Todo irá bien y de cualquier modo irá bien.

Todo irá bien y de cualquier modo irá bien.

T. S. ELIOT,

Cuatro cuartetos

Londres, 7 de mayo de 1945

A las tres, Eileen recogió al coronel Abrams en el Savoy.

—A la Oficina de Guerra, teniente —le ordenó este.

—Sí, señor. —Puso en marcha el coche para incorporarse al tráfico, pero tuvo que dar un frenazo porque un hombre se puso delante del coche, en medio de la calle, gritando:

—¡Está aquí!

—No es un V-2, ¿verdad? —dijo el coronel Abrams, recién llegado de Estados Unidos, mirando ansiosamente por la ventanilla.

—No —repuso ella. «Es el final de la guerra.»

En cuanto hubo dejado al oficial en la Oficina de Guerra y él hubo entrado en el edificio, se marchó directamente a la escuela de Alf y Binnie.

—Vengo a recoger a los niños —le dijo a la directora—. Tengo que llevármelos inmediatamente a casa.

—Entonces, ¿se ha enterado de algo? —le preguntó la mujer.

¿Qué podía responderle? La rendición no sería anunciada oficialmente hasta el día siguiente, a pesar de que había sido firmada a las tres de la madrugada. Los carteles de los vendedores de periódicos que había visto por el camino solo decían: «¿Falta poco para la rendición?»

—No hay nada oficial —repuso Eileen—, pero todo el mundo dice que se espera un anuncio en cualquier momento.

La directora sonrió.

—Voy a buscarlos —dijo, y se alejó por el pasillo.

Tardó lo que le pareció una eternidad en volver.

«Más les vale no haber hecho novillos hoy», pensó Eileen, ansiosamente.

Se asomó a la puerta para echar un vistazo al pasillo y vio brevemente a una adolescente al fondo, cogiendo el abrigo del armario. Era alta y elegante, con una melena rubia reluciente.

«¡Qué chica tan guapa!», pensó Eileen. La chica cerró el armario y se volvió. Entonces Eileen se dio cuenta, para su asombro, de que era Binnie.

«¡Oh, vaya! Ya es casi una mujer.» Luego notó la cara de desconcierto de Binnie. Ya la había visto antes: en la de Mike cuando le dijo que no era la primera vez que Polly estaba allí y la de Polly cuando el vigilante les dijo que Mike había muerto.

«Binnie cree que ha ocurrido alguna desgracia», se dijo, y corrió hacia ella por el pasillo, para tranquilizarla.

—No traigo ninguna mala noticia. La guerra ha terminado. ¿No estás emocionada?

—Sí —le respondió Binnie, aunque no parecía emocionada en absoluto. Llevaba algún tiempo muy malhumorada. «Esta noche no me des la lata. No tengo tiempo para eso», pensó.

—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó.

Alf llegó corriendo, con los faldones de la camisa por fuera, la corbata floja y los calcetines caídos.

—Se ha terminado la guerra, ¿verdad? —dijo, deteniéndose a escasos centímetros de Eileen—. Sabía que sería hoy. ¿Cuándo te has enterado? Hemos estado escuchando la radio todo el día… —miró con culpabilidad a la directora, que seguía sonriendo—, pero ¡no dicen nada!

—Vamos —dijo Eileen—. Tenemos que irnos. ¿Dónde tienes el abrigo, Alf?

—¡Ah! Se me ha olvidado. Está en la clase. Voy a buscarlo. —Se marchó corriendo por el pasillo.

—No digas… —le pidió Eileen, demasiado tarde, porque oyeron gritos de alegría y puertas que se abrían.

La directora se fue a imponer orden y Alf volvió con el abrigo abrazado contra el pecho.

—Alf… —lo reprendió Eileen.

—¡Acaban de decirlo por la radio! ¡Se ha acabado la guerra! Venga, vamos. Van a encender las luces de Piccadilly Circus.

