No puedo recalcar suficientemente la importancia de mantener todo lo humanamente posible la amenaza aliada en la zona del paso de Calais.
DWIGHT D. EISENHOWER,
junio de 1944
Londres, mayo de 1944
Ernest se quedó mirando tontamente a Cess desde el otro lado del capó levantado.
—¿Tenemos que llevar al coronel Von Sprecht a Kensington Palace?
—Sí —le confirmó Cess, mirando al coronel, que seguía dormido dentro del coche—. ¿Qué problema hay, Worthing?
«Que Kensington Palace está a solo dos calles de la estación de metro de Notting Hill Gate, ese es el problema. Que está a unas cuantas calles de la pensión de la señora Rickett.»
—No creerás que el coronel va a morirse antes de que lleguemos, ¿verdad? —le preguntó nervioso Cess.
—No. —Ernest se recuperó del susto—. Es que creía que ya lo habíamos conseguido, eso es todo. Cada kilómetro que pasamos con él en este coche cabe la posibilidad de que se dé cuenta de lo que estamos haciendo.
—No si mantenemos la boca cerrada —dijo Cess—. Ahora ya no va a ver nada que pueda hacerle llegar a esa conclusión. Has tenido una idea brillante conduciendo mientras dormía para que nos aproximáramos por el este. Y Kensington Palace no está lejos de aquí.
—Exactamente, ¿dónde queda? Enséñamelo sobre el mapa —le pidió Ernest, esperando no estar tan cerca de Notting Hill Gate como había dicho Cess.
Estaban a dos pasos. Había una calle que llevaba directamente al palacio, así que no tendría que pasar por la estación de metro y, habiendo dignatarios de la talla de Patton en el lugar, no permitirían que los civiles se acercaran al edificio. Además, no habría ningún bombardeo hasta después de la invasión, así que Eileen no iría al refugio subterráneo y las posibilidades de que se topara con ella, aun en Notting Hill o en Kensington, eran escasas.
«Estuviste buscándolas semanas durante el Blitz y no las encontraste. Sí, bueno, pero conseguiste chocar con Alan Turing a los diez minutos de haber llegado a Bletchley.»
A esa hora del día tal vez estuviera yendo hacia casa desde el trabajo, aunque ya no estaría trabajando en Oxford Street, porque al tocarle el Servicio Nacional le habrían asignado alguna otra tarea de guerra. Incluso era posible que ya no estuviera en Londres.
«Y, si no las sacaste, no las sacaste; así que el hecho de que veas a Eileen o no la veas, no cambia el hecho de que esté o no aquí, ni el hecho de que vayas a encontrar a Atherton o no… porque ya ha sucedido.» No obstante, no podía quitarse de la cabeza la idea de que ahora, en el último instante, tan cerca ya de ponerse en contacto con Atherton, pudiera arruinarlo todo viéndola bajarse de un autobús o por la calle con su abrigo verde, y sintió un gran alivio cuando enfiló por la calle del palacio y detuvo el coche a sus puertas.
El guardia comprobó su documentación y dijo:
—Aparque ahí, señor, detrás del coche del personal. —Señaló hacia el último vehículo de una larga hilera que llegaba hasta el edificio.
—Nuestro pasajero está enfermo. No puede caminar tanto —dijo Ernest—. Tenemos que llevarlo hasta la entrada.
Después de volver a examinar sus documentos y echar un vistazo al asiento trasero, el guardia les indicó con un gesto que siguieran delante, pero Ernest no estaba seguro de poder pasar entre los diversos vehículos y Rolls-Royce ya aparcados. Era como enhebrar una aguja de coser.
«Ahora es cuando Churchill o Patton cruzan de repente por delante del coche y los atropello», pensaba. Sin embargo, llegaron sin problemas al palacio y aparcó al pie de la escalinata, se apeó y rodeó el vehículo para ayudar al coronel a hacer otro tanto.
Tuvieron que echarle una mano entre los dos, Ernest para sostenerlo y Cess para sacar la maleta y cerrar la portezuela.
—Siento causarles tantas molestias —le dijo el coronel a Ernest, que sintió un súbito ramalazo de piedad por él.
«Vas a ser la causa de que pierdan la guerra y ni siquiera lo sabes», pensó.
—Perdone, señor, pero no puede dejar ahí el coche —le dijo un guardia que se acercó corriendo—. Tendrá que moverlo.
—Solo es un momento, mientras ayudamos al coronel a entrar —repuso.
