¿Sabes por qué saludan cuando pasamos? Somos unos condenados héroes.

¿Sabes por qué saludan cuando pasamos? Somos unos condenados héroes.

LESLIE TEARE,

sargento, a su llegada a Inglaterra

tras ser evacuado de Dunkerque

Kent, junio de 1944

«28 de junio de 1944», tecleó Ernest.

Querido editor:

Vivo en Sellindge, cerca de Folkestone, y nuestro pueblecito siempre ha sido un lugar tranquilo y encantador. Sin embargo, desde hace quince días nuestra tranquilidad se ha visto perturbada por un constante trasiego de vehículos militares. Me he visto obligado a colgar la colada dentro de casa por culpa de la polvareda, y a mi gata, Polly Flinders, han estado dos veces a punto de atropellarla. ¿Cuánto tiempo va a continuar esto así? Cuando hablé con el capitán Davies, dijo que quizá dure hasta…

Hizo una pausa, preguntándose en qué fecha situar la invasión. Inmediatamente después del desembarco de Normandía, habían hablado del primero de julio como fecha de la invasión, pero eso había sido cuando no esperaban que el engaño durara más de cinco días a partir del Día D. Ya habían pasado veintidós días desde el Día D y seguía sin haber ninguna señal de que los alemanes se hubieran dado cuenta de la trampa.

—Pronto caerán en la cuenta —había dicho Cess, asqueado, la noche anterior en el refectorio.

—Hay más de quinientos mil soldados aliados en Francia. ¿Qué creen los alemanes que hacen allí? ¿Recoger flores?

—Solo estás enfadado porque has perdido la apuesta —había dicho Prism.

Ernest también la había perdido.

«Lástima que no estudiara el período posterior a la invasión —pensó—. Podría haber ganado cincuenta libras.» Había apostado que sería el dieciocho de junio, doce días después del Día D, aunque en el fondo creía que toda la farsa se destaparía en cuanto las tropas llegaran a las playas de Normandía. Pero ahí seguía, la última semana de junio, mecanografiando anuncios de boda e iracundas cartas al director.

Fue a buscar a Chasuble pero no estaba en la oficina y Prism no sabía dónde se había metido.

—Puede que lo sepa Gwendolyn —le dijo, y Ernest salió hacia el garaje en su busca.

Gwen estaba debajo del chasis del coche. Ernest se agachó y le preguntó:

—¿Sabes dónde está Chasuble?

—Ha ido a la Estación X a entregar los mensajes de radio.

—¿Sabes…? —Calló y miró hacia el techo, escuchando. Se oía un petardeo acercándose desde el este. Parecía una moto.

—¡Qué raro! —dijo Gwen, saliendo de debajo del coche—. No he oído las sirenas.

—Quizás hayan dejado de molestarse en hacerlas sonar.

Gwen asintió.

—O se han desgastado.

«Puede ser», pensó Ernest, escuchando el cada vez más fuerte tableteo. En las dos semanas desde que habían empezado a caer V-1, las sirenas habían sonado al menos quinientas veces.

—¿Qué me habías preguntado? —dio Gwen.

—Te he preguntado si sabías por dónde invadimos Francia. —Ernest tuvo que alzar la voz para imponerse al ruido del V-1.

Gwen esperó a que el cohete hubiera pasado por encima de sus cabezas, dirigiéndose hacia el noreste y luego gritó:

—¿Invadir Francia? ¡Creía que ya la habíamos invadido!

—¡Muy graciosos! —le respondió Ernest a gritos—. ¡No me refiero a la verdadera invasión sino a la invasión en la que llevamos trabajando los cinco últimos meses! —De repente se encontró gritando en el silencio porque el motor del V-1 se paró.

Gwen le hizo el gesto de que esperara. Tras una breve pausa, sonó la explosión.

—Es la octava bomba volante de hoy. A estas alturas Hitler ya tendría que haberse aburrido del juguete nuevo. —Volvió a meterse debajo del coche.

—Todavía no me has dicho cuándo invadiremos por Calais.

—Creo que han decidido que el quince de julio, pero no estoy seguro. Cess lo sabrá.

Pero Cess lo seguiría hasta el despacho y se quedaría allí de pie mirándolo mientras escribía a máquina.

