MIRANDA: ¿Qué perfidia nos hizo salir de allá? ¿O fue una suerte que viniéramos?

MIRANDA: ¿Qué perfidia nos hizo salir de allá?

¿O fue una suerte que viniéramos?

PRÓSPERO: Ambas cosas, hija.

WILLIAM SHAKESPEARE,

La tempestad

Londres, primavera de 1941

El personal del hospital tardó otro cuarto de hora en atrapar a Alf y Binnie, durante el cual Polly pudo asegurarle nuevamente a sir Godfrey que sí, que actuaría en la comedia musical, siempre y cuando él encontrara otro teatro para representarla, volver corriendo a su sala, quitarse la bata oriental, acostarse y esperar acostada con tanta cara de inocente como Alf y Binnie cuando los entraron a rastras.

—¿Conoce a estos niños? —le preguntó la jefa de enfermeras.

—Los tengo yo en acogida —dijo Eileen, entrando—. Les he dicho que se quedaran en la sala de espera mientras visitaba a Polly. Estaban muy preocupados por su tía —le explicó.

Alf asintió.

—Teníamos miedo de que se hubiera muerto.

—Ya nos hemos quedado huérfanos una vez, ¿sabe? —dijo Binnie, sorbiéndose los mocos.

Alf le dio unas palmaditas cariñosas a su hermana.

—No tenemos a nadie que cuide de nosotros, solo a la tía Eileen y la tía Polly.

—Siento que hayan intentado subir para verme —dijo Polly—. Saben bien…

—¿Intentado subir a la sala? —exclamó la jefa—. Han dejado el hospital entero patas arriba. Han estado correteando por los pasillos, aterrorizando a los pacientes, rompiendo…

—Solo intentábamos atrapar la serpiente de Alf antes de que alguien se llevara un susto —dijo Binnie.

—¿Una serpiente? —dijo la jefa de enfermeras—. ¿Habéis dejado una serpiente suelta por el hospital?

—Claro que no —dijo Binnie, toda inocencia—. Se ha escapado solita, ¿verdad?

—Pero no se preocupe, que la hemos atrapado —dijo Alf, sacándose una serpiente del bolsillo y balanceándola delante de la mujer, que se puso pálida.

—Quiero a estos dos niños… y a su serpiente… fuera de este hospital inmediatamente.

—Sí, enfermera —dijo Eileen, y empujó a los niños para que salieran.

—Temo que vuelvan —dijo Polly—. Me tienen mucho apego.

Al cabo de un cuarto de hora la habían declarado oficialmente recuperada, le habían dado el alta y permitido llamar a alguien (aunque a Eileen no) para que le trajera ropa y el bolso.

Polly llamó por teléfono a Hattie y, hasta que su compañera de escenario llegó, pasó el rato pensando en todo lo sucedido e intentando que encajara en el rompecabezas. Porque había llevado en coche a Stephen, Paige Fairchild había ido con ella a Croydon y parado el coche para tener una conversación seria con Polly. De no haberlo hecho, no habrían estado allí en el momento en que impactó el V-1 ni habrían encontrado al hombre del pie cercenado. ¿También él habría sobrevivido?

«Espero que sí —pensó, recordando cómo la agarraba, cómo le decía que lo sentía—. Como yo le decía a sir Godfrey que sentía haber propiciado su muerte.»

Sin embargo, el hombre de Croydon no había sido el culpable de la muerte de nadie sino al contrario. Si Paige no hubiera estado trayendo el botiquín, habría estado en la ambulancia cuando la destruyó el V-2 y habría muerto. Por tanto, ¿por qué le había dicho que lo sentía…?

—¡Oh! ¡Gracias a Dios que estás bien! —dijo Hattie, entrando en tromba en la sala—. ¡Tenía tanto miedo…! No paraba de repetirle al oficial de incidente que Reggie te había visto entrar corriendo en el Phoenix, pero tardé una eternidad en convencerlo. —Le entregó la ropa a Polly—. Tabbitt dice que no tienes que actuar esta noche ni mañana.

«Bien. Así tendré tiempo para ir a St. Bart.»

Cuando llegó a casa, sin embargo, Eileen no quiso saber nada del asunto.