—Este es el coronel Von Sprecht —dijo Cess, enseñándole la documentación—. Lo hemos traído desde Dover. Tenemos órdenes de entregárselo personalmente al general Moreland.
Pero el guardia sacudió la cabeza.
—Lo lamento, señor. Tiene que sacar de ahí el coche.
—Bueno, entonces por lo menos déjeme entrar y buscar a alguien para que ayude al teniente Wilkerson —dijo Ernest—. El coronel no puede subir las escaleras sin ayuda.
—No puedo dejarle hacer eso, señor. Órdenes del capitán. Tiene que quitar el coche ahora mismo.
—Queremos hablar con el capitán… —empezó Ernest, pero Cess cabeceó.
—No podemos quedarnos aquí discutiendo —le dijo—. Ya me ocupo yo solo del coronel. —Se pasó un brazo de Von Sprecht por los hombros—. Vaya a aparcar, teniente Abbott.
—Pero… —fue a protestar Ernest, y Cess le hizo un gesto con la cabeza hacia las escaleras, ya que dos oficiales bajaban corriendo para ayudarlo.
«Bien.»
—¿Dónde quiere que aparque? —le preguntó al guardia.
—Al final de esta calle —repuso el hombre, señalando hacia el final de la estrecha vía, ya lleno de coches, también, al volante de algunos de los cuales iban algunas FANY y mujeres con el uniforme de la ATS, que esperaban a los generales a los que habían acompañado hasta allí.
¡Dios! ¿Y si alguna de aquellas conductoras era Eileen? Había comentado algo de intentar que le asignaran aquel trabajo durante su Servicio Nacional. Echó un vistazo por el retrovisor. Otros dos coches se estaban deteniendo en la calle, detrás de él. ¡Madre mía! Era más peligroso estar allí que ir por las calles de Kensington. Se bajó la visera de la gorra y condujo tan rápido como se atrevió hasta el final de la calle, donde había otro guardia. El hombre se acercó al coche.
—Señor, no puede parar aquí.
—Lo sé. Dígale al teniente Wilkerson que el teniente Abbott ha estacionado en la esquina. —Dicho esto, condujo otra vez hacia Kensington y volvió bordeando Kensington Gardens, donde estaban cuando Polly les había contado que tenía una fecha límite. Polly, que también podría ser una de las conductoras, solo que no se llamaría Polly sino Mary Kent, y en aquel momento estaba en un puesto de ambulancias de Oxford, esperando a que la trasladaran a Dulwich, pero él sabía por la FANY con la que había chocado que solían mandarlas a llevar oficiales en coche, y esa noche todos los oficiales de Inglaterra parecían estar allí. ¿Y si ella también lo estaba?
«No puede ser —se dijo—, porque si estuviera aquí, podrías golpear su ventanilla y avisarla, y si la avisaras, volvería a Oxford y le contaría al señor Dunworthy lo sucedido y él nunca me habría permitido venir. Como le pasó a Bartholomew. Lo que tienes que hacer es concentrarte en encontrar a Atherton. Y hay una cabina de teléfono. Y Cess no está aquí.» Y lady Bracknell les había dado un monedero lleno por si algo iba mal mientras custodiaban al coronel y tenían que llamar al castillo.
Aparcó junto al bordillo, sacó el monedero de la guantera y se apeó del coche. Se metió en la cabina, llamó a la operadora y le dio el número que la Wren le había dado a él.
—Un momento, por favor —dijo la operadora.
«Venga, venga», repitió el en silencio.
—Lo pongo con el número, señor.
—Sí, hola, ¿el mayor Atherton? —dijo él, precipitándose. Seguía siendo la operadora.
—Le paso, señor —repitió la mujer.
Esperó, pensando: «En cualquier momento Cess doblará esa esquina, preguntándose dónde demonios me he metido.»
—Puede hablar, señor —anunció la operadora.
—Despacho del mayor Atherton —dijo acto seguido una voz de mujer con acento estadounidense.
«Gracias a Dios.»
—Hola. —Intentaba que no se notara lo excitado que estaba—. Tengo que hablar con el mayor Atherton.
—Lo siento, señor, pero ahora no está aquí.
—¿Cuándo volverá? Es urgente.
—No lo sé, señor. Puedo decirle que lo llame en cuanto vuelva. ¿Hay algún número al que pueda llamarlo?
—No. Estoy de viaje. ¿Habrá vuelto esta noche?
—Sí, señor. ¿Quiere volver a llamar más tarde?
«No. Tengo que hablar con él ahora mismo.»
