Porque nada hay perdido que no pueda hallarse si se desea.
EDMUND SPENSER,
La reina de las hadas
Londres, primavera de 1941
—¿Estás diciéndome que Alf y Binnie son héroes de guerra? —dijo Eileen cuando Polly y el señor Dunworthy le hubieron explicado la teoría.
—Sí —reconoció Polly—. Tenías razón en eso de que son un arma secreta, pero están de nuestra parte. Saltaron delante de ti cuando perseguías a John Bartholomew y te retrasaron. Por eso te viste obligada a conducir la ambulancia esa noche y pudiste salvarle la vida al capitán Westbrook…
—Y por su culpa el tren se retrasó…
—¿Qué tren?
—Cuando veníamos hacia Londres. Dejaron en ridículo a una institutriz de nuestro compartimento y la mujer intentó que nos echaran del tren, por lo que salimos tarde de la estación. Después nos encontramos con el puente del tren destruido por las bombas y Alf dijo: «Menos mal que hemos salido tarde.» —Miró asombrada a Polly—. Me salvaron la vida. Ellos y esa institutriz.
—Y tú se la salvaste al capitán Westbrook.
—Y vosotros dos, Mike y yo ganamos la guerra… —dijo Eileen.
—Contribuimos a ganarla —puntualizó el señor Dunworthy.
—Pero no lo entiendo. Si perdieron la guerra antes de que viniéramos, entonces ¿cómo podías estar en el Día de la Victoria? No hubiera habido Día de la Victoria, ¿no?
—Sí —repuso Polly—, porque en 1945 tú ya le habías salvado la vida al capitán Westbrook y yo se la había salvado a sir Godfrey…
—Pero tú no lo habías hecho cuando estuviste en el Día de la Victoria —dijo Eileen, hecha un verdadero lío—. Ni siquiera habías venido al Blitz aún.
—Sí que había venido —le explicó pacientemente Polly—. Vine al Blitz en 1940 y fui a Trafalgar Square el Día de la Victoria al cabo de cinco años, en 1945.
—Pero, durante todos los años antes de que viniéramos, antes de que se inventaran los viajes en el tiempo… ¿la guerra se había perdido?
—No —dijo Polly—. Siempre se gana porque siempre hemos venido. Siempre hemos estado aquí. Siempre hemos formado parte de esto.
—El pasado y el futuro son parte de un único continuo espacio-tiempo —explicó el señor Dunworthy, e inició una larga y complicada exposición de la teoría del caos.
—Sigo sin entenderlo.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Binnie, entrando para anunciar que, de ahora en delante, quería que la llamaran Florence—. Como Florence Nightingale. —Además, quería ser enfermera.
Aquello puso fin a la conversación pero, a la mañana siguiente, cuando Alf y Binnie se fueron a la escuela, Eileen sacó de nuevo el tema.
—Entonces, gracias a que el señor Dunworthy tropezó con la Wren y a que Mike desatascó la hélice y a que tú salvaste a sir Godfrey, las cosas cambiaron lo suficiente como para que ganáramos la guerra, ¿no?
—Sí —dijo Polly.
—En tal caso, ya no hay razón alguna que nos retenga aquí y podemos volver a casa.
—Eileen…
—Señor Dunworthy… Según usted, todos los historiadores que han venido aquí han alterado los acontecimientos. Sin embargo, todos han vuelto a Oxford. Después de chocar con la Wren, usted volvió a Oxford. Así que, ahora que ya hemos hecho lo que supuestamente teníamos que hacer, podrán venir a recogernos, ¿no? O puede que nuestros portales vuelvan a funcionar. —Miró expectante a Polly, luego a Dunworthy y otra vez a Polly—. Tenemos que ir a comprobarlo.
—Esta mañana iré al portal de San Pablo —le prometió el señor Dunworthy.
Eileen consiguió que Polly le prometiera pasarse por el suyo de camino al teatro y se marchó para llevar en coche al general Flynn. Entonces el señor Dunworthy le dijo a Polly:
—Puede que tenga razón acerca de los portales, desde luego…
—Pero si la tuviera Colin ya habría venido.
—Sí. Que no esté aquí significa muy probablemente que nuestro papel en todo esto todavía no ha terminado.
—Lo sé —dijo Polly, pensando en lo que la mayor Denewell les había dicho a ella y a las otras FANY acerca de que todavía podían perder la guerra.
—Antes de que esto acabe se nos pedirá más —dijo Dunworthy.
