Estaré en esto con usted hasta el final y, si fracasa, caeremos juntos.

Estaré en esto con usted hasta el final y, si fracasa, caeremos juntos.

WINSTON CHURCHILL a DWIGHT

D. EISENHOWER antes del Día D

Londres, primavera de 1941

Polly salió corriendo del Alhambra y corrió por las calles iluminadas por los incendios hasta Shaftesbury, donde entró en una espesa niebla. No, no era niebla; era polvo de la explosión. Olía a azufre y cordita y era completamente imposible ver a través de él.

«Nunca encontraré el Phoenix con esta polvareda», pensó, pero cuando avanzó tanteando empezó a disminuir y vio la marquesina del Phoenix.

Reggie estaba equivocado, porque seguía en pie, aunque la calle estaba acordonada. Al acercarse vio que la mitad de la fachada del teatro había desaparecido, dejando a la vista el vestíbulo y la escalera con la alfombra dorada.

Un oficial con un casco blanco estaba de pie junto a la luz azul de incidente, mirando una tabla sujetapapeles.

Polly pasó bajo la cinta y corrió hacia él.

—Oficial…

—Esto es un incidente —repuso el hombre con brusquedad—. Los civiles no pueden pasar.

—Es que estoy buscando…

—El teatro estaba vacío —la cortó—. Tengo que pedirle que se vaya. ¡Vigilante! —Llamó por señas a un vigilante de la ARP. Acompañe a esta señorita…

—Es que hay alguien dentro —dijo ella—. Sir God…

—¡Oficial Murdoch! —llamó otro vigilante desde más arriba de la calle—. ¡Rápido! —Y el oficial de incidente se marchó corriendo.

Polly corrió tras él, pero lo mismo hizo el vigilante al que el oficial había llamado para que la echara, así que tuvo miedo de que lo hiciera antes de poder explicarse. Además, aunque la escuchara, era evidente que estaban demasiado ocupados.

Cruzó disparada la calle y se encaramó al montón de madera y escombros que había sido la fachada del teatro para acceder al vestíbulo, que estaba prácticamente intacto. Seguramente la bomba había sido de las pequeñas, a pesar del ruido de la explosión. Intentó abrir las puertas dobles que daban a la sala, pero estaban cerradas. Las de la entreplanta no lo estaban. Se coló por ellas. Dentro el caos era absoluto. El anfiteatro y los palcos se habían derrumbado encima de las filas de butacas rojas afelpadas de la platea y los asientos estaban amontonados como si los hubiera arrastrado una ola. Las paredes seguían en pie y continuaba habiendo techo, aunque con un enorme agujero dentado en un lado por el que se veía el cielo que iluminaba aquella parte del teatro con una luz anaranjada y rosácea. El fondo de la sala y el escenario estaban a oscuras.

—¡Sir Godfrey! ¿Está usted aquí? —gritó Polly, empezando a cruzar con cuidado el mar de adornos de metal, cojines con el relleno salido y pedazos de madera de caoba del anfiteatro.

Algunas filas de butacas seguían intactas, con programas olvidados en los asientos rojos, pero eran inestables y amenazaban con caerse cuando Polly pasaba entre ellas, agarrándose a los respaldos para avanzar.

Los zapatos que llevaba le dificultaban aún más la tarea.

«¡A quién se le ocurre hacer esto con zapatos de tacón!», pensó, apoyando con cuidado un pie en un panel curvo que había formado parte de uno de los palcos.

Sir Godfrey había dicho que estaría entre bastidores mirando los decorados. Miró el revoltijo de butacas volcadas, buscando algo que le indicara que había llegado al escenario, ya fuera una candileja o una cortina o una pasarela caída, pero no había nada más allá de las hileras de asientos excepto lo que parecía una pesada manta, como si el equipo de rescate hubiera tapado algo con un toldo para ocultar los escombros.

«Como si hubiera un cadáver», pensó Polly, y luego se dio cuenta de lo que era el toldo: la cortina de seguridad de amianto. Se había caído hacia atrás, cubriendo el escenario.

