La despedida es una dulce tristeza.

La despedida es una dulce tristeza.

WILLIAM SHAKESPEARE,

Romeo y Julieta

Londres, 19 de abril de 1941

—¿Cómo que no vienes? —Polly miraba a Eileen, que seguía plantada tranquilamente en el centro de pasillo. Luego miró a Colin y al señor Dunworthy—. ¿Qué está diciendo?

—He decidido quedarme —repuso Eileen.

—¿Solo porque necesitan un príncipe protagonista? —exclamó Polly, incrédula—. ¡Qué haga de príncipe la señora Brightford! ¡Binnie, que se sabe todo el papel! ¿Cómo podemos estar seguros de que el portal volverá a abrirse cuando terminen las representaciones? No puedes…

—No me quedaré hasta que terminen las representaciones, Polly: me quedo para siempre. —Miró a Colin y al señor Dunworthy—. Ya está decidido.

—¿Decidido? ¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas que me viste en Trafalgar Square el Día de la Victoria? No fue porque no nos habían rescatado. Fue porque me quedé.

—No, no puede ser. Tiene que haber una docena de razones por las que estabas allí ese día. Tal vez estabas en otra misión o…

Eileen se rio. La suya fue una carcajada alegre y ligera.

—¡Oh, Polly! Sabes perfectamente que el señor Dunworthy jamás me dejará ir a ninguna parte después de esto. Si quiero ser testigo del Día de la Victoria, tengo que estar aquí desde antes. ¿No es cierto, señor Dunworthy? —le preguntó, sonriente.

El señor Dunworthy la miraba con solemnidad.

«Va a dejar que se quede. —Polly no daba crédito—. Pero… no puede hacerlo.»

—Esto es absurdo, Eileen —le dijo—. Ni siquiera estoy segura de que fueras tú. Estaba al otro lado de Trafalgar Square. Puede que viera a otra persona…

—Con mi abrigo verde —dijo Eileen.

—Alguien pudo comprarlo en una venta de saldos —arguyó Polly—. Tú misma dijiste que era perfecto para una pelirroja.

Eileen cabeceó.

—Era yo. Tenía que estar allí para que todo lo demás pudiera suceder.

—Pero… ¡Tiene que haber otro modo! —dijo Polly, apelando a Colin—. No puedes dejar que…

—No me quedo solo por eso —le explicó Eileen—. Están también Alf y Binnie. Le prometí al pastor, al señor Goode, que los cuidaría, y no puedo fallarle.

—Pero alguna otra persona habrá que pueda ocuparse de ellos. El rector o la señora Wyvern o alguien —dijo Polly, aunque sabía que eso era imposible. Ya había quemado aquel recurso cuando Eileen los había acogido.

—No —repuso Eileen—. Binnie se está haciendo mayor a pasos agigantados y el año que viene Inglaterra estará llena de soldados americanos. No puedo abandonarla, ni puedo abandonar a Alf, en plena guerra.

«A la que tal vez no sobrevivan aunque te quedes», pensó Polly. Ni Alf ni Binnie estaban en Trafalgar Square el Día de la Victoria. Pero, si se lo decía, se empeñaría todavía más en quedarse para intentar protegerlos.

—Y si Alf se queda solo —decía Eileen—, probablemente acabe destruyendo el continuo espacio-tiempo. —Sonrió—. ¿No lo ves? No puedo dejarlos. La guerra sigue y me salvaron la vida.

«Y a mí —pensó Polly—. Y salvaron Inglaterra.» Comprendió que no había modo de convencer a Eileen.

—Pero si detestas estar aquí —le dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Detestas los bombardeos, el racionamiento y la espantosa comida. Decías que creer que podrías volver a casa algún día era la única cosa que te permitía seguir delante.

—Lo sé, pero las guerras requieren sacrificios. Y esta época histórica no es tan mala, al fin y al cabo. Es, de hecho, el mejor momento de Inglaterra. Además, veré el Día de la Victoria, al que siempre he querido ir.

—Pero…

—Por favor, intenta entenderlo. —Le apretó las manos a Polly—. Tú has hecho lo que te correspondía salvando a sir Godfrey. Mi trabajo no ha acabado todavía y no puedo hacerlo a menos que me quede.

—No es verdad. Colin, dile que tiene que…

—No puede —dijo Eileen—. Sabe que me quedé. —Volvió a mirarlo—. ¿No es cierto?

Colin no dijo nada.

—El señor Dunworthy también lo sabe. —Eileen se volvió hacia él—. Por eso ha arriesgado su vida volviendo aquí al teatro con Colin en lugar de quedarse en San Pablo y regresar a Oxford, ¿no es así? Para despedirse de mí.

—Sí.

—Pero… No lo entiendo. —Polly los miraba alternativamente, impotente—. ¿De qué está hablando?