—Te acuestas y punto. Acabas de salir del hospital. Iré yo. ¿De qué quieres que me entere?

—De cómo se llamaban las personas a las que llevaste a St. Bart la noche del veintinueve, sobre todo el del oficial que se estaba desangrando y cuya muerte evitaste, y de toda la información que puedas recabar acerca de esa gente y lo que fue de ellos cuando salieron del hospital, en caso de que salieran.

—Crees que hice algo que hará que perdamos la guerra, ¿verdad? —le preguntó angustiada Eileen.

—No. Creo que puede que hicieras exactamente lo contrario, pero necesito pruebas. ¿Dónde están Alf y Binnie?

—En la escuela.

—¿Y el señor Dunworthy?

—Durmiendo por fin. No lo despiertes. Ha estado muy preocupado.

—Pero es que tengo que preguntarle una cosa…

—Ya se la preguntarás cuando yo vuelva —repuso Eileen categórica, y obligó a Polly a acostarse.

—Espera. Antes de irte… ¿Dijiste que Alf fue el que daba las indicaciones esa noche? ¿Cómo es posible que conociera las calles?

—Aprendió anotando los aviones que avistaba. Se ha pasado horas leyendo los mapas de Londres y de toda Inglaterra.

—¿Dónde los consiguió? ¿Se los diste tú?

—No, el pastor. Fue durante la cuarentena. Alf me estaba volviendo loca y le pedí al señor Goode que, por favor, trajera algo para mantenerlo ocupado.

Y si Eileen no hubiera estado allí, nada de aquello hubiera podido suceder. Alf no habría conocido las calles y Binnie no habría sabido conducir, ni siquiera habría estado viva.

Todo encajaba a la perfección, como si hubiera sido planeado de antemano, algo así como: «Pasos para salvar a la víctima de un bombardeo durante una incursión aérea.»

—Descansa hasta que vuelva —le dijo Eileen.

Polly prometió hacerlo y Eileen se fue.

Polly esperó cinco minutos, por si volvía para comprobar que cumplía su promesa, se vistió y se encaminó hacia la escuela de Alf y Binnie, donde le dijo a la directora que debía llevárselos a casa.

—Es una emergencia —le explicó, lo que era cierto.

La directora mandó a un alumno a buscarlos.

—¿Dónde está Eileen? —preguntó Binnie en cuanto vio a Polly.

—En St. Bart.

Binnie palideció.

—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó Alf con la voz ronca.

—¡No! Está estupendamente. La he mandado allí para que se entere de algo.

—¿Lo juras?

—Lo juro.

Binnie recuperó el color.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —le preguntó Alf.

—Quiero llevaros a comer un dulce, para agradeceros lo que hicisteis por mí en el hospital.

—¿Qué clase de dulce? —preguntó el niño, suspicaz.

Eso no se le había ocurrido a Polly, pero los Hodbin sabían exactamente dónde ir. Polly compró un helado a cada uno y luego inició su interrogatorio.

—Este otoño, ¿fuisteis alguna vez a la estación de San Pablo?

Binnie, que tenía la boca llena, dijo que no, pero Alf ya estaba diciendo:

—Ese guardia estaba mintiendo. No habíamos hecho nada. Él me dio ese chelín por decirle en qué estación estaba, y luego el guardia vino y dijo que le habíamos vaciado los bolsillos, pero no era verdad. No va a meternos en la cárcel, ¿verdad?

—No lo sé —repuso Polly, con expresión valorativa—. Si el guardia dice que vosotros lo hicisteis… ¿Recuerdas qué aspecto tenía el caballero que te dio el chelín? Si logramos dar con él, tal vez se avenga a hablar con la policía…

—No era un caballero —dijo Alf—. Era un chico.

—¿De qué edad?

Alf se encogió de hombros.

—No sé.

—Mayor que nosotros —dijo Binnie—. De unos diecisiete años.

—¿Dónde fuiste cuando te hubo dado el chelín?

—Al plano —dijo Binnie—. Estaba ahí y nosotros le echamos un vistazo. No hay ninguna ley que nos impida consultar el plano, ¿no? ¿Cómo sabes qué línea tomar si no lo miras?

—Y luego, ¿qué pasó?

