II

—¿Qué quieres?

El cuerpo encogido de Terri Weedon se veía muy pequeño en el umbral de su casa. Apoyó sus manos como garras en las jambas para imponer un poco más y bloquear la entrada. Eran las ocho de la mañana; Krystal acababa de irse con Robbie.

—Hablar contigo —dijo su hermana. Corpulenta y hombruna, con una camiseta blanca de tirantes y pantalones de chándal, Cheryl fumaba un cigarrillo y la miraba con los ojos entornados a través del humo—. Se ha muerto la abuelita Cath.

—¿Qué?

—Que se ha muerto la abuelita —repitió Cheryl más alto—. Como si te importara, joder.

Pero Terri lo había oído la primera vez. Le sentó como una patada en el estómago y, confusa, quiso volver a oírlo.

—¿Estás colocada? —preguntó Cheryl mirando ceñuda la expresión tensa y distante de su hermana.

—Vete a la mierda. No, no me he metido nada.

Era verdad. Terri no se había pinchado esa mañana; llevaba tres semanas sin consumir droga. No se sentía orgullosa de ello; en la cocina no había ningún gráfico de éxitos; otras veces había aguantado más tiempo, incluso meses. Obbo llevaba dos semanas fuera, de modo que había sido más fácil. Pero sus bártulos seguían en la vieja lata de galletas, y el ansia ardía como una llama eterna en su frágil cuerpo.

—Murió ayer. Danielle ni se ha molestado en decírmelo hasta esta mañana, joder —dijo Cheryl—. Y yo que pensaba ir a verla hoy al hospital. Danielle va a por la casa, la de la abuelita. Esa puta avariciosa.

Hacía mucho tiempo que Terri no pisaba la casita adosada de Hope Street, pero al oír a Cheryl vio con toda claridad los visillos y los adornitos del aparador. Imaginó a Danielle allí, birlando cosas, hurgando en los armarios.

—El funeral es el martes a las nueve, en el crematorio.

—Vale —dijo Terri.

—La casa también es nuestra, no sólo de Danielle. Le diré que queremos la parte que nos toca.

—Ajá.

Se quedó mirando hasta que el pelo amarillo canario y los tatuajes de Cheryl hubieron desaparecido tras la esquina, y luego se volvió y cerró la puerta.

La abuelita Cath estaba muerta. Llevaban muchísimo tiempo sin hablarse. «No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta». Pero no había perdido el contacto con Krystal. Ésta se había convertido en su niñita mimada. La abuelita iba a verla remar en aquellas estúpidas carreras. En su lecho de muerte había pronunciado el nombre de Krystal, no el de Terri.

«Pues vale, vieja puta. Como si me importara una mierda. Ya es demasiado tarde».

Sintiendo una opresión en el pecho, temblorosa, iba de aquí para allá en la apestosa cocina, buscando tabaco, pero deseando en realidad la cuchara, la llama y la jeringuilla.

Ya era demasiado tarde para decirle a la vieja lo que nunca le había dicho. Demasiado tarde para volver a ser su Terri-Baby. Big girls don’t cry… big girls don’t cry… «Las niñas mayores no lloran…». Había tardado años en comprender que la canción que la abuelita Cath le cantaba, con su rasposa voz de fumadora, era en realidad Sherry Baby.

Las manos de Terri corretearon como alimañas por las encimeras en busca de paquetes de tabaco; los desgarraba uno por uno, pero estaban todos vacíos. Seguro que Krystal se había fumado el último; era una cerda avariciosa, como Danielle, que ahora andaba hurgando entre las posesiones de la abuelita Cath, tratando de ocultarles su muerte a los demás.

Había una colilla bastante larga sobre un plato grasiento; Terri la limpió un poco frotándola contra la camiseta y la encendió en el fogón. Le pareció oír su propia voz a los once años: «Ojalá fueras mi mami».

No quería recordar. Se apoyó contra el fregadero, fumando, y trató de mirar hacia el futuro, de imaginar el inminente enfrentamiento entre sus dos hermanas mayores. Cheryl y Shane sabían cómo usar los puños, y no hacía mucho Shane había metido unos trapos ardiendo en el buzón de la puerta de un desgraciado; había acabado cumpliendo condena por ello, y aún estaría a la sombra de no ser porque la casa estaba vacía en aquel momento. Pero Danielle contaba con armas de las que Cheryl carecía: dinero, una casa en propiedad y un teléfono fijo. Tenía conocidos en cargos oficiales y sabía cómo dirigirse a ellos. Era de esas personas que tienen llaves de repuesto y andan revolviendo papeles misteriosos.

