Partimos a la mañana siguiente. La lluvia se dirigía al sur, y dejaba a su paso un cielo claro rasgado por nubes apresuradas bajo las que cabalgamos desde la puerta de Dunholm. Dejamos el tesoro en manos de Rollo. Éramos todos hombres ricos, pues habíamos arrebatado la fortuna a Kjartan, y si sobrevivíamos a nuestro encuentro con Ivarr, repartiríamos aquellas riquezas. Yo había recuperado el tesoro que dejé en Fifhidan con creces, y regresaría con Alfredo como hombre rico, uno de los más ricos de su reino, y ese pensamiento me alegró el camino mientras seguíamos al estandarte del ala de águila de Ragnar hasta el vado más cercano del Wiire.
Brida cabalgaba con Ragnar, Gisela a mi lado, y Thyra no abandonaba la vera de Beocca. Nunca supe qué le dijo Ragnar en casa de Kjartan, pero se mostraba más calmada con él. La locura había desaparecido. Le cortaron las uñas, le recogieron el pelo bajo una gorrita blanca y aquella mañana saludó a su hermano con un beso. Aún parecía desgraciada, pero Beocca tenía palabras para consolarla y ella se apegó a esas palabras como si fueran agua y ella estuviera muriéndose de sed. Ambos montaban yeguas y Beocca, por una vez, olvidó su incomodidad en la silla mientras hablaba con Thyra. Veía su mano buena gesticular mientras hablaba. Detrás de él un sirviente conducía un caballo de carga que transportaba cuatro altas cruces de altar sacadas del tesoro de Kjartan. Beocca había exigido que fueran devueltas a la Iglesia, y ninguno pudimos negárselo, pues había demostrado ser tan héroe como cualquiera, y ahora se inclinaba hacia Thyra, hablaba a toda prisa, y ella escuchaba.
—Se hará cristiana en menos de una semana —me dijo Gisela.
—Antes —contesté.
—¿Y qué le va a pasar? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—La convencerá para que se meta en un convento, supongo.
—Pobre mujer.
—Por lo menos la enseñarán a obedecer —repliqué—. No convertirá a doce en trece.
Gisela me dio un puñetazo en el brazo, y se hizo más daño ella que me hizo a mí.
—Juré —me dijo, frotándose los nudillos donde se había rascado contra la malla— que en cuanto volviera a encontrarte, no te abandonaría. Nunca.
—¿Pero trece? —le pregunté—. ¿Cómo pudiste hacer eso?
—Porque sabía que los dioses estaban con nosotros —contestó sin más—. Eché las varillas de runas.
—¿Y qué dicen las runas de Ivarr? —le pregunté.
—Que morirá como una serpiente bajo una azada —repuso sombría, después se estremeció cuando un pedazo de barro, arrojado por uno de los cascos del caballo de Steapa, le dio en la cara. Se lo limpió, después frunció el ceño—. ¿Tenemos que ir a Wessex?
—Eso le juré a Alfredo.
—¿Se lo juraste?
—Le presté juramento.
—Pues entonces tenemos que ir a Wessex —comentó sin entusiasmo—. ¿Te gusta?
—No.
—¿Y Alfredo?
—Tampoco.
—¿Por qué no?
—Es demasiado pío —le dije—, y demasiado directo. Y apesta.
—Todos los sajones apestan —contestó.
—El apesta más que el resto. Es por su enfermedad. Está siempre cagándose por la pata abajo.
Puso una mueca.
—¿Y no se lava?
—Por lo menos una vez al mes —contesté—, y probablemente más a menudo. Es muy maniático con lo de lavarse, pero apesta igualmente. ¿Yo apesto?
—Como un jabalí —contestó sonriendo—. ¿Me gustará Alfredo?
—No. No te dará su aprobación porque no eres cristiana.
Eso le hizo gracia.
—¿Qué hará contigo?
—Me dará tierras —contesté con firmeza—, y esperará que luche por él.
—¿Lo que significa que pelearás contra los daneses?
—Los daneses son enemigos de Alfredo —contesté—. Sí lucharé contra los daneses.
—Pero son mi pueblo —contestó.
—Y yo le he prestado juramento a Alfredo —le dije—, así que tengo que hacer lo que desea —me incliné hacia atrás cuando el caballo empezó a bajar por una empinada pendiente—. Me encantan los daneses —le dije—, me gustan mucho más de lo que me gustan los sajones de Wessex, pero es mi destino luchar por Wessex. Wyrd bid ful arced.
—¿Qué significa?
—Que el destino es el destino. Que nos gobierna.
Pensó sobre ello. Llevaba otra vez la malla, pero se había colgado alrededor del cuello un torques de oro que había sacado de los tesoros de Kjartan. Estaba hecho con siete hebras enrolladas en una; había visto cosas similares extraídas de las tumbas de antiguos jefes britanos. Le daba un aspecto salvaje, que le sentaba bien. Llevaba el pelo negro recogido bajo un gorro de lana, tenía una mirada ausente en su largo rostro, y pensé que podría quedarme mirándola toda la vida.
—¿Y cuánto tiempo tienes que ser el hombre de Alfredo?
—Hasta que me libere de mi juramento —le dije—, o hasta que él o yo muramos.
—Pero dices que está enfermo. ¿Cuánto puede quedarle?
—Probablemente no demasiado.
—¿Y quién será rey luego?
