Solo se veían las cimas de las torres del palacio, y únicamente desde bastante distancia.

Solo se veían las cimas de las torres del palacio, y únicamente desde bastante distancia.

La bella durmiente

Gales, mayo de 1944

El campo de prisioneros no estaba cerca de Portsmouth. Estaba en Gloucestershire. Ernest y Cess se pasaron la noche entera en el coche para llegar.

Se perdieron dos veces: una porque no veían nada en el apagón y la segunda por la ausencia de indicadores.

—De hecho, nos conviene —dijo Cess, luchando con el mapa—. Si hubiera indicadores no podríamos hacer esto.

«Si no encontramos al coronel, tampoco seremos capaces de hacerlo», pensó Ernest con irritación. No esta tan cansado desde aquel interminable día en Saltram-on-Sea. Si hubiera tenido a mano el Lady Jane, se habría acurrucado gustoso en su bodega, pero no estaban siquiera cerca del agua… ni de nada.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos? —le preguntó a Cess.

—No. No encuentro… ¡Oh, maldita sea, he cogido el mapa que no es! —Desplegó otro, lo estudió, y luego miró la carretera—. Vuelve al último cruce —le dijo. Mientras Ernest obedecía, añadió—: Acabo de tener una idea. Podríamos perdernos.

—Ya nos hemos perdido.

—No… Me refiero a cuando hayamos recogido al coronel Von Sprecht. Podemos fingir que no sabemos dónde estamos.

—No nos hará falta fingirlo —dijo Ernest. Habían llegado al cruce—. ¿Por qué carretera tomo?

Cess lo ignoró.

—Tú puedes decir: «¿Dónde estamos?» Yo te responderé: «En Canterbury» Tú dirás: «Dame el mapa», y ponemos el mapa de manera que pueda verlo y luego discutimos acerca de nuestra posición. La gente siempre dice cosas indebidas cuando discute, y sería mucho más creíble eso que no que yo diga: «Aquí estamos, en Canterbury», sin que venga a cuento. ¿Qué opinas?

—Opino que deberías decirme por qué carretera ir.

—Prueba la de la izquierda. ¡Oh! Vamos a necesitar un código por si tenemos que decirnos algo que no queremos que oiga. Por ejemplo, yo digo: «Me parece que hemos pinchado.» Entonces tú paras el coche y nos apeamos para hablar.

—No. Un pinchazo lo notaría. ¿Qué tal: «El motor hace un ruido raro»?

—Sí, eso está bien. Habrá que levantar el capó y así evitaremos que pueda leernos los labios. Si te digo que he oído un ruido, te paras… No, ahora no. ¿Por qué paras?

—Porque es evidente que no era la de la izquierda —dijo Ernest, señalando la carretera, que terminaba en un prado lleno de ovejas.

—Ah. Lo siento. —Cess consultó nuevamente el mapa—. Vuelve otra vez al cruce y ve por la de la derecha.

—No tienes la menor idea de dónde estamos, ¿verdad? —le dijo Ernest mientras daba la vuelta.

—No —admitió alegremente Cess—, pero ya clarea. Nos será más fácil encontrar el camino.

De haber sabido que se pasarían horas y horas deambulando por Gales de aquella manera habría insistido en entregar sus artículos en la redacción del Call a la ida. No les habría llevado ni media hora y al menos algo habría sacado de aquel maldito viaje. Seguro que no tendría ninguna oportunidad de preguntar por el paradero de Denys Atherton. Ni siquiera había nadie a quien pudiera preguntar dónde estaba el campo de prisioneros.

—Ahora, ¿por dónde? —preguntó.

—A la izquierda… No, a la derecha —dijo Cess, inseguro—. No. Ve todo recto. —Señaló hacia delante—. Ahí está el campo.

Ernest condujo hasta la puerta.

—Repasemos. ¿Quiénes somos?

Cess comprobó la documentación.

—Yo soy el teniente Wilkerson y tú el teniente Abott.

—Se presentan los tenientes Abbott y Wilkerson para recoger al coronel Von Sprecht —le dijo Ernest al centinela.

El hombre echó un vistazo a sus documentos, se los devolvió y los mandó a la oficina del comandante del campo.

—Informaré al comandante de su llegada —les dijo el sargento que estaba en la oficina—. Por favor, esperen aquí. —Y entró en el despacho del jefe.

Al cabo de una hora, seguían esperando.

