Capítulo X

El centinela bajo el tejo se dio la vuelta y habló con nosotros.

—Están perdiendo el tiempo —dijo, refiriéndose, obviamente, a las fuerzas de Ragnar. El centinela no albergaba sospechas, hasta bostezó cuando nos acercamos a él, pero entonces algo lo alarmó. Quizás fuera Steapa, pues era imposible que hubiera un hombre tan alto en Dunholm como el sajón. En cualquier caso, el hombre reparó de repente en que éramos extraños y reaccionó rápido, dio un paso atrás y desenvainó la espada. Estaba a punto de gritar cuando Steapa lanzó su espada, se clavó con fuerza en el hombro derecho del centinela y lo empujó hacia atrás, y Rypere rápidamente le hincó la lanza en el vientre con tanta fuerza que lo ensartó en el tejo. Rypere lo silenció con la espada, y justo cuando empezaba a correr aquella sangre, aparecieron dos hombres en la esquina de la casa a nuestra izquierda gritando que los enemigos habían entrado en el complejo. Uno se dio la vuelta y salió corriendo, el otro desenvainó, y ése fue un error, pues Finan fingió un golpe bajo con la lanza, el hombre bajó el arma para pararla y la lanza subió como el rayo para hendirse en la suave carne bajo la mandíbula. De la boca del hombre manaba sangre sobre su barba mientras Finan se le acercaba un paso y le clavaba la espada corta en el estómago.

Dos cadáveres más. Volvía a llover con fuerza, las gotas repiqueteaban en el barro y diluían la sangre fresca, y me pregunté si nos daría tiempo a salir a cruzar el espacio abierto hasta la escalera de la muralla, y justo entonces, para empeorar las cosas, se abrió la puerta de la casa de Kjartan y tres hombres salieron a empujones de allí. Le grité a Steapa que los contuviera. Usó el hacha, mató al primero con un hachazo de abajo arriba de una eficiencia aterradora, y empujó al destripado sobre el segundo, que recibió al hacha en toda la cara. Después se quitó de encima a los dos hombres para perseguir al tercero, que ya estaba dentro de la casa, y yo envié a Clapa a que ayudara a Steapa.

—Y sácalo rápido de ahí —le dije a Clapa porque los jinetes de la puerta habían oído el griterío y ahora veían a los muertos y nuestras espadas desnudas, y empezaban a dar la vuelta a los caballos.

Y entonces me di cuenta de que habíamos perdido. Todo dependía de la sorpresa, y ahora que nos habían descubierto ya no teníamos ninguna oportunidad de alcanzar el muro norte. Los hombres sobre las plataformas de batalla se dieron la vuelta para mirarnos y algunos recibieron órdenes de abandonar las murallas y estaban formando un muro de escudos justo detrás de la puerta. Los jinetes, unos treinta, se apresuraban en nuestra dirección. No sólo habíamos fracasado, tendríamos suerte si salíamos vivos.

—¡Atrás! —grité—. ¡Atrás! —Sólo podíamos confiar en retirarnos a los callejones estrechos y contener a los jinetes como pudiéramos, hasta alcanzar la puerta del pozo. Había que rescatar a Gisela, y después nos retiraríamos colina abajo en desbandada, perseguidos por la venganza. A lo mejor, pensé, lográbamos cruzar el río. Si pudiéramos vadear el Wiire crecido estaríamos a salvo de la persecución, pero era una esperanza más bien tímida—. ¡Steapa! —grité—, ¡Steapa! ¡Clapa! —y los dos hombres salieron de la casa, Steapa con el hacha ensangrentada—. Quedaos juntos —les grité.

Los jinetes llegaban a toda prisa, pero corrimos de regreso a los establos y los jinetes parecían desconfiar de los espacios oscuros y en sombra entre los edificios, pues se detuvieron junto al tejo con el muerto aún clavado en el tronco y pensé que su cautela nos permitiría sobrevivir lo suficiente para salir de la fortaleza. Con la esperanza recuperada, no de victoria, sino de vida, oí el ruido.

Era el aullar de los perros. Los jinetes no se habían detenido por miedo a atacarnos, sino porque Kjartan había soltado a los perros, y yo me quedé mirando, consternado, a los perros salir en manada desde un lado de la casa más pequeña y venir hacia nosotros. ¿Cuántos serían? ¿Cincuenta? Por lo menos cincuenta. Era imposible contarlos. Un cazador los guiaba con aullidos y eran más lobos que perros. Tenían buenos pellejos, eran grandes, aullaban y, sin poder evitarlo, me hicieron recular. Era la jauría infernal de caza, los perros fantasma que hostigan en la oscuridad y persiguen a su presa por el mundo de las sombras, cuando cae la noche. Ya no había tiempo para llegar hasta la puerta. Los perros nos rodearían, nos tumbarían y nos despedazarían, y pensé que aquél era mi castigo por matar al indefenso hermano Jaenberht en Cetreht, y sentí el frío estremecimiento del miedo abyecto. Muere bien, me decía a mí mismo, muere bien, pero ¿cómo se puede morir bien bajo los colmillos de los perros? Nuestras cotas de malla detendrían su fiereza durante un tiempo, pero no demasiado. Y los perros olían nuestro miedo. Querían sangre y llegaron en un torbellino aullador de fango y colmillos, y yo bajé Hálito-de-serpiente para recibir a la primera perra rabiosa en la cara, pero justo entonces los llamó una nueva voz.