—No lo sé —contesté, y deseé saberlo. El hijo de Alfredo, Eduardo, era un niño llorón, demasiado joven para gobernar, y su sobrino, Etelwoldo, a quien Alfredo había usurpado el trono, era un borracho y un patán. El patán borracho tenía más derechos al trono, y de repente me encontré deseando que Alfredo viviera muchos años. Eso me sorprendió. Le había contado a Gisela la verdad, que no me gustaba Alfredo, pero reconocía que era el auténtico poder en la isla de Gran Bretaña. Nadie más tenía su visión, ni su determinación, y la muerte de Kjartan no había sido tanto obra nuestra como de Alfredo. Nos había enviado al norte, consciente de que haríamos lo que quería aunque no nos lo hubiera dicho explícitamente, y me sorprendió el pensamiento de que la vida como su vasallo no tendría por qué ser tan aburrida como yo me temía. Pero si moría pronto, pensé, eso supondría el final de Wessex. Los thane lucharían por su corona y los daneses olerían la debilidad y vendrían como cuervos a rapiñar el cadáver.
—Si eres el vasallo de Alfredo —preguntó Gisela con cautela, y su pregunta revelaba que había estado pensando lo mismo que yo—, ¿por qué te ha dejado venir?
—Porque quiere que tu hermano reine en Northumbria.
Pensó sobre ello.
—¿Porque Guthred es más o menos cristiano?
—Eso es importante para Alfredo —le dije.
—¿Porque Guthred es débil? —sugirió.
—¿Es débil?
—Sabes que sí —se burló—. Es muy amable, y a la gente le ha gustado siempre, pero no sabe ser implacable. Tendría que haber matado a Ivarr cuando lo vio por primera vez, y tendría que haber desterrado a Hrothweard hace mucho, pero no se atrevió. Tiene demasiado miedo a san Cutberto.
—¿Y por qué iba a querer Alfredo un rey débil en el trono de Northumbria? —pregunté insulsamente.
—Para que Northumbria sea débil cuando los sajones intenten recuperar su tierra —contestó.
—¿Eso dicen tus runas que va a ocurrir? —le pregunté.
—Dicen que tendré dos hijos y una hija, y que un hijo te partirá el corazón, el otro te hará sentir orgulloso y tu hija será madre de reyes.
Me reí de la profecía, no para burlarme, sino por lo segura que lo decía.
—¿Y significa eso que vendrás a Wessex, aunque luche contra los daneses?
—Significa que no me voy a separar de tu lado. Ese es mi juramento.
Ragnar había enviado exploradores por delante, y a medida que transcurría el día iban regresando en caballos agotados. Ivarr, habían oído, había tomado Eoferwic. No le había costado demasiado. La guarnición reducida de la ciudad la había rendido antes de morir masacrados en las calles. Ivarr se había llevado todo el botín que había encontrado, había dispuesto una nueva guarnición en las murallas y marchaba de regreso al norte. Aún no sabría de la caída de Dunholm, así que estaba claro que esperaba atrapar a Guthred que, debió de suponer, o se había entretenido en Cetreht o vagaba desconsoladamente hacia los páramos de Cumbraland. El ejército de Ivarr, habían oído los exploradores, era una horda. Algunos hombres decían que Ivarr comandaba dos mil lanzas, una cifra que Ragnar y yo no nos creímos. Aunque sí era cierto que los hombres de Ivarr superaban a los nuestros en número con mucho, y era probable que marchara hacia el norte por la misma calzada romana por la que nosotros viajábamos hacia el sur.
—¿Podemos enfrentarnos a él? —me preguntó Guthred.
—Podemos enfrentarnos a él —respondió Ragnar por mí—, pero no vamos a vencer a su ejército.
—¿Y por qué marchamos al sur?
—A rescatar a Cutberto —contesté—, y a matar a Ivarr.
—¿Pero si no podemos vencerle? —Guthred estaba confundido.
—Nos enfrentamos a él —contesté, para confundirle aún más—, y si no podemos vencerle, nos retiramos a Dunholm. Para eso lo hemos conquistado, como refugio.
—Vamos a dejar que los dioses decidan lo que ocurre —le aclaró Ragnar, y como estábamos bastante seguros, Guthred no nos dio más la murga.
Llegamos a Cetreht aquella tarde. Habíamos viajado rápidamente porque no hizo falta abandonar la calzada romana, y chapoteábamos en el vado del Swale cuando el sol enrojecía las colinas al oeste. Los religiosos, en lugar de refugiarse en aquellas colinas, habían preferido quedarse en las escasas comodidades de Cetreht y nadie les había molestado mientras tomábamos Dunholm. Habían visto daneses montados en las colinas al sur, pero ninguno de aquellos jinetes se acercó al fuerte. Los jinetes vigilaron, contaron cabezas y se marcharon, y supuse que serían los exploradores de Ivarr.
El padre Hrothweard y el abad Eadred no parecían impresionados porque hubiésemos capturado Dunholm. Lo único que les importaba era el cadáver del santo y las otras preciosas reliquias, que desenterraron del cementerio aquella misma tarde y transportaron en solemne procesión hasta la iglesia. Allí fue donde me enfrenté a Aidan, el administrador de Bebbanburg, y su veintena de hombres, que se habían quedado en el pueblo.
—Ya podéis regresar a salvo a casa —les dije—, porque Kjartan está muerto.
No creo que Aidan me creyera al principio. Entonces comprendió lo que habíamos logrado y debió de temer que los hombres que habían conquistado Dunholm marcharan después sobre Bebbanburg. Yo quería hacer eso precisamente, pero le había jurado a Alfredo que regresaría antes de Navidad, y eso no me daba tiempo para enfrentarme a mi tío.