—¿Por qué tarda tanto? —preguntó impaciente Cess. Se levantó y se acercó a mirar por la ventana—. ¿Y si se despeja?

—Según el parte seguirá nublado todo el día y por la tarde lloverá —le dijo Ernest, mirando hacia la carretera por la que ya tendrían que haberse marchado. Cruzaba la zona de los preparativos para la invasión y Denys Atherton estaba allí, por alguna parte. ¡Si pudiera encontrarlo!

—¿Y si el parte se equivoca? El del día de ese maldito depósito de gasolina de Dover se equivocó. Decía que haría buen tiempo todo el día y casi nos ahogamos. Si hoy hace buen tiempo, el coronel podrá deducir por la posición del sol en qué dirección vamos, le digamos lo que le digamos.

—No hará buen tiempo. Deja de preocuparte —le dijo Ernest, sin dejar de pensar en Atherton. ¿Cómo iba a buscarlo con un prisionero alemán en el coche? Aun en el caso de que diera con un modo de preguntar por él que contentara a Cess, nadie debía mencionar dónde estaban ellos realmente, porque no podía arriesgarse a estropear la misión.

Deseó por milésima vez saber si los historiadores podían influir en los acontecimientos y qué engaños de Fortitude Sur habían surtido efecto. ¿Se habían creído los alemanes lo que les había contado Von Sprecht? ¿Le habían preguntado algo? ¿Habían tomado por verdaderas las fotos falsas de las operaciones y los artículos estratégicamente insertados en el Call, el Shopper y el Banner? ¿Cuáles? ¿Los que tendría que haber entregado en el Call el día anterior?

—Se están abriendo las nubes, no cabe duda —dijo Cess—. Estoy seguro de que veo un trozo de cielo azul. ¿Y si intenta escapar?

—¿Quién?

—El prisionero, ¿quién va a ser? ¿Y si intenta huir corriendo? O matarnos. Puede que sea peligroso…

—Está enfermo —le recordó Ernest, mirando ceñudo el mapa—. Por eso lo van a repatriar y, si fuera peligroso, no nos habrían encargado a nosotros su custodia.

—¿Y tú qué sabes? Acuérdate del toro del granjero…

—Irá esposado. Ven aquí y enséñame el camino que debo seguir.

Cess le indicó la ruta sobre el mapa.

—Cruzaremos Winchester… como si fuera Canterbury… y luego iremos hacia el sur, a Portsmouth, para poder ver el ejército invasor y luego…

—No podemos ir por Winchester —objetó Ernest—. La catedral de Winchester no se parece en nada a la de Canterbury. Tendremos que dar un rodeo.

Cess asintió y anotó algo en el mapa.

—Y será mejor que no nos acerquemos a Salisbury porque podría reconocer el chapitel.

—Que se ve desde kilómetros de distancia —dijo Cess, frustrado—. Voy a tener que rehacer toda la ruta.

«Bien. Así no estarás mirando todo el tiempo por la ventana.» Cess lo estaba poniendo nervioso. ¿Qué los estaba entreteniendo tanto? A aquellas alturas ya podrían haber repatriado a todo el dichoso Ejército alemán.

Cess estableció una nueva ruta, se la describió a Ernest y volvió a asomarse por la ventana para ver el cielo.

—¿Y si los americanos han colocado postes de señalización? Si el coronel se entera de dónde está…

—No lo han hecho. Deja de preocuparte y cállate ya. Tengo que memorizar el camino antes de que lo traigan.

Ernest logró tener cinco minutos de silencio, pero luego Cess le dijo:

—¿Cuánto se puede tardar en firmar unos documentos? No nos estarán investigando a nosotros dos, ¿verdad? ¿Y si Algernon no le ha dicho al comandante del campo lo que se trae entre manos y, cuando se enteren de que no somos quienes decimos ser, nos toman por espías?

—Es que somos espías.

—Sabes perfectamente a qué me refiero.

—Ni nos van a tomar por espías ni va a mejorar el tiempo. Deja de darle vueltas a todo. ¿Nunca has visto una película? Se supone que los espías no se ponen nunca nerviosos.

—Pero y si…

Se abrió la puerta y salió el sargento, seguido por el comandante del campo, dos guardias, entre los cuales iba el prisionero, que llevaba su uniforme de oficial alemán.

Ernest estaba equivocado: no iba esposado. Pero no había necesidad de que llevara esposas porque tenía la cara gris y se apoyaba pesadamente en sus guardianes.

