No sabíamos dónde íbamos, así que garabateábamos breves notas y las arrojábamos a las estaciones por las que pasábamos.
MARTIN MCLANE,
sargento mayor, recordando su llegada
a casa procedente de Dunkerque
Dover, abril de 1944
—¡Kansas! —bramó el comandante Harold al oído de Ernest, abrazándolo y dándole palmadas en la espalda—. ¡No puedo creer que seas tú!
Durante treinta segundos Ernest se preguntó si sería capaz de convencerlo de que estaba equivocado, si con la barba de dos días y el acento de Cornualles podría crear las suficientes dudas y decir: «Lo siento, me temo que me confunde con otra persona.»
Demasiado tarde.
El comandante ya había visto la cara que había puesto al darse cuenta de que aquel barco era el Lady Jane.
¿Qué podía hacer ya? Si el comandante le decía a lady Bracknell…
De repente recordó que Bracknell había dicho: «Algernon pidió que usted en concreto efectuara la entrega.»
«Tensing ya sabe que conozco al comandante —pensó—, y por eso me ha enviado a mí.»
Pero ¿cómo se había enterado? Y ¿qué hacía el comandante…?
—¿Qué haces por aquí, Kansas? —le preguntó el viejo.
—¿Qué hago yo aquí? ¿Qué está haciendo usted? Creía que el Lady Jane se había hundido en Dunkerque…
—¿Hundido? —bramó ultrajado—. ¿El Lady Jane?
«Dios mío, el marinero que está en cubierta va a oírle», pensó.
—¿No deberíamos…? —le advirtió, señalando la escotilla.
—Tienes razón, amigo —repuso el comandante. Chapoteó hasta la escalerilla, subió y cerró la escotilla—. Ya deberías saber que nada puede hundir el Lady Jane, ni siquiera un submarino alemán.
—¿Qué pasó, entonces? ¿Dónde está Jonathan? —le preguntó, temeroso de la respuesta—. ¿Consiguió volver?
—¿Volver? —exclamó el comandante, sorprendido—. ¡Pero si acabas de verlo en cubierta no hace ni cinco minutos! —Abrió la escotilla y gritó—: ¡Jonathan! ¡Baja!
—Ya voy, capitán Doolittle —repuso una voz masculina, y el marinero bajó por la escalerilla, todavía con la mano inglesa en la mano y diciendo en tono de reproche—: abuelo, no debes llamarme Jonathan. Me llamo Alfred… —Calló en cuanto vio a Ernest, mirándolo incómodo y agarrando con más fuerza la herramienta.
«Este no puede ser Jonathan —pensó Ernest, mirando fijamente al marinero alto de anchas espaldas—. Es un hombre hecho y derecho.»
—Lo siento, capitán Doolittle —dijo Jonathan—. Creía que estaba solo.
—Deja ya esa bobada de llamarme capitán Doolittle —le dijo el comandante—. ¿No ves quién es? ¡Es Mike Davis!
«No debería siquiera recordarme —pensó Ernest—. Han pasado cuatro años.»
—Le conoces —le gritó el comandante—. ¡Es Kansas!
—¡Oh, madre mía! —exclamó el joven, cambiando de mano la llave inglesa para darle un apretón—. ¡Señor Davis! ¡Qué maravilla!
Una «maravilla», ese era el término correcto, en efecto. Estaban vivos. Desatascando la hélice no había conseguido que los mataran. Sobre todo a Jonathan, porque el comandante sabía perfectamente a qué se enfrentaba cuando había zarpado hacia Dunkerque, pero el chico no tenía ni idea. En aquel entonces no era más que un niño, aunque hubiese dejado de serlo.
—¡No puedo creerlo! —le estaba diciendo, sacudiéndole vigorosamente la mano—. Me alegro mucho de que haya venido. Nunca le he dado las gracias por salvarnos la vida. De no haber sido por usted, estaríamos en el fondo del puerto de Dunkerque. Y a punto estuvo de perder la vida intentando… —Calló de golpe y miró el agua en la que Ernest tenía sumergidos los pies—. Quiero decir… Lo de su pie y todo eso. Creí que tendrían que amputárselo.
«Y yo.»
—Sin usted no lo habríamos conseguido —prosiguió Jonathan—. Tendría que haberle reconocido pero… ¡está tan cambiado!
—¿Yo? ¡Mírate! ¡Eres todo un hombre!
—Tener a los torpederos alemanes detrás todo el rato te hace madurar deprisa. Pero ¿qué está haciendo aquí?
—Esa es la misma pregunta que acabo de hacerle a tu abuelo. Oí que no regresasteis a Dover de vuestro segundo viaje a Dunkerque.
—No volvimos, no —le confirmó el comandante—. Nos encargaron una misión.