«Puede incluso que la vida», pensó Polly.
Casi había muerto rescatando a sir Godfrey. La próxima vez tal vez no lo consiguiera, como los incontables rescatadores y vigilantes de la ARP y bomberos que habían muerto sacando gente de los escombros o acompañándola hasta los refugios o desactivando bombas. Tal vez simplemente la matara una bomba de alto impacto, como le había pasado a Mike, como les había pasado a todos los que habían muerto durante el Blitz y en los hospitales y en los campos de prisioneros y en las redacciones de los periódicos.
Bajas de guerra. Personas que habían aportado su granito de arena incluso con su muerte. Como Mike. Su muerte la había llevado a ella hasta la Oficina de Colocación para presentarse voluntaria para conducir una ambulancia. Así había acabado asignada a la AESN y salvando a sir Godfrey.
—Sé que hay muchas probabilidades de que no volvamos —le dijo al señor Dunworthy y, diciéndolo, se dio cuenta de que eso mismo decían los soldados cuando se marchaban al frente—. Pero no importa —dijo, y lo pensaba realmente—. Lo que importa es que sir Godfrey no murió y que no soy la responsable de que perdiéramos la guerra, y que puedo ver a la señorita Laburnum, a Doreen y a Trot sin provocarles la muerte. Si me matan a mí, no seré la única que habrá muerto durante la Segunda Guerra Mundial. Lo único que lamento es haberlo metido a usted en esto.
—Nos hemos metido mutuamente en esto y todavía podemos salir.
—Y si no, le pararemos los pies a Hitler. —Le sonrió.
—Eso hicimos, de hecho —dijo él, que de repente parecía haberse quitado varios años de encima—. Y, como San Pablo, seguimos en pie, al menos de momento. Hablando de lo cual, cuando vaya allí a comprobar si funciona el portal, tengo intención de pedir que me acepten como voluntario. Siempre he querido ser vigilante de incendios y contribuir a salvar la catedral… —Calló de repente, con una mirada extraña.
—¿Qué pasa? ¿Se encuentra mal?
—No. Es que acabo de darme cuenta de… Creo que puede que ya haya contribuido a salvar San Pablo. La noche de mi llegada, tropecé con una bomba extintora. Dos vigilantes bajaron a investigar el origen del ruido y encontraron una incendiaria que había traspasado el tejado. Si yo no hubiera estado allí…
—La habrían descubierto demasiado tarde y el fuego… —Polly calló también de golpe, pensando en el fuego de la mesa que había extinguido ella la noche que intentaban encontrar a John Bartholomew.
—Y, si ya la salvé con mi presencia, puedo volver a hacerlo —dijo el señor Dunworthy—, aunque solo pueda estar dos semanas en San Pablo. Pero vas a tener que ayudarme a convencerlos… y a convencer a Eileen.
Convencer a Eileen resultó ser lo más difícil.
—Es peligroso —dijo—. El transepto norte…
—No lo bombardearán hasta el dieciséis de abril —arguyó el señor Dunworthy—. Esa noche llamaré y diré que estoy enfermo.
—¿Qué hay de los bombardeos masivos del diez y el once de mayo? Dijo usted que toda la ciudad…
—San Pablo no fue alcanzada ninguna de esas dos noches —la tranquilizó él.
«¡Da igual! —tenía ganas de gritarle Polly—. No estará aquí. Su fecha límite ya habrá pasado y a mí no me quedarán más que dos semanas.»
Si tenía alguna labor pendiente, tenía que realizarla entre aquel momento y el final del Blitz. Después los bombardeos serían esporádicos, así que habría muchas menos víctimas. Eso significaba que su fecha límite no era a final de 1943 sino el once de mayo. Pero no podía decírselo a Eileen. En primer lugar, no la creería. Además, la tarea que tenía entre manos era convencerla de que permitiera al señor Dunworthy unirse a los vigilantes de incendios, así que dijo:
—San Pablo no sufrirá más daños hasta 1944, durante los ataques con V-1 y V-2.
—Si no va a sufrir más daños, ¿por qué tiene que unirse a los vigilantes, señor Dunworthy? —persistió Eileen.
—Porque tal vez sea yo quien evitó los daños —repuso Dunworthy, sin que le sirviera de nada.
—No —se negó Eileen, categórica—. Es demasiado peligroso. Las incendiarias y los tejados… Podría caerse.
—Ningún vigilante resultó herido ni murió en 1941 —le dijo el señor Dunworthy.
