Bien, vamos. Veamos si sigue habiendo una guerra en marcha.

Bien, vamos. Veamos si sigue habiendo una guerra en marcha.

GEORGE PATTON,

6 de julio de 1944

Londres, 19 de abril de 1941

Colin quería ir en metro hasta San Pablo, pero Polly, que se acordaba del guardia que le había impedido salir durante el bombardeo, dijo:

—No podemos arriesgarnos a quedarnos atrapados en la estación. Tendremos que ir andando.

—¿No hay posibilidad de tomar un taxi? —preguntó Colin.

—Lo dudo. ¿Dónde dices que fueron los bombardeos de esta noche?

—En los muelles. —Miraba la calle intentando decidir qué dirección tomar.

Ella observaba su silueta recortada contra los incendios y los focos, intentando encontrar un modo de llegar a San Pablo. Como Stephen Lang, intentando encontrar el modo de derribar los V-1. Se parecía mucho a Stephen. ¿Sería porque su trabajo requería la misma determinación y ser persona de recursos? ¿O Stephen y Paige Fairchild habían sido sus… qué habrían sido… bisabuelos?

—Casi todas las bombas caerán cerca del Támesis —dijo Colin—. Creo que lo mejor será ir por Strand hasta Fleet Street.

El señor Dunworthy cabeceó.

—Es demasiado fácil perderse en el laberinto de calles de la City.

—Tiene razón —convino Polly, acordándose de la noche que había intentado encontrar al señor Bartholomew.

—Embankment es la ruta más directa —dijo el señor Dunworthy.

—Pero ahí es donde caerán las bombas —objetó Polly.

—No. Tiene razón —dijo Colin—. La mayoría caerán al este del Puente de la Torre, y casi todas después de medianoche, así que tenemos que darnos prisa.

—Y tenemos que ser silenciosos —añadió Polly—. No queremos que nos pille un vigilante y nos lleve a un refugio.

—Olvidas que yo también soy vigilante —dijo Colin, dándose unos golpecitos en el casco—. Si alguno o alguna nos para, simplemente le diré que os llevo a un lugar seguro. Lo que, de hecho, estoy haciendo.

Abrió la marcha, ayudando al señor Dunworthy y manteniéndose pegado a los edificios. Había llovido y los adoquines estaban húmedos. Aunque seguía habiendo nubes, sobre sus cabezas el cielo estaba despejado. Polly veía las estrellas.

Cuando estaban ya cerca de Trafalgar Square, Colin dijo:

—Espero que haya menos gente que la última vez que vine.

—¿Viniste al Día de la Victoria a buscarme?

Colin asintió.

—Sabía que no te encontraría porque no te había encontrado, pero en aquel momento estaba dispuesto a probarlo todo. Y quería verte.

—¿Me viste? —le preguntó, pensando en Colin, en alguna parte, entre el gentío, buscándola.

—No. Un gamberrito me tiró un petardo y casi me voló un pie. Pero no fue una completa pérdida de tiempo: me besaron un montón de chicas bonitas. —Le dedicó una de sus sonrisas torcidas—. ¡Ah! Veo que no hay tanta gente, no —comentó cuando entraron en la plaza desierta.

Las fuentes no funcionaban y los leones dormitaban en el silencio gris y plateado. Incluso las palomas dormían.

«El palacio de la Bella Durmiente», pensó Polly, y su conjuro se cernió sobre ellos. Cruzaron en silencio la plaza hacia el Strand, moviéndose como sombras por las calles oscuras y desiertas. Se toparon con varias barricadas que tuvieron que sortear dando un rodeo, hasta que Polly se desorientó. Sin embargo, Colin parecía saber exactamente por dónde ir. En dos ocasiones, llegados a un cruce, sujetó del brazo a Polly para que no tropezara con el bordillo y, en una, para que no lo hiciera con unos adoquines sueltos, la cogió de la mano. No volvió a tocarla. A pesar de que en la negrura apenas lo veía, Polly era agudamente consciente de su presencia.

