Simplemente, no tenemos modo alguno de salir de esta.
LOU BABER,
piloto del 467 Grupo de Bombardeo
Croydon, octubre de 1944
—Seguimos vivos —dijo Ernest al señor Jeppers—. El V-1 no nos ha matado.
Sin embargo, no consiguió localizar al editor entre el humo, que se arremolinaba a su alrededor.
«Habrán alcanzado el Arizona —pensó, intentando ver más allá del muelle del New Orleans. Pero aquello no podía ser—. Nunca llegué a ir a Pearl Harbor. Dunworthy cambió el orden de mis misiones. ¡Oh, Dios mío! Sigo en Dunkerque. El pie… —Pero tampoco, porque estaba tendido. No había habido espacio en el barco para tenderse. Había tenido que ir de pie, apoyado en la barandilla de la borda, todo el camino. Y el humo era demasiado espeso para que aquello fuera Dunkerque. No veía a un palmo. Estaba completamente oscuro. Seguramente estaba bajo cubierta. Veía llamas por entre el humo y oía campanas de bomberos—. Van hacia un incidente. —Recordó el V-1—. Espero que no haya destruido la prensa. Tengo que incluir esa foto de St. Anselm y tomar una foto de este incidente.»
Miró alrededor, intentando ver si el rótulo de la redacción del periódico seguía en su sitio. Si así era, Cess podría eliminar «Croydon» y dirían que se trataba del Clarion Call de Cricklewood. Pero el fuego solo alcanzaba a iluminar más o menos un metro detrás de él, y allí no había puntos de referencia, solo ladrillos y vigas caídas cubiertas de polvo anaranjado. No había sido el humo. Era el polvo de yeso. Por eso era tan sofocante, por eso no podía dejar de toser.
Tras intentarlo varias veces consiguió decir:
—¡Señor Jeppers! ¡Necesito una linterna para poder verle!
El señor Jeppers no respondió.
«No me oye por culpa de las campanas de los bomberos», pensó Ernest. Sonaban muy fuerte y, de repente, callaron. Oyó puertas y voces. A lo mejor ellos tenían una linterna.
—¡Hola! —gritó, y dejó de toser—. ¿Tienen una linterna?
Seguramente no lo habían oído porque se alejaban de su posición.
—¡No! ¡Por aquí! —bramó, y se arrepintió de inmediato porque tragó un montón de polvo de yeso y se atragantó.
—Me parece que he oído toser a alguien —dijo una de las chicas, y él oyó un crujido de madera y el polvo cayendo sobre él—. ¿Dónde está?
—Aquí —dijo—. Jeppers, todo va bien. Viene alguien.
—¿Dónde está? Siga hablando —le dijo al cabo de un momento otra chica. Sin embargo, no le respondió. Escuchaba su voz. Le resultaba familiar.
—¡Aquí está! —gritó la primera desde lo que le pareció una distancia enorme. Luego oyó que alguien escarbaba y, después—: Lo he encontrado. Por el tono de voz, supo que estaba muerto.
«Pero no lo estoy —pensó—. He sobrevivido al V-1…»
—Por aquí hay otro —dijo la segunda voz, y añadió algo más, aunque no entendió qué.
Más ruido de alguien escarbando.
—¡Aquí! —gritó la chica, más cerca.
Y ahí estaba, inclinándose sobre él.
—¿Se encuentra bien?
La miró, pero la luz de los incendios no bastaba para verle la cara. Solo distinguió su pelo claro debajo del casco.
—No se preocupe —le dijo la chica—. Enseguida lo sacaremos de aquí. ¡Fairchild! —gritó a pleno pulmón—. ¡Aquí! —Se puso a quitarle de encima ladrillos y trozos de madera—. ¡Necesito luz!
La chica a la que la otra había llamado Fairchild llegó.
—¿Está vivo? —preguntó, agachándose junto a él. Y seguramente el incendio se avivaba porque le vio la cara con absoluta claridad. Era muy joven—. ¿Está muy grave?
—El pie…
—No ha sido el V-1 —le dijo él—. Fue en Dunkerque. —Pero no le escuchaban.
