En el mar, en ocasiones, si el barco se aleja demasiado de la costa y se levanta el viento, si la marea lo agita con fuerza venenosa y las olas estallan blancas por encima de los escudos, no hay más remedio que dejarse guiar por los dioses. Hay que recoger la vela antes de que se raje y, como los largos remos no servirán de nada, amarras las palas, achicas, dices tus oraciones, observas el cielo oscurecerse, escuchas el viento aullar, soportas los aguijones de la lluvia, y confías en que la marea, las olas y el viento no te estrellen contra las rocas.
Así me sentía yo en Northumbria. Había escapado de la locura de Hrothweard en Eoferwic y había humillado a Sven, que ya no desearía otra cosa que matarme, si creía que tal cosa era posible. Eso suponía que no podía demorarme en aquella parte central de Northumbria, pues mis enemigos eran demasiados, ni tampoco ir mucho más al norte porque llegaría al territorio de Bebbanburg, mi propia tierra, donde mi tío rezaba todos los días para quebrantarme y que le cediese legítimamente lo que había robado. Pero no figuraba entre mis deseos que aquella oración fuera oída, así que los vientos de la ira de Kjartan, la venganza de Sven y la marea de animadversión de mi tío me empujaron al oeste, hacia los páramos de Cumbraland.
Seguimos la muralla romana circundando las colinas. La muralla es una obra extraordinaria que divide la tierra de uno a otro mar. Está construida de piedra y asciende y desciende con las colinas y valles, sin detenerse jamás, siempre implacable y brutal. Nos encontramos un pastor que no había oído hablar de los romanos y nos contó que los gigantes habían construido la muralla en los viejos tiempos, y nos aseguró que, cuando termine el mundo, los hombres salvajes del norte la cruzarán en manada como una marea de muerte y horror. Pensé en su profecía aquella tarde, mientras observaba a una loba correr por las almenas con la lengua fuera. Nos miró, saltó por detrás de nuestros caballos y salió corriendo hacia el sur. Hoy en día, parte de la obra se ha desmoronado, las flores se aferran entre las piedras y la hierba crece espesa en la parte superior, pero sigue siendo algo asombroso. Nosotros hemos construido unas cuantas iglesias y monasterios de piedra, y yo he visto un puñado de casas de piedra, pero no puedo imaginar ningún hombre capaz de levantar hoy en día una muralla así. No era sólo una muralla. Al lado tenía un foso, y detrás una calzada de piedra, y a cada milla, más o menos, había una torre de vigía, y dos veces al día pasábamos por las fortalezas de piedra en las que moraban los soldados romanos. Los tejados de los cuarteles hace tiempo que han desaparecido, y hoy son hogar de zorros y cuervos, aunque en uno de aquellos fuertes descubrimos a un hombre desnudo con el pelo hasta la cintura. Era muy anciano, aseguraba tener más de setenta años, y tenía una barba gris tan larga como su enmarañada melena blanca. Era una criatura mugrienta, no tenía sino pellejo, roña y huesos, pero Willibald y los siete religiosos que había liberado de Sven se arrodillaron ante él porque era un famoso ermitaño.
—Era obispo —me dijo Willibald en tono sobrecogido tras recibir la bendición del esmirriado—. Poseía riquezas, una esposa, sirvientes y honor, y lo entregó todo para adorar al Señor en soledad. Es un hombre muy santo.
—A lo mejor sólo es un hijo de puta loco —sugerí—, o la mujer era una víbora que lo sacaba de quicio.
—Es un hijo de Dios —me reprochó Willibald—, y con el tiempo lo llamarán santo.
Hild había desmontado y me miraba como pidiéndome permiso para acercarse al ermitaño. Era evidente que quería la bendición del anacoreta, y me la pedía a mí, pero no era asunto mío; me encogí de hombros y ella se arrodilló frente a la sucia criatura. Le lanzó una mirada lasciva, se rascó la entrepierna y le hizo la señal de la cruz en ambos pechos, apretando fuerte con los dedos para notar los pezones, mientras fingía bendecirla. Estuve a punto de enviar al muy cabrón a patadas directo al martirio. Pero Hild lloraba de emoción mientras le sobaba el pelo, después babeó una suerte de oración y ella pareció agradecida. Me miró mal y tendió una zarpa mugrienta, como si esperase que le pagara, pero yo le enseñé el martillo de Thor y él soltó una maldición sibilante entre sus dos dientes amarillos; después lo abandonamos a la estepa, el cielo y sus oraciones.
Me había despedido de Bolti. Estaba a salvo al norte de la muralla, pues entraba en el territorio de Bebbanburg, donde los jinetes de Ælfric y los jinetes de los daneses que vivían en mis tierras patrullarían los caminos. Seguimos la muralla hacia el oeste; mi comitiva se componía del padre Willibald, Hild, el rey Guthred y los siete religiosos liberados. Había conseguido romper la cadena de los grilletes de Guthred, de modo que el rey esclavo, que ahora cabalgaba en la yegua de Willibald, llevaba dos brazaletes de hierro de los que colgaban eslabones oxidados. Charlaba conmigo sin cesar.
—Lo que vamos a hacer —me contó en el segundo día de viaje— es reunir un ejército en Cumbraland y luego cruzaremos las colinas y capturaremos Eoferwic.
—¿Y después qué? —le pregunté con sequedad.
—¡Hacia el norte! —prosiguió lleno de entusiasmo—. ¡Al norte! Tendremos que tomar Dunholm, y después capturaremos Bebbanburg. Quieres que haga eso, ¿no?
Le había dado a Guthred mi nombre y le había informado de que era el señor legítimo de Bebbanburg, y le conté que jamás nadie había conseguido capturar Bebbanburg.
—Es un sitio difícil, ¿eh? —respondió Guthred—. ¿Como Dunholm? Bueno, ya veremos qué pasa con Bebbanburg. Pero primero habrá que quitarse de en medio a Ivarr —hablaba como si destruir al danés más poderoso de Northumbria fuera una cuestión trivial—. Así que primero despacharemos a Ivarr —comentó, y de repente, se le iluminó la mirada—. O a lo mejor, Ivarr me acepta como rey. El tiene un hijo y yo una hermana que deben de estar en edad de casarse. ¿Podrían firmar una alianza?
—A menos que vuestra hermana esté ya casada —le interrumpí.
—No sé quién va a quererla —me dijo—, tiene cara de caballo.
—Cara-caballo o cara-perro —repuse—, es hija de Hardicnut. Alguna ventaja habrá para quien se case con ella.
—Alguna había antes de que mi padre muriera —repuso Guthred con tono dubitativo—, pero ¿ahora?
—Ahora sois rey —le recordé. Por supuesto, yo no creía que fuera rey, pero él lo creía, así que le seguía la corriente.
—¡Eso es verdad! —exclamó—. Así que alguien querrá a Gisela, ¿verdad? ¡A pesar de la cara!
—¿Tiene cara de caballo de verdad?
—Tiene la cara larga —dijo, e hizo una mueca—, pero no es totalmente fea. Ya va siendo hora de que se case. ¡Tendrá unos quince o dieciséis años! Creo que tendríamos que casarla con el hijo de Ivarr. Eso nos solucionará la alianza con Ivarr, y él nos ayudará a lidiar con Kjartan. Después tendremos que asegurarnos de que los escoceses no nos harán la guerra. Y por supuesto, tenemos que mantener a esos granujas de Strath Clota a raya, para que no molesten.
—Por supuesto —respondí.
—Verás, mataron a mi padre, ¡y me convirtieron en esclavo! —sonrió.
Hardicnut, el padre de Guthred, había sido un conde danés que instaló su hogar en Cair Ligualid, la ciudad más importante de Cumbraland. Hardicnut se hacía llamar rey de Northumbria, un nombre pretencioso, pero al oeste de las colinas cosas más raras pasan, y cualquiera puede proclamarse rey de la luna si quiere porque nadie fuera de Cumbraland se va a enterar. Hardicnut no suponía ninguna amenaza para los grandes señores de Eoferwic; de hecho, no suponía ninguna amenaza para nadie, pues Cumbraland era un lugar agreste y triste, perpetuamente atacado por los hombres del norte en Irlanda o por la horrible brutalidad de Strath Clota, cuyo rey, Eochaid, se llamaba a sí mismo rey de Escocia, un título disputado por Aed, que peleaba entonces con Ivarr.
La insolencia de los escoceses, solía decir mi padre, no tiene fin. Tenía motivos para decirlo, pues los escoceses reclamaban para sí una buena parte de las tierras de Bebbanburg, y hasta que llegaron los daneses mi familia pasó el tiempo peleando contra las tribus del norte. De pequeño me enseñaron que había muchas tribus en Escocia, pero las que vivían más cerca de Northumbria eran los escoceses propiamente dichos, gobernados por Aed, y los salvajes de Strath Clota, que vivían en la orilla oeste y no se acercaban nunca a Bebbanburg. Lo que hacían era asaltar Cumbraland, y Hardicnut había decidido castigarlos; condujo un pequeño ejército hacia el norte, se adentró en las colinas, y Eochaid de Strath Clota le tendió una emboscada y lo destruyó. Guthred había marchado con su padre y fue capturado, así que llevaba dos años convertido en esclavo.
—¿Por qué no os mataron? —le pregunté.
—Eochaid tendría que haberme matado —admitió alegremente—, pero al principio no sabía quién era, y cuando lo descubrió, ya no tenía muchas ganas de sangre. Así que me fundió a patadas, y me informó de que sería su esclavo. Le gustaba verme vaciar su orinal. Me tenía como esclavo del hogar. Eso fue otro insulto.
—¿Ser un esclavo del hogar?
