Los viajes terminan con el encuentro de los amantes.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Noche de reyes
Londres, 19 de abril de 1941
La espada de Polly golpeó el escenario con un tintineo.
—¡Te la vas a cargar! —le dijo Alf, pero ella no lo oyó.
Intentó articular el nombre de Colin pero no pudo. Miró al señor Dunworthy, que seguía allí de pie, agarrado al respaldo de una butaca para no caerse, y luego otra vez a Colin, que no era el Colin que ella conocía. No quedaba nada del chico animoso que la había seguido como un perrito por todo Oxford, que le había dicho que tenía intención de casarse con ella cuando fuera mayor en el hombre que estaba de pie en el pasillo delante de ella con el casco de la ARP en las manos.
Daba igual, sin embargo. Polly había sabido en cuanto lo había visto de pie en el pasillo que era Colin y que había ido, exactamente como le había prometido que haría, a rescatarla. Pero ¿a qué precio? No solo parecía más viejo sino más triste, con las huellas del sufrimiento y el cansancio en la cara.
«¡Oh, Colin! —pensó—. ¿Qué te ha pasado desde que te vi hace siete meses?»
También lo sabía. Llevaba semanas, meses, años intentando frenéticamente llegar hasta ellos. Intentando llegar a los portales, a cualquier portal que se abriera. Luego, tras fracasar, intentando desentrañar lo sucedido, intentando seguir un rastro que se había enfriado.
«He cabalgado muchos kilómetros —pensó—. He buscado sin esperanza durante años.» Y había librado batallas, desafiado hechizos, desafiado el tiempo. Y la había encontrado. Los había encontrado a todos.
Miró al señor Dunworthy, agarrado al respaldo de la butaca, como si todavía no pudiera creer lo sucedido. Tenía seguramente el mismo aspecto que el admirable Crichton y lady Mary cuando por fin llegó el barco.
—Se han hecho a la idea de pasar el resto de su vida y morir en la isla —había dicho sir Godfrey durante el ensayo de la escena del rescate—, y de repente el rescate está a su alcance. ¡No, no, no! ¡Nada de sonrisas! Los quiero anonadados, aturdidos, incapaces de creer que los han salvado. Alegres, tristes y asustados al mismo tiempo.
«Y callados —pensó Polly—, como hechizados.»
También Colin estaba como hechizado. No se había movido, no había dicho nada. Se había quedado completamente inmóvil donde estaba, con el casco de la ARP en las manos, mirándola, esperando.
«Espera que yo rompa el hechizo.»
—¡Oh, Colin! —dijo. Bajó los escalones del escenario y avanzó por el pasillo hacia él—. Dijiste que vendrías a rescatarme si me metía en algún lío, ¡y aquí estás!
—Aquí estoy —dijo él, con una voz que también era distinta, más profunda y dulce que la del Colin niño, una voz de hombre—. Bastante tarde, me temo, y con una pinta espantosa. —Le sonrió.
Polly se había equivocado. Era exactamente el mismo Colin que la había seguido hasta el Bodleian aquel día. No había cambiado un ápice. Se le encogió el corazón.
—No llegas tarde. Llegas en el momento justo.
Él se le acercó. Polly respiraba agitadamente, como si hubiera corrido.
—Colin…
—¡Polly! —gritó Alf desde el escenario—. ¿Ha venido el vigilante a evacuarnos? —Señaló a Colin, que se había parado a un paso de ella.
—Claro que no, cabeza de chorlito —dijo Binnie, situándose al borde del escenario, al lado de su hermano—. Los vigilantes de bombardeo no evacuan a la gente.
—Si cae una UXB sí —repuso Alf—. ¿Ha venido con la brigada, Polly?
—Yo sé quién es —dijo Trot, sumándose a Alf y Binnie—. Es el príncipe. Ha venido a rescatar a la Bella Durmiente.
—No seas boba —le dijo Binnie.
Alf se partía de risa.
—No existe ningún príncipe de esos.
«¡Oh, sí que existe uno! —pensó Polly—. Y está aquí. En el último minuto.»