—Sea cuando sea, espero que no tarde —dijo Gwen debajo del coche—. No veo la hora de marcharme de este maldito lugar.

Todos podrían largarse de aquel maldito lugar en cuanto los alemanes se dieran cuenta del engaño.

«¿Y luego qué?», pensó Ernest. Dónde los mandarían. Tenía que procurar que no lo mandaran a Francia. No se había enterado hasta la semana anterior de que las unidades de pega habían operado allí desde el Día D, cuando un oficial procedente de Dover había llegado para requisar todos sus tanques falsos. Por lo visto planeaban situar batallones de tanques falsos en Francia para despistar a los alemanes, y el oficial había dicho que las unidades encargadas serían sacadas de Fortitude Sur.

—Necesitamos hombres con experiencia en manejar esos condenados inflables —había dicho, lo que significaba que cualquiera de su unidad estaba en el punto de mira.

Por suerte, gracias al pie malo a Ernest seguramente no lo mandarían, pero no podía darlo por hecho. El oficial le había preguntado hasta qué punto se manejaba bien con los tanques y Cess le había contado la anécdota del toro.

Ernest hubiese querido saber qué otras misiones para engañar a los alemanes se habían realizado después del Día D, para saber cuáles evitar y cuál pedir. Necesitaba quedarse en Inglaterra en un destino que implicara mandar mensajes por los que un historiador pudiera interesarse. Esa era su única esperanza, ahora que el Día D había pasado y Denys Atherton había regresado a Oxford. También tenía que ser un destino donde no le hiciera falta someterse a comprobaciones acerca de su pasado, y donde fuera poco probable que lo pillaran, cosa que habían estado a punto de hacer la semana anterior. Escribía a máquina uno de sus mensajes cuando Cess había entrado y se había puesto a leer el texto por encima de su hombro antes de que pudiera sacar la hoja del carro.

—¿No has usado ya Polly? —le preguntó—. No es un nombre infrecuente, pero no querrás hacer nada que alerte a los alemanes.

«Ni a ti —pensó—. Ni a Tensing.» Así que, obedientemente, había tachado con equis el nombre y lo había sustituido por «Alice.» Tal vez lo más seguro fuese intentar que lo declararan no apto para el servicio y encontrar trabajo en un periódico. Hiciera lo que hiciera, debía hacerlo pronto, antes de que cerraran el chiringuito y lo destinaran a otra parte. En cuanto le hubieran asignado un destino, sería casi imposible que se lo cambiaran. Entretanto, tenía que terminar su noticia y enviarla antes de que Cess lo pillara usando otra vez el nombre de Polly y sospechara.

Volvió al despacho y cambió la frase por: «Cuando hablé con el capitán Davis, me dijo que iba a durar otro mes entero. Comprendo que Sellindge está en la ruta directa a Dover, pero ¿hace falta que todo el Primer Grupo de Ejército estadounidense desfile ante mi puerta? Sin más que añadir, Euphemia Hill, Rosa Gate Cottage…»

—Será mejor que dejes de teclear —le dijo Cess desde el umbral—. Se ha descubierto el pastel.

Ernest lo miró, azorado. El otro estaba apoyado indolentemente en la jamba, cruzado de brazos.

—¿Qué?

—He dicho que se ha descubierto el pastel. Es una expresión del argot estadounidense. Significa que nos han descubierto. Hitler por fin ha caído en la cuenta de que no existe ningún Primer Cuerpo de Ejército estadounidense ni habrá segunda invasión.

Ernest esperó hasta que el corazón dejó de martillearle en el pecho y dijo:

—¿Hitler se ha dado cuenta del engaño?

—Sí. ¡Ya era hora! Empezaba a creer que no se enteraría hasta que viera a Monty entrando en Berlín.

«A los rusos —pensó Ernest—. Y Hitler ya no estará. Ya se habrá suicidado en ese búnker.»

—¿Quién te ha dicho que se ha enterado?

—Nadie. Estoy en Inteligencia, ¿recuerdas? Lo he deducido en base a las claves.

—¿Qué claves?

—Una: Algernon está aquí. Dos: lady Bracknell ha convocado una reunión general en el comedor.

Cess tenía razón. Parecía que se había descubierto el pastel. En más de un sentido.

«Tendría que haber hablado antes con él acerca de mi reasignación», pensó. Aunque quizás estuviera a tiempo aún.

