Capítulo III

El grito fue de Clapa. Un berrido agudo como el de un joven jabalí azuzado. Sonó más como un grito de terror que como un desafío, y no era de extrañar, pues Clapa no se había enfrentado antes en combate. No tenía ni idea de qué gritaba cuando bajó cargando por la loma. El resto de las tropas reales de Guthred lo seguían, pero era Clapa quien comandaba, todo torpeza y salvajismo. Se había olvidado de desatar el pedazo de tela que protegía el filo de su espada, pero era tan grande y tan fuerte que la espada actuó como un mazo. Sólo había cinco hombres con Tekil, y los treinta jóvenes saltaron por la elevada orilla en bandada y sentí el cuchillo de Tekil rasgarme la mejilla al apartarse. Intenté hacerme con su cuchillo, pero era demasiado rápido; Clapa le atizó en la cabeza y se tambaleó, vi a Rypere a punto de ensartarle la garganta con su espada y les grité que los quería vivos.

—¡Vivos! ¡Los quiero vivos!

Mataron a dos a pesar de mis advertencias. Uno fue acuchillado y despedazado por al menos una docena de espadas; se retorció, se sacudió y tiñó el arroyo de sangre. Clapa había abandonado su espada y forcejeaba con Tekil en la orilla de guijarros, donde lo había tumbado con su fuerza bruta.

—Bien hecho, Clapa —le dije, dándole una palmada en el hombro, y me sonrió cuando le arrebaté a Tekil cuchillo y espada. Rypere remató al tipo que se retorcía en el arroyo. Uno de mis chicos recibió un corte en el muslo, pero el resto salieron ilesos, y ahora sonreían en el arroyo, esperando una alabanza como cachorros que cobran su primer zorro—. Lo habéis hecho muy bien —les dije, y era cierto, pues Tekil y sus tres hombres eran ahora nuestros prisioneros. Sihtric, el más joven, se contaba entre los cautivos, y aún sostenía los grilletes. Preso de la ira, se los arrebaté y le aticé en la cabeza con ellos—. Quiero a los otros dos hombres.

—¿Qué otros hombres, señor?

—Ha enviado a dos de sus hombres a por los caballos —les dije—. Encontradlos —volví a golpear a Sihtric, pues deseaba oírle llorar, pero guardó silencio a pesar de correrle sangre por la sien.

Guthred seguía sentado en los guijarros, la confusión se reflejaba en su atractivo rostro.

—He perdido las botas —dijo. Parecía preocuparle mucho más que habernos salvado por los pelos.

—Las habéis dejado río arriba —le informé.

—¿Mis botas?

—Río arriba —contesté de nuevo, y le metí una patada a Tekil, haciéndome más daño yo en el pie del que le hice a él en las costillas cubiertas de malla. Estaba cabreado. Había sido un imbécil, y me sentía humillado. Me abroché las espadas, me arrodillé y le quité los cuatro brazaletes a Tekil. Levantó la mirada y debió de adivinar su destino, pero su rostro permaneció impasible.

Llevaron a los prisioneros de vuelta a la ciudad, y mientras tanto descubrimos que los dos hombres que Tekil había enviado a por los caballos debieron de oír el jaleo, pues habían huido hacia el este. Nos llevó demasiado tiempo ensillar nuestros propios caballos y partir en su búsqueda, y me cagué en todo porque no quería que le llevaran noticias de mí a Kjartan. Si los fugitivos hubieran tenido algo de seso, habrían cruzado el río y huido a toda prisa por la muralla, pero debió de parecerles arriesgado atravesar Cair Ligualid, y más seguro dirigirse primero al sur y luego al este. También tendrían que haber abandonado los caballos sin montura, pero por avidez, se los llevaron con ellos y resultó muy fácil seguir sus huellas, incluso con el suelo seco. Ambos estaban en terreno desconocido, se alejaron demasiado hacia el sur y eso nos dio la oportunidad de bloquearlos por el este. Al atardecer teníamos más de sesenta hombres persiguiéndolos y a la puesta de sol descubrimos que se habían detenido junto a un grupo de carpes.

El más viejo salió peleando. Sabía que le quedaba poco tiempo de vida y estaba decidido a ir al salón de Odín en lugar de a los horrores del Niflheim; cargó desde los arbustos con un caballo agotado, lanzando gritos de desafío. Le di un toque con los talones a los flancos de Witnere, pero Guthred me detuvo.

—Este es mío —dijo, desenvainó la espada y su caballo salió disparado, mayormente porque Witnere, ofendido por haber sido bloqueado, le había pegado un mordisco en la grupa a la bestia más pequeña.

Guthred se estaba comportando como un rey. Jamás disfrutó de la pelea, y tenía muchísima menos experiencia en batalla que yo, pero sabía que esa pieza tenía que cobrarla él, o empezarían a decir que se refugiaba tras mi espada. Se las apañó bastante bien. Su caballo tropezó justo antes de cruzarse con el hombre de Kjartan, pero supuso una ventaja, pues el tropezón lo desvió y el salvaje lance del enemigo ni siquiera le rozó la cintura, mientras que el ataque desesperado de Guthred sí le acertó al hombre en la muñeca, se la rompió y ya fue todo cuestión de desmontarlo y rebanarlo hasta morir. Guthred no lo disfrutó, pero sabía que tenía que hacerlo, y con el tiempo aquella carnicería pasaría a formar parte de su leyenda. Las gestas cantaban cómo Guthred de Northumbria mató a seis malandrines en combate, pero en realidad sólo había sido uno, y bastante suerte tuvo de que el caballo tropezara. En cualquier caso, eso es bueno en un rey. Los reyes necesitan tener suerte. Luego, cuando regresamos a Cair Ligualid, le entregué el viejo casco de mi padre como recompensa por su valentía, y eso le complació mucho.

Ordené a Rypere que se encargara del otro hombre, tarea a la que se entregó con una fruición esperanzadora. No le resultó muy difícil porque el segundo tipo era un cobarde que sólo quería rendirse. Arrojó su espada, se arrodilló y, temblando, gritó que se rendía, pero yo tenía otros planes para él.

—¡Mátalo! —le dije a Rypere, que me devolvió una sonrisa voraz y lo descuartizó.

Nos llevamos los doce caballos, les quitamos a los muertos las armaduras y las armas y dejamos los cadáveres para las fieras, pero antes le dije a Clapa que les cortara la cabeza con su espada. Clapa se me quedó mirando con ojos de buey.

—¿Las cabezas, señor? —preguntó.

Clapa, si se las cortas —le dije—, esto es para ti —y le di dos de los brazaletes de Tekil.

Se quedó mirando los brazaletes de plata como si no hubiera visto cosas más maravillosas en su vida.

—¿Para mí, señor?

—Has salvado nuestras vidas, Clapa.

—Fue Rypere el que nos trajo a todos —admitió—. Dijo que no deberíamos abandonar al rey a solas y que vos os habíais marchado, así que teníamos que seguiros.

Así que le di a Rypere los otros dos brazaletes, luego Clapa decapitó a los muertos y aprendió lo difícil que es cortar por el cuello, pero en cuanto lo hizo nos llevamos las cabezas ensangrentadas de vuelta a Cair Ligualid, y, cuando llegamos a la ciudad en ruinas, hice que sacaran a los dos primeros cadáveres del río y que me trajeran también las cabezas.

El abad Eadred quería ahorcar a los cuatro prisioneros restantes, pero lo convencí de que me dejara a mí a Tekil, al menos por una noche, y ordené que me lo trajeran a las ruinas de un viejo edificio que yo diría que perteneció a los romanos. Los altos muros estaban revestidos de piedra e interrumpidos por tres altos ventanales. No había techo. El suelo estaba compuesto de diminutos azulejos blancos y negros, que antaño formaran un dibujo, pero hacía mucho que se había perdido. Encendí una hoguera sobre el trozo de suelo donde había más azulejos, y las llamas iluminaron con luz tenebrosa los viejos muros. Una tenue luz entraba por las ventanas cuando las nubes se apartaban de la luna. Rypere y Clapa me trajeron a Tekil. Querían quedarse para ver qué le hacía, pero les ordené que se marcharan.

Tekil había perdido su armadura y estaba ahora vestido con un jubón mugriento. Tenía la cara amoratada y en las muñecas y tobillos cargaba con los grilletes que pretendía para mí. Se sentó al fondo de la antigua estancia y yo me senté al otro lado de la hoguera. Se me quedó mirando. Tenía un buen rostro, fuerte, y pensé que me habría gustado Tekil de camarada en lugar de enemigo. Parecía divertirle que lo inspeccionara.

—Eras el guerrero muerto —dijo al cabo de un rato.

—¿Sí?

—Sé que el guerrero muerto llevaba un casco con un lobo de plata en la cimera, y te he visto puesto ese mismo casco —se encogió de hombros—. Igual te presta el casco.