—Tenientes —dijo el comandante, saludándolos con una breve inclinación de cabeza, y luego se volvió hacia el prisionero.

—Coronel Von Sprecht, va a ser repatriado a Alemania gracias a un programa de la Cruz Roja suiza. Estos dos oficiales lo llevarán en coche hasta Londres, donde será entregado a la Cruz Roja y devuelto a Alemania.

El coronel no dio señales de haber entendido lo que le había dicho el comandante. ¿Y si Tensing estaba equivocado y no hablaba inglés?

Pero, cuando el comandante le preguntó:

—¿Ha entendido lo que le he dicho, coronel?

Respondió, cuadrándose y sin rastro de acento alemán:

—Lo he entendido perfectamente.

Sin embargo, los guardias casi tuvieron que cargar con él hasta el vehículo. No parecía lo suficientemente fuerte para sobrevivir al viaje en coche y, mucho menos, al viaje en barco.

Por lo visto Cess era de la misma opinión porque, cuando los guardias dejaron al coronel instalado en el asiento trasero, le preguntó a Ernest:

—¿Y si se muere por el camino?

Los dos subieron al coche y Ernest puso en marcha el motor y ajustó el retrovisor para poder vigilar al coronel, que se había arrellanado, con los ojos cerrados.

«Si sigue así todo el camino, el plan no habrá servido para nada», pensó Ernest, conduciendo hacia Swindon sin dejar de echar de vez en cuando un vistazo al coronel, que permanecía con los ojos cerrados.

Cuando entró en la población se puso nervioso. Si quedaba un solo letrero que indicara que aquello era Swindon…

Pero los temores de Cess de que los americanos hubieran señalizado eran infundados y Defensa Civil o quien se hubiera encargado de eliminar los letreros al principio de la guerra había hecho un buen trabajo. No había ningún letrero en la estación de tren ni ninguna flecha que indicara el centro de la ciudad.

—Esto es Brede, ¿verdad? —le preguntó Cess, mirando el mapa. Cuando Ernest asintió, añadió—: En el siguiente cruce, ve hacia el norte, hacia Horns Cross, y toma por la carretera de Oxney hasta Beckley.

—Sssh. ¿Y si te oye el coronel? —susurró Ernest.

—Tranquilo, que duerme —dijo Cess, mirando hacia atrás—. No vamos a parar en Nounsley, ¿verdad?

—¿Por qué?

—Conozco a una chica de allí. Una Wren. Se llama Betty y es la conductora del general Patton.

—Yo creía que el cuartel general de Patton estaba en Essex… En Chelmsford.

—Y lo está. Pero a la chica la han alojado en Nounsley y tiene una casera muy comprensiva. ¿Qué me dices?

—Que no —replicó Ernest—. No podemos detenernos en Nounsley, ni tampoco en Dover. Sabes perfectamente que tenemos órdenes de llevar al prisionero directamente a Londres y entregarlo en el Ministerio de Guerra.

—Calla… —le dijo Cess, indicando con el pulgar el asiento trasero—. Está despierto.

Ernest echó un vistazo por encima del hombro y dijo:

—Coronel Von Sprecht, ¿va cómodo ahí detrás?

—Sí. Gracias —repuso el alemán.

—Si necesita algo, señor, pídanoslo. Tenemos órdenes de cuidar de usted.

—¿Le apetece un té? —le preguntó Cess, enseñándole el termo.

—No, gracias.

—¿Un cigarrillo?

—No —se limitó a decir, aunque por lo menos estaba despierto y miraba lo que ellos querían que viera: campamentos de tiendas y vehículos militares y equipo. Ernest había estado preocupado por si serían capaces de seguir la ruta establecida sin la ayuda de los postes de señalización, pero daba igual por qué carretera tomaran. Todas, incluso las más estrechas, estaban llenas de barracas o de jeeps estacionados parachoques contra parachoques o de cañones antiaéreos. Uno de los prados estaba lleno de rodadas de tanque, como las que ellos habían creado con tanto cuidado en aquel campo. Solo que los tanques semiescondidos bajo los árboles y al fondo no eran de pega sino auténticos, al igual que los montones piramidales de bidones de gasolina y de cajas de munición. Pero, cuando Ernest miró por el espejo retrovisor, el coronel volvía a estar con los ojos cerrados. No tendrían que haber ido en aquel coche tan cómodo.