—Vino el guardia —dijo Binnie, ofendida—, y le dijo que comprobara si llevaba el dinero y los documentos.

—¡Nosotros no habíamos hecho nada! —dijo Alf.

Nada excepto retrasarlo en el túnel unos minutos cruciales. Eso en caso de que fuera él.

Binnie la estaba mirando pensativa, con el ceño fruncido.

«Mejor será que cambie de tema antes de que ate cabos», pensó Polly.

—Fue muy inteligente por tu parte la idea de la serpiente en el hospital, Binnie —le dijo.

—¡La idea fue mía! —dijo Alf, ofendido.

—¡Y un cuerno, tortuga!

—Bueno. Era mi serpiente. ¿Quieres verla? —Se metió la mano en el bolsillo.

—No —dijo Polly. Les compró una piruleta, los devolvió a la directora del colegio y regresó corriendo a casa.

Eileen no había llegado aún y la puerta de la habitación del señor Dunworthy seguía cerrada. Polly llamó con suavidad y entró. Dunworthy no estaba acostado sino sentado junto a la ventana, mirando la calle, y volvió a impresionarla lo débil y derrotado que parecía estar.

—Señor Dunworthy…

—¡Polly! —exclamó él, tendiéndole las manos—. Anoche, cuando no volviste a casa, temí que… —Calló y la escrutó con la mirada—. ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Eileen?

—No. —Puso un taburete delante de la silla y se sentó de cara a él—. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas. Mike dijo que la noche del veintinueve el señor Bartholomew le salvó la vida al vigilante de incendios herido. ¿Es eso cierto?

—¿Crees que también contribuyó a lo que ha pasado?

—Sí, pero no como cree usted. ¿Lo hizo? ¿Le salvó la vida?

—No lo sé. Dijo que Langby había caído encima de una incendiaria y que sufría quemaduras graves. Posiblemente.

—Eso creo yo también. Ahora, necesito que me diga lo que pasó exactamente la primera vez que llegó usted al Blitz, cuando tropezó con la Wren. Llegó a la escalera de incendios y salió a la estación…

—Sí, para comprobar mi situación espacio-temporal. Cuando vi que estaba cerca de San Pablo, subí corriendo a la calle para ver…

—No. Antes de eso. En la propia estación.

—Me acerqué a consultar el plano del metro, pero no había nada en él que me indicara dónde me encontraba yo, así que se lo pregunté a dos críos que pasaban por allí, y el niño (eran un niño y una niña) me dijo que solo me lo diría si le pagaba.

«Por supuesto», pensó Polly.

—Así que les di un chelín —prosiguió el señor Dunworthy—, y me dijeron que estaba en San Pablo. Luego el guardia de la estación se acercó a preguntarme si me estaban molestando y me aconsejó que comprobara si no me habían vaciado los bolsillos. Después los echó o ellos se fueron corriendo… no lo recuerdo bien. Hace mucho de eso.

—¿Recuerda qué aspecto tenían?

—No. Solo que iban mugrientos. —Entornó los ojos, intentado recordar—. El niño debía de tener siete años y la niña… —Calló y miró a Polly—. Crees que eran Alf y Binnie, ¿no es cierto?

—No. Sé que lo eran. Ellos mismos me lo han contado —dijo. Viendo la mirada dubitativa del señor Dunworthy, añadió—: Olvida que eso a ellos les pasó hace solo siete meses, no cincuenta años. No saben que fue con usted con quien se encontraron, sin embargo. ¿Cuánto tiempo estuvo hablando con ellos dos y con el guardia?

—Cinco minutos, tal vez. No mucho.

—Pero lo bastante. Si le hubieran dicho sin rodeos dónde estaba en lugar de intentar sacarle dinero, no habría usted chocado con la Wren. —Se inclinó hacia él—. La noche que buscábamos a John Bartholomew, Eileen lo vio y corrió tras él, pero no pudo alcanzarlo porque Alf y Binnie se interpusieron en su camino. Ellos fueron quienes le impidieron también volver a Oxford el último día previsto de su misión.

