Cuando regrese la paz (como sin duda así será) y se enciendan de nuevo las luces, podremos mirar atrás y recordar agradecidos las cosas que nos alegraban y nos daban ánimos incluso en las horas más funestas.
Anuncio de un periódico de 1941
Museo Imperial de la Guerra, Londres, 7 de mayo de 1995
Cuando faltaban cinco minutos para las diez el grupo que esperaba todavía no había llegado al museo y diluviaba. El matrimonio estadounidense había renunciado a intentar emparejarlo con su hija y se había marchado a «algún lugar seco» para tomar «una taza de café decente», eso si «tal cosa es posible en este país, Calvin», lo que había sido una bendición. Sin embargo, no aparecía nadie.
«¿Y si han ido a la exposición de San Pablo en lugar de venir a esta?» —pensó—. «¿Y si me he equivocado de día y la exposición no empieza hasta mañana o se inauguró ayer?»
Cuando faltaba solo un minuto para las diez apareció un viejo guardia que abrió las puertas y lo dejó entrar en el vestíbulo a esperar.
—Hoy es el primer día de la exposición «La vida durante el Blitz», ¿no? —le preguntó.
—Sí, señor.
—Y la entrada es gratuita para los civiles que trabajaron en el esfuerzo de guerra, ¿me equivoco?
—Así es, señor —dijo suspicaz el guardia, como si sospechara que intentaba hacerse pasar por uno de aquellos supervivientes—. Puede adquirir su entrada ahí. —Señaló con un gesto la taquilla, donde seguía sin haber nadie—. La entrada al museo y las colecciones permanentes son de libre acceso. Abrimos enseguida. Hasta entonces, puede ir a la tienda de regalos. —Señaló hacia la tienda, que estaba justo al lado de la taquilla.
—Gracias, pero me quedaré en el vestíbulo. —Señaló hacia el techo altísimo, del que colgaban un Spitfire y un cohete V-2.
En cuanto el guardia se marchó, se acercó a la ventana para comprobar si alguien llegaba. Nadie. Leyó el cartel en el que se anunciaban los próximos eventos y conferencias: 18 de junio: «La batalla de Inglaterra»; 29 de junio: «Héroes ignorados de la Segunda Guerra Mundial. Una breve muestra de civiles que dieron la vida para ganar la guerra, desde el músico estadounidense Glenn Miller al genial criptógrafo Dilly Knox y el actor shakespeariano sir Godfrey Kingsman.»
El aparcamiento seguía prácticamente desierto. Consultó la hora en el reloj de la taquilla: las diez y diez.
«Sí que han ido a San Pablo», pensó, y se preguntó si acercarse hasta allí, pero tardaría por lo menos hora y media en llegar en metro y no encontrarlas ni en un sitio ni en el otro. A las diez y cuarto llegaron todas juntas. Dos furgonetas grandes aparcaron y de ellas se apearon bastantes ancianas. Estaban demasiado lejos para poder verles la cara y luego subieron la escalinata bajo los paraguas, así que no consiguió verlas bien hasta que estuvieron casi arriba del todo. ¿Y si una de ellas era Merope? No se le había ocurrido aquella posibilidad hasta aquel momento, tan empeñado como estaba en encontrar a alguien que hubiese conocido a Polly, que pudiera tener la clave acerca de dónde había ido tras dejar la pensión de la señora Rickett. Eso si se había marchado de la pensión. Si ella y Merope no habían muerto también esa noche.
Sin embargo, sus nombres no constaban en las listas de víctimas.
«No estaban en casa de la señora Rickett esa mañana —se dijo. Se lo había estado diciendo todos los días desde que estuvo delante del socavón al que había quedado reducida la pensión—. Estaban a salvo en un refugio y, cuando bombardearon la casa de huéspedes, se mudaron a otra. O, si Polly se incorporó a un equipo de ambulancia, a los alojamientos de su puesto, y una de las mujeres que está aquí hoy sabe cuál.»
Su primer impulso al ver el montón de cascotes y vigas y yeso en el que había quedado convertida la pensión de la señora Rickett había sido quedarse en 1941 para encontrarlas. Mejor dicho: su primer impulso había sido ponerse a cavar con sus propias manos para sacar a Polly. Sin embargo, hacía días o incluso semanas que había estallado la bomba y cada día que pasara buscándolas entonces sería uno al que no podría volver de nuevo, y tal vez uno de esos días fuera el día en que tendría que sacar a Polly porque, si no lo hacía, perdería la vida. Sabía demasiado bien, porque había estado en Notting Hill Gate, en Lampden Road y en Oxford Street, que con estar en la misma localización espacio-temporal no bastaba. Tenía que saber exactamente dónde estaría ella antes de ir a buscarla.