Cerca del Támesis había un poco más de claridad. Los focos iluminaban el cielo, los incendios de los muelles teñían de rosa las nubes y ellos podían ver mejor por dónde iban. Los obstáculos los habían obligado a desviarse más hacia el oeste de lo que tenían previsto. Tenían justo enfrente los chapiteles gemelos de la abadía de Westminster y, más allá, la torre del Big Ben.

—Son las once y media —dijo Colin cuando bajaron los escalones del Embankment—. Tenemos que darnos prisa.

Caminaron deprisa por el paseo amurallado, siguiendo la curva del río. El aire tendría que haber olido a barro y pescado, pero no olía a eso. Era frío y limpio y olía a lluvia. Y, en un momento dado, a lilas. Pasaron en silencio, casi corriendo, por el Parlamento y el puente de Westminster.

«No volveré a ver nada de todo esto», pensó Polly. El señor Dunworthy se paró un momento a contemplar la Cámara de los Comunes, que sería destruida en mayo, y Polly se preguntó si se sentía como ella. Le había preocupado que la caminata fuera demasiado para él, pero no mostraba signos de fatiga, aunque se apoyaba en el brazo de Colin, así que se alarmó cuando este último dijo:

—Tenemos que parar un momento. —Sentó al señor Dunworthy en un banco de hierro adosado al muro de Embankment.

—Puedo seguir —protestó Dunworthy, pero Colin negó con la cabeza.

—Siéntate tú también, Polly. Antes de que volvamos, tengo que deciros una cosa.

Polly conocía aquella mirada porque la había visto antes: en la cara de la señorita Laburnum la noche de la muerte de Mike; en la del señor Dunworthy cuando le había dicho que él era el responsable de la destrucción del futuro.

«Solo puedes sacar a uno de nosotros dos —se dijo—. O no puedes regresar con nosotros.» Se quedó de pie junto al banco, abrazándose.

—No os he salvado yo solo —dijo Colin—. He tenido ayuda… de Michael Davies.

—Llegó uno de los mensajes que publicó en los periódicos… —dijo Polly.

—Sí. Uno que redactó en 1944…

—¿En 1944? —se extrañó Polly—. Pero…

—Lo escribió mientras trabajaba para la Inteligencia británica en Fortitude Sur. No murió esa noche en Houndsditch.

«Mike no está muerto. Pero entonces, se trata de una buena noticia», se dijo Polly, y miró al señor Dunworthy quien, sin embargo, tenía la misma expresión que Colin. Fuera cual fuera la mala noticia, Colin ya se la había comunicado y, de repente, se acordó de cuando estaban de pie en el pasillo central del teatro y ella había llegado de cambiarse. De las lágrimas de Eileen.

—Dímelo —le pidió a Colin.

—Era la noticia de un compromiso matrimonial —sonrió irónicamente—. Anunciaba el compromiso de Polly Townsend con el oficial de vuelo Colin Templer. El trabajo de Davies era escribir artículos falsos, cartas al director y anuncios por palabras inventados, algunos de los cuales eran mensajes en clave para nosotros.

«Eileen tenía razón —pensó Polly—. Sucedían cosas de las que nosotras nada sabíamos.»

—Así que empecé a buscar otros mensajes —dijo Colin, y les contó que había buscado todo lo posible acerca de Fortitude Sur y descubierto el nombre que usaba Davies durante su destino allí.

—Y viniste a buscarlo —dijo Polly—, pero no llegaste a tiempo.

Él asintió.

—Lo intentamos, pero no conseguimos que se abriera el portal hasta después… —No acabó la frase—. Llegamos tarde para salvarlo —dijo al final.

Sin embargo, como el señor Dunworthy aquel día en el pub, no se lo estaba diciendo todo. Quedaban otras malas noticias. Entonces lo supo. En cierto modo, siempre lo había sabido.