No obstante, y pese a sus armas, Terri dudaba que Danielle se quedara con la casa. No estaban sólo ellas tres; la abuelita Cath tenía montones de nietos y bisnietos. Después de que Terri quedara bajo la tutela de Protección de Menores, su padre había tenido más hijos. Cheryl calculaba que eran nueve en total, de cinco madres distintas. Terri nunca había conocido a sus hermanastros, pero Krystal le había contado que la abuelita los veía.

—¿Ah, sí? —había contestado Terri—. Pues espero que le roben hasta las bragas a esa vieja puta estúpida.

Conque veía al resto de la familia… pues no eran precisamente angelitos, por lo que había oído Terri. Era sólo con ella, en otro tiempo Terri-Baby, con quien la abuelita Cath había roto toda relación.

Cuando no iba chutada, los pensamientos y los recuerdos malos surgían de la oscuridad en su interior, como moscardones negros que se le aferraban a las paredes del cráneo, zumbando.

«Ojalá fueras mi mami».

Terri llevaba una camiseta de tirantes que le dejaba al descubierto la piel quemada del brazo, el cuello y la parte superior de la espalda, formando pliegues y arrugas antinaturales, como de helado fundido. A los once años había pasado seis meses en la unidad de quemados del South West General.

(—¿Cómo te hiciste eso, cariño? —le preguntó la madre de la niña de la cama contigua.

Su padre le había arrojado una sartén con aceite hirviendo y su camiseta de The Human League había prendido fuego.

—Un accidente —murmuró Terri.

Le había dicho lo mismo a todo el mundo, incluidas la asistente social y las enfermeras. Antes que delatar a su padre habría preferido quemarse viva.

Su madre se había ido al poco de cumplir Terri once años, dejando a sus tres hijas. Danielle y Cheryl se mudaron a casa de la familia de sus novios en cuestión de días. Sólo Terri quedó atrás, tratando de hacerle patatas fritas a su padre, aferrada a la esperanza de que su madre volvería. Incluso durante la agonía y el terror de aquellos primeros días en el hospital, se alegraba de lo ocurrido, porque estaba segura de que su madre, cuando se enterara, volvería a buscarla. Cada vez que había movimiento al fondo de la sala, a Terri le daba un vuelco el corazón.

Pero, en aquellas seis largas semanas de dolor y soledad, la única visitante fue la abuelita Cath. Pasaba las tardes sentada junto a su nieta, recordándole que les diera las gracias a las enfermeras, muy seria y estricta, pero irradiando una inaudita ternura.

Le regaló una muñeca barata de plástico, con un reluciente impermeable negro, pero cuando Terri se lo quitó, no llevaba nada debajo.

—No lleva bragas, abuelita.

Y la anciana había soltado una risita. La abuelita Cath nunca reía.

«Ojalá fueras mi mami». Terri quería irse a vivir con ella. Se lo pidió y la abuelita dijo que sí. A veces, Terri pensaba que aquellas semanas en el hospital habían sido las más felices de su vida, a pesar del dolor. Se sentía segura y la gente era amable con ella, la cuidaban. Y creía que al salir iría a casa de la abuelita Cath, la casa de los preciosos visillos, y no tendría que volver con su padre; no tendría que volver a la habitación cuya puerta se abría en plena noche, dando un golpetazo contra el póster de David Essex que Cheryl había dejado, para revelar a su padre con la mano en la bragueta, acercándose a la cama desde donde ella le suplicaba que no lo hiciera…).

La Terri adulta tiró la colilla humeante al suelo de la cocina y se dirigió a la puerta. Necesitaba algo más que nicotina. Cruzó el jardín, salió a la calle y caminó en la misma dirección que Cheryl. Con el rabillo del ojo vio a dos vecinos que charlaban en la acera y la miraban al pasar. «¿Queréis una puta foto o qué? Os durará más». Terri sabía que era objeto constante de cotilleos, sabía qué decían de ella; a veces se lo decían a gritos. La bruja presumida de la puerta de al lado andaba siempre quejándose al concejo parroquial del lamentable estado del jardín de Terri. «Que os jodan, que os jodan, que os jodan…».

Echó a correr, tratando de dejar atrás los recuerdos.

«Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra? No quiero saber nada más de ti, me lavo las manos. Ya estoy harta, Terri, harta».