—Trabajo de mujeres —me aclaró Guthred—, pero, mira, así pasaba tiempo con las chicas. Eso sí me gustaba.
—¿Y cómo escapaste de Eochaid?
—No lo hice. Me compró Gelgill. ¡Pagó un dineral por mí! —Esto lo dijo con orgullo.
—¿Y Gelgill iba a venderos a Kjartan? —pregunté.
—¡No, no, qué va! ¡Me iba a vender a los sacerdotes de Cair Ligualid! —y señaló con la cabeza a los siete religiosos que habíamos rescatado—. Verás, habían acordado un precio con Gelgill, pero él quería más, y luego acabaron todos con Sven, que por supuesto no iba a consentir la venta. Quería que volviera a Dunholm, y Gelgill habría hecho lo que fuera por Sven y su padre; así que estábamos condenados, hasta que apareciste.
Parte de lo que decía tenía cierto sentido y, tras hablar con los siete religiosos e interrogar algo más a Guthred, conseguí componer el resto de la historia. Gelgill, conocido en ambos lados de la frontera como tratante de esclavos, le había comprado Guthred a Eochaid y había pagado una buena suma, no porque Guthred lo valiera, sino porque los curas se habían puesto en contacto con Gelgill para ello.
—Doscientas piezas de plata, ocho bueyes, dos sacos de malta y un cuerno montado en plata. Ése fue mi precio —me contó Guthred con desparpajo.
—¿Pagó tanto Gelgill? —Yo estaba realmente asombrado.
—No, qué va. Los curas. Gelgill se limitó a negociar la venta.
—¿Los curas pagaron por vos?
—Han debido de vaciar Cumbraland de plata —contestó Guthred orgulloso.
—¿Y Eochaid estuvo de acuerdo en venderos?
—¿Por ese precio? ¡Pues claro! ¿Por qué no iba a hacerlo?
—Mató a vuestro padre. Vuestro deber es vengaros. Lo sabe.
—Le caía simpático —contestó Guthred, y me lo creí, porque Guthred era simpatiquísimo. Se enfrentaba al día como si no fuera a traerle otra cosa que felicidad, y a su lado, de algún modo, la vida parecía más bonita—. Me hacía vaciarle el orinal igualmente —admitió Guthred, siguiendo con su historia sobre Eochaid—, pero dejó de patearme a todas horas. Y le gustaba hablar conmigo.
—¿Sobre qué?
—¡Sobre cualquier cosa! Los dioses, el clima, la pesca, cómo hacer buen queso, las mujeres, cualquier cosa. Y estaba convencido de que no era guerrero, cosa que es cierta, en realidad no lo soy. Soy un rey, por supuesto, y no tengo más remedio que ser guerrero, pero no me entusiasma. Eochaid me obligó a jurar que no le declararía la guerra.
—¿Y lo jurasteis?
—¡Pues claro! Me cae bien. Hombre, sí que voy a robarle todo el ganado que pueda, y me cargaré a cualquiera que envíe a Cumbraland, pero eso no cuenta como guerra.
Así que Eochaid había aceptado la plata de la iglesia y Gelgill había traído a Guthred al sur de Northumbria, pero en lugar de entregárselo a los curas se lo había llevado al este, convencido de que sacaría más beneficio vendiéndoselo a Kjartan que honrando el contrato que tenía con los religiosos. Los curas y monjes le habían seguido, suplicando que liberara a Guthred, y fue entonces cuando se encontraron con Sven, que vio su propia oportunidad de enriquecerse a costa de rey esclavo. Era el hijo de Hardicnut, lo que suponía que también se trataba del heredero de las tierras de Cumbraland, y eso sugería un precio más bien abultado en plata. Sven tenía planeado llevarse a Guthred a Dunholm, donde sin duda se habría ventilado a los siete religiosos. Entonces llegué yo con la cara envuelta en un pañuelo negro, y ahora Gelgill estaba muerto, a Sven le apestaba el pelo a pis y Guthred era libre.
Eso lo entendía, pero lo que no tenía ningún sentido para mí era por qué siete religiosos sajones habían llegado desde Cair Ligualid para pagar una fortuna por Guthred, que había nacido danés y era pagano.
—Pues porque soy su rey —contestó Guthred, como si la respuesta fuera evidente—, aunque jamás pensé que ejercería el cargo. Desde luego, no después de mi captura, pero si es lo que el Dios cristiano desea, ¿quién soy yo para discutir?
—¿Eso desea su dios? —pregunté mientras observaba a los religiosos que tan lejos habían viajado para liberarlo.
—Su dios lo desea —contestó Guthred todo serio—, porque soy el elegido. ¿Crees que debería volverme cristiano?
—No —contesté.
—Yo creo que sí tendría que hacerlo —dijo él haciendo caso omiso—, aunque sólo sea para mostrar gratitud. A los dioses no les gusta nada la ingratitud, ¿verdad que no?
—Lo que a los dioses les gusta —repliqué— es el caos.
Los dioses estaban contentos.
* * *
Cair Ligualid era una desgracia de sitio. Los hombres del norte la habían saqueado y reducido a cenizas dos años antes, justo después de que el padre de Guthred muriera frente a los escoceses, y no habían logrado reconstruir ni la mitad. Lo que quedaba de ella se erguía en la orilla sur del río Hedene, y ése era el motivo por el que el asentamiento aún existía, pues había sido construido en el primer cruce del río, un río que ofrecía cierta protección contra los maleantes escoceses. Pero no había ofrecido ninguna contra la flota de vikingos que navegó Hedene arriba, que robó todo lo que pudo, violó a su antojo, mató todo lo que quiso, y se llevó a los supervivientes como esclavos. Esos vikingos procedían de los asentamientos en Irlanda, y eran enemigos de los sajones, los irlandeses, los escoceses e incluso, a veces, de sus primos los daneses; así que tampoco se libraron los daneses de Cair Ligualid. De modo que, al atardecer, entramos por una puerta rota de una muralla rota a una ciudad rota, y la lluvia que nos acompañó todo el día remitió por fin al tiempo que un haz de luz roja salía de detrás de las nubes al oeste. Seguimos la luz de aquel sol hinchado que se reflejaba en mi yelmo con cimera de lobo, en mi cota de malla, en mis brazaletes y en las empuñaduras de mis dos espadas, y alguien gritó que yo era el rey. Parecía un rey. Montaba a Witnere, que sacudió su cabezón y piafó, y yo relucía en toda mi gloria guerrera.
Cair Ligualid estaba lleno de gente. Aquí y allí se habían reconstruido algunas casas, pero la mayoría acampaba entre las ruinas chamuscadas, con su ganado, y eran demasiados para ser supervivientes de las incursiones vikingas. De hecho, era la gente de Cumbraland la que había traído a Cair Ligualid sus curas o señores con la promesa de un nuevo rey. Y ahora, desde el este, con el sol poniente reflejado en su cota, llegaba un guerrero reluciente en un gran caballo negro.
—¡El rey! —gritó otra voz, y los demás corearon, y de los hogares maltrechos y los refugios provisionales salió la gente para admirarme. Willibald intentaba acallarlos, pero sus palabras en el sajón del oeste se perdieron en el barullo. Pensé que también Guthred protestaría, pero lo que hizo fue cubrirse la cabeza con la capucha de la capa, para así parecer uno de los religiosos que se afanaban por mantener el paso entre la multitud que nos seguía. La gente se arrodillaba cuando pasábamos, luego se ponía en pie a toda prisa para seguirnos. Hild reía y la tomé de la mano para que paseara a mi lado como una reina, y la muchedumbre creciente nos acompañó hasta la cima de una colina baja en la que habían construido una casa nueva. Cuando nos acercamos vi que no era una casa, sino una iglesia, y que los curas y monjes salían por la puerta para recibirnos.
La locura se había apoderado de Cair Ligualid. Una locura distinta de la que había provocado el derramamiento de sangre en Eoferwic, pero igual de loca. Las mujeres lloraban, los hombres gritaban y los niños miraban boquiabiertos. Las madres tendían sus niños hacia mí como si fueran a sanar si yo los tocaba.
—¡Tienes que detenerlos! —Willibald había conseguido llegar a mi lado y se agarraba de mi estribo derecho.
—¿Por qué?
—¡Pues porque están equivocados! ¡El rey es Guthred!
Le sonreí.
—A lo mejor —respondí lentamente, como si se me acabara de ocurrir la idea—, a lo mejor yo debería ser rey.
—¡Uhtred! —exclamó Willibald conmocionado.
—¿Por qué no? —pregunté—. Mis ancestros fueron reyes.
—¡El rey es Guthred! —protestó Willibald—. ¡El abad lo nombró!
Así había empezado la locura de Cair Ligualid. La ciudad era una guarida de zorros y aves cuando el abad Eadred de Lindisfarena cruzó las montañas. Lindisfarena es, por supuesto, el monasterio junto a Bebbanburg. Está en la costa este de Northumbria, mientras que Cair Ligualid se encuentra en el extremo oeste, pero el abad, expulsado de Lindisfarena por las incursiones danesas, había venido a Cair Ligualid y había construido la nueva iglesia hacia la que estábamos subiendo. El abad también había visto a Guthred en sueños. Hoy en día, por supuesto, toda Northumbria conoce la historia de cómo san Cutberto le reveló a Guthred en sueños al abad Eadred, pero entonces, el día de la llegada de Guthred a Cair Ligualid, la historia parecía otra insensatez para acabar de rematar una chifladura galopante. La gente me llamaba rey a voces y Willibald se volvió hacia Guthred y le gritó:
—¡Decidles que paren!
—La gente quiere un rey —contestó Guthred—, y Uhtred es lo que parece. Déjales disfrutarlo un rato.