—Igual me lo presta —contesté.

Medio sonrió.

—El guerrero muerto ha conseguido que Kjartan y su hijo se caguen por la pata abajo, pero eso era lo que pretendías, ¿no?

—Eso es lo que pretendía el guerrero —contesté.

—Bueno —prosiguió—, has decapitado a cuatro de mis hombres y vas a enviar a Kjartan las cabezas.

—Sí.

—Porque quieres asustarlo aún más.

—Sí —contesté.

—Pero tiene que haber ocho cabezas —prosiguió—. ¿No es así?

—Sí —repuse.

Ante esto no pudo evitar una mueca; después se apoyó contra el muro y observó pasar las nubes frente a la luna creciente. Los perros aullaron en las ruinas y Tekil volvió la cabeza para escucharlos.

—A Kjartan le gustan los perros —dijo—. Tiene una jauría. Bichos peligrosos. Pelean entre ellos y sólo se queda con los más fuertes. La perrera es una estancia que tiene en Dunholm y sólo los usa para dos cosas —se detuvo y me miró inquisitivo—. Eso es lo que quieres, ¿no? Que te hable de Dunholm. Sus puntos fuertes y débiles, cuántos hombres alberga y con cuántos podrías tomarlo.

—Todo eso —contesté—, y más.

—Esa es tu deuda de sangre, ¿no es cierto? La vida de Kjartan en venganza por la del conde Ragnar.

—El conde Ragnar me crio —repuse—, y lo quería como a un padre.

—¿Y qué pasa con su hijo?

—Alfredo lo tiene de rehén.

—¿Así que vas a cumplir la obligación de un hijo? —preguntó, y se encogió de hombros, como si mi respuesta fuera evidente—. No te va a resultar fácil —continuó—, menos aún si te tienes que enfrentar a los perros de Kjartan. Viven en su propio edificio. Como señores, y bajo el suelo del edificio se encuentra el tesoro de Kjartan. Montones de oro y plata. Un tesoro que nunca mira. Pero está allí, enterrado en la tierra, debajo de los perros.

—¿Quién lo guarda? —pregunté.

—Ésa es una de sus tareas —contestó Tekil—, la otra es matar gente. Así te matará. Primero te sacará los ojos, después te despedazarán sus perros. O puede que te despelleje palmo a palmo. Se lo he visto hacer.

—Kjartan el Cruel.

—No lo llaman así por nada.

—¿Y por qué le sirves?

—Es generoso —contestó Tekil—. Hay cuatro cosas que Kjartan adora. Los perros, su tesoro, las mujeres y su hijo. A mí me gustan dos, de las cuatro, y Kjartan es generoso con ambas.

—¿Y las dos que no te gustan? —pregunté.

—Odio sus perros —admitió—. Y su hijo es un cobarde.

—¿Sven? —me sorprendió—. No era cobarde de niño.

Tekil estiró una pierna, después hizo una mueca cuando los grilletes le frenaron el pie.

—Cuando Odín perdió un ojo —prosiguió—, ganó sabiduría, pero cuando Sven perdió el suyo, aprendió lo que era el miedo. Es muy valiente cuando se enfrenta a los débiles, pero no lo es tanto cuando se encuentra a uno fuerte. Ahora bien, su padre no es ningún cobarde.

—Recuerdo que Kjartan era valeroso —repuse.

—Valeroso, cruel y brutal —contestó Tekil—, y ahora también sabes que tiene un edificio señorial lleno de perros que te van a descuartizar. Y eso, Uhtred Ragnarson, es todo lo que voy a contarte.

Sacudí la cabeza.

—Me vas a contar más cosas —dije.

Me observó echar un tronco a la hoguera.

—¿Por qué voy a contarte más? —preguntó.

—Porque tengo algo que tú quieres —respondí.

—¿Mi vida?

—El modo en que vas a morir —le informé.

Me entendió y me dedicó media sonrisa.

—He oído que los monjes quieren colgarme.

—Pues sí, eso quieren —contesté—, pero porque no tienen imaginación. Pero yo no voy a dejar que te ahorquen.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Entregarme a esos chicos que llamas soldados? ¿Qué practiquen conmigo?

—Si no hablas —respondí—, eso es precisamente lo que voy a hacer, porque necesitan practicar. Pero se lo voy a poner fácil. Tú no llevarás espada.

Sin espada no iría al salón de los muertos, y ésa era amenaza suficiente para hacer hablar a Tekil. Kjartan, me contó, tenía tres tripulaciones en Dunholm, unos ciento cincuenta guerreros, pero había más en asentamientos cercanos a la fortaleza que lucharían por él si los convocaba, de modo que si Kjartan lo deseaba podía comandar unos cuatrocientos guerreros bien entrenados.

—Y le son leales —me avisó Tekil.

—¿Porque es generoso con ellos?

—Nunca les faltan ni plata ni mujeres. ¿Qué más puede pedir un guerrero?

—Ir al salón de los muertos —contesté, y Tekil asintió ante tamaña verdad—. ¿Y de dónde salen los esclavos? —pregunté.

—De tratantes como el que mataste. O los encontramos nosotros mismos.

—¿Los tenéis en Dunholm?

Tekil sacudió la cabeza.

—Sólo las chicas van allí, el resto lo enviamos a Gyruum. En Gyruum tenemos dos tripulaciones —eso tenía sentido. Yo había estado en Gyruum, un lugar en el que antes de que Ragnar el Viejo lo destruyera había un famoso monasterio. Era una pequeña ciudad en la orilla sur del río Tine, muy cerca del mar, lo que lo convertía en un lugar adecuado para embarcar esclavos al otro lado del mar. Había un viejo fuerte romano en el cabo de Gyruum, pero el fuerte no era tan defendible como Dunholm, cosa que tampoco importaba, porque si la guarnición de Gyruum se veía en problemas, poco les costaba marchar al sur hasta la otra fortaleza y refugiarse allí con los esclavos—. Y es imposible tomar Dunholm —añadió Tekil.

—¿Imposible? —pregunté con escepticismo.

—Tengo sed —dijo Tekil.

—¡Rypere! —grité—. ¡Sé que estás ahí fuera! ¡Trae cerveza!

Le di a Tekil una jarra de cerveza, algo de pan y un poco de carne de cabra fría, y mientras comía me habló de Dunholm y me aseguró que era totalmente inexpugnable.

—Un gran ejército podría tomarla —sugerí.

Se mofó de la idea.

—Sólo se puede acceder desde el norte —dijo—, y es un acceso estrecho y empinado; por muy grande que fuera el ejército sólo podrían acercarse unos cuantos hombres a las defensas.

—¿Lo ha intentado alguien?

—Vino Ivarr, se pasó cuatro días mirándonos y se marchó. Antes que él, se acercó por allí el hijo del conde Ragnar, y aún se quedó menos tiempo. Podrías matarlos de hambre, supongo, pero eso te llevaría cerca de un año, y ¿cuántos hombres pueden permitirse comida suficiente para mantener un sitio de un año? —Sacudió la cabeza—. Dunholm es como Bebbanburg, inexpugnable.

Con todo, mi destino me guiaba a ambos lugares. Me quedé en silencio, pensando, hasta que Tekil tiró de sus grilletes para ver si podía romperlos. No podía.

—Bueno, dime de qué manera voy a morir —dijo.

—Tengo una pregunta más.

Se encogió de hombros.

—Suéltala.

—Thyra Ragnarsdottir.

Eso le sorprendió, y se quedó en silencio un instante; después cayó en la cuenta de que, por supuesto, yo conocía a Thyra de niña.

—La encantadora Thyra —exclamó sarcásticamente.

—¿Está viva?

—En teoría tenía que ser la esposa de Sven —contestó Tekil.

—¿Y lo es?

Estalló en carcajadas.

—La obligó a compartir su cama, no sé qué esperabas de él, pero ahora no la toca. Le tiene miedo. Así que está encerrada y Kjartan escucha sus sueños.

—¿Los sueños de Thyra?

—Los dioses hablan a través de ella. Eso piensa Kjartan.

—¿Y tú qué piensas?

—Que es una zorra pirada.

Me lo quedé mirando a través de las llamas.

—¿Pero está viva entonces?

—Si a eso se le puede llamar vida —contestó secamente.

—¿Está loca?

—Se hace cortes —dijo Tekil mientras se pasaba el canto de una mano por el brazo—. Aúlla, se corta la carne y maldice. A Kjartan le asusta.

—¿Y Sven?

Tekil hizo una mueca.

—A Sven le aterroriza. La quiere muerta.

—¿Y por qué sigue viva?

—Porque los perros no están por la labor —contestó Tekil—, y porque Kjartan cree que tiene el don de la profecía. Le dijo que el guerrero muerto acabaría con él, y él se la cree a medias.

—El guerrero muerto acabará con Kjartan —contesté—, y mañana acabará contigo.

Aceptó ese destino.

