Si suena la alarma de bombardeo durante una función, debe informarse de ello al público desde el escenario.
Nota en un programa de teatro, 1940
Kent, octubre de 1944
«Dunworthy, James —tecleó Ernest—. Fallecido en su casa de Notting debido a las heridas que le infligió un V-2 durante un ataque.»
Cess se asomó a la puerta.
—¿Has visto a Chasuble?
—No —repuso Ernest, sin dejar de teclear: «El señor Dunworthy, natural de Oxford…»—. ¿Has mirado en el comedor?
—No, ahora lo haré —dijo Cess y, sorprendentemente, se marchó.
Ernest continuó escribiendo.
«… deja dos hijos, Sebastian Dunworthy y Eileen Ward…»
—¡Hola! —saludó Chasuble, entrando con varias fotografías—. ¿Estás escribiendo sobre la colecta para la iglesia de Hampstead?
—No, es esto. —Ernest le entregó una hoja—. Comprueba la hora, ¿vale? No he podido descifrar tu letra. —Y, mientras Chasuble leía, tecleó: «El funeral se celebrará en St. Mary-at-the-Gate, en Cardle, el 20 de octubre a las diez.» Sacó la hoja del carro y la puso boca abajo en el escritorio—. ¿Es la hora correcta?
—No —dijo Chasuble—. Tenía que poner las 3.19 de la tarde, no las 2.19. —Le devolvió la noticia a Ernest, que metió la hoja de nuevo en el carro, tachó con equis la hora y la corrigió—. ¿Dónde cayó, en realidad?
—En Charing Cross Road —dijo Chasuble, entregándole varias fotos—. Aquí están los últimos incidentes de la semana, pero no creo que vayan a servirnos. Solo hay una iglesia y una calle comercial, y no ha quedado de ellas más que un montón de escombros, nada reconocible. Así de efectivos son los V-2.
Ernest iba pasando las instantáneas.
—¿Qué te parece esta? —le enseñó la foto de una escuela destruida con una docena de alumnos de uniforme encaramándose alegremente a los escombros.
Chasuble cabeceó.
—Esa ya ha salido en el Daily Express.
—Creía que tenían órdenes de no publicar nada sin nuestro visto bueno.
—Ya, pero se olvidaron de decírselo al reportero y esa se coló. —Fue pasando fotos y le pasó una a Ernest de un montón de vigas—. ¿Ves eso? —Le señaló un cartel roto que había en una esquina.
Ernest entornó los párpados intentando descifrar las diminutas letras.
—¿Dentista? —sugirió.
—Cirujano dental —dijo Chasuble—, o, más bien, «cirujano den». Sé que no es mucho, pero creo que a lo mejor una historia de interés humano… «Cura extrema para un dolor de muelas», o algo así, acerca de un hombre que iba al dentista cuando cayó el V-2 y la explosión le arrancó la molesta muela.
Ernest asintió.
—¿Dónde, supuestamente?
—En Brixton. En realidad es la foto de una calle de Walworth, pero he sido capaz de recortar el ayuntamiento. La bomba cayó a… —Consultó su lista—. A las 4.05 de la madrugada del día once.
—¿A las 4.05? Pues no nos vale. La consulta del dentista estaría cerrada a esa hora, ni siquiera atendería las urgencias.
—¡Ah, vale! —dijo Chasuble, recuperando la foto—. Veré que más tengo. —Pero siguió sin irse.
—Antes ha venido Cess preguntando por ti. Según él, era urgente —dijo Ernest, y Chasuble por fin se marchó y él pudo seguir escribiendo a máquina. Cada vez le costaba más encontrar tiempo para escribir sus mensajes desde el Día D. Ahora que Moncrieff y Gwendolyn estaban en Francia, Cess no tenía a nadie más a quien molestar y cada dos por tres se sentaba en el borde de su escritorio. Cuando no, Chasuble hablaba de Daphne la camarera y leía por encima de su hombro. Así que pocos eran los momentos en que podía redactar sus mensajes. Además, los artículos de desinformación que escribía no le dejaban demasiado tiempo para trabajar con los nombres de Polly y Eileen y la información, porque las localizaciones tenían que ser las falsas que habían acordado y porque Chasuble y Cess solían ser quienes entregaban los artículos a los periódicos. Hacía lo que podía, sin embargo, redactando diversos anuncios, cartas al director y noticias de interés humano que adjuntaba a las fotos de los V-1 y V-2 siempre que era él quien realizaba la entrega.
