El tiempo, que parecía estar de parte de los aliados, resultó ser finalmente la mano derecha de Hitler.
MOLLIE PANTER-DOWNES,
15 de junio de 1940
Museo Imperial de la Guerra, Londres, 7 de mayo de 1995
—Aquí está, señor Knight —dijo Talbot—. ¡Eileen! —gritó, acercándose a la mujer que acababa de llegar a la exposición sobre el Blitz.
Era exactamente como Talbot la había descrito: de pelo gris, peso medio, bastante corpulenta.
—¡Lambert! ¡Aquí! —Talbot le hizo señas y luego se volvió hacia Calvin—. Ya le había dicho que no tardaría en llegar, señor Knight.
—¿Se llama Eileen? —le preguntó él, rogándole a Dios haberla entendido mal.
—Sí. ¡Eileen! ¡Goody! —Talbot volvió a hacer señas.
La señora Lambert no alzaba la vista. Seguía rebuscando en el bolso, seguramente un bolígrafo para escribir su nombre en la acreditación que tenía en la otra mano.
«Había montones de Eileens durante la guerra —se dijo él, con el corazón desbocado—. Por eso Merope eligió ese nombre, porque era muy habitual.»
Además, aquella Eileen no se parecía en absoluto a la esbelta y bonita pelirroja de ojos verdes a la que había visto en Oxford hacía ocho años. Aunque desde entonces habría envejecido cincuenta años y la morena de pelo rizado del Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército de la foto que le habían enseñado nada tenía que ver con la anciana con la que había hablado antes. Por otra parte, cuando inclinó la cabeza para cumplimentar la acreditación sobre un expositor, vio que el pelo gris de la señora Lambert tenía vetas de un rojo pálido.
La mujer intentaba ponerse la tarjeta. ¿Y si, cuando por fin lograra ponérsela, resultaba que su nombre era Eileen O’Reilly?
—¿A qué se dedicaba la señora Lambert durante la guerra? —le preguntó a Talbot.
«Que diga que era Wren… o corista», rogó.
—Llevaba una ambulancia —dijo Talbot—. ¡Oh, vaya! Sigue sin vernos. Venga conmigo. —Y lo llevó cruzando la habitación hacia la señora Lambert.
No parecía tan vieja como Talbot, seguramente porque no estaba gorda, y Merope había sido más joven que Polly. La evacuación de los niños había sido su primera misión y, si aquella mujer era ella, la única misión que había llevado a cabo.
—Eileen —dijo Talbot—. Aquí hay alguien que quiere conocerte.
Por fin Eileen se había puesto la acreditación, pero no había servido de nada. Ponía: «Eileen Lambert. Asociación de Alumnas de la Segunda Guerra Mundial.» Cuando alzó la mirada, vio que tenía los ojos azul claro, que podían o no haber sido verdes en su juventud.
—Lo siento —decía Talbot—. He olvidado cómo se llama usted, señor…
—Knight. Calvin Knight. Encantado de conocerla, señora Lambert —dijo, mirándola con atención mientras le estrechaba la mano—. Soy de Oxford —añadió, y le pareció ver un destello de reconocimiento en los ojos de la mujer. ¡Oh, Dios mío! ¡Era ella!
—El señor Knight está buscado a alguien que pudiera haber conocido a su abuela —dijo Talbot—. ¿Dónde has estado, Goody? Según dice Browne, has tenido que hacer un recado.
—Sí, en San Pablo. Le pedí a mi hermano que fuera en mi lugar, pero no podía. No puede irse de Old Bailey esta mañana, así que he tenido que ir yo.
Un hermano. Tenía un hermano. No era Eileen. El alivio lo golpeó como un puñetazo en la boca del estómago.
—Y el tráfico está fatal —decía la señora Lambert.
Talbot asintió.
—Deberían hacer algo en la zona de St. Bart. Está siempre imposible.
Pudge se unió a la conversación.
—¡Oh, ya os habéis encontrado! Estupendo. ¿Conocía Lambert a su abuela? —le preguntó a Calvin.
—Aún no se lo he preguntado.