—¿Las varas de castaño?

—Sí.

—¿Y espada en la mano?

—En las dos, si quieres —contesté—, porque el guerrero muerto acabará contigo igualmente.

Asintió, cerró los ojos, y se apoyó contra el muro otra vez.

—Sihtric es hijo de Kjartan —me dijo.

Sihtric era el chico que habíamos capturado con Tekil.

—¿Hermano de Sven? —pregunté.

—Medio hermano. La madre de Sihtric era una esclava sajona. Kjartan la echó a los perros cuando creyó que había intentado envenenarle. Puede que fuera cierto, puede que sólo le doliera la tripa. Pero fuera como fuese, el caso es que la echó a los perros y la chica palmó. Le perdonó la vida a Sihtric porque es mi sirviente y porque yo se lo pedí. Es un buen chico. Harías bien en dejarlo con vida.

—Pero necesito ocho cabezas —le recordé.

—Sí —contestó en tono cansino—. Eso parece —el destino es inexorable.

* * *

El abad Eadred quería ahorcar a los cuatro hombres. O ahogarlos. O estrangularlos. Los quería muertos, deshonrados y olvidados.

—¡Asaltaron a nuestro rey! —declaró con vehemencia—. Y deben sufrir una muerte vil, ¡una muerte vil! —No dejaba de repetir aquellas palabras con exquisito deleite, y yo me limité a encogerme de hombros y le contesté que le había prometido a Tekil una muerte honorable, una que lo enviaría al Valhalla en lugar de al Niflheim, y Eadred miró mi amuleto del martillo y chifló que en Haliwerfolkland no había misericordia para los hombres que atacaban al elegido de Cutberto.

Discutíamos en la loma justo detrás de la nueva iglesia, y los cuatro prisioneros, todos encadenados o atados con cuerdas, estaban sentados en el suelo, vigilados por las tropas reales de Guthred, y buena parte del pueblo se encontraba también allí, esperando la decisión de Guthred. Eadred arengaba al rey, le comía la oreja diciéndole que una muestra de debilidad minaría la autoridad de Guthred. Los religiosos coincidieron con el abad, cosa nada sorprendente, y los más fervientes de sus seguidores eran dos monjes recién llegados que habían cruzado las colinas desde el este de Northumbria. Se llamaban Jaenberht e Ida, ambos rondarían la veintena y ambos debían obediencia a Eadred. Claramente habían sido enviados en alguna misión por el abad, pero ahora habían vuelto a Cair Ligualid y se empeñaban en que los prisioneros murieran ignominiosa y dolorosamente.

—¡Quemadlos! —apremiaba Jaenberht—. ¡Como los paganos quemaron a tantos santos! ¡Que ardan en las llamas del infierno!

—¡Colgadlos! —insistió el abad Eadred.

Noté, aunque Eadred no lo percibía, que los daneses de Cumbraland que se habían unido a Guthred estaban ofendiéndose por la vehemencia de los curas; así que me llevé al rey a un aparte.

—¿Os parece que podéis ser rey sin el apoyo de los daneses? —le pregunté.

—Claro que no.

—Pues si torturáis a otros daneses hasta la muerte, no les va a hacer ninguna gracia. Creerán que favorecéis más a los sajones que a ellos.

Guthred parecía preocupado. Debía su trono a Eadred y no lo mantendría si el abad desertaba, pero tampoco lo mantendría si perdía el apoyo de los daneses de Cumbraland.

—¿Qué haría Alfredo? —me preguntó.

—Rezaría —contesté—, y pondría a rezar también a todos sus monjes y curas, pero al final haría lo que fuera necesario para mantener su reino intacto —Guthred se me quedó mirando—. Lo que fuera necesario —repetí lentamente.

Guthred asintió; después, con rostro grave, regresó hacia donde estaba Eadred.

—En uno o dos días —proclamó Guthred en voz alta para que todos lo oyeran—, marcharemos hacia el este. Cruzaremos las colinas y transportaremos a nuestro bendito santo a un nuevo hogar en una tierra santa. Venceremos a nuestros enemigos, sean quienes sean, y estableceremos un nuevo reino —hablaba en danés, pero sus palabras eran traducidas al inglés por tres o cuatro personas—. Esto ocurrirá —prosiguió, en voz más alta aún—, porque mi amigo el abad Eadred recibió un sueño de Dios y del muy sagrado Cutberto, y cuando crucemos las colinas lo haremos con la bendición de Dios y con la ayuda de san Cutberto. Construiremos un reino mejor, un reino sagrado que guardará la magia de la Cristiandad —Eadred puso mala cara al oír la palabra magia, pero no protestó. La comprensión de Guthred de la nueva religión era aún fragmentaria, pero decía más o menos lo que Eadred quería escuchar—. ¡Y nuestro reino será justo! —gritó Guthred con todas sus fuerzas—. Un reino en que todos los hombres tendrán fe en Dios y en el rey, pero en el que no todos los hombres adoran al mismo dios —en aquel momento todos escuchaban muy atentamente, y Jaenberht e Ida casi se rebelaron para protestar por la última propuesta real, pero Guthred siguió hablando—. No seré rey de una tierra en la que hay que imponer a unos hombres las costumbres de otros, y es la costumbre de estos hombres —señaló con un gesto a Tekil y sus compañeros— morir con una espada en las manos; así que morirán de ese modo. Y que Dios se apiade de sus almas.

Se hizo el silencio. Guthred se volvió hacia Eadred y habló en voz mucho más baja.

—Hay algunas gentes —le dijo en inglés— que no creen que podemos derrotar a los daneses en batalla. Que lo vean con sus propios ojos.

Eadred se puso rígido; después se obligó a asentir.

—Como ordenéis, mi señor —repuso.

Así que fueron a buscar las varas de castaño.

Los daneses entienden las normas de una pelea dentro de una zona marcada con varas de castaño. Es una lucha de la que sólo un hombre puede salir vivo, y si uno de los dos se sale del espacio marcado con las varas, cualquiera podría matarlo. Se convierte en nada. Guthred quería enfrentarse a Tekil él mismo, pero me dio la impresión de que hacía la sugerencia porque era lo que se esperaba de él, no que le apeteciera encarar a un guerrero experimentado. Además, yo no estaba de humor para que me negaran nada.

—Yo me los cepillaré a todos —le dije, y no discutió.

Ahora soy viejo. Muy viejo. A veces pierdo la cuenta de lo viejo que soy, pero deben de haber pasado al menos ochenta años desde que mi madre muriera dándome a luz, y pocos hombres viven tanto tiempo, y muy pocos de los que se enfrentan a un muro de escudos viven la mitad de años. Veo a la gente observarme, esperando que muera, y pronto les daré el gusto. Bajan la voz cuando están cerca de mí, para no molestarme, y eso es realmente lo que me molesta, pues no oigo tan bien como antes, ni veo tan bien como antes, y me paso la noche meándome, me duelen los huesos y las viejas heridas, y todas las noches, cuando me tumbo, me aseguro de que Hálito-de-serpiente o cualquiera de mis espadas está junto a mi cama para poder empuñarlas si la muerte viene a por mí. Y en la oscuridad, mientras escucho al mar golpear en la arena y al viento azorar la paja del tejado, recuerdo lo que fue ser joven, alto, fuerte y rápido. Y arrogante.

Todas esas cosas fui. Uhtred, el asesino de Ubba, y en el 878, el año en que Alfredo derrotó a Guthrum y el año en que Guthred subió al trono de Northumbria, no tenía más que veintiún años y mi nombre era conocido en cualquier lugar en que se afilaran espadas. Era un guerrero, un guerrero de espada, y estaba orgulloso de serlo. Tekil lo sabía. Él también era bueno, había luchado en una veintena de batallas, pero cuando cruzó las varas de castaño supo que estaba muerto.

No diré que no estaba nervioso. Los hombres me han mirado en todos los campos de batalla de la isla de Gran Bretaña y se han preguntado si no tendría miedo, pero claro que lo tenía. Todos lo tenemos. Repta por tu interior como una bestia, aferra sus garras a tus entrañas, debilita tus músculos, intenta que se te suelten las tripas, y quiere que gimotees y llores, pero hay que apartar el miedo y dejar que la técnica tome las riendas, y la brutalidad hará el resto, y aunque muchos hombres han intentado matarme y poder vanagloriarse de acabar con Uhtred, hasta la fecha esa brutalidad me ha permitido sobrevivir y ahora, me parece a mí, soy demasiado viejo para morir en la batalla, así que babearé hasta la nada. Wyrd bid ful arad, decimos, y es cierto. El destino es inexorable.