—Lo mató un V-1 —dijo, y no le hizo falta ver la cara de Colin para confirmarlo—. En la redacción de un periódico de Croydon.

—Sí.

—Tendría que haberme quedado con él —murmuró—. No debería haberme ido a ayudar a Paige. Si me hubiera quedado con él, habría podido…

Colin sacudió la cabeza.

—Ni siquiera nosotros pudimos salvarlo. Estaba muy grave. Pero los torniquetes que le practicaste lo mantuvieron con vida el tiempo suficiente para que nos contara que seguías viva cuando se marchó en enero de 1941 y que Eileen estaba contigo.

Así que Colin fue a buscar a Eileen después de la guerra y ella le dijo dónde habían estado. Mike las había sacado tal como prometió. ¡A qué precio, sin embargo!

—Tendría que haberme dado cuenta de que era él —dijo.

Colin cabeceó.

—Hizo cuanto pudo para que te enteraras. Su único deseo era salvaros. Si no lo hubieras dejado, yo no habría podido sacarlo y devolverlo a Oxford.

«Tú eras la persona de la ambulancia de Brixton —pensó Polly, mirando a Colin. Ya no quedaba nada del chico impetuoso que había conocido en el hombre que tenía delante. Tampoco tenía nada del desenfadado y encantador Stephen Lang—. Colin también se ha sacrificado —se dijo, desesperada. ¿A cuántos años de su juventud había renunciado para encontrarla y devolverla a casa?—. Lo siento tanto. Lo siento tantísimo.»

—Michael insistió en decirme todo lo que sabía acerca de vuestro paradero antes de dejar que me lo llevara a Oxford —dijo Colin—. Temía no tener ocasión de hacerlo en el hospital. Se alegraría mucho de saber que os salvó —le sonrió—. Y, si tengo que salvaros yo, será mejor que nos vayamos.

Polly asintió débilmente y Colin ayudó al señor Dunworthy a levantarse del banco. Se pusieron de nuevo en marcha, siguiendo el río teñido de rosa, guiados por el zumbido de los aviones, el estallido de las bombas y el mortal chisporroteo de las incendiarias hasta que llegaron por fin a Ludgate Hill. Allí, alzándose al final de la calle, estaba San Pablo, plateada en contraste con el cielo negro, rodeada de ruinas ocultas por la oscuridad o que parecían jardines encantados.

—¡Qué hermosa! —jadeó Colin—. Cuando vine en los años setenta estaba completamente oculta por los edificios y los aparcamientos.

—¿En los años setenta?

—De hecho, en 1976 —dijo él—. El año que desclasificaron los documentos de Fortitude Sur. Ya había estado aquí antes, quiero decir… después, antes y después, en los ochenta. No encontramos ningún portal que se abriera antes de 1960 ni después de 1995, cuando podríamos haber obtenido online la información, así que tuve que hacerlo del modo difícil. Vine a consultar las hemerotecas y los archivos de la guerra buscando claves de lo que pudo haber sucedido.

Colin, que había querido ir a las Cruzadas, ¿había invertido una enorme cantidad de tiempo en salas de lectura y bibliotecas y hemerotecas polvorientas?

—Fue así como encontraste el anuncio del compromiso —dijo el señor Dunworthy.

—Sí. También encontré la noticia de su muerte y la de Polly.

—¿La mía? —se extrañó ella—. Pero si busqué en el Times y el Herald. No había…

—La publicó el Daily Express. Decía que habías fallecido en St. George, Kensington.

¿Cómo se habría sentido Colin al leer aquello, solo y a ochenta años de casa? ¿Cuántos años se habría pasado en archivos, inclinado sobre volúmenes de periódicos amarillentos, sentado ante un lector de microfilms?

—Aun así, no dejaste de buscarme —dijo Polly.

—No. Me negué a creerlo.