—Necesitaban que fuéramos a Ostende a recoger a un oficial de Inteligencia al que no podían permitir que los alemanes lo atraparan —le explicó Jonathan—. Así que los pasajeros que llevábamos subieron a bordo del Grayhoe y nosotros nos fuimos a Bélgica.
—Luego, cuando hubimos llevado al oficial a Ramsgate, nos preguntaron si podíamos realizar algunas tareas más para la Inteligencia, como por…
—Abuelo —le advirtió Jonathan—. Esto es información clasificada. No estoy seguro de que podamos…
—¡Bah! A él podemos contárselo. ¿Verdad, Kansas?
—Kansas no. Ahora soy Ernest Worthing.
—¿Qué te había dicho, Jonathan? Apuesto a que guarda más secretos incluso que nosotros. ¿No, Kansas?
—Sí. —«Muchos de los cuales no puedo contaros ni siquiera a vosotros.»
—Muy bien. Te hemos contado lo que hemos estado haciendo desde lo de Dunkerque —dijo el comandante—. Ahora cuéntanos tú qué has estado haciendo durante estos últimos cuatro años.
«He intentado sacar a dos de mis compañeros historiadores de este siglo y devolverlos a casa. He escrito cartas al director, anuncios clasificados y esquelas con mensajes cifrados para personas que todavía no han nacido. Y he estado intentando encontrar a Denys Atherton, que está en algún punto de la zona de preparación de la invasión para que comunique a Oxford dónde están Eileen y Polly y las saquen antes de la fecha límite de esta última, que fue hace cuatro meses.»
—Me he dedicado a repartir paquetes —dijo. Cuando el comandante frunció el ceño, sonrió y añadió—: Soy el marinero Higgins. El capitán Pickering dice que está usted reuniendo una tripulación.
—¡Lo sabía! —dijo pletórico el comandante—. Le dije a Jonathan que Tensing lo pondría a trabajar.
—Se supone que no debe referirse al coronel Tensing por su nombre sino llamarlo Algernon.
—Eso es solo cuando puede haber espías alemanes cerca. —El comandante se volvió hacia Ernest—. Todos esos nombres inventados: capitán Doolittle, cabo primero Alfred… Bobadas. Querían que yo fuera el capitán Myriel —dijo, pronunciando el nombre con acento francés—. ¿Para qué? Si los boches nos atrapan, no tardarán ni dos minutos en darse cuenta de que no somos franceses. Les dije que en lugar de preocuparse por los nombres se ocuparan de que no nos atraparan. —Se volvió hacia Jonathan—: Además, Kansas sabe que se llama Tensing. Estuvo con él en el hospital. ¿Verdad, Kansas?
—Sí —repuso, intentando encontrarle un sentido a todo aquello.
Había dado por supuesto que habían conocido a Tensing en relación con las misiones que habían realizado para la Inteligencia británica y que le habían hablado de él, pero si lo conocían ya cuando había estado en el hospital…
—¿Cómo le conocieron? —le preguntó.
—Era el oficial al que recogimos en Ostende —dijo el comandante.
—Estaba grave. Tenía un disparo en la columna —dijo Jonathan.
—¿Y le hablaron de mí cuando lo traían?
—No estaba en condiciones de hablar —dijo el comandante—. Estuvo inconsciente hasta que llegamos.
—Creímos que no saldría de aquella —le confesó Jonathan—. Y luego, al cabo de ocho meses, apareció tan campante. Le buscaba a usted. Dijo que habían estado juntos en el hospital y que alguien le había comentado que nosotros lo habíamos traído de Dunkerque. Dijo que le había visto en un pueblo próximo a Oxford y luego había vuelto a perderle la pista, que si nosotros sabíamos dónde estaba y si podíamos contarle algo, sobre todo si se podía confiar en usted.
—¿Y qué le contaron?
—Le contamos que no sabíamos dónde estaba —repuso Jonathan—, pero que preguntara en Saltram-on-Sea.
Él ya conocía el resto de la historia. Tensing y Ferguson habían ido a Saltram-on-Sea y le habían dejado a Daphne la dirección que él había creído que era la del equipo de recuperación. No entendía cómo habían llegado hasta Daphne, pero siempre había supuesto que alguna de las enfermeras del hospital les habría mencionado la visita de la joven.
—Parece que le encontró —concluyó Jonathan.
—Sí que me encontró.
«O, más bien, yo le encontré a él. Fui hasta la dirección de Edgebourne que Daphne me dio, esperando encontrar al equipo de recuperación, y allí estaba él. Me llevé un susto de muerte. Pensé que me arrestaría por espionaje, pero no. Me ofreció trabajo, que en principio rechacé hasta que me enteré de que la fecha límite de Polly sería dos meses antes de la llegada de Denys Atherton.»