Cuando vio la cara que ponía Binnie dejó de sonreír.

—Vas a dejarnos ir, ¿no, mamá? —le dijo a Eileen—. Todo el mundo estará allí. El rey y la reina y Churchill…

«Y Polly», pensó Eileen.

—Todo Londres irá. ¡La guerra ha terminado! —Buscó apoyo en Binnie—. Dile a Eileen que tenemos que ir.

—¿Vamos? —preguntó Binnie.

—Sí, claro —dijo Eileen, preguntándose si a Binnie, de algún modo, se le había pegado su ansiedad—. Tenemos que estar allí. Vámonos, chicos.

Alf salió disparado, pero Binnie se quedó donde estaba. Parecía resentida.

—¿Binnie? —Eileen la cogió del brazo y, cuando la chica siguió sin moverse, añadió—: Lo siento, se me ha olvidado que quieres que te llamen Roxie. —Había insistido en que la llamaran así desde que había visto a Ginger Rogers interpretar a la asesina Roxie Hart. Lo que no era sorprendente.

Binnie se soltó de un tirón.

—Me importa un pepino cómo me llames —le dijo, y salió de la escuela.

Alf estaba esperándolas al pie de las escaleras, pero Binnie pasó a su lado y caminó por la acera hacia la estación de metro.

—No iremos en metro —le dijo Eileen—. Tengo el coche del coronel Abrams.

—¿Puedo conducir yo? —preguntó Alf, sentándose delante.

Binnie se quedó mirando el coche.

—¿No tienes que devolverlo al cuartel general?

—No lo echarán de menos. Sube.

Binnie obedeció y cerró de un portazo.

—No estoy segura de poder llegar. La gente se estaba congregando delante del palacio cuando he pasado por allí —mintió.

—¿Es ahí donde vamos, mamá? —preguntó Alf—. ¿Vamos al palacio de Buckingham?

—No. Antes pasaremos por casa. Quiero quitarme el uniforme —le respondió Eileen.

—Bien. Necesito mi bandera.

—Yo creo que deberías devolver el coche —apuntó Binnie desde el asiento trasero—. Si te metes en un lío podrías quedarte sin trabajo.

—No va a perder el trabajo porque ya no tiene —puntualizó Alf, exultante—. Y tú no volverás a conducir ambulancias, Binnie. La guerra ha terminado. Creo que deberíamos ir a Piccadilly Circus lo primero y, luego, al palacio de Buckingham. —Se asomó por la ventanilla, saludando con la mano—. ¡La guerra ha terminado! ¡Hurra!

Su mentira acerca del gentío reunido resultó ser la verdad. La gente abarrotaba las calles, gritando y agitando banderas. Tardaron una eternidad en llegar a Bloomsbury.

«No conseguiré ir en coche hasta Trafalgar Square», pensó Eileen, aparcando delante de su casa.

—Sigo pensando que deberías devolver el coche al cuartel general —insistió Binnie.

—No hay tiempo —dijo Eileen, que subió corriendo las escaleras para cambiarse de ropa.

Se puso un vestido de verano y su abrigo verde y luego llamó por teléfono a la señora Owens para darle la buena noticia.

—Acabamos de enterarnos —dijo la señora Owens—. Acaba de llamar la madre de Theodore.

Eileen oyó a Theodore en segundo plano, protestando.

—¡No quiero que la guerra se acabe!

«Por supuesto», pensó Eileen.

Binnie se había puesto su vestido blanco. Alf llevaba la jaula con el loro.

—¿Puede acompañarnos Señora Bascombe?

—Claro que no, cabeza de chorlito —dijo Binnie.

—Está muy contenta de que hayamos ganado. Odiaba la guerra.

—No, no pude venir —dijo Eileen, y le ordenó a Alf que se fuera a su habitación. Cuando salió, llevaba su bandera del Reino Unido y una caja de cerillas, tres velas y una larga ristra de petardos.