El destino de Tekil era morir. Peleó con espada y escudo, le había devuelto la malla, para que nadie pudiera decir que tenía ventaja, y yo luché sin armadura. También sin escudo. Era arrogante, y consciente de que Gisela estaba mirando, y en mi cabeza le dediqué la muerte de Tekil. No me llevó ni un momento, a pesar de la cojera. Nunca perdí esa ligera cojera desde la lanza que se me clavó en el muslo en Ethandun, pero no me dificultaba. Tekil llegó embistiendo, en la esperanza de tumbarme con el escudo y despedazarme en el suelo, pero yo lo esquivé limpiamente y seguí moviéndome. Ése es el secreto de una pelea de espadas. Seguir moviéndote. Bailar. En el muro de escudos no te puedes mover, sólo embestir, golpear, tajo y mantener el escudo en alto, pero entre las varas de castaño la ligereza es sinónimo de vida. Conseguir que tu contrincante responda y pierda el equilibrio, y Tekil era lento porque llevaba armadura y yo no; pero incluso con armadura era muy rápido, y él no tenía ninguna posibilidad de igualarme. Volvió a atacar, lo dejé pasar, y lo condené. Se estaba dando la vuelta para enfrentarse a mí, pero yo fui más rápido y le golpeé en el cuello con Hálito-de-serpiente, justo encima del borde de la malla, y como no llevaba casco, la hoja le partió la columna y se derrumbó en el suelo. Lo rematé rápidamente y subió al salón de los muertos, donde un día me dará la bienvenida.

La multitud aplaudió. Creo que los sajones habrían preferido ver quemar a los prisioneros, ahogarlos o que los patearan los caballos, pero había muchos que apreciaban un trabajo fino con la espada, así que me aplaudieron. Gisela me sonreía. Hild no estaba mirando. Se encontraba al final del gentío con el padre Willibald. Ambos pasaban muchas horas hablando y yo sabía que era sobre asuntos cristianos, pero eso no era asunto mío.

Los otros dos prisioneros estaban aterrorizados. Tekil era su jefe, y un hombre dirige a otros porque es el mejor guerrero. En la muerte repentina de Tekil habían visto la suya propia, y ninguno ofreció resistencia digna de ese nombre. En lugar de atacarme, intentaron defenderse, y el segundo poseía suficiente técnica para bloquearme una y otra vez, hasta que eché un lance alto, subió el escudo, le hice una zancadilla y la multitud vitoreó mientras moría.

Quedaba Sihtric, el chico. Los monjes, que tanto querían ahorcar a los daneses, disfrutaban muy poco piadosamente de las muertes honorables, y lo empujaron dentro del cuadrilátero de castaño. Me di cuenta de que Sihtric no sabía sostener una espada y que el escudo le parecía una molestia. Su muerte estaba a un suspiro, no me costaría más acabar con él que con una mosca. El también lo sabía y lloraba.

Necesitaba ocho cabezas. Tenía siete. Me quedé mirando al chico y él no pudo sostenerme la mirada, la apartó y vio las manchas de sangre sobre la tierra, donde habían caído los otros tres, y se desplomó de rodillas. La multitud vitoreó. Los monjes me gritaban que lo matara. Yo esperé a ver qué podía hacer Sihtric y lo vi conquistar su miedo. Vi el esfuerzo que hizo para dejar de lloriquear, para controlar su respiración, para obligar a sus temblorosas piernas a obedecerle, de modo que consiguió ponerse en pie. Levantó el escudo, se sorbió los mocos, y me miró a los ojos. Le señalé la espada y él la levantó obedientemente para poder morir como un hombre. Tenía costras en la frente, donde le había golpeado con los grilletes.

—¿Cómo se llamaba tu madre? —le pregunté. Se me quedó mirando y pareció incapaz de hablar. Los monjes gritaban que lo matara—. ¿Cómo se llamaba tu madre? —le pregunté otra vez.

—Elflaed —tartamudeó, pero en voz tan baja que no pude oírle. Le puse ceño de incomprensión, esperé, y él repitió el nombre—. Elflaed.

—Elflaed, señor —le corregí.

—Se llamaba Elflaed, señor —contestó.

—¿Era sajona?

—Sí, señor.

—¿E intentó envenenar a tu padre?

Se detuvo, después reparó en que ningún daño podría hacerle decir ahora la verdad.

—Sí, señor.

—¿Cómo? —levanté la voz para que me oyera el gentío.

—Con los arándanos, señor.

—¿Belladona?

—Sí, señor.

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé, señor. Catorce, supuse.

—¿Te quiere tu padre? —le pregunté.

Esa pregunta lo dejó perplejo.

—¿Quererme?

—Kjartan. Es tu padre, ¿no?

—Apenas lo conozco, señor —contestó Sihtric, y eso era probablemente cierto. Kjartan debía de haber engendrado sus buenos cien cachorros en Dunholm.

—¿Y tu madre?

—La quería mucho, señor —contestó Sihtric, y volvieron a asomarle las lágrimas.

Me acerqué un paso a él y el brazo de la espada le tembló, pero intentó recomponerse.

—De rodillas, chico —le dije.

Entonces me miró desafiante.

—Prefiero morir como un hombre —contestó con los gallos del miedo.

—¡De rodillas! —le rugí, y el tono de mi voz lo aterrorizó; se hincó de hinojos y se quedó inmóvil mientras me acercaba. Se estremeció cuando le di la vuelta a Hálito-de-serpiente, esperaba que le golpeara con la pesada empuñadura, pero cuando se la tendí, se reflejó la incredulidad en su mirada—. Cógela —le dije— y jura —siguió mirándome desde el suelo, después consiguió desprenderse de su espada y su escudo y puso las manos sobre la empuñadura de Hálito-de-serpiente—. Jura —le repetí.

—Juro que seré vuestro hombre, señor —me dijo mirándome—, y que os serviré hasta la muerte.

—Y más allá —añadí.

—Y más allá, señor. Lo juro.

Jaenberht e Ida encabezaron la protesta. Los dos monjes cruzaron las varas de castaño y gritaron que el chico tenía que morir, que era la voluntad de Dios que muriera, y Sihtric se estremeció cuando le arranqué a Hálito-de-serpiente de las manos e hice un molinete a mi alrededor. La hoja, recién ensangrentada y mellada, barrió a los monjes y luego la sostuve inmóvil con la punta en el cuello de Jaenberht. Entonces llegó la furia, la furia de la batalla, la sed de sangre, la alegría por la matanza, y me tuve que esforzar para que Hálito-de-serpiente no se cobrara otra vida. La deseaba, la sentía temblar en mi mano.

—Sihtric es mi hombre —le dije al monje—, si alguien le hace daño, se convertirá en mi enemigo, y te mataré, monje, si lo tocas, te mataré sin pensármelo un momento —estaba gritando, y lo obligaba a retroceder. No era sino furia, una neblina roja que deseaba su alma—. ¿Hay alguien aquí —grité, consiguiendo por fin retirar la punta de Hálito-de-serpiente del cuello de Jaenberht y cortando el aire con la espada para que todos se dieran por aludidos—, que niegue que Sihtric es mi hombre? ¿Alguien?

Nadie habló. El viento cruzó Cair Ligualid, olieron la muerte en la brisa y nadie habló, pero su silencio no satisfizo mi ira.

—¿Alguien? —grité, ansioso porque alguno recogiera mi desafío—. Porque podéis matarlo ahora. Podéis matarlo aquí, de rodillas, pero primero tendréis que matarme a mí.

Jaenberht me miraba. Poseía un rostro estrecho y oscuro, y ojos inteligentes. Tenía la boca torcida, quizá de un accidente de la infancia, que le daba una expresión de burla. Quería arrancarle el alma podrida de aquel cuerpo enclenque. El quería mi alma, pero no se atrevía a moverse. Nadie se movió hasta que Guthred cruzó las varas de castaño y le tendió una mano a Sihtric.

—Bienvenido —le dijo al chico.

El padre Willibald, que había venido corriendo nada más oír el comienzo de mi amenaza, también cruzó las varas.

—Señor, ya podéis envainar la espada —me dijo con dulzura. Estaba demasiado asustado para acercarse, pero le sobraba valor para ponerse enfrente de mí y apartar la espada con una mano—. Podéis envainar la espada —repitió.

—¡El chico vivirá! —le gruñí.

—Sí, señor —contestó Willibald en voz queda—. El chico vivirá.

Gisela me observaba, en sus ojos dos luceros como los que tenía al recibir a su hermano. Hild observaba a Gisela. Y a mí seguía faltándome una cabeza.

* * *

Partimos al alba, un ejército hacia la guerra.

Los hombres de Ulf eran la vanguardia, después iba la horda de religiosos transportando las preciosas cajas del abad Eadred, y detrás de ellos Guthred montaba una yegua blanca. Gisela iba junto a su hermano y yo justo detrás. Hild guiaba a Witnere, cuando se cansó, insistí en que subiera a la silla del semental.

Hild parecía una monja. Llevaba su larga melena dorada enroscada en dos trenzas a los lados de la cabeza, y se la cubría con una capucha gris pálido. La capa era del mismo gris pálido, y alrededor del cuello le colgaba una cruz de madera que toqueteaba mientras cabalgaba.

