Solo esperar, esperar y esperar hasta que llega tu número…

Solo esperar, esperar y esperar hasta que llega tu número…

Un corresponsal de guerra

en un campamento, antes del Día D

Londres, primavera de 1941

Dos de los huéspedes de la señora Rickett que decidieron quedarse en casa esa noche murieron con ella.

La bomba de quinientos kilos cayó unos minutos después de las tres. Los bombardeos habían sido bastante duros al principio (como bien sabía Polly, que había tenido que gritar para que se la oyera a pesar del ruido de las bombas durante la función) y luego habían cesado. A medianoche parecía que los alemanes habían tenido suficiente por aquel día y, a las dos y media la señora Rickett dijo que se marchaba a casa a dormir en su cama.

No lo había conseguido. Los cristales de una explosión la habían matado en el portal.

Por suerte, ni la señorita Laburnum ni la señorita Hibbard la habían acompañado, porque discutían con el señor Dorming y el resto de la troupe si hacer una lectura de Un beso para Cenicienta o de Dear Brutus.

Polly había pasado más tiempo con ellas que con la señora Rickett y, sin embargo, el continuo espacio-tiempo la había matado. Por tanto, ¿qué posibilidades de sobrevivir tenían los de la troupe o Marjorie o el señor Humphreys? O Hattie y el resto de los integrantes del reparto, con quienes tenía que relacionarse a diario y que tan amables eran y tan dispuestos estaban a enseñarle los entresijos del oficio.

«¡No os acerquéis a mí! —tenía ganas de gritarles—. El continuo espacio-tiempo intentará vanamente autocorregirse y la próxima vez me destruirá a mí y os destruirá a vosotros.»

Pero no tenía modo de evitarlos. Todo el reparto y los trabajadores del teatro estaban juntos sobre el escenario en los ensayos, por las tardes, y noche tras noche. Además, las chicas compartían un único camerino.

Polly hacía cuanto podía. Iba pronto a maquillarse, rechazaba todas las ofertas de ir a tomar una copa o a cenar después de la función y se pasaba la mayor parte del tiempo detrás del escenario «con la nariz metida en un libro» que había sacado en préstamo de la biblioteca del refugio de Leicester Square, que no de Holborn, donde trabajaba la bibliotecaria pelirroja que tan amable había sido con ella.

El libro era una novela de Agatha Christie. «Nunca adivinarás el final», le dijo Hattie, y así fue. Se quedaba mirando las páginas sin verlas, pensando en perder la guerra y en la fecha límite del señor Dunworthy y en toda la gente inocente de cuya muerte sería responsable: las personas a las que los V-1 desviados por Stephen Lang habían matado; los clientes que habían tenido que esperar pacientemente mientras envolvía torpemente sus compras y que, por su culpa, habían llegado tarde al refugio; los soldados, muchos de ellos de la edad de Colin, que la esperaban en la puerta trasera del teatro y a quienes su oficial al mando pillaba volviendo tarde y castigaba mandándolos al norte de África o al Atlántico Norte.

Sin embargo, que por su culpa los soldados llegaran tarde al campamento era menos peligroso que salir con ellos y estaba mucho más preocupada por los miembros del reparto, con los que mantenía un contacto mucho más estrecho.

Cada quince días estrenaban una nueva producción, así que siempre estaban ensayando.

Cuando Polly se había incorporado estaban representando La AESN bate el budín. A la semana siguiente, estrenaron La AESN tira cohetes y, al cabo de quince días, La AESN da un salto hacia la victoria, aunque a Polly le parecían todas iguales. Consistían siempre en lo mismo: canciones patrióticas, filas de coristas bailando, cómicos y un surtido de escenas relacionadas con la guerra.

Polly había interpretado en rápida sucesión y con faldas muy cortas a una mujer que manejaba un cañón antiaéreo, a una WAC estadounidense que masticaba chicle, a una trabajadora de una fábrica de munición (completa con tiara, vestido de noche y llave inglesa) y a una chica que se despedía de un soldado en una estación de tren.

—Pero si voy a embarcarme —le decía Reggie, vestido con uniforme de marinero, intentando abrazarla—. ¿Puedes darme solo un besito?