—¿De dónde los has sacado? —le preguntó Eileen.

—Los he estado guardando para celebrar la victoria —respondió el chico.

Eso no respondía a la pregunta, pero se estaba haciendo tarde y todavía tenían que ir a Trafalgar Square.

—Puedes coger los petardos y una vela —le dijo, intentando ignorar la reprobación de Binnie—. No los enciendas cuando tengas gente cerca. Vamos.

Los hizo salir.

Recorrer Russell Square no fue cosa fácil. Las calles y la estación estaban llenas a rebosar, así que tuvieron que dejar pasar varios metros hasta que llegó uno en el que cupieron, aunque apretados como sardinas. Ya eran las ocho cuando llegaron a Leicester Square.

—Nos bajamos —les ordenó a los chicos.

—¿Nos bajamos aquí? —preguntó Alf—. Todavía no hemos llegado a Piccadilly Circus.

—No vamos a Piccadilly Circus —dijo Eileen, llevándolos entre la gente hacia el andén de la Northern Line—. Vamos a Trafalgar Square. —Los subió al metro que, por suerte, estaba demasiado atestado para que pudieran mantener una conversación.

La estación de Trafalgar Square lo estaba todavía más. Una masa humana la llenaba de pared a pared, gritando y cantando y haciendo ruidos varios y lanzando confeti.

—Aquí se pueden mangar un montón de cosas —dijo Alf.

—Nadie va a mangar nada —le advirtió Eileen, agarrándolos del brazo a los dos y arrastrándolos hacia la escalera mecánica.

Salieron a la calle.

Había gente por todas partes, gritando y cantando y agitando banderitas. Las campanas de las iglesias repicaban. Un soldado pasaba entre la gente dando besos a todas las mujeres con las que se cruzaba, ninguna de las cuales, ni siquiera dos ancianas con sombrerito floreado y guantes blancos, parecía darle importancia.

Un autobús de dos pisos con un letrero escrito a mano que ponía «¡Hitler, has perdido el autobús!» pasó a paso de tortuga, haciendo sonar el claxon y obligando a la gente a apartarse, momento que aprovecharon Eileen y los chicos para cruzar la calle, donde volvió a engullirlos la multitud.

—Tendríamos que haber ido a Piccadilly Circus —dijo Alf.

—Vamos a Trafalgar Square —repuso Eileen categórica—. Llegaremos. Solo tenemos que permanecer juntos.

—¡Permanecer juntos! —repitió fríamente Binnie. Volvía a tener aquella mirada impenetrable.

«¿Qué demonios le pasa?», se preguntó Eileen, agarrándola a ella del brazo y a Alf de la manga para arrastrarlos decididamente entre la gente hacia la plaza, que estaba llena hasta los topes de marineros, soldados, Wrens, camareras todavía con el delantal, todos ellos agitando banderitas. La gente había subido al pedestal del monumento y a los sacos de arena, y un marine intentaba escalar el propio monumento, mientras un policía le gritaba desde abajo que descendiera.

Eileen se abrió paso hasta la plaza, arrastrando a Alf y Binnie. Polly había dicho que la había visto de pie junto a uno de los leones, pero llegar hasta allí no era cosa fácil, menos todavía sin que se soltaran los niños. Ya había perdido a Alf nada más entrar en la plaza y había tenido que agarrarlo por el cuello del abrigo para tirar de él.

Giró la muñeca para consultar la hora. ¡Oh, no! Ya casi eran las nueve y estaban todavía bastante lejos de los leones. Ni siquiera los veía. Se puso de puntillas, intentando localizar el de la nariz rota por encima de cabezas, sombreros y banderitas.

Allí estaba, pero no podría llegar hasta él. La gente se estaba desplazando hacia las fuentes. Tendría que usar ambas manos para abrirse paso, pero no osaba soltar a Alf ni a Binnie y entre ella y el monumento se estaba formando rápidamente un sólido muro de personas.