«Al menos no se prenderá fuego», pensó, pero si sir Godfrey estaba debajo no sería capaz de quitársela de encima. La de la Alhambra pesaba una tonelada. Caminó hacia el escenario, gritando:

—¡Sir Godfrey! ¿Dónde está?

Pasaba cautelosamente de butaca en butaca como por una sucesión de piedras en el agua. Le parecía oír a la institutriz de la comedia musical reprendiéndola: «No, no. No puede estar de pie en los asientos. Va a ensuciar la tapicería.» Mientras lo pensaba, el tacón dorado se le clavó en la tapicería, se le torció el tobillo y cayó de lado.

Se agarró al respaldo del asiento, que amenazó con volcar y recuperó el equilibrio. Luego intentó liberar el pie. Algo le impedía sacar el tacón. Un muelle de la butaca. Tiró con fuerza, pero no consiguió nada.

—¡Malditos tacones! —exclamó, e intentó rasgar más la tapicería para ver lo que la tenía atrapada, pero era más resistente de lo que parecía.

Tendría que quitarse el zapato. Intentó sacar el pie sin éxito. Se inclinó torpemente para desabrocharse la tirilla. No lo consiguió y tuvo que inclinarse más, luchando con ella. Entonces oyó un débil sonido cerca del anfiteatro.

—¿Sir Godfrey? —llamó, y le creyó oír una respuesta ahogada—. ¡Ya voy! —dijo—. El zapato… —Tiró violentamente del extremo de la tirilla, que se le quedó en la mano, sacó el pie del zapato y lo buscó entre el relleno del asiento. Lo agarró e intentó liberarlo, sin éxito—. ¡Espere, ya voy! —gritó y, olvidándose del zapato, regresó hacia el punto del que procedía el sonido—. ¿Sir Godfrey?

—Estoy aquí —respondió una voz de hombre, tan débil que no estuvo segura de que fuera la de sir Godfrey.

—¿Está herido? —le gritó, acercándose—. ¡Siga hablando para que pueda encontrarlo!

—«Si te miento, ¡escúpeme en la cara, llámame caballo! Tú bien conoces mi vieja guardia. He aquí mi actitud: con la espada en esta posición, cuatro pillos vestidos de bocací me acometen…» —repuso.

Era sir Godfrey, seguro. ¿Quién más habría citado a Shakespeare en un momento como aquel?

Estaba a solo cuatro filas de distancia, debajo de un montón de butacas. Polly vio su brazo en un espacio entre los asientos.

—Sir Godfrey —le dijo, agachándose, aunque no había luz suficiente para verlo—. ¿Es usted?

—Sí. Como puede ver, mi intento de adelantarme al desastre ha fracasado.

—¿Qué estaba haciendo en la sala? Creía que estaría detrás del escenario. —Tartamudeaba por el alivio de haberlo encontrado vivo—. Si no se me hubiera atascado el tacón, no lo habría oído.

Al decir aquello, resonó en su mente el eco de una idea. Eileen diciendo en Padgett’s: «Si Marjorie no te hubiera dicho dónde estaba…» Diciendo: «Si Alf y Binnie no me hubieran retrasado, habría alcanzado al señor Bartholomew.» Calló de golpe, asaltada por la sensación de que se trataba de algo importante, que encerraba la clave de algo, que si conseguía…

—He oído las bombas e iba a buscarla —dijo sir Godfrey.

«Y si no lo hubiera hecho —pensó Polly, con aquella misma sensación de estar al borde de dar con algo de vital importancia—, habría estado junto a esa cortina de amianto cuando se ha caído.»

—Me preocupaba que… —dijo sir Godfrey.

—No se preocupe. Todo irá bien. ¿Puede moverse?

—No. Tengo algo encima de las piernas. El mundo es un escenario y ahora mismo me parece tenerlo encima.

—¿Se nota las piernas? ¿Las tiene heridas?

—No.

Gracias a Dios.

—¿Tiene alguna herida?

—No.

Otra pausa.

—«¿Quién hubiera dicho que el viejo tenía tanta sangre?»

«¡Oh, Dios mío!»

