Quería oscuridad. Aquella noche de verano aún había luna, y salía continuamente de detrás de las nubes para ponerme nervioso. Quería oscuridad.

Había cargado con dos bolsas de cuero hasta el cordal que marcaba la frontera norte de mis tierras. Mis tierras. Fifhidan, se llamaban, y eran la recompensa del rey Alfredo por el servicio prestado en Ethandun, en cuya larga colina verde habíamos destruido un ejército danés. Muro de escudos contra muro de escudos, y al concluir Alfredo volvía a ser rey y los daneses habían sido derrotados. Wessex seguía vivo, y me atrevería a decir que yo había hecho más que la mayoría. Había perdido a mi mujer, a mi amigo, una lanza me había atravesado el muslo, y por toda recompensa había recibido Fifhidan.

Cinco pellejos. Eso significaba el nombre. ¡Cinco pellejos! Apenas suficiente tierra para mantener a las cuatro familias de esclavos que labraban la tierra, esquilaban a las ovejas y pescaban en el río Kenet. Otros hombres habían obtenido grandes tierras, y para la iglesia hubo ricos bosques y profundos pastos. Pero a mí me habían dado cinco pellejos. Detestaba a Alfredo. Era un rey amargado, meapilas y tacaño que desconfiaba de mí porque no era cristiano, porque venía del norte y porque le había devuelto su reino en Ethandun. Y su recompensa había sido Fifhidan. Hijo de la grandísima puta.

Así que había cargado con las dos bolsas hasta la loma segada por las ovejas, repleta de enormes rocas grises que la luna bañaba de blanco al escapar de entre los jirones de nubes. Me agaché junto a una de las grandes piedras y Hild se agachó junto a mí.

Era mi mujer, entonces. Había sido monja en Cippanhamm, pero los daneses ocuparon la ciudad y la habían prostituido. Ahora estaba conmigo. A veces, en la noche, la escuchaba rezar, y sus oraciones eran siempre de lágrimas y desesperación. Suponía que acabaría volviendo con su dios, pero por el momento yo era su refugio.

—¿Por qué esperamos? —preguntó.

Me puse un dedo sobre los labios para indicarle silencio. Me observó. Tenía un rostro alargado, ojos grandes y el pelo dorado bajo un pañuelo. Hubiera sido un desperdicio que se metiera a monja. Alfredo, por supuesto, la quería de vuelta en el convento. Por eso permití que se quedara. Para incordiarle. El muy hijo de puta.

Esperaba para asegurarme de que nadie nos vigilaba. Era poco probable, pues a la gente no le gusta aventurarse en la noche cuando acechan monstruos horribles. Hild se agarró a su crucifijo, pero yo me sentía a gusto en la oscuridad. De niño había aprendido a amar la noche. Era un sceadugengan, un caminante de la noche, una de las criaturas que los otros hombres temían.

Esperé mucho tiempo, hasta asegurarme de que no había nadie más en la loma, después desenvainé Aguijón-de-avispa, mi espada corta, y corté un cuadrado de hierba que aparté a un lado. Excavé y apilé la tierra sobre mi capa. La hoja constantemente chocaba contra tiza y piedras, Aguijón-de-avispa se mellaría, pero seguí excavando hasta hacer un hoyo lo suficientemente grande para enterrar a un niño. Metimos dentro las dos bolsas. Eran mi tesoro. Mi plata y mi oro, mis riquezas, y no quería cargar con ellas. Poseía cinco pellejos, dos espadas, una cota de malla, un escudo, un casco, un caballo y una monja delgaducha, pero no tenía hombres para proteger mi tesoro; así que tenía que esconderlo. Me guardé unas cuantas monedas de plata y confié el resto a la tierra, lo cubrimos, lo pisamos y lo tapamos de nuevo con el cuadrado de hierba. Esperé que la luna saliera de detrás de una nube para examinar el suelo, me aseguré de que no parecía perturbado, y memoricé el lugar, señalándolo en mi mente con las piedras cercanas. Un día, cuando tuviera suficientes medios para protegerlo, volvería a por él.