«¿Y si no consigo llegar? —pensó. El pánico la atenazaba—. Claro que puedes —se dijo—. Ya lo hiciste. Además, no tendrás que hacerlo sola. Tienes una buena tropa a tu disposición.»

Tiró de Alf para mantenerlo a su lado.

—Necesito que nos lleves hasta ese león —le dijo, indicándole cuál—. ¿Podrás?

—Claro —repuso el crío, y sacó un encendedor.

Eileen reprimió el impulso de preguntarle de dónde lo había sacado. Lo miró sacar un gran petardo del otro bolsillo y sostenerlo ante sí.

—¡Fuego el uno! —gritó, acercando la llama del encendedor a pocos centímetros del petardo, y los llevó entre la gente, que se apartaban para dejarles paso, chillando.

Aun así, casi se separaron dos veces antes de llegar al pedestal del león y, en cuanto Alf apagó la llama del encendedor, la gente volvió a cerrarles el paso.

Eileen se volvió para buscar a Polly, que tenía que estar en la escalinata de la National Gallery, y Alf y Binnie se vieron rodeados y tuvieron que abrirse paso a codazos hasta ella.

—Si nos separamos —les dijo, forcejeando para abrir el bolso—, id a la base del monumento y esperadme allí. —Sacó dos monedas de media corona—. Si no llegáis a encontrarme, aquí tenéis dinero para volver en metro a casa. —Le entregó media corona a Alf y le ofreció la otra a Binnie, que no la aceptó.

La chica se quedó allí mirándola. Estaba muy pálida.

—Me la quedo yo —dijo Alf, intentando cogerla.

Eileen cerró el puño para evitarlo, sin apartar los ojos de la cara de Binnie.

—¿Qué pasa, Binnie? ¿Te encuentras mal?

—No —repuso Binnie, beligerante—. Sé por qué nos has traído aquí hoy. Polly está ahí, ¿verdad?

—¿Polly? —se extrañó Alf—. ¿No decías que se había casado con ese vigilante de la ARP y se había ido a vivir a Canadá? ¿Dónde está? —Empezó a escalar la base del león.

—Por eso te has puesto ese abrigo —dijo Binnie, ignorando a su hermano, mirando fijamente a Eileen—, para que te distinga entre la gente. Está aquí, ¿no?

—Sí —reconoció Eileen.

—¿Dónde? —gritó Alf desde arriba. Se había encaramado al pedestal y estaba escalando la boca del león—. No la veo.

—Te marchas, ¿no es así? —preguntó Binnie—. Por eso le has permitido a Alf traer los petardos y por eso te da igual meterte en un lío por culpa del coche, porque te vas. Has venido aquí para reunirte con Polly y regresar con ella.

—¿Regresar?

Binnie asintió.

—Al lugar de donde viniste. Os oí hablar en el teatro. Y te vi en el bosque, cerca de la mansión. Alf dijo que te habías encontrado con alguien allí. Él creía que eras una espía, así que te seguí y Alf y yo te oímos hablar en la escalera de incendios.

Siempre habían ido dos pasos por delante de ella.

—Binnie…

—Ibas a perderte a propósito entre la gente para dejarnos, ¿no? Como en Hansel y Gretel

—No, Binnie. No me voy a ninguna parte. —Le tendió la mano, pero Binnie se apartó con violencia.

—Entonces, ¿por qué nos has traído aquí? —le dijo, casi gritando de rabia—. ¿Por qué te has puesto ese abrigo?

—Porque Polly tiene que vernos aquí de pie.

—Para poder acercarse a recogerte.

—No. —Echó un vistazo a la gente que los rodeaba. No tendrían que haber hablado de aquello allí, pero nadie les prestaba atención. Todo el mundo reía, gritaba y agitaba banderitas—. Polly tienen que vernos para que todo lo que ha pasado pueda pasar. Porque en el sitio del que procedo esta noche ya ha pasado y, mientras pasaba, Polly me vio entre la multitud con este abrigo verde. Y también te vio a ti.