—Partiremos por la mañana —dijo Aidan.
—Eso haréis —coincidí—, y cuando lleguéis a Bebbanburg, decidle a mi tío que nunca está lejos de mis pensamientos. Decidle que me llevo a su novia. Prometedle que un día voy a rajarle la tripa, y si muere antes de que yo pueda cumplir ese juramento, le prometo que les rajaré la tripa a sus hijos, y si sus hijos tienen hijos, también los mataré. Decidle esas cosas, y decidle que la gente pensaba que Dunholm era inexpugnable, como Bebbanburg, y que Dunholm ha caído bajo mi espada.
—Ivarr va a matarte —respondió Aidan desafiante.
—Reza porque así sea —contesté.
Todos los cristianos rezaron aquella noche. Se reunieron en la iglesia y pensé que estarían pidiéndole a su dios que nos diera la victoria sobre las fuerzas de Ivarr que se acercaban, pero daban gracias porque las preciosas reliquias habían sobrevivido. Colocaron el cuerpo de san Cutberto frente al altar en el que pusieron la cabeza de san Osvaldo, el Evangelio y el relicario con los pelos de la barba de san Agustín, y cantaron, rezaron, cantaron otra vez y pensé que no iban a dejar de rezar nunca, pero al final, en el corazón oscuro de la noche, se quedaron callados.
Caminé por el muro bajo del fuerte, observando la calzada romana extendiéndose hacia el sur entre los campos bajo la luna menguante. Por ahí aparecería Ivarr, y no estaba seguro de por qué no enviaba una banda de jinetes escogidos para atacar en la noche; así que tenía cien hombres esperando en la calle del pueblo. Pero no llegó ningún ataque, y en la oscuridad una pequeña niebla se levantó para emborronar los campos cuando Ragnar llegó para relevarme.
—Por la mañana habrá escarcha —me saludó.
—Sí que la habrá —coincidí.
Pateó el suelo para calentarse los pies.
—Mi hermana —dijo— dice que se va a Wessex. Dice que se va a bautizar.
—¿Te sorprende?
—No —contestó. Miró por la larga carretera—. Es lo mejor —hablaba débilmente—, y le gusta tu padre Beocca. ¿Qué le va a ocurrir?
—Supongo que se convertirá en monja —contesté, pues no se me ocurría qué otro destino podría esperarle en el Wessex de Alfredo.
—Le fallé —me dijo, y yo no contesté nada porque era verdad—. ¿Tienes que regresar a Wessex? —preguntó.
—Sí, lo he jurado.
—Los juramentos se pueden romper —dijo en voz baja, y era cierto, pero en un mundo en que distintos dioses gobernaban y el destino sólo lo sabían las tres hilanderas, los juramentos eran la única certeza. Si rompía un juramento no podía esperar que los hombres mantuvieran los suyos conmigo. Eso lo había aprendido.
—No voy a romper mi juramento con Alfredo —le dije—, pero te prestaré uno a ti. Jamás lucharé contra ti, todo lo que tengo es también tuyo, y si necesitas ayuda haré lo que esté en mi mano para traértela.
Ragnar no dijo nada durante un rato. Le dio patadas al césped sobre el terraplén que hacía de muralla y miró la niebla.
—Juro lo mismo —dijo en voz baja y él, como yo, se sentía incómodo, así que le dio otra patada a la hierba—. ¿Cuántos hombres traerá Ivarr?
—¿Ochocientos?
Asintió.
—Y nosotros tenemos menos de trescientos.
—No habrá batalla —le dije.
—¿No?
—Ivarr va a morir —le dije—, y ahí terminará todo —me toqué la empuñadura de Hálito-de-serpiente para que me diera suerte y noté la silueta de la cruz de Hild—. Va a morir —dije, aún tocando la cruz—, y Guthred reinará, y tú le dirás lo que tiene que hacer.
—¿Quieres que le diga que ataque a Ælfric? —preguntó.
Lo pensé.
—No —contesté.
—¿No?
—Bebbanburg es demasiado fuerte —le dije—, y no hay puerta de atrás como la había en Dunholm. Además, quiero matar a Ælfric yo mismo.
—¿Te dejará hacerlo Alfredo?
—Por supuesto que me dejará —aunque lo cierto es que dudaba de que Alfredo me permitiera tal lujo, pero estaba seguro de que mi destino era regresar a Bebbanburg y tenía fe en ese destino. Me di la vuelta y observé el pueblo—. ¿Todo tranquilo?
—Todo tranquilo —contestó—. Ya han dejado de rezar y están durmiendo. Tú también tendrías que dormir.
Regresé por la calle, pero antes de unirme a Gisela abrí la puerta de la iglesia y vi curas y monjes durmiendo a la débil luz de unas pocas velas derritiéndose en el altar. Uno de ellos roncaba, y cerré la puerta tan silenciosamente como la había abierto.
Me despertó al alba Sihtric, que aporreó el dintel de la puerta.
—¡Están aquí, señor! —gritó—. ¡Están aquí!
—¿Quién está aquí?
—Los hombres de Ivarr, señor.
—¿Dónde?
—Jinetes, señor, ¡al otro lado del río!
Había unos cien jinetes, y no intentaron cruzar el río, así que supuse que habían sido enviados a la orilla norte del Swale para cortarnos la retirada. La fuerza principal de Ivarr aparecería por el sur, aunque esa perspectiva no era la mayor emoción en el alba neblinosa. Había un gran barullo en el pueblo.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Sihtric.
—Los cristianos están disgustados, señor —me contestó.