Un grupo de monjes jóvenes, armados con varas, mantenían a la excitada muchedumbre alejada de las puertas de la iglesia. Eadred les había prometido un milagro y llevaban días esperando que llegara su rey, y en éstas aparecí yo por el este con la gloria de un guerrero, lo que siempre he sido. Toda mi vida he seguido el camino de la espada. Si me dan a elegir, y he podido elegir muchas veces, prefiero desnudar la espada que arreglar una disputa con palabras, porque eso es lo que hace un guerrero, pero la mayoría de hombres y mujeres no son guerreros. Anhelan la paz. Nada desean más que ver a sus hijos crecer, plantar semillas y vivir para ver la cosecha, para adorar a su dios, querer a su familia y que los dejen en paz. Aun así, nuestro destino es haber nacido en una época en que la violencia nos gobierna. Los daneses aparecieron y nuestra tierra se desmembró, todas nuestras costas fueron asoladas por los barcos con proa de fiera, que llegaron para esclavizar, robar y matar. A Cumbraland, la parte más agreste de todas las tierras sajonas, llegaron los daneses, los noruegos, los escoceses, y nadie podía vivir en paz. Y yo creo que cuando se rompen los sueños de los hombres, cuando destruyes sus hogares, arruinas sus cosechas, violas a sus hijas y esclavizas a sus hijos, engendras la locura. Cuando llegue el fin del mundo, cuando los dioses peleen entre ellos, la humanidad entera será víctima de un frenesí guerrero, los ríos serán de sangre, el cielo se cubrirá de gritos, y el gran árbol de la vida se derrumbará con un gran estrépito que se oirá en la estrella más lejana, pero todo eso está aún por venir. Entonces, en el 878, cuando aún era joven, lo que sucedía era aquella pequeña locura en Cair Ligualid. Era la locura de la esperanza, la creencia de que un rey nacido del sueño de un cura acabaría con el sufrimiento de la gente.
El abad Eadred esperaba dentro de la zona acordonada por monjes y, al acercarse mi caballo, levantó las manos hacia el cielo. Era alto, anciano y de pelo blanco, consumido y fiero, con ojos de halcón y, sorprendente para un cura, llevaba una espada colgada de la cintura. Al principio no podía ver mi cara porque la ocultaban las placas que me cubrían las mejillas, pero cuando me quité el casco siguió creyendo que era el rey. Levantó la vista, alzó las manos al cielo dando gracias por mi llegada, y se inclinó ante mí.
—Mi señor el Rey —saludó con voz profunda. Los monjes se postraron y se me quedaron mirando—. Mi señor el Rey —volvió a retumbar la voz del abad—, ¡sed bienvenido!
—Nuestro señor el Rey —corearon los monjes—, sed bienvenido.
Ese sí fue un momento interesante de verdad. Recordemos que Eadred había elegido a Guthred porque san Cutberto le había mostrado en sueños al hijo de Hardicnut. Y resulta que ahora creía que yo era el rey, lo que quería decir que o bien Cutberto le había mostrado a otro tipo o que Eadred era un mentiroso cabrón. O quizá fuera san Cutberto el cabrón mentiroso. Pero como milagro, y el sueño de Eadred siempre se recordará como un milagro, era decididamente sospechoso. Una vez le conté la historia a un cura y se negó a creerme. Me maldijo, se persignó y se marchó corriendo a decir sus oraciones. Toda la vida de Guthred iba a estar dominada por el simple hecho de que san Cutberto se había mostrado a Eadred, y la verdad es que Eadred no lo reconoció. Pero hoy en día nadie me cree. Willibald, por supuesto, bailoteaba a su alrededor como si llevara dos avispas en los calzones, intentando corregir el errorcillo de Eadred, así que le pegué una patada en el casco para que se quedara tranquilo y señalé a Guthred, que se acababa de apartar la capucha.
—Este —le dije a Eadred— es tu rey.
Por un instante, Eadred no me creyó, y cuando lo hizo la ira se apoderó de su rostro. Se le contorsionó la expresión con intensa furia porque comprendió, aunque nadie más lo hiciera, que tendría que haber reconocido al Guthred del sueño. La ira no estalló, logró dominarla y se inclinó ante Guthred, a quien le repitió el saludo, que él devolvió con su habitual alegría. Dos monjes se apresuraron a hacerse cargo de su caballo, y Guthred desmontó y fue conducido dentro de la iglesia. El resto los seguimos como mejor pudimos. Ordené a algunos monjes que sujetaran a Witnere y a la yegua de Hild. Pero las bestias querían estar dentro de la iglesia. Les informé de que les rompería las tonsuradas cabezas si los caballos se perdían, así que me obedecieron.
La iglesia estaba oscura. Velas de junco iluminaban el altar y el suelo de la nave, donde un gran grupo de monjes se postraba y cantaba, mientras las pequeñas y humeantes luces apenas mitigaban la densa oscuridad. Como iglesia no era gran cosa. Era grande, más grande incluso que aquella que estaba construyendo Alfredo en Wintanceaster, pero había sido levantada a toda prisa y las paredes eran de troncos sin desbastar, y, cuando se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, vi que el techo no estaba totalmente cubierto y que la paja era de mala calidad. Había probablemente unos cincuenta o sesenta religiosos dentro y la mitad de los thane, si es que los hombres de Cumbraland aspiraban a dicho título. Eran los hombres más ricos de la región, iban acompañados de sus partidarios, y observé que algunos lucían la cruz y otros el martillo. Había daneses y sajones en aquella iglesia, mezclados, y no eran enemigos. De hecho, se habían reunido para apoyar a Eadred, que les había prometido un rey nombrado por Dios. Y estaba Gisela.
Reparé en ella casi inmediatamente. Era una chica alta, morena, con un rostro largo y muy serio. Iba vestida con una capa y un hábito gris, así que al principio supuse que era una monja; después vi los brazaletes de plata y el pesado broche que le cerraba la capa al cuello. Tenía ojos grandes como luceros, pero eso se debía a que estaba llorando. Eran lágrimas de alegría, y cuando Guthred la vio, corrió hacia ella y ambos se abrazaron. La estrechó con fuerza, después se apartó, sujetándola de las manos, y vi que estaba medio llorando medio riendo. Impulsivamente, Guthred la condujo hacia mí.
—Mi hermana —me la presentó—. Gisela —aún la cogía de las manos—. Soy libre gracias al señor Uhtred.
—Os lo agradezco —me dijo ella, y yo no respondí. Era consciente de la presencia de Hild detrás de mí, pero aún más de la de Gisela. ¿Quince años, dieciséis? Pero aún sin casar, pues llevaba la melena negra suelta. ¿Qué me había dicho su hermano? Que tenía cara de caballo, pero para mí era un rostro de ensueño, un rostro que inflamaría el cielo, que carcomería a un hombre. Aún sigo viendo ese rostro tantos años después. Era un rostro alargado, con una nariz también larga, ojos oscuros que a veces parecían lejanos y otras, perversos, y la primera vez que me miró quedé perdido. Las ancianas que hilan nuestras vidas la habían enviado y supe que ya nada volvería a ser igual.
—No te has casado aún, ¿verdad? —le preguntó Guthred ansioso.
Se tocó la melena, aún libre como la de una niña. Cuando se casara, se la recogería.
—Por supuesto que no —contestó, aún mirándome; después se volvió hacia su hermano—. ¿Y tú?
—Tampoco —dijo él.
Gisela miró a Hild, volvió a mirarme a mí, y justo entonces llegó el abad Eadred para llevarse a Guthred, de modo que Gisela regresó con su aya. Me miró de reojo, y aún recuerdo aquella mirada. Los párpados caídos y el traspié al volverse para sonreírme por última vez.
—Una chica guapa —comentó Hild.
—Preferiría una mujer guapa —contesté.
—Tienes que casarte —contestó ella.
—Ya estoy casado —le recordé, y era cierto. Tenía una esposa en Wessex, una esposa que me odiaba, pero Mildrith estaba entonces en un convento, y yo no sabía ni quería saber si se consideraba casada con Cristo o conmigo.
—Esa chica te gusta —insistió Hild.
—Me gustan todas —contesté con evasivas.
Perdí a Gisela de vista cuando la multitud se acercó para contemplar la ceremonia, que comenzó cuando el abad Eadred se desabrochó el cinto de la espada de la cintura y se lo colocó alrededor de los harapos a Guthred. Después envolvió al nuevo rey en una fina capa verde, recubierta de piel, y le colocó un aro de bronce sobre la rubia melena. Los monjes cantaban todo el rato, y siguieron cantando cuando Eadred condujo a Guthred alrededor de la iglesia para que todos lo vieran. El abad sostuvo en alto la mano del rey, y sin duda a mucha gente debió de parecerle raro que se proclamara nuevo rey con los grilletes de esclavo en las muñecas. Los hombres se arrodillaron ante él. Guthred conocía a muchos de los daneses que habían sido partidarios de su padre, y los saludó con alegría. Desempeñaba bien el papel de rey, pues era inteligente además de bondadoso, pero yo detecté un punto de burla en su rostro. ¿Creía realmente ser rey entonces? Yo creo que todo le parecía una aventura, pero desde luego la prefería a vaciar el orinal de Eochaid.
Eadred pronunció un sermón, corto, gracias al cielo, aunque lo hizo en dos lenguas. Su danés no era muy bueno, pero el justo para informar a los paisanos de Guthred de que Dios y san Cutberto habían elegido nuevo rey, y allí estaba. Evidentemente, ya sólo cabía esperar gloria. Después condujo a Guthred hacia las velas de junco que ardían en el centro de la iglesia y los monjes que se habían reunido junto a las humeantes llamas se apartaron para que pasara el nuevo rey. Vi que se habían reunido alrededor de tres arcones que también estaban rodeados de velas.