«Como Eileen», pensó Polly.

—Me costó más creer que seguíais vivas después de que Michael Davies me contara que tú y Eileen os alojabais en la pensión de la señora Rickett, que fue bombardeada. —Le sonrió.

—Pero ni siquiera eso te detuvo.

—No… y no habías muerto, como tampoco el señor Dunworthy. Al menos de momento. Pero cuanto antes os lleve a Oxford, mejor me sentiré. Vámonos —dijo, yendo a buen paso hacia San Pablo.

A medio camino el señor Dunworthy se paró, con la cabeza gacha.

«¡Oh, no! ¡Ahora no! ¡No tan cerca!»

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

—Tropecé con ella en este punto —dijo el señor Dunworthy, señalando la acera—. Con la Wren.

—Teniente Wendy Armitaga —dijo Colin—. Actualmente trabaja en Bletchley Park. Es una de las niñas de Dilly. Contribuyó a descifrar el código Ultra. Vamos. Son casi las doce.

Corrieron colina arriba.

—Tenemos que entrar por la puerta norte —dijo Colin, cruzando ya la explanada.

El señor Dunworthy tiró de él para obligarlo a retroceder.

—Los vigilantes te verán. Siguen en los tejados. Por aquí —le susurró, y los llevó dando un rodeo, bordeando la explanada, hasta que estuvieron a la altura del pórtico.

—Tenemos que cruzar ese espacio abierto —susurró Colin, indicando los seis metros que los separaban de los escalones.

—Esperaremos el próximo bombardero —dijo el señor Dunworthy—. Mirarán al cielo y aprovecharemos. Ahí viene uno.

Tenía razón. Tanto Polly como Colin miraron instintivamente hacia arriba, hacia la procedencia del ruido de los motores.

—Ahora —ordenó el señor Dunworthy, su voz apenas audible a causa del estruendo del Dornier, y cruzó corriendo el espacio abierto.

Colin agarró de la mano a Polly y corrieron tras él. Subieron los escalones y pasaron junto a la marca que había dejado la incendiaria, junto al lugar en que ella, Mike y Eileen habían estado sentados la mañana del treinta, por el pórtico por el que había corrido aquel día en que el equipo de rescate estaba desactivando la UXB y, al abrigo de la oscuridad, se acercaron a la puerta norte. Colin activó el picaporte. No se abrió.

—Está cerrada con llave —dijo.

—¿Y la puerta oeste?

—Solo la abren en ocasiones señaladas —dijo el señor Dunworthy, como si aquella no fuera la ocasión más señalada de su vida.

—La puerta lateral de la cripta puede que esté abierta —dijo Colin, volviéndose hacia los escalones.

—No, espera —le dijo Polly—. Ahí abajo puede haber vigilantes de incendios. Tenemos que probar antes la puerta sur. —Corrió ágilmente por el pórtico y probó el picaporte, que tampoco cedió. Pero solo estaba atascado, como la noche del veintinueve.

Cuando Colin accionó el picaporte, la puerta se abrió con facilidad.

—Señor Dunworthy —le susurró, sonriendo, y lo empujó a él y luego a Polly hacia el oscuro vestíbulo.

La catedral, a pesar del tiempo primaveral y los incendios próximos, estaba tan helada como en invierno y muy oscura.

—¿Oís algo? —susurró Colin, cerrando con cuidado la puerta.

—No —le respondió también en un susurro Polly. Solo la habitual reverberación de la nave. El sonido del espacio y del tiempo—. Conozco el camino —dijo bajito, y los llevó por el pasillo sur.