—¿A qué hora es la reunión?

—Ahora —repuso Cess, sin dar señales de querer irse.

Ernest no podía irse tampoco dejando un artículo en el que aparecía el nombre Polly en el carro de la máquina de escribir.

—Ya voy —dijo, poniéndole la tapa a la máquina y levantándose—. Tendrás que ir a avisar a Gwen. Está en el garaje, debajo del coche.

—¡Oh, está bien! —dijo Cess, y se fue.

Ernest quitó inmediatamente la tapa y la carta del carro, metió la hoja en el archivador y, cuando Cess volvió, ya estaba en la puerta.

—Gwen no estaba —le dijo—. Seguramente ya está en la reunión.

Así era, y también estaban todos los demás, a excepción de Chasuble. Lady Bracknell, con el uniforme de gala, otra mala señal, estaba diciendo:

—El coronel Algernon tiene algo que decirles.

—Gracias —dijo Tensing, levantándose—. En primer lugar, quiero darles las gracias a todos por el duro trabajo realizado durante estos últimos meses y decirles lo bien que lo han hecho. Nuestros esfuerzos para engañar a los alemanes acerca del día y el lugar de la invasión han tenido muchísimo más éxito del esperado. Incluso después de recibir la noticia del desembarco de Normandía, el Alto Mando alemán siguió creyendo que era una maniobra de distracción y que la invasión principal llegaría por el paso de Calais.

Estaba hablando en pasado. Cess tenía razón. Se había descubierto el pastel.

—Como resultado de esa creencia —prosiguió Tensing—, mantuvieron un número significativo de tropas y tanques preparados para dicha invasión, que si hubieran sido mandados a Normandía habrían alterado bastante el resultado. El trabajo de Fortitude Sur ha sido decisivo para el resultado de la invasión y deben ser ustedes felicitados por ello.

Los hombres estallaron en vítores y aplausos.

—¡Lo conseguimos! —gritó Cess—. Los hemos vencido.

—Claro —dijo Prism con ironía—. Nosotros solitos. Estoy seguro de que todos esos destructores, aviones y paracaidistas y esas fuerzas de asalto no han tenido nada que ver.

—El teniente Prism ha hecho una excelente observación —dijo Tensing—. La invasión fue un esfuerzo conjunto, y muchísimos otros tienen el mérito de este éxito. Pero ellos recibirán medallas y habrá discursos en los que se ensalzarán sus actos y se publicarán artículos en los periódicos. Ustedes no tendrán nada de eso. Su contribución a todo esto debe, por desgracia, seguir siendo un secreto. Las gracias que les estoy dando y la satisfacción por un trabajo bien hecho son las únicas recompensas que tendrán. Y… —tras una pausa enfática—, una botella de Scotch con la que brindar por el éxito. —La levantó y hubo más vítores y aplausos.

—No será Scotch falso, ¿verdad? —le preguntó Cess, suspicaz.

—Es una botella de goma inflable —dijo Prism.

—No. Es de vidrio —dijo Tensing, dándole unos golpecitos con un dedo—. Estoy bastante seguro de que es auténtico. La etiqueta pone: «Envejecido en los estudios cinematográficos Shepperton.»

Hubo una carcajada general.

—¿Podemos abrirla? —gritó Gwen.

—Todavía no —repuso Tensing.

—¡Atención! —le susurró Cess a Ernest.

—He dicho que los alemaneses habían sido inducidos a creer que habría una segunda invasión —prosiguió Tensing—. Eso no es del todo cierto. El Alto Mando alemán sigue creyéndolo y es esencial que los mantengamos engañados todo el tiempo posible.

—Estaba equivocado —susurró Cess—. Por lo visto no se ha descubierto el pastel.

—Con ese fin, continuarán con sus campañas de engaño y desinformación. Además, aumentarán la cantidad de mensajes de radio a las células clandestinas de la Resistencia del paso de Calais, y difundirán desinformación acerca de la localización del Tercer Cuerpo de Ejército, que está actualmente en proceso de embarcar hacia Francia bajo las más estrictas medidas de seguridad. Su trabajo consistirá en mantener su presencia en Francia, y la del general Patton, en secreto hasta que este último se haga cargo oficialmente del mando.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Moncrieff.