«Faltan todavía dos meses para Navidad —escribió—, pero dos chicas de Nottingham ya están trabajando con ahínco en un proyecto para las fiestas: mandar un poquito de alegría en forma de paquete sorpresa a nuestros valientes muchachos de uniforme. Las señoritas Mary O’Reilly y Eileen Sebastian, de Cardle Hill, están…»
—No encuentro a Cess —dijo Chasuble, volviendo a entrar en la habitación.
—Búscalo en el comedor —le sugirió Ernest. Pero era demasiado tarde.
—Aquí estás —dijo Cess, apareciendo en el umbral—. Te he estado buscando por todas partes. ¿Recuerdas que Daphne te dijo que no quería salir contigo?
—Intento olvidarlo —repuso Chasuble, sombrío.
—Bueno, pues deja de intentarlo. Tengo buenas noticias. La llevo a la fiesta de la cosecha de Goddards Green esta tarde. ¡Un momento! —gritó, alzando las manos y apartándose de los puños amenazadores de Chasuble—. Espera hasta que termine.
—Venga —dijo furibundo Chasuble—. ¿Cuáles son exactamente esas buenas noticias?
—Que va a ir a la fiesta con su amiga Jean y le he dicho que yo iría con un amigo. ¡Espera! —Rodeó el escritorio.
Ernest protegió con un brazo la hoja de la máquina de escribir.
—¿No lo entiendes? —dijo Cess—. Mientras impresionas a Daphne con tu destreza en el juego de puntería, yo sacaré a Jean de la tienda del té y, cuando os encontremos, habré ejercido mi atracción fatal sobre ella, tú sobre Daphne y haremos intercambio. Nos vamos a las diez. —Salió por la puerta.
—Espera —le dijo Chasuble—. ¿No es un poco tarde para una fiesta de la cosecha? Además, ¿por qué se celebra un miércoles?
—La fiesta se pospuso porque impactó un V-2 en el Instituto Femenino —dijo Cess.
Ya salía cuando se asomó dentro de nuevo.
—¡Ah! Casi se me olvida —le dijo a Chasuble—. Lady Bracknell quiere verte.
—¿Para qué? No creerás que se habrá enterado de lo del Austin, ¿verdad?
—Espero que no —repuso Cess—. Muerto no me servirás de nada.
Por fin se marcharon los dos. Y, afortunadamente, fuera lo que fuera que quería Bracknell, llevó al menos media hora y Cess sentía curiosidad suficiente para escuchar al otro lado de la puerta todo el rato, así que Ernest tuvo tiempo de terminar su artículo.
Los paquetes sorpresa navideños están hechos con un tubo de cartón y papel de envolver donado por los almacenes Townsend Brothers y contienen coronas de papel de seda. En cuanto al tradicional estallido del paquete, la señorita O’Reilly, a quienes sus amigos llaman Polly, dijo: «No. Nuestros soldados ya tienen explosiones suficientes para todo un año, así que les gustará un poco de paz y tranquilidad durante las fiestas.»
No iban a tenerla. La semana de Navidad fue la de la batalla de las Ardenas.
«Otro acontecimiento que no podré observar —pensó, recordando el ataque de Pearl Harbor, que se había perdido—. Y durante la batalla de las Ardenas estaré mecanografiando artículos sobre Navidad en el frente y haciendo caer V-1 y V-2 sobre la cabeza de gente inocente.»
Siguió escribiendo: «Los paquetes sorpresa contendrán también un dulce y un dicho escrito a mano, como “Más vale prevenir que curar” o “Busca y encontrarás”.»
Chasuble entró en tromba.
—Bueno, sanseacabó —dijo, asqueado.
—¿Qué ha pasado?
«¡Maldita sea!», pensó Ernest, dejando de escribir. A este paso la Navidad habrá pasado antes de que pueda acabar la historia.
—La caldera de St. Anselm de Cricklewood ha estallado —dijo Chasuble, enfadado.
—¿Cricklewood? —Extrañado, Ernest frunció el ceño—. Creía que llevabais a las chicas a Goddards Green.