Era la voz de una cazadora. Gritaba alto y claro, sin palabras, un canto extraño, un grito agudo que penetraba la mañana como un cuerno de guerra, y los perros se detuvieron abruptamente, dieron vueltas sobre sí mismos y gimotearon nerviosos. El más cercano no estaba a más de tres o cuatro pasos de mí, una perra con la piel manchada de barro, y se retorció y aulló cuando volvió a llamar la cazadora invisible. Había algo triste en aquel canto sin palabras, un grito modulado y moribundo, y la perra aulló en simpatía. El cazador que había soltado a los perros los azotó para que nos atacaran, pero de nuevo el extraño ulular llegó claro a través de la lluvia, pero más agudo esta vez, como si la cazadora ladrara con rabia repentina, y tres de los perros saltaron sobre el cazador. Gritó y luego se perdió bajo una masa de pieles y dientes. Los jinetes aguijonearon a los perros para apartarlos del moribundo, pero la cazadora gritaba ahora salvajemente, de modo que azuzó a la manada entera contra los caballos, y la mañana se llenó de lluvia, gritos inhumanos y aullidos de perros, y los jinetes se dieron media vuelta presos del pánico y regresaron a la puerta a toda prisa. La cazadora volvió a llamar, con más suavidad ahora, y los perros se reunieron obedientemente alrededor del débil tejo, dejando marchar a los jinetes.

Yo no había hecho más que mirar. Seguía mirando. Los perros estaban tumbados, enseñando los dientes, vigilando el suelo de la casa de Kjartan y por allí fue por donde apareció la cazadora. Pasó por encima del cadáver destripado que Steapa había dejado en la puerta, les cantó a los perros, que se tumbaron mientras ella nos miraba.

Era Thyra.

Al principio no la reconocí. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto a la hermana de Ragnar; la recordaba como una niña rubia, feliz y saludable, con una mente sensata puesta en casarse con un guerrero danés. Entonces quemaron la casa de su padre, mataron a su guerrero danés y Kjartan se la llevó para dársela a Sven. Ahora que la veía otra vez se había convertido en algo salido de una pesadilla.

Llevaba una capa larga de piel de ciervo, sujeta con un broche de hueso en la garganta, pero debajo de la capa iba desnuda. Mientras caminaba entre los perros, la capa se le apartaba del cuerpo, dolorosamente delgado y asquerosamente sucio. Tenía las piernas y los brazos cubiertos de cicatrices, como si alguien la hubiese cortado repetidas veces con un cuchillo, y donde no había cicatrices, había llagas. Su pelo dorado estaba lacio, enmarañado y grasiento, y se había trenzado tiras de enredadera muerta en la maraña. La enredadera le colgaba por los hombros. Finan, al verla, se persignó. Steapa hizo lo mismo y yo me agarré el amuleto del martillo. Las uñas enroscadas de Thyra eran tan largas como cuchillos de castrar, y movió aquellas manos de hechicera en el aire y gritó de repente a los perros, que gimotearon y se retorcieron como doloridos. Nos miró y, al ver sus ojos locos, sentí latir el miedo porque de repente se había agachado y me señalaba directamente, y aquellos ojos relucían como llenos de odio.

—¡Ragnar! —gritó—. ¡Ragnar! —El nombre sonaba como una maldición y los perros se dieron la vuelta para mirar donde señalaba. Supe que me saltarían encima en cuanto Thyra volviera a hablar.

—¡Soy Uhtred! —le grité—. ¡Uhtred! —Me quité el casco para que pudiera verme la cara—. ¡Soy Uhtred!

—¿Uhtred? —preguntó, aún mirándome, y en aquel breve instante casi parecía sana, incluso confundida—. Uhtred —repitió, y esta vez parecía que intentaba recordar el nombre, pero el tono acercó los perros a nosotros y entonces Thyra gritó. No era un grito destinado a los perros, sino un lamento, un aullido agudo hacia las nubes, y de repente volvió su furia contra los perros. Se agachó y empezó a coger pedazos de barro y a tirárselos. Seguía sin usar palabras, hablaba una lengua que los perros entendían y la obedecían, y atravesaron la rocosa cima de Dunholm como una marea contra el muro de escudos recién formado tras la puerta. Thyra los siguió, llamándolos, escupiendo y estremeciéndose, hostigando a la jauría infernal, y el miedo que me había dejado clavado en el suelo pasó, y grité a mis hombres que la siguieran.

Eran unos bichos terribles, aquellos perros. Eran bestias del mundo del caos, sólo entrenadas para matar; Thyra los dominaba con aquellos aullidos agudos, y el muro de escudos se rompió mucho antes de que los perros llegaran. Los hombres corrían, se desperdigaban por la cumbre de Dunholm y los perros los seguían. Un puñado, más valientes que el resto, se quedaron en la puerta y allí era donde yo me quería dirigir.