—Sí —dijo—. Y dígale que he llamado. Dígale que Michael Da…
—¡Qué va! —dijo un niño, y él alzó la vista rápidamente.
Un niño y una niña se acercaban a la cabina. El chico tenía unos nueve o diez años y la niña era mayor. Discutían a gritos.
—¡Sí que lo has hecho!
—¡Yo no le he dado una patada! ¡Ella me la ha dado a mí!
«¡Dios mío! Son Alf y Binnie Hodbin.»
Todavía no lo habían visto porque estaban demasiado ocupados discutiendo. Tenía que salir de allí inmediatamente. Colgó, salió de la cabina y se metió en el coche a la velocidad del rayo. Cogió el plano que Cess había dejado en el asiento y lo abrió para ocultarse detrás.
—¡Te he visto! —dijo Binnie.
«¡Oh, Dios mío!»
—¡No lo has hecho! —repuso Alf.
No se referían a él. Estaban hablando de quien fuera que había recibido la patada de Alf. Sin embargo, su alivio duró poco, porque solo podía haber una razón para que estuvieran allí, tan lejos del East End. Iban a ver a Eileen, o de camino a casa después de haberla visto, lo que significaba que seguía allí. Y si no se alejaba de inmediato, Alf y Binnie lo verían y le dirían a Eileen que estaba vivo, que se había largado y los había abandonado.
Se dispuso a accionar la llave del contacto, pero ya estaban a la altura del coche. Oirían arrancar el motor, se volverían y lo verían. Tendría que esperar hasta que hubieran pasado.
—¡Voy a decirlo! —amenazó Binnie.
—¡Más te vale no hacerlo! —replicó Alf, que añadió luego—: ¡Mira!
«¡Oh, Dios mío!» Corrían directamente hacia el coche. Tendría que convencerlos de que era el teniente Abbott y de que no tenía ni idea de quién era el tal Mike Davis. Pero ¿cuándo había sido alguien capaz de engañar a los Hodbin?
Los niños siguieron corriendo y salieron a la calzada. Él echó un vistazo cauteloso por encima del plano. Un vehículo militar frenó hasta detenerse. Los niños se acercaron corriendo a la ventanilla.
¡Señor! Estaba en lo cierto acerca de que Eileen era conductora.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Alf—. Ha dicho que nos encontraríamos aquí.
«¿Mamá?»
—Llegará tarde —repuso una voz femenina que no era la de Eileen.
Ernest se retrepó en el asiento lo suficiente para ver que los niños hablaban con una rubia que llevaba la gorra y el uniforme de la ATS. Ahora que la adrenalina ya no corría por sus venas, vio lo que antes no había notado: que los niños llevaban uniforme escolar y cartera y el pelo, al menos la niña, bien peinado. Iban demasiado arreglados para ser Alf y Binnie, a pesar de lo mucho que se les parecían tanto físicamente como en la voz.
—Vuestra madre tiene que llevar al general Bates a Chartwell para que asista a una reunión —dijo la rubia y, por lo que Eileen le había contado de la señora Hodbin, no se la imaginaba llevando en coche a nadie a ninguna parte y mucho menos a un general—. Me ha dicho que os recoja y os dé algo de cenar.
—¿Podemos ir a Lyons Corner House? —preguntó el niño.
—Ya veremos —repuso la rubia—. También me ha dicho que me ocupe de que hagáis los deberes.
—No tenemos —dijo el niño—. Los hemos hecho todos en el cole. —Se volvió hacia la niña—. ¿Verdad que sí?
—No seas cabeza de chorlito —dijo ella—. Él tiene que deletrear y yo deberes de mates, pero ya he terminado los de historia. —Sacó un papel de la cartera y se lo enseñó a la rubia.
El Alf y la Binnie que había visto aquella mañana en San Pablo jamás en su vida habían hecho deberes ni ido por voluntad propia al colegio. No eran ellos. Había sacado una conclusión precipitada porque estaba pensando en Eileen y había interrumpido la llamada a Denys Atherton para nada, maldita fuera su estampa. Miró a los niños, fueran quienes fueran, subir al coche, esperando que el vehículo se alejara para volver a llamar.
Tendría que decirle a la mujer con la que había hablado que se había cortado la comunicación. Tal vez aquella interrupción hubiera sido para bien. Atherton podía haber vuelto ya y podría hablar con él en lugar de tener que dejarle un mensaje. El coche dobló la esquina y se perdió de vista.