—No lo entiendo. ¿Crees que Alf y Binnie son de algún modo los responsables de esto y de lo que yo hice? ¿Crees que es culpa suya y no mía? Pero si yo no hubiera venido aquí, si no hubiera decidido visitar San Pablo, nada de todo esto habría pasado…

—Exactamente —dijo Polly—. Escuche: gracias a que impidieron que Eileen volviera a Oxford ella estaba a su lado para salvarles la vida como mínimo en una ocasión y quizás en más de una. —Le contó lo de las paperas y del Ciudad de Benarés.

—¿Y ellos se lo pagaron impidiéndole alcanzar a John Bartholomew?

—Sí —afirmó Polly con entusiasmo—. Y, gracias a que la retrasaron, cuando fue por fin tras él la reclutó un capitán de bomberos que la obligó a llevar a un herido durante el bombardeo a St. Bart. Eileen le salvó la vida a ese hombre y Mike se la salvó a Hardy, y anoche yo salvé a sir Godfrey.

—Y crees que esas personas hicieron algo importante para el curso de la guerra… —dijo el señor Dunworthy—. ¿Qué?

—No lo sé. Tal vez alguien fue a ver la comedia musical que montó sir Godfrey y bombardearon su casa mientras estaba en el teatro o su Wren controladora de la RAF le salvó la vida a algún piloto que bombardeó Berlín, o el oficial naval que se paró para ayudar a su Wren torpedeó un submarino alemán o consiguió los libros del código Enigma o hundió el Bismarck. O alguno de ellos influyó en la vida de otra persona que hizo a su vez algo. Sabemos que Hardy rescató a quinientos noventa soldados de Dunkerque. Cada uno de esos soldados pudo haber…

—¿Y crees que es todo parte de un gran plan?

—Sí. No. No de un plan, pero… El asunto es que no era casualidad que yo actuara en el Alhambra ni tampoco que sir Godfrey estuviera en el Phoenix. —Le contó lo del zapato y la AESN y la señora Sentry de la Oficina de Colocación que la había visto actuar en Cuento de Navidad, y lo que sir Godfrey le había contado acerca de su decisión de no unirse a la gira de la compañía e ir a Bristol—. Salvó la vida porque yo estaba allí, porque no se abrió ninguno de nuestros portales. Creo que tal vez estemos equivocados acerca de por qué no se abren y acerca del desfase. ¿Y si el desfase no es para impedirnos alterar el curso de la historia? ¿Y si es para que vayamos donde podemos alterarlo? Y para mantenernos allí hasta que lo hayamos hecho. —Se inclinó más para cogerle las manos—. ¿Y si al chocar con la Wren le salvó usted la vida en lugar de propiciar su muerte? ¿Y si iba a reunirse con la Wren que murió y, precisamente porque usted la retrasó, no estaba con ella cuando cayó la bomba? ¿Y si le salvó usted la vida al oficial naval o al hombre del traje negro? ¿Iba el del traje hacia San Pablo o venía de allí?

—Iba hacia San Pablo.

—Entonces puede que fuera uno de los vigilantes de incendios que iba a trabajar, uno que la noche del veintinueve encontró alguna incendiaria y la apagó. Tal vez si no se hubiera usted cruzado en su camino la catedral habría ardido hasta los cimientos. Y quienes le hicieron cruzarse con él fueron Alf y Binnie.

—Pero…

—Mike salvó al soldado Hardy porque el desfase hizo que llegara a Saltram-on-Sea demasiado tarde para tomar el autobús. Yo conocí a sir Godfrey porque la red me mandó por la noche en lugar de por la mañana. —Le contó que la había detenido el vigilante de la ARP y la había llevado a St. George—. Fue debido al desfase que, esa primera vez que vino usted, acabó en la estación de San Pablo. Porque tenía que estar allí para chocar con la Wren.

—Así que, ¿me estás diciendo que la función del desfase es que causemos alteraciones, no impedir que las causemos, y que nos retiene aquí intencionadamente?

—Sé lo que va a decirme: que un sistema caótico no es un ente consciente…

—Eso es exactamente lo que iba a decirte.