—¿Con ese fanfarroneando con el uniforme plagado de estrellas y haciendo afirmaciones incendiarias? —susurró Cess—. Tiene que estar de broma.

—Pero… —dijo Tensing, fulminando con la mirada a Cess—, en el caso de que su presencia sea detectada, obviamente nos hará falta algo que explique qué está haciendo en Francia el comandante del ejército preparado para atacar en Calais. Así que nos hemos inventado que el general Patton hizo una afirmación controvertida, ha sido degradado y estará bajo las órdenes de Omar Bradley.

—¿Qué supuestamente ha sido puesto al mando del Primer Cuerpo de Ejército estadounidense en lugar de Patton? —preguntó Gwen.

—Del general McNair —dijo Tensing—. Estamos difundiendo la historia de que se le está manteniendo a raya hasta que el Alto Mando alemán mande a la Wehrmacht a Normandía, y que luego atacará. De ese modo no necesitamos comprometernos con una fecha concreta para la invasión.

«Pues menos mal que no he puesto ninguna en la carta al director de Euphemia Hill», pensó Ernest.

—Le he dado instrucciones a Bracknell —dijo Tensing—. Su trabajo consistirá en generar un surtido de material de apoyo: comunicados por radio, despachos, dobles si hace falta, fotografías, artículos periodísticos.

«Bien —se dijo aliviado Ernest—. Así podré seguir mandando mensajes.» Y seguramente los artículos sobre Patton estarían más buscados por los historiadores que los de Fortitude.

—Es un trabajo bastante urgente, me temo —dijo Tensing—. Todo tiene que estar en el lugar preciso antes de que Patton se marche.

—¿Cuándo será eso? —preguntó Moncrieff.

—El seis de julio. —Ignoró los gemidos—. Moncrieff, también quiero su informe sobre los convoyes antes de irme. Una vez más, mis más sinceras felicitaciones por un trabajo exitoso. Esperemos que el próximo lo sea tanto como el último. Eso es todo. —Se levantó—. Cess, Worthing, los espero en el despacho de Bracknell dentro de cinco minutos. —Salió de la habitación.

—Parece que os habéis ganado su favor —susurró Prism, y Cess asintió, con expresión preocupada.

—No creerás que va a mandarnos a una de esas misiones secretas de las que nadie vuelve, ¿verdad? —le preguntó ansioso a Ernest—. ¿Tú qué piensas?

«Pienso que he esperado demasiado para hablar con Tensing», pensó Ernest.

Entraron en el despacho. Tensing estaba detrás del escritorio de Bracknell.

—¿Quería vernos, señor? —le preguntó Cess.

—Sí. Cierre la puerta.

«¡Oh, Dios mío! Es todavía peor. Nos van a mandar a Alemania… o a Birmania.»

Cess cerró la puerta. Tensing se acercó envarado al asiento de lady Bracknell y se sentó.

—No pongan esa cara que no están a punto de ser sometidos a un consejo de guerra —les dijo, sonriendo—. Los he llamado a los dos para felicitarlos.

—¿Por qué motivo? —preguntó Cess, suspicaz.

—Por el éxito del desembarco de Normandía. Nos hemos enterado… no tengo la libertad de decirles por qué canales…

«Ultra», pensó Ernest.

—… de que el elemento decisivo para que el Alto Mando se negara a renunciar a los tanques del general Rommel para usarlos en Normandía fue el relato de primera mano de la cantidad enorme de tropas y material reunido en la zona de Dover que hizo un oficial de alto rango alemán repatriado.

—¿No todas esas cartas al director que ha escrito Worthing? —Cess parecía disgustado—. ¿Ni todos esos tanques de goma que inflamos? Worthing aquí presente, se jugó la vida por esos tanques.

—No me cabe duda de que los tanques y, también, las cartas al director, han contribuido al éxito —ironizó Tensing—. Pero aunque no hubiera sido así, habría que haber hecho ambas cosas igualmente. Por desgracia, esa es la naturaleza del trabajo de inteligencia. Uno hace varias cosas con la esperanza de que al menos una de ellas funcione.

«Como ir a Biggin Hill, a Bletchley Park y a Manchester —pensó Ernest—, y publicar mensajes para el equipo de recuperación en la sección de anuncios clasificados.»

—Uno pocas veces se entera de qué ideas han tenido éxito y cuáles han fracasado.

