Cuando recuerdo los años de la guerra, no puedo evitar la sensación de que el tiempo…

Cuando recuerdo los años de la guerra, no puedo evitar la sensación de que el tiempo es una medida inapropiada e incluso caprichosa de su duración.

WINSTON CHURCHILL,

9 de noviembre de 1944

Museo Imperial de la Guerra, Londres, 7 de mayo de 1995

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Connor? —dijo la mujer.

No veía más que su silueta en la oscuridad de la exposición sobre el apagón, pero tenía que ser la cuarentona a la que había visto descargar el coche y luego entrar en el museo cuando había llegado, aunque era demasiado joven para ser Merope.

«Y Merope no te habría llamado Connor. Así que es evidente que esta mujer te confunde con otro.»

—Me parece que se… —dijo, pero ella siguió ansiosamente.

—Te he visto entrar y he pensado: «Ese tiene que ser Connor Cross.»

«¡Oh, Dios mío! Es Ann.»

—Lo siento, pero se confunde —dijo con firmeza, dando gracias a Dios por la oscuridad que reinaba en la habitación—. No soy…

—No me recuerdas, ¿verdad? Soy Ann Perry. Nos conocimos hace años en la Biblioteca Británica. Ambos estábamos realizando una investigación acerca de la Inteligencia británica durante la Segunda Guerra Mundial. Eso fue en 1976, justo después de que desclasificaran todos los documentos. Tú buscabas a un agente que había rescatado pilotos abatidos. No recuerdo cómo se llamaba. Comandante algo…

«Comandante Harold.»

—… y yo investigaba los artículos falsos que se habían publicado en los periódicos para convencer a Hitler de que la invasión sería en Calais.

«Y me enseñaste un anuncio del Croydon Clarion Call de mayo de 1944 —pensó—, que decía: “El señor y la señora Townsend anuncian el compromiso de su hija Polly con el oficial de vuelo Colin Templer de la 21 División Aerotransportada, actualmente destacado en Kent. Está previsto que la boda se celebre en junio.” Gracias a ti encontré a Michael Davies y estoy aquí buscando a alguien que trabajó con Polly.»

Pero no podía decirle aquello.

—Yo… —No pudo seguir porque ella no dejaba de hablar.

—Yo soy la comisaria de esta exposición. —Enlazó el brazo con el suyo—. Esta mañana he venido a comprobar que no hubiera ningún problema de último minuto, y me alegro mucho de haberlo hecho, porque así tendré ocasión de decirte que tú eres el responsable de que decidiera especializarme en la historia de la Segunda Guerra Mundial —siguió diciendo, llevándolo hacia la cortina de salida siguiendo las flechas blancas—. Estuve tremendamente encaprichada contigo, pero tú ni te dabas cuenta.

«Sí que me daba cuenta.»

—Estaba convencida de que ya tenías novia…

«La tenía.»

—… o que habías sufrido alguna secreta tragedia. —Apartó la cortina y la luz entró en la habitación en la que estaban, revelando el capó de un autobús con los faros cubiertos. Y a Ann.

Estaba tan guapa como siempre, aunque habían pasado diecinueve años, pero tampoco podía decírselo.

—Y estaba decidida a enterarme de aquel secreto… —Le sonrió y luego calló y se soltó de su brazo—. ¡Oh, lo siento muchísimo! —dijo, ruborizada—. Creía que era usted un conocido mío. Pensará que soy una tonta.

—En absoluto —repuso él—. A mí también me ha ocurrido.

—Es que es usted idéntico… —dijo ella, perpleja—. ¿Está seguro de que no es Connor Cross? No, claro que no lo es. Hace diecinueve años tenía usted… ¿qué edad? ¿Seis años?

—Ocho. —Pero no habían pasado diecinueve años sino cinco y ambos tenían veintidós. Le ofreció la mano—. Me llamo Calvin Knight. Soy periodista del Time Out. He venido para escribir un artículo sobre la exposición.

—¿Qué tal, señor Knight? —Se ruborizó de nuevo—. No tendrá un hermano mucho mayor que se le parece mucho, ¿verdad? O un tío.

—No, lo siento.

—O un autorretrato oculto en algún lugar, como Dorian Gray…

—No. ¿Ha diseñado usted esta exposición sobre el apagón? —le preguntó para cambiar de tema.

—Sí. De hecho, toda la exposición del Blitz.

