Tu valor, tu ánimo y tu determinación nos darán la victoria.
Cartel gubernamental de 1939
Londres, primavera de 1941
El sedante que la enfermera le había inyectado a Polly seguramente era morfina porque su sueño estuvo poblado de sueños confusos. Intentaba llegar al portal, que estaba justo a otro lado de una puerta negra con desconchones, pero ya se había cerrado, el tren ya había partido y estaba en el andén equivocado. Tenía que llegar a Paddington con tiempo para tomar el tren de las 11.19 a Backbury, y los de la troupe le bloqueaban el paso. Tenía que pasar por encima de ellos… de Marjorie y de la mujer de la Oficina de Colocación y del vigilante de la ARP que la había detenido la primera noche y se la había llevado a St. George. Y de Fairchild y de la bibliotecaria de Holborn y de la señora Brightford, sentada con la espalda apoyada en el muro leyéndole a Trot. «Y el Hada Mala le dijo a la Bella Durmiente —leía—: Te pincharás un dedo con un huso y morirás.» «No, no se va a morir —decía Trot—. El Hada Buena lo arreglará.» «No puede arreglarlo —decía Alf con desprecio—. Llegarán demasiado tarde.» «Sí que podrá —replicaba Trot, acalorada—. Es lo que dice el cuento. ¿Verdad que podrá, Polly?» «No lo sé —decía Polly—. Me temo que solo empeorarán la situación.» «Calla», decía la señora Brightford. «Y luego el Hada Buena dijo: “El hechizo no puede romperse, pero haré lo que esté en mi mano.”» Y Polly quería quedarse para oír el final del cuento, pero llegaba tarde y tenía que llegar a Dulwich antes del veintinueve. Corrió por túneles y pasillos y subiendo escaleras que eran a veces de Holborn y otras de Padgett’s, y no podía correr muy rápido porque iba cargada con una respuesta que había desentrañado y que llevaba en el puño como si fuera un penique. No se atrevía a soltarla. Tenía que agarrarla fuertemente contra el vientre hasta que hubiera doblado bien los extremos del envoltorio y atado el cordel. Había llegado tarde a Dulwich y no había llegado a oír el primer V-1, así que no sabía qué clase de ruido hacía y había derribado al suelo a Talbot en la calle y le había dislocado la rodilla y había tenido que llevar en coche a Stephen y, si no lo hubiera hecho, tanto él como Talbot habrían muerto en Tottenham Court Road y él no hubiera tenido la idea de desviar los V-1… Pero no era un V-1, era una sirena, y Polly tenía que salir a escena, agacharse y levantarse la falda, pero sus bombachos no ponían «bombardeo en curso» sino «camino equivocado» y, cuando intentó mirar por encima del hombro para leer el mensaje, llegó un V-1, petardeando como una moto y tuvo que bajar corriendo las escaleras para meterse en el refugio del sótano de Padgett’s, con la respuesta en el puño, la respuesta que le daba sentido a todo… a las lecciones de conducción de Eileen y a Stephen y a la Wren y al loro de Alf y Binnie y a la biblioteca de Holborn. No estaba en Holborn, sin embargo, sino en San Pablo, intentando llegar a los tejados y sin lograrlo. Estaba demasiado oscuro. Necesitaba una linterna. Mike tenía una, la hacía oscilar intentando ver qué era lo que se había atascado en la hélice. «Ilumina hacia aquí», le dijo. Mike le respondió: «No puedo. No hay tiempo. Los submarinos llegarán en cualquier momento.» Y cuando miró hacia arriba, vio que el barco que tenían encima no era el Lady Jane sino el Ciudad de Benarés. «¡Trae el farol!», le gritó Mike. «¿Qué farol?» «El del cuadro», repuso él, y Polly bajó corriendo la escalera de caracol, pasó junto a las máscaras de la Comedia y la Tragedia protegiendo con las manos la respuesta, recorrió el transepto norte y el suelo de la cúpula del pasillo sur… y chocó con Alf y Binnie, y adelantó las manos instintivamente, abriéndolas para amortiguar la caída, y todo se le escapó. Se le escaparon Agatha Christie y el Lady Jane y el vigilante de bombardeo y sus bombachos… como peniques, como pintalabios Caricia Carmesí rodando por la acera hasta la calzada. «¡Oh, no! ¡Oh, no!», exclamó, agachándose para recogerlos.