—Sí que es el príncipe —dijo Trot, bajando los escalones del escenario—. Os lo demostraré.
—No, no lo harás —le dijo Polly. Lo que les faltaba: los niños en el patio de butacas acribillándolos a preguntas—. Id a poneros ahora mismo la ropa para el bautismo.
Trot hizo mutis inmediatamente, seguida de Nelson, pero Polly tendría que haber sabido que ni Alf ni Binnie la obedecerían.
—Sir Godfrey nos ha dicho que siguiéramos desde donde nos habíamos quedado —dijo la niña.
—Me da igual lo que haya dicho, Binnie. Ve a ponerte el traje de hada.
Colin le susurró a Polly:
—¿Esa es Binnie?
«Hasta él ha oído hablar de los famosos Hodbin», pensó ella.
—Sí —dijo—. Id ahora mismo a cambiaros para la escena del bautizo.
—No puedo —dijo Binnie—. Eileen todavía no ha vuelto.
«Eileen. Estará emocionadísima con la idea de volver a casa.»
—¿Eileen no está aquí? —le preguntó el señor Dunworthy.
—No. Creo que ha ido a comprobar el estado de mi portal —dijo Polly.
Colin y Dunworthy se miraron.
—¿Por qué? —les preguntó ella, preocupada—. Esta noche no habrá bombardeos en Kensington, ¿verdad?
—No. Casi todos serán en los muelles —dijo Colin.
—No podemos representar la escena del bautizo si no llevo el vestido —dijo Binnie—, y Eileen me ha dicho que no me lo ponga hasta que haya arreglado el ala. Está rota. Alf la rompió —añadió, innecesariamente.
—Ponte el vestido sin las alas —le ordenó Polly.
«Eileen se alegrará todavía más de no tener que aguantar a los Hodbin que de volver a casa», pensó, y de inmediato se sintió culpable. Alf y Binnie se habían quedado huérfanos y ahora iban a perder a Eileen. Pobrecitos.
—Eileen ha dicho que no lo haga —insistió beligerante Binnie—. Y si Godfrey ha dicho que siguiéramos adelante con la obra hasta el final, de un tirón.
—Y yo te digo que te pongas el traje —le ordenó Polly—. Y dile a Eileen que venga a hablar conmigo cuando llegue.
—Vale, pero te metes en un lío —murmuró Binnie.
«Te equivocas —pensó Polly—. Estábamos en un lío, pero ahora Colin ha venido.»
—Haz lo que te digo ahora mismo —le ordenó.
En cuanto los niños abandonaron el escenario Polly se volvió hacia el señor Dunworthy y Colin.
—Todavía no me creo que estés aquí, Colin.
—A mí me pasa igual. He tardado una eternidad en encontrarte. Ha sido mucho peor que encontrar una aguja en un pajar.
Se lo imaginaba. En Townsend Brothers nadie sabía su paradero y, aunque hubiera podido enterarse de que habían vivido en casa de la señora Rickett…
«Tiene que haber leído el anuncio de la comedia musical en la prensa.»
Mike había dicho que estarían leyendo los periódicos para buscar pistas acerca de dónde…
«¡Oh, Dios! Mike.»
—Señor Dunworthy —le dijo—. ¿Le ha contado lo de Mike?
—Ya lo sabía.
«Claro. También ha leído la noticia. Mike Davis, un corresponsal de guerra del Omaha Observer, fallecido.»
—¿Y Charles Bowden? —le preguntó—. Está en Singapur. Hay que sacarlo antes de que el Ejército japonés…
—Su portal seguía funcionando —dijo Colin—. Lo sacamos en cuanto nos dimos cuenta de que algo fallaba.
¡Oh, gracias a Dios!
—¿Y Denys Atherton?
—Nunca llegó a venir. Gerald Phipps tampoco, ni Jack Sorkin. Ningún portal se abrió, aparte del suyo, señor Dunworthy —dijo Colin—, y dejó de funcionar en cuanto usted hubo cruzado. Hasta hace tres años, creíamos que la guerra había quedado permanentemente fuera de nuestro alcance.