Temió que se ofreciera a enseñárselo todo, pero dijo:

—Se la enseñaría, pero tengo una reunión en el Museo Británico. Estoy preparando una exposición para ellos sobre la Inteligencia durante la guerra que le interesará. Será en agosto. Sobre Fortitude Sur y las maniobras de distracción… —Calló, avergonzada nuevamente—. No, no le interesará. Lo siento mucho. Olvidaba otra vez que no es Connor. ¡Es que es igualito!

—No me cabe duda de que será una exposición muy interesante. Iré a verla —mintió.

No podía correr el riesgo de volver a toparse con ella. Ann era una chica brillante. Tal vez no lograra engañarla dos veces.

—Es usted muy amable —dijo ella—. Espero que mi comportamiento no influya en su crítica de la exposición.

—No lo hará.

—Bien. Vuelvo a pedirle perdón —se disculpó, y se marchó antes de que pudiera responder nada, lo que seguramente fue lo mejor, aunque deseó tener algún modo de agradecerle que le hubiera dado la clave que llevaba cinco años buscando y por montar aquella exposición para que él pudiera, con suerte, encontrar la siguiente, la que necesitaba para proseguir. Pero permaneció en la oscuridad varios minutos, con la mirada perdida, recordando los largos meses en la sala de lectura buscando alguna pista de dónde estaban Michael Davies y Merope, alguna esperanza de que Polly no hubiera muerto.

Ann había hablado con él, le había hecho preguntas acerca de su investigación, se había solidarizado con él sobre los burdos visores de microfilms y los calefactores defectuosos. Le había traído bocadillos y tazas de té de contrabando y lo había animado, sobre todo después de encontrar la noticia de que un hombre sin identificar había perdido la vida por la explosión de una bomba de alto impacto el diez de septiembre, el día que el señor Dunworthy había intentado cruzar. Aquel había sido un día negro, y Ann, viéndolo allí sentado, mirando sin ver la pantalla donde estaba el microfilm, había insistido en que saliera con ella a cenar y a «tomar un lingotazo», y luego le había sostenido la cabeza mientras vomitaba en el baño del pub.

«¡Sin ti no lo habría conseguido! —Fue un grito mudo—. Y todavía no lo has hecho. Sigues sin haber encontrado a Polly ni a nadie que la conociera, y ya son las diez y media.» Cynthia Camberley y las otras seguramente ya habían recorrido la mitad de la exposición. Pasó corriendo a la siguiente sala. Había sacos de arena contra las paredes, una puerta con el símbolo de un refugio aéreo y, a su lado, un maniquí con el casco de la ARP y un mono que sostenía una bomba de extinción de incendios.

Se oían los sonidos amortiguados de sirenas y bombas detrás de la puerta cerrada. Las otras tres paredes de la habitación estaban cubiertas de expositores. Camberley estaba mirando uno lleno de cartillas de racionamiento y recetas que se preparaban durante la guerra.

—¿Te acuerdas de aquellos espantosos huevos en polvo? —le preguntó a la mujer del sombrero con flores.

—Sí, y de la carne enlatada. Desde entonces que no puedo ni verla.

Se acercó a ellas, fingiendo mirar el expositor.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando una hogaza de pan gris mohosa.

—El pan integral nacional de lord Woolton —dijo Camberley, con una mueca—. Sabía a ceniza. Soy de la opinión que Hitler estaba detrás de la receta.

—¿Puedo citar lo que ha dicho? —le preguntó, sacando la libreta.

Se presentó y luego las interrogó acerca de sus impresiones sobre la exposición y lo que habían hecho durante la guerra.

—Yo conducía una ambulancia —dijo Camberley. Costaba imaginar que hubiera podido ver por encima del volante con lo bajita que era.

—¿Durante el Blitz?

—No. Durante los ataques con cohetes. Estaba en Dulwich.

Dulwich. Eso estaba cerca de Croydon, lo que significaba que tal vez hubiera conocido a Polly, pero no le servía de nada. Tenía que encontrar a alguien que la hubiese conocido después o, más bien, antes, después de que fuera al Blitz.

—¿También conducía una ambulancia? —le preguntó a la del ribete herbáceo, cuya acreditación ponía: «Margaret Fortis.»

—No, no hacía nada tan romántico, me temo. Me pasé el Blitz preparando bocadillos y sirviendo té. Trabajaba en uno de los refugios del metro —explicó—. Aquí hay una réplica, me parece. —Miró a su alrededor.

