Thorkild dejó que la corriente arrastrara el barco unos cien pasos y lo estampó contra una orilla junto a un sauce. Bajó a tierra, lo amarró con una soga de piel de foca al tronco del sauce, y después, mirando con temor a los hombres armados que lo observaban desde la orilla, volvió a subir a bordo.
—Tú —dijo señalándome—, ve a ver qué pasa.
—Pasa que hay problemas —le contesté—. ¿Qué más quieres saber?
—Quiero saber qué le ha pasado a mi almacén —dijo, después señaló con la cabeza a los hombres armados—, y no quiero preguntárselo a ellos. Así que ve tú.
Me eligió a mí porque era guerrero y porque, si me mataban, no me echaría de menos. La mayoría de sus remeros sabían luchar, pero evitaban el combate siempre que podían porque el derramamiento de sangre y el comercio eran malos compañeros. Los hombres armados se acercaron por la orilla. Eran seis, pero se aproximaban con mucha cautela, pues Thorkild poseía el doble de hombres en sus remos, y todos los marineros iban armados con hachas y lanzas.
Me cubrí al cabeza con la malla, desenvolví el glorioso casco coronado con un lobo que había capturado de un barco danés en la costa oeste, me ceñí Hálito-de-serpiente y Aguijón-de-avispa y así, vestido para la guerra, salté torpemente a la orilla. Resbalé en la pronunciada pendiente, me agarré a unas ortigas para no caerme y, maldiciendo por la quemazón, subí al camino. Ya había estado allí antes; aquél era el amplio pasto junto al río en el que mi padre había guiado el ataque a Eoferwic. Me puse el casco y le grité a Thorkild que me lanzara mi escudo. Eso hizo, y justo cuando empezaba a caminar hacia los seis hombres que me esperaban espada en mano, Hild saltó detrás de mí.
—Tendrías que haberte quedado en el barco —le dije.
—Sin ti, no —respondió. Cargaba con nuestra única bolsa de cuero en la que poco más había, aparte de una muda, un cuchillo y una piedra de afilar—. ¿Quiénes son? —preguntó, refiriéndose a los seis hombres que aún estaban a unos cincuenta pasos y no tenían prisa por reducir la distancia.
—Vamos a averiguarlo —contesté, y desenvainé Hálito-de-serpiente.
Las sombras se alargaban y el humo de las cocinas de la ciudad se teñía de morado y oro en el crepúsculo. Los grajos regresaban a sus nidos y en la distancia vi unas vacas que se dirigían al ordeño de la tarde. Me acerqué a los seis hombres. Llevaba puesta la malla, tenía un escudo y dos espadas, lucía brazaletes y un casco que valía lo que tres finas armaduras, y mi apariencia detuvo en seco a los seis hombres, que se apiñaron y me esperaron. Todos habían desenvainado, pero vi que un par de ellos llevaban crucifijos alrededor del cuello y supuse que serían sajones.
—Cuando un hombre vuelve a casa —les grité en inglés—, no espera ser recibido por espadas.
Dos de los hombres eran mayores, de unos treinta años, ambos propietarios de espesas barbas y cotas de malla. Los otros cuatro se protegían con jubones de cuero y eran más jóvenes, de unos diecisiete o dieciocho, y las espadas en sus manos les resultaban tan poco familiares como me habría parecido a mí la esteva de un arado. Debieron de suponer que era danés porque había bajado de un barco danés, y sabían que seis podían con un danés, pero también sabían que un guerrero danés, vestido para la batalla, se llevaría por delante al menos a dos de ellos antes de morir, así que se sintieron aliviados al oírme hablar en inglés. También les dejó perplejos.
—¿Quién eres? —preguntó uno de los hombres mayores.
No respondí, pero me acerqué más a ellos. Si habían decidido atacarme me vería obligado a huir indignamente o morir, pero caminaba seguro de mí, con el escudo bajo y la punta de Hálito-de-serpiente rozando la larga hierba. Interpretaron mi reticencia a contestar como arrogancia, cuando simplemente se trataba de confusión. Pensé en llamarme por cualquier otro nombre que no fuera el mío, pues no quería que ni Kjartan ni el traidor de mi tío supieran que había regresado a Northumbria, pero mi nombre también era reconocido, y me vi insensatamente tentado de usarlo para maravillarlos. La inspiración llegó justo a tiempo.
—Soy Steapa de Defnascir —anuncié, y por si acaso el nombre de Steapa no era conocido en Northumbria, añadí una fanfarronada—. Soy el hombre que metió a Svein, el del Caballo Blanco, en su eterno hogar en la tierra.
El hombre que me había preguntado el nombre dio un paso atrás.
—¿Sois Steapa? ¿Al servicio de Alfredo?
—Lo soy.
—Señor —dijo, y agachó la espada.
Uno de los hombres más jóvenes se tocó el crucifijo y se puso de rodillas. Un tercero envainó la espada y los demás, considerándolo también prudente, hicieron lo propio.
—¿Quién sois vos? —les apremié.
—Servimos al rey Egberto —dijo uno de los hombres mayores.
—¿Y los muertos? —pregunté indicando con un gesto el río, donde otro cadáver desnudo daba vueltas lentamente en la corriente—. ¿Quiénes son?
—Daneses, señor.
—¿Estáis matando daneses?
—Es la voluntad de Dios, señor —respondió.
Señalé hacia el barco de Thorkild.
—Ese hombre es danés y también un amigo. ¿Vais a matarlo?
—Conocemos a Thorkild, señor —contestó el hombre—, y si viene en son de paz, saldrá vivo.
—¿Y yo? —pregunté—, ¿qué queréis hacer conmigo?
—El rey querrá veros, señor. Os honrará por las grandes matanzas de daneses.
—¿Esta matanza? —pregunté con desdén, mientras señalaba con la punta de Hálito-de-serpiente a un fiambre del río.
—Honrará la victoria contra Guthrum, señor. ¿No es cierto?
—Es cierto —contesté—. Estuve allí —me di la vuelta entonces, envainé Hálito-de-serpiente y le indiqué a Thorkild que se acercara, así que desamarró el barco y remó río arriba. Se lo conté todo desde la orilla, a gritos, que los sajones de Egberto se habían levantado contra los daneses, pero que estos hombres habían prometido que lo dejarían en paz si venía amistosamente.
—¿Qué harías en mi lugar? —me gritó Thorkild desde el barco. Sus hombres remaban con golpes cortos para mantener el barco quieto contracorriente.
—Ve río abajo —le grité en danés—, busca daneses de espada y espera hasta saber qué está pasando.
—¿Y tú? —preguntó.
—Yo me quedo aquí —le contesté.
Rebuscó en una bolsa y me lanzó algo. Brilló a la luz crepuscular, y desapareció entre los ranúnculos que amarilleaban el prado oscurecido.
—Eso por el consejo —gritó—, y te deseo muchos años de vida, quienquiera que seas.
Le dio la vuelta al barco; una maniobra torpe, pues el casco era casi tan largo como la anchura del río, pero se las apañó con bastante destreza y los remos lo llevaron río abajo y fuera de mi vida. Más tarde me enteré de que su almacén había sido saqueado, el danés que lo cuidaba había muerto y habían violado a su hija; así que mi consejo bien valía la moneda de plata que me había lanzado.
—¿Le habéis dicho que se marchara? —preguntó uno de los barbudos cargado de resentimiento.
—Ya os lo he dicho, es un amigo —me agaché y encontré el chelín en la larga hierba—. ¿Y cómo es que sabéis de la victoria de Alfredo? —pregunté.