Polly se preguntó si aquello no era mentira y si el señor Dunworthy no tendría tanta esperanza de morir en San Pablo como de trabajar allí.
—Si estoy en la catedral, podré comprobar el portal cuando no haya nadie cerca —arguyó el señor Dunworthy.
Eileen al final cedió, aunque insistió en acompañarlo a la ida y a la vuelta todas las noches que tuviera turno.
—Puede que San Pablo sea un lugar seguro —le dijo—, pero tendrá que ir y volver. No estoy dispuesta a permitir que ninguno de los dos muera cinco minutos antes de la llegada de los equipos de recuperación.
—De acuerdo —convino él.
Le permitió acompañarla todas las noches menos la del diecisiete, en que mandó a Eileen a hacer un recado y lo acompañó Polly para que la otra no viera los daños del bombardeo de la noche anterior.
—Abrió un cráter en el suelo —le contó a Polly—. Si lo ve Eileen, temo que no me deje seguir trabajando de vigilante.
—Y que se entere de que no es usted capaz de acceder a su portal —dijo Polly, adivinando sus verdaderos motivos.
—Cierto. No puedo.
—Cuando llegaron a San Pablo, el señor Humphreys estuvo encantado de ver a Polly.
—Señorita Sebastian, sin duda es usted una enfermera de primera. El señor Hobbe parece casi por completo restablecido. —Insistió en enseñarles el transepto norte o, más bien, la montaña de trozos de escayola, vigas quebradas y pedazos de mármol que impedía acceder a él—. Aunque creo que podría haber sido peor —dijo.
«Muchísimo peor —pensaba Polly yendo hacia el Alhambra esa noche, con la imagen en mente de un Hitler invicto, imparable, arrasando a su paso Inglaterra y el resto del mundo. Y el futuro—. Pero lo detuvimos. Ganamos la guerra.»
—Pareces un gato que se ha comido el canario —comentó Tabbitt—. ¿Has conocido a un médico guapo en el hospital?
—Estás de un buen humor tremendo para ser alguien que ha estado a punto de palmarla —le dijo Hattie.
Todos los de la troupe notaron también su ligereza de espíritu.
—Estás tú muy contenta —le dijo Viv cuando fue al teatro para el primer ensayo de la comedia musical.
—Es que me alegro mucho de veros.
Sir Godfrey y la señora Wyvern no solo habían encontrado otro teatro, el Regent, para representar la obra, sino que habían conseguido que el señor Tabbitt dispensara a Polly de actuar en las matinés mientras estuviera en cartel y que todos los de la troupe participaran en la obra. La señorita Laburnum sería la narradora, la señora Brightford la reina, madre de la Bella Durmiente. Por su parte, el rector sería el rey y una de las dos mitades del caballo del príncipe. La otra le había tocado a Viv. Nelson era el perro del príncipe y la señorita Hibbard ayudaba con el vestuario.
—Nosotros también nos alegramos de verla, querida —dijo.
—Y de verla tan bien después de esa ordalía —añadió el rector.
—Es el clima primaveral —comentó la señorita Laburnum—. Me he dado cuenta de que la primavera siempre alegra a la gente.
—Yo digo que es un hombre —dijo Viv.
—Bueno, sea lo que sea, le sienta bien —dijo la señora Brightford—. Está usted radiante.
Sin embargo, entre bastidores sir Godfrey le dijo:
—¿A qué se debe ese buen humor? Ese talante es peligroso. ¿Está segura de estar completamente recuperada de sus esfuerzos para salvarme? A lo mejor deberíamos posponer el estreno.
—No, mejor que no —dijo ella. Y viendo cómo la miraba, añadió—: Lo que quiero decir es que puede que el teatro no esté disponible una semana más. Además, ASEN puede que me mande a provincias en mayo. A Bristol no —añadió precipitadamente—. No hay necesidad de posponer nada. Estoy bien.
Era cierto. Solo lamentaba no poder volver a ver a Colin y la angustiaba cómo se sentiría por no haber podido rescatarlos a ella ni al señor Dunworthy.
«No ha sido culpa tuya —deseaba poder decirle—. Sé que habrías venido a rescatarme de haber podido.»
Sir Godfrey la estaba mirando con preocupación.
—Por el hecho de haber escapado a la muerte una vez —le dijo—, no significa que no lo intente de nuevo. No soportaría perderla.
—Únicamente porque tendría que encontrar a otro príncipe —le dijo ella, sonriendo.