Caminé hasta la iglesia para descubrir que el relicario de oro con la barba de san Agustín, el precioso regalo de Alfredo a Guthred, había sido robado. Estaba en el altar con las otras reliquias, pero durante la noche había desaparecido, y el padre Hrothweard aullaba junto un agujero abierto en la pared de adobe y juncos tras el altar. Guthred estaba allí, escuchando al abad Eadred, que declaraba el robo una señal de la desaprobación de Dios.
—¿Desaprobación por qué? —preguntó Guthred.
—Por los paganos, por supuesto —escupió Eadred.
El padre Hrothweard se balanceaba hacia delante y hacia atrás, agarrándose las manos y gritando a su dios que trajera venganza sobre los paganos que habían profanado la iglesia y robado el tesoro sagrado.
—¡Revela a los culpables, señor! —gritaba, después me vio y evidentemente decidió que había llegado una revelación, pues me señaló—. ¡Ha sido él! —escupió.
—¿Has sido tú? —preguntó Guthred.
—No, señor —le dije.
—¡Ha sido él! —repitió de nuevo Hrothweard.
—Tenéis que registrar a los paganos —dijo Eadred a Guthred—, pues si no encontramos la reliquia, señor, nuestra derrota es cierta. Ivarr nos aplastará por este pecado. Será el castigo de Dios.
Resultaba un castigo un poco raro, permitir que un danés pagano derrotara a un rey cristiano porque le habían robado una reliquia, pero como profecía parecía bastante segura, pues a media mañana, mientras la iglesia era registrada en un vano intento de encontrar el relicario, uno de los hombres de Ragnar trajo noticias de que el ejército de Ivarr había aparecido. Marchaban desde el sur y ya estaban formando el muro de escudos, a casi un kilómetro de la pequeña fuerza de Ragnar.
Era hora de que nos marcháramos. Guthred y yo ya llevábamos puesta la malla, lo único que necesitábamos era cabalgar al sur para unirnos al muro de escudos de Ragnar, pero a Guthred le había puesto nervioso la pérdida de la reliquia. Cuando nos marchábamos de la iglesia me llevó a un aparte.
—¿Le preguntarás a Ragnar si se la ha llevado? —me suplicó—. ¿O si alguno de sus hombres se la ha llevado?
—Ragnar no se la ha llevado —me burlé—. Si queréis encontrar al culpable —proseguí—, registradlos a ellos —señalé a Aidan y a sus jinetes que, ahora que Ivarr estaba cerca, se mostraban ansiosos por partir hacia el norte, aunque no se atrevían a marcharse mientras los hombres de Ivarr impidieran el paso por el vado del Swale. Guthred les había pedido que se unieran a nuestro muro de escudos, pero se habían negado, y ahora esperaban una oportunidad para escapar.
—¡Ningún cristiano robaría la reliquia! —gritó Hrothweard—. ¡Es un crimen pagano!
Guthred estaba aterrorizado. Seguía creyendo en la magia cristiana y veía el robo como un indicio del desastre. Estaba claro que no sospechaba de Aidan, pero tampoco sabía de quién sospechar, así que se lo puse fácil.
Llamé a Finan y a Sihtric, que esperaban para acompañarme al muro de escudos.
—Este hombre —le dije a Guthred señalando a Finan— es cristiano. ¿No eres cristiano, Finan?
—Lo soy, señor.
—Y es irlandés —le dije—, y todo el mundo sabe que los irlandeses tienen el poder de la adivinación —Finan, que no tenía más poderes de adivinación de los que tenía yo, intentó parecer misterioso—. Él encontrará vuestra reliquia —le prometí.
—¿La encontrarás? —le preguntó Guthred a Finan ansioso.
—Sí, señor —repuso Finan seguro de sí.
—Encuéntrala, Finan —le dije—, mientras yo mato a Ivarr. Y tráenos el culpable tan pronto como lo encuentres.
—Lo haré, señor —dijo.
Un sirviente me acercó mi caballo.
—¿La encontrará tu irlandés? —me preguntó Guthred.
—Entregaré a la Iglesia toda mi plata, señor —dije en voz suficientemente alta para que me oyeran una docena de hombres—, mi cota de malla, mi casco, mis brazaletes y mis espadas, si Finan no os trae la reliquia y al ladrón. Es irlandés, y los irlandeses tienen extraños poderes —miré a Hrothweard—. ¿Oís eso, cura? ¡Prometo todas mis riquezas a vuestra Iglesia si Finan no encuentra al ladrón!
Hrothweard no dijo nada. Me miró con odio, pero mi promesa se había hecho públicamente y había testimonio de mi inocencia, así que se contentó con escupir a las patas de mi caballo. Gisela, que había venido para tomar al semental por las riendas, tuvo que saltar a un lado para evitar el escupitajo. Me tocó un brazo cuando me puse recto un estribo.
—¿Puede encontrarla Finan? —me preguntó en voz baja.
—Puede encontrarla —le prometí.
—¿Porque tiene poderes?
—Porque él la robó, mi amor —le contesté en voz baja—, siguiendo mis órdenes. Probablemente esté escondida en un montón de estiércol —le sonreí, y ella se rio en voz baja.
Metí un pie en el estribo y me preparé para incorporarme, pero Gisela me detuvo.
—Ten cuidado —me dijo—. Los hombres temen enfrentarse a Ivarr —me advirtió.