«Y una de esas mujeres puede decírmelo. Estuvieron en el mismo equipo de ambulancia que Polly o compartieron con ella refugio antiaéreo o piso.»
Pero ¿y si Merope entraba por la puerta del museo? ¿Y si no las había rescatado a ella y a Polly y seguía allí al cabo de cincuenta años?
«Si así fuera, entonces no vendría a una exposición como esta porque la guerra sería la última cosa que querría recordar.»
A pesar de todo, se situó cerca de la puerta para echar un buen vistazo a cada una de las mujeres a medida que fueran entrando. Cuando terminaban de subir la escalera se detenían para cerrar el paraguas y sacudir el agua, así que pudo verles la cara por fin.
Las primeras en entrar hablaban del tiempo.
—¡Qué lástima que llueva hoy! —dijo una.
—Pero a mis rosales les vendrá bien —repuso la otra—. Las pobres estaban completamente mustias.
Se preguntó si estaban allí realmente para ver la exposición. Eran de la edad adecuada, entre los setenta y los ochenta años, y se habían engalanado para la ocasión con vestidos y sombreros, uno de los cuales era enorme, con un ribete herbáceo. Incluso una mujer muy anciana y de aspecto frágil llevaba guantes blancos. Sin embargo, no parecía que fueran a una reunión sobre la Segunda Guerra Mundial sino más bien a una fiesta al aire libre. Además, era increíble que hubieran hecho algo más que tomar el té; desde luego, era imposible imaginárselas apagando incendiarias, desenterrando cadáveres o manejando cañones antiaéreos.
«No son ellas —pensó—. Habrán ido todas a San Pablo y estas son del Instituto Femenino de algo en su salida mensual.»
Estaba a punto de irse cuando la anciana frágil señaló con un dedo enguantado el V-1 y dijo:
—¡Oh, Dios mío! ¡Mirad eso! Es una bomba voladora. Una de esas me persiguió por todo Piccadilly.
—Espero que no esté armada —dijo la mujer que había entrado con ella, y luego gritó—: ¡Whitlaw! —Abrazó a una señora de cara agria—. ¡Soy yo! Bridget Flannigan. ¡Estuvimos en la misma brigada!
—¡Flanners! ¡Oh, Dios mío! ¡No me lo puedo creer! —Y la cara agria de la mujer se transformó con una sonrisa de oreja a oreja.
Ya no le cupo duda de que eran las mujeres que buscaba. Había llegado otra furgoneta y estaban entrando señoras en el vestíbulo a un ritmo demasiado rápido para que pudiera mirarlas bien a todas. Sacudían los paraguas, se quitaban las gabardinas y conversaban excitadamente.
Calvin no se movió de la puerta hasta que estuvieron todas dentro. Entonces se paseó por el bullicioso vestíbulo, estudiando los rostros de las que no había podido ver bien. Se llamaban de un extremo al otro de la habitación y se saludaban con grititos de alegría, sin prestarle le menor atención.
Mientras buscaba a Eileen, moviéndose entre las señoras, oyó retazos de las conversaciones que mantenían: «No ha podido venir, la pobre. El reumatismo, ya sabes…» «¿Sigues casada con tu americano? ¿Cómo se llamaba? ¿Jack?» «¿Con Jack? ¡Madre mía! ¡No! He tenido otros dos maridos desde entonces…» «… eras una conductora espantosa. ¿Te acuerdas de aquel pobre almirante estadounidense al que atropellaste?». «No era almirante, solo comandante, y no tendría que haber mirado hacia donde no debía. Si los americanos condujeran por el lado correcto de la calzada, sabrían hacia dónde mirar antes de cruzar…»
—¡Señoras! —Llevaba acreditaciones y una hoja de pegatinas en forma de estrella dorada—. ¡Señoras, por favor! Presten atención —gritó, sin éxito alguno, porque las mujeres intentaban encontrar a las amigas y buscaban caras familiares.
«Como yo», pensó, pasando por delante de la mujer de las acreditaciones para acercarse al rincón en el que cuatro mujeres a las que todavía no había echado un vistazo de cerca miraban fotografías que él suponía que serían de sus hijos o sus nietos.