—Sssh —le dijo alguien.
Polly abrió los ojos. Una enfermera con cofia y delantal blanco se había inclinado hacia ella para tomarle el pulso.
—Está en el hospital —le dijo.
—He perdido… —murmuró Polly.
—Sea lo que sea, ya lo buscará más tarde. Ahora intente dormir.
—No —repuso Polly, pensando: «Tenía algo que ver con novelas de detectives y con la Bella Durmiente. Y con un caballo. “¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”»—. Tengo que ver a sir Godfrey.
—¿A sir Godfrey? —le preguntó la enfermera, sin entenderla.
«Se lo habrán llevado a otro hospital —pensó Polly—. Igual que al hombre al que le hice el torniquete en Croydon. O al depósito de cadáveres. Murió antes de llegar al hospital. Al final no le salvé la vida.»
Pero la enfermera decía:
—Tuvo suerte de que lo encontrara a tiempo. Y fue una suerte que supiera usted qué hacer.
«No tuvimos suerte. Llegué tarde a Dulwich. Mike perdió el autobús para ir a Dover y no encontró a Daphne en Saltram-on-Sea y tuvo que seguirle el rastro hasta Manchester, y Eileen fue a Townsend Brothers precisamente el día que yo me había marchado.»
Además, la noche del veintinueve todo había conspirado contra ellos: el vigilante de bombardeo que los había detenido cuando estaban a punto de llegar a San Pablo y el médico que había reclutado a Eileen y los incendios y los muros que se desmoronaban y las calles cortadas. Y Alf y Binnie.
«¿Por qué en todos los sitios a los que voy hay niños espantosos?», le había preguntado Eileen. De no haber sido por los Hodbin, sin embargo, Eileen no se habría sobrepuesto a la muerte de Mike y, si no hubiera insistido en quedárselos, si los niños no hubieran insistido en quedarse con el loro, no los habrían echado de la pensión. Todos ellos habrían muerto con la señora Rickett. «¡Qué suerte que nos echara a la calle!, ¿verdad?», había dicho Alf. Y el señor Humphreys: «¡Qué suerte que haya venido hoy a San Pablo! El hombre del que le hablé está aquí.» Y Mike había dicho: «Es una suerte que fuera la única habitación libre de Bletchley porque, si no, no me habría enterado de lo que le pasó a Gerald Phipps.» «Fue una suerte que el vigilante me oyera», había dicho Marjorie, y, aquella noche en Padgett’s, Eileen había comentado: «Es una suerte que te oyera llamar.» Y en algún momento Polly se quedó dormida y susurró el nombre de Eileen porque Eileen dijo:
—Estoy aquí.
Polly abrió los ojos y allí estaba su amiga, y se había hecho de día. Una enfermera descorría las cortinas de apagón de las altas ventanas y la luz del sol entraba a raudales en la sala. Alzó las manos y se las miró. Las tenía abiertas, vacías. Pero daba igual. No se le había escapado la respuesta que con tanto cuidado había agarrado con ellas, la respuesta que había tenido a su alcance desde el principio. Simplemente, había estado mirando en la dirección equivocada.
—¿Estás bien? —le preguntó Eileen.
—Sí. Lo estoy.
«Si yo estoy bien, si Alf y Binnie…»
—¡Oh, gracias a Dios! —Eileen había estado llorando.
—El señor Dunworthy y yo estábamos preocupadísimos. Cuando anoche no volviste a casa… El vigilante nos dijo que habían caído bombas en todo el West End, y luego, cuando fui corriendo al teatro y el director de escena me dijo que te habías marchado corriendo durante la función, en pleno bombardeo, y no habías regresado… —dijo Eileen de un tirón, y luego se sonó e intentó sonreír—. La jefa de enfermeras dice que te encontraron dentro del Phoenix. ¿Qué demonios hacías allí?