—¿En qué estación? —le preguntó, intentando no parecer demasiado ansioso.

Si era la estación que Polly había usado como refugio, cabía la posibilidad de que la hubiera conocido.

—En Marble Arch.

Marble Arch había sido bombardeada, así que no servía.

—¿Le interesa el Blitz? —le preguntó Camberley.

—Sí. Mi abuela estuvo en Londres durante el Blitz. —«Perdóname, Polly», pensó—. Y tenía la esperanza de encontrar a alguien que la conociera.

—¿A qué se dedicaba?

—No lo sé. Murió antes de que yo naciera. Sé que trabajó en Townsend Brothers durante la primera parte del Blitz y que luego realizó algún trabajo de guerra, y un tío mío dice que cree que condujo una ambulancia.

—¡Ah! Entonces quizá Talbot la conociera.

—¿Talbot?

—Sí, Talbot… Quiero decir, la señora Vernon. Durante la guerra adquirimos la costumbre de llamarnos por el apellido y todavía lo hacemos, aunque muchas nos casamos y ya no nos llamamos igual. La señora Vernon estuvo en Dulwich conmigo. Conducía una ambulancia en el East End durante el Blitz.

Si Polly conocía a la señora Vernon o, mejor dicho, a Talbot, durante los ataques con cohetes, se habría cuidado de no cruzarse con ella durante el Blitz, pero fue con Camberley a buscarla por si conocía a otras conductoras de ambulancias con las que pudiera hablar.

Talbot, una mujer formidable que triplicaba en tamaño a Camberley, estaba escuchando una grabación de la BBC con unos auriculares puestos. Camberley tuvo que darle unos golpecitos en la espalda para que se volviera.

—Este es el señor Knight. Busca a alguien que conociera a su abuela, que era conductora de ambulancias.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Talbot.

—Polly. Polly Sebastian.

—Sebastian… —Sacudió la cabeza—. No, no recuerdo a ninguna llamada así. Pero sé a quién puede preguntárselo. Goody. La señora Lambert —explicó—. Es la historiadora de nuestro grupo y conoce a todos los que trabajaron durante el Blitz.

—¿Cuál de estas señoras es?

—No la veo. —Talbot buscó con la mirada por la habitación—. Es una mujer de altura mediana, con el pelo gris, bastante corpulenta. —Una descripción en la que encajaban tres cuartas partes de las presentes—. Sé que está por aquí. Browne sabrá dónde. —Lo arrastró hacia una mujer de pelo gris que estaba mirando una mina con paracaídas—. Browne, ¿dónde está Goody Dos-Zapatos? ¿Lo sabes?

—No ha venido. Tenía algo que hacer en la City esta mañana, no sé qué, pero dijo que vendría en cuanto terminara.

—¡Oh, vaya! —exclamó Talbot—. Este joven busca a alguien que pueda haber conocido a su abuela.

—¡Ah! ¿Qué hacía su abuela durante la guerra? —le preguntó Browne, y él repitió la historia desde el principio.

—¿Era usted conductora de ambulancias? —le preguntó a la mujer.

—No. Controladora de la RAF. Así que estuve en Londres solo los dos primeros meses del Blitz. Dice usted que su abuela trabajó en Townsend Brothers. Pudge también. Es esa de ahí del vestido verde —dijo, señalando hacia una mujer diminuta como un pajarito que miraba el expositor de las libretas de racionamiento. Pero Pudge, en cuya acreditación ponía «Pauline Rainsford», había trabajado en Padgett’s, no en Townsend Brothers.

—Hasta que bombardearon los almacenes —dijo—, después de lo cual decidí que tanto daba que me uniera al servicio activo y me presenté voluntaria como Wren.

—¿Conocía usted a alguien que trabajara en Townsend Brothers? —le preguntó.

—No. Pero puede preguntárselo a la señora Lambert. Es la historiadora de nuestro grupo.

—Me han dicho que no ha venido.

—No ha venido pero vendrá —dijo Pudge—. De hecho, ya tendría que haber llegado. En cuanto llegue se lo haré saber. Hasta entonces, pregunte a las demás. ¡Hatcher! —Llamó a una anciana elegante con un traje de cheviot y un collar de perlas—. Tú estabas en Londres durante el Blitz, ¿no?

—No. En Bletchley Park —repuso la otra, acercándose—, que no era ni mucho menos tan romántico como los historiadores hacen que parezca. El trabajo consistía más que nada en revisar miles y miles de combinaciones buscando una que funcionara.