Era cierto. Él nunca sabría cuál de sus mensajes había llegado, si lo había hecho alguno; nunca sabría si Polly había sido rescatada a tiempo.

—Es injusto, pero así es —dijo Tensing—. En este caso tenemos la suerte de saberlo, aunque estoy seguro de que no conocemos toda la historia, y dudo que nunca lleguemos a conocerla. Les corresponderá a los historiadores resolver los hechos mucho después de que hayamos muerto.

—Me pregunto qué dirán del reverendo T. W. Ringolsby y de los condones —dijo Cess—. ¿Crees que merecerán un capítulo?

«Eso espero», pensó Ernest.

—Con notas al pie —dijo Cess—. Y…

—Como iba diciendo —lo cortó Tensing—, lo que sí sabemos es que ustedes dos son los responsables de haber mantenido a la Wehrmacht en el paso de Calais durante un tiempo crucial. Han salvado innumerables vidas. La estimación de bajas para el Día D era de treinta mil. Tuvimos diez mil, y cada día que esos tanques han permanecido en Calais, muchos más se han salvado.

Cess y él habían salvado más de veinte mil vidas. ¡Y él que se había preocupado cuando Hardy le había contado que había salvado quinientas noventa!

—Felicidades. —Tensing se levantó y rodeó el escritorio para estrecharles la mano—. No exagero la importancia de lo que han hecho. Teníamos solo dieciséis divisiones. Si Hitler hubiera cedido esos tanques, habríamos tenido que enfrentarnos a veintiuna. En mi opinión, es muy posible que se haya ganado la guerra gracias a ustedes.

«No que hayamos hecho que se pierda sino que hayamos conseguido que se gane.» Había estado temiendo desde el mismo día que había desatascado aquella hélice, desde que le había salvado la vida a Hardy, haber hecho algo capaz de alterar irrevocablemente el curso de la guerra y que Hitler la ganara. Y ahora…

—¿Significa eso que podemos irnos a casa y dormirnos en los laureles? —preguntó Cess, sonriendo.

—Todavía no, me temo —repuso Tensing.

«¡Oh, no! ¡Qué viene ahora!», pensó Ernest.

—Le he pedido a Bracknell que encargue la redacción de los artículos sobre Patton a otro, Worthing —dijo Tensing—. Tengo otro trabajo para ustedes dos.

¡Oh, estupendo! Sí que iban a mandarlos a Birmania.

Tensing se apoyó en la mesa y entrelazó los dedos de las manos.

—Los alemanes se han puesto en contacto con sus agentes o, mejor dicho, con nuestros agentes dobles, y les han ordenado que informen acerca de la hora y el lugar de los impactos de V-1.

—¿Para qué? —preguntó Cess—. ¿No lo saben ya? Creía que los V-1 se manejaban por control remoto.

Tensing sacudió la cabeza.

—Los alemanes saben dónde pretenden que impacten, no dónde lo hacen. Apuntan a un objetivo, el Puente de la Torre, que, dicho sea de paso, todavía no han alcanzado, y se programa un mecanismo para un cierto número de revoluciones y luego cortar el suministro de combustible, momento en el cual el motor se para y el cohete cae. Sin embargo, que alcance su objetivo depende de si ese mecanismo se programa correctamente.

—Entonces, ¿necesitan la hora y la situación de los impactos para saber si los cohetes están alcanzando su objeto y efectuar las correcciones de trayectoria pertinentes? —preguntó Ernest.

—Sí —repuso Tensing—, lo que nos deja en una situación bastante incómoda. Si les damos información precisa para proteger la credibilidad de nuestros agentes, estaremos ayudando al enemigo, y dándole una ayuda particularmente mortífera, lo que evidentemente es inaceptable. Si, por otra parte, le damos al enemigo información falsa y los aviones de reconocimiento alemanes la desmienten, eso…

—Nuestros agentes quedarán al descubierto —dijo Cess.

Tensing asintió.

—Y peligrará cualquier futuro plan para engañar a los alemanes, lo que es igualmente inaceptable.

—Por tanto, tenemos que hacer creer a los alemanes que sus cohetes caen donde no caen —dijo Cess—. ¿Cómo lo haremos? ¿Crearemos lugares de incidente falsos?

Ernest se imaginó de pronto un montón de escombros de goma y tuvo que reprimir una sonrisa.