—¿Qué más le dijeron a Tensing? —preguntó.
—¿Qué crees que le dijimos? —le dijo el comandante—. Que eras un valiente, que nos salvaste la vida a nosotros y todos cuantos iban a bordo del Lady Jane cuando desatascaste la hélice. Y yo le dije que sería un maldito estúpido si no lo reclutaba, aunque fueras yanqui.
En Edgebourne, aquel día, Tensing le había dicho: «Vienes muy bien recomendado.» Él había supuesto que Tensing habría hablado con Hardy. Pero no. Había hablado con el comandante y con Jonathan. De no haber sido por ellos, Tensing no habría vuelto a encontrarlo después de perder su pista en Bletchley; no le habría ofrecido trabajo ni la posibilidad de encontrar a Atherton y decirle dónde estaban Polly y Eileen. No estaría trabajando en Fortitude Sur. Y aquellos dos no habrían rescatado a Tensing si él no hubiera desatascado la hélice.
—¿Lo reclutó Tensing? ¿En serio? —le preguntó Jonathan, tan excitado como cuando tenía catorce años, y Ernest se acordó de pronto de Colin Templer—. ¿Es un espía?
—Nada tan emocionante, me temo —dijo Ernest—. Cuando no estoy entregando paquetes me paso casi todo el tiempo sentado a una mesa.
»Hablando de paquetes: será mejor que le entregue el que le traigo y me vaya. —Fue a coger el petate, pero el comandante se lo impidió.
—No puedes irte todavía. No sin habernos contado todo lo que has hecho desde que nos vimos por última vez.
«Fingí tener amnesia, casi maté a Alan Turing, se me cayó encima un muro y sufrí una conmoción, fingí mi propia muerte y conocí a la reina.»
—Es una larga historia —dijo.
—Tenemos mucho tiempo. —El comandante le ofreció una silla—. Siéntate. No puedes salir con esta tormenta. ¿Quieres un café o algo de comer?
Se acordó de la comida del comandante.
—Un café, gracias. —Se sentó. Había cosas de las que quería enterarse él también.
El comandante chapoteó hasta la cafetera.
—Jonathan, a ver si encuentras ese brandy que guardábamos para cuando acabe la guerra —le dijo al nieto. Pescó una taza del montón de latas abiertas y cartas de navegación de la mesa, la llenó de café y se la ofreció a Ernest.
No parecía que hubieran lavado aquella taza desde la última vez que había estado en el Lady Jane, así que Ernest tomó un sorbo cauteloso.
«Tendría que haberle pedido comida», pensó.
—Aquí está —dijo Jonathan, trayendo el brandy—. ¿Está seguro de que quiere abrir la botella? ¿No traerá mala suerte que nos la bebamos antes de que se acabe la guerra?
—Es como si ya la hubiéramos ganado —repuso el comantante—, o lo será dentro de un mes. ¿Verdad que sí, Kansas?
Ahí estaba la ocasión perfecta para sembrar su propaganda, la ocasión perfecta para decir que la invasión no tendría lugar hasta el veinte de julio como muy pronto y de mencionar el Primer Cuerpo de Ejército estadounidense y a Patton y Calais. Más que perfecta. Si los capturaban los alemanes y los interrogaban, ayudarían a corroborar los esfuerzos de desinformación de la Inteligencia. Pero le habían salvado la vida tanto como él se la había salvado. Debía decirles la verdad, y puesto que no podía contarles quién era en realidad, podía al menos decirles la verdad en cuanto a la invasión.
—Es verdad —dijo—. Pero necesitamos que los alemanes crean que será a mediados de julio.
El comandante asintió.
—Para que Hitler no traiga los tanques. Y os hace falta que crea que será en Calais por la misma razón. —Cuando Ernest lo miró sorprendido, añadió—: Nos hemos pasado las últimas dos semanas dragando minas en el puerto de Calais para convencerlos de que la invasión llegará por allí. ¿Crees que se lo tragarán, Kansas?
—Si no se lo tragan, no ganaremos esta guerra.
—En tal caso será mejor que se lo traguen. Acerca la taza. —Añadió un chorro de brandy al café de Ernest y al de Jonathan y luego se sirvió una taza entera antes de sentarse—. Bueno, pues —dijo—, cuéntanos qué has estado haciendo.
—Usted primero —dijo Ernest, y se arrellanó, sorbiendo el café de la taza, que ni siquiera el brandy conseguía que fuera bebible, mientras escuchaba sus aventuras.
Habían transportado a refugiados judíos y pilotos derribados cruzando el canal hasta Inglaterra y entregado suministros y mensajes cifrados a la Resistencia francesa.