—Le he hecho un torniquete. Ve a buscar el botiquín —le dijo la primera a Fairchild—. Y una camilla. ¿Ha llegado la ambulancia de Croydon? —preguntó, y su voz era igualita que la de Polly.
—No —repuso Fairchild—. ¿Estás segura de que deberíamos trasladarlo?
—Si no lo hacemos se desangrará —dijo la chica que tenía la misma voz que Polly, y oyó a Fairchild correr entre los escombros—. Llama a Croydon y a Woodside —le gritó—. Diles que necesitamos ayuda.
«No puede ser Polly —pensó mientras ella intentaba liberarlo—. Su fecha límite ya ha pasado.»
—Tranquilo, enseguida lo sacamos —le dijo, inclinándose tan cerca que le vio la cara a la luz del incendio.
Era Polly. La habría reconocido en cualquier parte.
«¡No, no, no!» Seguía allí y era demasiado tarde. Su fecha límite ya había pasado. No había conseguido rescatarla.
—¡Lo siento tanto! —croó.
—No es culpa suya —dijo ella.
Pero sí que lo era. No había sido capaz de encontrar a Denys Atherton y ninguno de sus mensajes había llegado a Oxford. De haber llegado alguno, ella no habría estado allí.
—Lo siento tanto… —intentó decir de nuevo, tosiendo por culpa del polvo y de la desesperación.
Todo había sido inútil: los anuncios por palabras y los de boda y las cartas al director. Sus mensajes no habían llegado a su destino. Nadie había venido. Polly seguiría allí cuando llegara su fecha límite.
—Creí que si me iba podría sacaros a ti y a Eileen —le dijo, mirándola, pero el fuego se había apagado seguramente porque no consiguió verle la cara, aunque sabía que seguía a su lado y oía cómo escarbaba, apartando ladrillos y maderos de su pecho, liberándole el brazo—. No creí que estuvieras aquí…
—No trate de hablar. —Avanzó gateando para alcanzar su otro brazo.
—Se suponía que no tenías que estar… —intentó decirle—. Tendrías que haber estado en Dulwich. —Pero lo único que pudo articular fue «Dulwich», porque ella le dijo:
—Lo llevaremos a Norbury. Llegaremos antes. No se preocupe por eso. Es cosa nuestra.
Notó que Polly alzaba la cabeza de pronto, como si hubiera oído algo, y luego oyó a Fairchild gritar desde bastante lejos:
—¡No puedo sacar la camilla! ¡Está atascada!
—¡Déjala! ¡Trae solo el botiquín! —le respondió Polly.
Sin embargo, por lo visto Fairchild no la oyó, porque gritó:
—¿Qué? ¡No te oigo, Mary!
«¿Mary?»
—Mary —le dijo.
—Sí —repuso ella, tan bajito que apenas la oía.
Sintió una oleada de alivio. No seguía allí pasada la fecha límite. No era Polly. Era Mary, y estaba en su misión de los ataques con cohetes, y él no había llegado demasiado tarde.
No había sucedido nada todavía: ella ni siquiera había ido al Blitz. Quedaba aún tiempo para salvarla, para haberla salvado ya.
Seguramente lloraba de alivio y las lágrimas le rodaban por las mejillas hasta la boca, porque notaba la humedad en la lengua, en la garganta.
—¡Fairchild! —gritó ella—. ¡Trae el botiquín! ¡Corre!
Tenía que decirle que los portales no se abrirían, tenía que avisarla.
—¡No te vayas! La red no funciona como es debido. Algo va mal. Los portales no se abren. ¡No te vayas!
Pero ella no lo comprendía.
—No voy a ninguna parte. —Se levantó.
—¡No! —le gritó, agarrándola de la muñeca—. ¡No puedes irte! ¡Te quedarás atrapada!
—No lo dejaré aquí atrapado. Lo prometo.
—¡No! ¡No lo entiendes! ¡No puedes ir al Blitz! —gritó, sin que le saliera la voz. Las lágrimas y el polvo se le habían mezclado en la boca formando una pasta con la que se atragantaba—. Tu portal no se abrirá…
De repente hubo un ruido estrepitoso y una onda expansiva tan poderosa que los tiró al suelo. No, eso no era cierto. Él ya estaba tendido en el suelo.