—¡La puerta! —le grité a Thyra—. ¡Thyra! ¡Llévalos a la puerta! —Thyra empezó a ladrar, gritos agudos y rápidos, y los perros la obedecieron y corrieron hacia la puerta. He visto otros cazadores dirigir perros tan diestramente como un jinete guía a un semental con las rodillas y las riendas, pero no es una habilidad que hubiera aprendido. Thyra la poseía.

Los hombres que guardaban las puertas de Kjartan murieron de muy mala manera. Los perros se les echaron encima, empezaron a rasgar con los dientes y oí los gritos. Aún no había visto a Kjartan o a Sven, pero tampoco los busqué. Sólo quería llegar a la puerta y abrirla para Ragnar, así que seguimos a los perros, pero entonces uno de los jinetes recuperó los sesos y gritó a los asustados hombres que nos rodearan por detrás. El jinete era un hombre grande, llevaba la cota de malla medio cubierta por una capa blanca sucia. El casco ocultaba su rostro tras una mirilla de bronce bruñido; estaba seguro de que era Kjartan. Espoleó a su semental y una veintena de hombres le siguieron, pero Thyra emitió unos aullidos cortos, de cadencia decreciente, y una veintena de perros se dieron la vuelta contra los jinetes. Uno de ellos, desesperado por evitar a los chuchos, giró el caballo demasiado deprisa y cayó sobre el barro pateando, y media docena de perros atacaron a la bestia panza arriba y los otros atacaron de un salto al jinete desmontado. Oí al hombre aullar y vi un perro marcharse cojeando con una pata rota de una coz. El caballo relinchaba. Yo seguí corriendo a través de la cortina de lluvia y vi una lanza pasar como un rayo desde las murallas. Los hombres de la puerta intentaban detenernos a lanzazos. Se las arrojaban a la jauría, que seguía desgarrando los restos del muro de escudos, pero había demasiados perros. Ya estábamos cerca de la puerta, a unos veinte o treinta pasos. Thyra y sus perros nos habían permitido cruzar a salvo la cima de Dunholm, y el enemigo estaba totalmente confundido, pero el jinete de la capa blanca, de espesa barba bajo los ojos armados, desmontó y les gritó a sus hombres que mataran a los perros.

Formaron un muro de escudos y cargaron. Avanzaban con los escudos bajos para repeler a los perros, y usaban lanzas y espadas para matarlos.

—¡Steapa! —grité, y él comprendió lo que se requería de él y gritó a los otros hombres para que se le unieran. Él y Clapa encabezaban el grupo frente a los perros y vi el hacha de Steapa hincarse en un casco mientras Thyra lanzaba a los perros al nuevo muro. Los hombres bajaban de las plataformas de batalla para unirse a la encarnizada pelea y comprendí que teníamos que darnos prisa, antes de que los hombres de Kjartan despacharan a la jauría y la emprendieran con nosotros. Vi a un perro saltar alto y clavarle los dientes a un hombre en la cara, el hombre gritó y el perro aulló con una espada ensartada en el vientre. Thyra chillaba a los perros, y Steapa contenía el centro del muro de escudos, pero se iba alargando a medida que se unían hombres por los flancos y en un instante las dos alas del muro se unirían rodeando a hombres y perros, y acabarían con ellos. Así que corrí hacia el arco de la puerta. Aquel arco no estaba defendido en tierra, pero los guerreros de las murallas aún tenían lanzas. Lo único que poseía era el escudo del muerto, y recé por que fuera bueno. Me lo puse encima del casco, envainé Hálito-de-serpiente y eché a correr.

Se me estrellaron encima las pesadas lanzas. Rebotaron en el escudo y salpicaron en el barro, y por lo menos dos perforaron la tabla de tejo. Sentí un golpe en el antebrazo izquierdo y el escudo se volvió más y más pesado a medida que fue acumulando lanzas, pero ya había llegado al arco, sano y salvo. Los perros aullaban y luchaban. Steapa le gritaba al enemigo que se acercara y luchara con él, pero los hombres lo evitaban. Vi las alas del muro de Kjartan cerrarse y supe que moriríamos si no era capaz de abrir la puerta. Comprendí que necesitaría dos manos para levantar la pesada barra, pero una de las lanzas que colgaba del escudo había penetrado la malla de mi antebrazo izquierdo y no podía sacarla, así que tuve que cortar las cinchas que lo amarraban a mi brazo con Aguijón-de-avispa. Así podría liberar la punta de lanza de mi malla y mi brazo. Había sangre en la manga, pero no tenía el brazo roto, así que levanté la enorme barra y la aparté de las puertas.

Abrí las puertas hacia dentro y Ragnar y sus hombres estaban a cincuenta pasos; gritaron al verme y corrieron con los escudos en alto para protegerse de las lanzas y las hachas arrojadas desde las murallas, y se unieron al muro de escudos, alargándolo y cargando con armas y furia contra los confundidos hombres de Kjartan.