—Y luego…

«Y luego volvió a Oxford —pensó Eileen—, y estuvimos en el patio y hablamos con Mike y él se marchó a Dunkerque y perdió un pie y tú tuviste paperas y nos fuimos a Londres y tu madre murió y Mike murió y Polly y yo os recogimos y encontramos al señor Dunworthy y nos salvasteis la vida.»

—¿Y luego? —insistió Binnie, furiosa.

—Luego nada. Polly no habló conmigo. No me llevó de vuelta con ella. Ni siquiera estaba segura de que fuera a mí a quien había visto. Y todo esto ya ha pasado, así que, ¿entiendes?, no podría volver con ella aunque quisiera. Pero no quiero, porque quiero quedarme contigo y con Alf.

«Y porque si hubiera vuelto el señor Dunworthy habría cancelado todos nuestros portales y nada de esto habría pasado, incluida esta celebración del Día de la Victoria.» No habría habido multitud vociferante ni campanas repicando ni victoria. Binnie habría muerto de neumonía y Alf en el Ciudad de Benarés y el capitán Westbrook esperando una ambulancia… y habrían perdido la guerra.

—¿Cuándo te vio Polly? —le preguntó Binnie.

—No estoy segura —confesó Eileen—. Me dijo que llegó a Trafalgar Square alrededor de las nueve y media y que solo estuvo una hora en la plaza.

—Entonces, ¿por qué has venido a buscarnos a la escuela? ¿Por qué nos has hecho correr?

Si le mentía, Binnie no volvería a confiar en ella jamás.

—Porque tenía la esperanza de que Colin, el hombre que vino a recoger a Polly y al señor Dunworthy esa noche, estuviera aquí.

—Y que te llevara a casa.

—No. Le dije a Colin… le diré a Colin… dónde encontrarnos, y creo que puede que fuera esta noche. Creo que puede que esté aquí, pero no lo sé con seguridad. No sé cuándo se lo dije. Puede que fuera esta noche o dentro de varios años.

—Y, cuando se lo dijiste, volvió y os encontró a todos en el teatro —dedujo Binnie.

—Sí.

La niña la miraba con el ceño fruncido.

—Deberías haberle preguntado cuándo se lo dijiste —argumentó, con su habitual sentido práctico—, y dónde. Así no habrías tenido que correr de un lado para otro buscándolo.

—Es verdad —convino Eileen—. Pero da igual. Nos encontraremos en el momento justo y se lo diré.

—Porque tiene que encontrarte o no habría sabido dónde estabas y no habría podido ir al teatro —dijo Binnie.

«Y yo que pensaba que no sería capaz de entender los viajes en el tiempo…»

—Exactamente.

—Por eso tuviste que quedarte. Para decírselo.

—No. Me quedé porque no era capaz de abandonaros a ti y a Alf. —Le sonrió a Binnie—. ¿Quién os habría cuidado si me hubiera ido…?

No pudo terminar la frase porque Binnie le había echado los brazos al cuello y la agarraba con tanta fuerza que apenas la dejaba respirar.

—Binnie —le dijo con dulzura, apartándola.

—No veo a Polly por ninguna parte —dijo Alf, bajándose de un salto del león—. ¿Estás segura de que está aquí?

—Sí —le aseguró Eileen.

—¿En qué parte de la plaza estaba? —le preguntó Binnie.

—No lo sé. Dijo que me vio desde lejos.

—Bueno, yo no veo nada. Habrá tenido que encaramarse a la estatua de Nelson o algo así —dijo Alf, abriéndose paso a codazos hasta una farola.

—Seguro que no se ha subido a una farola —le dijo Eileen.

—¡Ya lo sé! Voy a subirme por si la veo. —Sujetó la bandera entre los dientes, como un pirata su daga, y trepó a la farola.