—¡Ahora se tomará el juramento real! —anunció Eadred a la iglesia. Los cristianos se arrodillaron de nuevo, y algunos de los paganos daneses imitaron torpemente el ejemplo.
Se suponía que iba a ser un momento solemne, pero Guthred casi lo estropea cuando se dio la vuelta para venir a buscarme.
—Uhtred —gritó—. ¡Tú tendrías que estar aquí! ¡Acércate!
Eadred se puso nervioso, pero Guthred me quería a su lado porque le preocupaban los tres arcones. Eran dorados, y las tapas estaban sujetas por grandes bisagras de metal. Los rodeaban las titilantes velas de juncos, y eso le indicaba que iban a realizar algún tipo de brujería cristiana; así que quería que compartiéramos el riesgo. El abad me miró con ira.
—¿Os ha llamado Uhtred? —preguntó sospechosamente.
—El señor Uhtred comanda la tropa real —respondió Guthred en tono grandioso. Eso me convertía en comandante de una poca leche, pero yo mantuve la cara seria—. Y si hay que tomar juramentos —prosiguió el rey—, tendrá que jurar conmigo.
—Uhtred —repitió el abad Eadred en tono neutro. Conocía el nombre, vaya si lo conocía. Venía de Lindisfarena, donde gobernaba mi familia, y había acidez en su voz.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —dije lo suficientemente alto para que todos en la iglesia lo oyeran, y el anuncio causó cuchicheos entre los monjes. Algunos se persignaron y otros se me quedaron mirando con odio aparente.
—¿Es vuestro compañero? —quiso saber Eadred.
—Me rescató —contestó Guthred—, y es mi amigo.
Eadred hizo la señal de la cruz. Le disgusté desde el instante en que me confundió con el rey soñado, pero ahora supuraba mala intención. Me detestaba porque nuestra familia era la guardiana del monasterio de Lindisfarena, pero el monasterio estaba en ruinas, y Eadred, su abad, se había visto obligado al exilio.
—¿Os ha enviado Ælfric? —me interpeló.
—Ælfric —escupí el nombre— es un usurpador, un ladrón y una corneja, y un día voy a desparramar sus apestosas tripas por el suelo y lo voy a enviar al árbol, para que Destrozacadáveres se alimente con él.
Eadred finalmente me reconoció.
—Sois el hijo del señor Uhtred —dijo, y me miró los brazaletes, la cota de malla, la factura de mis armas y el martillo colgado del cuello—. Sois el chico criado por los daneses.
—Soy el chico —respondí con sarcasmo— que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar del sur.
—Es mi amigo —insistió Guthred.
El abad Eadred se estremeció, después inclinó un poco la cabeza para indicar que me aceptaba como compañero de Guthred.
—Juraréis servir al rey Guthred fielmente —me gruñó.
Di medio paso atrás. Prestar juramento es un asunto serio. Si juraba servir a aquel rey que habían hecho esclavo, ya no sería libre jamás. Sería el hombre de Guthred, habría jurado morir por él, obedecerle y servirle hasta la muerte, y la idea me irritaba. Guthred me vio vacilar y sonrió.
—Te devolveré tu libertad —me susurró en danés, y comprendí que él, como yo, veía aquella ceremonia como un juego.
—¿Lo juráis? —le pregunté.
—Sobre mi vida —contestó sin darle mayor importancia.
—¡Van a prestar juramento! —anunció Eadred, deseando restaurar algo de dignidad en la iglesia, que se había llenado de murmullos. Miró con ira a la congregación hasta que se quedaron callados, después abrió los cofres más pequeños. Dentro había un libro, con la portada engastada en piedras preciosas.
—¡Este es el gran libro de los evangelios de Lindisfarena! —voceó Eadred maravillado.
Levantó el libro del arcón y lo elevó para que la tenue luz se reflejara en las joyas. Todos los monjes se persignaron; después Eadred pasó el voluminoso libro a un cura cuyas manos temblaron al aceptarlo. Eadred se inclinó sobre el segundo de los cofres pequeños. Hizo la señal de la cruz, abrió la tapa y allí, ante mí, vi una cabeza cortada con los ojos cerrados. Guthred no pudo evitar un gruñido de disgusto y, temiendo brujerías, me cogió del brazo derecho.
—Éste es el muy santo Osvaldo —proclamó Eadred—, antaño rey de Northumbria y hoy un santo muy querido de Dios todopoderoso —su voz tembló de la emoción.
Guthred dio medio paso atrás, horrorizado por la cabeza, pero yo me solté de él y di un paso al frente para mirar a Osvaldo. Había sido señor de Bebbanburg en su tiempo, y también rey de Northumbria, pero de eso hacía doscientos años. Había muerto en la batalla contra los mercios, que lo descuartizaron, y me pregunté cómo habrían rescatado la cabeza del osario de la derrota. La cabeza, con las mejillas hundidas y la piel oscura, parecía no tener cicatrices. Tenía el pelo largo y enmarañado, y tapaba su cuello un pedazo de tela amarillento. Como corona lucía un aro de bronce.
—Amantísimo san Osvaldo —entonó Eadred mientras volvía a hacer la señal de la cruz—, protégenos, guíanos y reza por nosotros.
Los labios del rey habían encogido y ahora se veían tres dientes. Eran como tres ganchos amarillos. Los monjes más próximos a Osvaldo se postraban una y otra vez en silenciosa y ferviente oración.
—San Osvaldo es un guerrero de Dios —anunció Eadred—, y con él a nuestro lado nadie podrá con nosotros.
Se apartó de la cabeza del rey muerto y se acercó al último y más grande de los arcones. La iglesia estaba en silencio. Los cristianos, por supuesto, eran conscientes de que, al revelar las reliquias, Eadred invocaba los poderes del cielo para presenciar los juramentos, mientras que los daneses paganos, que no comprendían qué sucedía exactamente, estaban fascinados por la magia que sentían en el gran edificio. Y presentían que aún habría más magia, pues los monjes se acababan de postrar extendiéndose en el suelo de tierra mientras Eadred rezaba en silencio junto a la última caja. Rezó durante largo rato, con las manos en oración, moviendo los labios con los ojos fijos en las vigas, donde revoloteaban los gorriones. Al fin, abrió los dos enormes cerrojos de bronce del arcón y levantó la tapa.
Dentro del arcón grande había un cadáver. El cadáver estaba envuelto en un paño de tela, pero se apreciaba suficientemente la forma del cuerpo. Guthred me había vuelto a coger del brazo como si yo pudiera protegerle de los hechizos de Eadred. Eadred, mientras tanto, retiraba el paño con delicadeza para descubrir a un obispo muerto, vestido de blanco y con la cara tapada por un pañuelito de tela rematado en hilo dorado. El cadáver llevaba un escapulario bordado colgado del cuello, y se le había caído de la cabeza una mitra ajada. Una cruz de oro, decorada con granates, quedaba medio oculta por sus manos, unidas en oración junto al pecho. En el dedo consumido relucía un anillo de rubí. Algunos de los monjes estaban con la boca abierta, como si no pudieran resistir el poder sagrado que emanaba del cadáver, y hasta Eadred se notaba afectado. Tocó el borde del ataúd con la frente, después se enderezó para mirarme.
—¿Sabes quién es? —me preguntó.
—No.
—En el nombre del Padre —entonó—, del Hijo, y del Espíritu Santo —y apartó el pañuelo de tela rematado en oro para revelar una cara amarillenta con manchas más oscuras—. Es san Cutberto —dijo Eadred con un punto lloroso en la voz—. El más bendito, el más sagrado, el más amado Cutberto. Oh, Dios mío del amor hermoso —y se balanceó hacia delante y hacia atrás sobre las rodillas—, es el mismísimo san Cutberto.
Hasta la edad de diez años había sido criado con las historias de Cutberto. Aprendí cómo enseñó a un coro de focas a entonar los salmos, cómo las águilas le traían comida a la pequeña isla de Bebbanburg, donde vivió en soledad por un tiempo. Podía calmar las tormentas con una oración, y había rescatado a incontables marineros del naufragio. Salvó una vez a una familia al ordenar a las llamas que consumían su casa a regresar a los infiernos, y el fuego se desvaneció misteriosamente. Se adentraba en el mar invernal hasta el cuello y se quedaba allí toda la noche, rezando, y cuando regresaba a la playa, al alba, sus ropas estaban secas. Extrajo agua de la tierra resquebrajada durante una sequía, y cuando los pájaros robaron las semillas recién plantadas de cebada, les ordenó que las devolvieran, cosa que hicieron. O eso me contaron. Desde luego era el mayor santo de Northumbria, el santo que velaba por nosotros y a quien debíamos dirigir nuestras oraciones, para que él las susurrara al oído a Dios, y allí estaba en una caja de olmo labrada y recubierta de oro, tumbado sobre su espalda, con enormes fosas nasales, la boca entreabierta, las mejillas caídas, y cinco dientes entre negro y amarillo del que se habían separado las encías, de modo que parecían colmillos. Uno de ellos estaba roto. Los ojos cerrados. Mi madrastra poseía el peine de san Cutberto y le gustaba contarme que había encontrado pelo del santo en las púas del peine y que era rubio como el oro, pero el de aquel cadáver era negro como la pez. Lo tenía largo, lacio y se lo habían apartado de la amplia frente y de la tonsura de monje. Eadred le puso la mitra con cuidado en el sitio, después se agachó y besó el anillo de rubí.