—Vino un cura, señor —contestó—, y nos lo contó.
—¿Un cura?
—De Wessex, señor. Hizo todo el viaje desde Wessex. Transportaba un mensaje del rey Alfredo.
Debería haber imaginado que Alfredo querría que las noticias de su victoria sobre Guthrum se extendieran por la Inglaterra sajona, y resultó que había enviado curas a todos los lugares en los que moraban sajones con el mensaje de que Wessex había salido victorioso y que Dios y los santos les habían otorgado el triunfo. Uno de esos curas había llegado al Eoferwic del rey Egberto justo un día antes de mi llegada, y en ese mismo instante comenzó la estupidez.
El cura había viajado a caballo, con el hábito guardado en el hatillo colgado de la silla, de casa sajona en casa sajona a través de la danesa Mercia. Los sajones mercios le habían ayudado en su camino, le habían proporcionado caballos frescos cada día y lo habían escoltado para cruzar las guarniciones danesas más grandes, hasta llegar a la capital de Northumbria y darle al rey Egberto las buenas noticias de que los sajones del oeste habían derrotado al Gran Ejército danés. Con todo, lo que más gustó a los sajones de Northumbria fue la escandalosa afirmación de que san Cutberto se le había aparecido a Alfredo en un sueño para mostrarle el camino de la victoria. Al parecer el sueño había tenido lugar en el invierno que Alfredo pasó derrotado en Æthelingaeg, lugar en el que un puñado de sajones fugitivos se habían zafado de los daneses conquistadores, y la historia del sueño estaba dirigida a los sajones de Egberto como la flecha de un cazador, pues no había santo más reverenciado al norte del Humber que Cutberto. Cutberto era el ídolo de Northumbria, el cristiano más santo que había pisado aquella tierra, y no había ni una sola casa sajona pía que no le rezara a diario. La idea de que el glorioso santo del norte había ayudado a Wessex a derrotar a los daneses hizo que los sesos del rey Egberto abandonaran su cráneo como las perdices huyen de los cosechadores. Tenía todos los motivos para alegrarse por la victoria de Alfredo, y sin duda le molestaba gobernar bajo yugo danés, pero lo que tendría que haber hecho era darle las gracias al cura que trajo la noticia y luego, para que no difundiera la buena nueva, hacerle callar como a un perro en una perrera. Lo que había hecho, en cambio, era ordenar a Wulfhere, el arzobispo de la ciudad, que celebrara un servicio de acción de gracias en la iglesia más grande de la ciudad. Wulfhere, que no era ningún insensato, había desarrollado una dolencia imprevista y se había marchado al campo a reposar, pero un necio llamado padre Hrothweard había ocupado su lugar en la gran iglesia de Eoferwic y pronunciado un sermón fiero que aseguraba que san Cutberto había bajado de los cielos para conducir a Wessex a la victoria, y esa imbecilidad había convencido a los sajones de Eoferwic que Dios y san Cutberto iban a librar a su país de los daneses. Así había empezado la matanza.
De todo esto me enteré subiendo a la ciudad. También supe que había menos de cien guerreros daneses en Eoferwic porque el resto se había marchado al norte con el conde Ivarr para enfrentarse a un ejército escocés que había cruzado la frontera. Nadie aseguraba que tal cosa había ocurrido, pero los escoceses del sur tenían un nuevo rey que había jurado convertir Eoferwic en su nueva capital, así que Ivarr había subido con su ejército para darle al tipo una lección.
Ivarr era el auténtico gobernante del sur de Northumbria. Si hubiera querido llamarse rey, nadie habría podido evitarlo, pero resultaba conveniente tener un sajón maleable en el trono para recaudar impuestos y mantener tranquilitos a los demás sajones. Ivarr, mientras tanto, podía dedicarse a lo que mejor hacía su familia: guerrear. Era un Lothbrok, y se jactaban de que ningún varón Lothbrok había muerto en su lecho. Morían luchando con las espadas en las manos. El padre de Ivarr y uno de sus tíos habían perecido en Irlanda, mientras que Ubba, el tercer hermano Lothbrok, había caído ante mi espada en Cynuit. Pero entonces, Ivarr, el último danés de espada de una familia enamorada de la guerra, marchaba contra los escoceses y había jurado traer encadenado a su rey a Eoferwic.
Pensaba que ningún sajón en su sano juicio se rebelaría contra Ivarr, que compartía con su padre la reputación de implacabilidad, pero la victoria de Alfredo y el cuento de que había sido inspirada por san Cutberto había prendido la yesca de la locura en Eoferwic. Y el sermón del padre Hrothweard había echado leña al fuego. A grito pelado anunció que Dios, san Cutberto y un ejército de ángeles venían para expulsar a los daneses de Northumbria, y mi llegada no hizo sino alentar la locura.
—Os ha enviado Dios —repetían sin cesar los hombres que me habían recibido, difundiendo a voces que yo era el asesino de Svein, y cuando llegamos a palacio, una pequeña comitiva nos seguía a Hild y a mí mientras nos abríamos paso por callejones estrechos aún manchados de sangre danesa.
Ya había estado antes en el palacio de Eoferwic. Era un edificio romano de piedra clara, con enormes pilares que sostenían un techo de teja remendado con paja ennegrecida. Los mosaicos del suelo, que antaño representaban a los dioses romanos, estaban rotos, y lo que quedaba de ellos, manchado con la sangre derramada el día anterior. El gran salón apestaba como el patio de un matadero, y lo coronaba una guirnalda del hollín de las antorchas que iluminaban aquel cavernoso espacio.
El nuevo rey Egberto resultó ser sobrino del viejo rey Egberto, y poseía el rostro cambiante de su tío y su boca irascible. Parecía asustado cuando subió a la tarima al otro extremo de la sala, y no era de extrañar, pues el loco Hrothweard había invocado un torbellino, y Egberto debía de suponer que los daneses de Ivarr volverían buscando venganza. Con todo, los seguidores de Egberto se dejaban llevar por la emoción, seguros de que la victoria de Alfredo auguraba la derrota final de los hombres del norte, y mi llegada se interpretó como otra señal del cielo. Me empujaron hacia delante y las noticias de mi advenimiento alcanzaron al confuso rey, que aún pareció más confundido cuando otra voz, una voz familiar, gritó mi nombre.
—¡Uhtred, Uhtred!
Busqué al propietario y vi que era el padre Willibald.
—¡Uhtred! —gritó de nuevo y parecía encantado de verme. Egberto puso mala cara, después miró a Willibald—. ¡Uhtred! —repitió el cura, haciendo caso omiso del rey, y se acercó a abrazarme.
El padre Willibald era un buen amigo y un buen hombre. Era un sajón del oeste que tiempo atrás había sido capellán de la flota de Alfredo, y quiso el destino que fuera elegido para llevar al norte las buenas nuevas de Ethandun a los sajones de Northumbria.
El barullo en la sala se acalló. Egberto intentó tomar las riendas.
—Vuestro nombre es… —dijo, y demostró que no sabía cuál era mi nombre.
—¡Steapa! —gritó uno de los hombres que nos habían escoltado hasta la ciudad.
—¡Uhtred! —reveló Willibald, con los ojos brillantes de la emoción.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —confesé, pues ya no tenía posibilidades de mantener el engaño.
—¡El hombre que mató a Ubba Lothbrokson! —anunció Willibald e intentó levantar mi brazo derecho para indicar que era un adalid—. ¡Y el hombre —prosiguió— que desmontó a Svein, el del Caballo Blanco, en Ethandun!