—Es un Lothbrok —le dije—, y todos los Lothbrok luchan bien. Lo adoran. Pero luchan como perros rabiosos, todo es furia y salvajismo, y al final acaban muriendo como perros rabiosos —monté el caballo, metí el pie derecho en el estribo, y le cogí el casco y el escudo a Gisela. Le acaricié una mano para despedirme, después tiré de las riendas y seguí a Guthred hacia el sur.
Cabalgamos para unirnos al muro de escudos. Era un muro corto, iba a ser flanqueado con facilidad por el muro mucho más largo que Ivarr estaba formando al sur. Su muro era dos veces más grande que el nuestro, lo que significaba que sus hombres podrían rodearnos y matarnos desde fuera hacia dentro. Si llegábamos a enfrentarnos, nos masacrarían, y los hombres de Ivarr lo sabían. Su muro de escudos relucía con las lanzas y hachas, y armaba jaleo en previsión de la victoria. Golpeaban sus armas contra sus escudos, provocando un tamborileo sordo que llenaba el ancho valle del Swale, y el tambor se convirtió en un estruendo cuando el estandarte de los dos cuervos de Ivarr fue izado en el centro de su línea. Debajo del estandarte había un puñado de jinetes que se adelantaron para acercarse a nosotros. Ivarr estaba entre ellos, él y su hijo cara-de-rata.
Guthred, Steapa, Ragnar y yo nos acercamos unos cuantos pasos hasta Ivarr y esperamos. Había diez hombres en la partida que se acercaba, pero yo observaba a Ivarr. Iba montado en Witnere, cosa que esperaba, pues me daba la oportunidad de pelear con él, pero me quedé atrás, y dejé que Guthred adelantara su caballo unos pasos. Ivarr nos miraba uno a uno. Pareció momentáneamente sorprendido de verme, pero no dijo nada, le irritó ver a Ragnar y quedó convenientemente impresionado por el tamaño de Steapa, pero nos ignoró a los tres, dirigiéndose a Guthred.
—Mierda de gusano —saludó al rey.
—Señor Ivarr —contestó Guthred.
—Me encuentro en un estado de ánimo extrañamente caritativo —dijo Ivarr—. Si te marchas, perdonaré la vida a tus hombres.
—No tenemos ninguna disputa —contestó Guthred—, ninguna que no pueda resolverse con palabras.
—¡Palabras! —escupió Ivarr, después sacudió la cabeza—. Márchate de Northumbria —dijo—, vete lejos, mierda de gusano. Márchate con tu amigo a Wessex, pero deja a tu hermana aquí como rehén. Si haces eso, seré misericordioso —no estaba siendo misericordioso, sino práctico. Los daneses eran guerreros feroces, pero mucho más cautelosos de lo que su reputación sugería. Ivarr estaba dispuesto a luchar, pero aún más dispuesto a negociar una rendición, pues así no perdería hombres. Ganaría aquella batalla, eso lo sabía, pero para conseguir la victoria perdería sesenta o setenta guerreros, y eso era toda la tripulación de un barco y un alto precio que pagar. Era mejor dejar con vida a Guthred y no pagar nada. Ivarr puso a Witnere de lado para poder mirar a Ragnar, detrás de Guthred—. Extrañas compañías frecuentáis, señor Ragnar.
—Hace dos días —contestó Ragnar—, maté a Kjartan el Cruel. Dunholm es ahora mío. Me parece que igual tendría que mataros también a vos, señor Ivarr, para que no me la intentéis arrebatar.
Ivarr se mostró sorprendido, y tenía buenos motivos. Miró a Guthred, después a mí, como buscando confirmación de la muerte de Kjartan, pero nuestros rostros no revelaban nada. Ivarr se encogió de hombros.
—La disputa que teníais con Kjartan era asunto vuestro, no mío. A mí me gustaría teneros de amigo. Nuestros padres lo eran, ¿o no?
—Sí lo eran —contestó Ragnar.
—Pues deberíamos renovar esa amistad —dijo Ivarr.
—¿Por qué tendría que renovar la amistad con un ladrón? —pregunté.
Ivarr se me quedó mirando, sus ojos de serpiente eran ilegibles.
—Ayer observé a una cabra vomitar —repuso—, y lo que vomitó me recordó a ti.
—Yo vi una cabra cagar ayer —repliqué—, y lo que cayó me recordó a ti.
Ivarr hizo un gesto despectivo, pero decidió no seguir intercambiando insultos. Su hijo, sin embargo, desenvainó su espada, e Ivarr levantó una mano para indicar al joven que la hora de la matanza aún no había llegado.
—Márchate —le dijo a Guthred—, márchate lejos y olvidaré que te conozco.
—El cagarro de cabra me recordó a ti —le dije—, pero su olor me recordó al de tu madre. Era un olor rancio, pero ¿qué se puede esperar de una puta que pare un ladrón?
Uno de los guerreros contuvo al hijo de Ivarr. El propio Ivarr se me quedó mirando en silencio un rato.
—Puedo prolongar tu muerte tres puestas de sol —dijo al final.
—Pero si devuelves lo robado, ladrón —le dije—, y aceptas el juicio del buen rey Guthred sobre tu crimen, puede que muestre misericordia.
Ivarr parecía más divertido que ofendido.
—¿Qué he robado? —preguntó.
—Montas mi caballo —contesté—, y quiero que me lo devuelvas ya.
Le dio una palmada al cuello a Witnere.
—Cuando estés muerto —me dijo—, haré que te curtan y te conviertan en una silla, para que pueda pasar el resto de mi vida tirándome pedos encima de ti —miró a Guthred—. Márchate —le dijo—, márchate lejos. Deja a tu hermana de rehén. Te daremos unos momentos para que recuperes el juicio, y si no, te mataremos —le dio la vuelta al caballo.