—Barajamos la idea —dijo Tensing—. El traslado de escombros de un incidente a otro fue efectivo en el norte de África. Pero uno de nuestros científicos ha ideado un plan mejor.

Desenrolló un mapa del sureste de Inglaterra sobre la mesa. Había marcados en él varios puntos rojos. Ernest supuso que serían los puntos de impacto de los V-1.

—Sabemos por los informes de nuestra inteligencia que en las pruebas de Peenemünde los V-1 tienden a quedarse cortos con respecto al objetivo y, como pueden ver en el mapa, eso sigue siendo un problema, porque la mayor parte de las bombas caen aquí —dijo, señalando una zona del sureste de Londres—, en lugar de hacerlo en el centro de la ciudad.

—Que es lo que preocupa a los alemanes —dijo Ernest—, y por lo que están pidiendo la información.

—Sí. Pero a nosotros nos interesa impedir que corrijan la trayectoria y que los V-1 sigan quedándose cortos.

—Así que cambiarán las bombas que no han caído antes de llegar a su objetivo por las que sí lo han alcanzado —dijo Ernest.

—Exactamente.

—¿Qué? —exclamó Cess, incrédulo—. ¿Cómo pueden cambiar las bombas?

—La bomba A cae en Stepney a las nueve en punto de la noche —le explicó Ernest—. La bomba B cae en Hampstead Heath a las dos y media de la madrugada. Nuestro agente les dice a los alemanes que la bomba A es la que cayó a las dos de la madrugada.

—En Hampstead —dijo Tensing—. Y los alemanes creerán que se han excedido en la distancia de la trayectoria y la acortarán.

—Así la siguiente se quedará corta —dijo Cess, pillando por fin la idea—. Pero ¿cómo vamos a asegurarnos de que caiga donde no pueda causar daños?

—Por desgracia, no podemos, pero podemos incrementar las posibilidades de que un cohete impacte en un bosque…

—O en el pasto —dijo Cess—. Worthing, es tu oportunidad para eliminar a ese toro que tanto te incordió.

Tensing ignoró a Cess y siguió hablando.

—Y podemos incrementar las posibilidades de que caigan en una zona menos poblada que el centro de Londres.

«Por eso estabas tan deseoso de remarcar cuántas vidas hemos salvado —pensó Ernest—. Porque ahora vamos a empezar a matar gente.»

—La reprogramación nos permitirá proporcionar falsa información sin que nuestros agentes dobles resulten sospechosos —dijo Tensing—. Y para disminuir significativamente el número de bajas.

«Y matar a personas que de otro modo no habrían muerto.»

—Por tanto, ¿cuál será nuestro trabajo? —preguntó Cess—. ¿Vamos a emparejar las bombas?

—No. Necesito que corroboren los hechos —repuso Tensing, pasándole a Ernest una fotografía de un montón de escombros. Era imposible saber lo que había sido aquella montaña de ladrillos y pedazos de madera.

—Así quedó Fleet Street el martes, a las 4.32 de la tarde, pero les diremos a los alemantes que se trata de Finchley. El tremendo grado de destrucción hace que la comparación sea relativamente fácil. Hemos dicho a los periódicos que no publiquen ninguna foto ni ninguna información acerca de los ataques con cohetes sin nuestra previa autorización.

—¿Qué hay de las listas de bajas que se publican? —preguntó Ernest—. ¿No indicará la dirección de los fallecidos el punto de impacto?

—Hemos pensado en eso también —dijo Tensing—. Tendrán que escribir acerca de bajas falsas en los incidentes y hemos pedido a los periódicos que retengan las suyas varios días y que publiquen únicamente los nombres de los fallecidos.

En los casos en los que varios miembros de una misma familia hayan perdido la vida, les hemos pedido que publiquen cada nombre un día distinto y ustedes inventarán historias corroborándolo.

—¡Qué asco de trabajo! —dijo Ernest con amargura.

—Sí —convino Tensing—. Harán falta relatos para acompañar las fotografías y todo lo que puedan reunir: relatos de testigos, anuncios por palabras, cartas al director… el mismo tipo de cosas que han estado haciendo hasta ahora. Sin mencionar directamente las localizaciones, naturalmente. Queremos que los alemanes las deduzcan por su cuenta y que nuestros agentes dobles se las confirmen.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó Cess.