«Tres años…», pensó Polly. Y, previamente, ¿cuántos años había estado buscándola, negándose a rendirse, a pesar de creerlos perdidos para siempre?
—Merope tenía razón, Polly —dijo el señor Dunworthy—. Dijo que nuestros portales se abrirían ahora que habían salvado a sir Godfrey. He ido a comprobar si lo hacía el mío y ahí estaba Colin. Al principio lo he tomado por un vigilante de bombardeo que había visto caer una incendiaria en el tejado del transepto e iba hacia allí, pero luego me ha dicho: «Tengo que sacarlo de aquí, señor Dunworthy», y he visto que era él.
—Tengo que sacar a los dos de aquí —dijo Colin—. Debemos volver a San Pablo.
Polly asintió, preguntándose por qué motivo Colin no había mandado ya de vuelta al señor Dunworthy. Seguramente no sabía dónde estaba el teatro y le hacía falta que Dunworthy lo acompañara.
—Tienes que llevarte al señor Dunworthy al portal ahora mismo y mandarlo de vuelta, Colin. Faltan solo diez días para su fecha límite, lo que significa que corre mucho más peligro que yo. Me quedaré aquí y esperaré a Eileen. De todos modos tengo que decir a todos que me voy. No puedo irme sin decirles nada y tendrán que buscar a otra persona que haga mi papel. La obra se estrena dentro de dos semanas. Se lo debo… —Se quedó callada. «Tengo que despedirme de todos. De la señorita Laburnum, de Trot y de… ¡Oh, Dios mío! De sir Godfrey. No sé si podré soportarlo…»
—¿Estás bien, Polly? —le preguntó Colin.
—Sí —repuso—. Sí. —Hizo un esfuerzo por sonreír—. Me quedaré aquí y se lo diré. Luego, cuando Eileen llegue, nos reuniremos contigo en San Pablo.
El señor Dunworthy no quiso.
—Quiero esperar a que llegue —dijo, mirando a Colin, que asintió.
—Hay tiempo.
Algo había que Polly no entendía, algo no le decían.
—¿Por qué tarda tanto Eileen? —les preguntó, recordando la palidez del señor Dunworthy cuando había entrado en la sala y en la tristeza de Colin—. Decidme si le ha pasado algo.
El señor Dunworthy y Colin se miraron.
—¡Quiero saberlo!
—¿Polly? —Eileen la llamó desde el escenario—. ¿Dónde estás?
«¡Oh, gracias a Dios!», pensó Polly, volviéndose rápidamente.
Eileen salió de la derecha con el abrigo y el sombrero puestos. Seguramente había entrado por la puerta trasera. Se protegió los ojos con una mano y los entornó para ver más allá de las candilejas.
—¡Estoy aquí! —le respondió Polly y, antes de que pudiera decirle nada, Eileen bajó los escalones y echó a andar por el pasillo, preguntando:
—¿Por qué no estáis ensayando? Y ¿dónde está el resto del reparto? Espero que no me hayáis esperado para… Señor Dunworthy —se extrañó—, ¿qué hace aquí? ¿Ha pasado algo en San Pablo?
—No —la tranquilizó Polly—. Sí. ¡Oh, Eileen! ¡Es Colin! Ha venido para llevarnos a casa.
—¿Colin? —exclamó entusiasmada. Se volvió hacia él y, en cuanto lo vio, su expresión cambió.
Polly miró a Colin inquisitivamente, pero él miraba a Eileen con toda la tristeza del mundo.
«¿Qué…?», pensó, pero inmediatamente cambió de idea y decidió que lo que había tomado por tristeza no era más que asombro, porque Eileen corrió a abrazarlo.
—¡Sabía que vendrías! —gritó, feliz—. Le dije a Polly que estaban pasando cosas. —Se apartó para echarle un buen vistazo y sonrió—. ¡Y aquí estás! Les decía que no perdieran la esperanza, que no permitirías… —Se le quebró la voz—. Sabía que los sacarías a tiempo.
—Y a ti, cabeza de chorlito —le dijo Polly—. Piensa una cosa: nunca más tendrás que comer estofado de la victoria.