—Lo sacaré enseguida. —Alzó la cabeza y gritó—. ¡Aquí hay un herido! ¡Hace falta una camilla! —Se levantó y se puso a quitarle butacas de encima.

Por suerte la fila de asientos se había partido, porque si hubieran seguido unidos entre sí no habría sido capaz de moverlos.

Sir Godfrey murmuró algo.

—¿Qué pasa? —le preguntó, acuclillándose para escucharlo.

—Déjeme —le dijo—. Busque a Viola. Está en el Alhambra. Las bombas…

—Estoy aquí, sir Godfrey. Soy yo, Polly… Viola.

—No —repuso él—. «¡Qué crueles sois arrancándome de la tumba! Tú eres un ángel en el seno de la ventura…»

«Eso es una cita de El rey Lear —se dijo—. No quiere decir nada.»

—No intente moverse. —Miró hacia las puertas—. La ayuda está en camino.

Pero no lo estaba: no había ni rastro del oficial de incidente ni de los del equipo de rescate.

«No me han oído.»

—¡Aquí hay un herido! —gritó tan fuerte como pudo—. ¡Hace falta una camilla! ¡Deprisa!

Siguió apartando asientos y luego intentó apartar un pedazo de palco. ¡Oh, Dios! Era demasiado pesado. Lo empujó con ambas manos. Ahí estaba, unos treinta centímetros más abajo que ella, tendido de espaldas, encima de una hilera de respaldos caídos, con las piernas debajo de un pedazo de palco que, saltaba a la vista, pesaba demasiado para que ella pudiera levantarlo.

—«Estás viva —dijo el viejo actor, sonriéndole—. Si es así, es la ocasión de compensar todos mis infortunios.»

Polly contuvo las lágrimas.

—¿Dónde tiene la herida? —le preguntó, aunque ya lo veía. Una mancha roja le cubría la mitad superior de la camisa.

Polly se estiró hacia el borde del agujero para tocársela. Sir Godfrey no hizo ningún gesto de dolor, pero, cuando ella apartó la mano, la tenía húmeda. Le abrió la camisa. La herida medía unos tres centímetros y estaba más arriba del corazón, pero sangraba mucho y no había modo de restañar la hemorragia aplicando un torniquete ni tiempo para ir a buscar ayuda porque, cuando ella consiguiera cruzar todos los escombros hasta la puerta del teatro él ya habría muerto desangrado.

Tenía que detener la hemorragia inmediatamente ejerciendo presión directamente sobre la herida.

Volvió a cubrírsela con la camisa y presionó con la palma de la mano mientras buscaba algo mejor. El abrigo. No. Estaba tendido encima, así que no podría sacárselo. El relleno de los asientos podría servir, pero sabía por experiencia que la tela era demasiado resistente para rasgarla.

«Si esa mujer de la Oficina de Colocación me hubiera dejado unirme a un equipo de rescate —pensó—, ahora tendría un botiquín y vendas.»

Se arrodilló y se quitó la falda.

—¡Socorro! ¡Aquí hay una víctima! —gritó, doblándola para formar con ella una compresa.

«Los trajes de la AESN son demasiado cortos», pensó, quitándose la chaquetilla y los bombachos y doblándolos con la falda para formar un cuadrado. Volvió a tenderse en el suelo, vestida con solo el traje de baño, le cubrió la herida y ejerció tanta presión como pudo con la palma de la mano.

Sir Godfrey hizo una mueca de dolor.

—¿Ha venido a decirme que al final ha decidido unirse a nuestra comedia musical? —le preguntó.

—Sssh —dijo Polly—. No intente hablar.

—Bobadas. ¿Cómo si no voy a representar la escena de mi muerte?

A Polly le dio un vuelco el corazón.

—No va a morirse —le dijo, categórica—. No es más que una herida superficial.

—Siempre ha sido una actriz pésima, Viola. —Sacudió la cabeza—. Este no es en absoluto el adiós que había imaginado. Siempre tuve la esperanza de morir sobre el escenario. A mitad del segundo acto de una obra de Barrie, para ahorrarme el tercero.