Polly sacudía la cabeza y le ofrecía la mano para que se la estrechara. Lo miraba, y luego miraba al público (que exclamaba: «¡Venga, vamos, dale un beso!», y hacía toda clase de ruidos); finalmente, lo agarraba de la mano, lo rodeaba con sus brazos y le plantaba un beso tórrido en los labios.

—¡Zowee! —exclamaba él—. ¿No decías que no me besarías al despedirte?

—Lo decía, pero luego me he acordado de que Churchill dice que debemos hacer todo lo posible por el esfuerzo de guerra.

—¿Eso estás haciendo?

—No. —Batía las pestañas—. Pero es todo lo que puedo hacer en una estación de tren.

Polly también salía al escenario con una falda muy corta cuando sonaban las sirenas, se daba la vuelta y se inclinaba para levantarse la falda y que se le vieran los bombachos de satén con letras de franela roja cosidas: «Bombardeo en curso.» Aquello tuvo muy buena aceptación y, cuando llevaba cinco semanas en la compañía, el señor Tabbitt ya había puesto su fotografía (sonriente y con las manos en las caderas, no inclinada), con el lema «Bombardeo Adelaide» en el cartel del vestíbulo de entrada y le había dicho que el director de la AESN quería que participara en la gira por los aeródromos de la RAF que empezaría la tercera semana de abril.

—Es más dinero —le dijo—. Y tendrás un papel protagonista.

Además, estaría alejada de Eileen y de los niños, que seguía esperando que sobrevivieran. Pero Hattie, que nunca le había hecho ningún daño, ya había aceptado participar en la gira y tendrían que compartir habitación y pasar muchas horas juntas en autobuses abarrotados, así que denegó la oferta.

—¡Vaya, hombre! —dijo el señor Tabbitt y, a la noche siguiente, le dijo que se pusiera el traje de Bombardeo Adelaide y se pusiera delante del telón.

—Tengo un anuncio oficial que hacerles —dijo Tabbitt—. Si la Luftwaffe ataca esta noche, enseñaremos el cartel de bombardeo en curso. —Silbidos y aplausos—. Repito: si la Luftwaffe ataca esta noche y solo si la Luftwaffe ataca esta noche… —Gritos, aplausos y una simulación de sirena de alerta proveniente de la segunda fila a la que se sumaron muchos otros y finalmente todo el público.

El señor Tabbitt se llevó una mano al pabellón auditivo.

—¿Es eso que oigo una sirena? —preguntó.

Polly avanzó (gritos y silbidos), se volvió y se inclinó hacia delante.

El señor Tabbitt quedó tan complacido que decidió que aquello formara parte del propio espectáculo y, al cabo de una semana, Polly salía hasta seis veces en cada función y recibía ramos de flores y cajas de dulces para «mi sirena preferida».

«No os fijéis en mí», pensaba desesperada Polly, y le pidió al señor Tabbitt que lo hiciera Hattie, pero él se negó.

—Consigues que vengan en masa —le dijo.

«Lo siento tantísimo…», pensaba cuando veía las caras emocionadas de los soldados, aunque por lo menos no estaba poniendo en peligro a Alf ni a Binnie ni a las chicas de Townsend Brothers ni a sir Godfrey y los de la troupe.

A la noche siguiente, durante el intermedio, Mutchins, el director de escena, asomó la cabeza al camerino.

—¡Hay que llamar! —le gritó Cora, ofendida, y Hattie se cubrió con una toalla.

Él abrió la puerta de par en par.

—Tienes visita, Adelaide —dijo—. Un caballero.

—¿No tenían prohibido los hombres estar entre bastidores? —preguntó Cora.

Mutchins se encogió de hombros.

—Díselo a Tabbitt. Me ha dicho que viniera a preguntar si estabas visible y, si lo estabas, que lo hiciera pasar —le dijo a Polly—. ¿Lo estás?

—Sí. —Dejó de luchar para atarse la tira del zapato dorado y se tapó—. ¿Quién es?