—Apreciaréis —dijo con voz ronca por la emoción—, que la sagrada carne es incorrupta —se detuvo para acariciar una de las manos huesudas del santo—, y tal milagro es señal cierta y segura de su santidad —se inclinó hacia delante y esta vez besó al santo de lleno en la boca arrugada—. Oh, muy santo Cutberto —rezó en voz alta—, guíanos, condúcenos y tráenos tu gloria en el nombre de Aquél que murió por nosotros, junto a cuya mano derecha ahora te sientas en esplendor eterno, amén.
—Amén —acompañaron los monjes. Los que estaban más cerca se habían levantado del suelo para ver al santo incorrupto y la mayoría de ellos lloraban al contemplar el rostro amarillo.
Eadred levantó la mirada de nuevo hacia mí.
—En esta iglesia, joven —dijo—, reside el alma espiritual de Northumbria. Aquí, en estos arcones, están nuestros milagros, nuestros tesoros, nuestra gloria y la vía para hablar con Dios buscando su protección. Mientras estas reliquias sagradas permanezcan a salvo, estaremos a salvo. Una vez —se puso en pie al decir esta última palabra, y su voz se endureció—, una vez todas estas cosas preciosas estuvieron bajo la protección de los señores de Bebbanburg, ¡pero esa protección no sirvió para nada! Llegaron los paganos, masacraron a los monjes, y los hombres de Bebbanburg se refugiaron tras sus murallas en lugar de aniquilar a los paganos. Pero nuestros antepasados en Cristo salvaron las reliquias, y hemos vagado desde entonces por tierras salvajes, manteniéndolas a salvo, y algún día construiremos una gran iglesia y estas reliquias deslumbrarán a toda la tierra santa. ¡A esa tierra santa conduzco a esta gente! —y extendió la mano para indicar al populacho que esperaba fuera de la iglesia—. Dios me ha enviado un ejército —gritó—, y ese ejército triunfará, pero no seré yo el hombre que lo guíe. Dios y san Cutberto me revelaron en un sueño el rey que nos conducirá a la tierra prometida. ¡Me mostraron al rey Guthred!
Se puso en pie y levantó el brazo de Guthred en alto, gesto que provocó el aplauso de la congregación. Guthred parecía sorprendido más que regio, y yo me limité a mirar al santo muerto.
Cutberto había sido abad y obispo en Lindisfarena, la isla que quedaba justo al norte de Bebbanburg, y durante más de doscientos años su cuerpo había reposado en una cripta de la isla, hasta que los asaltos vikingos se convirtieron en una amenaza y, para rescatar el santo cadáver, los monjes trajeron al muerto a tierra. Desde entonces había estado recorriendo Northumbria. Yo no le gustaba a Eadred porque mi familia no había protegido las reliquias sagradas, pero la fuerza de Bebbanburg residía en su posición sobre el acantilado azotado por el mar, y sólo un insensato sacaría a su guarnición de las murallas para pelear. Si yo hubiera tenido que elegir entre conservar Bebbanburg y abandonar una reliquia, habría renunciado a todo el calendario de santos fiambres. Cadáveres de santos se encuentran a patadas, mientras que fortalezas como Bebbanburg hay muy pocas.
—¡Contemplad! —berreaba Eadred, aún sosteniendo el brazo de Guthred en alto—. ¡Contemplad al rey de Haliwerfolkland!
¿El rey de qué? Me pareció haberlo entendido mal, pero no. Haliwerfolkland, había dicho Eadred, y significaba la Tierra del Pueblo del Santo. Ese nombre le daba Eadred al reino de Guthred. San Cutberto era, por supuesto, el santo, pero quienquiera que fuera rey de aquella tierra sería un cordero entre lobos. Ivarr, Kjartan y mi tío eran los lobos. Ellos eran los hombres que poseían las fuerzas de soldados profesionales, mientras que Eadred confiaba en montarse un reino sobre la espalda de un sueño, y yo no albergaba dudas de que aquella oveja nacida de un sueño acabaría despedazada por los lobos. Con todo, por el momento, Cair Ligualid era mi mejor refugio en Northumbria, porque mis enemigos tendrían que atravesar las colinas para venir a buscarme, y además yo sentía cierta querencia por aquel tipo de locura. En la locura reside el cambio, en el cambio la oportunidad, y en la oportunidad hay riquezas.
—Ahora —Eadred soltó la mano de Guthred y se dirigió a mí—, vais a jurar lealtad a nuestro rey y a este país —Guthred me guiñó un ojo y yo me arrodillé obedientemente e intenté cogerle al abad la mano derecha, pero Eadred me apartó—. Vais a jurarle al santo —me riñó.
—¿Al santo?
—Colocad las manos sobre las muy benditas manos de san Cutberto —me ordenó Eadred—, y decid las palabras.
Apoyé las manos sobre los dedos del santo y noté el pedazo de rubí bajo los míos, que parecía bien sujeto.
—Juro ser vuestro hombre —le dije al fiambre—, serviros fielmente —volví a forzar el anillo, pero los dedos estaban muy tiesos y la piedra no se movía.
—¿Lo juráis por vuestra vida? —preguntó Eadred con severidad.
Volví a retorcer el anillo, pero nada, imposible.
—Lo juro por mi vida —respondí respetuosamente, y jamás, en toda mi vida, me he tomado un juramento tan a la ligera. ¿Cómo se puede cumplir la palabra dada a un muerto?
—¿Y juráis servir al rey Guthred fielmente?
—Lo juro —contesté.
—¿Y ser enemigo de todos sus enemigos?
—Lo juro —contesté.
—¿Y servir a san Cutberto hasta el fin de vuestros días?
—Lo juro.
—Podéis besar al muy bendito Cutberto —añadió Eadred. Me agaché hasta el borde del ataúd para besarle las manos—. ¡No! —protestó Eadred—. ¡En la boca! —Me puse de rodillas y lo besé en los secos y rasposos labios—. Alabado sea Dios —concluyó Eadred. Después obligó a Guthred a que jurara servir a Cutberto, y la iglesia fue testigo de cómo el rey esclavo se arrodilló y besó el cadáver. Los monjes cantaron mientras se permitía a la gente de la iglesia contemplar a Cutberto. Hild se estremeció cuando llegó junto al ataúd y cayó de rodillas, llorando a mares, y tuve que levantarla y llevármela. A Willibald le afectó de manera parecida, pero su rostro refulgía de alegría. Gisela, pude apreciar, no se inclinó ante el cadáver. Lo miró con curiosidad, pero era evidente que para ella no significaba nada, y deduje que seguía siendo pagana. Observó al muerto, después me miró a mí y sonrió. Sus ojos, pensé, brillaban más que el rubí del santo muerto.
Y así fue como llegó Guthred a Cair Ligualid. Me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, que todo fue un montón de mamarrachadas, pero fueron mamarrachadas mágicas, y el guerrero muerto juró lealtad al muerto y el esclavo se convirtió en rey. Se oían las carcajadas de los dioses.
* * *
Tarde, más tarde, reparé en que estaba haciendo lo que Alfredo habría querido que hiciera. Ayudar a los cristianos. Había dos guerras en aquellos años. La más evidente era entre sajones y daneses, pero también existía un combate entre paganos y cristianos. La mayoría de los daneses eran paganos, y la mayoría de los sajones, cristianos, de modo que ambas guerras parecían la misma lucha, pero en Northumbria las cosas se confundieron, y eso sucedió así gracias a la astucia del abad Eadred.
Lo que Eadred hizo fue terminar la guerra entre sajones y daneses en Cumbraland al escoger a Guthred. Guthred era, por supuesto, danés, y eso significaba que los daneses de Cumbraland estaban dispuestos a seguirle, y como había sido proclamado rey por un abad sajón, los sajones estaban igualmente dispuestos. De este modo, las dos mayores tribus que peleaban en Cumbraland, daneses y sajones, estaban unidas, mientras que los britanos, y un buen puñado de britanos seguía viviendo en Cumbraland, también eran cristianos, y sus curas les pidieron que aceptaran la elección de Eadred, cosa que hicieron.
Una cosa era proclamar rey, y otra muy distinta que ese rey consiguiera gobernar, pero Eadred había tomado una decisión muy astuta. Guthred era un buen hombre, pero también era el hijo de Hardicnut, que se llamaba a sí mismo rey de Northumbria, así que Guthred tenía derecho a reclamar la corona, y ninguno de los thane de Cumbraland era suficientemente poderoso para desafiarlo. Necesitaban un rey porque llevaban demasiado tiempo peleándose entre ellos, sufriendo el ataque de los noruegos de Irlanda y las salvajes incursiones de Strath Clota. Guthred, al unir a daneses y sajones, comandaría mayores fuerzas para enfrentarse a los enemigos. Había un hombre que habría podido erigirse en rival. Ulf, le llamaban, y era un danés que poseía tierra al sur de Cair Ligualid y más riquezas que nadie en Cumbraland, pero era viejo y cojo, y no tenía hijos, así que ofreció su lealtad a Guthred, y el ejemplo de Ulf convenció a los demás daneses para aceptar la elección de Eadred. Se arrodillaron frente a él uno tras otro y él los saludó por su nombre, les hizo ponerse en pie y los abrazó.
—Tendría que convertirme en cristiano, en serio —me dijo a la mañana siguiente de nuestra llegada.
—¿Por qué?
—Ya te he dicho por qué. Para mostrar mi gratitud. Oye, ¿no me tendrías que llamar señor?
—Sí, señor.
—¿Duele?
—¿El qué, llamaros señor, señor?
—¡No! —se rio—. Convertirse al cristianismo.
—¿Por qué tendría que doler?
—No sé. ¿No te clavan a una cruz?
—Claro que no —me burlé—, sólo te lavan.
—Yo ya me lavo solo —dijo, después se puso ceñudo—. ¿Por qué los sajones no se lavan? No tú, tú te lavas, pero la mayoría de los sajones no. No tanto como los daneses. ¿Es que les gusta la mugre?