—Coronel Von Sprecht —le dijo—. ¿Tiene frío ahí atrás? ¿Quiere una manta?

—No —respondió, sin abrir los ojos.

—Hace bastante frío para ser mayo —comento Ernest y, como el coronel no contestaba, Cess preguntó:

—¿En Alemania hace este tiempo?

Silencio.

—¿De qué zona de Alemania es usted? —le preguntó Ernest, y el coronel se puso a roncar.

«No puedes dormirte —pensó Ernest—. Estamos haciendo esto por tu bien.»

Se metió en un socavón lleno de barro, pero ni siquiera la sacudida despertó al coronel. Si paraba se despertaría, pero todos los campos por los que pasaban estaban llenos de soldados desfilando en formación, cargando suministros, haciendo cola a la puerta de tiendas-refectorio. Era probable que alguno de ellos fuera a preguntarles si necesitaban indicaciones, así que a Ernest no le quedó otro remedio que seguir en marcha, pasando por delante de lo que supuestamente el coronel debía ver.

Había un pueblo más adelante.

«Bien. Habrá un garaje y pararé para repostar», pensó. Sin embargo, era un pueblo de una sola calle y justo enfrente tenían… ¡un indicador! Estaba lo bastante cerca para poder leerlo y no tenía bocacalle alguna por la que tomar.

Echó un vistazo por el retrovisor, con la esperanza de que el bueno del coronel siguiera dormido. No era así, y no tardaría nada en ver el indicador.

—¡Mira! —dijo Ernest, señalando hacia el otro lado de la calle—. ¡Paracaidistas!

—¿Dónde? —preguntó Cess, que se inclinó hacia él para verlos.

El coronel siguió su mirada.

—Ahí —dijo Ernest, señalando—. Oí que los americanos planeaban lanzar a doscientos paracaidistas en la zona del paso de Calais la noche previa a la invasión. —Y, mientras Cess y el coronel miraban hacia el cielo, pasó como un rayo por delante del poste indicador.

Le había entrado el pánico innecesariamente. Una flecha indicaba «Berlín» y la otra «Los buenos Estados Unidos». Casi deseó que el coronel hubiera leído aquello, pero cuando volvió a mirar hacia el asiento trasero, el coronel tenía los ojos cerrados de nuevo. Ernest condujo otro kilómetro y luego paró en un stop, delante de un campo lleno de aviones.

—Creo que nos hemos equivocado de carretera. Ya hemos pasado antes por delante de esos aviones —dijo.

—No. Estos son Hurricanes —dijo Cess—. Los de antes eran Tempest.

—Que no. Me parece que tendríamos que haber tomado hacia la izquierda en el último cruce.

Cess seguía sin pillarlo, así que añadió:

—Nos hemos perdido.

—¡Oh! —A Cess se le encendió la bombilla—. No. Vamos bien por aquí. —Desplegó el mapa—. Mira, estamos aquí. Pasaremos por Newchurch y Hawking si seguimos.

—Venga, déjame ver el mapa —dijo Ernest, arrebatándoselo y sosteniéndolo de modo que el coronel pudiera verlo—. ¿Dónde dices que estamos?

—Aquí, justo al norte de Newchurch —dijo Cess, señalándoselo—. Mira. Aquí está Gravesend, donde hemos recogido al coronel. Hemos pasado por Beckley y luego tomado por la carretera de Oxney.

Ernest miró por el retrovisor. El coronel miraba interesado el mapa mientras Cess indicaba el camino.

—Y esta es la carretera por la que ahora vamos. Por ella llegaremos a Dover y, desde allí, tomaremos por la antigua carretera de Kent hacia Londres.

—Tienes razón —convino Ernest. Puso en marcha el motor y metió primera. Patinó. Sacudió el cambio de marchas adelante y atrás y por fin metió la marcha atrás.

Salió a la carretera y continuó, pasando por más campos y almacenes y por tantos aeródromos que perdió la cuenta, tan llenos de P-51 y DC-3 que las alas se tocaban.

—Dios mío… ¿has visto eso? —dijo Cess, asombrado.

Ernest no estaba seguro de que aquel despliegue fuera solo para el coronel. Sabía que el Día D había sido un proyecto de gran envergadura, pero la magnitud de los preparativos era apabullante: había miles y miles de aviones, tanques y camiones, y toneladas de equipo.