—Nunca lo había visto. Un hombre mayor. —Se volvió hacia las otras—. Tabbitt ha dicho que os dijera que os larguéis…

—¡Qué nos larguemos! —dijo Cora—. ¡Bien, me encanta la idea! Y ¿dónde se supone que tenemos que ir?

—No me lo ha dicho. Solo ha dicho que teníais que marcharos para que Adelaide tuviera un poco de privacidad.

«¡Oh, Dios mío! —pensó Polly—. Ha pasado algo y el señor Dunworthy ha venido a decírmelo…»

Pero era sir Godfrey.

—¡Ah, Viola! —dijo, entrando en el camerino—. «De ese modo dormida la encuentran, en el frío suelo polvoriento y húmedo.»

«No tenías que encontrarme», pensó ella, asustada.

—Sir Godfrey, ¿qué hace usted aquí? —le preguntó, y oyó voces excitadas en el pasillo: «¿Sir Godfrey Kingsman?» «Sí.» «Sir Godfrey Kingsman, ¿el actor?»

Lo último que necesitaba Polly era que los del reparto se arracimaran en torno a él e insistieran para que se quedara a ver el espectáculo, así que lo hizo pasar rápidamente al camerino, cerró la puerta y la bloqueó con una silla.

—Deme el abrigo y el sombrero —le dijo, y los colgó del biombo—. Siéntese. ¿Qué hace aquí?

—He venido a buscarla —repuso él—. Una tarea que ha resultado bastante difícil. Sus antiguos jefes de Townsend Brothers tenían la impresión de que se había marchado de Londres y nadie de la troupe ha tenido noticias suyas desde hace semanas. Para complicar todavía más las cosas, está usando un nombre artístico que no es, ay, ni Viola ni lady Mary. Por suerte, su foto está expuesta ahí fuera.

«Sabía que tendría que haber hecho que el señor Tabbitt me fotografiara los bombachos en lugar de la cara.»

—La señorita Laburnum dice que ha oído que ahora era vigilante de la ARP —dijo sir Godfrey—, así que he ido a un montón de puestos de la ARP y unidades de St. John e incidentes…

«¿Incidentes?»

—¡No debería haberlo hecho! —dijo Polly, consternada. Incluso su desaparición lo había puesto en peligro.

—Pero la necesitaba y me ha permitido hacer de gran detective una vez más… un papel que hace años que no representaba.

»Mi búsqueda me llevó a la Oficina de Colocación y a la señora Sentry, a quien, ay, una bomba había matado una semana antes de mi llegada, y en su expediente no constaba el teatro al que la habían asignado. Como he dicho, sin embargo, he sido capaz de seguirle el rastro hasta la fotografía y comprobar que se trataba de usted durante la representación de anoche. Un impresionante esfuerzo teatral.

—Ya sé que no es Shakespeare.

—Tampoco es Barrie, lo que es un punto a su favor, y algunos trozos eran muy divertidos. Me gustaron bastante sus alertas de bombardeo, y por lo visto no fui el único que las disfrutó. Esperaba pillarla después de la función en la puerta del escenario, pero había tal multitud que comprendí que no podría competir y decidí esperar y efectuar un acercamiento más directo. —Le sonrió y ella se dio cuenta de lo mucho que lo había echado de menos, de lo mucho que había deseado contarle lo de la AESN y las actuaciones.

Pero no había podido. Ni siquiera tendría que haber estado allí sentada hablando con él.

—¿Por qué razón ha venido, sir Godfrey? —le preguntó precipitadamente—. Me temo que no tengo demasiado tiempo. Debo cambiarme…

—Claro. Iré al grano. He venido para pedirle ayuda en una empresa teatral que la señora Wyvern y yo estamos preparando.

—¿La señora Wyvern?

—Sí. Recordará lo empeñada que estaba en reconstruir St. George y ayudar a los niños del East End que han perdido a sus padres en el Blitz, o, como ella los llama, «nuestros pobres, tristes y desamparados huérfanos de guerra». Está decidida a montar una actuación benéfica para lograr ambas cosas. Una producción teatral…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Polly—. No será Peter Pan, espero.

—Peor. Un musical navideño.

Polly no pudo evitar sonreír.