—Si te lavas, te constipas.
—Yo no —contestó—. ¿Eso es todo, entonces? ¿Una lavadita?
—Le llaman bautizo.
—¿Y hay que abandonar a los otros dioses?
—En teoría sí.
—¿Y sólo tener una esposa?
—Sólo una. En eso son muy estrictos.
Pensó en esa cuestión.
—Aun así, creo que debería hacerlo —dijo—. Porque el dios de Eadred desde luego tiene poder. ¡Mira si no el muerto! ¡Es un milagro que no se les haya podrido!
Los daneses estaban fascinados con las reliquias de Eadred. La mayoría no entendía por qué un grupo de monjes iba por ahí transportando un fiambre, la cabeza de otro rey fiambre y un libro enjoyado por toda Northumbria, pero sí entendían que eran cosas sagradas y eso les impresionaba. Las cosas sagradas tienen poder. Son una vía desde nuestro mundo a los otros mundos del más allá, mucho mayores, e incluso antes de que Guthred llegara a Cair Ligualid, algunos daneses ya habían aceptado el bautismo para poder controlar parte del poder de las reliquias.
Yo no tengo nada de cristiano. Hoy en día no es bueno confesarlo, pues los obispos y abades tienen demasiada influencia y es más fácil fingirse de una fe que luchar por ideas violentas. Me criaron como cristiano, pero a los diez años, cuando me acogió la familia de Ragnar, descubrí que los viejos dioses sajones eran los mismos dioses que los de los daneses y los hombres del norte, y su culto siempre me pareció más lógico que el de arrodillarse ante un dios de un país tan lejano que a nadie he conocido que viniera de allí. Thor y Odín caminaban por nuestras colinas, dormían en nuestros valles, amaban a nuestras mujeres y bebían de nuestros arroyos, y eso te hace verlos como tus vecinos. También me gusta de nuestros dioses que no están obsesionados con nosotros. Tienen sus propias disputas y romances y la mayor parte del tiempo parecen no hacernos el menor caso, pero el dios cristiano no tiene nada mejor que hacer que establecer reglas para nosotros. Reglas, y más reglas, prohibiciones y mandamientos, y necesita cientos de curas y monjes con hábitos oscuros para asegurar que obedecemos esas leyes. Yo me lo imagino muy quisquilloso y malhumorado, al dios ese, aunque sus curas no paran de decir que nos ama. Yo nunca he sido tan imbécil como para creer que Thor, Odín u Hoder me amaban, aunque espero que en algunas ocasiones me hayan considerado digno.
Pero Guthred también quería que el poder de las reliquias cristianas lo beneficiara a él, así que, para alegría de Eadred, le pidió que lo bautizara. La ceremonia tuvo lugar al aire libre, justo fuera de la gran iglesia, donde sumergieron a Guthred en un gran barril de agua del río y todos los monjes elevaron las manos al cielo y aseguraron que la obra de Dios era maravillosa de contemplar. Después envolvieron a Guthred en un paño y Eadred lo coronó por segunda vez colocándole sobre el pelo mojado el círculo de bronce bruñido del rey Osvaldo. Después le embadurnó la frente con aceite de bacalao, le entregó una espada y un escudo, y le pidió que besara tanto el evangelio de Lindisfarena como los labios de cadáver de Cutberto, que habían sacado a la luz para que la muchedumbre lo contemplara. Guthred pareció disfrutar la ceremonia, y el abad Eadred se mostró tan conmovido que cogió la cruz de granates de las manos de san Cutberto y se la colgó al nuevo rey al cuello. No la dejó ahí demasiado tiempo; se la devolvió al cadáver cuando Guthred fue presentado a su harapiento pueblo en las ruinas de Cair Ligualid.
Aquella noche hubo un banquete. No había gran cosa que comer, sólo pescado ahumado, estofado de cabra y pan duro, pero la cerveza sobraba, y a la mañana siguiente, con la cabeza hecha un bombo, me acerqué al primer witanegemot de Guthred. Al ser danés, evidentemente, no estaba acostumbrado a tales reuniones con el consejo, en las que todos los thane y cargos eclesiásticos mayores son invitados a ofrecer consejo, pero Eadred había insistido en que se reuniera el witan, y Guthred tenía que presidirlo.
El consejo se reunió en la gran iglesia. Había empezado a llover por la noche y el agua goteaba por entre la tosca paja de modo que todo el mundo intentaba evitar las goteras. No había suficientes sillas ni taburetes, así que nos sentamos en el suelo cubierto de juncos, en un gran círculo alrededor de Eadred y Guthred, en dos tronos junto al ataúd abierto de san Cutberto. Había cuarenta y seis hombres, la mitad de ellos clérigos y la otra mitad, los señores con más tierras de Cumbraland, tanto sajones como daneses, pero comparado con un witanegemot de Wessex, el cónclave era más bien deslucido. No se exhibían grandes riquezas. Algunos de los daneses llevaban brazaletes, y unos cuantos sajones elaborados broches, pero parecía más una reunión de granjeros que un consejo de estado.
Con todo, a Eadred no le faltaban visiones de grandeza. Empezó dándonos noticias del resto de Northumbria. Sabía qué había ocurrido porque recibía noticias de todos los religiosos del país, y esos informes aseguraban que Ivarr seguía en el valle del río Tuede, enzarzado en una amarga guerra de pequeñas emboscadas contra el rey Aed de Escocia.
—Kjartan el Cruel merodea en sus dominios —informó Eadred—, y no saldrá a luchar. Lo que nos deja a Egberto de Eoferwic, y es débil.
—¿Y qué pasa con Ælfric? —intervine.
—Ælfric de Bebbanburg ha jurado proteger a san Cutberto —contestó Eadred—, y no hará nada que ofenda al santo.
Quizá eso fuera cierto, pero no había duda de que mi tío pediría mi cabeza a cambio de mantener incólume al santo. No dije nada más, me limité a escuchar mientras Eadred proponía que formáramos un ejército y marcháramos al otro lado de las colinas a capturar Eoferwic. Eso causó cierta perplejidad. Los hombres se miraron unos a otros, pero tal era la confianza y vehemencia de Eadred que al principio nadie se atrevió a cuestionarlo. Esperaban que les pidieran que prepararan a sus hombres para pelear contra los vikingos noruegos de Irlanda, o plantar cara a otro asalto de Eochaid de Strath Clota, pero el plan que les proponía era desplazarse para derrocar al rey Egberto.
Ulf, el danés más rico de Cumbraland, intervino por fin. Era mayor, unos cuarenta años, y lo habían dejado cojo y marcado de cicatrices las frecuentes disputas en Cumbraland, pero aún podía sumar cuarenta o cincuenta guerreros a las fuerzas de Guthred. No eran demasiados para la media de otras partes de Gran Bretaña, pero sí una fuerza sustancial en Cumbraland. Ahora quería saber por qué debía conducir a aquellos hombres al otro lado de las colinas.
—No tenemos enemigos en Eoferwic —declaró—, pero sí hay muchos que atacarán nuestras tierras en cuanto nos marchemos —la mayoría de los daneses emitió murmullos de aprobación.
Pero Eadred conocía a su público.
—Hay muchas riquezas en Eoferwic —añadió.
—¿Mujeres? —preguntó un hombre.
—Eoferwic es un pozo de corrupción —anunció Eadred—, es una guarida del demonio y un lugar de mujeres lascivas. Es una ciudad del mal que debería ser purgada por un ejército santo —la mayoría de los daneses vitorearon ante la perspectiva de mujeres lascivas, y ya nadie protestó ante la idea de atacar Eoferwic.
En cuanto capturaran la ciudad, una hazaña que Eadred daba por hecha, marcharíamos al norte, y los hombres de Eoferwic, aseguró, se unirían a nuestras filas.
—Kjartan el Cruel no se atreverá a enfrentarse a nosotros —declaró Eadred—, porque es un cobarde. Se refugiará en su fortaleza como una araña que se escabulle por su tela, se quedará ahí y dejaremos que se pudra hasta que llegue la hora de acabar con él. Ælfric de Bebbanburg no luchará contra nosotros porque es cristiano.
—Es un hijo de puta en el que no se puede confiar —gruñí, y se me ignoró ampliamente.
—Y derrotaremos a Ivarr —añadió Eadred, y yo me pregunté cómo iba nuestra chusma a derrotar al muro de escudos de Ivarr, pero Eadred no albergaba duda alguna—. Dios y san Cutberto lucharán por nosotros —aclaró—, y entonces seremos señores de Northumbria y Dios todopoderoso habrá establecido Haliwerfolkland y construiremos un santuario para san Cutberto que dejará asombrado al mundo.
Eso era lo que Eadred quería de verdad, un santuario. De ahí salía toda la locura, un santuario para un santo muerto, y sólo por ese motivo había nombrado Eadred rey a Guthred, y pensaba enzarzarse en una guerra con toda Northumbria. Al día siguiente llegaron ocho jinetes oscuros.
* * *
Contábamos con trescientos cincuenta y cuatro hombres en edad de luchar; entre ellos, menos de veinte poseían malla, y sólo un centenar podía considerarse protegido decentemente con cuero. Los hombres con cuero o malla tenían casi todos casco y armas como es debido, espadas o lanzas, y el resto iba armado con hachas, azadas, hoces o azadones afilados. Eadred lo llamaba pomposamente el Ejército del Santo, pero de haber sido yo el santo, me habría vuelto directito al cielo a esperar que apareciera algo mejor.