—Ya no. No las llevaré a ninguna parte. Parece que el campanario sigue en pie.
—¿Qué?
—Es de Norman, famoso. Bracknell quiere fotos, pies de foto y artículos para antes de que cierren la edición de la tarde.
¡Ah! Ahora lo entendía. Los daños de la explosión de la caldera parecía de un ataque con V-2 y el famoso campanario de Norman salía seguramente en las guías de viajes, así que los alemanes no solo era posible que identificaran la iglesia sino que casi con toda seguridad lo harían. Además estaba en el noroeste de Londres, allí donde intentaban convencer a los alemanes de que caían sus V-1 y V-2.
—Es injusto —dijo Chasuble con abatimiento—. Nunca volveré a tener una oportunidad con Daphne.
—Tienes bastante razón —dijo Cess. Ve tú a Goddards Green con las chicas y yo iré a Cricklewood.
—No. Iré yo —se ofreció Ernest. «Y entregaré mis artículos a los semanarios durante el trayecto de vuelta.»
—¿Lo harás?
—Sí, pero, antes de iros, decidme a qué hora vamos a decir que cayó el V-2. Además, me hará falta que me indiquéis cómo llegar a St. Anselm. ¡Ah! Y llamad al Herald para decir que no publiquen nada sobre St. Anselm antes de que se lo digamos.
—Voy —dijo Chasuble, y se fue corriendo.
—Gracias, hombre —le dijo Cess—. Te debo una.
—Dime cómo llegar a St. Anselm y ya veremos.
Cess asintió y se marchó.
Ernest tenía apenas unos minutos.
«El sargento de intendencia Colin T. Worth se ocupará de que los regalos sorpresa lleguen a su destino —tecleó—, y varios centenares de afortunados soldados tendrán una Navidad feliz gracias a las habilidosas muchachas que habrán “aportado su granito de arena” como el primer ministro nos ha pedido a todos que hagamos.»
Extrajo la hoja del carro, recuperó la necrológica y se metió ambas cosas en el bolsillo de la chaqueta; luego puso otra hoja en blanco con papel carbón para tres copias y tecleó en mayúsculas: «COHETE ALEMÁN DESTRUYE TEMPLO HISTÓRICO.»
—Cayó en Bloomsbury, el pasado miércoles —dijo Chasuble, entrando. Se había puesto chaqueta y corbata—. A las 7.20 de la tarde.
El miércoles por la tarde. Perfecto. Los miércoles había ensayo del coro.
—¿Alguna víctima?
—Sí, cuatro. Los cuatro muertos, pero cayó otro V-1 en la misma zona a las 10.56 de la noche, así que da igual.
«A los cuatro que murieron no creo que les diera igual —pensó Ernest—. Ni a la gente que morirá en Dulwich o en Bethnal Green cuando los alemanes modifiquen las trayectorias por culpa de esta foto.»
Entró Cess.
—Aquí tienes las indicaciones para ir a St. Anselm. —Le dio a Ernest un plano dibujado a mano.
—Bien. —¿Has llamado al Herald, Chasuble?
—Sí. El editor ha dicho que no publicarán la noticia hasta que se lo digas.
—Vamos —dijo Cess—. La fiesta empieza a mediodía.
—Ya voy —repuso Chasuble—. Nunca olvidaré lo que estás haciendo por mí, Worthing.
—No tiene importancia. Ve y gánate el corazón de Daphne —le dijo Ernest, despidiéndolo con un gesto.
Escribió las noticias de St. Anselm, cogió las copias, la cámara de fotos y varios rollos de película y salió hacia Cricklewood. No era difícil ver por qué lady Bracknell estaba tan emocionado con St. Anselm. No solo había quedado intacta su característica torre, sino también el arco de hierro forjado que ponía «St. Anselm, Cricklewood», y el montón de escombros de detrás parecía sin duda producto de los destrozos de un V-2.
—Eso creía yo al principio —dijo el locuaz sacristán—, porque no hubo ningún ruido previo a la explosión, ¿sabe usted? Y lo mismo creyó el reportero del Mirror que vino, pero mientras sacaba fotos, me di cuenta de que las piedras estaban mojadas y, como no había llovido, pensé enseguida en la caldera. Y eso era.