—Pero ¿los musicales navideños no son en Navidad?

—Así es: una puntualización que le he hecho varias veces para intentar disuadirla. Sin embargo, la señora Wyvern es una mujer formidable: una combinación de lady Macbeth y de…

—¿Julio César?

—De Panzer alemán —concluyó él—. Es imposible llevarle la contraria. Lástima que no sea comandante del Ejército. Ya habríamos derrotado a Hitler. En cualquier caso, me veo obligado a representar el papel de Hada Mala en La bella durmiente. Por eso estoy aquí. Quiero que se una a nuestra empresa. Los demás de nuestra pequeña compañía ya se han avenido a participar. El rector y la señora Brightford serán los padres de la Bella Durmiente, la señorita Laburnum el Hada Buena y Nelson el perro del Hada Buena. Quiero que usted encabece el reparto.

—¿Qué sea la Bella Durmiente?

—¡Dios mío, no! Se pasa tres actos tumbada durmiendo, esperando a que la rescaten. Cualquier tonta podría hacer ese papel… o una actriz de cine. La señora Wyvern intenta reclutar alguna mientras hablamos.

—¿Alguna tonta?

Él sonrió.

—No. Una actriz de cine. Quizá Madeleine Carroll o Vivien Leigh. Quiero que usted sea el príncipe.

—¿El príncipe?

Sir Godfrey asintió.

—El príncipe de la Bella Durmiente. El papel protagonista masculino en una comedia musical navideña siempre lo representa una chica, y el príncipe es el mejor papel de la obra con diferencia… Aparte del mío, que está lleno de gritos teutones y humo violeta. El suyo le permitirá blandir una espada y llevar un sombrero empenachado y mucha más ropa que como Bombardeo Adelaide. Venga, dígame que lo hará.

—Seguramente hay un montón de personas dispuestas a hacerlo, como Lila…

—Se ha incorporado a la Fuerza Auxiliar Femenina del Ejército.

—¡Ah, bueno! La señora Brightford, entonces. O Vivien Leigh. Estoy segura de que preferirá hacer de príncipe.

—No quiero a Vivien Leigh. Usted me ha llegado al corazón. Es la única capaz de vérselas con la señora Wyvern durante un mes. Y además ha nacido para ese papel. Viola, vestida de muchacho. ¿Qué puede haber más perfecto?

«Nada», pensó Polly. Volver con sir Godfrey y actuar con la compañía sería como estar en el cielo. Pero era demasiado peligroso. Incluso que él estuviera allí…

—No puedo —dijo—. La AESN…

—Pueden sustituirla durante cuatro semanas. Estaré encantado de arreglarlo para que alguien ocupe su lugar. Conozco a muchas actrices que darían saltos de alegría si tuvieran ocasión de enseñar las bragas a un público entusiasta —le dijo—. O a cualquiera, dicho sea de paso.

Y era evidente que sabría convencer al señor Tabbitt. El hecho de que le hubiera permitido a sir Godfrey estar entre bastidores lo demostraba.

—Si se niega, no habrá nadie que evite el desastre que anticipo —dijo—. Diga que sí. Me salvará la vida.

«No —pensó con amargura Polly—. Lo estaré sentenciando a muerte. Y no tengo intención de permitir que forme usted parte de la corrección que no puedo evitar.»

—Lo siento, sir Godfrey. No puedo.

—El jefe de la AESN es un viejo amigo mío. Actuamos juntos en Enrique V. Estoy seguro de que estará dispuesto a relevarla del Servicio Nacional el tiempo que duren los ensayos y las representaciones.

Polly lo miraba desesperada. No estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Volvería al día siguiente y a la noche siguiente. Mandaría a la señora Wyvern para que la convenciera o, peor todavía, a la señorita Laburnum, o a Trot, y las expondría a todas ellas al peligro.

«No soporto ver a nadie pagando por mis pecados. Sobre todo a usted. Yo no habría sobrevivido de no ser por usted.»

Entonces supo lo que hacer. Solo tenía una manera segura de alejarlo, por su bien y para asegurarse de que no volviera.