En dos días, pensé, Kjartan el Cruel sabría que estaba en Northumbria, y en tres, se habría enterado de mi llegada mi tío Ælfric, y de haber poseído un poquito de sentido común, habría salido de la sala, agarrado a Hild de la mano, y me habría marchado al sur tan rápido como el arzobispo Wulfhere se había esfumado de Eoferwic.
—¿Estuvisteis en Ethandun? —preguntó Egberto.
—Sí, mi señor.
—¿Qué ocurrió?
Ya habían escuchado la versión de la batalla de Willibald, pero era la de un cura, llena de oraciones y milagros. Yo se la narré como la querían, la versión guerrera, una historia de daneses muertos y sangre derramada a hierro, y durante todo mi relato un cura de ojos fieros, pelo crespo y barba desmandada me interrumpía con gritos de aleluya. Colegí que debía de ser el padre Hrothweard, el cura que había conducido a Eoferwic a la matanza. Era joven, apenas algo mayor que yo, pero tenía un voz poderosa y una autoridad natural que se veía reforzada por su pasión. Cada aleluya iba acompañado de una ducha de saliva, y en cuanto terminé de describir la derrota de los daneses huyendo por la ladera desde la colina de Ethandun, Hrothweard se adelantó y aprovechó para arengar de nuevo a la multitud.
—¡Éste es Uhtred! —gritó, dándome un codazo en las costillas—. Uhtred de Northumbria, Uhtred de Bebbanburg, azote de los daneses, un guerrero de Dios, ¡la espada del Señor! Y ha venido a nosotros, ¡justo como el bendito san Cutberto visitó a Alfredo en una época de tribulaciones! ¡Estas son señales del Todopoderoso!
La multitud vitoreó, el rey pareció aún más asustado, y Hrothweard, siempre dispuesto a volcarse en un sermón feroz, empezó a echar espumarajos por la boca mientras describía la inminente matanza de todos los daneses de Northumbria.
Conseguí apartarme de Hrothweard, y me abrí paso hasta la parte de atrás de la tarima, allí agarré a Willibald por el pescuezo y lo metí en un pasaje que conducía a la cámara real.
—Sois un imbécil —le gruñí—, un earsling. Un cagarro chorreante sin un gramo de seso, eso es lo que sois. Tendría que sacaros vuestras inútiles tripas ahora mismo y echárselas a los cerdos —Willibald abrió la boca, volvió a cerrarla y me miró indefenso—. Los daneses van a volver, y habrá una masacre —volvió a abrir y cerrar la boca, sin emitir sonido alguno—. Lo que vais a hacer ahora es cruzar el Ouse y largaros al sur tan rápido como os lleven las piernas.
—Pero es todo cierto —suplicó.
—¿El qué es todo cierto? —pregunté.
—¡Que san Cutberto nos ha dado la victoria!
—¡Pero qué va a ser cierto! —le rugí—. Alfredo se lo ha inventado. ¿Creéis que Cutberto se le apareció en Æthelingaeg? ¿Por qué no nos contó lo del sueño entonces? —Me detuve y Willibald emitió un sonido ahogado—. Esperó —contesté yo mismo—, porque no ocurrió.
—Pero…
—¡Se lo ha inventado! —gruñí—, porque quiere que Northumbria mire en dirección a Wessex en busca de liderazgo contra los daneses. Quiere ser rey de Northumbria, ¿es que no lo entendéis? Y no sólo de Northumbria. No tengo duda alguna de que tiene merluzos como vos contándole a los mercios que uno de sus santos de los cojones se le apareció en un sueño.
—Es que así fue —me interrumpió, y cuando puse cara de incredulidad, me lo aclaró mejor—. ¡Tenéis razón! San Kenelm le habló a Alfredo en Æthelingaeg. Se le apareció en un sueño y le dijo a Alfredo que ganaría.
—No pasó nada de eso —contesté con toda la paciencia que pude reunir.
—¡Pero si es cierto! —insistió—. ¡Me lo dijo Alfredo mismo! Es obra de Dios, Uhtred, y una obra hermosa de contemplar.
Lo agarré por los hombros, aplastándolo contra el muro de la pared.
—Tenéis una opción, padre —le contesté—. Podéis salir de Eoferwic antes de que vuelvan los daneses o podéis inclinar la cabeza a un lado.
—¿Que puedo hacer qué?
—Inclinar la cabeza hacia a un lado —contesté—, así yo os meto una leche en una oreja a ver si os salen todas las gilipolleces por la otra.
No hubo manera de convencerlo. La gloria de Dios, espoleada por el baño de sangre en Ethandun, había avivado la mentira sobre san Cutberto, ardía con fuerza en Northumbria y el pobre Willibald estaba convencido de que iba a presenciar el inicio de grandes acontecimientos.
Hubo un banquete aquella noche, un convite lamentable de arenques en salmuera, queso, pan duro y cerveza rancia, y el padre Hrothweard dio otro discurso apasionado en el que aseguró que Alfredo de Wessex me había enviado, su mejor guerrero, para guiar la defensa de la ciudad, y que el fyrd del cielo vendría a proteger Eoferwic. Willibald no dejaba de corearle aleluyas, tragándose todas las patrañas, y no fue hasta el día siguiente, en el que una lluvia gris y una neblina sombría envolvieron la ciudad, cuando empezó a dudar de la inminente llegada de los ángeles armados con espadas.
La gente abandonaba la ciudad. Había rumores de bandas de daneses que se reunían en el norte. Hrothweard seguía aullando tonterías, y condujo una procesión de sacerdotes y monjes por las calles de la ciudad, blandiendo reliquias y estandartes, pero cualquiera con medio seso entendía que ya era más que probable que antes volvería Ivarr que san Cutberto con la hueste celestial. El rey Egberto me envió un mensajero, y me comunicó que quería hablar conmigo, pero mi opinión era que Egberto estaba condenado, y no le hice caso. Que Egberto se las apañara por su cuenta.
Como yo me las tenía que apañar por la mía, y lo que quería era largarme de la ciudad antes de que descendiera sobre ella la ira de Ivarr. En la taberna Espadas Cruzadas, junto a la puerta norte de la ciudad, encontré mi vía de escape. Se trataba de un danés llamado Bolti que había sobrevivido a la masacre porque estaba casado con una sajona y la familia de su mujer le había dado cobijo. Me vio en la taberna y me preguntó si era Uhtred de Bebbanburg.
—El mismo.
Se sentó enfrente de mí, inclinó la cabeza respetuosamente para saludar a Hild, y chasqueó los dedos para que se acercara una moza con cervezas. Era un hombre regordete, calvo, con el rostro picado de viruelas, la nariz rota y mirada asustadiza. Sus hijos, ambos medio sajones, remoloneaban detrás de él. A uno le eché unos veinte años, al otro cinco menos; ambos blandían espadas pero ninguno parecía muy a sus anchas con el arma.
—Yo conocía al conde Ragnar el Viejo —dijo Bolti.
—Y yo —contesté—. Y no te recuerdo.
—Le vendí sogas y palos de remo la última vez que zarpó en La víbora del viento.
—¿Le engañasteis? —le pregunté sarcástico.
—Me gustaba mucho —respondió con fiereza.
—Y yo lo adoraba —contesté—, porque se convirtió en mi padre.
—Lo sé —me dijo—, y te recuerdo —se quedó callado un instante y miró a Hild—. Eras muy joven —prosiguió mirándome de nuevo—, y estabas con una chica pequeña y morena.
—Me recuerdas, entonces —y me quedé en silencio porque llegó la cerveza. Reparé en que Bolti, a pesar de ser danés, llevaba una cruz en el cuello, y se dio cuenta de que la miraba.