Un tercio de nuestro ejército era danés, el resto era sobre todo sajón, aunque había unos cuantos britanos armados con largos arcos de caza, armas muy temibles, así que llamé a los britanos la Guardia del Santo y ordené que se quedaran con el cadáver de san Cutberto, que evidentemente iba a acompañarnos en nuestra marcha hacia la conquista. Tampoco íbamos a dirigirnos a la conquista sin más, antes teníamos que conseguir comida para los hombres y forraje para las bestias, de las que sólo contábamos con ochenta y siete.
De ahí que la llegada de los jinetes oscuros fuera una alegría. Eran ocho, todos montados sobre caballos negros o marrones, y con cuatro monturas de más, cuatro lucían malla y los otros cuatro iban bien protegidos con cuero, todos cubiertos con capas y escudos negros, y llegaron a Cair Ligualid desde el este, siguiendo la muralla romana por la otra orilla del río, y allí cruzaron por un vado porque el antiguo puente había sido derruido por los noruegos.
Los ocho jinetes no eran los únicos recién llegados. Aparecían hombres a cada hora. La mayoría eran monjes, pero también había guerreros que venían de las colinas y traían un hacha o una vara de pelea. Unos cuantos tenían armadura o caballo, pero los ocho jinetes oscuros llegaron completamente equipados para la guerra. Eran daneses y le dijeron a Guthred que procedían de las cuadras de Hergist, que tenía tierras en un lugar llamado Heagostealdes. Hergist era viejo, le contaron a Guthred, y no podía venir en persona, pero había enviado a los mejores hombres que poseía. Su jefe se llamaba Tekil y parecía un guerrero útil, pues lucía cuatro brazaletes, poseía una espada larga y resistente y un rostro cargado de confianza. Rondaría los treinta, como la mayoría de sus hombres, aunque había uno mucho más joven, apenas un muchacho, el único que no llevaba brazaletes.
—¿Por qué me envía hombres Hergist desde Heagostealdes? —quiso saber Guthred.
—Estamos demasiado cerca de Dunholm, señor —respondió Tekil—, y Hergist desea que destruyáis ese nido de avispas.
—Pues bienvenidos —contestó Guthred, y permitió que los ocho hombres se arrodillaran ante él y le juraran lealtad.
—Tendrías que traer a los hombres de Tekil a mis tropas reales —me dijo más tarde.
Estábamos en un campo al sur de Cair Ligualid, donde yo entrenaba a aquellas tropas reales. Había elegido a treinta jóvenes, más o menos al azar, y me había asegurado de que la mitad fueran daneses y la otra mitad sajones, y había insistido en que formaran un muro de escudos en el que cada danés tenía por vecino a un sajón. En aquel momento, les enseñaba a luchar y rezaba a mis dioses para que no tuvieran que hacerlo nunca, pues lo que sabían y una poca leche eran la misma cosa. Los daneses eran mejores, porque a los daneses los crían con la espada y el escudo, pero nadie había aprendido la disciplina del muro de escudos.
—¡Los escudos tienen que tocarse! —les grité—. Si no se tocan, estáis muertos. ¿Queréis estar muertos? ¿Queréis que os rajen y se os caigan las tripas por los pies? Pues que los escudos se toquen. ¡Así no, earsling! El lado derecho de tu escudo se monta sobre el lado izquierdo de su escudo. ¿Lo entiendes? —Lo repetí en danés y miré a Guthred—. No quiero a los hombres de Tekil en la guardia personal.
—¿Por qué no?
—Porque no los conozco.
—Tampoco conoces a éstos —repuso Guthred mientras señalaba a la tropa real.
—Los conozco lo suficiente para saber que son imbéciles —contesté—, y que sus madres tendrían que haber cerrado las piernas cuando los parían. ¿Qué coño estás haciendo, Clapa? —le grité a un danés joven y enorme. Se me había olvidado su nombre real, pero todos lo llamaban Clapa, que significaba torpe. Era un chico descomunal de granja, tan fuerte como dos hombres, pero digamos que no era el más listo de los mortales. Se me quedó mirando con cara de lerdo mientras me acercaba a la fila—. ¿Qué se supone que estás haciendo, Clapa?
—Mantenerme cerca del rey, señor —contestó con expresión perpleja.
—¡Muy bien! —exclamé, porque era la lección primera y más importante de las que tenía que inculcar a los treinta jóvenes. Eran las tropas personales del rey y siempre tenían que quedarse con el rey, pero ésa no era la respuesta que quería de Clapa—. En el muro de escudos, idiota —le dije al tiempo que le golpeaba en su musculado pecho—, ¿qué se supone que tienes que hacer en el muro de escudos?
Pensó un instante, después se le iluminó la expresión.
—Mantener el escudo en alto, señor.
—Eso es —contesté, mientras le subía el escudo desde los tobillos—. ¡No arrastres el escudo por los pies! ¿Y tú de qué te ríes, Rypere? —Rypere era sajón, tan escuálido como Clapa era sólido, y listo como una comadreja. Rypere era el apodo, que significaba ladrón, pues a eso se dedicaba Rypere, y, de haber habido algo de justicia, le habrían marcado a hierro y lo habrían azotado, pero a mí me gustó la astucia de su mirada y pensé que podría salirme un buen asesino—. ¿Sabes lo que eres, Rypere? —le dije mientras le hundía el escudo en el pecho—. Eres un earsling. ¿Qué es un earsling, Clapa?
—Un cagarro, señor.
—¡Exacto, cagarros! ¡Arriba los escudos! ¡Arriba! —grité—. ¿Queréis que la gente se ría de vosotros? —señalé otros grupos de hombres que se entrenaban peleando en el gran prado. Los guerreros de Tekil también estaban presentes, pero sentados a la sombra, sólo observando, dando a entender que no necesitaban practicar. Me volví de nuevo hacia Guthred—. No podéis tener a los mejores hombres en vuestras tropas personales —le dije.
—¿Por qué no?
—Porque terminaréis rodeado cuando todos los demás hayan huido. Y entonces moriréis. No os va a gustar.
—Eso es justo lo que pasó cuando mi padre se enfrentó a Eochaid —admitió.
—Por ese motivo no se tiene a los mejores hombres en la guardia personal —contesté—. Pondremos a Tekil en un flanco y a Ulf y a sus hombres en el otro —Ulf, inspirado por un sueño de plata ilimitada y malignas y lascivas mujeres, empezaba a estar ansioso por marchar sobre Eoferwic. No se encontraba en Cair Ligualid cuando llegaron los jinetes oscuros, se había llevado a sus hombres en busca de forraje y comida.
Dividí las tropas reales en dos grupos y los puse a luchar, aunque primero les ordené que envolvieran las espadas en tela para que no acabaran matándose. Estaban ansiosos, pero no tenían ni idea. Rompí los dos muros de escudos en menos que canta un gallo, pero acabarían aprendiendo a pelear si antes no se encontraban a las tropas de Ivarr, en cuyo caso, morirían. Al cabo de un rato, cuando ya estaban cansados y sudorosos, les dije que descansaran. Reparé en que los daneses se sentaban con los daneses, y los sajones, con los sajones, pero era normal; con el tiempo, aprenderían a confiar los unos en los otros. Más o menos podían hablar entre ellos porque noté que en Northumbria la lengua sajona y la danesa empezaban a mezclarse. Ambas eran similares, en cualquier caso, y la mayoría de los sajones entendía a los daneses si gritaban lo suficiente; ambas lenguas se parecían cada vez más. En lugar de hablar de su manejo de la espada, los earslings sajones de las tropas reales de Guthred se vanagloriaban de su «arte» con la espada, aunque no poseyeran ninguno, y comían huevos en lugar de comer eyren. Los daneses, por su parte, llamaban caballos a los caballos en lugar de hros, y a veces era difícil averiguar si un hombre era danés o sajón. A menudo era ambas cosas, hijo de padre danés y madre sajona, aunque nunca al revés.
—Tendría que casarme con una sajona —me dijo Guthred. Habíamos llegado paseando hasta el límite del campo en el que un grupo de mujeres cortaba paja y la mezclaba con avena. Esa combinación alimentaría a nuestros caballos al cruzar las colinas.
—¿Por qué os queréis casar con una sajona? —le pregunté.
—Para demostrar que Haliwerfolkland es de ambas tribus —respondió.
—Northumbria —respondí de mal humor.
—¿Northumbria?
—Se llama Northumbria —contesté—, no Haliwerfolkland.
Se encogió de hombros como si el nombre no importara.
—Aun así me tendría que casar con una sajona —prosiguió—, y la quiero guapa. Tan guapa como Hild, por lo menos. Pero es demasiado mayor.
—¿Demasiado mayor?
—Necesito una de trece o catorce como máximo. Lista para hacerle unos niños —saltó una valla baja y recorrió el borde de una empinada orilla, hacia un pequeño arroyo que discurría al norte, hacia el Hedene—. Tiene que haber alguna sajona guapa en Eoferwic.
—Pero la querréis virgen, ¿no?
—Probablemente —añadió, después asintió—. Sí, virgen.
—Igual quedan una o dos en Eoferwic —contesté.
—Pena por Hild —comentó vagamente.
—¿Qué queréis decir?
—Que si no estuvieras con ella —contestó con vigor—, te podrías casar con Gisela.
—Hild y yo no somos más que amigos —le contesté—. Sólo amigos —cosa que era cierta. Habíamos sido amantes, pero desde que Hild había visto el cuerpo de san Cutberto se había abandonado a un estado contemplativo. Sentía los puyazos de su dios, lo sabía, y le pregunté si deseaba tomar de nuevo los hábitos, pero sacudió la cabeza y me aseguró que aún no estaba preparada.
—Aunque probablemente debería casar a Gisela con un rey —prosiguió Guthred sin hacerme caso—. Aed de Escocia, ¿que te parece? Y así lo dejamos tranquilito con novia nueva. O mejor que se case con el hijo de Ivarr. ¿Te parece suficientemente guapa?