Aquello pareció tranquilizarlo, porque recuperó su personalidad de tirano de la dirección escénica y se puso a gritarle a todo el mundo y a darle órdenes al señor Dorming, al que habían reclutado para pintar los decorados. Las tres pequeñas de la señora Brightford estaban asimismo en el equipo y, cuando empezaron los ensayos, a pesar de las protestas de Polly, también Alf y Binnie.
—¡Oh, no creo que sea una buena idea! —dijo cuando la señora Wyvern lo sugirió.
—Es una idea estupenda —insistió la señora Wyvern—. La obra es en beneficio de los huérfanos del East End. ¿Qué puede haber mejor que tener auténticos niños del East End en el reparto? Pueden salir en la escena del bautizo.
—Somos hadas —le dijo Binnie muy orgullosa al señor Dunworthy.
—Yo no —dijo Alf—. Las chicas son hadas. Yo soy un duende. Y una zarza. La primera zarza.
—Mentiroso —dijo Binnie—. Todas las zarzas son iguales. Yo llevaré un bonito vestido y alas.
«Eso si antes sir Godfrey no te estrangula», pensó Polly, lo que parecía bastante probable. Molestaban a Nelson, saltaban en la cama de la Bella Durmiente y se atizaban con las varitas de las hadas y las espadas de atrezo.
—¡Esas espadas son un préstamo del Shakespeare Memorial! —les había gritado sir Godfrey—. ¡Al próximo que pille con una se la va a cargar!
Aquello no hizo mella en los niños. Polly tuvo que pedirle a Eileen que la acompañara a los ensayos para que evitara que destruyeran el teatro, y la señora Wyvern la convirtió rápidamente en apuntadora.
—Al menos cuando llegue el equipo de recuperación estaremos todos en el mismo lugar —comentó alegremente Eileen.
Se había negado a perder la esperanza, aunque a esas alturas era obvio que nadie había podido llegar hasta ellos.
—El bombardeo de San Pablo debe ser un punto de divergencia —decía—, y el equipo de recuperación no puede venir hasta que haya pasado.
Nada sucedió el dieciséis ni el diecisiete.
El día dieciocho, Eileen dijo:
—Como nosotras ya no estamos en Oxford Street y la pensión de la señora Rickett ya no existe y el pastor no está en Backbury, no tienen modo de encontrarnos. Tenemos que ir a Townsend Brothers y dejarles nuestra actual dirección. ¿Crees que debería escribirle al teniente Heffernan, a la escuela de tiro de la mansión?
«Da lo mismo —pensó Polly—. Si fueran capaces de venir ya lo habrían hecho hace mucho. Saben que la fecha límite del señor Dunworthy es el primero de mayo.» Además, el cielo estaría despejado durante las tres noches siguientes. Haría un tiempo perfecto para bombardearlos.
—Escribiré a la mansión esta noche, cuando lleguemos a casa. A lo mejor han movido la zona de tiro y podemos llegar a Backbury para usar mi portal.
«Tampoco se abrirá —pensó Polly, deseando decirle a Eileen—: no te sientas culpable de que no hayamos podido marcharnos a tiempo. No es culpa tuya.» Pero en aquel momento Eileen dijo:
—Nos sacarán. Ya lo verás. En este preciso momento se están haciendo montones de cosas, hay un montón de gente trabajando para rescatarnos.
Y Polly no tuvo el valor de decírselo. Así que, cuando Eileen salió para acompañar al señor Dunworthy a San Pablo, escribió lo que había querido decir en una nota y añadió a la lista de su implante las fechas, el momento y el punto de impacto de cada V-1 y V-2. La copió, por si el original quedaba destruido cuando ella muriera y escondió la copia en el ejemplar de Asesinato en el Orient Express de Eileen. Metió el original en un sobre dirigido a Eileen y luego metió este y la litografía semicalcinada de La luz del mundo en un segundo sobre que se guardó en el bolsillo del abrigo.
El dieciocho tampoco sucedió nada.
El diecinueve, Eileen dijo:
—Mañana quiero que me enseñes el portal de Hampstead Heath. Si el día dieciséis fue realmente un punto de divergencia, puede que esté lo bastante lejos de Londres para no haber resultado afectado. —Se puso el abrigo—. Nos encontraremos en el teatro. Tengo que acompañar al señor Dunworthy a San Pablo porque esta noche está de guardia. Dile a la señora Wyvern que escondí las varitas mágicas y las ramas de zarza encima del armario del vestuario, para que los niños no pudieran cogerlas.