Había luz proveniente de las nubes iluminadas por los incendios y de los focos que rastreaban el cielo, pero no demasiada. La caminata y aquella última carrera por la explanada le habían pasado factura al señor Dunworthy. Jadeaba y se apoyaba pesadamente en el brazo de Colin. Polly los llevó por delante de la escalera de caracol por la que había subido la noche del veintinueve, por delante de la capilla en la que se había oficiado el funeral de Mike… aunque no estuviera muerto. No, eso no era cierto. Había muerto aquella noche en Croydon, antes de que ella fuera por primera vez al Blitz. Los llevó por el pasillo, pasando junto a las ventanas que las bombas habían roto hasta donde había encontrado al señor Dunworthy. Miró el nicho donde estaba La luz del mundo, como si esperara que el farol de luz anaranjada brillara en la oscuridad, pero no había bastante claridad para verlo ni para ver el cuadro.

Pero no: ahí estaba. Solo distinguió la túnica blanca, insustancial como un fantasma, y el dorado pálido de la llama del farol. Luego, como si la llama aumentara de tamaño, iluminando el aire a su alrededor, empezó a distinguir la puerta y la corona de espinas de Cristo y, por último, su rostro. Era de resignación, como si supiera que aquella puerta que llevaba… ¿adónde? ¿A casa? ¿Al cielo? ¿A la paz? Como si supiera que nunca se abriría. Al mismo tiempo parecía decidido, dispuesto a hacer lo posible aunque posiblemente supiera los sacrificios que implicaría. ¿Se había quedado atrapado allí también, en un lugar al que no pertenecía, sirviendo en una guerra en la que no se había alistado, para rescatar gorriones y soldados y dependientas y a Shakespeare? ¿Para equilibrar las fuerzas?

—¿Qué es esa luz? —susurró el señor Dunworthy cuando el pasillo se iluminó un poco. Tras un instante de tensa espera, añadió—: Es alguien con una linterna de mano.

—No —dijo Colin—. Es el portal. Se está abriendo.

Los llevó apresuradamente por el pasillo hasta la cúpula.

«Tenemos tiempo más que suficiente», pensó Polly. El resplandor acababa de empezar. Pero se había olvidado de los daños producidos por la bomba. El gran cráter seguía en el centro del transepto y, a su alrededor, montones de trozos de madera, columnas rotas y pedazos de mampostería a los que tendrían que encaramarse para llegar al portal. Por lo visto habían intentado retirar todo aquello, pero había sido peor el remedio que la enfermedad. Habían traído los sacos de arena que protegían las estatuas y los habían apilado junto con montones de sillas plegables de madera en la entrada del transepto, a modo de barricada. Además habían amontonado las vigas quebradas y los travesaños astillados al lado del cráter, justo en el punto por donde ellos tenían que pasar.

El resplandor se intensificaba, llenando el transepto. Seguro que ningún vigilante seguía abajo, en la cripta, porque lo hubieran visto; cuando Polly se asomó al agujero, vio hasta el suelo de la cripta. Colin trepó por los escombros y se volvió para agarrarla de la mano.

—No —dijo ella—. El señor Dunworthy necesita irse antes. El límite de su plazo está más cerca que el mío.

Colin asintió.

—¿Señor? —le dijo. Sin embargo, el señor Dunworthy no le hizo caso. Se había vuelto para contemplar la cúpula, en aquel momento dorada al creciente resplandor del portal, y los penumbrosos confines de San Pablo.

«No soporta marcharse —pensó Polly—, porque sabe que jamás volverá a ver la catedral. Yo tampoco soporto dejar a Eileen y a sir Godfrey y a la señorita Laburnum y a todos los demás.»

—Señor Dunworthy —insistió Colin—. Debemos darnos prisa. —Les dio la espalda, sonriendo cariñosamente; como el señor Humphreys, que la había llevado por toda la catedral, enseñándole todos los tesoros retirados por seguridad.

«Quizás así será como pensaré en ellos —pensó Polly—: en la troupe y en la señorita Snelgrove y en Trot… y en sir Godfrey.» No los consideraría perdidos para siempre sino apartados de aquel momento en el tiempo para que estuvieran a salvo. Eso les convendría: a ellos y al señor Humphreys y a Hattie y a Nelson, todos los cuales pertenecían a aquel momento y aquel lugar… pero a Eileen, que se había quedado únicamente para salvarla…

«No soporto la idea de que haya sacrificado su vida por mí.»