Siempre la había hecho reír e incluso allí, entre los escombros, desangrándose y sin que llegara ningún equipo de rescate, lo consiguió.

«¿Por qué tardan tanto? —pensó Polly—. Son tan inútiles como los del equipo de recuperación.»

La sangre empapaba la compresa. No estaba aplicando la presión suficiente. Se acercó más, intentando colocarse mejor y apretó con toda el alma.

—¿Qué monólogo quiere? —le preguntó sir Godfrey—. ¿El de Hamlet? «Hay una divinidad que moldea nuestro final, por mucho que queramos alterarlo.»

«No, no es una divinidad. Yo soy la causa de todo esto. Pero, si puedo evitarlo, no va a morirse.» Siguió apretando. El continuo espacio-tiempo iba a tener que autocorregirse de otro modo. Alzó la cabeza y volvió a pedir ayuda a gritos, intentando recordar todo lo que sir Godfrey le había enseñado acerca de proyectar la voz hacia el fondo de la sala.

—¡Aquí dentro! ¡Socorro!

Recibió como respuesta el sonido distante de los aviones.

—Están volviendo —dijo sir Godfrey, mirando hacia el techo—. Tiene que ir a un refugio…

—No voy a marcharme sin usted.

—Tiene que hacerlo, Viola. Su joven pretendiente nunca me perdonará si la matan por mi culpa.

«Mi joven pretendiente.»

—Antes, en el teatro, le he mentido —le dijo—. No tengo ningún pretendiente.

—Claro que lo tiene. Por eso no he tenido nunca la menor oportunidad con usted —dijo. Y al cabo de un momento, le preguntó—: ¿Lo han matado?

—Supongo que sí, porque si no, estaría aquí.

—Todavía puede venir —le dijo sir Godfrey con dulzura—. Por eso tiene que marcharse, Miranda. «Vuela, Fleance, vuela.»

Ella cabeceó.

—«Si no ahora, ya vendrá. La disposición lo es todo.»

—¡Shakespeare! —exclamó él despectivamente—. Nunca me han gustado los actores que citan al Bardo. «Vete, márchate, loco sirviente.» No quiero ser el responsable de su muerte.

—Se equivoca de lleno —repuso ella con amargura—. La responsabilidad es mía. Yo soy quien le ha hecho esto a usted.

—No veo cómo, a menos que haya abandonado sus avisos de bombardeo con la AESN y se haya alistado en la Luftwaffe durante la última hora. Me temo que la culpa es mía. No tendría que haber ido a pedirle que participara en la comedia —dijo el viejo actor. Luego murmuró, como si hablara consigo mismo—: Debería haberle dicho a Greenberg que sí. Tendría que haber ido a Bristol. —Cerró los ojos de dolor—. «No somos los primeros que con las mejores intenciones causan los peores desastres.»

—No lo somos, no —dijo ella—. Ninguno de los dos pretendía causar daño alguno.

Pero sir Godfrey no la estaba escuchando.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, volviendo levemente la cabeza para intentar oír mejor—. Me ha parecido oír algo.

—Parece que los aviones se alejan —dijo Polly, pero él sacudió la cabeza, todavía prestando atención.

Polly alzó la cabeza, esforzándose por oír campanas de ambulancia o voces. El zumbido de los aviones disminuía, pero no oyó nada más que un crujido al ceder unos cascotes. Luego captó el débil siseo de un escape de gas.

¿Cómo había podido pensar que tendría alguna oportunidad contra todo el continuo espacio-tiempo? ¿Cómo había podido creerse capaz de salvarle la vida a sir Godfrey y detener el ciego intento de la historia de autocorregirse?

«¡Cuánto lo siento, sir Godfrey!» —pensó—. «¡Cuánto lo siento, Colin!» —Y seguramente estaba llorando, porque le caían gotas en el dorso de las manos, caían en la compresa y en el pecho empapado de sangre de sir Godfrey.

—«¿Por qué lloras, muchacho?» —dijo, y en cualquier otro momento aquella frase de la obra que más despreciaba le habría dado risa, pero no ahora. Ahora no.