—¿Te han estado incordiando, verdad? —le pregunté.

—¿Quiénes?

—Los curas —respondí—. El padre Willibald. Te ha estado diciendo que vuelvas al convento.

—Dios ha estado incordiándome —contestó. La miré encima del caballo y me sonrió para asegurarme que no debía cargar con su problema—. Le he rezado a san Cutberto —me dijo.

—¿Te ha contestado?

Se toqueteó la cruz.

—Sólo he rezado —contestó con calma—, y eso es un principio.

—¿No te gusta ser libre? —le pregunté con dureza.

Hild se rio.

—Soy una mujer —contestó—. ¿Cómo voy a ser libre? —yo no contesté, y ella me sonrió—. Soy como el muérdago —prosiguió—, necesito una rama en la que crecer. Sin la rama, no soy nada —hablaba sin amargura, se limitaba a constatar un hecho.

Y era cierto. Era una mujer de buena familia y si no la hubieran enviado a la iglesia la habrían entregado a un hombre, como a la pequeña Æthelflaed. Ése es el destino de una mujer. Con el tiempo conocería a una mujer que lo desafió, pero Hild era como el buey al que le quitan el yugo en los días de fiesta.

—Ahora eres libre —le dije.

—No —contestó—. Dependo de ti —miró a Gisela que se reía de algo que acababa de decir su hermano—. Y tú estás poniendo mucho cuidado, Uhtred, en no avergonzarme —se refería a que no la humillaba abandonándola para perseguir a Gisela, y eso era cierto, pero sólo lo justo. Vio mi expresión y se rio—. En muchos sentidos —comentó—, eres un buen cristiano.

—¿Lo soy?

—Intentas hacer lo correcto —se rio ante mi expresión de asombro—. Quiero que me prometas una cosa —me dijo.

—Si puedo cumplirla —contesté con cautela.

—Prométeme que no robarás la cabeza de san Osvaldo para reunir las ocho.

Me reí, aliviado porque la promesa no tuviera que ver con Gisela.

—Pues lo he pensado —admití.

—Ya sé que lo has pensado —contestó ella—, pero no va a funcionar. Es demasiado vieja. Y desesperaría a Eadred.

—¿Y qué hay de malo en eso?

Ignoró la pregunta.

—Con siete cabezas tienes suficiente —insistió.

—Ocho estaría mejor.

—Uhtred el Avaricioso —sentenció.

Las siete cabezas iban cosidas dentro de un saco que Sihtric había cargado en un burro del que tiraba. Las moscas zumbaban alrededor del saco, que apestaba bastante, así que Sihtric caminaba solo.

Éramos un ejército extraño. Sin contar a los religiosos, marchábamos trescientos dieciocho hombres, y nos acompañaban por lo menos el mismo número de mujeres y niños y las habituales docenas de perros. Habría unos sesenta o setenta curas y monjes, y yo los habría cambiado a todos por más caballos o más guerreros. De los trescientos dieciocho, estaba seguro de que más de cien no valían para el muro de escudos. En realidad no era ningún ejército, sólo chusma.

Los monjes cantaban mientras avanzábamos. Supongo que cantaban en latín, porque no entendía lo que decían. Habían cubierto el ataúd de san Cutberto con un fino paño verde bordado con cruces, y por la mañana un cuervo se había cagado encima. Al principio, lo tomé como un mal presagio, pero luego decidí que el cuervo era un animal de Odín, que se limitaba a mostrar su desagrado por el cristiano muerto, así que aplaudí la broma del dios, ganándome miradas malignas de los hermanos Ida y Jaenberht.

—¿Qué vamos a hacer —me preguntó Hild—, si llegamos a Eoferwic y descubrimos que Ivarr ha vuelto?

—Huiremos, por supuesto.

Se rio.

—¿Estás contento, verdad? —me preguntó.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque estoy lejos de Alfredo —contesté, y me di cuenta de que era verdad.

—Alfredo es un buen hombre —me riñó Hild.

—Desde luego —contesté—, pero ¿alguna vez te apetece tenerlo cerca? ¿Le preparas una cerveza especial? ¿Intentas recordar un chiste que seguro que le gustará? ¿Se sienta alguien con él junto a la hoguera a compartir acertijos? ¿Cantamos con él? Lo único que hace es preocuparse por lo que su dios quiere, y dictar normas para complacer a su dios, y si le ofreces algo, nunca es suficiente porque su dios del demonio siempre quiere más.

Hild me sonrió con la acostumbrada paciencia cuando insultaba a su dios.

—Alfredo quiere que vuelvas —me dijo.

—Quiere mi espada —contesté—, no me quiere a mí.

—¿Volverías?

—No —contesté con firmeza, e intenté vislumbrar el futuro para poner a prueba mi respuesta, pues no sabía qué tenían planeado para mí las hilanderas. De algún modo, con aquella chusma, confiaba en destruir a Kjartan y capturar Bebbanburg, y el sentido común me indicaba que era imposible, pero el sentido común jamás habría podido imaginar que un esclavo recién liberado sería aceptado como rey por daneses y sajones.

—¿No vas a volver nunca? —preguntó Hild, sin creerse mi primera respuesta.

—Nunca —dije, y oí a las hilanderas riéndose de mí y temí que el destino me hubiera ligado a Alfredo, cosa que me molestó, pues sugería que yo no era dueño de mí. Quizá yo fuera también como el muérdago, salvo porque tenía una obligación. Debía saldar una deuda de sangre.

Seguimos la calzada romana que atravesaba las colinas. Nos llevó cinco días, a paso muy lento, pero no podíamos ir más rápido que los monjes que cargaban a hombros el cadáver del santo. Cada noche rezaban, y cada día se nos unía más gente, de modo que cuando marchamos el último día por la llanura hacia Eoferwic, sumábamos cerca de quinientos hombres. Ulf, que ahora se llamaba a sí mismo conde Ulf, conducía la marcha bajo su estandarte de la cabeza de águila. Había acabado apreciando a Guthred, y Ulf y yo éramos los consejeros más cercanos al rey. Eadred también andaba cerca, por supuesto, pero Eadred poco tenía que decir en cuestiones de guerra. Como la mayoría de los religiosos, asumía que su dios nos daría la victoria, y ésa era toda su contribución. Ulf y yo, en cambio, teníamos mucho que decir, pero todo giraba en torno a que quinientos hombres a medio armar no podían ni iniciar la conquista de Eoferwic con poco que Egberto se propusiera defenderla.

Pero Egberto estaba desesperado. Hay un cuento en el libro sagrado de los cristianos sobre un rey que vio no sé qué escritura en la pared. Me lo han contado varias veces, pero no sabría repetir los detalles, aparte de que trataba de un rey, que había unas palabras escritas en un muro y que las palabras lo tenían amedrentado. Creo que el dios cristiano era el autor de las palabras, pero tampoco estoy seguro de eso. Podría enviar a por el cura de mi mujer, pues estos días le permito emplear a dicha criatura, y podría preguntarle los detalles, pero lo único que haría sería postrarse a mis pies y suplicar para que le aumente la asignación de pescado, cerveza y leña, cosa que no deseo hacer, así que los detalles no importan mucho. Había un rey, tenía unas palabras escritas en un muro, y esas palabras le asustaban.

Fue Willibald el que me metió esa historia en la cabeza. Lloraba cuando entramos en la ciudad, lágrimas de alegría, y cuando supo que Egberto no opondría resistencia, empezó a gritar que el rey había visto la inscripción en la pared. Una y otra vez, no dejó de gritarlo; para mí no tenía ningún sentido entonces, pero ahora sé qué quería decir. Significaba que Egberto sabía que había perdido incluso antes de empezar a luchar.

Eoferwic había estado esperando el regreso de Ivarr y muchos de sus ciudadanos, temiendo la venganza danesa, la habían abandonado. Egberto tenía guardia personal, por supuesto, pero la mayoría había desertado, de manera que sólo le quedaban veintiocho hombres y no todos estaban dispuestos a morir por un rey con una inscripción en su pared, y los ciudadanos que quedaban tampoco estaban por la labor de montar una barricada en las puertas o defender la muralla, así que el ejército de Guthred marchó sin encontrar resistencia. Nos dieron la bienvenida. Creo que la gente de Eoferwic pensaba que llegábamos para defenderlos de Ivarr, más que para arrebatarle la corona a Egberto, pero incluso cuando supieron que tenían rey nuevo, parecían contentos. Lo que los alegró mucho más, por supuesto, fue la presencia de san Cutberto, y Eadred dispuso el ataúd del santo en la iglesia del arzobispo, abrió la tapa y la gente se apiñó para ver al fiambre y decirle oraciones.