A medida que avanzaban, el coronel parecía más y más taciturno. Se estaba desinflando como uno de sus tanques de goma.

«Sabe que no tienen manera de ganar contra esto», pensó Ernest. Se preguntó si aquello formaba también parte del plan, si el propósito de aquel paseo era no solo engañar a Von Sprecht para que creyera que invadirían por Calais, sino también enseñarle el poderío imbatible de las fuerzas aliadas y convencerlo de la inutilidad de la resistencia alemana.

Si así era, estaba funcionando. Parecía más derrotado a medida que iban pasando los kilómetros.

Sin embargo, no era el único impresionado por las ciudades de tiendas de campaña, por los escuadrones, compañías y batallones desfilando por los campos y apretujados en los camiones que adelantaban.

«Nunca seré capaz de encontrar a Atherton en todos estos campamentos llenos de hombres.» Atherton podía estar en cualquiera de los cincuenta campos por los que habían pasado o en uno de los centenares de campamentos provisionales. Ernest no tendría modo de encontrarlo en cinco semanas… mejor dicho, en tres, aunque echara a Cess y al coronel del coche y se pusiera a preguntar por él a todo soldado que viera desde aquel mismo momento hasta el cinco de junio.

—Un tipo al que conocí decía que hay un millón de hombres en esta zona de Inglaterra —dijo Cess—. ¿Crees que tiene razón?

«No —pensó Ernest con amargura—. Hay dos millones.»

—Quiero decir que… Parece que Kent vaya a hundirse con tanto peso. A lo mejor para eso son los globos de barrera —comentó Cess, señalando los centenares de artefactos plateados que había en el cielo—. Para mantener a flote Inglaterra. —Sonrió—. No puede faltar mucho para llegar a Dover —añadió, consultando el mapa. O sea, a Portsmouth.

Iban según lo previsto, a pesar de haber empezado con retraso. Al menos algo salía bien. A aquel ritmo llegarían a Londres a las tres y podría entregar los artículos al señor Jeppers antes de que se acabara el plazo del Call.

Había hablado antes de tiempo. Medio kilómetro más delante se toparon con un convoy de camiones lentísimos. Iban detrás de un cuatro por cuatro con la capota de lona que no los dejaba ver nada y cada vez más despacio, a paso de tortuga.

—¿Tú ves lo que pasa? —le preguntó a Cess.

—No. —Bajó el cristal de la ventanilla y se asomó—. Hemos llegado a un pueblo. A Burmarsh, creo.

La caravana se detuvo entre la iglesia y un pub, sin dejarles espacio para adelantar. Cess volvió a asomarse y luego se apeó y fue hasta la parte delantera del camión para ver qué pasaba.

—Esto no pinta bien —dijo cuando volvió—. Hay vehículos, tanques y artillería hasta donde alcanza la vista y no parece que vayan a avanzar pronto. Hay hombres sentados en los capós de los camiones tomando té y comiendo bocadillos.

—Tendremos que volver por donde hemos venido —dijo Ernest.

Cess asintió y cogió el mapa. Ernest intentó meter la marcha atrás. El motor rugió y luego se caló. Algo se movió delante del coche y levantó la cabeza. Un policía militar estadounidense se les acercaba.

«¡Dios!» ¿Y si les preguntaba hacia dónde iban? Ernest sacudió la palanca del cambio de marchas, intentando volver a meter primera, pero nada.

—Cess —le dijo a su compañero, mirando por el retrovisor. Ojalá que el coronel se hubiera quedado dormido otra vez. No. Estaba despierto y observando todo con interés—. Cess, sube la ventanilla antes de que el coronel pille un resfriado. ¡Cess!

—¿Qué? —preguntó Cess distraído, con el mapa delante de la cara.

El policía militar ya casi había llegado a su altura y Ernest forcejeaba para meter una marcha, cualquier marcha.

—¡Sube el maldito cristal, Cess!

—¿Qué? —Por fin alzó la vista, pero demasiado tarde.

El policía militar ya estaba junto a la ventanilla.

Cess miró a Ernest con cara de pánico.

—Hay un soldado…

—Ya lo he visto —repuso secamente Ernest, dándole una última sacudida a la palanca de cambios, desesperado. Consiguió meter la marcha atrás, soltó el embrague y el motor se ahogó.

El policía militar se asomó al interior del coche.

—No puede seguir por esta carretera, señor. Está llena de soldados y equipo. Tendrá que volver atrás.