—Hay que sobrevivir en Eoferwic —contestó tocándose la cruz. Después se apartó el abrigo y vi el amuleto del martillo de Thor oculto tras él—. Sobre todo mataron a los paganos —aclaró.
Saqué mi propio amuleto de debajo de mi jubón.
—¿Hay muchos daneses cristianos, ahora? —pregunté.
—Algunos —admitió a regañadientes—. ¿Quieres comida con esa cerveza?
—Quiero saber por qué estás hablando conmigo —le dije.
Quería marcharse de la ciudad. Quería coger a su esposa sajona, sus dos hijos y sus dos hijas y llevárselos lejos de la venganza y la masacre que se avecinaba, y quería escolta, y me miró con unos ojos patéticos y desesperados sin saber que deseaba lo mismo que yo.
—¿Y dónde quieres ir? —le pregunté.
—Hacia el oeste no —dijo con un estremecimiento—. En Cumbraland hay sangría.
—Siempre hay sangría en Cumbraland —contesté. Cumbraland era la parte de Northumbria que quedaba al otro lado de las colinas, cerca del mar de Irlanda, y sufría los asaltos de los escoceses de Strath Clota, de los noruegos de Irlanda y de los britanos de Gales. Algunos daneses se habían establecido en Cumbraland, pero eran suficientes para evitar que los saqueos asolaran la zona.
—Yo iría a Dinamarca —contestó Bolti—, pero no hay barcos de guerra —los únicos barcos que permanecían en los muelles de Eoferwic eran de comerciantes sajones, y si alguno se atrevía a zarpar quedaría atrapado por los barcos daneses que sin duda se reunían en el Humber.
—¿Entonces? —pregunté.
—Quiero ir al norte —dijo—, reunirme con Ivarr. Puedo pagarte.
—¿Y crees que voy a poder ofrecerte escolta en las tierras de Kjartan?
—Creo que todo me saldrá mejor con el hijo de Ragnar a mi lado que por mi cuenta —admitió—, y si corre la voz de que viajas conmigo, se nos unirán más hombres.
Así que permití que me pagara; mi precio fueron dieciséis chelines, dos yeguas y un caballo negro, y el valor de este último hizo a Bolti palidecer. Un hombre conducía el semental por las calles, ofreciéndolo a la venta, y Bolti compró la bestia porque su miedo a quedarse atrapado en Eoferwic valía cuarenta chelines. El caballo negro estaba entrenado para la batalla, lo que significaba que no se asustaba con el ruido y se movía obedientemente con la presión de las rodillas, lo que permitía ir armado con espada y escudo y poder maniobrar. El semental formaba parte del botín de los daneses masacrados en los últimos días, pues nadie sabía cómo se llamaba. Lo llamé Witnere, que significa Torturador, y le venía al pelo, pues les cogió manía a las yeguas y no paraba de morderlas.
Las yeguas eran para Willibald y Hild. Le dije al padre Willibald que debería marcharse al sur, pero al final se había asustado e insistió en quedarse conmigo; al día siguiente de conocer a Bolti, todos partimos hacia el norte por la calzada romana. Nos acompañaban una docena de hombres. Entre ellos se contaban tres daneses y dos noruegos que habían conseguido escapar a la masacre de Hrothweard, y el resto eran sajones que huían de la venganza de Ivarr. Todos tenían armas y Bolti me dio dinero para pagarles. No era una paga generosa, lo justo para comprar comida y cerveza, pero su presencia mantuvo alejados a los forajidos.
Me vi tentado de cabalgar hasta Synningthwait, donde Ragnar y sus partidarios tenían sus tierras, pero sabía que habría muy pocos hombres, pues la mayoría se había marchado al sur con Ragnar. Algunos de aquellos guerreros perecieron en Ethandun y el resto seguía con Guthrum, cuyo ejército derrotado se había quedado en Mercia. Guthrum y Alfredo habían firmado la paz, y Guthrum incluso se había bautizado, lo que Willibald tildaba de milagro. Así que habría pocos guerreros en Synningthwait. No era lugar para refugiarme de los planes asesinos de mi tío o del odio de Kjartan. De modo que, sin un buen plan de futuro y dejándome llevar por el destino, mantuve la palabra dada a Bolti y lo escolté al norte hacia las tierras de Kjartan, que quedaban justo en medio de nuestro camino como un nubarrón negro. Cruzar aquellas tierras significaba pagar peaje, y eso sería un peaje elevado. Sólo hombres poderosos como Ivarr, cuyos guerreros superaban en número a los de Kjartan, podían cruzar el río Wiire sin pagar.
—Te lo puedes permitir —pinché a Bolti. Sus dos hijos guiaban caballos de carga y yo sospechaba que estaban cargados de monedas envueltas en paño o lana para que no tintinearan.
—No me puedo permitir que se quede con mis hijas —contestó. Tenía hijas gemelas, de unos doce o trece años, listas para el matrimonio. Eran bajitas, regordetas, rubias, con nariz respingona e imposibles de diferenciar.
—¿Es eso lo que hace Kjartan? —le pregunté.
—Se lleva lo que le apetece —respondió Bolti con amargura—, y le gustan las chicas jóvenes, aunque supongo que preferirá quedarse contigo.
—¿Y por qué sospechas eso? —exclamé con un tono de voz neutro.
—Conozco las historias que se cuentan —contestó—. Su hijo perdió el ojo por tu culpa.
—Su hijo perdió el ojo —repliqué— porque desnudó a la hija del conde Ragnar.
—Pero él te echa la culpa a ti.
—Eso es verdad —confirmé. Todos éramos niños entonces, pero las heridas de la infancia se pueden infectar, y yo no albergaba duda alguna de que Sven el Tuerto me sacaría gustoso ambos ojos por el que él había perdido.
Según nos acercábamos a Dunholm, nos desviamos hacia el oeste por las colinas para evitar a los hombres de Kjartan.
Era verano, pero un viento frío trajo nubes bajas y fina lluvia que me hicieron agradecer mi cota de malla forrada con cuero. Hild la había embadurnado de lanolina sacada de lana recién esquilada que protegía el metal del óxido. También había untado de grasa mi casco y mis espadas.
Subimos, siguiendo el trillado camino; a unos tres kilómetros de nosotros nos seguía otro grupo, y había huellas recientes en la tierra húmeda que delataban a los que habían pasado no mucho antes. Un camino tan frecuentado tendría que haberme dado que pensar. Kjartan el Cruel y Sven el Tuerto vivían de lo que les sacaban a los viajeros, y si no pagaban, los atacaban, los convertían en esclavos o los mataban. Kjartan y su hijo debían de saber que la gente intentaba evitarlos usando los caminos de las colinas, y yo tendría que haberme andado con más cautela. Bolti no tenía miedo, sencillamente porque confiaba en mí. Me contó historias de cómo Kjartan y Sven se habían enriquecido con la trata de esclavos.
—Se llevan a todo el mundo, daneses o sajones —dijo—, y los venden al otro lado del mar. Si tienes suerte, a veces puedes rescatar al esclavo, pero el precio será alto —miró al padre Willibald—. Mata a todos los curas.
—¿En serio?
—Odia a los curas cristianos. Cree que son hechiceros; los entierra vivos y deja que sus perros se los coman.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó Willibald, apartando a su yegua antes de que Witnere le metiera otro bocado.
—Ha dicho que Kjartan va a mataros si os captura, padre.
—¿Matarme?
—Que os va a echar de comer a sus perros.