—Pero no tiene por qué serlo. Usted cree que el cierre de nuestros portales era un mecanismo de defensa. Tal vez lo sea, solo que no para cortar las intromisiones del futuro sino para utilizarlas cuando el continuo espacio-tiempo se ve amenazado. Si Hitler hubiera ganado la guerra, habría tenido tiempo para desarrollar la bomba atómica y no hubiera dudado en usarla contra Estados Unidos y todo el que no fuera ario. Ya tenía un plan para aniquilar a todos los negros africanos y no se hubiera detenido ahí. Podría haber acabado aniquilando…

—Aniquilándolo todo —terminó por ella la frase el señor Dunworthy—. Götterdämmerung, «el crepúsculo de los dioses». Sin embargo, si tal es el caso y el continuo espacio-tiempo intenta protegerse, ¿por qué simplemente no nos deja viajar en el tiempo para pegarle un tiro a Hitler?

—No lo sé. A lo mejor el sistema solo permite pequeños cambios o cambios inintencionados. O a lo mejor sucede alguna otra cosa en esos puntos de divergencia, algo que impide alterarlos. Puede que nos incorporáramos al panorama demasiado tarde, como el Hada Buena de La bella durmiente

—¿El Hada Buena?

—Sí —afirmó Polly, sin bromear en absoluto—. No pudo deshacer el hechizo, solo suavizar sus consecuencias. Los viajes en el tiempo no se inventaron hasta mucho después del inicio del continuo espacio-tiempo. Quizá llegamos demasiado tarde para repararlo por completo, pero estamos a tiempo de…

—Pero, aunque eso fuera cierto, aunque le salvaras la vida a sir Godfrey y Mike se la salvara a Hardy y yo salvara a la Wren, habríamos alterado los acontecimientos y la historia es un sistema caótico en el que una buena obra, hecha con las mejores intenciones, puede surtir el efecto contrario. ¿Cómo puedes estar segura de que, aunque el continuo espacio-tiempo pretendiera que nosotros hiciéramos las reparaciones, las hemos hecho? ¿Cómo puedes estar segura de que no hemos empeorado todavía más las cosas en lugar de mejorarlas?

—Porque ya estaban peor.

—¿Peor? ¿A qué te refieres?

—¿Y si nos hemos estado planteando mal lo de la guerra? A eso me refiero. ¿Y si el desastre ya era cosa hecha y el futuro que estábamos cambiando era un futuro pésimo?

—¿Un mal futuro? —dijo el señor Dunworthy, perplejo.

—Sí. ¿Y si los aliados perdieron la guerra? Dice usted que hubo docenas de veces en que el resultado de la guerra estuvo en el filo de la navaja, tal como ilustra ese antiguo dicho: «Por un clavo se perdió una herradura, por una herradura…»

—«… se perdió un caballo».

—Sí, y debido a eso el jinete, la batalla y la guerra se perdieron. Hubo muchos momentos así en la Segunda Guerra Mundial, momentos en los que, si las cosas hubieran sido ligeramente diferentes, habríamos perdido. Bien, pues, ¿y si perdimos la guerra? ¿Y si su Wren murió en Ave Maria Lane y sir Godfrey en Bristol y los heridos que trasladó Eileen fallecieron en la ambulancia porque no se pudo encontrar a un conductor y Hardy acabó en un campo de prisioneros alemán y se perdió la guerra?

—En tal caso los viajes en el tiempo nunca se habrían inventado. Ira Feldman…

—No, porque el continuo espacio-tiempo es un sistema caótico, lo que significa que los viajes en el tiempo ya formaban parte de él y no se los perdieron. Porque usted vino y chocó con la Wren e inició una sucesión de acontecimientos. Mike formaba parte de esa sucesión y forma parte de ella que estemos aquí atrapados.

—En otras palabras: somos la herradura.

—Sí…

—¿Estás diciendo que nosotros entramos tan frescos, apretamos unos cuantos nudos y tornillos y que gracias a eso se ganó la guerra? —preguntó Dunworthy—. Los historiadores haciendo de manitas. Querida, la historia es un sistema caótico. Es mucho más complicada que…

—Ya sé que es complicada. No digo que la guerra se ganara gracias a nosotros. Ni digo que la victoria se debiera a su Wren ni a Hardy ni a sir Godfrey ni a Alf y Binnie o a quien quiera que entrara en contacto con ellos y Eileen el veintinueve. Ni siquiera digo que el hecho de salvarlos inclinara la balanza. Puede que hubiera algo más: que Marjorie decidiese hacerse enfermera, o que una de las FANY con las que trabajé me pidiera prestado el vestido de baile o que Mike estuviera a punto de toparse con Alan Turing, o cualquier cosa que ni siquiera sabemos que hicimos, como adelantar a alguien en la escalera mecánica o llamar un taxi o pedir indicaciones para llegar a algún sitio. Es posible que Mike hiciera algo en el hospital o que Eileen influyera en uno de sus evacuados. Tal vez yo tardé demasiado en envolver la compra de una clienta y la retrasé cinco minutos, de modo que perdió el autobús o quedó atrapada en el metro cuando sonaron las sirenas.