Sacó la libreta y fingió tomar notas acerca del V-1 y del Spitfire mientras se fijaba en sus caras.
«¡Qué ninguna sea Merope, por favor!», rogó.
No veía sus facciones porque tenían la cabeza inclinada sobre las fotos y, hasta que no la levantaron, no pudo verlas bien.
Ninguna de las cuatro era Merope. Por tanto, no había fracasado, al menos no todavía. Aún estaba a tiempo de encontrar a alguien que supiera decirle dónde estaba Polly y de encontrarla y encontrar a Merope y sacarlas de allí a las dos. Y aquel era el lugar donde encontrar a esa persona. Todas aquellas mujeres habían vivido la guerra y la mayoría habían estado en Londres durante el Blitz. Alguna tenía que haber conocido a Polly, quizás incluso alguna de las del grupito al que había estado observando, que habían dejado de mirar fotos y estaban hablando de la guerra.
Se acercó disimuladamente para oír lo que decían y encontrar el modo de meterse en la conversación.
—¿Recuerdas cuando fuimos al baile de Biggin Hill? —preguntó la que había estado pasando las fotos a la que tenía al lado—. Y a ese piloto de la RAF… ¿Cómo se llamaba?
—Oficial de vuelo Boyd. Claro que me acuerdo. Me estuvo rogando que saliera a ver su avión —dijo, aunque costaba creer que ningún hombre le hubiera rogado que fuera a ninguna parte. Era una mujer corpulenta con la cara muy arrugada—. Y le dije que las chicas decentes no salían solas a oscuras con hombres a los que acababan de conocer, y él me dijo que estábamos en guerra y que era posible que al día siguiente los dos estuviéramos muertos…
—¡Qué original! —comentó la otra.
—Lo que más me gustaba a mí era eso de: «Es tu deber patriótico. Piensa que estás aportando tu granito de arena» —dijo una tercera, y las demás asintieron.
«No creo que este sea el momento adecuado para meter baza», pensó Calvin, observando detenidamente el Spitfire del techo.
—Entonces, ¿saliste con él? —le preguntó una.
La apelada pareció ofendida.
—No. Le dije que no iba a enredarme con un argumento tan manido y que no tenía intención de ir con él a ninguna parte. Menos mal que rechacé su oferta, porque al cabo de un momento su avión fue destruido por una bomba. No quedó nada de él, ni rastro. Le salvé la vida y así se lo dije: «Deberías estar agradecido de que sea una chica decente. Si no lo fuera, ambos estaríamos muertos.»
—¿Estaba agradecido? —preguntó secamente la segunda.
—Conocía a una chica que se desvaneció sin dejar rastro —dijo la que tenía al lado.
«Y yo», pensó él.
Era evidente que no iba a enterarse de si aquellas mujeres habían conocido a Polly solo espiando su conversación. Se les acercó con la libreta.
—¿Cómo se llamaba? —estaba diciendo la mujer—. Empezaba por «S». ¿Te acuerdas, Lowry? La alcanzó una bomba de alto impacto. La desintegró por…
—Siento interrumpirlas, señoras —dijo él—. Soy Calvin Knight. He venido para escribir un artículo sobre la inauguración de la exposición y me preguntaba si podría entrevistarlas. Todas ustedes trabajaron durante la Segunda Guerra Mundial, ¿no es así? ¿Lo hicieron todas en Londres?
—Ella sí —dijo la del pelo blanco con el cuello de lazo, señalando a la que había hablado de la chica que había desaparecido sin dejar rastro—, y ellas dos —le indicó a la arpía y a la de las fotos— eran del…
—Del Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército —terminó la arpía—. Radiooperadoras.
—¿Y qué hacía usted? —le preguntó a la del lazo.
—Bueno… —dijo, y se le marcaron hoyuelos en las mejillas—, hasta hace pocos años no habría podido decírselo. Estaba en Inteligencia.
—Era espía —dijo la arpía—. Pero yo tenía una misión incluso más emocionante. Conducía una furgoneta funeraria.
—¿Durante el Blitz?
—No. Yo soy más joven que ellas. Todavía iba al colegio en Surrey durante el Blitz. No me incorporé hasta julio del cuarenta y cuatro.
Demasiado tarde. Para entonces Polly ya habría conducido una ambulancia cerca de Croydon. Y su fecha límite habría pasado.