Ernest se bajó del suyo, fue hacia la cabina telefónica… y allí estaba Cess, trotando hacia él y saludando.
—Me han dicho que habías ido hacia el parque —le dijo, acercándosele.
—¿Ya has entregado al coronel?
—Sí. Ahora ya solo nos falta decírselo a lady Bracknell y podremos volver a casa.
«¡Ojalá fuera cierto!», pensó Ernest, observando a Cess meterse en la cabina para llamar a Bracknell.
¿Cómo iba ahora a llamar a Atherton? Tal vez no tuviera ocasión de estar solo durante varios días y se estaba quedando sin tiempo.
—No ha habido suerte —dijo Cess, saliendo—. No he podido hablar con él.
—Podemos probar otra vez de camino —le sugirió Ernest. «Y la próxima vez me aseguraré de ser yo quien haga la llamada»—. Una hora o dos no supondrán ninguna diferencia ahora que hemos entregado sin incidentes al coronel. —Se metió en el coche.
—Es verdad —convino Cess—. Pero ha faltado poco.
—¿A qué te refieres con eso de que ha faltado poco?
—Me iba ya después de entregar al coronel y, ¿con quién me he topado? Con el viejo Sangre y Agallas…
—¿Con el general Patton?
—El mismo —dijo Cess—. Me ha mirado, juraría yo que intentando situarme. He temido que se acordara de que me había visto en la recepción y gritara «¡Holt!», con ese vozarrón que tiene. Menos mal que su ayudante ha llegado en ese preciso momento y se lo ha llevado. Así he podido irme.
—¿Patton no te ha visto con él?
—No, y estoy bastante seguro de que no se acuerda de dónde me conoció. Sin embargo, cuanto antes nos vayamos, más seguro me sentiré.
—Opino lo mismo. —Ernest arrancó y se apartó de la acera.
—Además me muero de hambre —dijo Cess—. Conozco un pequeño local en Lampden Road en el que… ¿Adónde vas? No es por ahí.
—Ya lo sé —repuso Ernest, acelerando por Gloucester Road—. Acaba de ocurrírseme que, si nos damos prisa, llegaremos a Croydon antes de que cierre el Call y podré entregar mis artículos.
—¿A Croydon? —gritó Cess—. Eso está a kilómetros de aquí. ¡Estoy muerto de hambre!
—En Croydon hay un buen pub. Sirven un pastel de cordero excelente —le dijo, a pesar de no haber puesto nunca un pie en el local—. Y la camarera es monísima.
«Y hay una cabina telefónica al final de la calle del Call desde la que podré llamar a Atherton mientras tú estás en el pub.»
—¿No habías dicho que se acababa el plazo a las cuatro?
—Sí, pero el editor se queda a veces hasta tarde y, si no ha terminado la tipografía, tal vez lo convenza para que incluya mis artículos. —Recorrió a toda velocidad Cromwell Road y tomó la carretera hacia el sur.
—¿Qué hay de lady Bracknell? —le preguntó Cess—. Tenemos que informar.
—Podemos hacerlo desde Croydon, después de comer. Si lo llamamos ahora, nos dirá que volvamos directamente y entonces sí que pasarás hambre.
—Vale —dijo Cess—. Pero si pierde los estribos tendrás que decirle que ha sido idea tuya.
—Lo haré. Gracias. Es importante que no se me pase el plazo.
Cess asintió y luego, al cabo de un minuto, dijo:
—¿Crees de veras que el Alto Mando alemán lee el papel para envolver pescado que es ese periódico de Croydon, se llame como se llame?
—El Clarion Call —dijo—. No lo sé. Pero tampoco sabemos si escuchan nuestros mensajes por radio, ni si toman fotos aéreas de nuestros campamentos de cartón piedra y nuestros tanques de goma, ni si el coronel Von Sprecht se ha tragado de veras nuestra farsa, o si, incluso en el caso de que se la haya tragado, contará lo que ha visto al Alto Mando alemán, ni si van a creerlo si lo cuenta.
Cess asintió.
—El pobre diablo tal vez no viva siquiera lo suficiente para llegar a Berlín. —Suspiró—. Eso es lo malo de este trabajo. Nunca sabemos si algo de lo que hemos hecho surte algún efecto.
«Y puede que sea mejor que no lo sepamos», pensó Ernest, cruzando Fulham a toda velocidad.
—¿Tú crees que nos enteraremos después de la guerra de si ha funcionado o no? —preguntó Cess.