—Ahora mismo. —Tensing sacó un fajo de fotografías en blanco y negro de su cartera y se lo entregó—. Estas hay que revisarlas por si aparece en ellas algún punto de referencia o algún cartel que haya que eliminar. —Le dio otro montón a Ernest. Cada foto tenía una nota adosada con la hora y el lugar reales y los falsos. Una noticia sencilla para los periódicos londinenses y alguna conexión local para los de los pueblos, de algún residente de la localidad que visitaba a alguien en la ciudad cuando cayó la bomba—. Ya conoce la rutina, Worthing.

La conocía, sí, y no habría podido pedir un trabajo más conveniente para él. No solo no tendría que preocuparse de que lo mandaran a Birmania sino que podría incluir sus propios mensajes cifrados en los artículos.

—Cess, usted se ocupará de los periódicos londinenses —dijo Tensing—. Worthing, usted de la prensa local. Chasuble también participará en esto. —Cerró su cartera—. Me gustaría hablar con él antes de irme.

—Voy a ver si ya ha vuelto —dijo Cess, y salió.

—Cierre la puerta —le pidió Tensing a Ernest. Cuando este lo hubo hecho, añadió—: Es un asunto muy comprometido. Por eso lo he escogido. Sé que puedo contar con usted.

—¿Qué dicen los de arriba acerca de este plan? —preguntó Ernest.

—Todavía no saben nada. Habrá una reunión para tratar el plan de despiste dentro de dos semanas.

—¿Y si votan en contra? —Miró fijamente a Tensing.

—En tal caso, supongo que tendremos que pensar otra cosa. Pero no me los imagino haciendo algo tan irresponsable. Significaría poner en peligro centenares, tal vez miles de vidas… tantas que si alguien me dijera que habían descartado la idea me vería obligado a pensar que esa persona estaba mal informada.

En otras palabras, tenía la intención de ignorar la orden y seguir engañando a los alemanes hasta que lo pillaran haciéndolo y luego fingir ignorancia. Como había hecho lord Nelson en la batalla de Copenhague. Tensing estaba arriesgando su carrera, y su futuro. Podrían someterlo a un consejo de guerra o hacerle algo peor por desobedecer las órdenes, pero lo haría de todas formas. Para salvar vidas.

«No he llegado a ver al capellán Howell Forgy en Pearl Harbor ni a los bomberos en el World Trade Center, pero he hecho lo que vine a hacer. He visto héroes.» No solo Tensing, sino también el comandante y Jonathan. Y Cess y Prism y Chasuble, luchando con inflables recalcitrantes y toros furiosos. Y Turing y Dilly Knox, descifrando pacientemente los códigos. Y Eileen, conduciendo una ambulancia por las calles en llamas y soportando a los Hodbin. Y Polly, enfrentándose diariamente a la amenaza de una muerte segura.

«Si algún día vuelvo a Oxford, no necesitaré ya ir a la Pandemia ni a la batalla de las Ardenas —pensó—. He recogido material suficiente para mi trabajo sobre los héroes aquí.»

—Así que deduzco que no estará usted en esa reunión donde se discutirá esa política —dijo Ernest.

—Por supuesto que asistiré. —Tensing se irguió con indignación—. A menos, claro, que la espalda me juegue una mala pasada. Una antigua herida de guerra, ¿sabe? —Se permitió sonreír—. Lord Nelson no es el único capaz de hacerse el tonto.

Cess abrió la puerta y entró.

—Acaba de llamar Chasuble desde Tenterden. Dice que el Austin está fallando otra vez.

«Justo delante de El arado y el buey, sin duda, donde trabaja Daphne, su camarera.»

—Ustedes dos tendrán que traerlo enseguida, entonces —dijo Tensing. Cogió la cartera, disponiéndose a irse—. Esas fotografías tienen que estar en los periódicos londinenses mañana y en los de provincias para la siguiente edición. —Abrió la puerta.

—Espere —dijo Cess—. Acaba de ocurrírseme algo. Esos cohetes… no tendremos que hacer caer ninguno sobre nuestras cabezas, ¿verdad?

Tensing cabeceó.

—Están demasiado al este. Si todo sale según lo previsto, el grueso de las bombas caerá en Bethnal Green, Croydon y Dulwich.