Wulfhere, el arzobispo, no se encontraba en la ciudad, pero el padre Hrothweard seguía allí, y también seguía predicando la locura, así que se alineó al instante con Eadred. Supongo que también habría visto la inscripción en el muro, pero las únicas inscripciones que yo vi fueron cruces en las puertas. Estas indicaban que dentro vivían cristianos, pero la mayoría de los daneses que quedaban también se habían pintado una cruz para protegerse de los saqueos, y los hombres de Guthred querían saquear. Eadred les había prometido lascivas mujeres y montones de plata, pero el abad luchaba ahora denodadamente para proteger a los cristianos de la ciudad de los daneses de Guthred. Hubo ciertos disturbios, pero no demasiados. La gente tuvo la buena cabeza de ofrecer monedas, comida y cerveza en lugar de dejarse robar, y Guthred descubrió unos arcones de plata dentro del palacio y distribuyó el dinero entre su ejército. Además había cerveza abundante en las tabernas, así que por el momento los hombres de Cumbraland quedaron satisfechos.

—¿Qué haría Alfredo? —me preguntó Guthred aquella primera noche en Eoferwic. Era una pregunta a la que empezaba a acostumbrarme, pues de algún modo Guthred se había convencido de que Alfredo era un rey al que valía la pena imitar. Esta vez me preguntaba sobre Egberto, al que habían hallado en sus aposentos. Egberto había sido arrastrado al gran salón, y allí se arrodilló ante Guthred y le juró lealtad. Fue una extraña visión, un rey arrodillado frente a otro, en el antiguo salón romano iluminado por braseros que llenaban de humo toda la parte superior, y tras Egberto estaban sus cortesanos y sirvientes, que también se arrodillaron y se arrastraron hacia delante para prometer lealtad a Guthred. Egberto parecía viejo, enfermo y disgustado mientras que Guthred era un flamante joven monarca. Encontré la malla de Egberto y se la di a Guthred, que se la puso porque le daba aspecto regio. Se mostró alegre con el rey depuesto, lo levantó del suelo y le besó en ambas mejillas; después lo invitó cortésmente a que se sentara a su lado.

—Matad a ese viejo cabrón —fue la opinión de Ulf.

—Me han recordado que sea misericordioso —contestó Guthred en tono regio.

—Os han recordado que seáis un idiota —replicó Ulf. Estaba enfurecido porque Eoferwic no le había proporcionado ni una cuarta parte de lo que esperaba, pero había encontrado un par de gemelas que le gustaban, y ellas evitaban que se quejara demasiado.

Cuando las ceremonias terminaron, y después de que Eadred nos dejara sordos con una oración interminable, Guthred paseó conmigo por la ciudad. Creo que quería presumir de armadura nueva, o quizá sólo quisiera aclararse la cabeza de tanto humo como había en palacio. Bebió cerveza en todas las tabernas, bromeó con los hombres en inglés y en danés y besó por lo menos a cincuenta chicas, y luego me llevó a las murallas y caminamos un rato en silencio, hasta que llegamos al lado este de la ciudad, donde me detuve a mirar el río, una lámina de plata abollada bajo la media luna.

—Aquí murió mi padre —dije.

—¿Espada en mano?

—Sí.

—Eso es bueno —contestó, olvidando por un instante que se había hecho cristiano—. Pero un día triste para ti.

—Fue un buen día —respondí—, conocí al conde Ragnar. Y mi padre tampoco me gustaba demasiado.

—¿No? —parecía sorprendido—. ¿Por qué no?

—Porque era una bestia resentida —repliqué—. Los hombres querían su aprobación y sólo la concedía a regañadientes.

—Como tú, entonces —contestó, y me llegó el turno de sorprenderme.

—¿Como yo?

—Mi resentido Uhtred —dijo—, todo ira y amenazas. Bueno, dime qué hago con Egberto.

—Lo que Ulf sugiere —contesté—, por supuesto.

—Ulf se cargaría a todo bicho viviente —respondió Guthred—, porque así terminarían sus problemas. ¿Qué haría Alfredo?

—No importa qué haría Alfredo.

Había algo en Guthred que siempre me provocaba decirle la verdad, o casi toda la verdad, y me sentí tentado de contestar que Alfredo arrastraría al viejo hasta el mercado de la ciudad y le rebanaría el cuello, pero sabía que no era cierto. Alfredo le había perdonado la vida al traidor de su primo después de Ethandun, y había permitido que su sobrino Etelwoldo siguiera con vida, y eso que ese sobrino tenía más derechos que él sobre el trono. Así que suspiré.

—Lo dejaría con vida —contesté—, pero Alfredo es un capullo meapilas.

—No, no lo es —respondió Guthred.

—Le aterroriza la desaprobación de Dios —repuse.

—Me parece sensato por su parte —aprobó Guthred.

—Matad a Egberto, señor —insistí con vehemencia—. Si no lo matáis, intentará recuperar su reino. Tiene tierras al sur. Puede convocar a sus hombres. Si lo dejáis con vida le llevará esos hombres a Ivarr, e Ivarr intentará volver a instaurarlo en el trono. ¡Egberto es un enemigo!

—Es un anciano, no está bien y tiene miedo —respondió Guthred con paciencia.

—Pues evitadle al cabrón más desgracias —lo apremié—. Yo lo haré por vos; nunca he matado a un rey.

—¿Y te gustaría?

—Lo haré por vos —le dije—. ¡Permitió que sus sajones masacraran a los daneses! No es tan digno de lástima como pensáis.

Guthred me miró con reproche.

—Te conozco, Uhtred —dijo con afecto—. Te gusta presumir de que mataste a Ubba junto al mar, de que desmontaste a Svein, el del Caballo Blanco, y de que enviaste al rey Egberto de Eoferwic a su fría tumba.

—Y que maté a Kjartan el Cruel —repliqué—, y pasé a cuchillo a Ælfric, usurpador de Bebbanburg.

—Me alegro de no ser tu enemigo —dijo quitándole importancia, después hizo una mueca—. Vaya si es amarga la cerveza aquí.

—La hacen distinta —le expliqué—. ¿Qué os dice el abad Eadred?

—Lo mismo que tú y que Ulf, claro. Que mate a Egberto.

—Por una vez, le doy la razón.

—Pero Alfredo no lo mataría —replicó con firmeza.

—Alfredo es rey de Wessex —contesté—, y no tiene que enfrentarse a Ivarr, ni tampoco tiene un rival como Egberto.

—Pero Alfredo es un buen rey —insistió Guthred.

Le pegué una patada a la empalizada de la frustración.

—¿Por qué ibais a dejar con vida a Egberto? —quise saber—. ¿Para gustarle a la gente?

—Quiero gustarles —contestó.

—Tendrían que temeros —respondí con vehemencia—. ¡Sois un rey! Tenéis que ser implacable. Tenéis que inspirar temor.

—¿Temen a Alfredo?

—Sí —contesté, y me sorprendió reparar en que era cierto.

—¿Porque es implacable?

Sacudí la cabeza.

—Temen disgustarle.

Jamás antes me había dado cuenta, pero de repente lo vi claro. Alfredo no era implacable. Era dado a la misericordia, pero le temían igualmente. Reconocían que Alfredo estaba sometido a una disciplina, como ellos a su mandato. La disciplina de Alfredo era miedo a no complacer a su dios. Jamás escaparía de eso. Jamás podría ser tan bueno como él quería, pero no dejaba de intentarlo. Yo hacía mucho que había aceptado que era falible, pero Alfredo jamás lo aceptaría de sí mismo.

—A mí también me gustaría que los hombres temieran no complacerme —comentó Guthred en tono suave.

—Pues dejadme que mate a Egberto —le dije, y bien habría podido ahorrarme las palabras porque Guthred, inspirado por su reverencia por Alfredo, perdonó la vida a Egberto, y al final resultó tener razón. Envió al viejo rey a vivir en un monasterio al sur del río y encomendó a los monjes que mantuvieran a Egberto confinado dentro de sus paredes, cosa que hicieron, y al año Egberto murió de alguna enfermedad que lo consumió hasta convertirlo en un montón de huesos y de tendones carcomidos por el dolor. Fue enterrado en la gran iglesia de Eoferwic, pero yo no vi nada de aquello.

Ya estaba entonces entrado el verano, y cada día temía ver a los hombres de Ivarr llegar por el sur, pero lo que llegó fue el rumor de una gran batalla entre Ivarr y los escoceses. Ese tipo de rumores se producían con frecuencia, y la mayoría eran falsos, así que no le concedí demasiado crédito, pero Guthred se creyó la historia y dio permiso a la mayor parte de su ejército para que volviera a Cumbraland a recoger la cosecha. Eso nos dejó muy pocas tropas en la guarnición de Eoferwic. Las tropas reales se quedaron y cada mañana los hacía practicar con espadas, escudos y lanzas, y cada tarde los ponía a reparar la muralla de Eoferwic, que se estaba cayendo por demasiados sitios. Pensé que Guthred era un insensato por dejar marchar a la mayoría de sus hombres, pero me contestó que sin cosecha su gente moriría de hambre, y estaba seguro de que regresarían. Y volvió a estar en lo cierto. Regresaron. Ulf los condujo desde Cumbraland y quiso saber cómo se iba a emplear el ejército que se estaba reuniendo.