—¿Van contigo Alf y Binnie?
—No —dijo Eileen, pero armaron tal escándalo que se los llevó.
Fue un alivio para Polly, aunque llegaran tarde al ensayo y sir Godfrey descargara sobre ella su ira, porque mientras estuvieran con Eileen estarían a salvo, o al menos más a salvo que con ella. Y el señor Dunworthy estaría a salvo en San Pablo. La catedral no había sido alcanzada por las bombas a partir del dieciséis. Eso implicaba que Dunworthy moriría durante el trayecto de regreso a casa o en casa. Era posible que ella muriera al mismo tiempo, aunque esperaba que no. Le habría gustado poder actuar en la comedia de sir Godfrey. Le encantaba actuar en ella, a pesar del desprecio de sir Godfrey por las comedias musicales, posiblemente porque sería lo último que haría. En el teatro olvidaba los días que transcurrían implacablemente, olvidaba la guerra y las despedidas y la muerte. Se limitaba a pensar en el papel y los trajes y a intentar evitar que Alf y Binnie destrozaran todo lo que tocaban.
Aquellos dos habían conseguido no solo crear el caos entre bastidores todas las noches desde que se habían unido al reparto, sino corromper a los demás niños que salían en la obra. Sobre todo a Trot, que a la semana de estar con los Hodbin llevaba los lazos deshechos y las mejillas rosadas sucias. Cuando Polly llegó al Regent la oyó gritar: «¡Yo no soy una cabeza de chorlito!» Tras lo cual golpeó a sus hermanas con la varita mágica mientras Nelson ladraba furioso. La señorita Laburnum admitió compungida habérsela dado «para que se acostumbrara a usarla» pero que tal vez había sido un error. Por la misma razón le había dado a la señora Brightford (la reina) su traje real y había obligado a sir Godfrey (el Hada Mala) a ponerse su bigote de Hitler «para ver si tiende a caérsele».
—Señora, tengo más de cincuenta años de experiencia en llevar bigote falso. ¡Jamás se me ha caído ninguno! —gritaba, sin notar siquiera la ausencia de Alf y Binnie.
Media hora más tarde, Polly los vio entrar por la puerta trasera. Iban solos.
—¿Dónde está Eileen? —les preguntó—. ¿No ha vuelto con vosotros?
—Uh, uh… —dijo Alf, enfilando por el pasillo central.
—¿Por qué no?
—Ha dicho que tenía que hacer una cosa —dijo Binnie—. Que viniéramos nosotros para no llegar tarde.
—Y que no la siguiéramos —añadió Alf.
—¿La habéis seguido?
—¡No! —exclamó Alf con cara de inocente.
—Lo hemos intentado —dijo Binnie—. Pero era demasiado rápida para nosotros, así que nos hemos venido.
«Ha ido otra vez a mi portal», pensó Polly, deseando que no lo hubiera hecho. Las sirenas habían empezado a sonar cuando ella iba hacia el teatro y oía el zumbido de los aviones y el estruendo de las bombas a lo lejos. Lo lógico era pensar que a Eileen no le pasaría nada, que sobreviviría hasta el Día de la Victoria, pero no podía evitar escuchar ansiosamente los aviones intentando descubrir si sobrevolaban Kensington. Parecían estar sobre el East End.
Entre bastidores, la señorita Laburnum le entregó su traje de príncipe, con cinturón y funda, «para que pueda acostumbrarse a llevar espada». Cuando Polly arguyó que tenía que salir a escena, le dijo:
—Hay tiempo más que suficiente. La cortina de amianto está atascada. Llevan media hora intentando levantarla. Sir Godfrey está que trina.
Lo estaba.
Cuando Polly salió al escenario vestida con jubón y calzas, le estaba gritando al rector una escena todavía más grotesca dado que la señorita Laburnum había insistido en que sir Godfrey se probara el traje. Con el uniforme de Führer y el bigote de Hitler, tenía un aspecto bastante amenazador.
—¡Vivien Leigh vendrá a las diez para ensayar sus escenas y, no solo no estarán preparadas sino que ni siquiera podrá subir al escenario! —gritaba—. Más vale que Alf y Binnie no sean los responsables de esto.
—Acaban de llegar —dijo Polly, aunque aquello no probaba su inocencia ni de lejos. Fácilmente podían haber trabado la cortina la noche anterior.