Eileen no le rio la broma. Miraba al señor Dunworthy con los ojos llenos de lágrimas.
—No llores —le dijo Polly—. Es un momento feliz. Los portales vuelven a funcionar y Charles está bien. No estaba en Singapur cuando llegaron los japoneses. Pudieron recuperarlo.
—Pero a Mike no —dijo Eileen, mirando a Colin.
—No.
—Cuando te he visto, he pensado que a lo mejor Mike estaba bien, que había conseguido de algún modo decirte dónde… ¿Cómo has sabido dónde estábamos? No hay nadie en Backbury ni en Townsend Brothers que lo sepa y la pensión de la señora Rickett… —Lo miró escrutadora, como si la respuesta fuera de vital importancia—. ¿Cómo nos has encontrado?
—Ya hablaremos de eso en Oxford —dijo Polly—. Tenemos que irnos antes de que arrecien las bombas.
—Tienes razón —convino Eileen—. Claro.
Pero ni Colin ni el señor Dunworthy se movieron. Se quedaron los tres allí de pie, mirándose, como si esperaran algo.
—¿Qué…? —preguntó Polly, desconcertada.
—Has dicho que tenías que decirles que te vas, Polly —dijo Colin.
—Sí, y cambiarme de ropa. ¿Queréis iros ahora mismo los tres? Ya nos veremos luego en San Pablo.
—No. —Colin miraba a Eileen—. Te esperaremos.
—Vuelvo enseguida. —Polly se fue corriendo por el pasillo, subió al escenario y salió por la derecha.
La señora Brightford intentaba reparar los destrozos que Alf y Binnie habían hecho en las ramas de zarza.
—¿Ha visto a sir Godfrey? —le preguntó Polly.
La mujer negó con la cabeza.
—Creo que ha ido a buscar un carpintero.
«¡Oh, no!» No podía irse sin decirle adiós.
—No sabrá dónde ha ido, ¿verdad?
La señora Brightford volvió a negar.
—Si vuelve, dígale que tengo que hablar con él —le pidió Polly, y se marchó apresuradamente al camerino.
Se cambiaría y luego, si todavía no había vuelto, se enteraría de si alguien sabía dónde había ido e iría a buscarlo. Y, cuando lo encontrara, ¿qué le diría? «¿Soy una viajera en el tiempo? ¿Estaba atrapada aquí, pero ha venido mi equipo de recuperación y tengo que volver a casa? ¿No tengo elección: moriré si me quedo?» Quizá fuese mejor que no lo encontrara.
Se quitó las calzas y se puso las medias, con tanto apresuramiento que se le hizo una carrera en una.
«Da igual —pensó, quitándose el jubón y poniéndose el vestido—. Ya no tendré que volver a preocuparme por las carreras ni las cartillas de racionamiento ni las bombas.» Se abrochó el vestido.
—No tendré que volver a empaquetar nada —dijo en voz alta y, de repente, inexplicablemente, se echó a llorar.
«Esto es ridículo —pensó—. ¡Si detestas hacer paquetes! Y esto es un final feliz, exactamente como uno de los de los cuentos de hadas de Trot.»
Se puso los zapatos, cogió el abrigo y el sombrero y salió del camerino poniéndoselos. De repente, vaciló. Al cabo de seis meses, quizá la señora Brightford o Viv estuvieran desesperadas por tener aquellas medias, a pesar de la carrera. Volvió al camerino, se quitó los zapatos y las medias y las dejó colgadas del espejo. Luego volvió a coger el bolso y abrió la puerta.
Ahí estaba sir Godfrey, con el uniforme y el bigote de Hitler. Vio la ropa que llevaba Polly y que se había puesto el abrigo.
—No hace falta —le dijo—. El carpintero ya viene hacia aquí. —Tras una pausa, añadió—: Nos deja. —No era una pregunta—. Su joven amor ha venido.
—Sí. Creía que no podría, que…
—… que había muerto —dijo sir Godfrey—. Pero ha llegado, a pesar de todos los obstáculos. El verdadero amor ha triunfado.
—Sí, pero yo…
Sir Godfrey negó con la cabeza para que se callara.