—Está bien —dijo Ernest, volviendo a poner en marcha el motor—. Lo siento.

—¿Dónde tiene que ir, señor?

«No digas que a Portsmouth —le ordenó mentalmente a Cess—. Ni a Dover.»

—A Bunbury —dijo Cess.

—Enseguida nos vamos, cabo —dijo Ernest. Apoyó el brazo en el respaldo del asiento, miró hacia atrás y vio un semioruga que paraba.

—¿A Bunbury, señor? —repitió el policía militar—. ¿No se refiere a Banbury?

Aquello estaba cerca de Bletchley Park.

Ernest se inclinó por delante de Cess.

—Me temo que estamos bloqueados. ¿Puede pedirle al vehículo de detrás que se mueva?

El policía militar asintió, pero el conductor del semioruga ya había tomado la iniciativa y se apartó a un lado de la carretera.

«Bien», pensó Ernest, y arrancó marcha atrás. Justo en ese momento vio un jeep conducido por una Wren detenerse detrás de ambos vehículos.

—Bunbury está cerca de Bracknell —le estaba diciendo Cess al policía militar, que había vuelto a asomarse al interior del coche—. Al oeste de Upper Tensing.

—¿Upper Tensing? ¿Eso no está cerca de P…?

—Está cerca de Lower Tensing —lo cortó Cess a la desesperada.

Estaban a un paso del desastre. Ernest tenía que alejar al policía militar del coche como fuera y llevarlo donde no pudieran oírlos para explicarle su misión. Agarró los documentos y abrió la puerta, pero había apenas unos centímetros entre su vehículo y el semioruga y, mientras intentaba apearse y situarse al otro lado del coche, el policía militar podía decir algo inconveniente y él no podría impedírselo. De hecho el hombre ya estaba diciendo:

—Nunca he oído hablar de esos sitios. ¿Están en la carretera de Por…?

—Buscamos al capitán Atherton —lo interrumpió Ernest, inclinándose hacia la ventanilla por delante de Cess—. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

Cess lo miró con un alivio que esperaba que el policía militar no viera.

No lo vio. Se había quitado el casco y se rascaba la cabeza.

—¿El capitán Atherton?

—Sí. Nos han dicho que está por aquí.

—¿A qué se debe el atasco? —preguntó la Wren del jeep, acercándose al policía militar—. ¿Por qué hemos parado?

—No puede seguir por aquí —le dijo el hombre, y Ernest aprovechó la ocasión para apearse, echar mano de los documentos y situarse al otro lado del vehículo, donde el policía militar le estaba explicando a la Wren que debía dar la vuelta—. Una división entera se traslada al campamento —le decía—. No tiene usted manera de pasar.

La mujer parecía molesta.

—Tengo que llegar a Por…

—Tengo que hablar con el capitán Atherton inmediatamente —rugió Ernest—. Lléveme a un teléfono de campaña. Ahora mismo, soldado.

—Sí, señor —respondió el policía militar.

—¡Espere! —exclamó la Wren—. ¿Qué hay de…?

—¡Y mueva ese jeep, teniente! —le ordenó a la joven.

—Por aquí, señor —le indicó el soldado, y Ernest pasó al lado del camión—. Ahora mismo le paso con el capitán Atherton, señor.

«Ojalá fuera cierto», pensó Ernest, siguiéndolo.

Habría sido una maravilla que el policía militar cogiera el teléfono de campaña e intentara localizar a Atherton, pero no se atrevía; estando como estaban rodeados de centenares de soldados, cualquiera podía pronunciar la palabra «Portsmouth» en cualquier momento. Daría igual que encontrara a Denys si Von Sprecht le contaba a Hitler que se estaban congregando las tropas en el suroeste de Inglaterra. Tenían que alejarse de allí, y rápido. Así que, en cuanto estuvieron lo bastante lejos, porque Cess todavía no había subido el maldito cristal de la ventanilla, Ernest le dijo al policía militar en un susurro:

—Estamos en una misión especial para la Inteligencia británica. Es imperativo que lleguemos a Portsmouth a las 14.00. —Sacó la documentación y se la enseñó para que pudiera ver las palabras «prioritario» y «ultrasecreto» estampadas encima—. Un asunto relacionado con la invasión.

El policía militar abrió unos ojos como platos.