—No es por el espectáculo —dijo—. Es… No quería decírselo, porque temía que pudiera… pero he conocido a un joven. Nos llevamos muy bien y…

—Un joven —dijo él, despacio—. Exactamente, ¿cuán joven es?

—Mucho más joven que… —Calló y se mordió el labio, como si solo entonces se hubiera dado cuenta de lo cruel que estaba siendo, y luego añadió apresuradamente—: Hace solo unas semanas que le conocí, aquí, y su regimiento embarcará una de estas semanas, así que no nos queda mucho tiempo.

Al menos esto último era cierto. Ya casi no quedaba tiempo.

—Lo entiende usted, ¿verdad? Ha estado enamorado, ¿no?

—Sí —dijo él en voz baja—. Lo he estado. —Se quedó allí sentado, mirándola, con una expresión indescifrable.

«Lo he logrado —pensó Polly—. He conseguido alejarlo, por su bien, y herirlo cruelmente. ¡Cuánto lo siento, sir Godfrey! Pero es por su propio bien.»

—Lo siento —dijo, despreocupadamente—. Me temo que tengo que irme enseguida. —Se inclinó para atarse la cinta del zapato—. Tengo que cambiarme de ropa.

—Por supuesto —dijo él—. Lo entiendo. Tiene que hacer su entrada. —Observó cómo luchaba con el zapato y luego se levantó con mucho cuidado, cogió el abrigo del biombo y se volvió para marcharse.

«Nunca volveré a verle», pensó ella, sin apartar los ojos del zapato.

—Adiós —se despidió sin alzar la cabeza.

Él apartó la silla, agarró el pomo, se quedó quieto un momento y luego se volvió a mirarla.

—¿Le he dicho alguna vez lo mala actriz que es, Viola?

A Polly se le aceleró el corazón.

—¿No decía que había nacido para estar en un escenario? —repuso, alzando la barbilla.

—Eso decía —repuso él—. Pero no porque sepa actuar. Sus actuaciones no convencen ni a Trot. Ni siquiera a Nelson.

—Entonces es una suerte que haya rechazado su oferta, ¿no? —le dijo, furiosa—. Por suerte, el público de la AESN no es tan crítico. —Pasó junto a él para coger el vestido de la estación de tren—. Ahora, si me perdona…

—No hay nada que perdonar —dijo él—, a no ser quizás esa innecesariamente desagradable alusión a mi edad. Pero intentaba alejarme…

«Y no he tenido éxito», pensó Polly.

—… así que tiene excusa que haya recurrido a medidas extremas. Está hecha para los escenarios —le dijo—, pero no por su habilidad para disimular sino más bien por lo contrario: porque todo lo que siente se refleja en su rostro. Sus pensamientos, sus esperanzas… —La miró duramente—. Sus temores. Es un raro don. Ellen Terry lo tenía, en contadas ocasiones, Sara Bernhardt… aunque no es una pura bendición. Hace prácticamente imposible mentir, como ha estado usted intentando de manera tan obvia durante este último cuarto de hora. Es igualmente evidente que está usted metida en algún lío…

—Eso es absurdo —le dijo ella—. Ya se lo he dicho. He conocido a un joven. Estamos enamorados…

Sir Godfrey cabeceó.

—Sea cual sea la razón por la que ha rechazado mi propuesta, no es un jovencito imberbe al que conoció después de una función. Está claro que su problema es uno que cree usted que debe afrontar sola. ¿Por eso se oculta de sus amigos? —Ladeó la cabeza, inquisitivo—. Quizá tenga razón al hacerlo. Iliria es un lugar peligroso. Pero el silencio no es siempre la mejor defensa. —La miraba fijamente—. ¿Está segura de que no puedo ayudarla?

«Nadie puede —pensó Polly—. Lo estoy poniendo en peligro por el simple hecho de estar aquí hablando con usted. Por favor, váyase. Si me quiere, por favor…»

—Dos minutos —anunció Reggie, asomando la cabeza.

Polly no había estado nunca tan contenta en su vida de ver a alguien.

—¡Voy! —gritó—. Siempre es un placer verlo, sir Godfrey, pero como puede ver, el espectáculo no espera.