—Porque no puedo salvarle… —La voz se le quebró—. Salvarle la vida.

—¿Qué? —repuso él, recuperando parte de su antigua vitalidad—. «¡Mientes! Tres veces me has arrancado de las fauces de la muerte y, en pago por esa solemne deuda, yo te salvaré la vida ahora.»

Polly no sabía de qué obra era el fragmento, pero daba igual.

«No puede salvármela —pensó—. Ambos estamos perdidos.»

Recordó al hombre que miraba la incendiaria de la cúpula de San Pablo, diciendo: «Se acabó.»

Pero no. Los vigilantes la habían salvado. Podía parecer que estaban perdidos, pero ella no tenía que retirar veintiocho incendiarias, no tenía que pasarse noche tras noche retirándolas. Lo único que tenía que hacer era mantener con vida y consciente a sir Godfrey hasta que llegara la ayuda.

—No debemos rendirnos —murmuró, asomándose al agujero para ver si podía hacer algo para que dejara de salir gas.

El siseo era más fuerte a la izquierda, así que le dijo a sir Godfrey que volviera la cabeza hacia la derecha y respirara superficialmente, deseando haber obedecido las normas gubernamentales y haber llevado «siempre encima la máscara antigás». Intentó localizar con precisión el escape. El gas salía por una abertura entre dos asientos. Si conseguía taparla con algo…

Ya no llevaba más que el bañador y no bastaría para bloquear la abertura. Además, en cualquier caso, no creía que fuera capaz de quitárselo con una sola mano y no podía ir a buscar otra cosa porque, si lo hacía, la herida de sir Godfrey volvería a sangrar. Sin embargo, tenía que tapar rápido aquella abertura, antes de que el gas lo dejara inconsciente… si no lo había hecho ya.

—¿Sir Godfrey?

—¿Qué pasa? —Tenía la voz pastosa y arrastraba las palabras.

«Tienes que conseguir que no deje de hablar», pensó Polly.

—Sir Godfrey. Antes me ha preguntado qué monólogo quería. Recíteme ese de la primera noche que actuamos juntos: el de Próspero. «Nuestros sueños han concluido…», empezó.

—Querida, nuestros sueños han concluido de hecho —dijo él.

—Sigo queriendo oírlo. «Nuestros actores…»

—«Nuestros actores —prosiguió él—, como te dije, eran espíritus…»

«Bien, esto lo mantendrá un rato despierto», pensó, buscando algo con lo que taponar la fuga. El relleno del asiento serviría, pero todos los que tenía a mano estaban intactos, todavía con los programas. Los programas. Sin levantar la mano derecha del pecho de sir Godfrey, se retorció con cuidado, tanteando detrás y alrededor de ella con la mano libre. No había folletos, solo hojas sueltas.

«La maldita escasez de papel», pensó, arrugándolas y metiéndolas en el hueco una tras otra. Ya notaba el olor del gas.

—«Se han desvanecido en el aire —dijo sir Godfrey—, y como…» —Su voz se apagó.

—«Y como la tela sin trama…» —le dio pie Polly, volviendo a estirar el brazo, esta vez hacia delante.

—«Y como la tela sin trama de esta visión —prosiguió sir Godfrey—, las torres coronadas de nubes, los magníficos palacios…»

Tocó con las yemas de los dedos algo plano y grande. Un pedazo de madera o de yeso. Estiró más el brazo, hasta que le dolió, pero no consiguió más que rozarlo.

«Claro que no —pensó, intentándolo desde otro ángulo—. Es la corrección.»

Notó que algo giraba debajo de su mano. Era un pedazo de adorno desprendido de los asientos, demasiado pequeño para llenar el espacio, pero lo bastante grande para acercar con él el trozo de madera. Clavó torpemente un extremo en la madera, como si fuera un tenedor, y tiró hacia sí hasta que la tuvo lo bastante cerca para agarrarla. Soltó el adorno para hacerlo y luego se lo pensó mejor y se lo puso encima del pecho a sir Godfrey mientras la cogía.

—«Este insubstancial desfile —murmuró— no deja huella alguna.»