—Dios mío del amor hermoso —exclamó Willibald. Estaba desmoralizado, perdido, lejos de casa y nervioso por el extraño paisaje del norte. Hild, por su parte, parecía más contenta. Tenía diecinueve años, y le sobraba paciencia para soportar las faenas de la vida. Había nacido en una familia de Wessex rica, no noble, pero con suficientes tierras para vivir bien, pero había sido la última de ocho hijos y su padre la había prometido al servicio de la iglesia porque su madre casi se muere cuando Hild nació, y atribuía que su esposa siguiera viva a la benevolencia divina. Así que a los once años, Hild, cuyo nombre real era hermana Hildegyth, había sido enviada con las monjas de Cippanhamm, y allí había vivido, apartada del mundo, rezando e hilando, hilando y rezando, hasta que llegaron los daneses y la volvieron puta.
Aún lloraba en sueños, y yo sabía que recordaba sus humillaciones, pero se alegraba de haber abandonado Wessex y la gente que no dejaba de decirle que volviera al servicio de Dios. Willibald la había regañado por renegar de su santa vida, pero yo le había advertido que un comentario más sobre el tema y estrenaría ombligo nuevo, y desde entonces se mantuvo calladito. Hild se embebía de cada nueva visión con la maravilla de un niño pequeño. Su claro rostro había adquirido un brillo dorado que le hacía juego con el pelo. Era una mujer lista, no la más lista que he conocido, pero poseía una sabiduría sagaz. Ahora he vivido lo suficiente para haber aprendido que algunas mujeres sólo dan problemas y otras son compañeras cómodas. Hild era de las más cómodas que he conocido. Quizá se debiera a que éramos amigos. También éramos amantes, pero nunca nos enamoramos, y a ella le recomía la culpa. Eso se lo guardaba para sí y para sus oraciones, pero a la luz del día había empezado a reír de nuevo, y a disfrutar de las cosas simples. Aunque en ocasiones la oscuridad la envolvía, ella sollozaba, y yo la observaba toquetear un crucifijo; sabía que en aquellos momentos sentía las garras de Dios atenazadas en su alma.
Enfilamos por las colinas; yo no había tomado las debidas precauciones, y fue Hild la primera en ver a los jinetes. Eran diecinueve, casi todos protegidos con cuero, pero tres de ellos vestían malla, nos rodeaban y me di cuenta de que nos estaban pastoreando. Nuestra pista seguía el borde de una colina, y a nuestra derecha había una pendiente empinada que terminaba en un torrente. Aunque podíamos escapar por el valle, inevitablemente iríamos más lentos que los hombres que ahora se incorporaban al camino por detrás de nosotros. No se acercaron. Veían que íbamos armados y no querían pelea, sólo querían asegurarse de que seguiríamos hacia el norte, cualquiera que fuese nuestro destino.
—¿No puedes enfrentarte a ellos? —quiso saber Bolti.
—¿Trece contra diecinueve? —sugerí—. Sí, si esos trece pelearan, pero no van a hacerlo —señalé a los hombres armados que Bolti pagaba para que nos acompañaran—. Sirven para espantar bandidos, pero no son tan necios como para enfrentarse a los hombres de Kjartan. Si les pido que peleen probablemente se unan al enemigo para compartir tus hijas.
—Pero… —empezó a decir, después se quedó en silencio al ver por fin lo que nos esperaba. Se estaba celebrando una feria de esclavos donde el arroyo se desviaba hacia un valle aún más profundo, y en aquel valle había un pueblo de tamaño considerable, construido junto a un puente, que no era más que una losa de piedra gigante que cruzaba lo que tomé por el Wiire. Había mucha gente en el pueblo y vi que aquella gente estaba protegida por más hombres. Los jinetes que nos seguían se acercaron un poco más, pero se detuvieron cuando yo me detuve. Miré colina abajo. El pueblo estaba aún demasiado lejos para que Kjartan o Sven estuvieran ahí, pero se podía suponer que los hombres del valle habían venido de Dunholm y que uno o dos de los señores de Dunholm los conducirían. Bolti gritaba alarmado, pero no le hice caso.
Los otros dos caminos llegaban al pueblo desde el sur y supuse que habría jinetes guardando esos caminos y que habían estado interceptando viajeros todo el día. Conducían a sus presas hacia el pueblo y a los que no pagaban el peaje los hacían cautivos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bolti, al borde del pánico.
—Voy a salvarte la vida —contesté, y me volví hacia una de sus hijas y le pedí que me diera un pañuelo negro que llevaba de cinturón. Se lo desenrolló y me lo entregó con mano temblorosa. Me lo até alrededor de la cabeza, tapándome la boca, la nariz y la frente; después le pedí a Hild que me lo ajustara.
—¿Qué estás haciendo? —volvió a preguntar Bolti.
No me molesté en responder. Lo que hice fue calarme el casco encima del pañuelo. Las piezas que protegían las mejillas se ajustaban de tal modo que mi rostro era una máscara de metal pulido sobre un cráneo negro. Sólo se me veían los ojos. Extraje Hálito-de-serpiente a medias para asegurarme de que desenvainaría con facilidad, y apremié a Witnere para que avanzara.
—Ahora soy Thorkild el Leproso —le dije a Bolti. El pañuelo camuflaba mi voz.
—¿Eres quién? —me preguntó quedándose con la boca abierta.
—Soy Thorkild el Leproso —repetí—, y tú y yo vamos a ir a negociar con ellos.
—¿Yo? —interrogó débilmente. Indiqué que todos siguieran adelante. La banda que nos había rodeado para seguirnos había regresado al sur, seguramente en busca del siguiente grupo que intentaba evitar a Kjartan—. Te he contratado para que me protejas —dijo Bolti desesperado.
—Y te voy a proteger —respondí. Su esposa sajona aullaba como si estuviera en un funeral, y le grité que se callara. Después, a unos doscientos pasos del pueblo, me detuve y les dije a todos menos a Bolti que vinieran—. Sólo tú y yo.
—Creo que deberías lidiar con ellos solo —me dijo, y luego chilló.
Chilló porque le había dado una palmada a la grupa de su caballo para que avanzara. Le alcancé y le dije:
—Recuerda, soy Thorkild el Leproso, si me traicionas te voy a matar a ti, a tu mujer y a tus hijos y voy a vender a tus hijas como putas. ¿Quién soy?
—Thorkild —tartamudeó.
—Thorkild el Leproso —insistí.
Ya habíamos llegado al pueblo, un lugar miserable de bajas granjas de piedra y techos de tierra; había treinta o cuarenta personas bajo custodia en el centro del pueblo, pero a un lado, cerca del puente de piedra, habían dispuesto una mesa y unos bancos en un pedazo de hierba. Dos hombres estaban sentados detrás de la mesa con una jarra de cerveza delante. Eso fue lo que vi, pero lo cierto es que mi mirada se fijó en otra cosa. El casco de mi padre.
Estaba encima de la mesa. El casco era de visera cerrada que, como la cimera, estaba labrado en plata. Tenía forma de hocico gruñendo; lo había visto muchísimas de veces. Había jugado con él cuando era pequeño, aunque si me descubría mi padre me daba unas collejas que me asustaban. Mi padre llevaba ese casco el día que murió en Eoferwic; Ragnar el Viejo se lo había comprado al hombre que lo mató, y ahora pertenecía a uno de los hombres que había matado a Ragnar.
Era Sven el Tuerto. Se puso en pie cuando Bolti y yo nos acercamos, y sentí la conmoción salvaje del reconocimiento. Conocía a Sven desde que éramos niños, y ahora era un hombre, pero al instante identifiqué el rostro plano y ancho con un ojo fiero. El otro ojo era un agujero arrugado. Era alto y de anchos hombros, con el pelo y la barba largos, un joven fanfarrón vestido con rica malla, y con dos espadas, larga y corta, colgadas de la cintura.