—¡Claro que sí!
—¡Cara-caballo! —exclamó, y se partió de la risa con el viejo apodo—. Pescábamos juntos aquí —prosiguió, después se quitó las botas, las dejó en la orilla y empezó a caminar corriente arriba. Yo le seguí, desde la orilla, donde me abría paso entre los alisos y la alta hierba. Las moscas zumbaban a mi alrededor. Era un día cálido.
—¿Queréis pescar? —le pregunté aún pensando en Gisela.
—Estoy buscando una isla —contestó.
—No puede ser muy grande —repuse. El arroyo se podía cruzar en dos zancadas y no le llegaba a los gemelos a Guthred.
—Era bastante grande cuando tenía trece años —repuso.
—¿Bastante grande para qué? —pregunté mientras estampaba un tábano contra mi cota de malla. Hacía calor suficiente para desear no llevar la malla, pero había aprendido hacía mucho que más vale acostumbrarse a la pesada armadura, si no, en la batalla, se vuelve un engorro, así que la llevaba casi todos los días, y se había convertido en una segunda piel. Cuando me quitaba la malla era como si los dioses me dieran alas en los pies.
—Bastante grande para mí y una sajona llamada Edith —me dijo con una sonrisa—, y fue mi primera. Era tan dulce.
—Probablemente lo siga siendo.
Sacudió la cabeza.
—Se la llevó por delante un toro y murió —siguió caminando por el agua, dejando atrás algunas rocas en las que crecían helechos y, unos cincuenta pasos más adelante, dio un grito de júbilo al descubrir su isla. Yo lo sentí por Edith, pues no era más que un montón de piedras que debió de sentir afiladas como navajas en la escuálida espalda.
Guthred se sentó y empezó a lanzar piedras al agua.
—¿Podemos vencer? —preguntó.
—Hay posibilidades de tomar Eoferwic —respondí—, siempre y cuando Ivarr no haya regresado.
—¿Y si lo ha hecho?
—Estáis muerto, señor.
Puso mala cara.
—Podríamos negociar con Ivarr —sugirió.
—Eso es lo que haría Alfredo —contesté.
—¡Bien! —Guthred se alegró—. ¡Y le puedo ofrecer a Gisela para su hijo!
Yo ignoré el comentario.
—Pero Ivarr no va a negociar con vos —repliqué—. Peleará. Es un Lothbrok. No negocia más que para ganar tiempo. Cree en la espada, la lanza, el escudo, el hacha de guerra y la muerte de sus enemigos. No negociaréis con Ivarr, pelearéis contra él, y no tenemos ejército para eso.
—Pero si tomamos Eoferwic —contestó enérgicamente— la gente se nos unirá. Nuestro ejército crecerá.
—¿A esto llamáis ejército? —pregunté, y sacudí la cabeza—. Ivarr comanda daneses curtidos en la guerra. Cuando nos los encontremos, señor, la mayoría de nuestros daneses se unirá a él.
Levantó la mirada, con la sorpresa dibujada en su honrado rostro.
—¡Pero si me acaban de prestar juramento!
—Se unirán a ellos igualmente —repuse sombrío.
—¿Y qué hacemos?
—Tomamos Eoferwic —le dije—, la saqueamos y nos volvemos. Ivarr no va a seguiros. No le importa un pijo Cumbraland. Si gobernáis aquí, al final Ivarr acabará olvidándose de vos.
—A Eadred no le va a gustar eso.
—¿Qué es lo que quiere?
—Su santuario.
—Puede construirlo aquí.
Guthred sacudió la cabeza.
—Lo quiere en la costa este porque allí vive más gente.
Lo que Eadred quería, supongo, era un santuario que atrajera miles de peregrinos que derramaran monedas sobre su iglesia. Podía construirlo aquí, en Cair Ligualid, pero era un lugar remoto y los peregrinos no vendrían por millares.
—Pero vos sois el rey —le dije—, y vos dais las órdenes. No Eadred.
—Cierto —contestó con ironía, y lanzó otra piedra. Después se puso ceñudo—. ¿Qué convierte a Alfredo en un buen rey?
—¿Y quién dice que sea bueno?
—Todos. El padre Willibald dice que es el mejor rey desde Carlomagno.
—Eso es porque Willibald es un earsling aturullado.
—¿No te gusta Alfredo?
—Odio a ese cabrón.
—Pero es un guerrero, un legislador…
—¡No es ningún guerrero! —le interrumpí entre burlas—. ¡Detesta pelear! Tiene que hacerlo, pero no le gusta, y está demasiado enfermo para aguantar en un muro de escudos. Pero es un legislador. Adora las leyes. Cree que si se inventa suficientes leyes, traerá el cielo a la tierra.
—Pero ¿por qué dicen los hombres que es bueno? —preguntó Guthred confundido.
Miré al cielo para ver un águila surcar la bóveda azul.
—Lo que sí es Alfredo —dije, intentando ser honesto— es justo. Trata a la gente adecuadamente, o a la mayoría de ellos. Se puede confiar en su palabra.
—Eso es bueno —repuso Guthred.
—Pero es un cabrón meapilas, criticón y preocupado —añadí—. Eso es lo que realmente es.
—Yo seré justo —comentó Guthred—. Conseguiré gustarle a la gente.
—Ya les gustáis —le dije—, pero también tienen que temeros.
—¿Temerme? —Esa idea no le gustó.
—Sois un rey.
—Seré un buen rey —dijo con vehemencia, y justo entonces Tekil y sus hombres nos atacaron.
Tendría que habérmelo imaginado. Ocho hombres bien armados no cruzan los páramos para unirse a la chusma. Los habían enviado, y no un danés llamado Hergild de Heagostealdes. Venían de parte de Kjartan el Cruel que, furioso por la humillación de su hijo, había enviado hombres para perseguir al guerrero muerto, y no les había costado demasiado descubrir que habíamos seguido la muralla romana. Guthred y yo nos habíamos alejado en un día cálido y estábamos al final de un pequeño valle cuando los ocho hombres salieron de ambas orillas y desenvainaron las espadas.
Conseguí desnudar a Hálito-de-serpiente, pero Tekil me la arrebató de un golpe, y otros dos hombres me atizaron, tirándome al arroyo. Me defendí, pero tenía inmovilizado el brazo de la espada, un hombre se arrodillaba en mi pecho y otro me sujetaba la cabeza bajo el agua, y sentí que me ahogaba al entrarme el agua por la garganta. El mundo se volvió negro. Quería gritar, pero no salió ningún sonido de mi garganta, me arrebataron Hálito-de-serpiente de la mano y perdí la conciencia.
La recuperé en la isla de guijarros en la que los ocho hombres nos rodeaban a Guthred y a mí, con las espadas en nuestros vientres y gargantas. Tekil, con una sonrisa de oreja a oreja, apartó de una patada la hoja que amenazaba mi gaznate y se arrodilló a mi lado.
—Uhtred Ragnarson —me saludó—, creo que no hace mucho te cruzaste con Sven el Tuerto. Te envía sus saludos —no contesté. Tekil sonrió—. ¿Acaso llevas Skidbladnir en la bolsa? ¿Huirás navegando de nosotros? ¿De vuelta al Niflheim?
Seguí sin decir nada. Me costaba respirar y seguía tosiendo agua. Quería luchar, pero tenía la punta de una espada pegada al vientre. Tekil envió a dos de sus hombres a por los caballos, pero aún quedaban seis guerreros vigilándonos.
—Es una pena —dijo Tekil—, que no hayamos conseguido a tu fulana. Kjartan la quería —intenté invocar todas mis fuerzas para revolverme, pero el tipo que sostenía la espada contra mi estómago, apretó, y Tekil se limitó a reírse; después me desabrochó el cinto y lo tiró lejos de mí. Sopesó la bolsa de monedas y sonrió al oír el tintineo—. Nos queda un largo viaje, Uhtred Ragnarson, y no queremos que te escapes. ¡Sihtric!
El chico, el único sin brazaletes, se acercó. Parecía nervioso.
—¿Señor? —le dijo a Tekil.
—Grilletes —contestó Tekil, y Sihtric fue a rebuscar en una bolsa de cuero y sacó un par de grilletes de esclavos.
—Puedes dejarlo aquí —le dije, señalando con la cabeza a Guthred.
—Kjartan también lo quiere a él —contestó Tekil—, pero no está tan interesado como en retomar la vieja amistad contigo —entonces sonrió, como si acabara de hacer una broma íntima, y sacó un cuchillo del cinturón. Era un cuchillo de hoja fina, y tan afilado que parecía tener filo de sierra—. Me dijo que te cortara los tendones de las piernas, Uhtred Ragnarson, pues un hombre sin piernas no puede escapar, ¿no te parece? Así que te cortaremos los tendones y luego te sacaremos un ojo. Sven pidió que te dejáramos un ojo para que también él pudiera jugar, pero que si quería te podía sacar el otro para volverte más obediente. Así que tú dirás, Uhtred Ragnarson, ¿qué va a ser, el izquierdo o el derecho?
Seguí sin contestar y no me importa confesar que estaba asustado. Volví a intentar zafarme de él, pero tenía una rodilla en mi brazo derecho y otro hombre me sujetaba por la izquierda. Entonces la hoja del cuchillo me tocó la piel justo por debajo del ojo izquierdo y Tekil sonrió.
—Dile adiós a tu ojo, Uhtred Ragnarson —me informó.
El sol brillaba, se reflejaba sobre la hoja de modo que me deslumbraba el ojo izquierdo con su brillo. Aún veo aquel resplandor hoy, años después.
Y aún puedo oír el grito.