Ésa fue la última vez que hablaron, y la abuelita Cath la había llamado eso que la llamaban todos los demás, y Terri había respondido con tono parecido.

«Que te jodan, vieja desgraciada, que te jodan».

Nunca le había dicho: «Me fallaste, abuelita». Nunca le había dicho: «¿Por qué no dejaste que me quedara contigo?». Nunca le había dicho: «Te quería más que a nadie en el mundo, abuelita».

Esperaba que Obbo hubiese vuelto. En teoría volvía ese día; ése o el siguiente. Necesitaba un poco de droga. La necesitaba más que nunca.

—Qué pasa, Terri.

—¿Has visto a Obbo? —le preguntó al chico que fumaba y bebía apoyado contra la fachada de la tienda de licores.

Tenía la sensación de que las cicatrices de la espalda le ardían de nuevo.

El chico negó con la cabeza, mascando chicle y mirándola con lascivia. Terri siguió adelante. Molestas imágenes de la asistente social, de Krystal, de Robbie: más moscardones en su cabeza, pero eran como los vecinos que la miraban, meros jueces: no comprendían la terrible urgencia de su ansia.

(La abuelita Cath la había ido a buscar al hospital para llevársela a su casa, y la había instalado en el dormitorio de invitados. Terri nunca había dormido en una habitación tan limpia y tan bonita. Cada una de las tres noches que había pasado allí, se había sentado en la cama después de que la abuelita le hubiese dado un beso y reordenado los adornos que había a su lado sobre el alféizar de la ventana. Un ramito de tintineantes flores de cristal en un jarrón, un pisapapeles de plástico rosa con una concha y un caballo de cerámica con una sonrisita tonta en la cara, su favorito.

—Me gustan los caballos —le había dicho a la abuelita.

Antes de que su madre se fuera, habían hecho una visita a la feria agrícola con el colegio. Toda la clase contempló un gigantesco percherón negro completamente enjaezado, pero Terri fue la única que se atrevió a acariciarlo. El olor la embriagó y se abrazó a la pata del animal, una columna que reposaba sobre un enorme casco cubierto de pelo blanco, sintiendo la carne viva bajo el pelaje, mientras la profesora exclamaba: «¡Cuidado, Terri, cuidado!»., y el anciano que estaba con el caballo le sonreía y decía que no pasaba nada, que Samson no le haría daño a una niñita preciosa como ella.

El caballo de cerámica era de otro color: amarillo, con la crin y la cola negras.

—Te lo puedes quedar —le había dicho la abuelita, y Terri fue presa del éxtasis más absoluto.

Pero la mañana del cuarto día apareció su padre.

—Te vienes a casa conmigo —dijo, y su expresión la aterró—. No vas a quedarte con esta vieja chivata de los cojones. Ni en broma, zorra.

La abuelita Cath estaba tan asustada como Terri.

—Mikey, no… —gimoteaba una y otra vez.

Varios vecinos espiaban desde sus ventanas. La abuelita agarraba a Terri de un brazo y su padre del otro.

—¡Te vienes a casa conmigo!

Su padre le puso un ojo morado a la abuelita. Se llevó a rastras a Terri y la metió en el coche. Cuando llegaron a casa, golpeó y pateó cada centímetro de su cuerpo que pudo alcanzar).

—¡¿Has visto a Obbo?! —le gritó Terri a la vecina de éste desde una distancia de cincuenta metros—. ¿Ha vuelto?

—No sé —respondió la mujer dándose la vuelta.

(Cuando Michael no pegaba a Terri, le hacía las otras cosas, esas cosas de las que ella no podía hablar. La abuelita Cath no volvió nunca más. Terri se escapó a los trece años, pero no a casa de la abuelita, no quería que su padre la encontrara. La atraparon de todas formas, y pasó a manos de Protección de Menores).

Terri aporreó la puerta de Obbo y esperó. Volvió a llamar, pero nadie acudió. Se dejó caer en el peldaño de la puerta, temblando, y se echó a llorar.

Dos chicas del Winterdown que habían faltado a clase la miraron al pasar.

—¡Ésa es la madre de Krystal Weedon! —dijo una bien alto.

—¡¿La fulana?! —exclamó la otra a voz en cuello.

Terri no tuvo fuerzas para insultarlas, porque estaba llorando a moco tendido. Soltando bufidos y risitas, las chicas siguieron su camino.

—¡Puta! —le gritó una de ellas desde el final de la calle.