—Más invitados —anunció nuestra llegada, e indicó con un gesto el banco al otro lado de la mesa—. Sentaos —ordenó—, vamos a hacer negocios.
—Siéntate —le gruñí a Bolti en voz baja.
Bolti me dirigió una mirada desesperada, después desmontó y se dirigió a la mesa. El segundo hombre era de piel oscura, pelo moreno y mucho mayor que Sven. Vestía una toga negra, de modo que parecía un sacerdote, pero llevaba un martillo de Thor de plata colgado al cuello. Tenía delante una bandeja de madera, ingeniosamente dividida en compartimentos para separar las distintas monedas, que emitían destellos plateados al recibir la luz del sol. Sven, otra vez sentado junto al tipo de negro, sirvió una jarra de cerveza y se la ofreció a Bolti, que me miró de nuevo y se sentó como le habían ordenado.
—¿Así que sois? —le preguntó Sven.
—Bolti Ericsson —repuso Bolti. Tuvo que decirlo dos veces porque la primera no había elevado la voz lo suficiente.
—Bolti Ericsson —repitió Sven—, yo soy Sven Kjartanson y mi padre es el señor de estas tierras. ¿Habéis oído hablar de Kjartan?
—Sí, señor.
Sven sonrió.
—Creo que habéis intentado evadir nuestros peajes, ¡Bolti! ¿Lo habéis intentado?
—No, señor.
—¿Y de dónde venís?
—De Eoferwic.
—¡Ah! Otro mercader de Eoferwic, ¿eh? ¡Sois el tercero hoy! ¿Y qué lleváis en esos caballos de carga?
—Nada, señor.
Sven se inclinó hacia delante ligeramente, después sonrió al tiempo que expulsaba un sonoro pedo.
—Perdona, Bolti, sólo he oído tronar. ¿Has dicho que no llevas nada? Pero si yo veo cuatro mujeres, y al menos tres son jóvenes —sonrió—. ¿Son tus mujeres?
—Mi esposa y mis hijas, señor —contestó Bolti.
—Esposas e hijas, cuánto las queremos —refrendó Sven; después me miró a mí, y aunque tenía la cara tapada y el casco me oscurecía los ojos, sentí que se me ponía la piel de gallina—. ¿Quién es ése? —preguntó Sven.
Debía de sentir curiosidad, pues tenía aspecto de rey. Mi cota, mi casco y mis armas eran de lo mejor que se podía encontrar, y mis brazaletes indicaban que era un guerrero de alto rango. Bolti me lanzó una mirada aterrorizada, pero no dijo nada.
—He preguntado —dijo Sven, esta vez más alto—, que quién es ése.
—Se llama Thorkild el Leproso —contestó Bolti, y su voz no era más que un graznido tembloroso.
Sven hizo una mueca involuntaria y se agarró el amuleto del martillo colgado alrededor del cuello, y no lo culpo. Todos los hombres temen la carne gris y sin nervios de los leprosos, y la mayoría son enviados a los páramos para que vivan como puedan y mueran como deben.
—¿Qué estás haciendo con un leproso? —desafió Sven a Bolti.
Bolti no tenía respuesta.
—Viajo al norte —hablé por primera vez, y mi voz distorsionada pareció retumbar en el casco cerrado.
—¿Por qué vas al norte? —preguntó Sven.
—Porque estoy cansado del sur —respondí.
Percibió la hostilidad en mi voz gangosa pero no le dio importancia al juzgarla impotente. Debía de suponer que Bolti me había contratado para protegerle, pero yo no era ninguna amenaza; Sven tenía cinco hombres a pocos pasos, todos ellos armados con espadas o lanzas, y habría al menos cuarenta más dentro del pueblo.
Sven bebió un poco de cerveza.
—Me han contado que ha habido disturbios en Eoferwic —le preguntó a Bolti.
Bolti asintió. Veía cómo abría y cerraba compulsivamente la mano derecha por debajo de la mesa.
—Mataron a algunos daneses —contestó.
Sven sacudió la cabeza como si la noticia le pareciera preocupante.
—Ivarr no va a estar muy contento.
—¿Dónde está Ivarr? —preguntó Bolti.
—Lo último que he oído es que andaba por el valle del Tuede —respondió Sven—, y Aed de Escocia bailaba a su alrededor —parecía disfrutar del intercambio de noticias habitual, como si mantener las convenciones proporcionara respetabilidad a sus robos y desmanes—. Bueno —prosiguió, y se detuvo para tirarse otro pedo—, ¿y tú con qué comercias, Bolti?
—Cuero, lana, paño y cerámica —contestó Bolti, y después perdió la voz cuando vio que estaba diciendo demasiado.
—Y yo comercio con esclavos —dijo Sven—, y éste es Gelgill —indicó al hombre a su lado—, nos compra esclavos, y tú tienes tres mujeres que nos saldrían muy rentables tanto a mí como a él. Así que, ¿qué vas a pagarme por ellas? Si pagas lo suficiente, te las puedes quedar —sonrió para sugerir que estaba siendo perfectamente razonable.
Bolti pareció quedarse mudo, pero consiguió sacar una bolsa de debajo de su capa y puso algunas monedas encima de la mesa. Sven observó las monedas de plata una a una y cuando Bolti se sintió inseguro, se limitó a sonreír, así que Bolti siguió contando hasta que hubo treinta y ocho chelines encima de la mesa.
—Es todo lo que tengo, señor —dijo con humildad.
—¿Todo lo que tienes? Lo dudo, Bolti Ericson —contestó Sven—, pero, si es así, te permitiré conservar la oreja de una de tus hijas. Sólo una oreja como recuerdo. ¿Qué opinas, Gelgill?
Era un nombre raro, Gelgill; sospeché que había venido del otro lado del mar, pues los mercados de esclavos más provechosos se encontraban en Dyflin o en el lejano reino de los francos. Dijo algo en voz baja, demasiado para que lo entendiera, y Sven asintió.
—Traed a las chicas —dijo a sus hombres, y Bolti se estremeció. Me volvió a mirar, como si esperara que detuviera los planes de Sven, pero no hice nada cuando los guardias se dirigieron hacia nuestro grupo.
Sven habló de las perspectivas de la cosecha mientras los guardias ordenaban a Hild y a las hijas de Bolti que desmontaran. Los hombres que Bolti había contratado no hicieron nada para detenerlos. La esposa de Bolti protestó a gritos, y luego se puso a llorar histérica cuando sus hijas y Hild se acercaron a la mesa. Sven les dio la bienvenida con amabilidad exagerada, después Gelgill se puso en pie e inspeccionó a las tres mujeres. Las palpó como si estuviera comprando caballos. Vi a Hild estremecerse cuando le bajó el vestido para tocarle los pechos, pero le interesaba menos que las dos chicas más jóvenes.
—Cien chelines cada una —dijo tras inspeccionarlas—, ésa sólo cincuenta —hablaba con un acento extraño.
—Pero ésa es guapa —objetó Sven—. Las otras dos parecen lechones.
—Son gemelas —contestó Gelgill—. Puedo sacar mucho dinero por las gemelas. La alta es demasiado vieja. Debe de tener diecinueve o veinte años.
—Qué preciada es la virginidad —le dijo Sven a Bolti—, ¿no estás de acuerdo?
Bolti estaba temblando.
—Te pagaré cien chelines por cada una de mis hijas —contestó a la desesperada.