—¿Dice usted que el reportero era del Daily Mirror? —le preguntó Ernest—. ¿Dijo que iban a publicar la noticia?
El sacristán asintió.
—En la edición de la mañana. Es raro, ¿verdad? Que St. Anselm haya soportado todo el Blitz y este último año sin un solo rasguño para acabar así por una caldera defectuosa… —Cabeceó, apenado.
—¿Le dijo el periodista cómo se llamaba?
—Sí, pero no me acuerdo del nombre. Miller, creo, o Matthews.
—¿Han venido periodistas de otros periódicos?
—Solo del periódico local. ¡Ah, sí! Y del Daily Express. Aunque en cuanto dije que los destrozos se debían a una caldera dejó de interesarle. Ni siquiera sacó ninguna foto.
Ernest le pidió al hombre si podía usar el teléfono de la rectoría y llamó a lady Bracknell.
—Intentaré interceptar los artículos —dijo Bracknell—, o por lo menos las fotos de los periódicos londinenses. Usted frene su publicación en los periódicos locales y luego vuelva a llamarme. ¿Está seguro de que solo han ido allí del Mirror y del Express?
—Sí —repuso Ernest, pero cuando colgó volvió a preguntárselo al sacristán, que insistió en que solo habían aparecido aquellos dos periodistas.
Entonces le dijo que llamara si se presentaba algún otro y le dio el número de lady Bracknell.
—Además, si llega algún otro reportero, no le deje sacar fotos —le insistió, y se marchó para ir a ver al editor del periódico local.
Esperaba que no le hiciera demasiadas preguntas. Una esperanza que resultó vana.
—No entiendo por qué publicar esa información equivale a dar información al enemigo. No tiene nada que ver con la guerra —le dijo el editor—. Se trata de la explosión de una caldera, no de una bomba.
—Sí —convino Ernest—, pero proporcionar al enemigo información acerca de cualquier desastre lo ayuda en su esfuerzo de propaganda.
—Pero usted ha puesto que fue destruida por un V-2 —dijo, frunciendo el ceño—. ¿No saben los alemanes dónde impactan sus cohetes?
«Lo harán si no impido que publiques esto.»
—Además —insistió el hombre—. Diciéndoles que la iglesia fue destruida por un V-2… ¿No contribuirá eso a su propaganda?
—No, porque podremos desacreditarlos después, ¿entiende? —Ernest se lo explicó y quedó aparentemente convencido. Para asegurarse, le ofreció ocuparse personalmente de la tipografía y luego se quedó hasta ver impresa la portada. Es decir: una eternidad. La rotativa era incluso más propensa a estropearse que la del Call. Pasaban de las dos cuando llegó y presentó su informe.
—He tenido que amenazarlos —le dijo lady Bracknell—, pero he conseguido impedir la publicación de la noticia tanto en el Mirror como en el Express, aunque no he sido capaz de hacerles llegar la nueva versión, así que necesito que vaya a Fleet Street.
¿A Fleet Street? Aquello le ocuparía el resto del día.
—¿No puedo dictársela por teléfono? Esperaba llevar la foto a algunos de los semanarios locales hoy mismo.
—No. Quiero que vaya personalmente al Mirror y al Express para supervisar el asunto. No quiero ninguna metedura de pata. Bastaría que una sola noticia se nos colara para que todo se fuera al traste.
O para que Morrison se enterara de lo que se traían entre manos y ordenara dejarlo, porque en tal caso ya no haría falta que llevara los artículos a los semanarios locales. Además, era muy posible que el editor del Mirror o el del Express hubieran accedido a retener la historia pero no hubieran caído en decírselo al reportero… o al tipógrafo. Así que mejor sería que se fuera a Fleet Street cuanto antes. Esperaba que las cosas fueran más fáciles que en el periódico de Cricklewood. Lo fueron. El Mirror le había reservado un espacio en la página tres y el Express había retrasado la publicación para incluirla en la edición matutina del día siguiente. Los dos periódicos le permitieron ver las galeradas y el impresor le entregó la plancha de la foto que usarían los semanarios locales y le dio el nombre del corresponsal que había escrito la noticia.