—Cobarde —le grité. No me hizo caso, guió a Witnere por entre sus hombres para conducirlos hasta el muro de escudos—. Todos los Lothbrok son unos cobardes —dije—. Huyen. ¿Qué has hecho, Ivarr? Te meas en los pantalones por miedo a mi espada. ¡Saliste huyendo de los escoceses y ahora huyes de mí!
Creo que fue la mención de los escoceses lo que lo consiguió. Aquella gran derrota aún estaba tierna en la memoria de Ivarr, mi desprecio echó sal en la herida y, de repente, el temperamento Lothbrok, que hasta el momento había logrado contener, lo dominó. Hizo daño a Witnere con el tirón salvaje que pegó al bocado, pero Witnere se dio la vuelta obedientemente al tiempo que Ivarr desenvainaba. Espoleó en mi dirección, pero yo lo evité cruzándome en diagonal, colocándome en el amplio espacio frente a su ejército. Ahí era donde quería ver morir a Ivarr, delante de todos sus hombres, y ahí le di la vuelta al caballo. Ivarr me había seguido, pero frenó a Witnere, que piafaba sobre el suelo blando con la pata derecha.
Creo que Ivarr deseaba no haber perdido el control, pero ya era demasiado tarde. Era evidente para todos los hombres en ambos muros de escudos que había desenvainado y me había perseguido hasta el prado abierto, y no podía marcharse sin más y rehuir el desafío. Ahora tenía que matarme, y no estaba seguro de ser capaz. Era bueno, pero había sufrido lesiones, le dolían las articulaciones, y conocía mi reputación.
Su ventaja era Witnere. Yo conocía aquel caballo, y sabía que peleaba tan bien como muchos guerreros. Witnere destrozaría mi montura si tenía la oportunidad, y a mí también, así que mi primer objetivo era desmontar a Ivarr. Ivarr me observaba, creo que había decidido dejarme atacar, pues no lanzó a Witnere a la carga, pero en lugar de atacar, giré mi caballo hacia el muro de escudos de Ivarr.
—¡Ivarr es un ladrón! —le grité a su ejército. Hálito-de-serpiente colgaba, de mi costado—. ¡Es un ladronzuelo corriente —berreé—, que salió huyendo de los escoceses! ¡Corría como un cachorro apaleado! ¡Lloraba como un niño cuando nos lo encontramos! —Estallé en carcajadas y seguí mirando al muro de escudos de Ivarr—. Lloraba porque estaba herido —seguí—, y en Escocia le llaman Ivarr el Débil —por el rabillo del ojo vi que mi treta había funcionado y que Ivarr lanzaba a Witnere contra mí—. ¡Es un ladrón —grité—, y un cobarde! —Y mientras gritaba el último insulto, indiqué al caballo que girara con un toque de la rodilla y levanté el escudo. A Witnere sólo se le veían ojos y dientes blancos, enormes cascos que levantaban terrones húmedos, y cuando se acercó grité su nombre—. ¡Witnere! ¡Witnere! —sabía que probablemente no era el nombre que Ivarr le había dado al caballo, pero quizá Witnere lo recordara, o me recordara a mí, pues movió las orejas, levantó la cabeza y frenó el paso cuando embestí directamente contra él.
Usé el escudo como arma. Me limité a empujar fuerte a Ivarr y, al mismo tiempo, me apoyé en mi estribo derecho; Ivarr intentaba darle la vuelta a Witnere, pero el enorme semental estaba confundido y desequilibrado. Mi escudo se estampó contra el de Ivarr y me tiré encima de él, usando mi peso para forzarlo a caer. Existía el riesgo de que me cayera yo y él quedara montado, pero no me atrevía a soltar escudo o espada para sujetar al caballo. Sólo podía esperar que mi peso lo tumbara.
—¡Witnere! —volví a gritar, y el caballo medio se giró hacia mí, y ese pequeño movimiento, aunado a mi peso, fue suficiente para tirar a Ivarr de la silla. Él cayó por la derecha y yo entre los dos caballos. Me hice daño, y mi propio caballo me metió una coz sin querer que me empujó tras las patas traseras de Witnere. Me puse en pie a toda prisa, le di un cintarazo en la grupa a Witnere para que se marchara e inmediatamente me agaché debajo de mi escudo cuando Ivarr atacó. Se había recuperado más rápidamente que yo, y su espada se estrelló contra mi escudo, y debía de esperar que retrocediera tras aquel ataque, pero lo frené en seco. El brazo izquierdo, herido por la lanza en Dunholm me latía bajo la fuerza de su espada, pero yo era más alto, más pesado y más fuerte que Ivarr y empujé el escudo con fuerza para obligarlo a retroceder.
Sabía que iba a perder. Tenía edad suficiente para ser mi padre, y las viejas heridas lo lentificaban, pero seguía siendo un Lothbrok, que aprenden a luchar desde el momento en que los paren. Llegaba gruñendo, con la espada apuntando alto y luego golpeando bajo, y yo no dejé de moverme, paraba, recibía los golpes en el escudo, y ni siquiera me molestaba en contraatacar. Lo que hacía era burlarme de él. Le dije que era un viejo patético.
—Maté a tu tío —le hostigaba—, y no era mucho mejor que tú. Y cuando estés muerto, viejo, voy a destripar a esa rata que llamas hijo. Voy a echar su cadáver a los cuervos. ¿Eso es lo mejor que sabes hacer?