Y así fue como Dunholm, la fortaleza rocosa en el meandro del río, fue tomada. Años más tarde, un señor de Mercia me aduló con una canción de su escaldo que narraba cómo Uhtred de Bebbanburg había escalado la fortaleza en el peñasco él solo y se había abierto paso entre doscientos hombres armados para abrir la puerta guardada por dragones. Era una canción estupenda, repleta de ejercicio de espada y valor, pero una sarta de tonterías. Fuimos doce, no uno, y los perros soportaron casi toda la pelea, y Steapa hizo el resto, y si Thyra no hubiese salido de la casa hoy los descendientes de Kjartan aún gobernarían en Dunholm. Ni tampoco había terminado la batalla al abrir la puerta, pues seguían superándonos en número, pero los perros que quedaban estaban con nosotros, no con Kjartan, y Ragnar metió su muro de escudos en el complejo, y allí fue donde nos enfrentamos a los defensores.

Muro de escudos contra muro de escudos. El horror de dos muros de escudos en lucha. El trueno de los escudos al chocar unos contra otros, los gruñidos de los hombres al clavar espadas cortas o retorcer lanzas en los vientres enemigos. Era sangre, mierda y tripas desperdigadas por el barro. El muro de escudos es el lugar donde mueren los hombres y donde los hombres se ganan las alabanzas de los escaldos. Me uní al muro de Ragnar, y Steapa, que había cogido un escudo de un jinete despedazado por los perros, embistió a mi lado con su gran hacha de guerra. Pisábamos perros muertos y moribundos al avanzar. El escudo se convierte en un arma, la enorme embozadura de hierro es un mazo con el que hacer retroceder, y cuando el enemigo vacila, te acercas a toda prisa y le clavas el arma con todas tus fuerzas, pisas a los heridos y dejas que los hombres de detrás los rematen. Rara vez tardan mucho los muros en romperse, y la línea de Kjartan se partió primero. Había intentado rodearnos y mandó hombres por nuestra retaguardia, pero los perros que aún quedaban guardaban nuestros flancos, y Steapa hacía molinetes con el hacha como un loco, y era tan enorme y tan fuerte que, cuando se abría paso entre las líneas enemigas, parecía una acción sencilla.

—¡Wessex! —gritaba—, ¡Wessex! —como si luchara por Alfredo; yo estaba a su derecha y Ragnar a su izquierda, y la lluvia se nos desplomaba encima mientras seguíamos a Steapa a través del muro de Kjartan. Pasamos limpiamente, de modo que ya no teníamos enemigo a nuestros lados, y el muro roto se desmoronó cuando los daneses de Dunholm corrieron hacia los edificios.

Kjartan era el hombre de la capa blanca sucia. Era grande, casi tan alto como Steapa, y era fuerte, pero veía su fortaleza caer y les gritó a sus hombres que formaran un nuevo muro de escudos. Sin embargo, algunos de sus hombres ya se estaban rindiendo. Los daneses no abandonan con facilidad, pero habían descubierto que luchaban contra otros daneses, y no hay vergüenza en rendirse ante tal enemigo. Otros huían por la puerta del pozo, y me dio pánico que descubrieran a Gisela y se la llevaran, pero las mujeres que habían ido a por agua la protegieron. Se apiñaron dentro de la pequeña empalizada del pozo y los hombres huyeron presa del pánico hacia el río, sin hacerles caso.

No todos se asustaron o se rindieron. Unos cuantos se reunieron alrededor de Kjartan, cerraron sus escudos y esperaron la muerte. Kjartan podía ser cruel, pero era valiente. Su hijo, Sven, no era valiente. Él comandaba a los hombres en las murallas de la puerta, y casi todos aquellos hombres huyeron al norte, dejando a Sven con dos compañeros. Guthred, Finan y Rollo subieron para lidiar con ellos, pero sólo se necesitaba a Finan. El irlandés detestaba luchar en el muro de escudos. Era demasiado ligero, pensaba, para formar parte de una matanza tan decidida por el peso, pero en terreno abierto era una pesadilla. Finan el Agil, le llamaban, y yo lo observé, anonadado, saltar por delante de Guthred y Rollo y cargarse a los tres hombres él solo, sus dos espadas tan rápidas como el mordisco de una víbora. No llevaba escudo. Desconcertó a los defensores de Sven con fintas, aprovechó sus ataques para avanzar, y los mató a los dos con una sonrisa en el rostro, y después se volvió hacia Sven. Pero Sven era un cobarde, se había retirado a una esquina de la muralla y abría los brazos para indicar que no pensaba usar la espada y el escudo que llevaba. Finan se agachó, aún sonriendo, listo para ensartar a Sven por el vientre expuesto.

—¡Es mío! —aulló Thyra—. ¡Es mío!

Finan la miró y Sven movió el brazo de la espada, como para atacar, pero la hoja de Finan llegó como un látigo y se quedó clavado. Sollozaba suplicando misericordia.

—¡Es mío! —gritó Thyra. Apuntaba con sus espantosas uñas hacia Sven y sollozaba de odio—. ¡Es mío! —lloró.