—Su abuela estuvo en Londres durante el Blitz —le explicó Talbot a Eileen—. Se llamaba Polly y… ¿Cómo ha dicho que se apellidaba, señor Knight?
—Sebastian. Polly Sebastian.
Las dos señoras miraron expectantes a Eileen Lambert, que sacudió la cabeza.
—No. No hay nadie llamado así en la organización —repuso por fin—. ¿Era Polly un sobrenombre de Mary?
—Sí.
—Había una Mary en nuestra unidad de ambulancias —dijo Talbot—, pero se apellidaba Kent.
La señora Lambert la ignoró.
—¿Cuál era el apellido de soltera de su abuela, señor Knight?
—Sebastian. Su apellido de casada era O’Reilly —dijo, por si acaso, pero no detectó en ella ninguna reacción.
—No, lo siento. Tampoco había ninguna Mary O’Reilly. ¿Ha buscado en los archivos del museo?
«Sí. Y en el Museo Británico. Y en las hemerotecas del Times y del Daily Herald y del Express.»
—Buena idea —dijo—. Pero me parece que hoy no va a darme tiempo, aunque volveré, seguro. Gracias por su ayuda. Y por la suya, señora Vernon —le dijo a Talbot—, y por la suya también. —Les estrechó la mano a las tres—. No quiero entretenerlas más.
—Bien. ¡Oh, Eileen! Tienes que ver el expositor «Belleza durante el Blitz» —le dijo Talbot—. Hay medias de nailon de los americanos y uno de esos espantosos polvos de maquillaje hechos de tiza. ¡Y un pintalabios igualito que ese que perdí cuando Kent me tiró al suelo aquella vez! Puede incluso que sea el mismo. Nunca he olvidado ese pintalabios. Caricia Carmesí, se llamaba. —Ella y Pudge se llevaron a la señora Lambert y Calvin fue hacia la salida, pasando entre las vitrinas del Día de la Victoria, amenizadas con vítores y fuegos artificiales simulados. Pasaban ya de las once, pero si se daba prisa llegaría a San Pablo a mediodía y tal vez pillara a alguno de los asistentes a la exposición almorzando en el café de la catedral.
Se apresuró hacia la salida.
—¡Señor Knight! —lo llamó alguien.
Se detuvo y miró hacia atrás.
La señora Lambert se apresuraba por el pasillo para alcanzarlo. Se quedó esperándola.
—¡Oh, bien! —jadeó la anciana—. Sigue usted aquí. Temía que ya se hubiera ido.
—¿Qué sucede? ¿Se ha acordado de algo?
Ella sacudió la cabeza, intentando recuperar el aliento, con una mano sobre el pecho.
—¿Se encuentra bien? ¿Le traigo un vaso de agua o algo? Podemos ir a la cafetería.
—No. Enseguida irán todas a comer. Lo siento, pero no podía decir nada delante de Talbot y Pudge. —Lo agarró del brazo y se lo llevó, pasando por delante de la tienda de regalos, hasta el vestíbulo, buscando con la mirada algún lugar donde pudieran hablar tranquilos—. Quería abordarlo en cuanto llegara, pero no estaba segura de dónde iría. La exposición de San Pablo también se inauguraba hoy, y me pareció más probable que fuera usted allí.
¡Oh, Dios! Sí que era Eileen, y lo del hermano una invención, parte de la identidad que había adoptado después de la muerte de Polly, al quedarse sola en la estacada. Había tenido que pasar sola toda la guerra y todos los años posteriores. «¿Cómo puede estar aquí de pie, sonriente —se preguntó—, sabiendo lo que le hice, lo que les hice a todos? Es imposible. No puede ser ella. Me toma por otra persona, por un periodista con el que tendría que haberse reunido o con…»
—… y hay muchas zonas de exposición en la catedral, en la cripta y en ambos transeptos, así que he tardado una eternidad en asegurarme de que no estaba allí. Luego he tardado una hora entera en llegar y… —Calló y frunció el ceño—. Es usted Colin, ¿no?
Ya no cabía duda. Era ella.