—Oh, no —contestó Sven—. Eso es lo que quiere Gelgill. Yo también tengo que sacar algún beneficio. Te puedes quedar las tres, Bolti, si me pagas seiscientos chelines.
Era un precio indignante, ésa era la intención de Sven, pero Bolti no se arredró.
—Sólo dos son mías, señor —lloriqueó—. La tercera es suya —y me señaló.
—¿Tuya? —Sven se me quedó mirando—. ¿Tienes mujer, leproso? ¿Así que esa parte aún no se te ha caído? —Eso le pareció graciosísimo y los dos hombres que habían traído a las mujeres se rieron con él—. Bueno, leproso —preguntó Sven—, ¿y qué vas a pagarme por tu mujer?
—Nada —contesté.
Se rascó el culo. Sus hombres sonreían. Estaban acostumbrados a la rebeldía, acostumbrados a sofocarla, y disfrutaban al ver a Sven desplumar a los viajeros. Sven se sirvió más cerveza.
—Llevas buenos brazaletes, leproso —dijo—, y sospecho que de poco te va a servir ese casco cuando estés muerto; así que, a cambio de tu mujer, me quedaré con tus brazaletes y tu casco, y después te puedes marchar.
No me moví, no hablé, pero apreté las piernas contra los flancos de Witnere y sentí al gran caballo temblar. Era un animal de batalla, y quería que lo soltara; quizá fue la tensión de Witnere lo que Sven presintió. Lo único que podía ver era mi casco siniestro, con los ojos oscuros y su cimera en forma de lobo, y empezaba a preocuparse. Había aumentado el precio con ligereza, pero no podía echarse atrás sin perder la dignidad. Ahora tenía que jugar a ganar.
—¿Has perdido la lengua de repente? —se burló de mí; después hizo un gesto a los dos hombres que habían ido a por las mujeres—. ¡Egil! ¡Atsur! ¡Quitadle el casco al leproso!
Sven debió de creer que estaba a salvo. Tenía por lo menos una tripulación entera en el pueblo y yo estaba solo; eso lo convenció de que yo sería derrotado antes incluso de que los dos hombres se me acercaran. Uno llevaba una lanza, el otro sacaba la espada, pero aún no había desenvainado ni la mitad cuando saqué a Hálito-de-serpiente y puse en marcha a Witnere. Estaba desesperado por atacar, y se abalanzó con la velocidad de Sleipnir, el de las ocho patas, el célebre caballo de Odín. Primero me despaché al de la derecha, el que aún estaba desenvainando. Hálito-de-serpiente cayó del cielo como un rayo de Thor, y se hincó en su casco como si fuera de pergamino, y Witnere, obediente a mis toques de rodilla, ya estaba girándose hacia Sven mientras el lancero venía a por mí. Tendría que haberle hincado el arma en el pecho o en el cuello de la bestia, pero intentó embestir contra mis costillas; Witnere lo esquivó hacia la derecha y le pegó un mordisco en la cara que hizo trastabillar al hombre hacia atrás, lo justo para evitar los enormes dientes, pero perdió pie, cayó sobre la hierba todo lo largo que era, y yo seguí girando hacia la izquierda con Witnere. Mi pie derecho estaba ya libre del estribo, me tiré de la silla y caí con fuerza sobre Sven. Quedó atrapado por el banco al intentar ponerse en pie; yo lo volví a sentar de un golpe, conseguí hacer pie, me erguí, y Hálito-de-serpiente apareció en el gaznate de Sven.
—¡Egil! —gritó Sven al lancero que había derrumbado Witnere, pero Egil no se atrevía a atacarme mientras mi espada siguiera en la garganta de su señor.
Bolti gimoteaba. Se había meado encima. Lo olía y lo oía gotear. Gelgill estaba muy quieto, observándome, sin expresión en su enjuto rostro. Hild sonreía. Otra media docena de hombres de Sven se enfrentaban a mí, pero ninguno se atrevía a moverse porque la punta de Hálito-de-serpiente, su hoja impregnada en sangre, estaba en la garganta de Sven. Witnere se encontraba a mi lado, enseñando los dientes, piafando en el suelo con una de las patas delanteras muy cerca de la cabeza de Sven. Sven me observaba con su único ojo, lleno de odio y miedo, y de repente me aparte de él.
—De rodillas —le dije.
—¡Egil! —volvió a suplicar Sven.
Egil, de barba negra y fosas nasales gigantescas debido a que le habían rebanado la punta de la nariz en alguna pelea, levantó la lanza.
—Si atacas, morirá —le dije a Egil, tocando a Sven con la punta de mi espada. Egil dio un paso atrás sensatamente y yo le pasé Hálito-de-serpiente a Sven por la cara, haciéndole sangrar—. De rodillas —repetí, y cuando se arrodillaba, me agaché, cogí sus dos espadas y las puse encima de la mesa, junto al casco de mi padre.
—¿Quieres que mate al tratante de esclavos? —le pregunté a Hild, al tiempo que le señalaba las espadas.
—No —contestó.
—Iseult lo habría hecho matar —le dije. Iseult había sido mi amante y la amiga de Hild.
—No matarás —respondió Hild. Era un mandamiento cristiano, tan inútil, me pareció, como mandarle al sol que fuera hacia atrás.
—Bolti —hablé en danés—, mata al tratante de esclavos —no quería a Gelgill a mis espaldas.
Bolti no se movió. Estaba demasiado asustado para obedecerme, pero, para mi sorpresa, sus dos hijas se acercaron y cogieron las espadas de Sven. Gelgill intentó correr, pero tenía la mesa en su camino, y una de las chicas le atizó un golpe salvaje que le partió el cráneo y cayó de lado. Después lo masacraron. No miré porque vigilaba a Sven, pero pude oír con nitidez los gritos del tratante y los gemidos de consternación de Hild, y vi el asombro en los rostros de los hombres que tenía delante de mí. Las gemelas gruñían mientras acuchillaban. Gelgill tardó en morir y ni un solo hombre de Sven intentó salvarlo o rescatar a su amo. Todos habían desenvainado y, si hubieran tenido algo de seso, habrían caído en la cuenta de que yo no me atrevería a matar a Sven, pues de su vida dependía la mía. Si me llevaba su alma, me ensartarían con múltiples filos, pero les asustaba lo que Kjartan les haría si su hijo moría; así que no hicieron nada y yo apreté más fuerte la hoja contra la garganta de Sven, hasta que emitió un chillido de miedo ahogado.
A mi espalda, Gelgill fue por fin despachado a tajos. Me arriesgué a echar un vistazo y vi a las gemelas de Bolti embadurnadas de sangre y sonrientes.
—Son hijas de Hel —les dije a los hombres que las observaban, y me enorgulleció la invención, pues Hel es la diosa de los cadáveres, rancia y terrible, que gobierna los muertos que no perecen en batalla—. ¡Y yo soy Thorkild! —proseguí—. Y he llenado el salón de Odín de muertos —Sven temblaba debajo de mí. Sus hombres parecían contener el aliento, y de repente mi relato tomó alas y proseguí con voz profunda—. Soy Thorkild el Leproso —anuncié poderosamente—, hace mucho que estoy muerto, pero Odín me ha enviado desde el salón de los muertos para llevarme las almas de Kjartan y su hijo.
Me creyeron. Vi cómo los hombres se tocaban los amuletos. Uno de los lanceros incluso cayó de rodillas. Quise matar a Sven justo en ese momento, y quizá debiera haberlo hecho, pero sólo era necesario un hombre para romper la red de tonterías mágicas que les había tejido. Lo que necesitaba entonces no era el alma de Sven, sino ponernos a salvo; así que cambiaría la una por la otra.