«Son una fuerza benigna —se recordó—. Le salvaron la vida al capitán Westbrook. Se la salvaron a Eileen. Contribuyeron a la victoria.» Sin embargo, le costaba convencerse de ello, sobre todo porque los encontró batiéndose en duelo entre bastidores con la espada del príncipe y uno de los pinceles cargados de pintura fresca del señor Dorming.
El rector y el señor Dorming por fin lograron que funcionara la cortina, pero cuando intentaron levantar el telón pintado con el bosque y el castillo para la escena de la transformación, se atascó.
—Quizá deberíamos llamar a un carpintero —sugirió tímidamente la señorita Laburnum.
—Y ¿dónde exactamente vamos a encontrar uno a estas horas y en pleno bombardeo? —dijo sir Godfrey, gesticulando con su fusta—. ¡También podríamos llamar a la morsa![2] —El bigote le temblaba—. O a la liebre de marzo, lo que sería más que apropiado en esta casa de locos. ¡Y bien! ¿A qué espera? —le gritó a la encogida señorita Laburnum—. ¡Vaya a atrapar una estrella fugaz! ¡Consiga una raíz de mandrágora!
La señorita Laburnum se marchó apresuradamente a buscar un carpintero y sir Godfrey se volvió hacia Polly.
—Sabía que jamás tendría que haber consentido montar esta obra, Viola.
—A mí me parece que podríamos haber hecho Rapunzel —dijo Trot—. Tiene una torre.
Sir Godfrey, con el hitleriano bigote tembloroso, levantó amenazadoramente su fusta.
—Y una bruja —añadió Trot.
—Trot, ve a buscar a los niños, sé buena chica —le dijo Polly, sacándola del radio de alcance de sir Godfrey, a quien comentó—: podemos hacer la presentación y representar casi todo el primer acto delante del telón de amianto y luego, cuando llegue el carpintero, ya representaremos la escena de la transformación.
—Muy bien. ¡Abajo la cortina! ¡Presentación! —gritó—. Todo el mundo a su… —Se oyó un estrépito metálico—. ¡Alf! —bramó sir Godfrey.
Alf salió al escenario, con una de las espadas, un poco torcida.
—No he tocado nada. Se ha caído sin más. Lo juro.
«Contribuyeron a la victoria», se recordó Polly.
—Si alguno de vosotros, mocosos, toca algo más… lo que sea… —dijo sir Godfrey, tan furioso que parecía a punto de sufrir una apoplejía— le cortaré la cabeza y la clavaré en la puerta del teatro para que sirva de advertencia al resto.
Incluso Alf parecía impresionado.
—¡Dame esa espada y ve a sentarte en la primera fila! ¡Preparado todo el mundo!
Polly se situó delante del telón de amianto y ensayó su presentación ante el público de la primera fila, formado por Alf, Binnie, una escéptica y beligerante Trot con los brazos cruzados sobre el pecho y Nelson. Les dio la bienvenida, les dijo que estaban a punto de ver cosas milagrosas y les aseguró que, a pesar de las apariencias, habría un final feliz.
—Su maldad no triunfará —dijo—, será el Führer quien se vuelva loco.
El público aplaudió. Trot no, sin embargo, que por lo visto seguía enojada porque no iban a representar Rapunzel.
—Y ahora, pasemos a nuestro cuento —dijo Polly, señalando hacia el telón—. La historia empieza en un castillo real donde viven un rey, una reina y su hija recién nacida.
El telón, por suerte, se alzó, dejando ver a la señora Brightford con una corona y una muñeca en brazos.
—¿Dónde demonios está el rey? —preguntó sir Godfrey, saliendo furibundo al escenario.
—¿Se refiera al rector? —dijo Binnie—. Se ha ido con la señorita Laburnum a buscar al carpintero.
—«Mi reino por un caballo» —murmuró sir Godfrey—. ¡Señor Dorming!
El señor Dorming apareció por un lado del escenario, con un bote de pintura y un pincel.
—Usted hará de rey.
—No me sé el papel —dijo Dorming.
—¡Apuntadora! —rugió sir Godfrey.
—Eileen no ha llegado todavía —dijo Polly.
—Yo haré de rey —dijo Binnie, corriendo hacia el escenario—. Me sé el papel enterito. —Se acercó a la señora Brightford—. Mi reina, debemos celebrar un gran bautizo e invitar a todas las hadas del reino. —Se volvió hacia sir Godfrey—. ¿Lo ve?
El actor puso los ojos en blanco y le indicó por gestos que prosiguiera.