—¿La ves? —le gritó Eileen.

—No —dijo Alf, sacándose la bandera de la boca—. ¿Estás segura de que está…? ¡Ya la veo! —Señalaba hacia la National Gallery con la bandera—. Lleva uniforme.

Eileen se puso de puntillas y estiró el cuello, apoyándose en la farola para mantener el equilibrio. «Uniforme, uniforme…»

—¡La veo! —exclamó emocionada Binnie.

—¿Dónde? Enséñame dónde está.

—Ahí —le indicó Binnie.

Eileen siguió la dirección de su dedo.

—Está en el pórtico —dijo Binnie.

—¡No, ya no! —gritó Alf, subido a la farola—. Está bajando los escalones.

—¿Dónde? —Eileen seguía sin verla, y si ya bajaba la escalera…

—¡Ahí! Al pie de la escalinata.

Si Polly ya bajaba era que ya la había visto al lado del león y se marchaba al portal de Hampstead Heath.

—¿La has visto? —le preguntó Binnie.

—No. Pero no importa. No era preciso que yo la viera.

Sin embargo… ¡Cuánto había deseado verla aunque fuera solo un segundo! Durante los últimos cuatro años había tenido la esperanza de volver a verla, aunque fuera de lejos.

—Lo siento, mamá —dijo Binnie.

—No pasa nada. —Abrazó a Binnie—. Vamos a cenar algo. —Buscó a Alf, pero ya no estaba subido a la farola—. ¿Dónde está tu hermano? —le preguntó a la niña—. ¿Lo ves por alguna parte?

—No. —Binnie escrutaba la multitud y, de repente, salió corriendo hacia el centro de la plaza.

—¡Binnie, no! ¡Espera! —Eileen intentó agarrarla pero ya estaba fuera de su alcance, ya no la veía. La gente fluía como el agua, borrando cualquier rastro—. ¡Binnie! ¡Vuelve! —gritó, corriendo tras ella entre el gentío.

Entonces vio a Polly. Estaba a apenas unos metros, avanzando contracorriente hacia Charing Cross. Parecía más joven de lo que Eileen recordaba, casi tan joven como Binnie. No tenía la cara de preocupación y de culpabilidad que ella le había visto. Tampoco la cara de tremenda felicidad de la noche que había llegado Colin. «Porque nada de eso ha sucedido aún.» Había esperado verla por última vez, pero aquello no era el final sino el comienzo. Todo estaba aún por suceder: la huida de Padgett’s y la carrera hacia San Pablo la noche del veintinueve y la cena de Navidad con la señorita Laburnum y la señorita Hibbard y el señor Dorming. Harían cola juntas en la cantina e irían caminando desde Notting Hill Gate en el neblinoso amanecer después del toque de «todo despejado» y se sentarían en el andén cuando todos durmieran para hablar de los espantosos platos de la señora Rickett y las prácticas de hacer paquetes y remendar medias.

—¡Oh, Polly! —murmuró—. ¡Qué buenas amigas vamos a ser! —Y a pesar de que era imposible que lo hubiera oído, Polly se volvió como si así hubiera sido y miró directamente hacia ella.

Fue solo un instante. Luego unos soldados se pusieron delante de Eileen, haciendo sonar sus silbatos y ocultando a Polly. Eileen creía haberla perdido, pero no. Polly seguía allí, yendo hacia la estación de metro y su portal y Oxford. «Donde me verá de camino al Oriel y me dirá que tengo que conseguir una autorización para conducir y yo le diré que Colin está enamorado de ella e iremos al Balliol y nos quedaremos hablando con Michael Davies en el patio soleado.»

—¡Adiós! —le gritó. Una banda estaba tocando Enséñame el camino a casa—. No tengas miedo. Al final todo acabará bien.