Intentó obligarme a dar la vuelta, pero con demasiada fuerza; resbaló en la hierba húmeda, perdió pie y se tuvo que apoyar en la rodilla. Estaba listo para el golpe de gracia, desequilibrado y con la mano de la espada en la hierba, pero yo me aparté y le dejé que se levantara, y todos los daneses lo vieron, como también vieron que tiraba mi escudo.
—Voy a darle una oportunidad —les dije—. Es un ladronzuelo miserable, ¡pero voy a darle una oportunidad!
—Hijo de puta sajón —gruñó Ivarr, y volvió a embestir. Así le gustaba pelear. Ataque, ataque, ataque, e intentaba usar su escudo para hacerme recular, pero yo me aparté y le metí un cintarazo en la parte de atrás del casco. El golpe lo hizo tropezar una segunda vez, y volví a apartarme. Quería humillarlo.
Ese segundo tropezón lo volvió cauteloso, así que empezó a rodearme con cuidado.
—Me convertiste en esclavo —le dije—, y ni siquiera eso fuiste capaz de hacerlo bien. ¿Quieres darme tu espada?
—Cagarro de cabra —contestó. Llegó rápido, apuntando a mi garganta; en el último momento bajó la espada para ensartarme la pierna izquierda, pero me hice a un lado y volví a golpearle con la parte plana de Hálito-de-serpiente, esta vez en la grupa, para apartarlo.
—Dame tu espada —le dije—, y te dejaré vivir. Te meteremos en una jaula y te pasearé por Wessex. Aquí está Ivarr Ivarson, un Lothbrok, le diré a la gente. Un ladrón que huyó de los escoceses.
—Hijo de la gran puta —y volvió a lanzarse contra mí, esta vez intentando destriparme con un molinete salvaje, pero me eché hacia atrás y su enorme hoja silbó al pasar junto a mí, él emitió un gruñido al recuperar el arma en la posición inicial, ya entonces preso de la furia y la desesperación, y embestí con Hálito-de-serpiente hacia delante, de modo que atravesó el escudo y le golpeó en el pecho con tanta fuerza que lo hizo retroceder. Se tambaleó con mi siguiente ataque, un lance rápido que produjo resonancia en su casco, y volvió a tambalearse de nuevo, mareado por el golpe. Mi tercer ataque se estrelló contra su espada, con un impacto tal que no fue capaz de resistirlo, y coloqué la punta de Hálito-de-serpiente en su garganta.
—Cobarde —le dije—, ladrón.
Gritó con furia y se rehízo con un lance salvaje, pero me eché atrás y lo dejé pasar. Con un hendiente brutal, le estampé Hálito-de-serpiente en la muñeca derecha. Perdió el aliento, pues le había roto los huesos de la muñeca.
—Es difícil pelear sin espada —le dije, y volví a atizarle, esta vez dándole a la espada, de modo que se le escapó de la mano. En ese momento vi el terror en sus ojos. No el terror de un hombre que se enfrenta a la muerte, sino el de un guerrero que muere sin su espada en la mano—. Me convertiste en esclavo —le dije, e hinqué con fuerza Hálito-de-serpiente en la rodilla, y él intentó retroceder, alcanzar su espada, y le metí otro tajo a la rodilla, mucho más fuerte, rajé el cuero hasta llegar al hueso, e Ivarr cayó sobre una rodilla. Le di otro golpe en el casco con Hálito-de-serpiente; después me puse de pie detrás de él—. Me convirtió en esclavo —grité a sus hombres—, y me robó el caballo. Pero sigue siendo un Lothbrok —me agaché, recogí su espada por la hoja y se la tendí. El la cogió.
—Gracias —me dijo.
Luego lo maté. Le separé media cabeza de los hombros. Emitió un sonido como un borboteo, se estremeció y se desplomó sobre la hierba, pero siguió sujetando su espada. Si le hubiera dejado morir sin la espada, la mayoría de los daneses me habría considerado innecesariamente cruel. Entendían que era mi enemigo, y entendían que tenía motivos para matarlo, pero nadie creería que merecía que le negaran el salón de los muertos. Y un día, pensé, Ivarr y su tío me darían la bienvenida allí, pues en el salón de los muertos todos festejamos con nuestros enemigos y recordamos nuestras peleas y volvemos a repetirlas una y otra vez.
Entonces se oyó un grito y me di la vuelta para ver a Ivar, su hijo, galopando hacia mí. Llegaba como había venido antes su padre, todo furia y violencia sin sentido, y se agachó para partirme en dos con la espada, pero yo estaba al quite, y Hálito-de-serpiente era sin duda alguna la mejor espada de las dos. El golpe me retumbó en el brazo, pero la hoja de Ivar se partió. Galopó a mi lado, sosteniendo un palmo de espada, y dos de los hombres de su padre se acercaron a él y lo sacaron de allí antes de que se hiciera matar. Yo llamé a Witnere.
Se acercó. Le di una palmada en el hocico, agarré la silla y me monté encima. Después lo hice girar hacia el muro de escudos de Ivarr, ahora sin líder, e hice un gesto a Guthred y Ragnar para que se me unieran. Nos detuvimos a veinte pasos de los abigarrados escudos daneses.
—Ivarr Ivarson se ha marchado al Valhalla —les grité—, ¡y no ha muerto vergonzosamente! ¡Soy Uhtred Ragnarson! ¡El hombre que mató a Ubba Lothbrokson y éste es mi amigo, el conde Ragnar, que mató a Kjartan el Cruel! Servimos al rey Guthred.
—¿Sois cristiano? —preguntó un hombre.