—¿Señor Dunworthy? —insistió Colin—. ¿Polly? Es la hora.

—Lo sé —dijo el señor Dunworthy, y permitió que Colin lo ayudara a salvar el obstáculo de la barricada y a cruzar los escombros. Polly iba detrás por si resbalaba, por si algo sucedía.

—Ten cuidado —le advirtió Colin—. Casi me mato cuando he llegado. Esto es inestable.

«Como la historia —pensó ella—. Siempre en el filo de la navaja, amenazando constantemente con desmoronarse al menor traspié y arrojarnos al abismo.»

Les faltaban pocos metros para llegar, pero le pareció que tardaban una eternidad en recorrerlo. El polvo caía en el agujero y tenían que agarrarse a las estatuas y usarlas como punto de apoyo para avanzar. Polly se agarró a una de un oficial del Ejército y luego al memorial del capitán Faulknor del que tanto le había hablado el señor Humphreys. Los barcos que Faulknor había atado entre sí estaban representados en bajorrelieve detrás de su figura, desplomada en brazos del Honor. Moribundo, Faulknor ignoraba que había ganado la batalla. Como Mike.

El resplandor se intensificaba rápidamente y ya iluminaba el transepto hasta el fondo, las puertas rotas, las columnas quebradas, los trozos de cristal, mientras Colin ayudaba al señor Dunworthy a salvar el último tramo de escombros.

El portal llameó.

«No llegaremos a tiempo», pensó Polly, subiéndose rápidamente a una viga, que se rompió; ella trastabilló, adelantando las manos para amortiguar la caída. El otro pie se le hundió en la madera astillada y se le atoró.

«¡No! ¡Ahora no! —Se apoyó en el moribundo Faulknor, agarrada al brazo del Honor, y giró el tobillo para sacar el pie. El zapato se le había atascado—. ¡Otra vez como en el Phoenix!»

Colin había saltado ágilmente de un montón de piedras para ayudar al señor Dunworthy, que parecía que no iba a conseguirlo, a bajar de un montón de escombros. Lo estaba llevando hacia la luminosidad del portal. Echó un vistazo atrás, hacia Polly. Cuando vio lo que le pasaba retrocedió hacia ella.

—¡Vete con él! —le gritó Polly—. Yo iré la próxima vez. ¡Vete!

Él sacudió la cabeza, le dijo algo al señor Dunworthy y se apartó del alcance del resplandor.

—Colin, vete…

—No pienso irme sin ti —repuso Colin, y el resplandor se transformó en una llama blanca.

«Es igual que una incendiaria», pensó Polly.

Iluminó la cara del señor Dunworthy y luego la ocultó. Después empezó a disminuir, a titilar. El señor Dunworthy ya no estaba.

«Lo ha conseguido. Está a salvo, en casa. —Se había quitado un peso de encima—. Pero Mike no lo logró. Eileen no ha podido volver. Los dos se han sacrificado por mí, como ha hecho Colin.»

Colin, que ya trepaba por los escombros de vuelta hacia ella.

—No te muevas —le susurró.

—No tengo elección. Se me ha atascado el pie.

—¿Y me habrías dejado irme dejándote aquí? —le dijo él, furioso—. ¿Te has hecho daño en el pie?

—No. Es el zapato lo que se me ha atascado. ¡Cuidado! —le advirtió, porque se le acercaba corriendo.

Colin se arrodilló a su lado y se puso a apartar vigas.

—Procura no quedarte atrapado —le recomendó Polly.

—Mira quién habla. —Apartó el extremo de un madero, se asomó al agujero y le sujetó el tobillo—. ¿Te da igual el zapato, Cenicienta?