—Salvarle la vida a sir Godfrey —dijo Polly—. Eileen, ¿hasta qué punto estaba grave Binnie?
—¿Hasta qué punto estaba grave? ¿Qué…?
—De varicela. ¿Habría muerto de no haber estado tú allí?
—No lo sé. Tenía una fiebre altísima. Pero tú no vas a morirte, Polly. La enfermera dice que te pondrás bien…
—¿Qué pasó con el vigilante de incendios?
—¿Con el vigilante de…?
—El que resultó herido. Ese a quien John Bartholomew llevó a St. Bart. ¿Le salvó la vida el señor Bartholomew?
—Polly, lo que dices no tiene sentido. El médico ha dicho que inhalaste bastante gas. Me parece que sigues…
—El último día de tu misión, ¿por qué no volviste a Oxford?
—Ya te lo he dicho. Por culpa de la cuarentena.
—No. Quiero saber exactamente lo que pasó —le dijo Polly, agarrándole la mano—. Por favor. Es importante.
Eileen la miraba como si estuviera decidiendo si llamar a la enfermera. Luego dijo:
—Estaba a punto de irme al portal cuando llegaron nuevos refugiados. Theodore era uno de ellos.
El mismo Theodore que había impedido que fueran directamente a San Pablo para buscar a John Bartholomew, porque habían tenido que llevarlo a Stepney y, cuando habían llegado a la catedral, las sirenas habían sonado y el vigilante de la ARP…
—Tuve que encargarme de instalar a los recién llegados —dijo Eileen—. Ya me iba cuando el pastor me pidió ayuda para no tener que darle una clase de conducción a Una, la ayudante de cocina de lady Caroline. Cuando salíamos de una curva nos encontramos con Alf y Binnie, que estaban de pie en medio de la carretera.
Bloqueando el paso. Retrasándola, como la habían retrasado la noche del veintinueve, como los trenes militares habían hecho llegar tarde a Polly a Backbury y a la mansión, de modo que el capitán Chase ya se había marchado a Londres; como estaba casi segura de que los Hodbin habían retrasado…
—¿Están Alf y Binnie aquí, en el hospital? —le preguntó a Eileen.
—Sí, abajo, en la sala de espera. A los niños no se les permite estar en los pabellones.
—¿El señor Dunworthy está aquí?
—No. Me ha parecido mejor no contarle lo sucedido hasta estar segura de…
«Eso mismo intento hacer yo. Asegurarme.»
—Ve a pedirles a Alf y Binnie… —Se interrumpió. No le dirían a Eileen la verdad. Eso en caso de que se acordaran del incidente. A Alf y Binnie les sonaba de algo el señor Dunworthy la noche que ella lo trajo a casa desde San Pablo, porque le habían preguntado si era un asistente social, pero no sabían exactamente de qué lo conocían. Y si Eileen se lo preguntaba, darían por hecho que las autoridades estaban implicadas.
Polly tendría que preguntárselo y luego preguntar al señor Dunworthy. Eso si él se acordaba. Porque, aunque se acordara, eso no demostraría nada. La prueba la tenía sir Godfrey, que le había dicho que ella le había salvado la vida pero estaba conmocionado por la pérdida de sangre y confuso a causa del gas…
—Eileen… Tengo que ver a sir Godfrey. Quiero que vayas a enterarte de en qué sala está. Y dame la ropa —añadió, y luego recordó que consistía en un bañador ensangrentado y un único zapato dorado de tacón—. ¿Dónde has dejado el abrigo?
—Salí de casa sin él cuando me enteré de que tú…
—Mira si hay una bata en ese armario.
Eileen lo abrió y miró también en los cajones de la mesa de noche.
—No hay ninguna bata. Puedo traerte una cuando vuelva esta tarde.
—Será demasiado tarde —dijo Polly—. Tengo que preguntarle una cosa a sir Godfrey. Es urgente. Ve a buscarme una bata y entérate de en qué habitación está. Luego necesitaremos un elemento de distracción.