«Como he hecho yo durante los ocho últimos años de mi vida.» Calculando una coordenada tras otra, buscando pistas, intentando encontrar un portal que se abriera.

—¿Conoces a alguien que estuviera en Londres durante el Blitz? —le preguntó Pudge a Hatcher.

—Sí. —Señaló a dos mujeres que miraban el expositor de los carteles de guerra—. York y Chedders.

Pero ni York ni Chedders, Barbara Chedwick según su acreditación, se acordaban de Polly Sebastian.

—Había una Polly en nuestra troupe —dijo una mujer que, según su acreditación, se llamaba Cora Holland.

—¿En su tropa? ¿Estaba en la Fuerza Auxiliar Femenina del Ejército?

—No, «tropa» no: troupe. —Se lo deletreó—. Participamos las dos en un espectáculo de la AESN. Éramos coristas.

Seguramente se le notó en la cara el estupor, porque la mujer le soltó:

—Ya veo que le cuesta creerlo, pero yo tenía bastante buen tipo por entonces. ¿Cómo ha dicho que se apellidaba?

—Sebastian.

—Sebastian… —repitió Cora—. No, no me suena, lo siento. Aunque eso no quiere decir nada. Puede que nunca oyera su apellido. El señor Tabbitt nos llamaba por el nombre artístico. Polly era Bombardeo Adelaide. Eso en caso de que se llamara realmente Polly, porque tal vez se llamara Peggy.

«Bien, porque Polly no pudo haber sido corista, de ninguna manera.»

Sin embargo, no podía permitirse dejar ningún cabo suelto.

—¿Sabe qué fue de ella?

—Me temo que no —repuso ella, en tono de disculpa—. Es muy fácil perderle la pista a la gente durante una guerra, ¿sabe usted?

«Sí.»

—Me parece recordar que la asignaron a alguno de los grupos que iban de gira por los aeródromos y los campamentos del Ejército.

Por tanto, definitivamente, no se trataba de Polly.

Tampoco era la Polly que había trabajado con la señorita Dennehy en el equipo de un globo de barrera, aunque la señorita Dennehy estaba segura de que se apellidaba Sebastian.

—La mataron en agosto de 1940 —dijo.

A las once y media había entrevistado a todo el grupo menos a una mujer de pelo blanco demasiado sorda para entender nada de lo que le decía, y la señora Lambert seguía sin aparecer.

Si seguía esperando, no encontraría a las de San Pablo.

Buscó a Pudge para pedirle la dirección y el número telefónico de la señora Lambert, pero se había esfumado.

Miró en la habitación del apagón, apartando la cortina para ver algo, y luego en la reproducción de un refugio de metro. Pudge no estaba allí, pero sí Talbot, que miraba un cartel pegado en el muro alicatado del túnel que rezaba: «Informe acerca de los comportamientos sospechosos.»

—¿Ha encontrado a Lambert? —le preguntó—. ¿Sabe lo que hacía su abuela durante el Blitz?

—No. Todavía no ha llegado y me temo que debo irme. Me preguntaba si usted…

—¿No ha llegado aún? No sé qué puede haberla retrasado —dijo, y se lo llevó a buscar a la sorda como una tapia.

—Rumford —le dijo Talbot—. ¿Te dijo Goody Dos-Zapatos qué tenía que hacer antes de venir?

—¿Qué? —preguntó Rumford.

—¡He dicho que si Goody Dos-Zapatos, la señora Lambert, te dijo lo que tenía que hacer antes de venir! —le gritó Talbot.

Rumford echó un vistazo alrededor.

—¿Todavía no ha llegado?

—No. Y este joven quiere hablar con ella. ¿Sabes adónde ha ido?

—Sí. A San Pablo.

Estaba en San Pablo, donde él ya habría llegado de no haberse quedado a esperarla.

—¿En San Pablo? ¿Por qué tenía que ir a la catedral?

—¿Qué? —Rumford intentaba oírla.

—He dicho que por qué… ¡Ah, bien! Ahí está —dijo Talbot, señalando hacia el extremo opuesto de la sala, donde una mujer de aspecto cordial rebuscaba en su bolso.

—¡Goody Dos-Zapatos! —la llamó y, cuando la otra alzó la vista, gritó—: ¡Lambert! Ven aquí. ¡Eileen!