—Sí.

—Bien.

Polly notó que tiraba del pie y arrancaba lo que fuera que se lo retenía. El pie descalzo salió del agujero. Colin se incorporó.

—Bien, ahora vámonos de aquí antes de que… —dijo, y la viga que había apartado cayó repentinamente del montón de escombros con estrépito por el agujero—. ¡Oh, Dios! ¡Deprisa! No, por aquí no. —Se la llevó hacia atrás por los escombros en dirección a la entrada del transepto—. Si viene alguien no tendremos donde escondernos.

Subieron rápidamente por los cascotes y los pedazos de madera.

«Por favor, que no volvamos a atascarnos», pensó Polly.

El resplandor disminuía rápidamente. Cuando estuvieron de nuevo a salvo al otro lado, en el suelo, que afortunadamente no estaba tan lleno de cristales, y hubieron salvado la barricada, la luz se había apagado.

—¿Cuál es el mejor lugar para escondernos? —le susurró Colin—. ¿El coro?

—No. No tiene salida. —Lo agarró de la mano y corrieron por la nave, siguiendo el pasillo sur.

Podrían esconderse en la capilla de St. Michael y St. George, detrás de los reclinatorios…

Colin la sujetó por la cintura y la arrastró detrás de una columna.

—Sssh —le susurró al oído—. Oigo pasos.

Ella prestó atención.

—Yo no… —fue a decir, pero entonces los oyó. Los pasos provenían de la escalera principal. Vio el haz de una linterna de mano.

Se ocultaron más detrás de la columna, apretados contra ella, escuchando.

El sonido de pasos llegó al suelo del transepto norte y vieron otra vez el haz de la linterna.

«Está buscando entre los escombros», pensó Polly.

Más pasos y un arco de luz cuando el vigilante fue enfocando despacio todo el transepto.

—¿Cuánto tardará el portal en volverse a abrir? —le susurró Polly a Colin.

—Veinte minutos o media hora.

No se abriría si el vigilante seguía allí, claro, y se estaban quedando sin tiempo. Cuando sonara el toque de «todo despejado», los hombres bajarían de los tejados y a partir de ese momento habría vigilantes en la cripta y marchándose a casa. Se acordó de los que salían de la nave la mañana del veintinueve: se habían quedado en la escalinata, charlando. Además, el señor Dunworthy había dicho que hacían una ronda matutina, buscando incendiarias que hubieran pasado desapercibidas y posibles daños.

En aquel momento el vigilante iluminaba con la linterna el techo para ver si había caído algo.

«Vete», rogó en silencio Polly. Sin embargo, la linterna tardó una eternidad en apagarse. Luego los pasos se alejaron escaleras arriba hasta que dejaron de oírse en la distancia.

Colin siguió sin moverse. Seguía allí de pie, con la espalda apretada contra la piedra, abrazándola por la cintura, esperando. Polly notaba su aliento en la mejilla, los latidos de su corazón.

—Creo que se ha ido —susurró él por fin, con los labios en su pelo.

Polly sentía el corazón ligero. Pero ¿cómo iba siquiera el amor a compensarle los años, la juventud que había sacrificado por ella?

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre —dijo Colin, apartándose de ella—, pero deberíamos…

Otro fogonazo de luz.

—Ha vuelto. —Colin la empujó detrás de la columna y, al cabo de un momento, dijo—: No es la linterna. Es el resplandor. El portal vuelve a abrirse.

—No, no es el portal. La luz viene de fuera.

