cuatro hombres; uno de ellos dio un paso adelante y me golpeó en el estómago para que perdiera el aliento, el otro me golpeó en la cabeza para que cayera sobre los guijarros y al tercer golpe perdí el conocimiento. Había sido un señor de Northumbria, un guerrero de espada, el hombre que había matado a Ubba Lothbrokson junto al mar, y que había desmontado a Svein, el del Caballo Blanco, y ahora era un esclavo.