—Perteneces a ella —dijo Finan—, vaya que sí —y fingió atacar al estómago de Sven y cuando Sven bajó el escudo para protegerse, Finan embistió con su cuerpo contra el escudo y aprovechó su ligero peso para tirar a Sven por la muralla. Sven gritó al caer. No era una caída muy alta, no más que la altura de dos hombres, pero cayó sobre el barro como un saco de grano. Intentó ponerse de pie, pero Thyra ya estaba a su lado, emitió un largo aullido y los perros que aún quedaban vivos se acercaron a su lado. Hasta los perros heridos llegaron entre sangre y porquería.

—No —dijo Sven. La miraba con su único ojo—. ¡No!

—Sí —contestó ella entre dientes; se agachó, le quitó la espada y con un ladrido los perros se le echaron encima. Se retorció y gritó mientras los colmillos lo desgarraban. Algunos, entrenados para matar rápido, fueron a su garganta, pero Thyra usó la espada de Sven para apartarlos, así que los perros mataron a Sven masticándolo desde la ingle hacia arriba. Sus gritos perforaban la lluvia como espadas. Su padre lo oyó todo, y Thyra lo contempló y se rio a carcajadas.

Pero Kjartan seguía vivo. Quedaban con él treinta y cuatro hombres, sabían que estaban muertos y estaban listos para morir como daneses; entonces Ragnar caminó hacia ellos, las alas de águila en su escudo estaban rotas y mojadas, señaló con su espada a Kjartan, sin decir nada, y Kjartan asintió y salió del muro de escudos. Los perros se comían las tripas de su hijo, Thyra bailaba en la sangre de Sven y entonaba un cántico de victoria.

—Maté a tu padre —se burló Kjartan—, y voy a matarte a ti —Ragnar no dijo nada. Los dos hombres estaban a seis pasos de distancia, juzgándose uno a otro—. Tu hermana fue una buena puta —dijo Kjartan—, hasta que se volvió loca —avanzó como un rayo, con el escudo levantado, y Ragnar dio un paso a la derecha para dejarlo pasar, pero Kjartan anticipó el movimiento y dio un lance bajo para alcanzar los tobillos de Ragnar, aunque ya Ragnar había vuelto a la posición inicial. Los dos hombres volvieron a mirarse—. Fue una buena puta incluso después de volverse loca —dijo Kjartan—, sólo que había que atarla para que dejara de resistirse. Así era más fácil.

Ragnar atacó, con el escudo en alto, la espada baja, los dos escudos chocaron uno contra el otro y Kjartan paró la espada de Ragnar con la suya propia. Ambos forcejearon, intentando tumbar al otro, pero Ragnar volvió a apartarse. Había aprendido que Kjartan era rápido y bueno.

—Aunque ahora no es buena puta —prosiguió Kjartan—. Está demasiado demacrada. Demasiado sucia. Ni un mendigo se la follaría. Lo sé. Se la ofrecí a uno la semana pasada y no la quiso. Le parecía que estaba muy sucia para él —y de repente avanzó a toda prisa y atacó a Ragnar. No había mucha técnica en el ataque, sólo fuerza pura y velocidad, y Ragnar reculó, dejando que su escudo recibiera toda la furia. Yo temí por él y di un paso adelante, pero Steapa me contuvo.

—Es su lucha —dijo Steapa.

—Maté a tu padre —dijo Kjartan, y su espada arrancó una astilla de madera del escudo de Ragnar—, quemé a tu madre —siguió vanagloriándose, y la embozadura del escudo volvió a sonar con el golpe—, y convertí en puta a tu hermana —dijo, y el siguiente ataque con la espada hizo a Ragnar retroceder dos pasos—. Y voy a mearme en tu cadáver destripado —gritó Kjartan y cambió la dirección del molinete, atacó por abajo buscando otra vez los tobillos de Ragnar.

Esta vez le dio y Ragnar se tambaleó. La mano impedida había bajado instintivamente el escudo, y Kjartan levantó su propio escudo para atacar por arriba a su enemigo, pero Ragnar, que no había dicho nada durante la pelea, gritó de repente. Por un instante pensé que era el grito de un hombre condenado, pero no, era de ira. Metió su cuerpo debajo del escudo de Kjartan y empujó al hombre más grande a base de fuerza, y luego se apartó a un lado con agilidad. Pensé que se había quedado cojo con el golpe en el tobillo, pero llevaba tiras de hierro en la bota y, aunque una de las tiras estaba casi partida por la mitad, y tendría un moratón, no había sido herido y, como por ensalmo, se había convertido en ira y movimiento. Como si se hubiese despertado. Empezó a bailar alrededor de Kjartan, y ése era el secreto del duelo. No dejar de moverte. Ragnar se movía, lleno de furia, y era casi tan veloz como Finan, y Kjartan, que pensaba que le había tomado la medida a su enemigo, estaba totalmente desesperado. Ya no le quedaba aliento para insultar, sólo para defenderse, y Ragnar era todo ferocidad y rapidez. Atacaba a Kjartan, le daba la vuelta, volvía a atacar, embestía, se apartaba, fintaba bajo, paraba y golpeaba con el escudo, y su espada, Rompecorazones, hacía molinetes en busca del casco de Kjartan. Mellaba el hierro, pero no lo perforaba, Kjartan se sacudía la cabeza y Ragnar volvía a estampar escudo contra escudo para hacer retroceder al hombretón. El siguiente golpe partió uno de los tablones del escudo de Kjartan; el otro le dio en el canto y rompió el aro de hierro, y Kjartan retrocedió. Ragnar emitió un lamento, un ruido tan horrible que los perros de Thyra empezaron a gimotear contagiados.