Lograron terminar aquella escena y la siguiente, que incluía, por alguna razón, una canción y un baile de los Tres Osos, pero necesitaban para el bautizo a la señorita Laburnum y el rector, ninguno de los cuales había vuelto aún.
Eileen seguía sin llegar y Polly escuchaba con nerviosismo las bombas. Parecían estar cayendo en Chelsea y desplazándose hacia el noroeste. Hacia Kensington y el portal de Polly.
—He dicho que vamos a ensayar la escena del príncipe —decía sir Godfrey—. A no ser que las zarzas nos hayan abandonado también.
—Perdón —dijo Polly, y fue a buscar a los niños.
Estaban entre bastidores, de pie en la cama de la Bella Durmiente. Alf y Binnie les estaban enseñando a Trot y al resto de zarzas a golpear y parar los golpes con las ramas.
—A escena. Ahora mismo —les ordenó Polly.
Saltaron de la cama, se colaron por debajo del decorado y formaron una fila más o menos recta, con las ramas cruzadas sobre el pecho.
—¿Dónde está Nelson? —preguntó Alf, dispuesto a ir a buscarlo.
—¡Alto! —tronó sir Godfrey—. Hacedlo sin el perro.
—Pero…
—¡Ya! —les ordenó.
Polly dijo, muy seria:
—Llevo muchos años buscando a esta bella princesa de quien he oído hablar. —Se acordó de Colin—. He cabalgado muchos kilómetros…
—Príncipe Valiente —la interrumpió sir Godfrey—. Esto es una comedia, no una tragedia.
—Lo siento —se disculpó Polly, poniendo cara de esperanzada—. Llevo muchos años buscando a esta bella princesa…
—Espera —dijo Alf—. Se supone que es la Bella Durmiente, ¿no? Y se supone que nosotros la guardamos, ¿no?
—Sí —le respondió sir Godfrey, echando chispas.
—Bueno pues… ¿dónde está?
—Estará aquí a las diez —dijo sir Godfrey—. Si vivo hasta entonces.
—Yo haré de Bella Durmiente —se ofreció rápidamente Binnie—. Me sé el papel.
—No tiene papel —dijo Alf—. Duerme.
Pero Binnie ya arrastraba la cama por debajo del decorado. Se tumbó en ella, con los brazos pudorosamente cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados.
Polly temía que sir Godfrey estallara, pero se limitó a hacerle un gesto para que siguiera.
—He cabalgado muchos quilómetros —dijo, con la mano en la vaina de la espada—. ¿Qué diabólico y oscuro bosque es este? ¿Qué arbustos son esos?
—¡Somos zarzas! —dijo Alf—. ¡No dejamos pasar a ningún hombre!
Trot se adelantó.
—¡Nuestras espinas te desgarrarán!
—No me dan miedo vuestras espinas —dijo Polly.
—¡No somos zarzas comunes! —gritó Bess.
—¡Somos zarzas nazis! —proclamó Alf—. ¡Yo soy Goebbels! —Abrió sus brazos-rama para enseñar la fotografía del ministro de propaganda nazi que llevaba en el pecho.
—¡Yo soy Göring! —dijo Bess.
—¡Yo soy…! —Trot pasó el peso del cuerpo de un pie al otro, con el ceño fruncido. Luego miró a Polly—. Yo soy…
—Himmler —le susurró Polly, pero no sirvió de nada.
—¿Quién soy? —preguntó Trot, lastimeramente.
—¡Eres Himmler, cabeza de chorlito! —le gritó Binnie, incorporándose en la cama.
—¡Cabeza de chorlito tú! —gritó Trot, y golpeó a Alf, que estaba a su lado, con una rama.
—¿Por qué no ha llegado aún la apuntadora? —dijo sir Godfrey, saliendo en tromba al escenario.
—No lo sé —repuso Polly—. Temo que…
—¿Quieres que vaya a buscarla? —se ofreció Alf.
—¡Ni hablar! —saltó sir Godfrey—. ¡Señor Dorming! Necesito que haga de apuntador.
El señor Dorming asintió, dejó el pincel y el bote en el suelo, donde Alf casi seguro que lo volcaría y fue a buscar el libreto.
—¡Ya basta! —le dijo sir Godfrey a Trot, que seguía aporreando a Alf—. ¡Por Dios! Era más fácil llevar Birnam Wood a Dunsinane[3] que conseguir que vosotros seis representéis una escena de cinco minutos. ¡A la fila! —les ordenó. Y miró a Binnie—: Acuéstate. Empecemos otra vez, desde «¡Somos zarzas nazis!».