Ernest lo estuvo buscando hasta que lo encontró en un pub próximo a San Pablo para asegurarse de que no hubiera vendido la foto ni la noticia a algún otro periódico. No lo había hecho. Sin embargo, cuando Ernest ya se iba, le mencionó que había visto a un reportero del Daily Graphic marchándose de St. Anselm cuando él llegaba, así que tuvo que ir a hablar con él y luego ir a los restantes periódicos para asegurarse. Cuando por fin estuvo seguro de que la única versión de la noticia que aparecería sería la suya, eran ya las nueve. Descartó por tanto ir a los semanarios locales, a excepción quizá del Call. Si la rotativa del señor Jeppers había vuelto a estropearse, tal vez todavía estuviera imprimiendo la edición a medianoche. Eso en caso de que consiguiera llegar hasta la redacción. En la calle no se veía absolutamente nada y había niebla. Tuvo que avanzar a paso de tortuga y, cuando llegó a Croydon, la puerta de la redacción del Call estaba cerrada. Sin embargo, la bicicleta del señor Jeppers seguía en la acera, así que Ernest llamó al cristal de la puerta.
—¡Señor Jeppers! —gritó, esperando que la rotativa no estuviera en funcionamiento porque, si lo estaba, sería imposible que lo oyera—. ¡Déjeme entrar!
—¡Está cerrado! —gritó el señor Jeppers sin abrir—. Vuelva por la mañana.
—¡Soy Ernest Worthing!
—¡Sé quién es! ¿Quién más podría ser a estas horas? —Abrió la puerta—. Bueno. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a mañana? ¿Se ha rendido Hitler?
—Todavía no —repuso, entregándole los artículos.
El editor se negó a aceptarlos.
—Llega tarde. Estoy imprimiendo la portada.
—No van en portada… Al menos publique esta. —Le dio la de St. Anselm.
La semana que viene ya publicaría las otras.
El señor Jeppers cogió la hoja.
—Dice que lleva una foto —dijo, sacudiendo la cabeza—. No tengo tiempo de preparar una plancha para la fotografía.
—No hace falta. Yo se la he traído. Tenga. —Se la enseñó—. Basta componer el texto. Yo mismo lo haré —añadió y, antes de que el señor Jeppers pudiera objetar algo, se quitó la chaqueta, la dejó encima de un rodillo de la prensa y cogió una bandeja de tipos.
—Está bien. Adelante. —Jeppers golpeó la palanca de la prensa, que se puso en marcha—. ¡Pero si no ha terminado cuando acabe de imprimir la portada, saldrá la semana que viene! —gritó, para que lo oyera a pesar del estruendo de la máquina.
Ernest se puso a componer renglones de texto, buscando las letras que le hacían falta en los cajetines y deslizándolos luego hasta su posición sobre el componedor.
Aquello podía salirle incluso mejor de lo previsto. Los anuncios por palabras de la parte inferior de la página ya estaban compuestos y revisados. Si era lo bastante rápido, podría substituirlos por los suyos y el señor Jeppers ni se daría cuenta.
Si era lo bastante rápido…
La prensa escupía páginas a un ritmo constante y no parecía que fuera a atascarse. ¿Por qué, precisamente aquella noche, había decidido funcionar bien? ¿Por qué le había parecido buena idea usar expresiones como «arquitectura histórica»? ¿Dónde estaban las dichosas úes?
Colocó la línea de texto donde correspondía y cogió otro componedor vacío.
Oyó entonces un repiqueteo. Bien: la prensa volvía a las andadas. ¿Dónde demonios estaban las ces? El repiqueteo aumentó, como si hubiera una llave atascada en los engranajes.
—¡Párela! —le gritó a Jeppers, aunque al cabo de un minuto ya no le habría hecho falta porque la prensa estaría hecha pedazos.
—¿Qué?
—¡A la prensa le pasa algo! —dijo gritando Ernest, señalando la máquina con el índice—. Ese repiqueteo. Es…
El ruido paró de golpe.
—¿Repiqueteo? —bramó el señor Jeppers para que lo oyera a pesar del ruido de la prensa—. ¡No oigo ningún repiqueteo!
«Porque ha parado» —pensó Ernest. Y luego—: «¿Y si era una bomba voladora?»
Sin embargo, no tuvo tiempo de correr ni de avisar al señor Jeppers. No tuvo tiempo.