Más de doscientos hombres observaban. Todos sabían qué sucedería, pues la fiebre de la batalla había poseído a Ragnar. Era la ira de un danés de espada. Ningún hombre podía resistir ante furia tal, y Kjartan hizo mucho sobreviviendo tanto, pero al final retrocedió, tropezó con el cadáver de un perro y cayó de espaldas, y Ragnar salvó los espadazos desesperados de su enemigo e hincó fuerte Rompecorazones. El tajo rompió la manga de malla de Kjartan y le cortó los tendones del brazo de la espada. Kjartan intentó levantarse, pero Ragnar le dio una patada en la cara, después le clavó un fuerte taconazo en la garganta. Kjartan se asfixió. Ragnar se apartó y dejó que el machacado escudo resbalara de su brazo izquierdo. Usó la mano tullida para quitarle la espada a Kjartan. Apartó la espada de la mano sin tendones de Kjartan con los dos dedos buenos, y después mató a su enemigo.

Fue una muerte lenta, pero Kjartan no gritó ni una vez. Intentó resistirse al principio, paraba la espada de Ragnar con su escudo, pero Ragnar lo desangró tajo a tajo. Kjartan dijo una cosa antes de morir, pidió que le devolvieran la espada para poder entrar en el salón de los muertos con honor, pero Ragnar sacudió la cabeza.

—No —contestó, y ya no volvió a decir palabra hasta el último tajo. Ese tajo fue un mandoble que perforó la cota de malla, el vientre de Kjartan, su columna y la malla de abajo hasta clavarse en el suelo, y Ragnar dejó allí Rompecorazones y se apartó mientras Kjartan se retorcía de dolor. Fue entonces cuando Ragnar miró al cielo, a la lluvia, mientras abandonaba su espada clavada en su enemigo contra el suelo, y gritó a las nubes—. ¡Padre! —gritó—. ¡Padre! —Le decía a Ragnar el Viejo que su muerte había sido vengada.

Thyra también quería venganza. Se había quedado agachada, con sus perros, mientras observaba morir a Kjartan, pero entonces se puso en pie y llamó a los perros, que corrieron hacia Ragnar. Lo primero que pensé es que azuzaba a los perros contra el cadáver de Kjartan, pero rodearon a Ragnar. Seguían siendo más de veinte perros-lobo y le rugían a Ragnar. Thyra le gritó:

—¡Tendrías que haber venido antes! ¿Por qué no viniste antes?

Se la quedó mirando, sorprendido ante su ira.

—He venido tan pronto como… —empezó a decir.

—¡Te largaste a hacer el vikingo! —le gritó—. ¡Me dejaste aquí! —Los perros estaban angustiados por su pena y se retorcían alrededor de Ragnar, con las pieles manchadas de sangre, y las lenguas colgando sobre colmillos ensangrentados, esperando la palabra que les permitiera dejarlo hecho trizas—. ¡Me dejaste aquí! —aullaba Thyra, y se acercó hasta los perros para enfrentarse a su hermano. Entonces cayó de rodillas y empezó a llorar. Intenté acercarme a ella, pero los perros me lo impidieron, me enseñaron los dientes con ojos salvajes, y yo me aparté a toda prisa. Thyra siguió llorando, su pena era tan grande como la tormenta que azotaba Dunholm—. ¡Voy a matarte! —gritó.

—Thyra —le dijo él.

—¡Me dejaste aquí! —lo acusó—. ¡Me dejaste aquí! —Se puso en pie de nuevo, su rostro volvió a parecer sano, y vi que seguía siendo una belleza bajo la suciedad y las cicatrices—. El precio de mi vida —le dijo a su hermano en voz calmada— es tu muerte.

—No —afirmó una nueva voz—, no lo es.

Era el padre Beocca. Había estado esperando bajo el alto arco de la puerta y ahora cojeaba entre la carnicería y hablaba con severidad. Thyra le rugió:

—¡Estás muerto, cura! —emitió uno de sus aullidos sin palabras, los perros se volvieron contra Beocca y Thyra empezó a retorcerse otra vez como si estuviera loca—. ¡Matad al cura! —les gritaba a los perros—. ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Salí corriendo, y entonces vi que no tenía nada que hacer.