—No hemos coincidido en el tiempo —dijo—. No habría estado bien, lady Mary.
—No —dijo ella, deseando poder revelarle por qué no lo habría sido y quién era ella realmente. «Como Viola.»
Sir Godfrey había elegido un nombre apropiado para ella. No podía contarle por qué estaba allí ni por qué tenía que marcharse; no podía contarle que le había salvado la vida tanto como ella a él; no podía contarle lo mucho que significaba para ella. Tenía que dejar que creyera que lo abandonaba por un amor de guerra.
—Si puedo me quedaré hasta que terminen las representaciones.
—¿Y estropear el final? No sea tonta. La mitad de una buena actuación es saber cuándo hacer mutis por el foro. Nada de lágrimas —le dijo muy serio—. Esto es una comedia, no una tragedia.
Polly asintió, secándose las mejillas.
—Bien —le sonrió—. Bella Viola…
—¡Polly! —la llamó Binnie desde las escaleras—. ¡Eileen dice que te des prisa!
—¡Voy! —contestó—. Sir Godfrey, yo…
—¡Polly! —volvió a gritar Binnie.
Polly besó en la mejilla a sir Godfrey y corrió hacia las escaleras, llamando a Binnie, que estaba asomada a la barandilla, mirándola subir:
—¡Ve a decirle a Eileen que ya voy!
Binnie se marchó corriendo y Polly subió apresuradamente.
—¡Viola! —la llamó sir Godfrey cuando ya había llegado arriba—. Tres preguntas más antes de separarnos.
Polly se volvió y se asomó para mirarlo.
—¿Cuál es tu deseo, mi señor?
—¿Ganamos la guerra?
Polly había creído que después de lo de Colin nada la sorprendería ya, pero se equivocaba. «Lo sabe —pensó, asombrada—. Lo sabe desde esa primera noche en St. George.»
—Sí —le respondió—. Ganamos.
—¿Tuve yo un papel en ello?
—Sí —le dijo ella con absoluta seguridad.
—No tuve que interpretar a Barrie, ¿verdad? No. No me lo diga o me faltará valor.
Polly se rio.
—¿Era esa la tercera pregunta? —consiguió preguntarle.
—No, Polly —dijo él—. Es algo más importante.
Supo lo que era. Nunca, excepto durante aquella primera escena de El admirable Crichton, la había llamado por su verdadero nombre.
—¿Qué? —le preguntó. «¿Volveré a verte? No. ¿Te quiero? Sí, te querré siempre.»
Sir Godfrey avanzó y se agarró a la barandilla de la escalera, mirándola ávidamente.
—¿Es una comedia o una tragedia?
«No se refiere a la guerra. Se refiere a todo: a nuestras vidas y a la historia y a Shakespeare. Y al continuo espacio-tiempo.»
—Una comedia, mi señor —le dijo, sonriéndole.
Hubo un estrépito en el escenario.
—¡Alf! ¡Te he dicho que no toques nada! —oyeron gritar a Binnie.
—¡Yo no he tocado nada! El decorado se ha caído solo.
—¡El decorado! —bramó sir Godfrey—. ¡Alf Hodbin, te he dicho que no juegues con esas cuerdas!
—No intentes subirlo —dijo Binnie—. ¡Vas a romperlo!
—¡No toquéis nada! —rugió sir Godfrey, subiendo la escalera. Pasó al lado de Polly y salió al escenario.
Alf y Binnie insistían:
—¡Yo no he hecho nada! ¡Lo juro!
—«Han bajado todos corriendo a la playa» —murmuró Polly. Bajó a la sala y avanzó por el pasillo donde la estaban esperando Eileen, el señor Dunworthy y Colin.
Los tres estaban muy juntos, con la cabeza gacha, hablando, y Polly se acordó de aquella primera noche en que ella, Mike y Eileen habían estado sentados en la escalera de incendios poniéndose al día y haciendo planes.