—Fui yo quien le dijo a Colin dónde estábamos —le explicó Eileen—. ¿Cierto? —Al no obtener respuesta, prosiguió—: Me encontró después de la guerra y le dije dónde estabais. De no haber sido así, no os habría localizado jamás. Así que, como ves, tengo que quedarme. Tengo que estar aquí cuando venga a buscarme.

—¿Es eso cierto, Colin? —preguntó Polly—. ¿Te dijo Eileen dónde estábamos?

Colin siguió sin responder.

—¿Lo hizo? —exigió saber Polly—. Dímelo. ¿Se quedó en el pasado para decirte dónde estábamos?

—Sí —admitió por fin Colin—. Lo hizo.

Polly se volvió hacia Eileen.

—¿Te sacrificaste para salvarnos a mí y al señor Dunworthy? —le preguntó, furiosa—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste pensar que yo…?

—No fue un sacrificio. Polly, no tienes ni idea de lo mucho que he odiado mi impotencia, de lo que he detestado saber que tanto tú como el señor Dunworthy ibais a morir y ser incapaz de impedirlo. Me salvaste la vida esa noche en Padgett’s y, ¡oh!, docenas de veces más, sobre todo desde que murió Mike, y yo no he podido hacer nada para salvar la tuya. —Agarró con fuerza las manos de Polly—. Sin embargo, hay una cosa que puedo… que debo hacer. Puedo quedarme, encontrar a Colin y contarle dónde estáis —dijo, radiante—. ¡Me alegro tanto!

«Esto es lo que le estaban contando en mi ausencia», pensó Polly, recordando cómo Eileen se había secado las lágrimas al acercarse ella por el pasillo.

—No deberíais habérselo dicho —les reprochó con amargura—. No es justo hacer que cargue con un peso tan…

—Nadie me lo ha dicho. Lo he sabido en cuanto he visto a Colin.

«Igual que yo he sabido que era él —pensó Polly—, que había venido a rescatarnos.»

Por eso parecía Colin tan triste, tan abrumado. Porque sabía que Eileen no iba a marcharse con ellos. Porque ya la había visto muchos años después. Ya le había contado dónde estaban.

«Ya ha sucedido todo. Eileen se quedó aquí y estuvo en el Día de la Victoria y Colin le preguntó dónde estábamos. Ya ha sucedido todo y yo nada puedo hacer para cambiarlo.» Sin embargo, tenía que intentarlo.

—No me iré sin ti, Eileen —le dijo.

—Tienes razón, no te irás sin mí. Siempre estaré a tu lado —repuso precipitadamente Eileen, como si la estuviera mandando al colegio como a Binnie y Alf—. Ahora vete. Yo me ocuparé de todo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y la AESN? El señor Tabbitt…

—Le diré que te han trasladado a una compañía ambulante o algo parecido. Vete.

Hubo un silbido seguido de un estrépito y el teatro se sacudió ligeramente. Eileen miró hacia el techo.

—Parece que el bombardeo empeora y no quiero que saltéis por los aires ahora después de todo lo que he hecho… de lo que haré para sacaros de aquí. Además, si conozco a Alf y Binnie, van a echarlos del escenario en cualquier momento, vendrán corriendo a hacernos toda clase de preguntas y no llegaréis a tiempo. —Abrazó al señor Dunworthy—. Adiós. Cuide del resto y cuídese.

—Eso haré, querida.

—Polly, date un atracón de huevos con beicon por mí, y come un montón de azúcar. —La abrazó muy fuerte—. Y sé feliz.

—«Esto es una comedia, no una tragedia» —murmuró Polly.

—Sí —convino alegremente Eileen—. ¡Pensad solo que volvéis a casa!

—No soporto la idea de dejarte aquí sola…

—No estoy sola. Tengo a mis niños y a sir Godfrey y la señorita Laburnum y a Winston Churchill. Y a Agatha Christie. ¿Quién sabe? Puedo conocerla como es debido la próxima vez y decirle lo mucho que le debo. Me enseñó a resolver misterios —dijo, y se volvió sonriente hacia Colin—. Mi querido muchacho —dijo, abrazándolo y luego apartándose sin soltarle los brazos para echarle un buen vistazo—. Cuídala por mí.

—Eso haré —le prometió Colin solemnemente.

—Ahora, largo —les ordenó, empujándolos por el pasillo hacia la salida.

—Espera —dijo Polly, y rebuscó en un bolsillo. Sacó una carta—. Toma. Es una lista de los V-1 y los V-2 que cayeron en Londres y en los suburbios del sureste, pero no en Kent ni en Sussex, así que, si puedes, mantente alejada de esos lugares.

—Estaré bien —le aseguró Eileen—. Me viste el Día de la Victoria, ¿recuerdas?