Los cristianos hablan a menudo de milagros, y yo siempre había deseado contemplar una de esas magias. Aseguran que los ciegos recuperan la vista, los tullidos vuelven a caminar y los leprosos se curan. Me han contado historias de hombres caminando sobre las aguas, y hasta de muertos que se levantaban de sus tumbas, pero jamás he visto tales cosas. Si hubiese visto una magia tal, hoy sería cristiano, pero los curas me dicen que tengo que tener fe. Sin embargo, aquel día, bajo la lluvia implacable, vi lo más parecido a un milagro que vería jamás.

El padre Beocca, con sus faldones de cura perdidos de barro, cojeó hacia la jauría de perros salvajes. Los habían enviado para que lo atacaran, y Thyra les gritaba que le mataran, pero él ignoró a los chuchos y ellos se apartaron sin más. Sollozaron como si temieran a aquel lisiado bizco, y él pasó con calma entre sus colmillos y no apartó los ojos de Thyra, cuyos gritos agudos se convirtieron en sollozos y después en llanto desconsolado. Tenía la capa abierta, mostrando su desnudez llena de cicatrices, y Beocca se quitó su propia capa empapada en lluvia y se la puso sobre los hombros. Se había tapado la cara con las manos. Aún lloraba, y los perros aullaban con ella, y Ragnar se limitó a mirar. Pensé que Beocca se llevaría a Thyra, pero le cogió la cabeza entre las manos y de repente la sacudió. La sacudió con fuerza, y mientras la sacudía gritaba a las nubes.

—¡Señor —gritaba—, aparta este demonio de ella! ¡Llévatelo! ¡Líbrala de la garra de Abaddón! —Entonces Thyra gritó, y los perros levantaron las cabezas y aullaron a la lluvia. Ragnar estaba inmóvil. Beocca volvió a sacudirle la cabeza, tan fuerte que pensé que le rompería el cuello—. ¡Aparta al enemigo de ella, Señor! —gritó—. ¡Permítele experimentar tu amor y tu profunda misericordia! —Miró al cielo. La mano tonta agarraba a Thyra por el pelo, con las tiras de enredadera seca, y le empujaba la cabeza hacia delante y hacia detrás mientras cantaba en una voz tan alta como la de un señor guerrero en un campo de batalla—. En el nombre del Padre —gritaba—, del Hijo y del Espíritu Santo, yo os ordeno, asquerosos demonios, que salgáis de esta muchacha. ¡Os condeno al agujero! ¡Os destierro! ¡Os envío al infierno por toda la eternidad y un día más, y lo hago en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¡Marchaos!

Y de repente Thyra empezó a llorar. No eran gritos, sollozos y falta de aire, sólo un llanto suave. Reposó la cabeza sobre el hombro de Beocca, él la rodeó con sus brazos, la acunó y nos miró con resentimiento, como si nosotros, manchados de sangre, armados y fieros, fuéramos los aliados de los demonios que acababa de expulsar.

—Ahora está bien —dijo incómodo—. Ahora está bien. Por el amor de Dios, ¿queréis marcharos ya? —Esa malhumorada orden era para los perros, que, increíblemente, le obedecieron, se escabulleron y dejaron de amenazar a Ragnar—. Tiene que entrar en calor —dijo Beocca—, y tenemos que vestirla como es debido.

—Sí —contesté—. Es necesario.

—Bueno, si no piensas hacerlo —contestó Beocca indignado, porque no me había movido—, ya lo haré yo —y condujo a Thyra hacia la casa de Kjartan, donde el humo aún salía del agujero en el techo. Ragnar fue detrás de ellos, pero yo sacudí la cabeza y se detuvo. Apoyé el pie derecho sobre el vientre de Kjartan y liberé a Rompecorazones. Le entregué la espada a Ragnar y me abrazó, pero no había júbilo en ninguno de los dos. Habíamos hecho lo imposible, habíamos tomado Dunholm, pero Ivarr seguía vivo, e Ivarr era el mayor enemigo.

—¿Qué voy a decirle a Thyra? —me preguntó Ragnar.

—Dile la verdad —le dije, porque no sabía qué más decir, y me fui a buscar a Gisela.

* * *

Gisela y Brida lavaron a Thyra. Le lavaron el cuerpo y el pelo, le quitaron la enredadera muerta y le peinaron el pelo dorado, se lo secaron ante la gran hoguera en la casa de Kjartan, y después la vistieron con un vestido de lana y una capa de pelo de nutria. Ragnar habló con ella junto al fuego. Hablaron a solas y yo salí con el padre Beocca fuera de la casa. Había dejado de llover.

—¿Quién es Abaddón? —le pregunté.

—Yo fui responsable de tu educación —me dijo—, y me avergüenzo de mí mismo. ¿Cómo puedes no saber eso?

—Bueno, pues no lo sé —contesté—. ¿Quién es?

—El ángel oscuro del pozo sin fondo, por supuesto. Estoy seguro de que te he hablado de eso. Es el primer demonio que te atormentará si no te arrepientes y te conviertes en cristiano.

—Sois un hombre valiente, padre —le dije.

—Tonterías.

—Intenté llegar a ella —le dije—, pero me asustaron los perros. Han matado a más de treinta hombres hoy, y vos habéis pasado tan tranquilo entre ellos.