Hild observaba la tumba del tesoro.

—Alfredo dice que tienes que quedarte.

—Alfredo por mí se puede mear en su propia garganta —contesté—, y espero que el muy cabrón se atragante en el intento y la palme.

Moriría pronto, pues era un hombre enfermo. Sólo tenía veintinueve años, ocho más que yo, pero parecía tener cincuenta, y dudo mucho de que ninguno de los dos le echara más de dos o tres años de vida. Siempre estaba aquejado de dolores de estómago, cagándose por la pata abajo o temblando de fiebre.

Hild tocó la hierba bajo la que estaba enterrado el tesoro.

—¿Significa esto que volvemos a Wessex? —preguntó.

—Significa —respondí—, que ningún hombre viaja entre enemigos con su tesoro. Está más seguro aquí, y si sobrevivimos vendremos a buscarlo. Y si yo muero, tú vendrás a buscarlo.

No contestó; transportamos la tierra que había sobrado sobre la capa y la tiramos al río.

Por la mañana, montamos en nuestros caballos y cabalgamos hacia el este. Nos dirigíamos a Lundene, pues en Lundene empiezan todas las carreteras. Me guiaba el destino. Era el año 878, tenía veintiún años y creía que ganaría el mundo entero con mis espadas. Era Uhtred de Bebbanburg, el hombre que había matado a Ubba Lothbrokson junto al mar y había derribado a Svein, el del Caballo Blanco, en Ethandun. Era el hombre que había devuelto a Alfredo su reino, y lo detestaba. Así que iba a abandonarlo. Mi camino era el de la espada, y me llevaría a casa. Regresaba al norte.

* * *

Lundene es la mayor ciudad en toda la isla de Gran Bretaña; siempre he adorado sus casas en ruinas y sus callejones enfebrecidos, pero Hild y yo nos quedamos sólo dos días, alojados en una taberna sajona en la ciudad nueva, al oeste de las desmoronadas murallas romanas. Formaba entonces parte de Mercia, protegida por daneses. Las tabernas estaban llenas de viajantes, extranjeros y patrones de barco, y fue un mercader llamado Thorkild quien nos ofreció pasaje hasta Northumbria. Le dije que me llamaba Ragnarson y ni me creyó ni lo puso en duda, así que nos ofreció pasaje a cambio de dos monedas de plata y mis músculos en uno de sus remos. Yo era sajón, pero había sido criado por los daneses, así que hablaba su lengua, y Thorkild supuso que era danés. Mi buen casco, la cota de malla y las dos espadas le indicaban que era guerrero, y debió de suponer que también era fugitivo de algún ejército derrotado, pero ¿a él qué le importaba? Necesitaba remeros. Algunos comerciantes sólo se servían de esclavos, pero Thorkild opinaba que daban problemas y empleaba hombres libres.

Nos marchamos con la marea baja, con el casco hasta los topes de rollos de lino, aceite franco, pieles de castor, docenas de buenas sillas de montar y sacos de cuero repletos de los preciados comino y mostaza. Cuando salimos de la ciudad, ya en el estuario del Temes, cruzamos a Anglia Oriental, pero vimos poco de aquella región, pues en nuestra primera noche una niebla perniciosa llegó del mar y se prolongó durante días. Algunas mañanas no avanzábamos en absoluto, y cuando el tiempo mejoraba un poco tampoco podíamos alejarnos de la orilla. Creí que era mejor volver a casa en barco, que sería más rápido que por carretera, pero avanzábamos penosamente kilómetro tras kilómetro de niebla, por una maraña de bancos de lodo, arroyos y corrientes traicioneras. Nos deteníamos todas las noches, buscábamos algún lugar en el que amarrar o echar el ancla, y perdimos una semana entera en algún pantano perdido de Anglia Oriental porque se salió una de las planchas de la proa y el barco no desaguaba con suficiente rapidez; no tuvimos más remedio que tirar del barco hasta una playa enfangada y allí repararlo. Para cuando el casco estuvo calafateado, el tiempo había cambiado y el sol relucía en un mar sin niebla, así que remamos hacia el norte, haciendo paradas cada noche. Vimos docenas de barcos, todos más largos y estrechos que los de Thorkild. Eran navíos de guerra daneses y viajaban rumbo al norte. Supuse que serían fugitivos del ejército derrotado de Guthrum, que volvían a Dinamarca, se dirigían a Frisia o dondequiera que fuese más sencillo de saquear que el Wessex de Alfredo.