«Te vi a ti, pero no vi a Alf ni a Binnie», pensó Polly, y, como si hubiera dicho su nombre en voz alta, Alf se acercó trotando por el pasillo, poniéndose el abrigo y la gorra.

—¿Por qué no estás ayudando a sir Godfrey? —le preguntó muy seria Eileen.

—Me ha mandado a buscar al carpintero —dijo, adelantándolos.

—No puedes salir en pleno bombardeo. —Eileen le impidió el paso.

—No me van a matar —aseguró Alf, intentando esquivarla—. He estado fuera en montones de bombardeos.

—En este no. —Eileen le puso las manos en los hombros y lo obligó a volverse—. Ve a decirle a sir Godfrey que en cuanto el carpintero llegue lo avisaré. —Le dio un empujoncito.

Sin embargo, en lugar de marcharse, Alf se volvió hacia Colin y preguntó:

—¿Estás segura de que no es él?

—Completamente —repuso Eileen—. Ya te lo he dicho: es el prometido de Polly. Está aquí de permiso.

—¿De dónde ha venido? —preguntó el niño con suspicacia.

—Es piloto —le explicó inmediatamente Polly, porque Colin evidentemente no habría tenido tiempo de investigar los movimientos de tropas ni los bombardeos—. De la RAF.

—¿Qué clase de avión pilota? —preguntó Alf.

«Esto es salir del fuego para caer en las brasas», pensó Polly. Pero había subestimado a Colin, que le contestó:

—Ahora un Spitfire. Antes de que me derribaran, un Blenheim.

—¿Lo derribaron? —exclamó asombrado Alf.

—Dos veces. La segunda tuve que amerizar en el canal.

—Entonces, ¿es un héroe?

«Sí», pensó Polly.

—Claro que es un héroe, cabeza de chorlito —terció Binnie, que se acercaba por el pasillo vestida de hada con las alas, una de las dos arrastrando. Traía el traje de Polly, con las calzas verdes y la vaina de la espada arrastrando por la moqueta del pasillo—. Todos los pilotos de la RAF lo son. Lo ha dicho el señor Churchill.

—¡Cabeza de chorlito tú! —gritó Alf, cargando contra la cintura de su hermana como un toro.

Binnie empezó a darle golpes con la vaina.

—¿Estás segura de que no quieres cambiar de idea y venirte con nosotros? —susurró Polly.

Eileen sonreía.

—Es una idea tentadora —le respondió, también susurrando, y agarró a Alf por el cogote—. Alf, Binnie, dejadlo ya. —Le arrebató la vaina a Binnie.

—Ha empezado ella —dijo Alf.

—Me da igual quién haya empezado. Mira qué desastre de alas, Binnie. Ve al camerino y quítatelas antes de estropearlas más. Alf, busca la cola.

Binnie sacudió la cabeza con vehemencia, negándose a obedecer.

—La señorita Laburnum ha dicho que tenía que hacerte probar el jubón para que pueda acortártelo.

—Dile que me lo probaré en cuanto me haya despedido de Polly. Ve —le repitió, y le dio un empujoncito, pero la niña se resistió.

—Yo también quiero despedirme.

«Y asegurarte bien de que Eileen no se marcha con nosotros», pensó Polly, mirándola allí de pie, como un ángel voluntarioso con las alas rotas y los brazos cruzado sobre el pecho, como si estuviera dispuesta a impedirles por la fuerza que se llevaran a Eileen en caso necesario.

—Es verdad —dijo Alf, plantándose al lado de su hermana—. Tenemos tanto derecho como tú a despedirnos de ellos.

Tenía razón. Se habían ganado aquel derecho, sin duda alguna: conduciendo ambulancias, aportándoles mapas y un lugar donde reunirse a escondidas; impidiendo que Eileen llegara a su portal, que alcanzara a John Bartholomew y ahuyentando su desesperación. Retrasando al señor Dunworthy para que chocara con la Wren; retrasando a las enfermeras para que ella pudiera hablar con sir Godfrey; poniendo obstáculos, interfiriendo, impidiendo cosas como ahora que impedían que Eileen se fuera.

Se preguntó si el rescate del señor Dunworthy y el suyo formaban parte del plan del continuo espacio-tiempo o si había alguna otra razón por la que Eileen tenía que quedarse, si le quedaba algo pendiente que hacer para que se ganara la contienda o la guerra más larga que era la historia. Si ellos también tenían algo pendiente. Aunque era crítico para el continuo, no les había facilitado la partida y el estimado Bardo de sir Godfrey no tenía ni idea de lo que decía, porque no tenía nada de dulce.

—¡Oh, Eileen! —Polly la abrazó—. No quiero irme.

—Ni yo quiero que te vayas —le confesó Eileen.