«El Arizona —pensó—. Recibió un impacto de bomba en la chimenea y la explosión la arrancó de raíz.»
Ella se levantó y corrió hacia él.
—¡No! —intentó gritarle—. ¡Cuerpo a tierra! ¡El Zero vuelve!
No lo oía porque siguió corriendo.
—¡Ha dado en la cubierta! —le gritó.
Demasiado tarde. El Zero ya la había ametrallado. Cayó encima de él.
—¿Dónde te han dado? —le preguntó, temiendo que ya estuviera muerta. Pero no lo estaba. Se había puesto de rodillas y luchaba con el cuello de su camisa.
—Ha sido un V-2 —le dijo.
No podía ser, sin embargo. Él había hecho que los alemanes acortaran las trayectorias para que los cohetes cayeran en Croydon.
—Tengo que irme —le dijo Polly, inclinándose sobre él. ¿O eso lo había dicho él? No lo sabía.
—Tengo que marcharme —dijo de nuevo, por si no había sido él—. Es la única manera que tengo de sacarte antes de tu fecha límite.
Pero ella no le estaba escuchando. Se levantó y corrió por la cubierta. Así que él se había equivocado. No había sido un Zero sino un Stuka. Había lanzado una tanda de bombas y hundido el Grafton. Y el Lady Jane se alejaba del malecón, dejándolo abandonado a su suerte.
—¡No os vayáis! —gritó—. ¡Los alemanes están a punto de llegar!
Luego, milagrosamente, ella había regresado y volvía a inclinarse sobre él. Tenía que decirle algo pero no recordaba qué. Algo importante.
—Dile a Eileen que los almacenes Padgett’s fueron bombardeados —dijo, pero no era eso. ¿Qué era? Tosía tanto que no podía pensar—. Dile que vaya por las escaleras —dijo, acordándose del ascensor atascado. Entonces lo recordó: tenía que advertirle a Polly que no saltara al Blitz—. Es una trampa —volvió a decirle—. No podrás salir.
Sin embargo, no era ella sino un soldado con casco. «¡Oh, Dios mío! ¡Los alemanes! ¡No me marché de Dunkerque a tiempo! —El alemán enfocó el haz de luz directamente hacia su cara y tuvo que apretar los párpados—. Me han capturado y me están interrogando. Si se enteran de lo de Fortitude Sur, sabrán que invadiremos por Normandía.» Pero era un soldado inglés.
—¿Tiene heridas muy graves? —preguntó, inclinándose sobre Ernest. Llevaba en el casco las siglas de la ARP—. ¿Cómo se llama?
«Cree que soy Cess —pensó Ernest—. ¡Gracias a Dios que no ha venido!» Intentó decirle al vigilante que Cess había intercambiado tarea con Chasuble y que él lo había hecho con Cess, y contarle lo de la fiesta de la cosecha y Daphne y La corona y el ancla. Pero no. Aquello no era así. Era otra Daphne y no estaba allí sino en Manchester y se había casado…
El vigilante lo sacudió.
—¿Davies? —le preguntó, apartándole el polvo de la cara—. ¿Michael?
«Sí», pensó, aunque no estaba seguro. ¡Hacía tanto tiempo que nadie lo llamaba por su verdadero nombre! Y había usado tantos nombres desde…
El vigilante lo sacudía insistentemente.
—¿Me oyes, Davies? ¿Michael?
—Sí.
—¡Oh, gracias a Dios! Escucha, Michael: he venido para llevarte de vuelta a Oxford. Soy Colin Templer.
Eso era imposible. Colin no era más que un crío.
—Eres demasiado mayor —murmuró.
—Llevo mucho tiempo buscándote.
—Recibiste mis mensajes —dijo Ernest, mareado de alivio. Habían venido; podrían avisar a Polly de que no fuera al Blitz y podrían…—. Tenéis que sacar a Charles —dijo, intentando incorporarse apoyándose en los codos—. Está en Singapur. Tenéis que sacarlo antes de que los japoneses…
—Ya lo hemos hecho. Está a salvo. Te espera en el laboratorio. ¿Crees que podrás levantarte?
Sacudió la cabeza.