Thorkild era un tipo alto y lúgubre que decía tener treinta y cinco años. Llevaba el pelo canoso recogido en trenzas que le colgaban hasta la cintura como largas sogas, y en sus brazos no había señal de los brazaletes que señalan las proezas de un guerrero.

—Nunca fui un luchador —me confesó—. Me criaron como comerciante y eso es lo que he sido siempre. Cuando yo muera, mi hijo seguirá comerciando.

—¿Vives en Eoferwic? —le pregunté.

—En Lundene. Pero tengo un almacén en Eoferwic. Es un buen lugar para comprar lana.

—¿Sigue gobernando allí Ricsig? —quise saber.

Sacudió la cabeza.

—Ricsig lleva dos años muerto. Ahora hay un hombre llamado Egberto en el trono.

—Había un rey Egberto en Eoferwic cuando yo era niño.

—Éste es su hijo, o su nieto, o puede que su primo. Un sajón, en cualquier caso.

—¿Y quién gobierna realmente en Northumbria?

—Nosotros, por supuesto —dijo, refiriéndose a los daneses.

—Los daneses a menudo ponían un sajón domesticado en los tronos de los reinos que capturaban, y Egberto, quienquiera que fuese, era sin duda uno de esos monarcas con correa. Ofrecía apariencia de legalidad a los ocupantes daneses, pero el auténtico gobernante era el conde Ivarr, el danés que poseía la mayoría de las tierras alrededor de la ciudad. Ivarr Ivarson —añadió Thorkild con un punto de orgullo en la voz—; su padre era Ivar Lothbrokson.

—Yo conocí a Ivar Lothbrokson —le dije.

Dudo mucho de que Thorkild me creyera, pero era cierto. Ivar Lothbrokson había sido un señor de la guerra temible, delgado y esquelético, salvaje y espantoso, amigo del conde Ragnar, que me había criado. Era hermano de Ubba, el hombre que había matado junto al mar.

—Ivarr es quien tiene en realidad el poder en Northumbria —me informó Thorkild—, menos en el valle del río Wiire. Es Kjartan quien gobierna allí —Thorkild se tocó el amuleto del martillo cuando pronunció el nombre de Kjartan—. Kjartan el Cruel, le llaman ahora —continuó—, y su hijo es aún peor.

—Sven —añadí con amargura. Conocía a Kjartan y Sven. Eran mis enemigos.

—Sven el Tuerto —comentó Thorkild con una mueca, y volvió a tocarse el amuleto, como para alejar el mal de los nombres que acababa de pronunciar—. Y al norte —prosiguió—, gobierna Ælfric de Bebbanburg.

También lo conocía. Ælfric de Bebbanburg era mi tío y ladrón de mis tierras, pero fingí no reconocer el nombre.

—¿Ælfric? ¿Otro sajón?

—Un sajón —confirmó Thorkild—, pero su fortaleza es demasiado poderosa para nosotros —añadió para explicar por qué se permitía a un jefe sajón seguir en Northumbria—, y tampoco ofende a nadie.

—¿Amigo de los daneses?

—No es ningún enemigo —contestó—. Esos tres son los grandes señores, Ivarr, Kjartan y Ælfric, y más allá de las colinas de Cumbraland nadie sabe qué ocurre —se refería a la costa oeste de Northumbria, junto al mar de Irlanda—. Había un gran señor danés en Cumbraland —prosiguió—. Hardicnut, se llamaba, pero creo que lo mataron en una reyerta. ¿Y ahora? —se encogió de hombros.