Le mostré mi amuleto del martillo. Los hombres hacían correr la voz de la muerte de Kjartan por la larga hilera de escudos, hachas y espadas.
—¡No tengo nada de cristiano! —les grité cuando se quedaron en silencio de nuevo—. ¡Pero he visto la magia cristiana! ¡Y los cristianos han obrado su magia en el rey Guthred! ¿Es que nunca habéis sido víctimas de hechiceros? ¿A ninguno se le ha muerto el ganado o se le han puesto enfermas las mujeres? Todos conocéis la hechicería, ¡y los hechiceros cristianos obran una magia muy poderosa! Tienen cadáveres y cabezas cortadas, y los usan para hacer magia, ¡y han echado sus conjuros sobre nuestro rey! Pero el hechicero cometió un error. Se volvió avaricioso, ¡y anoche robó el tesoro del rey Guthred! ¡Sin embargo, Odín ha apartado los conjuros! —Me volví sobre la silla y vi que por fin Finan llegaba desde el fuerte.
Lo había retrasado una refriega a la entrada del fuerte. Unos religiosos intentaban evitar que Finan y Sihtric se marcharan, pero una veintena de los daneses de Ragnar intervinieron, y el irlandés llegó cabalgando por los pastos. Traía al padre Hrothweard. O más bien Finan traía un buen puñado del pelo de Hrothweard, de modo que el cura no tenía más remedio que seguir al caballo del irlandés a trompicones.
—¡Éste es el hechicero cristiano, Hrothweard! —grité—. Atacó al rey Guthred con hechizos, con la magia de los cadáveres, ¡pero lo hemos descubierto y le hemos quitado el mal de ojo al rey Guthred! Y ahora os pregunto, ¿qué tendríamos que hacer con el hechicero?
Sólo había una respuesta para eso. Los daneses, que sabían de sobra que Hrothweard había sido el consejero de Guthred, lo querían muerto. Hrothweard, mientras tanto, se postraba de rodillas sobre la hierba, con las manos entrelazadas, mirando a Guthred.
—¡No, señor! —suplicó.
—¿Tú eres el ladrón? —preguntó Guthred. Parecía no creérselo.
—He encontrado la reliquia en su equipaje, señor —dijo Finan, y tendió el tarro de oro hacia Guthred—. Estaba envuelto en una de sus camisas, señor.
—¡Miente! —protestó Hrothweard.
—Ahí tenéis a vuestro ladrón, señor —dijo Finan respetuosamente, y después se persignó—, lo juro sobre el santo cuerpo de Cristo.
—¡Es un hechicero! —grité a los daneses de Ivarr—. ¡Enfermará vuestro ganado, os estropeará las cosechas, volverá a vuestras mujeres estériles y a vuestros hijos débiles! ¿Lo queréis?
Aullaron para expresar su necesidad de Hrothweard, que lloraba desconsoladamente.
—Es vuestro —les dije—, si reconocéis a Guthred como vuestro rey.
Le prestaron juramento a gritos. Volvían a golpear espadas con escudos, pero en esta ocasión aclamando a Guthred, así que me agaché y le cogí sus riendas.
—Es el momento de saludarlos, señor —le dije—. El momento de ser generoso con ellos.
—Pero… —miró a Hrothweard en el suelo.
—Es un ladrón, señor —le dije—, y los ladrones deben morir. Es la ley. Es lo que Alfredo haría.
—Sí —contestó Guthred, así que entregamos al padre Hrothweard a los daneses paganos y lo oímos morir durante un buen rato. No sé lo que le hicieron, pues bien poco quedó de su cadáver, aunque su sangre oscureció metros de hierba alrededor del lugar en que lo mataron.
Aquella noche hubo un pobre festín. Pobre porque teníamos más bien poca comida, aunque había cerveza abundante. Los señores daneses juraron lealtad a Guthred mientras los curas y los monjes se apiñaban en la iglesia, a la espera del asesinato. Hrothweard estaba muerto, y Jaenberht había sido asesinado, y ellos también esperaban convertirse en mártires, pero una docena de hombres sobrios de las tropas personales de Guthred bastaron para mantenerlos a salvo.
—Voy a permitirles construir su santuario para san Cutberto —me dijo Guthred.
—A Alfredo le parecerá bien —le dije.
Miró al otro lado de la hoguera que ardía en la calle de Cetreht. Ragnar, a pesar de su mano impedida, luchaba con un enorme danés que había servido a Ivarr. Ambos estaban borrachos, y muchos más borrachos jaleaban y apostaban por el ganador. Guthred miraba, pero no veía la competición. Estaba pensando.
—Jamás habría dicho —dijo al final, aún confundido— que el padre Hrothweard sería un ladrón.
Gisela, refugiada bajo mi capa y apoyada en mi hombro, se rio.
—Nadie creería que vos y yo fuimos esclavos, señor —contesté—, y aun así lo fuimos.
—Sí —repuso maravillado—, lo fuimos.
Las tres hilanderas confeccionan nuestras vidas. Se sientan al pie de Yggdrasil y allí se divierten con sus bromas. Les había venido en gana convertir a Guthred el esclavo en el rey Guthred, del mismo modo que les venía en gana volverme a enviar al sur, a Wessex.
Mientras, en Bebbanburg, donde el mar gris jamás cesa de romper contra las pálidas arenas y el viento frío agita el estandarte de la cabeza del lobo por encima de la fortaleza, temían mi regreso.
Pues no se puede engañar al destino, nos gobierna, y todos somos sus esclavos.