Seguramente era una incendiaria, porque el pasillo empezó a llenarse de luz anaranjada. Hasta entonces Polly no se había dado cuenta de que estaban en el nicho de La luz del mundo. A medida que la luz se intensificaba, tan dorada como la del farol, vio el cuadro más claramente que nunca. El señor Humphreys estaba en lo cierto: algo nuevo había cada vez que una lo miraba. Polly estaba equivocada al pensar que Cristo había sido llamado contra su voluntad para luchar en una guerra. No parecía, a pesar de la corona de espinas, alguien que estuviera sacrificándose; ni siquiera alguien decidido a aportar su granito de arena. Tenía más bien el aspecto de Marjorie cuando le había dicho que se había unido al Cuerpo de Enfermeras, del señor Humphreys cuando llenaba cubos de agua y arena para salvar San Pablo, de la señorita Laburnum el día que se presentó en Townsend Brothers con los abrigos. Tenía el mismo aspecto que el capitán Faulknor al unir los barcos; que Ernest Shackleton, adentrándose en los mares helados en un bote diminuto; que Colin ayudando al señor Dunworthy a caminar por encima de los escombros. Parecía… satisfecho; como si estuviera donde quería estar, haciendo lo que deseaba hacer. Así estaba Eileen al decirle que había decidido quedarse. Así tenía que haber estado Mike en Kent, redactando anuncios de compromisos matrimoniales y cartas al editor. «Como yo entre los cascotes con sir Godfrey, ejerciendo presión con la mano sobre su corazón.» Estaban emocionados, felices de estar haciendo algo por alguien o en pro de algo que les importaba, ya fuese Inglaterra o Shakespeare o un perro o los Hodbin o la historia… Lo suyo no era en absoluto un sacrificio, aunque costara la libertad, la vida, la juventud.

Se volvió para mirar a Colin, que la miraba a ella, inseguro, y su expresión era tan diáfana para ella como la suya lo había sido para sir Godfrey.

—Colin, yo… —dijo, y calló, asombrada. No lo había visto claramente hasta aquel momento. Se había empeñado tanto en encontrar en su cara algún rastro del chico de diecisiete años al que había conocido, se había obsesionado tanto con su parecido con Stephen Lang que no había visto lo evidente, lo que Eileen había notado tan claramente. No era extraño que Eileen le hubiera dicho: «Sabes que no volví.» No era extraño que Colin la hubiera mirado largamente, en silencio, después de que dijera: «Colin sabe que me quedé, ¿verdad?» «Sí, lo sé», había contestado él. ¿Cómo era posible que Polly no hubiera notado el parecido antes? Lo tenía delante de las narices. No era extraño que, al final, Eileen la hubiera abrazado y le hubiera dicho: «Todo va bien. Siempre estaré contigo.» No era raro que hubiera llamado a Colin «mi querido niño».

«¡Oh, amiga!», pensó Polly, y la luz del rostro de Cristo se intensifico.

—Empieza el resplandor —le dijo Colin con dulzura—. Tenemos que irnos.

Polly asintió y se volvió hacia La luz del mundo para echarle un último vistazo. Se besó los dedos y los apoyó en el cuadro con suavidad. Luego ambos corrieron de la mano por el pasillo de la nave. Colin la ayudó a superar la barricada y los dos treparon por el montón de escombros y las inestables vigas, agarrándose a Faulknor, al Honor y el uno al otro, avanzando por encima de pedazos de mampostería y bajando hacia el suelo sembrado de cristales.

—Cuidado —le recomendó Colin, y ella asintió y se adentró tras él en el resplandor.

—¿Dónde tenemos que ponernos? —le preguntó.

—Aquí. —Le sujetaba la mano y un ruido quebró repentinamente el silencio. Colin alzó la vista, alarmado.

—No pasa nada —le dijo ella—. Es el toque de «todo despejado».

Él sacudió la cabeza.

—«Es la alondra» —citó.

Polly se quedó sin aliento.

—«El heraldo de la mañana» —dijo.

El resplandor se intensificó y llameó.

Polly, sin soltar a Colin, se situó en el centro de la fuente de luz con él.

—Ya casi hemos llegado —dijo él.

Ella asintió.

—«Mirad, me detengo ante la puerta y llamo» —dijo, y el portal se abrió.