Así que eso era Northumbria, un reino de señores rivales. Ninguno me tenía aprecio y dos de ellos me querían muerto. Con todo, era mi hogar, y yo tenía una obligación allí, por eso seguía el camino de la espada.

Era la obligación que imponía la deuda de sangre. La deuda había empezado cinco años atrás, cuando Kjartan y sus hombres llegaron a casa del conde Ragnar en medio de la noche. La quemaron y asesinaron a todos los que intentaron escapar de las llamas. Ragnar me había criado, lo quería como a un padre, y su asesinato seguía impune. Tenía un hijo, también llamado Ragnar, que era mi amigo, pero Ragnar el Joven no podía vengarse porque había sido tomado de rehén en Wessex. Así que iría al norte, encontraría a Kjartan y lo despacharía. Y mataría también a su hijo, Sven el Tuerto, que se había llevado prisionera a la hija de Ragnar. ¿Seguiría Thyra viva? No lo sabía. Sólo sabía que había jurado vengar la muerte de Ragnar el Viejo. A veces me parecía, mientras halaba los remos de Thorkild, que era un insensato por volver a casa, pues en Northumbria me sobraban enemigos, pero me guiaba el destino, y lo cierto es que sentí un nudo en la garganta cuando viramos, al final de nuestro viaje, para meternos por la desembocadura del Humber.

No se veía nada, salvo una orilla fangosa medio oculta por la lluvia, ramas de sauce en los bajíos que señalaban arroyos oscuros, y grandes marañas de laminarias y fucos que ondeaban en el agua gris, pero aquél era el río que conducía a Northumbria y comprendí, en ese mismo instante, que había tomado la decisión correcta. Aquello era mi hogar. No Wessex, a pesar de sus campos más fértiles y sus colinas más suaves. Wessex había sido domado, las riendas estaban en manos del rey y de la iglesia, pero aquí arriba volaban bandadas más salvajes sobre un cielo más frío.

—¿Aquí es donde vives? —preguntó Hild cuando aparecieron las orillas a ambos lados.

—Mi tierra está más al norte —le conté—. Esto es Mercia —señalé la orilla sur—, y esto Northumbria —la orilla norte—, y Northumbria se extiende hasta las tierras bárbaras.

—¿Bárbaras?

—De los escoceses —aclaré, y escupí por la borda.

Antes de que llegaran los daneses, los escoceses habían sido nuestros principales enemigos, siempre de saqueo en el sur, pero también ellos, como nosotros, habían sido invadidos por los hombres del norte, y ya no suponían una amenaza tan grande, aunque las incursiones no habían cesado.

Remamos Ouse arriba y nuestras canciones acompañaban las paladas a medida que nos deslizábamos bajo sauces y alisos, dejando atrás prados y bosques. Thorkild, en cuanto entramos en Northumbria, quitó la cabeza de perro labrada de su proa para que la bestia amenazante no asustara a los espíritus de la tierra. Y aquella tarde, bajo un cielo apagado, llegamos a Eoferwic, la capital de Northumbria y el lugar en que mi padre pereció en batalla, donde yo me convertí en huérfano y donde conocí a Ragnar el Viejo, que me había criado y enseñado a amar a los daneses.

No remaba cuando llegamos a la ciudad, pues había pasado el día bogando y Thorkild me había relevado; estaba observando los edificios desde la proa, el humo que despedían las chimeneas, cuando vi el primer cadáver. Era un chico, de unos diez u once años, y estaba desnudo salvo por un harapo envuelto en la cintura. Le habían rebanado el cuello, aunque la enorme herida ya no tenía sangre, lavada por el Ouse. Los largos cabellos rubios flotaban como algas bajo el agua.

Aparecieron un par de cadáveres más, después nos acercamos lo suficiente para ver los hombres en las almenas, demasiados, hombres con lanzas y escudos, vimos más hombres en los muelles, hombres vestidos de malla, hombres que nos vigilaban, hombres con espadas desnudas. Thorkild gritó una orden y levantamos nuestros remos, las palas inmóviles gotearon. El barco giró bruscamente y oí los gritos dentro de la ciudad.

Había llegado a casa.