—¿De distracción? No puedo…
—Tú no. Alf y Binnie —le explicó Polly—. Y, si estoy en lo cierto, es lo que les corresponde hacer.
—¿Lo que les corresponde…?
—Sí. ¿Te acuerdas de esa vez que dijiste que Alf y Binnie habrían podido engañar a Hitler ellos solitos?
Eileen asintió.
—Bueno… puede que tuvieras razón.
—Pero ¿cómo van a servir de distracción si los niños no pueden acceder a las salas? —dijo Eileen, y luego suspiró—. Tienes razón. Son perfectos para eso. ¿Qué quieres que hagan?
—Lo dejo en sus manos. Ellos son los expertos. Diles que necesito que estén despejados el rellano y el pasillo de la habitación de sir Godfrey. Y no olvides la bata.
—No me olvidaré si me prometes descansar hasta que vuelva.
—Vale —mintió Polly.
No tenía tiempo para descansar. Había demasiadas piezas que encajar en el rompecabezas, demasiadas claves que descifrar. Mike había salvado a Hardy y Hardy había rescatado a quinientos noventa soldados, y el paciente con gangrena que ella y la otra FANY habían llevado hasta Orpington desde Dover le había dicho que lo había rescatado de Dunkerque alguien que a su vez había sido rescatado. «Me ha salvado usted la vida —le había dicho a Polly—. Me habrían desahuciado de no ser por usted.» Y Hardy le había dicho lo mismo a Mike. Mike creía que el desfase intentaba impedir que influyera en la evacuación de Dunkerque pero que de algún modo había fallado. Pero… ¿y si la red lo había mandado a Saltram-on-Sea precisamente porque allí era donde estaba el Lady Jane? ¿Y si lo había mandado allí a propósito después de que se fuera el autobús y de que el señor Powney se marchara para que…
Binnie entró corriendo. Le traía un kimono escarlata.
—¡Eh! —Se dejó caer sin miramientos en la cama—. Está un piso más arriba.
—¿En qué sala?
—No está en una sala. Está en una habitación privada. La última de la derecha —dijo Binnie, y se marchó corriendo.
El kimono tenía un gran dragón dorado bordado en la espalda.
«Tendría que haber especificado que quería una bata discreta», pensó Polly, poniéndoselo. Luego se tapó con las mantas hasta barbilla y se quedó escuchando hasta que oyó un chillido y un estruendo y luego pisadas apresuradas. Entonces se destapó, se acercó a las puertas y le dio tiempo para echar un vistazo fuera y ver desaparecer a dos enfermeras y un celador por las escaleras. Otro alarido y una voz de mujer que gritaba:
—¡Píllalo!
Polly salió al descansillo y subió un tramo de escaleras, sin dejar de oír puertas que se abrían y correteos.
Más chillidos.
—¡Ven aquí, pequeño bas…! —La mujer calló de golpe.
«¡Oh, Dios mío! —pensó Polly—. Espero que no hayan matado a nadie.» Llegó al siguiente descansillo y siguió subiendo, con la cara contraída por los ruidos de abajo: un estrépito tremendo, seguido de pasos de alguien que bajaba un tramo de escalones y el sonido de algo (o de alguien) que caía. Intentaba no pensar en los efectos del caos que había iniciado.
—¡Creo que han ido por ahí! —gritó alguien.
Más chillidos.
Polly llegó al piso de arriba. Había unos papeles esparcidos en el suelo de linóleo, delante del escritorio de la jefa de enfermeras, pero no vio ni un alma, solo, a mitad del pasillo, una silla de ruedas volcada, afortunadamente desocupada. Corrió hacia la habitación de sir Godfrey. La puerta estaba cerrada.
«¡Dios! Que no esté muerto, por favor…», pensó. Inspiró profunda y entrecortadamente y abrió la puerta.