—Pero piensas que, fuera lo que fuera, lo hizo uno de nosotros. Por tanto, uno de nosotros ganó la guerra.

—¡No! —exclamó Polly frustrada—. Tampoco digo eso. La victoria no se debió a nadie ni a nada. La gente discute acerca de si se debió a Ultra o a la evacuación de Dunkerque o al liderazgo de Churchill o a que se hizo creer a Hitler que invadiríamos por Calais, pero no se debió a ninguna de esas cosas. Se debió a todas ellas y a miles, a millones de otras cosas y personas. No solo a los soldados y aviadores y Wrens, sino a los vigilantes de bombardeo y a los avistadores de aviones y a los matemáticos y a los patrones de recreo y a los pastores.

—Que aportaron su granito de arena —murmuró el señor Dunworthy.

—Sí. Cantineras y conductoras de ambulancia y coristas de la AESN. También los historiadores. Usted dice que nadie puede estar en un sistema caótico y no influir sobre los acontecimientos. ¿Y si su, si nuestro regreso al pasado aportó otra arma a la guerra, un arma secreta como la Resistencia francesa o Fortitude Sur?

—O Ultra.

—Sí —convino Polly—. Como Ultra. Algo que actuaba en segundo plano y que, combinado con todo lo demás, bastó para evitar el desastre, para que la balanza pesara más a nuestro favor.

—Y ganar la guerra —dijo el señor Dunworthy con un hilo de voz. Hubo un largo silencio antes de que añadiera, casi anhelante—: Pero no hay prueba alguna…

«No —pensó Polly—. No la hay. Pero tantas vidas salvadas y tantas perdidas, tanto valor, amabilidad, resistencia y amor deben contar para algo incluso en un sistema caótico.»

—No —dijo—. No tengo ninguna prueba.

Llamaron a la puerta y Eileen se asomó, con el pelo alborotado y las mejillas encendidas.

—¿Qué hacéis ahí sentados a oscuras? —dijo, y encendió la luz—. Me parece que os hace falta un poco de té. Voy a calentar el agua.

—No, espera —le dijo Polly—. ¿Te has enterado de quién era el hombre al que salvaste?

—Sí. —Se quitó el sombrero—. La enfermera de admisiones no ha querido decirme nada, ni la jefa de enfermeras tampoco, así que se me ha ocurrido ir al pabellón de los hombres y decirle a la enfermera encargada que la señora Mallowan me mandaba a enterarme.

—¿La señora Mallowan? —preguntó el señor Dunworthy.

—Ese es el apellido de casada de Agatha Christie. —Se desabrochó el abrigo verde—. La enfermera y yo hemos charlado un poco sobre Asesinato en el Orient Express y le he hablado de la nueva novela de Agatha Christie, que todavía no ha salido a la venta. No pasa nada, Polly. Le he dicho que tengo un amigo editor que me ha dejado hojearlo. El resultado ha sido que me ha permitido consultar la lista de la ambulancia.

—Y el hombre al que salvaste era…

—Había tres personas, de hecho, o al menos la enfermera ha dicho que no creía que hubieran sobrevivido si no las hubieran trasladado inmediatamente al hospital. He anotado sus nombres. —Sacó un papel del bolso y se los leyó—. Sargento Thomas Brantley, señora Jean Cuttle (la conductora de la ambulancia) y capitán David Westbrook.

El señor Dunworthy no daba crédito.

—¿Sabe quién es el capitán Westbrook? —le preguntó Polly.

El señor Dunworthy asintió.

—Lo mataron el Día D, después de haber estado defendiendo él solo un cruce esencial hasta que llegaron refuerzos.