—¿Estuvieron las dos en Londres durante el Blitz? —les preguntó a las dos del Cuerpo Auxiliar.
—No. Estábamos destacadas en Bagshot Park —dijo la primera, y la segunda le entregó la foto que él suponía que era de su nieto.
No lo era. Era una foto en blanco y negro de dos chicas monas y delgadas de uniforme, una rubia y la otra morena, apoyadas, sonrientes, en un tanque.
—Yo soy la rubia —dijo—, y esta es Louise. —Señaló a la chica de pelo rizado que tenía al lado en la foto y luego a su amiga.
—¿Esa es usted? —le preguntó, mirando asombrado la foto. La mujer gruesa que tenía delante no se parecía en absoluto a la risueña joven de la foto.
—Sí —repuso Louise, poniéndose a su lado para echar un vistazo a la imagen—. En aquella época era morena.
Él había supuesto que reconocería a Merope de inmediato, aunque llevaba sin verla ocho años y sería mayor que antes, pero viendo aquella foto… Entre la mujer que tenía delante y la chica de pelo rizado de la foto no había ningún parecido. Había pasado demasiado tiempo.
«Demasiado tiempo.»
Era posible que Merope estuviera allí mismo, en aquel vestíbulo, tal vez a solo unos metros y que no la hubiera reconocido. Y si ella lo reconocía a él, se acercaría y le diría: «¿Dónde estabais? ¿Por qué no vinisteis?»
Seguía mirando la foto, ensimismado.
—¿Está usted bien? —le preguntó Louise.
—Está asombrado de lo poco que hemos cambiado —comentó su amiga, y todas se echaron a reír de buena gana.
—Tiene razón. Ninguna de ustedes ha cambiado un ápice —repuso, volviendo a la realidad. Les devolvió la fotografía y luego les preguntó a las cuatro cómo se llamaban «para poder citarlas en el artículo».
Afortunadamente, ninguna se llamaba Merope… ni Eileen O’Reilly, el nombre falso que había estado usando. Pero no podía pedir a todas y cada una de las señoras de aquella reunión cómo se llamaban. Entonces se acordó de la que llevaba las acreditaciones y se puso a buscarla, pero sin éxito.
No… Ahí estaba, al lado de la taquilla, conversando con la mujer a la que había visto llegar al aparcamiento. Seguramente le pedía un micrófono. Iba a hacerle falta. El ruido ambiental había subido de tono y varias de las señoras estaban haciendo trompetilla para oír, aunque cuando le preguntó a una que se había puesto un brazalete de la ARP si había estado en Londres durante el Blitz, le respondió:
—Le ruego que me perdone, pero no le oigo. Soy sorda de este oído.
Y del otro también, porque cuando le repitió, gritando, si estaba en Londres durante el Blitz, le respondió:
—¿En el Ritz? ¿Por qué en el Ritz?
Siguió hablándole a voces hasta conseguir sacarle que su nombre de soltera era Violet Rumford y luego se alejó, prestando atención a las conversaciones e intentando enterarse de los nombres, aunque muchas llamaban a las otras por sus apodos, B-1 o Foxtrot, y el resto por el apellido.
La de las acreditaciones por lo visto había conseguido un micrófono o que todas le prestaran atención, porque se estaba haciendo escuchar. Bien. Se acercó a ella.
—Escriban su nombre en la acreditación y peguen una estrella dorada en la esquina —decía, entregando tarjetas y lápices a las señoras—, y luego entren por esa puerta.
«Pero no antes de que yo haya podido leer sus nombres en las acreditaciones», pensó Colin.
—¿Qué nombre ponemos? —preguntó una señora que llevaba un sombrerito con plumas rosa—. ¿El actual o el que teníamos durante la guerra?
—Ambos —repuso la organizadora—. Y anoten a qué se dedicaban debajo.