Sir Godfrey estaba acostado, con la espalda apoyada en varios almohadones y la camisa del pijama gris abierta, dejando al descubierto su pecho vendado. Tenía los ojos cerrados y la cara y las manos casi tan blancas como las vendas. Desde la botella de sangre escarlata de un gotero situado junto a la cama le bajaba hasta el brazo una vía.
Polly se acercó a la cama y observó su casi imperceptible respiración.
—«El tiempo todavía no me ha secado esta sangre roja» —murmuró, abriendo los ojos.
—Veo que está usted bien —dijo Polly, agradecida de que así fuera.
—Sí, pero aquí prisionero y vigilado por unas repugnantes desalmadas que se niegan a dejarme levantar. ¿Cómo ha conseguido escapar a su garra de hierro?
—Me han ayudado. —Polly cerró la puerta—. Sir Godfrey… Anoche me dijo usted…
—¡Madre mía! Espero no haber dicho ninguna inconveniencia. No le declaré mi eterno amor a alguna chica cincuenta años más joven que yo, ¿verdad? ¿Cité Peter Pan?
—No, claro que no. Dijo que yo le había salvado la vida…
—Y así fue, como puede ver. —Abrió los brazos—. Estoy como nuevo, me han devuelto a la vida, como a Hero, la amada de Claudio. «Vivo, y tan seguro como que estoy vivo es…»
—No. No me refiero a lo que pasó anoche. Me refiero a antes. Cuando estábamos en el teatro, le dije que lamentaba no poder salvarle la vida y usted me dijo que ya lo había hecho.
—Y así era. Me salvó de tener que interpretar el papel del capitán Garfio…
—Sir Godfrey, estoy hablando en serio…
—Y yo también. Si no hubiera conseguido que la troupe renunciara a representar esa odiosa obra, tendría que haberme arrojado a un tren de District Line.
—Sin Godfrey, por favor, no bromee. Tengo que saberlo.
—Muy bien, pues. Se lo diré. Pero antes, exijo algo a cambio.
—¿Algo a cambio?
—La Bella tuvo que pagar un precio por haber entrado en el jardín de la Bestia, así que usted también tendrá que hacerlo. Al fin y al cabo, mi actual problema es culpa suya. Si anoche hubiera muerto, me habría librado de representar la comedia musical. Ahora tendré que aguantar a la señora Wyvern un mes entero. La hago enteramente responsable de ello.
«Y lo soy —pensó Polly—. Lo soy.»
—Me parece que lo mínimo que puede hacer por abocarme a lo que es, literalmente, un destino peor que la muerte —prosiguió sir Godfrey—, es hacerme compañía durante mi ordalía.
—Sí, de acuerdo. Se lo prometo. Actuaré en la obra si me cuenta…
—Estupendo. «Cantaremos como dos pájaros enjaulados» en cuanto encuentre otro teatro. Quizás el Windmill nos ceda su escenario durante un mes. Podemos mandarla a pedírselo, vestida con sus elocuentes bombachos…
—Me ha prometido decírmelo si pagaba el precio. ¿Cómo le salvé la vida, si es que lo hice?
—Lo hizo. Lo ha estado haciendo, dulce Viola, todos los días y todas las noches desde que entró en mi vida. Y ¡qué entrada tan triunfal! Digna de la divina Sarah. Un golpe en la puerta y usted allí, en el umbral, asustada, hermosa, perdida. Una criatura de otro país arrastrada hasta la orilla de St. George, la encarnación de todo lo que yo creía que la guerra había destruido. —Le sonrió—. Durante esas primeras noches del Blitz, me parecía que no solo los teatros sino el teatro en sí y el Bardo habían sido víctimas de la guerra, que los conceptos de honor y valor y virtud de Shakespeare habían sucumbido, asesinados por Hitler y su Luftwaffe. Tenía la sensación de haber muerto con esas ideas.
»Entonces llegó usted —dijo—, con el aspecto de las protagonistas y las hijas amorosas de Shakespeare; Miranda y Rosalinda y Cordelia y Viola combinadas en una sola persona. Recuperé la fe.
Estaba equivocada. Al decirle que le había salvado la vida hablaba en sentido figurado, no literalmente, así que su teoría era errónea.