—Muy bien. Representaremos la escena como la ha escrito usted. Ha encontrado a un joven enamorado y no tiene tiempo para un viejo que siente debilidad por usted. Yo, por mi parte, con el corazón roto, me batiré en retirada y buscaré otro príncipe. La señorita Laburnum quedará muy bien con calzas.

—Siento que haya tenido que venir hasta aquí para nada —dijo Polly, descolgando el vestido de la percha.

—¡Oh, no ha sido para nada! —repuso él—. He aprendido muchísimo y he encontrado un teatro para nuestra comedia musical. Cuando venía anoche hacia aquí tomé por Shaftesbury y vi que el Phoenix estaba libre, así que lo arreglé con el propietario, que es un viejo amigo mío con el que hice El rey Lear, para que nos lo cediera para representar La bella durmiente. Si cambia de opinión…

—No lo haré.

—Si cambia de opinión —repitió tenaz—, estaré allí esta noche y mañana, entre bastidores, buscando posibles decorados e intentando anticiparme al desastre. Así que si su joven resulta ser un estúpido y un canalla y lo reconsidera…

—Sé dónde encontrarle —le dijo ella rápidamente, metiéndose detrás del biombo—. Ahora, lo siento de veras, pero tengo que cambiarme. Adiós. —Se quitó la bata y la dejó en el biombo—. Salude a todos de mi parte, ¿quiere?

—Sí, mi señora —dijo sir Godfrey, y menos mal que estaba detrás del biombo y no pudiera verle la cara, porque esa era la última frase de la escena final de lady Mary con Crichton. Tuvo que apretarse el vestido contra el pecho para no tenderle impulsivamente la mano, tal como habría hecho lady Mary, para evitar decir: «Nunca lo abandonaré.» Tragó saliva—. Dígales que mucha mierda —dijo débilmente.

No obtuvo respuesta y, cuando se asomó por un lado del biombo al cabo de un momento, ya se había ido. Mejor, porque de eso iba la última escena de El admirable Crichton, de amantes que se separaban. Además, eso era lo que ella quería, ¿no? Lo que…

Las chicas entraron en tromba, cogieron los trajes y se sentaron para retocarse el maquillaje.

—No me extraña que no quieras salir con los que te esperan a la puerta —le dijo Cora—. Tienes los ojos puestos en alguien mucho mejor, ¿verdad?

Polly no respondió. Se puso el vestido y se volvió para que Hattie le subiera la cremallera.

—Lo que no entiendo es qué haces en la AESN —le dijo esta última—. Él podría conseguirte un papel en una obra de verdad.

Reggie se asomó nuevamente.

—Telón.

Polly corrió al escenario, contenta de tener algo en lo que ocupar la mente para no pensar en sir Godfrey.

Cuando salió de escena, el señor Tabbitt le dijo que se pusiera su vestido de Bombardeo Adelaide.

—¿Qué hay del número del globo de barrera?

—Cora puede hacerlo —repuso él—. Tengo el presentimiento de que esta noche los bombardeos van a ser duros.

No se equivocaba. Polly apenas tuvo tiempo de enfundarse los bombachos antes de que las sirenas sonaran y fue un bombardeo espantoso, casi todo de bombas de alto impacto. Mientras se ponía el uniforme de enfermera para el número del hospital, el corazón le daba un salto con cada una que caía. ¿Y si había alejado a sir Godfrey demasiado pronto? «No tendría que haber hablado con él —pensó—. Tendría que haberle cerrado la puerta en las narices.»

Tabbitt llamó a la puerta y se asomó.

—Las bombas están poniendo nervioso al público. Necesito que vuelvas a salir. —La mandó a enseñar otra vez los bombachos.

—Esto no me gusta —dijo Hattie nerviosa cuando Polly volvió—. La última ha parecido que caía en el edificio de al lado.

—Ha caído a dos calles de aquí —dijo Reggie, poniéndose el uniforme de general—. En Shaftesbury.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Hattie.

—Estaba fuera, fumándome un pitillo, y el vigilante me lo ha dicho. Han alcanzado el Phoenix.