«Voy a sacaros de esta, lo prometo», había dicho Mike, y lo había hecho. Había muerto y su muerte la había impulsado a hacer algo, lo que fuera, para que su vida tuviera sentido. Había ido a San Pablo a pedirle al señor Humphreys que la ayudara a conseguir trabajo como conductora de ambulancias, había encontrado al señor Dunworthy y había perdido toda esperanza. De no haber estado desesperada, no habría estado en el Alhambra cuando cayó la bomba en el Phoenix, no habría rescatado a sir Godfrey y el portal nunca se habría abierto.
«Nos has salvado, Mike —pensó—. Tal como prometiste.»
Se unió a los demás. Eileen había estado llorando. Se secó las mejillas y le sonrió.
—¿Estás lista? —le preguntó.
«No.»
—Sí.
—¿Seguro? —le preguntó Colin—. Sé lo difícil que tiene que resultarte. No tenemos mucho tiempo, pero sí el suficiente para que te despidas si hay alguien más a quien quieras…
«Te adoro», pensó Polly.
—No. Estoy lista. —Se volvió a mirar el escenario, donde los niños, sir Godfrey, el señor Dorming y Nelson luchaban con el caído decorado.
—¿Les echamos una mano? —le preguntó Colin.
—No. Si lo hacemos no conseguiremos marcharnos nunca. Vámonos. —Se volvió otra vez hacia el pasillo y, ¡oh, no!, llegaba la señorita Laburnum.
—Todo está solucionado, no hace falta que vaya a buscar al carpintero, Polly —le dijo—. Al final lo he encontrado y llegará enseguida. ¿Sigue atascado el telón?
—No —dijo secamente Polly.
—¡No, no, no! —bramó sir Godfrey, y la señorita Laburnum miró hacia el escenario—. ¡Oh, Dios del cielo! ¿Qué ha pasado? —Fue hacia allí.
—Tenemos que irnos —le dijo Colin a Polly en voz baja—. No tenemos mucho tiempo.
Ella asintió.
—Estoy lista —dijo.
—¿Iros? —Binnie, que estaba en el escenario hacía un segundo, se había materializado al lado de Polly—. ¿Adónde vais?
La señorita Laburnum se volvió inmediatamente y regresó por el pasillo. Alf se bajó de un salto del escenario y la siguió, con Trot… y con Nelson ladrando.
—¿Van a algún sitio? —preguntó.
«Y ahora, ¿cómo vamos a lograr irnos?», pensó Polly.
—¿Ha pasado algo? —quiso saber la señorita Laburnum, que al parecer hasta entonces no se había fijado en que Colin llevaba el uniforme de la ARP.
—Sí —dijo Polly—. Siento dejarlos, pero…
—Es el prometido de Polly —terció Eileen.
—¿Vas a casarte con Polly? —le preguntó Trot.
—Sí —contestó Colin—. A no ser que se haya enamorado de otro durante este tiempo.
—Ha venido de permiso y no lo esperábamos, señorita Laburnum —le explicó Eileen.
«¿Y se ha unido a la ARP?», pensó Polly.
Pero por lo visto a la señorita Laburnum aquello no le pareció raro, ni tampoco se lo pareció que apareciera repentinamente un prometido al que Polly jamás había mencionado.
—¡Oh, vaya! Encantada de conocerlo, señor… —Miró expectante a Polly.
—Teniente Templer —repuso por ella Eileen.
—Me alegro de conocerla por fin, señorita Laburnum —dio Colin—. Polly me ha contado lo amable que ha sido con ella.
—¿A nosotros no nos lo presentas? —preguntó Alf.
—Estos son Alf, Trot y Binnie —dijo Polly, indicándolos por turno.
—Vivien —la corrigió Binnie—. Como Vivien Leigh.
—Alf, Trot y Vivien —rectificó Polly con resignación, y Colin le estrechó la mano al niño y luego a Trot, que le preguntó:
—¿Llevaba cien años buscando a Polly?
—Casi —repuso Colin, y se volvió hacia Binnie—: es un honor conocerte, Vivien. —La saludó con solemnidad, y la niña le lanzó a Polly una mirada triunfal.
—¿Por qué no puedes actuar en la obra? —le preguntó Alf.
—¿No puede actuar en la obra? —dijo alarmada la señora Laburnum—. Pero señorita Sebastian, no puede dejarnos. ¿A quién vamos a encontrar para que haga de príncipe?