—Tienes que decirle a Polly…
—¿Está viva? ¿Vivía cuando te fuiste?
Ernest asintió.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Colin.
Sí que era Colin.
—Tienes que decirle…
—La encontraré y la sacaré de aquí —dijo Colin—, pero antes tenemos que sacarte a ti.
—No. Polly está aquí —intentó decir. Sin embargo, la tos se lo impidió.
—¿Vas a decirme dónde tienes la herida?
—En el pie. Estaba desatascando la hélice… —Pero Colin no le escuchaba. Estaba sacando a alguien de debajo de los cascotes. «Seguramente al señor Jeppers», pensó—. ¿Está bien? —preguntó, y oyó una sirena—. Tenemos que ir a un refugio —dijo.
—Es la ambulancia lo que oyes. Tengo que sacarte de aquí antes de que llegue —dijo Colin, deteniéndose para levantarlo—. No deben vernos.
—No, espera. Tienes que decirle a Polly que no vaya —intentó decir, pero lo asaltó un ataque de tos por todo el polvo que Colin había levantado para desenterrar al señor Jeppers. Se atragantaba y no pudo decir más que «Polly».
—Iré a buscar a Polly, te lo prometo, en cuanto te haya devuelto a Oxford.
«Oxford», pensó Ernest, imaginando los chapiteles de Christ Church, St. Mary, la Magdalen Tower y el césped de Balliol al sol de abril.
—Esto te dolerá —le dijo Colin, abrazándole el torso—. Lo siento.
Y el V-2 cayó y el mundo voló en pedazos. No. Eso no era cierto. El V-2 ya había estallado y él no estaba entre los escombros, estaba en un catre y un camillero lo abrigaba con una manta.
—¿Estoy en el hospital? —preguntó.
—Todavía no. Vamos hacia allí.
—¡No! —Ernest se retorció. Había perdido el conocimiento de camino al hospital. Había estado inconsciente más de un mes y, cuando había recuperado la conciencia, nadie sabía quién era—. No puedo ir a Orpington. El equipo de recuperación no sabrá dónde encontrarme.
—Yo soy del equipo de recuperación, amigo. Soy Colin. Colin Templer. Estás en Croydon, en una ambulancia. Te llevo a Oxford.
Ernest le asió el brazo a Colin.
—¡Pero tengo que hablarte de Polly!
Seguramente su desesperación hizo mella en Colin, que cedió.
—Está bien. ¿Cuándo la viste por última vez, Michael?
¿Había sido hacía cinco minutos o hacía mucho más?
—No lo sé. Ella… —Intentó levantar una mano para indicarle a Colin por dónde se había ido—. Se ha marchado.
—¿Cuándo te fuiste tú? —le preguntó Colin—. ¿El once de enero? Es cuando el Times dijo que perdiste la vida.
«No —pensó—. Es octubre.» Pero Colin se refería a cuando estaba en Londres.
—Sí, el once.
—¿Dónde trabajaba Polly cuando te fuiste? ¿Todavía trabajaba en Oxford Street?
Ernest asintió.
—En Townsend Brothers. En la tercera planta. Pero tanto ella como Eileen…
—¿Eileen? ¿Merope estaba allí? —saltó Colin—. ¿Ella y Polly están juntas? ¿Sabes dónde viven?
—En el número catorce —dijo, y tragó. Notaba un sabor metálico en la boca. Volvió a tragar, intentado librarse de él—. En el catorce de Cardle Street —intentó decir, pero la tos se lo impidió, y seguramente tosió tanto que vomitó, porque Colin le limpió la boca con la punta de la manta—. La señora…
—No intentes hablar —le dijo Colin, secándole la barbilla—. Viven en la pensión de la señora Rickett, en Cardle Street. En el número catorce.
Ernest asintió.
—En Kensington —intentó decir, pero la tos volvió a impedírselo. Aunque daba igual porque Colin lo entendió.
—En Kensington, ¿verdad? Nos enteramos de eso gracias a tus mensajes. También de que el refugio al que acuden es el de Notting Hill Gate.
Ernest asintió, agradecido de no tener que intentar decir todo aquello porque había otra cosa que necesitaba decirle y que era importante.