—¿Qué pasa? —le preguntó sir Godfrey, ceñudo—. ¿Por qué está tan decepcionada? ¿Lamenta haber salvado a un anciano de la desesperación?
—No, claro que no. Es que creía que se refería usted a que le había salvado realmente la vida.
—Pero si lo ha hecho. Un hombre puede morir desangrado de cien maneras distintas. Puede ser rescatado tanto de los escombros de la amargura y de la desesperación como de las ruinas del Phoenix. ¿Cuál de los rescates es más real? ¿Qué tuvo más importancia en Agincourt, los arcos largos o el discurso de Enrique el Día de San Crispín? ¿Qué importa más en esta guerra de ahora, los Panzer o el valor, las bombas de alto impacto o el amor? Nada de lo que pueda haber hecho por mí, querida niña, ha sido más importante que el hecho de haberme devuelto esperanza.
Polly intentó sonreír a pesar de su decepción.
—Sin embargo, también ha salvado mi ser corpóreo. La noche en que la vi por primera vez…
—¡Aquí está! —le dijo la enfermera a Polly, abriendo la puerta—. La he buscado por todas partes. No puede levantarse de la cama.
—Esta señorita me salvó la vida —dijo sir Godfrey—. Le estaba dando las gracias por…
Apareció otra enfermera, con cara de enfadada.
—Sir Godfrey no puede recibir visitas —le dijo a la enfermera de Polly.
—Por favor, un momento —dijo Polly.
—¿Quién es? —le preguntó la enfermera de sir Godfrey a la de Polly—. ¿Es una paciente? ¿Por qué no está en su cama? ¿Por qué no la estaba vigilando?
—Se ha levantado sin mi permiso —repuso la enfermera de Polly a la defensiva—. Y…
—¡Silencio! —bramó sir Godfrey—. «Fuera, lacayos. Debo hablar con esta dama.»
La enfermera no se dejó impresionar.
—Llévese a esta paciente a su sala inmediatamente —le ordenó a la otra.
—Por favor. Usted no lo entiende…
—¡Socorro! —gritó alguien desde el fondo del pabellón—. ¡Oh, ayuda!
«Binnie —pensó Polly—. ¡Gracias a Dios!»
—¡Rápido! —sollozaba Binnie—. Mi mamá está sangrando. ¡Deprisa!
Las dos enfermeras se marcharon corriendo.
—Venga —dijo Polly, agarrada a la barra de hierro del pie de la cama con ambas manos—. Dígame cómo le salvé la vida.
Sir Godfrey asintió.
—Esa noche que llegó tambaleándose a St. George, yo había recibido una carta de un viejo amigo. Me ofrecía un papel en una compañía que tenía que ir de gira por provincias: Salisbury, Bristol, Plymouth. Era un programa espantoso, nada de Shakespeare. Barrie, Galsworthy, La tía de Carlos. —Arrugó la cara—. Peor todavía que la comedia musical. Pero todos los teatros del West End estaban cerrados y habría podido alejarme de Londres y de las bombas. Además, poco importaba qué obra representara ni dónde. Todo era en vano, «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa».
«No tenemos tiempo para citar a Macbeth —pensó desesperada Polly—. Volverán en cualquier momento.»
—Entonces llegó usted y supe que no era cierto, que la belleza y el valor seguían existiendo.
—¿A qué se refiere?
Polly oyó gritar a la enfermera de sir Godfrey desde el extremo del pasillo:
—Los niños no pueden estar aquí arriba.
—Luego —siguió el actor—, resultó que además se sabía el papel. Comprendí que no podía irme.
—¡Volved aquí, mocosos! —gritó la enfermera, pero Polly apenas la oía.
—A la mañana siguiente, le escribí a mi amigo rechazando su oferta.
Polly esperaba, sin atreverse a hablar, sin atreverse a respirar casi.
—El teatro de Bristol fue bombardeado durante el segundo acto de Sentimental Tommy. La bomba lo alcanzó de lleno. Ningún actor sobrevivió.