—Si no ha funcionado no tendremos que esperar tanto. Lo sabremos el mes que viene. Si el Ejército alemán nos está esperando en Normandía, entonces no habrá funcionado.
—Es verdad —dijo Cess. Al cabo de un momento, añadió—: La historia lo dirá, supongo. ¿Crees que saldremos en los libros de historia? ¿Por lo de Von Sprecht y nuestro encuentro con ese toro y tus cartas al director del Semanario para paletos?
«Si no consigo comunicarme con Atherton, será mejor que esas cartas al director sean recordadas», pensó Ernest, llegando a Croydon. Abandonó la calle Mayor en el cine, para que Cess no viera la cabina telefónica y pasó por delante de la redacción del Call. La bicicleta del señor Jeppers estaba en la acera.
Ernest le había mentido a Cess acerca de que podrían llegar a Croydon antes de que el Call cerrara. No esperaba que a aquellas horas la redacción estuviera abierta, pero la rotativa seguramente había vuelto a atascarse. Eso significaba que realmente sus artículos podrían salir en la edición de esa semana.
—Te dejaré en el pub —le dijo a Cess, parando delante—. Voy a entregar los artículos. Puede que tarde un poco porque al señor Jeppers le gusta hablar. Pide por mí —le pidió, y volvió hacia la cabina.
La operadora lo puso inmediatamente con el número solicitado y respondió la misma joven que la vez anterior.
—Soy el teniente Davies —le dijo Ernest—. El asistente del general Dunworthy. He llamado esta tarde pero se ha cortado la comunicación.
—¡Ah, sí!
—Tengo que hablar con el mayor Atherton.
—¡Oh, vaya! Había vuelto, pero ha salido otra vez.
«¡Maldita sea!»
—¿Se trata de una urgencia médica? Soy su enfermera. Si es una urgencia, puedo intentar ponerme en contacto con el doctor Atherton.
El doctor Atherton. Era médico, así que no era Denys. Los historiadores se hacían pasar por montones de cosas, pero no había subliminales de medicina. Incluso que Polly condujera una ambulancia había sido inusual y todo lo que tenía era una preparación en primeros auxilios. Y la había adquirido allí. No había posibilidad alguna de que Atherton hubiera podido sacarse el título de medicina desde febrero.
—¿Señor? —dijo la enfermera—. ¿Sigue ahí?
—Sí. Me parece que me he equivocado de mayor Atherton. Intento hablar con el mayor Denys Atherton.
—Sí, señor. Así se llama el mayor.
—¿Un hombre alto, moreno, de pelo rizado y treinta y tantos años?
—¡Oh, no, señor! El mayor Atherton tiene cincuenta años y está casi completamente calvo. ¿Es también su mayor Atherton cirujano del Ejército?
«No —pensó entristecido—. Es historiador y no está usando su verdadero nombre.»
Dunworthy habría insistido en que Investigación comprobara los nombres de todos los implicados en los preparativos de la invasión. Que hubiera dos militares con el mismo nombre habría llamado inmediatamente la atención y se suponía que los historiadores debían pasar desapercibidos.
«Es imposible que lo encuentres si está usando un nombre falso», pensó Ernest. Sabía desde el principio que era una apuesta arriesgada, pero comprender que le resultaría imposible dar con él fue como recibir un puñetazo en la boca del estómago para él.
Colgó y se quedó allí de pie.
«Debería ir a llevarle los mensajes al señor Jeppers —se dijo—. Ahora es incluso más importante que el Call los publique.» Pero siguió sin moverse, mirando fijamente el teléfono, sin verlo.
Cess estaba dando golpecitos en la puerta de la cabina.
¡Dios mío! No solamente había estropeado el rescate de Polly y Eileen sino que Cess lo había pillado. Querría saber a quién estaba llamando y por qué le había mentido acerca de la entrega de los artículos. Se lo contaría a lady Bracknell y esta se lo diría a Tensing, y tendrían que cancelar Fortitude Sur. No podían arriesgarse a que hubiera un agente alemán infiltrado. Eisenhower pospondría la invasión, intentaría pergeñar un nuevo plan… y perderían la guerra.
Cess seguía dando golpecitos en el cristal.
Ernest abrió la puerta.
—¡Oh, menos mal! —dijo Cess—. Te has acordado de llamar a Bracknell. Iba a decírtelo pero se me ha olvidado, así que te he seguido. Tenías razón acerca de la camarera. Es muy mona. ¿Qué ha dicho Bracknell? ¿Has podido hablar con él?
—No —dijo Ernest—. No he podido comunicarme.