—Sí, señor —dijo, mirando el atasco—. Me ocuparé de que aparten esos vehículos…

Ernest negó con la cabeza.

—No hay tiempo para eso. Limítese a apartar los que tenemos detrás.

—Sí, señor. —Volvió hacia el coche.

La Wren se les acercaba y parecía muy decidida.

—¿Ha apartado su vehículo? —le preguntó el policía militar.

—No, oficial. Usted no lo entiende. Tengo que llegar a Portsmouth sin falta.

Ernest echó un vistazo al coche. Por fin Cess había subido el cristal, gracias a Dios.

—Tengo que entregar un despacho muy importante —dijo la Wren, pero el soldado la ignoró.

—¿Sigue queriendo que localice al capitán Atherton, señor?

Ernest negó con un gesto.

—No hay tiempo para eso.

—¿Atherton? —se interesó la Wren—. ¿Se refiere al mayor Atherton?

Ernest se la quedó mirando fijamente.

—No —dijo el policía militar—. El teniente quiere encontrar al capitán Atherton…

Ernest lo interrumpió.

—¿El mayor Denys Atherton? —le preguntó a la joven.

—Sí —repuso ella.

«¡Dios mío!»

—¿Sabe dónde está?

—Sí. En el campamento de Fordingbridge.

—¿A qué distancia está de aquí?

—A unos cuarenta kilómetros —repuso ella, y el policía militar añadió:

—Está cerca de Salisbury.

Eso quería decir que ir ese mismo día quedaba descartado. Pero daba igual. Tenía el nombre del campamento. Si Atherton no se trasladaba a otro campamento en los próximos días… como aquella división.

La Wren rebuscaba en el bolso.

—Tengo su número —dijo, sacándolo para dárselo.

Ahí estaba. Después de tres años de búsqueda, se lo daban sin más. «No puede ser tan fácil —pensó—. Algo saldrá mal en el último minuto.»

Pero no. La Wren, sonriente, apartó el jeep y Ernest subió al coche y dijo:

—Toda la división se está desplazando al campamento desde el que partirá. Órdenes de Patton. Dice que tenemos que volver a Aylesham y tomar por otra carretera para ir a Dover.

El policía militar detuvo el tráfico hasta que hubieron dado la vuelta y la carretera de Winchester no solo estuvo libre de tráfico sino además flanqueada de fortalezas volantes B-17.

—Has estado brillante —le dijo Cess cuando pararon para comprobar un imaginario ruido del motor—. Creía que no íbamos a conseguirlo pero has salvado la situación. ¿Cómo sabías que Atherton estaba allí?

—No lo sabía —repuso, susurrando para que el coronel no lo oyera—. Ha sido un golpe de suerte. He usado un nombre de una de mis cartas al director.

—Bueno, pues ha sido un golpe de suerte enorme, desde luego. Y también ha sido una suerte que hayamos pasado entre esos bombarderos. ¿Has visto la cara que ha puesto el coronel? Está completamente desmoralizado. Lo hemos engañado por completo.

—Eso será si no pasa nada hasta Londres —dijo Ernest muy serio—. Todavía tenemos que atravesar Portsmouth.

—Querrás decir Dover —lo corrigió Cess.

—Que atravesar Dover. Puede que en el próximo atasco con el que nos encontremos no tengamos tanta suerte. Y queda Londres.

—Supongo que tienes razón —convino Cess—. Cuando crees que ya ha pasado el peligro es cuando las cosas se tuercen.

No se equivocaba.

Acababan de subirse al coche cuando las nubes empezaron a abrirse y asomó el cielo azul a retazos. Ernest apretó el acelerador, rogando que cerca de la costa estuviera más nublado. Lo estaba. Cuando llegaron a Portsmouth, algunos jirones de niebla se estaban apoderando de la carretera.

«Espero que la niebla no espese demasiado —pensó Ernest—, porque no veremos los barcos.»

Se veían perfectamente, sin embargo: transportes de tropas, destructores y acorazados atracados uno tras otro hasta donde alcanzaba la vista. De hecho, la niebla ayudaba porque ocultaba la costa y, cuando Cess vio dónde estaban los acantilados blancos de Dover, pudo señalar confiado hacia una orilla invisible y decir:

—Por ahí.

Cess canturreó:

«There’ll be bluebirds over the white cliffs of Dover…»

—¿Cuánto crees que falta para que las…? —Echó un vistazo al coronel, que cerró inmediatamente los ojos, y luego bajó la voz—: Antes de que… ya sabes.