Seguramente sir Godfrey le había metido el miedo en el cuerpo a Trot, porque la niña dijo su frase y, durante La canción de las zarzas, lo que tenía que decir sobre la Fortaleza Europa y, al final, se adelantó y le tendió las ramas a Polly sin cometer ni la más mínima equivocación.
—No podéis impedirme el paso —dijo Polly, blandiendo su espada—. Os talaré con mi fiel espada Churchill. ¡En guardia!
—¡Oh, no! —gritaron los niños, y cayeron amontonados.
—¡No, no, no! —dijo sir Godfrey, saliendo de nuevo al escenario—. Todos a la vez no.
Los niños se levantaron.
—Tenéis que caer uno tras otro, como piezas de dominó. —Le puso la mano en la cabeza a Bess—. Tú primero, luego tú y tú, hasta el último de la fila.
—Tampoco han levantado las ramas como tendrían que haber hecho —comentó Binnie, sentándose en la cama.
—Yo sí que… —dijo Alf, pero la mirada de sir Godfrey lo dejó mudo.
—Las ramas en alto —le dijo. Luego se volvió hacia Binnie y le gritó—: Vuelve a dormir. No muevas ni un pelo hasta que te besen. —Cuando pasó junto a Polly le susurró—: Hay una razón por la que Shakespeare nunca incluía niños en sus obras.
—Olvida a los principitos.
—A quienes tuvo el buen juicio de asesinar en el segundo acto. ¡Otra vez!
Polly asintió, desenvainó y avanzó.
—Y mi fiel escudo…
Hubo un estrépito detrás del escenario. Polly miró inmediatamente a Alf, que ponía cara de bueno.
—¿Qué más va a pasar hoy? —dijo sir Godfrey, que se marchó en tromba hacia el origen del ruido, gritando—: ¡no me sigáis! ¡Cuándo vuelva, quiero que hayáis terminado esta escena y la siguiente! Y que alguien me avise en cuanto llegue ese carpintero.
Los niños los observaron marcharse con interés.
—Poneos de nuevo en fila —les dijo Polly—. Cruzad las ramas. —Enarboló la espada—. Y mi fiel…
Ruido al fondo de la sala y apareció un hombre en la puerta.
«Gracias a Dios —pensó Polly, yendo hacia el borde del escenario, con la espada todavía en alto—. El carpintero.»
Pero no era el carpintero, sino el señor Dunworthy. Llevaba el abrigo sin abrochar, la bufanda torcida y no se había puesto el sombrero.
—Señor Dun… Señor Hobbe. —Polly intentaba ver a pesar de la penumbra de la sala—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué ocurre?
No le respondió. Dio un paso vacilante.
«¡Dios mío! Está herido», pensó Polly. Alf se materializó a su lado.
—¿Le ha pasado algo a Eileen? —le preguntó.
El señor Dunworthy intentaba hablar pero no lo conseguía. Avanzó otro paso y Polly le vio la cara. Estaba pálido y aturdido.
«No, Eileen no. No puede ser. El señor Dunworthy y yo somos los que tenemos una fecha límite. Ella sobrevivió a la guerra. Ella…»
Binnie, arrastrando la ropa de cama, la adelantó.
—¿Dónde está Eileen? —le preguntó a Dunworthy, levantando la voz—. ¿Le ha pasado algo?
El señor Dunworthy negó con un gesto.
«Gracias a Dios.»
—¿Está usted bien? —le preguntó Polly.
—Estaba en San Pablo… —repuso él, con la cabeza alzada hacia el escenario, y luego se volvió hacia la puerta por la que había entrado. En el umbral había un joven que enfiló por el pasillo.
Polly vio que llevaba el brazalete y el casco de la ARP. Se había quitado este último y lo sujetaba con ambas manos.
«¡Dios mío! Es Stephen.»
No podía serlo, sin embargo. Stephen ni siquiera la conocía todavía. No se conocerían hasta 1944. Además, el vigilante tenía el pelo rojizo, no moreno.
—Polly —dijo.
—¡Sir Godfrey! —gritó Trot desde un lado del escenario—. ¡Ha llegado el carpintero!
—¡No es el carpintero, cabeza de chorlito! —le gritó Alf—. Es un vigilante de bombardeo.
«No, no lo es», pensó Polly. Tampoco era Stephen. La espada que había seguido empuñando todo aquel rato sin darse cuenta se le cayó al suelo. Era Colin.