—No vino en junio. Vino en diciembre del 43. Tienes que sacarla antes del veintinueve.
—Lo haré. Pero antes te devolveré a Oxford. ¿Puedes agarrarte a mi cuello con ambos brazos?
—No —dijo Ernest, temiendo que Colin lo levantara—. Que te ayude Polly. Dile que traiga la camilla.
—No está aquí —le dijo Colin con amabilidad—. Está en 1941. ¿Te acuerdas? Tú fuiste quien me dijo dónde encontrarla.
—No. Aquí. En el incidente.
Pero Colin no entendía aquel término. No era historiador. No era más que un niño.
—Fue una de las que me encontraron entre los cascotes —intentó explicarle—. Me rescató. Trabaja como conductora de ambulancias en Dulwich. —Pero seguramente no dijo nada de aquello porque Colin le preguntó:
—¿No trabajaba en Townsend Brothers cuando te fuiste? ¿Conducía una ambulancia?
—¡No! Aquí. En esas ruinas —tragó saliva—, después de caer el V-1.
—¿Polly estaba aquí hace un momento?
—No, Mary. Polly todavía no ha ido al Blitz. Pero está bien. No me ha reconocido. No lo he echado todo a perder —dijo, entre toses—. Tienes que advertírselo. Tienes que decirle que no vaya.
—Si lo hubiera sabido… —dijo Colin, mirando hacia un punto lejano, y Ernest se dio cuenta de que no estaban ya en el incidente, de que Colin se lo estaba llevando a algún lado.
—¿Estamos en la ambulancia? —preguntó.
—No, estamos en el portal. De haber sabido que Polly estaba aquí… —dijo desesperado y nostálgico Colin.
«Como esa noche que me marché de Londres —pensó Ernest—, sabiendo que era posible que no volviera a ver a Polly ni a Eileen nunca más.»
Pero él tenía que verla.
—Tienes que detenerla. Vuelve…
—Antes tengo que llevarte a casa. El portal se abrirá en cualquier momento. Hay un equipo médico de urgencias esperándote en el laboratorio. Te repararemos en un periquete, amigo.
—No hay tiempo. Polly se habrá ido… —trató de decir—. Tienes que encontrarla. —Pero estaba otra vez vomitando en el mono de Colin, solo que no vómito sino sangre.
—Las encontraremos, te lo prometo. —Colin lo abrazó.
«Bien. No moriré solo.»
—¿Por qué no se abre el maldito portal? —se quejó Colin.
—Está estropeado. Estamos atrapados en el Blitz.
—Quédate conmigo, Davies. Llegaremos enseguida. Te llevaremos al hospital y te curarán. Te pondrán una pierna nueva y yo me iré a recoger a Eileen y a Polly. Estarán allí antes de que salgas del quirófano. Se alegrarán mucho de verte. Eres un héroe, ¿lo sabes?
—Lo sé. Le salvé la vida a Cess. —«Y a Chasuble. Y a Jonathan y al comandante. Y a ese perro.» Se preguntó qué habría sido de él y si habría contribuido a la victoria.
—No me sueltes, Davies —dijo Colin—. Puedes conseguirlo.
Ernest sacudió la cabeza.
—Bésame, Hardy —susurró, y lo cogió en brazos.
«Igual que en San Pablo —pensó Ernest—, el capitán muriendo en brazos del Honor…» A pesar de que nunca había visto el monumento, porque estaba rodeado de sacos de arena. Y el capitán tampoco lo había visto, porque había muerto inmediatamente después de atar entre sí los dos barcos. Nunca se había enterado de si habían ganado o no la guerra.
—¿Lo hemos hecho? —le preguntó a Colin, que resultó que no era más que un crío porque lloraba.
—No me hagas esto, Davies —le rogaba—. ¡Ahora no, Michael!
No. Michael, no. Ni Mike Davis. Ni Ernest Worthing. Ni Shackleton.
—No me llamo así —dijo, e intentó decirle cómo se llamaba en realidad, pero había sangre por todas partes: la tenía en la boca, en los oídos, en los ojos, así que no oyó a Colin ni oyó abrirse el portal—. Soy Faulknor.