Se quedó allí de pie, viéndola alejarse, ajena a la música, al ruido, a la gente que le daba empujones, hasta que Polly hubo desaparecido. Luego se volvió para ir a buscar a Alf y Binnie, aunque no tenía ni idea de cómo localizarlos en medio de aquel gentío. Oyó un chupinazo cerca de la National Gallery y después gritos. Los petardos de Alf. Caminó hacia las fuentes, para subirse al borde y ver mejor, abriéndose paso entre la gente. Pasó junto a varios soldados y a un hombre que vendía con entusiasmo insignias para la solapa de Churchill y se acercó a un hombre mayor con traje negro que intentaba ir hacia el mismo lugar que ella. Si podía aprovechar el camino que iba abriendo…

—¡Señor Humphreys! —lo llamó cuando lo reconoció. Lo agarró de la manga y él se volvió para ver quién lo sujetaba—. ¡Hola!

—¡Señorita O’Reilly! —gritó él, y luego, como si la saludara a la puerta de San Pablo, añadió—: ¡Qué alegría verla! —Echó un vistazo alrededor, mirando la multitud que no paraba de moverse—. Intento llegar a San Pablo. El deán Matthews me ha llamado para decirme que ya hay centenares de personas congregadas en la catedral, y me ha parecido que debía ir a echar una mano. —Le sonrió—. Es una noche maravillosa, ¿verdad?

—Sí —convino ella, mirando también a su alrededor.

Había querido estar allí y ver aquello desde su primer curso en la universidad. Se había puesto furiosa al enterarse de que el señor Dunworthy se lo había asignado a otra persona. Pero si hubiera ido entonces, no habría sabido apreciarlo debidamente. Habría visto el alegre gentío y las banderas y las fogatas, pero no habría tenido ni idea de lo que representaba ver luces después de años moviéndose en la oscuridad, de lo que significaba ver un avión acercarse sin temor, oír las campanas de las iglesias en lugar de las sirenas de alarma. No habría tenido ni idea de los años de racionamiento y ropa ajada y miedo que ocultaban las sonrisas y los gritos de alegría, ni idea de lo que había costado que ese día se hiciera realidad: las vidas de todos esos soldados y marineros y pilotos de avión y civiles; la vida de Mike y el señor Simms y la señora Rickett y sir Godfrey, que había muerto hacía dos años cuando volvía a casa de entretener a las tropas. No habría tenido ni idea de lo que significaba aquello para lady Denewell, que había perdido a su marido y a su único hijo, o para el señor Humphreys y el resto de los vigilantes que tan duro habían trabajado para salvar San Pablo y que, afortunadamente, jamás se enterarían de su posterior destrucción.

—Temía que este día nunca llegara —decía el señor Humphreys.

—Lo sé —repuso Eileen, acordándose de los tenebrosos días posteriores a la muerte de Mike, cuando había creído que nadie iría a rescatarlos y que Polly moriría, o de los días aún peores en los que pensaba que ella, Alf y Binnie habían sido los responsables de que se perdiera la guerra.

—Pero al final todo ha salido bien —dijo el señor Humphreys, y hubo un silbido y un estallido cerca de una hoguera. Las palomas alzaron el vuelo, asustadas.

—Creo que será mejor que vaya a buscar a Alf y Binnie —dijo. «Antes de que maten a alguien.»

—Y que yo me vaya a San Pablo —dijo él. Luego añadió, con sus modales de sacristán—: Mañana celebramos una misa de acción de gracias. Espero que venga con sus niños.

—Allí estaremos —le prometió. «Si Alf no está en Old Bailey.»

El señor Humphreys desapareció entre la gente camino de Strand y ella fue hacia la National Gallery, guiada por varias explosiones, un grito de «¡Gamberros!» y una lluvia de chispas. Pasó a su lado una madre con tres niñas comiendo helados y una conga. Esperó a que terminara de pasar la conga, estirando el cuello y buscando el resplandor de los fuegos artificiales o la cabeza rubia de Binnie.