Tapó con la madera el espacio del que salía el gas. No encajaba a la perfección, pero saldría muchísimo menos.

«Espero», pensó.

Lo encajó más en la abertura, pero seguía oliendo a gas. Tenían que salir de allí. Sin embargo, al menos había ganado un poco de tiempo.

Continuó tanteando alrededor del agujero, esta vez buscando otro adorno o algo también de metal. Un trozo de tubería que salía de los cascotes.

«¿La tubería del gas?», se preguntó.

Cogió el adorno metálico del pecho de sir Godfrey, que seguía recitando el monólogo de Próspero.

—«Estamos hechos de la materia de los sueños y vivimos nuestra breve vida en un sueño…»

Empezó a golpear la tubería con la mano libre tan fuerte como podía. El metal hacía un ruido tremendo, que se imponía incluso al de los aviones, que por lo visto se estaban acercando nuevamente. Entre golpe y golpe, gritaba: «¡Socorro! ¡Aquí dentro!»

—Alguien tiene que oír esto —dijo, parando un momento para comprobar si estaba ejerciendo la presión suficiente sobre la compresa—. ¿No le parece, sir Godfrey?

No le respondió.

—¡Sir Godfrey! —insistió ella.

—Ánimo, mi señora. Las cosas… —Su voz se apagó.

—¡Sir Godfrey! —gritó Polly, buscando desesperadamente algo, lo que fuera, para que siguiera hablando—. Ha citado una frase acerca de que yo le he salvado la vida. ¿De qué obra era?

—Se lo diré después del cese de alerta —le respondió, soñoliento.

—¡No! Ahora. ¿De qué obra era? —No podía sacudirle el hombro porque no quería apartar la mano de la compresa—. ¿De una de Barrie?

—¿De Barrie? ¡No! Era de Noche de reyes. Un golpe en la puerta y ahí estaba usted… víctima de un naufragio… la carta… —Su voz se apagó de nuevo.

—¿Qué carta? —le preguntó, aunque no había ninguna carta. Estaba delirando, pero tenía que conseguir que siguiera hablando—. ¿De quién era la carta, sir Godfrey?

—De un viejo amigo… actuamos juntos en El sueño de una noche de verano cuando éramos jóvenes…

—Recíteme el monólogo de Oberón —le rogó—. «Sé de una orilla donde crece el serpillo…»

Pero él siguió como si no la hubiera oído.

—Escribió… para ofrecerme el papel protagonista en una compañía que salía de gira —dijo, al cabo de un momento, despacio, con la voz soñolienta de nuevo—. Bath… Bristol… Pero luego llegaste…

—Y no se fue usted.

—¿Y dejar a la bella Viola? —murmuró, y luego, apenas audible—: …te sabías todo el papel…

En aquel momento Polly se dio cuenta de que incluso allí, desenterrándolo, intentando restañar la sangre, había seguido manteniendo la secreta esperanza de que aquello no formara parte de los intentos del continuo espacio-tiempo para corregir el daño que habían causado; de que fuera, como él había dicho, culpa de la Luftwaffe y no suya. Sin embargo, tendría que haberse ido de gira con la compañía, tendría que haberse marchado de Londres. Se había quedado por ella.

—¡Cuánto lo siento! —dijo.

El olor a gas era más fuerte. Debía intentar encontrar algo más que meter en el agujero, un programa o un periódico. Había algunos en la biblioteca de Holborn y no quedaba lejos de allí.

—… matado… —dijo sir Godfrey desde muy lejos.

La localidad de Polly tenía que estar en las últimas filas de la platea, pero no podía ser, porque sir Godfrey estaba diciendo:

—¡Viola! ¡Despierta, hermosa doncella! Oigo llegar a nuestros rescatadores.

—«Es el ruiseñor —murmuró ella—. Cantaremos como dos pájaros enjaulados…»

—No —dijo furioso sir Godfrey—. El equipo de rescate está aquí…

—No ha llegado a tiempo —dijo ella, recostando la cabeza en los escombros para dormir—. No ha llegado a tiempo.