—Marcharemos al norte para ajustar las cuentas con Kjartan —dijo Guthred.

—Y con Ælfric —insistí.

—Por supuesto —respondió Guthred.

—¿Cómo es el botín que se le puede cobrar a Kjartan? —quiso saber Ulf.

—Enorme —contesté recordando las historias de Tekil. Me guardé para mí lo de los perros salvajes que vigilaban la plata y el oro—. Kjartan es infinitamente rico.

—Es hora de afilar las espadas —contestó Ulf.

—Ælfric guarda incluso un tesoro mayor —añadí, aunque no tenía ni idea de si decía la verdad.

Pero creía firmemente que capturaríamos Bebbanburg. Jamás había sido tomada por enemigo alguno, pero eso no significaba que no pudiera ser tomada. Todo dependía de Ivarr. Si conseguíamos derrotarlo, Guthred sería el hombre más poderoso de Northumbria, y Guthred era mi amigo, y estaba convencido de que no sólo me ayudaría a matar a Kjartan y vengar a Ragnar el Viejo, sino que me devolvería mis tierras y mi fortaleza junto al mar. Aquellos eran mis sueños durante ese verano. Pensé que el futuro se me presentaba dorado si le conseguía un reino a Guthred, pero había olvidado la malevolencia de las tres hilanderas en las raíces del mundo.

El padre Willibald quería regresar a Wessex, y no lo culpo. Era sajón del oeste, y no le gustaba Northumbria. Recuerdo una noche en que comíamos un plato de eider, que consiste en una ubre de vaca prensada y cocinada; yo la devoraba comentando que no había comido tan bien desde que era niño, y el pobre Willibald no pudo acabar ni una cucharada. Parecía que quisiera ponerse enfermo, y yo me burlaba de él por ser un sureño flojucho. Sihtric, que ahora era mi sirviente, le llevó pan y queso y Hild y yo nos partimos su eider entre los dos. También era sureña, pero no tan remilgada como Willibald. Fue aquella noche, mientras le ponía cara de asco a la comida, cuando nos contó que quería regresar con Alfredo.

Teníamos pocas noticias de Wessex, aparte de que seguía en paz. Guthrum, por supuesto, había sido derrotado, y había aceptado el bautismo como parte del tratado de paz con Alfredo. Había adoptado el nombre bautismal de Æthelstan, que significaba «piedra noble», y Alfredo había sido su padrino, y los informes del sur indicaban que Guthrum, o comoquiera que se llamara entonces, mantenía la paz. Alfredo seguía vivo, y eso era lo único que sabíamos.

Guthred decidió que enviaría una embajada a Alfredo. Eligió a cuatro daneses y cuatro sajones para que cabalgaran al sur, convencido de que tal composición podría cruzar sin problemas por territorio sajón o danés, y eligió a Willibald para transportar su mensaje. Willibald lo escribió, rasgando con una pluma en un pedazo de pergamino nuevo. «Con la ayuda de Dios —dictó Guthred—, he tomado el reino de Northumbria…».

—Que se llama Haliwerfolkland —interrumpió Eadred.

Guthred hizo un gesto cortés, como para indicar que decidiera Willibald lo que le pareciera más oportuno.

—Y estoy decidido —prosiguió Guthred—, por la gracia de Dios a gobernar esta tierra en paz y con justicia…

—No tan deprisa, señor —pidió Willibald.

—Y a enseñarles a fabricar cerveza —continuó Guthred.

—Ya enseñarles… —repitió Willibald perdiendo el resuello.

Guthred se rio.

—¡No, no, padre! ¡No escriba eso!

Pobre Willibald. La carta era tan larga que hubo que estirar, raspar y recortar otra piel de cordero. El mensaje seguía hablando del bendito san Cutberto y de cómo había traído al ejército de santos a Eoferwic, y cómo Guthred iba a construir un santuario al santo. Sí mencionaba que aún quedaban enemigos que podían frustrar esos planes, pero sin darles demasiada importancia, como si Ivarr, Kjartan y Ælfric fueran obstáculos menores. Pedía las oraciones del rey Alfredo y le aseguraba al rey de Wessex que los cristianos de Haliwerfolkland oraban por él todos los días.

—Tendría que enviarle un regalo a Alfredo —comentó Guthred—. ¿Qué le gustaría?

—Una reliquia —sugerí con amargura.

Y era una buena sugerencia, porque nada le gustaba más a Alfredo que una reliquia sagrada, pero no quedaba demasiado en Eoferwic. La iglesia del arzobispo poseía muchos tesoros, incluida la esponja en la que Jesús había bebido vino mientras moría, y también el cabestro del burro de Balam, aunque yo no tenía ni idea de quién era el tal Balam, y por qué su burro era santo me parecía aún más misterioso. La iglesia poseía una docena de tonterías de aquéllas, pero el arzobispo se las había llevado con él y nadie estaba seguro de dónde andaba Wulfhere. Supuse que se habría unido a Ivarr. Hrothweard dijo que él tenía la semilla de un sicómoro mencionada en el Evangelio, pero cuando abrimos la caja de plata que la contenía, no había más que polvo. Al final, yo sugerí que le sacáramos uno de los tres dientes a san Osvaldo. A Eadred por poco le da un síncope, pero después aceptó que no era tan mala idea, así que mandaron a por unas tenazas, abrieron el arcón pequeño y uno de los monjes le arrancó dos de los dientes amarillos al rey muerto, que colocaron en un hermoso bote de plata que Egberto usaba para guardar ostras ahumadas.

La embajada se marchó una mañana de agosto. Guthred llevó a Willibald aparte y le entregó un último mensaje para Alfredo, que le asegurara a Alfredo que aunque él, Guthred, era danés, también era cristiano, y le rogara que si Northumbria se veía amenazada por enemigos, Alfredo enviara guerreros para luchar por la tierra de Dios. A mí me pareció que aquello era como mear contra el viento, pues Wessex tenía enemigos de sobra de los que preocuparse sin cargar con el destino de Northumbria.

Yo también me llevé a Willibald aparte. Me sabía mal que se marchara, pues me gustaba, y era un buen hombre, pero veía que estaba impaciente por ver Wessex de nuevo.

—¿Haréis algo por mí, padre? —le pedí.

—Si es posible —respondió con cautela.

—Entregadle al rey mis saludos —le dije.

Willibald pareció aliviado, como si esperara que mi favor fuera mucho más oneroso, pero lo era, como iba a descubrir.

—El rey querrá saber cuándo vais a volver, señor —me dijo.

—En su momento —contesté, aunque el único motivo que tenía para visitar Wessex era recuperar el tesoro que había enterrado en Fifhidan. Ahora me arrepentía de haberlo enterrado, pues lo cierto es que no quería volver a ver Wessex nunca más—. Quiero que busquéis al conde Ragnar —le dije a Willibald.

Los ojos se le abrieron como platos.

—¿El rehén? —preguntó.

—Encontradlo —le dije—, y entregadle este mensaje de mi parte.

—Si puedo —respondió aún cauteloso.

Lo agarré de los hombros para asegurarme de que prestaba atención, y él hizo una mueca de dolor.

—Encontradlo —le dije amenazadoramente—, y entregadle mi mensaje. Decidle que voy al norte a matar a Kjartan. Decidle que su hermana está viva. Decidle que haré lo que pueda para encontrarla y mantenerla a salvo. Decidle que lo juro por mi vida. Y decidle que vuelva en cuanto lo liberen.

Le hice repetirlo, y lo obligué a jurar sobre su crucifijo que entregaría el mensaje. Se mostró reacio a hacerme la promesa, pero le asustaba mi ira, así que se agarró a la cruz y prometió solemnemente.

Y después se marchó.

Y volvíamos a tener ejército, pues la cosecha estaba recogida y había llegado el momento de atacar el norte.

* * *

Guthred se dirigió al norte por tres motivos. El primero era Ivarr, al que había que derrotar; el segundo era Kjartan, cuya presencia en Northumbria era como una herida gangrenada; y el tercero era Ælfric, que debía someterse a la autoridad de Guthred. Ivarr era el más peligroso y el que nos derrotaría sin duda alguna si dirigía su ejército al sur. Kjartan era menos peligroso, pero había que destruirlo, pues Northumbria no se hallaría en paz mientras él viviese. Ælfric era el menos peligroso.

—Tu tío es rey de Bebbanburg —me dijo Guthred mientras marchábamos al norte.

—¿Eso se hace llamar? —pregunté furioso.