—¡Alf! —gritaba—. ¡Binnie!

Nunca iba a encontrarlos entre tanta gente.

—¿Busca a estos dos, señora? —preguntó un hombre a su espalda y, cuando se volvió, se encontró con un capellán castrense que custodiaba a los niños, con una mano en el hombro de Binnie y agarrando con la otra a Alf por el cogote.

—¡Mira a quién hemos encontrado! —dijo este último alegremente—. ¡Al pastor!

El pastor, con barba de dos días y aspecto agotado, llevaba el uniforme embarrado y estaba terriblemente delgado.

—Señor Goode… —dijo Eileen, incapaz de asimilar que estuviera allí, sano y salvo—. ¿Qué está haciendo aquí?

—La guerra ha terminado —dijo Alf.

—Nos han licenciado esta misma tarde —le explicó el pastor—. Gracias por sus cartas. No habría conseguido salir de esta sin ellas.

«Ni yo sin las suyas.»

—¿No vas a darle la bienvenida a casa? —le sugirió Binnie.

—Bienvenido a casa —dijo Eileen en voz baja.

—¿Qué clase de bienvenida es esta? —la riñó Binnie, y Alf dijo:

—¿No vas a besarlo ni nada? ¡La guerra ha terminado!

—¡Alf! —lo reprendió Eileen—. Señor Goode…

—No. Tienes razón. Un beso es lo apropiado —dijo. La abrazó y la besó.

—Ya te lo decía yo —le dijo Binnie a su hermano.

—No creí poder encontraros con este gentío —dijo el pastor cuando la soltó—. Luego he visto a este Guy Fawkes. —Sacudió a Alf por el hombro—. Aunque ha sido un milagro reconocerlos porque están cambiadísimos. Alf es un palmo más alto y Binnie está hecha una mujercita.

—¿Quiere acompañarnos? —le preguntó Alf—. Vamos a Piccadilly Circus.

—Nada de eso —dijo Binnie—. Mamá ha dicho que nos vamos a cenar.

—Creo que ya ve que no han cambiado tanto —le dijo Eileen secamente a Goode.

—Bueno, peor era cuando pintaban franjas de apagón en las reses del granjero Brown.

—¿Se acuerda de esa vez que vino a la estación y ayudó a mamá a subir a Theodore al tren? —le preguntó Binnie.

—Yo sí —dijo Eileen. Miró al pastor—. Vino usted a rescatarme en el último minuto.

—Si no vamos ahora mismo a Piccadilly Circus, ¡habrán apagado la iluminación! —exclamó Alf.

—¿Qué tal si cenamos en Piccadilly Circus? —propuso el pastor.

—¿Está seguro de querer acompañarnos? —le preguntó Eileen. Parecía a punto de caerse de cansancio—. A lo mejor al señor Goode le gustaría venir a casa y descansar un poco.

—¿Y perderme el Día de la Victoria? —Le sonrió a Eileen—. Ni hablar.

—Esto no es el Día de la Victoria de verdad. El de verdad será mañana.

—Entonces tendremos que estar también —dijo el pastor, tomando del brazo a Eileen—. ¿Qué pasará mañana? ¿Lo sabe?

«Seguirá el racionamiento —pensó ella—, con una falta de alimentos tan tremenda que los americanos tendrán que mandarnos raciones de emergencia. Luego vendrá Hiroshima y la guerra fría y las guerras por el petróleo y Denver y las bombas de precisión y la Pandemia. Y los Beatles y los viajes en el tiempo y las colonias de la Luna. Y casi cincuenta novelas más de Agatha Christie.»

Alf le tironeaba de la manga.

—El pastor ha preguntado qué pasará mañana —le gritó a Eileen, para que lo oyera a pesar del estruendo de la multitud.

—No tengo la menor idea —repuso ella, y le devolvió la sonrisa al pastor.