—Yo haré de príncipe —dijo Binnie—. Me sé todo el papel.
—Eres una cabeza de chorlito —le dijo Alf—. No eres lo bastante mayor.
—Sí que lo soy.
—Ya haces de hada —le recordó Eileen—, y de zarza. Eres esencial para la obra. No puedes interpretar más papeles. —Y antes de darle ocasión a Alf de protestar, le dijo—: Alf, ve a decirle al señor Godfrey que el carpintero está a punto de llegar y ayúdalo a recolocar el decorado. Llévate a Trot y a Nelson.
Era una crueldad hacerle aquello al pobre sir Godfrey, pero al menos se librarían de Alf un momento. Ahora tenían que encontrar el modo de librarse de la señorita Laburnum, que estaba diciendo:
—Nunca podremos encontrar otro príncipe a estas alturas. Piense en el disgusto que se llevarán los niños, señorita Sebastian.
—Yo no soy una niña —dijo Binnie—. Soy lo bastante mayor para hacer de príncipe. Escuche. —Abrió dramáticamente sus brazos-rama—. «Llevo muchos años buscando…»
—Calla —le ordenó Eileen—. Ve a buscar el traje de Polly y tráemelo.
Binnie se marchó corriendo hacia el escenario y Eileen se volvió hacia la señorita Laburnum.
—Yo la sustituiré.
—¡No puedes! —exclamó Polly—. Te vienes con nosotros.
En cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que había metido la pata, porque Binnie se asomó por un lado del escenario para preguntar:
—¿Qué quiere decir que te vas con ellos, Eileen? No te marchas, ¿verdad?
—No. Se refería a que iré a su boda —mintió Eileen—. Ella y el teniente Templer van a casarse y me encantaría ir, pero alguien tiene que quedarse para actuar en la obra. —Se volvió hacia Polly y Colin—. Tenéis que prometerme que me escribiréis contándome cómo ha salido el enlace.
—¿Enlace? —terció la señorita Laburnum—. ¿Se casa, señorita Sebastian? ¡Ah! En tal caso, ¡claro que debe irse! Pero ¿no podría esperar y casarse cuando terminen las representaciones? Sir Godfrey ha puesto todo su empeño en que…
Eileen cabeceó.
—No tiene tiempo. Tienen que sacar la licencia y hacer los preparativos…
Colin asintió.
—Ahora mismo iremos a ver al deán Matthews.
—Y el permiso del teniente Templer es de solo un día —añadió Eileen—. Pero no pasa nada. Yo haré de príncipe. Binnie me ayudará con el papel, ¿verdad, Binnie?
«¿Qué te propones? Aunque tengamos que irnos forzosamente, no le mientas a Binnie» —pensó Polly—. «Ya la han traicionado bastante, ya la han abandonado demasiadas veces.»
—Eileen —empezó a decirle, en tono de advertencia.
—Binnie —la cortó Eileen, ignorándola—. Ve a buscar el traje de Polly y tráemelo. Será mejor que la acompañe, señorita Laburnum. Habrá que acortar el jubón porque soy más baja que Polly.
La señorita Laburnum asintió y se alejó por el pasillo.
—Vamos, Binnie.
Binnie se quedó donde estaba.
—Me lo prometiste.
—Lo sé —repuso Eileen.
—El pastor dice que quebrantar una promesa es pecado.
«Dile que a veces es imposible mantener una promesa —pensó Polly—. Dile que…»
—El pastor tiene razón. Es pecado. No me iré, Binnie.
—¿Juras que te quedarás? —insistió Binnie.
—Lo juro —le aseguró Eileen, sonriéndole—. ¿Quién se ocuparía de ti y de Alf si yo me fuera? Ahora, acompaña a la señorita Laburnum.
Binnie fue corriendo tras ella.
Esta vez Polly esperó hasta estar segura de que no la oían y entonces dijo:
—Tendrías que haberle mentido. No es justo. Se lo debes.
—No puedo decirle eso.
—¿Por qué no?
—No me iré con vosotros.