—¡No, no! Es mucho más sensato. Pero eso es lo que realmente es. Las tierras de Kjartan son una barrera, ¿no? Así que el control de Eoferwic no pasa de Dunholm.

—Antes éramos reyes de Bebbanburg —le conté.

—¿En serio? —Guthred estaba sorprendido—. ¿Reyes de Northumbria?

—De Bernicia —contesté. Guthred jamás había oído ese nombre—. Así se llamaba todo el norte de Northumbria —le conté—, y todo lo que había alrededor de Eoferwic era el reino de Deira.

—¿Se unieron? —preguntó Guthred.

—Matamos a su último rey —contesté—, pero eso fue hace muchos años. Antes de que llegara el cristianismo.

—¿Así que puedes pretender al trono de estas tierras? —preguntó, y para mi conmoción había sospecha en su voz. Me lo quedé mirando y se puso colorado—. Bueno, ¿puedes? —dijo, intentando que pareciera que no le importaba lo que fuera a contestar.

Me reí de él.

—Mi señor el rey —le dije—, si me reinstauráis como señor de Bebbanburg me arrodillaré ante vos y os juraré lealtad a vos y a todos vuestros herederos hasta el fin de mis días.

—¡Herederos! —exclamó alegremente—. ¿Has visto a Osburh?

—Sí, la he visto, sí —contesté. Era la sobrina de Egberto, una muchacha sajona que vivía en palacio cuando tomamos Eoferwic. Tendría unos catorce años, morena y con una cara regordeta y bonita.

—Si me caso con ella —me preguntó Guthred—, ¿querrá Hild ser su compañera?

—Preguntádselo a ella —le dije señalando a Hild con la cabeza, que nos seguía detrás. Pensaba que Hild regresaría a Wessex con el padre Willibald, pero dijo que no estaba lista aún para enfrentarse a Alfredo, y yo la entendí, así que no la presioné—. Creo que se sentirá honrada de ser la compañera de vuestra esposa —le dije a Guthred.

Acampamos aquella primera noche en Onhripum, donde un pequeño monasterio dio cobijo a Guthred, Eadred y la hueste de clérigos. Nuestro ejército rondaba ya los seiscientos hombres y casi la mitad iban montados. Nuestras hogueras de campamento iluminaron los campos alrededor del monasterio. Como comandante de las tropas reales yo acampé cerca de los edificios, y mis jóvenes, que ya eran cuarenta, la mayoría protegidos por cota de malla robada en Eoferwic, dormíamos cerca de las puertas del monasterio.

Yo montaba guardia con Clapa y dos sajones durante la primera parte de la noche. Sihtric estaba conmigo. Lo llamaba mi sirviente, pero estaba aprendiendo a usar la espada y el escudo y calculaba que en dos años me serviría de soldado.

—¿Tienes las cabezas a buen recaudo? —le pregunté.

—¡Pero si se huelen desde aquí! —protestó Clapa.

—No huelen peor que tú, Clapa —repliqué.

—Están a salvo, señor —contestó Sihtric.

—Debería tener ocho cabezas —dije, y le puse los dedos alrededor del cuello a Sihtric—. Bastante delgadito, Sihtric.

—Pero es duro, señor —contestó.

Justo entonces se abrió la puerta del monasterio y Gisela, con capa negra, salió.

—Deberíais estar dormida, señora —la reñí.

—No puedo dormir. Quiero pasear —me miró desafiante. Tenía los labios entreabiertos; la luz de la hoguera hacía destellar sus dientes y se reflejaba en sus ojos.

—¿Adonde queréis pasear? —pregunté.

Se encogió de hombros, manteniéndome la mirada, y yo pensé en Hild durmiendo en el monasterio.

—Te dejo al mando, Clapa —le dije—, si viene Ivarr, mata a ese cabrón.

—Sí, señor.

Oí las risitas de los guardias mientras nos alejábamos. Les hice callar con un gruñido, después conduje a Gisela hasta los árboles al este del monasterio, pues aquello estaba a oscuras. Alargó la mano y cogió la mía. No dijo nada, complacida de caminar a mi lado.

—¿No os asusta la noche? —le pregunté.

—Contigo no.

—Cuando era niño —le dije—, me convertí en sceadugengan.

—¿Qué es un sceadugengan? —Era una palabra sajona y poco familiar para ella.

—Un caminante de las sombras —le conté—. Una criatura que acecha en la noche —una lechuza ululó cerca y Gisela me apretó los dedos instintivamente.

Nos detuvimos bajo unas hayas que mecía el viento. Por entre las hojas pasaba la luz de las hogueras, le levanté la barbilla y la observé. Era alta, pero aun así yo le sacaba una cabeza. Se dejó examinar, después cerró los ojos y yo le pasé un dedo por la larga nariz.

—Yo… —dije.

—Sí —contestó ella como si supiera lo que iba a decir.

Me obligué a apartarme de ella.

—No puedo hacer infeliz a Hild.

—Me dijo —me contó Gisela— que se habría marchado a Wessex con el padre Willibald, pero quiere verte capturar Dunholm. Dice que ha rezado por eso y que será una señal de su dios ver que lo consigues.

—¿Eso ha dicho?

—Me ha dicho que será una señal de que debe regresar al convento. Esta noche me lo ha dicho.

Sospeché que era cierto. Acaricié el rostro de Gisela.

—Entonces tendríamos que esperar hasta tomar Dunholm —le dije, y no era eso lo que quería decir.

—Mi hermano dice que tengo que ser una vaca de la paz —contestó con amargura. Una vaca de la paz era una mujer casada con una familia rival en un intento de entablar amistad, y no cabía duda de que Guthred tenía en mente al hijo de Ivarr o un marido escocés—. Pero yo no pienso ser ninguna vaca de la paz —aseguró con dureza—. Sé leer las varillas de runas y conozco mi destino.

—¿Y qué sabes?

—Voy a ser madre de dos hijos y una hija.

—Eso está bien —contesté.

—Serán tus hijos —añadió desafiante—, y tu hija.

Por un momento, me quedé sin habla. La noche repentinamente me pareció frágil.

—¿Eso te han dicho las varillas de runas? —conseguí articular tras unos instantes.

—No han mentido nunca —repuso con calma—. Cuando Guthred cayó cautivo las varillas me dijeron que regresaría, y me dijeron que mi marido vendría con él. Y viniste tú.

—Pero si él quiere que seas una vaca de la paz… —objeté.

—Tendrás que raptarme —me dijo—, a la manera antigua —la manera antigua danesa de llevarse una novia era raptarla, asaltar su casa, arrebatársela a su familia y llevársela para casarse. Aún se hacía de vez en cuando, pero en estos tiempos más laxos, al asalto normalmente siguen negociaciones formales, y la novia tiene tiempo de recoger sus pertenencias antes de que lleguen los jinetes.

—Te raptaré —le prometí, y me di de cuenta que la estaba liando, que Hild no había hecho nada para merecerse un lío, y que Guthred se sentiría traicionado, pero aun así aupé a Gisela y la besé.

Se me aferró y justo entonces empezaron los gritos. Agarré fuerte a Gisela y escuché. Los gritos procedían del campamento, y veía, a través de los árboles, a la gente correr desde las hogueras hacia los caminos.

—Problemas —dije, y la cogí de la mano y corrí con ella hasta el monasterio, donde Clapa y los guardias esperaban espada en mano. Metí a Gisela dentro y desenvainé Hálito-de-serpiente.

Pero no eran problemas. No para nosotros. Los recién llegados, atraídos por las luces de nuestro campamento, eran tres hombres, uno de ellos gravemente herido, y traían noticias. En menos de una hora la pequeña iglesia del monasterio se iluminó con antorchas, los curas y monjes cantaron alabanzas al Señor, y el mensaje que los tres hombres traían del norte recorrió nuestro campamento, de modo que todos se despertaron y acudieron al monasterio para volver a oír las noticias y asegurarse de que era cierto.

—¡Dios obra milagros! —gritaba Hrothweard a la multitud. Se había subido al tejado del monasterio con una escalera. Era de noche, pero alguien había encontrado antorchas y con esa iluminación el cura parecía enorme. Levantó los brazos para que la multitud se callara. Los hizo esperar mientras contemplaba sus rostros ansiosos, y tras él llegaron los cantos solemnes de los monjes. En algún lugar de la noche se oyó el ulular de una lechuza, y Hrothweard apretó los puños y los levantó aún más alto, como si pudiera tocar el cielo a la luz de la luna—. ¡Ivarr ha sido derrotado! —gritó finalmente—. ¡Alabado sean Dios y los santos, el tirano Ivarr Ivarson ha sido derrotado! ¡Ha perdido su ejército!

Y las gentes de Haliwerfolkland, que tanto temían enfrentarse al poderoso Ivarr, vitorearon hasta quedarse roncos, pues el mayor obstáculo para que Guthred reinara en Northumbria había desaparecido. Podía por fin llamarse rey, y eso era. El rey Guthred.