«Gracias.» La siguió en su deambular entre los corrillos, leyendo nombres a medida que las señoras iban escribiéndolos. Pauline, Deborah, Jean. Netterton, Herley, York. Ninguna Eileen, ninguna O’Reilly, aunque la responsable evidentemente no había dado a todas las mismas instrucciones, porque varias habían puesto únicamente el nombre y solo unas cuantas habían escrito también dónde habían servido. ARP, Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, Servicio de Mujeres Voluntarias…
Ya estaban entrando desde el vestíbulo al museo. Tenía que comprar una entrada, pero seguía habiendo bastantes señoras que todavía no se habían colgado la acreditación. Walters, Redding…
A la tercera mujer le temblaba la mano cuando escribió el nombre y, al ponerse la tarjeta en el pecho, no logró descifrarlo, aunque era posible que la inicial fuera una «O». Tendría que acorralarla una vez dentro y enterarse. La cuarta, una criatura diminuta que parecía a punto de partirse en dos, todavía no había terminado de escribir su nombre, aunque no creía que pudiera ser Merope, a la que recordaba mucho más alta. Pero él había crecido desde la última vez que la había visto y en aquella época la gente todavía se encogía con la edad, ¿no?
—¿Ha dicho que pongamos en qué unidad estábamos? —preguntó la mujer.
—Sí —respondieron al unísono Walters y la del nombre ilegible, y luego se echaron a reír.
Nombre Ilegible dijo:
—¿Walters? ¿Eres tú?
Walters exclamó:
—¡Oh, Dios mío! ¡No puedo creérmelo! —La abrazó—. ¡Geddes!
Geddes. Bien. Era una «G», no una «O».
—Estuvimos destacadas ambas en Eastleigh —le dijo Geddes a Redding—. Éramos de la ATTA.
—Del Cuerpo Auxiliar Aerotransportado —explicó Walters—. Llevábamos aviones nuevos hasta los aeródromos para la RAF.
Y si habían estado en Eastleigh, ni se habían acercado a Londres y no podían haber conocido a Polly.
—¿Tú qué hacías durante la guerra? —le preguntó Walters a Redding.
—Nada tan romántico, me temo. Era granjera. Me pasé la guerra limpiando estiércol de cerdo en Shropshire.
Esto también la eliminaba a ella. Quedaba la diminuta, que por fin había terminado de rellenar la tarjeta y se la había puesto: «Señora de Donald Davenport», leyó y, debajo, «Teniente Cynthia Camberley». Dejó escapar un aire que no sabía que hubiera estado reteniendo.
Merope no estaba allí, gracias a Dios, pero seguía sin tener ni idea de dónde había estado Polly y no había encontrado todavía a nadie que pudiera saberlo. Camberley, que había dicho que estuvo en Londres durante el Blitz, estaba entrando con las demás. La siguió, se acordó de que no había comprado la entrada y corrió hacia la taquilla, pero en el tiempo que tardó en sacar la entrada y volver, las mujeres habían desaparecido.
Justo al otro lado de la puerta había un cartel rojo con flechas que indicaban las distintas exposiciones: «La batalla del Atlántico Norte», «El holocausto», «La vida durante el Blitz». Siguió la última y recorrió un pasillo hasta una puerta protegida con sacos de arena. Había cubos de agua delante de los sacos, con una bomba de extinción. Encima del dintel, ponía: «Este fue su mejor momento. Winston Churchill.» En cuanto cruzó la puerta, sonó una sirena antiaérea. Estaba en un pasillo corto flanqueado de fotos en blanco y negro: una iglesia quemada, una hilera tras otra de globos de barrera sobrevolando Londres, una calle entera de casas bombardeadas, la cúpula de San Pablo flotando por encima de un mar de humo y llamas. El pasillo terminaba en otra puerta, cubierta con una pesada cortina negra. De detrás provenía el zumbido de los aviones y el estallido de las bombas. La cruzó. La oscuridad era absoluta. «Lo que se veía durante el apagón», decía una grabación. Intentó ver en la negrura, buscando a Camberley. No la vio, pero, a medida que los ojos se le acostumbraron a la falta de luz, distinguió dos luces redondas con tiras negras que tenían que ser los faros de un coche y, en el suelo, una línea blanca que conducía hacia otra puerta tapada con una cortina, apenas iluminada por los faros.
Camberley la estaba cruzando.
Fue hacia ella.
—¿Connor? —preguntó una mujer situada detrás de él. Se volvió y luego recordó que allí no se llamaba Connor y se quedó quieto, esperando que la oscuridad hubiera ocultado su reacción instintiva.
«Así descubrían los nazis a los espías británicos —pensó—, llamándolos de repente por su verdadero nombre.»
Siguió a Camberley.
—¿Connor? —volvió a decir la mujer, y notó que le ponía una mano en el hombro—. Sabía que eras tú. ¡Qué afortunada coincidencia! ¿Qué haces aquí?