—Es igual que aquel día en la estación —comentó Alf—. Cuando dejamos en el tren a Theodore, tampoco quería irse. Esto es igual, ¿verdad, Binnie?

—Solo que Theodore le dio una patada —puntualizó Binnie—, y que el pastor no está.

«No —pensó Polly, viendo el ramalazo de dolor en el rostro de Eileen—. El pastor no está, y Mike ha muerto.» Además, quedaban por delante cuatro años de guerra y privaciones y pérdidas que afrontar.

—Cuidad ambos de Eileen —les dijo con severidad.

—La cuidaremos —dijo Binnie.

—No permitiremos que le pase nada —prometió Alf.

—Y sed buenos.

—¿Él, bueno? —bufó Binnie, mirando a Alf, que le dio la razón inmediatamente asestándole una patada en la espinilla.

Binnie gimió, apartándose.

—Alf, Binnie —dijo Eileen, dispuesta a intervenir. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, llegó un gritó furibundo procedente del escenario.

—¡Alf Hodbin! —bramó sir Godfrey—. ¡Binnie!

—¡No hemos hecho nada! —dijo Alf—. Estábamos…

—¡Las zarzas a escena! —los llamó sir Godfrey, y Alf y Binnie dijeron:

—¡Adiós! —Se marcharon corriendo por el pasillo.

«¡Gracias a Dios! —pensó Polly—. Ahora podemos…»

Un golpe ensordecedor sacudió el teatro. Los candelabros temblaron.

—Tenemos que irnos, Polly —dijo Colin, mirando al techo.

—Ya lo sé —dijo Polly, poniéndole en la mano a Eileen la lista de bombardeos.

—Ya te lo he dicho —le insistió esta—. Estaremos bien…

—¿Cómo sabes que el motivo por el que estabas bien no era que habías memorizado la lista? —Polly le cerró los dedos sobre el papel—. Tienes que asegurarte de que estáis todos en el metro las noches del día nueve y el diez. Hubo quinientos muertos y ochocientos heridos. Serán los peores bombardeos hasta las incursiones con V-1, pero tendrás que prestar atención a todas las alertas…

—¡Príncipe Valiente! —gritó sir Godfrey desde el escenario, y Polly alzó la vista instintivamente, pero no se refería a ella. Estaba llamando a Eileen—. ¡Señorita O’Reilly! ¡A escena! ¡Ahora mismo!

—¡Voy! —repuso Eileen.

—No te acerques a Croydon —le recomendó Polly, sin soltarla todavía—, ni a Bethnal Green ni a…

—Debo irme.

—Lo sé. —Se le quebró la voz—. Te echaré muchísimo de menos.

—Yo también a ti. —La besó en la mejilla—. No llores. Volveremos a vernos. En Trafalgar Square, ¿recuerdas?

—¡Príncipe Valiente! —rugió sir Godfrey.

—¡Voy! —repuso, y se marchó corriendo ágilmente por el pasillo—. ¡Adiós, señor Dunworthy! —gritó por encima del hombro—. ¡Colin! ¡Cuida de Polly! Nos veremos cuando acabe la guerra. —Subió los escalones del escenario y desapareció detrás del telón de seguridad.

—¡Ya era hora! —oyó Polly que decía sir Godfrey—. Señorita O’Reilly, parece usted creer que estamos ensayando una comedia navideña. No es así. Solo faltan dos semanas para el estreno. ¡El tiempo es esencial!

«Y este es el momento en que debo hacer mutis —se dijo Polly—. La mitad de una buena actuación es salir de escena en el momento justo.» Pero se quedó allí, mirando el telón. A su espalda, Colin dijo:

—Polly, tenemos que…

—Ya lo sé.

—Lo siento. Es que no nos queda mucho tiempo. ¿Señor Dunworthy?

El señor Dunworthy asintió y fue hacia la salida.

—¿Polly? —dijo con dulzura Colin—. ¿Lista?

—Sí. Vámonos a casa. —Y pasó a su lado por el pasillo.

—¡Un momento! —la llamó sir Godfrey—. Quiero hablar con uno de los presentes antes de que se marche.

Polly y Colin se volvieron ya en la entrada a mirar el escenario. Sir Godfrey estaba delante del telón, todavía vestido con su uniforme y su ridículo bigote de Hitler.

—¿Mi señor? —dijo Polly.

No la miraba a ella, sin embargo, sino a Colin, y no era el duque Orsino, ni siquiera Crichton. Era Próspero, como la primera noche que habían actuado juntos en el sótano de St. George.

—«Te he entregado un tercio de mi vida —dijo—, o aquello por lo que vivo.»

Colin asintió.

—«Te prometo un mar en calma —declamó sir Godfrey, alzando las manos en un gesto de bendición—, vientos propicios y una navegación tan ágil que alcanzarás la lejana flota real.»