—¡Oh, vaya! Me temo que me he equivocado —dijo, al igual que había hecho Ann—. Creía que…
—No se equivoca. Soy Colin.
—¿Colin Templer?
Él asintió.
—¡Ah, bien! —dijo Eileen—. Por un momento he temido haberme equivocado de persona. ¡Hace tantos años que lo vi! —Miró hacia la tienda de regalos, de la que salían tres mujeres charlando con bolsas llenas de paquetes—. Venga, vamos a buscar un lugar tranquilo para hablar. —Lo llevó otra vez a la exposición sobre el Blitz y hacia la puerta que ponía: «Refugio antiaéreo.» Abrió la puerta, echó un vistazo alrededor y lo empujó dentro, donde había una réplica de un andén de metro con maniquíes sentados con la espalda apoyada en las paredes alicatadas y tendidos en el suelo tapados con mantas.
Eileen cerró la puerta.
—Perfecto —dijo, imponiéndose al sonido ahogado de una bomba. Se sentó en un banco y palmeó el asiento para que él hiciera otro tanto.
Colin se sentó.
«¿Cómo puede? —pensó él—. Sabiendo hasta qué punto le fallé…»
—Eileen —le dijo, con impotencia—. Merope… ¡Lo siento tanto!
Ella lo miró, sorprendida.
—¡Oh, Colin! Yo soy quien lo siente. Te reconocí, así que supuse que tú me reconocerías, pero se me olvidaba que todavía no me habías conocido.
«Todavía no…»
—Y, aunque me hubieras conocido ya, han pasado cincuenta años. Tendría que habértelo dicho de entrada. —Hubo otra explosión y un fogonazo de luz roja—. No soy Eileen. Quiero decir que… lo soy, pero no Eileen O’Reilly.
Colin sintió renacer la esperanza. No era Eileen, así que seguía existiendo la posibilidad de que las hubiera sacado de allí. Y si aquella Eileen sabía dónde habían estado…
—Debería empezar por el principio —dijo—. Soy Binnie Hodbin. Mi hermano Alf y yo éramos evacuados. Nos mandaron a la mansión donde ma… donde Eileen trabajaba como sirvienta.
Alf y Binnie Hodbin, los niños de los que todos se acordaban por lo terribles que habían sido.
Y por lo visto Alf seguía siéndolo, puesto que «no podía irse» de Old Bailey. ¿Sería eso un modo educado de decir que estaba arrestado, o algo peor? Pero aquello no tenía sentido. Binnie era una niña durante la guerra.
—Pero si la señora ha dicho que conducías una ambulancia… —le dijo.
—Así es. Durante los ataques con V-1 y V-2.
—Pero si debía tener solo…
—Quince años —dijo ella—. Mentí sobre mi edad.
Aquello encajaba con lo que le habían contado de los Hodbin. Y, ahora que la miraba con más detenimiento, era más joven que las otras.
—Pero has dicho que te llamas Eileen…
—Así es. Binnie no era mi verdadero nombre sino un diminutivo del apellido Hodbin. Así que, puesto que carecía de nombre propio, Eileen me dijo que escogiera el que quisiera y escogí el suyo. Después de la guerra, cuando mamá… me refiero a Eileen, y papá nos adoptaron legalmente, me inscribieron con el nombre de Eileen.
«Después de la guerra. ¡Oh, Dios mío!»
—La has llamado mamá.
—Lo siento. Sigo olvidando que no sabes nada de todo esto. Cuando volvimos a Londres, al principio del Blitz, Eileen nos acogió y nos crio. Nuestra madre había muerto y vivíamos en el metro. Ella nos encontró y…
No la estaba escuchando. Eileen los había criado. No las había rescatado. Por eso estaba ahí Binnie. Eileen la había mandado a contarle que había fracasado, que se había pasado los últimos cincuenta años esperando que llegara para rescatarla. En vano.
—No quiere verme, ¿verdad? —le preguntó a Binnie—. No se lo reprocho.
—No… No lo entiendes. —Inspiró profundamente—. Mamá murió hace ocho años.