—Son sólo perros —dijo quitándole importancia—. Si Dios y san Cutberto no pueden protegerme de unos perros, ¿qué saben hacer?

Lo detuve, le puse las dos manos sobre los hombros y le di un apretón.

—Habéis sido muy valiente, padre —insistí—, y os saludo.

Beocca quedó enormemente complacido con el cumplido, pero intentó aparentar modestia.

—Yo me limité a rezar —dijo—, Dios hizo el resto —lo dejé marchar y siguió caminando; le dio una patada a una lanza con el pie malo—. No creía que los perros fueran a hacerme daño —me dijo—, porque a mí siempre me han gustado los perros. Tenía uno de niño.

—Tendríais que buscaros otro —le dije—. Un perro os haría compañía.

—Cuando era niño no podía trabajar —prosiguió como si no hubiera hablado—. Bueno, podía recoger piedras y asustar a los pájaros para que no se comieran las semillas nuevas, pero no podía trabajar como es debido. El perro era mi amigo, pero se murió. Lo mataron otros chicos —parpadeó unas cuantas veces—. Thyra es una mujer hermosa, ¿verdad? —preguntó esperanzado.

—Ahora sí —coincidí.

—Esas cicatrices en sus brazos y piernas —dijo—, pensaba que Kjartan o Sven la habían cortado. Pero no fueron ellos. Se lo ha hecho sola.

—¿Se lo ha hecho sola? —pregunté.

—Sí, se cortó con cuchillos, me lo contó. ¿Por qué haría eso?

—¿Para volverse fea? —sugerí.

—Pero no lo es —contestó Beocca confundido—. Es hermosa.

—Sí —le dije—, lo es, y volví a sentirlo por Beocca. Se hacía viejo y siempre había sido cojo y feo, y siempre había querido casarse, y ninguna mujer había aparecido. Habría tenido que hacerse monje, que no se les permite el matrimonio. Pero era cura, y tenía mente de cura, pues me miró con severidad y me dijo:

—Alfredo me ha enviado para predicar la paz —dijo—, y te he visto matar a un hermano y ahora esto —hizo una mueca al ver los muertos.

—Alfredo nos ha enviado para poner a salvo a Guthred —le recordé.

—Y para asegurarnos de que san Cutberto está a salvo —insistió.

—Así lo haremos.

—No nos podemos quedar aquí, Uhtred, tenemos que volver otra vez a Cetreht —me miró con alarma en el ojo bueno—. ¡Tenemos que derrotar a Ivarr!

—Lo haremos, padre —le dije.

—¡Tiene el mayor ejército de Northumbria!

—Pero morirá solo, padre —le dije, y no estaba seguro de por qué lo había dicho. Las palabras llegaron solas, y pensé que un dios había hablado a través de mí—. Morirá solo —repetí—, lo prometo.

Pero antes había que hacer otras cosas. Estaba el tesoro de Kjartan, que había que desenterrar en la casa donde se guardaban los perros, y pusimos a los esclavos de Kjartan a trabajar, a cavar en aquel suelo que apestaba a mierda, y debajo estaban los barriles de plata y las cubas de oro, había cruces de iglesias, brazaletes y bolsas de cuero llenas de ámbar, azabache y granates, incluso rollos de preciosa seda importada que se había medio podrido en la tierra húmeda. Los guerreros derrotados de Kjartan construyeron una pira para sus muertos, aunque Ragnar insistió en que ni Kjartan ni lo que quedaba de Sven recibieran ese funeral. Lo que hicieron fue arrebatarles la ropa y la armadura y echar sus cuerpos desnudos a los cerdos que se habían librado de la matanza de otoño y vivían en la esquina noroeste del complejo.

Rollo quedó al cargo de la fortaleza. Guthred, en la emoción de la victoria, había anunciado que la fortaleza era ahora de su propiedad y que se convertiría en una fortaleza real de Northumbria, pero yo me lo llevé a un aparte y le dije que se la entregara a Ragnar.

—Ragnar será tu amigo —le dije—, y puedes confiar en que va a guardar Dunholm —yo también podía confiar en que Ragnar asaltaría las tierras de Bebbanburg y mantendría a raya a mi traicionero tío.

Así que Guthred entregó Dunholm a Ragnar, y Ragnar se lo encomendó a Rollo, a quien dejamos con sólo treinta hombres para defender las murallas, mientras nosotros nos dirigíamos al sur. Más de cincuenta hombres de Kjartan juraron lealtad a Ragnar, pero sólo después de que estableciera que ninguno había tomado parte en la quema en la que asesinaron a sus padres. Cualquier hombre que hubiera contribuido en aquel asesinato, murió. El resto cabalgaron con nosotros, primero a Cetreht y luego a enfrentarse a Ivarr.

Así que habíamos terminado la mitad del trabajo. Kjartan el Cruel y Sven el Tuerto estaban muertos, pero Ivarr seguía vivo y Alfredo de Wessex, aunque no lo había dicho nunca, también lo quería muerto.

De modo que cabalgamos al sur.