—A mediados de julio como muy pronto —respondió Ernest. La niebla era menos densa. Tomó hacia el interior desde los muelles antes de que el coronel viera que no había acantilados, ni blancos ni de ningún otro color—. No hay que contar con el buen tiempo antes y todavía no han llegado todas las tropas estadounidenses.

—Mi hermano, que está en el Segundo Cuerpo, en Essex, dice que será en agosto, pero que —otro vistazo subrepticio al «dormido» coronel— puede que lancen un ataque en algún lugar antes para engañar a los alemanes. Gira por ahí. —Consultó el mapa—. Luego, en la siguiente calle, otra vez a la derecha y estaremos en la carretera de Kingston.

Y a salvo fuera de Portsmouth, de camino a Londres.

—Me da igual eso que dices de no confiarse demasiado —dijo Cess, jubiloso, cuando se detuvieron en la frontera de la zona de preparación de la invasión para enseñar sus papeles—. Te digo que lo hemos conseguido.

«Sí. Eso mismo creo yo.» A pesar de las tremendas dificultades y de todos los obstáculos, se había enterado de dónde estaba Atherton y todavía tenía por delante un mes. Aunque no pudiera encontrarse con él en todo ese tiempo, podía llamarlo y decirle dónde estaban Polly y Eileen.

«Tengo que hacerlo cuanto antes, aunque —pensó, mientras atravesaban Haslemere—, en caso de que su portal esté en alguna parte fuera de la zona de los preparativos o sea de una sola apertura semanal, como era la de Eileen.»

Pero ¿cómo iba a hacerlo? No podía llamarlo desde el puesto. Si Cess o Prism lo veían realizar una llamada sin autorización…

«Tengo que encontrar el modo de telefonear. Le diré a Cess que es demasiado tarde para entregar mis artículos al señor Jeppers esta noche, que la redacción del Call ya estará cerrada y buscaré la manera de ir yo solo a entregarlos mañana. Aunque así mis mensajes no saldrán hasta al menos la semana que viene» —se dijo, antes de caer en la cuenta de que ya daba igual—. «Ya no tienes que mandar ningún otro mensaje» —pensó, exultante—. «¡Has encontrado a Atherton! Basta con que lleves a Von Sprecht a Londres sin que se dé cuenta del engaño y lo entregues en el Ministerio de Guerra.»

Incluso aquello resultó sencillo. El fingido sueño del coronel se había convertido en real y Ernest aprovechó que tanto él como Cess dormían, porque Cess estaba apoyado en la puerta, con la boca abierta, para cruzar a toda velocidad Kingston y Guildford y el sur de Londres para aproximarse a la ciudad por allí donde lo habrían hecho si hubieran llegado de Dover. De ese modo no tendrían que preocuparse por si la vista de San Pablo desde el ángulo inapropiado estropeaba la misión.

Los dos seguían dormidos cuando dobló por Old Kent Road.

«Ya está —pensó—. Solo tengo que entregar al coronel a las autoridades y…»

Cess se despertó.

—¿Dónde estamos? —preguntó, adormilado. Y luego añadió—: Me parece que el motor hace un ruido raro.

«¿Y ahora qué? ¡Dios!» Echó un vistazo al coronel por el retrovisor, pero seguía dormido, y se notaba que respiraba, así que no se había muerto.

—Más adelante hay un taller —dijo Cess, señalando hacia allí.

Ernest detuvo el coche y los dos se apearon.

—¿Qué pasa? —susurró en cuanto hubieron levantado el capó.

—Nada. Tengo que mirar el mapa. ¿Dónde estamos?

—En Old Kent Road. ¿Para qué necesitas el mapa? Por aquí vamos hacia Whitehall y al Ministerio de Guerra.

—No lo llevamos al Ministerio de Guerra —dijo Cess—. Le han preparado una cena oficial… con el general Patton. El toque final. —Al cabo de un instante añadió—: ¡Oh, bien! Podemos ir por donde voy cuando entrego mis notas de prensa. Mira. —Cess le enseñó el mapa a Ernest—. Vamos por aquí hasta el viaducto de Holborn y luego por Bayswater Road hasta Kensington…

«¿A Kensington? ¡Madre mía!»

—¿Dónde es la cena?

—En Kensington Palace. Está al oeste de Kensington Gardens. Justo antes de Notting Hill Gate.