—Dejaré marchar a este gusano —les dije—, para que informe a su padre de mi llegada, pero vosotros tenéis que marcharos primero. ¡Todos vosotros! Salid del pueblo y lo soltaré. Dejaréis aquí a los cautivos —se me quedaron mirando, y yo retorcí de nuevo la hoja para que Sven volviera a gemir—. ¡Marchaos! —les grité.
Se marcharon. Rápidamente, muertos de miedo. Bolti miraba maravillado a sus queridas hijas. Le dije a las dos chicas que habían hecho bien, y que cogieran unas cuantas monedas de la mesa, y después regresaron con su madre, ambas aferradas a la plata y a las hojas sangrientas.
—Son buenas chicas —le dije a Bolti; él no contestó, pero se apresuró tras ellas.
—No he podido matarlo —se lamentó Hild. Parecía avergonzada de su aprensión.
—No importa —le dije. Mantuve la espada en la garganta de Sven hasta que estuve seguro de que todos sus hombres se habían retirado una buena distancia hacia el este. Los cautivos, en su mayoría jóvenes, se quedaron en el pueblo, pero ninguno se atrevió a acercárseme.
Me vi tentado de contarle a Sven la verdad, hacerle saber que había sido humillado por un viejo enemigo, pero la historia de Thorkild el Leproso era demasiado buena para desperdiciarla. También me vi tentado de preguntar por Thyra, la hermana de Ragnar, pero me preocupaba que, si seguía viva y yo mostraba interés por ella, dejara de estarlo en breve; así que no la mencioné. Lo que sí hice fue agarrar a Sven por los pelos y levantarle la cabeza para que me mirara.
—He venido desde el centro de la tierra —le dije— para matarte a ti y a tu padre. Volveré a encontrarte, Sven Kjartanson, y te mataré la próxima vez. Soy Thorkild, camino por la noche y no se me puede matar porque ya estoy muerto. Así que saluda a tu padre de mi parte y dile que han enviado al guerrero muerto a por él, y los tres regresaremos al Niflheim navegando en Skidbladnir.
Niflheim era el horrible pozo de los muertos deshonrados, y Skidbladnir el barco de los dioses que se podía doblar y guardar en una bolsa. Solté a Sven y le di una buena patada en la espalda para que cayera de bruces. Habría podido huir arrastrándose, pero no se atrevía a moverse. Era como un perro apaleado, y aunque aún quería matarlo, pensé que sería mejor que le fuera con el cuento a su padre. Kjartan sabría seguro que Uhtred de Bebbanburg había sido visto en Eoferwic, pero también le contarían la historia del guerrero muerto que había regresado para matarlo, y yo quería envenenar sus sueños.
Sven siguió inmóvil cuando me agaché hasta su cinturón y agarré una pesada bolsa. Después le arrebaté sus siete brazaletes de plata. Hild había cortado una parte del traje de Gelgill y lo estaba usando para guardar las monedas en la bolsa del tratante de esclavos. Le entregué a ella el casco de mi padre, después volví a montar en Witnere. Le di una palmada en el cuello y él sacudió la cabeza extravagantemente, como si entendiera que aquel día había sido un gran caballo de batalla.
Estaba a punto de marcharme cuando aquella extraña jornada se volvió aún más insólita. Algunos de los cautivos, como si hubiesen comprendido por fin que estaban libres, habían empezado a caminar hacia el puente, mientras que otros, confusos, perdidos o desesperados, seguían a los hombres armados hacia el este. Entonces, de repente, se oyeron cantos de monje y de una de las casas bajas con techo de tierra, donde los habían encerrado, salió una fila de curas y monjes. Eran siete, y fueron los que más suerte tuvieron aquel día, pues iba a descubrir que Kjartan el Cruel odiaba intensamente a los cristianos y mataba a cualquier cura o monje que capturara. Aquellos siete se le habían escapado, y con ellos había un joven cargado de cadenas. Era alto, corpulento, muy apuesto, vestido con harapos y aproximadamente de mi edad. Tenía el pelo rizado tan rubio que parecía casi blanco, pestañas pálidas y ojos muy azules, la piel morena e impoluta. Su rostro parecía tallado en piedra, de tan pronunciadas que eran sus mejillas, nariz y mandíbula, y aun así, la dureza del rostro se veía suavizada por una expresión alegre que sugería que encontraba sorpresas constantes en la vida y divertimiento sin fin. Cuando vio a Sven acobardado bajo mi caballo, dejó a los curas cantores y corrió hacia nosotros; se detuvo sólo para coger la espada del hombre que yo había matado. El joven sostuvo la espada de manera incómoda, pues tenía las manos enlazadas por una cadena, pero acercó la espada hasta Sven y la sostuvo frente a su cuello.
—No —le dije.
—¿No? —El joven me sonrió y me gustó instintivamente. Su rostro era abierto y sin malicia.
—Le he prometido que lo dejaría con vida —le dije.
El joven reflexionó un instante.
—Tú sí, pero yo no —hablaba en danés.
—Pero si le arrebatáis la vida, entonces yo tendré que quitaros a vos la vuestra.
Consideró esa propuesta con ojos divertidos.
—¿Por qué? —preguntó, no con alarma, sino realmente interesado.
—Porque es la ley —contesté.
—Pero Sven Kjartanson no conoce ninguna ley —señaló.
—Es mi ley —repuse—, y quiero que le lleve un mensaje a su padre.
—¿Qué mensaje?
—Que el guerrero muerto ha venido a por él.
El joven inclinó la cabeza pensativo como si meditara sobre el mensaje, y evidentemente le pareció bien, pues se metió la espada bajo el brazo y se desató con torpeza el cinturón de los pantalones.
—Le puedes dar un mensaje también de mi parte —le dijo a Sven—. Aquí está —le meó encima—. Yo te bautizo —prosiguió el joven—, en el nombre de Thor, de Odín y de Loki.
Los siete religiosos, tres monjes y cuatro sacerdotes, observaron el bautizo solemnemente, pero ninguno protestó por la blasfemia implícita, ni intentó detenerla. El joven pasó un buen rato meando, apuntando de modo que el pelo de Sven quedó totalmente empapado, y cuando terminó se volvió a atar el pantalón y me ofreció otra de sus deslumbrantes sonrisas.
—¿Eres el guerrero muerto?
—El mismo —le contesté.
—Deja de lloriquear —le dijo el joven a Sven, después me sonrió de nuevo— pues quizá quieras hacerme el honor de servirme.
—¿Serviros? —le pregunté. Ahora era yo el que se divertía.
—Soy Guthred —contestó, como si eso lo explicara todo.
—He oído hablar de un Guthrum —le dije—, conozco a un Guthwere, y a dos Guthlac, pero no conozco a ningún Guthred.
—Soy Guthred, hijo de Hardicnut —repuso.
El nombre seguía sin decirme nada.
—¿Y por qué debería servir a Guthred, hijo de Hardicnut? —pregunté.
—Porque hasta que llegaste era esclavo —dijo—, pero ahora, bueno, como has venido, ¡soy rey! —hablaba con tal entusiasmo que le costaba formular las frases coherentemente.
Sonreí bajo el pañuelo de tela.
—Sois rey —contesté—, ¿pero de qué?
—Lo es, mi señor, lo es —añadió uno de los sacerdotes con toda sinceridad.
Y así el guerrero muerto conoció al rey esclavo, y Sven el Tuerto llegó arrastrándose hasta su padre, y las rarezas que habían infectado Northumbria se volvieron aún más extrañas.