Tendría que haberle preocupado que lo que habían hecho aquellos dos, lo que él había hecho al desatascar aquella hélice para impedir que los alcanzara el Stuka, hubiese alterado los acontecimientos. Había estado temiéndoselo desde el rescate de Hardy. Curiosamente, sin embargo, no estaba preocupado. Había dado por muertos a Jonathan y al comandante y no lo estaban. Por tanto, quizás otras cosas que se temía tampoco fueran ciertas. Tal vez no fuera cierto que no había sido incapaz de dar con el paradero de Denys Atherton y de sacar a Eileen y a Polly antes de la fecha límite de esta última. Tal vez no era cierto que algo que había hecho esa noche en Dunkerque, ya fuera salvarle la vida a Hardy o subir a bordo al perro, hubiera llevado a la derrota. Si el comandante y Jonathan seguían con vida, todo era posible.
Aunque tal vez su estado de ánimo se debiera al alivio que sentía por el hecho de no ser un asesino… o al brandy.
—Durante los cuatro últimos meses hemos estado ayudando a cartografiar las playas de Normandía —dijo el comandante como si tal cosa.
«Cartografiar las playas. ¡Dios! Era un trabajo tremendamente peligroso.» Si los capturaban, todo aquello por lo que había estado trabajando con tanto denuedo Fortitude Sur se iría al traste.
—Te toca —le dijo el comandante—. ¿Tú qué has estado haciendo? ¿Cuánto tiempo pasaste en el hospital?
—Casi cuatro meses. Intenté ponerme en contacto con usted. Por eso les daba por muertos. Le escribí y Daphne…
—¿Nuestra Daphne de La corona y el ancla?
—Sí. Vino a verme y me dijo que no habían vuelto de Dunkerque. ¿No les han comunicado que sigue vivo?
Jonathan cabeceó.
—¿Ni siquiera a su madre?
—No. Cuando trajimos al coronel Tensing nos mandaron directamente a sembrar minas para evitar la invasión y, a nuestra vuelta, ya nos habían dado por muertos.
—Cosa que muy bien podría haber sido cierta —dijo el comandante—. Luego, cuando empezamos a realizar misiones para la Inteligencia, todo tenía que ser muy secreto y tanto daba que estuviéramos muertos para hacer la clase de cosas que querían que hiciéramos. Era solo cuestión de tiempo que nos mataran y, si la madre de Jonathan se hubiera enterado de que estaba vivo, nunca le hubiera permitido hacerlas.
Jonathan asintió.
—Así que a todos nos pareció mejor que siguieran creyendo que habíamos muerto. Supongo que te parece una crueldad.
—No —repuso Ernest, pensando en lo que les había hecho a Polly y Eileen—. Sé que a veces es necesario hacer cosas como esta.
El comandante asintió.
—Si significa la diferencia entre ganar o perder esta guerra…
«O entre sacar a Polly y Eileen de aquí o no.»
—… vale la pena el sacrificio, ¿verdad?
«Sí. Vale la pena el sacrificio. Y hablando de sacrificios…»
—Tengo que irme —dijo.
—¿Irte? ¿Con este tiempo? ¿Estás mal de la cabeza? Escucha. —Señaló hacia el techo con la pipa—. Llueve a cántaros. Vas a pillar una pulmonía. Tienes que quedarte. Puedes dormir en esa litera.
Era una oferta tentadora.
«Pero la última vez que dormiste en esta bodega acabaste en mitad del canal, camino de Dunkerque.»
—Lo siento. Tengo que hacer otra entrega —dijo, levantándose.
Se acercó chapoteando al petate, sacó el paquete y la carta y se los entregó al comandante, que abrió ambas cosas inmediatamente.
El paquete contenía una grabación fonográfica como la que Ernest había puesto en el campo del toro.
—Dice que tenemos que quedarnos aquí y equiparnos con altavoces y luego, cuando oigamos el mensaje de que la invasión está en marcha, ir a Calais, fondear y poner esto. —Agitó la grabación, que sin duda contenía los sonidos del desembarco de una fuerza invasora: traqueteo de cadenas, botes siendo arriados, hombres gritando… Con suerte, algún oficial alemán creería estar oyendo la invasión. Aquello era muchísimo más peligroso que cartografiar las playas.
—Buena suerte —les deseó sinceramente Ernest. Se puso el chaquetón, ya casi seco, y se echó al hombro el petate—. Adiós, comandante.
—Comandante no… Capitán —dijo con orgullo.
—El abuelo ha conseguido que lo acepten —explicó Jonathan.
—Felicidades, capitán —dijo Ernest, haciéndole el saludo militar.
El comandante sonrió.
—Buena suerte a los dos.
—No necesitamos suerte —dijo el viejo—. Gracias a ti tenemos el Lady Jane, que no nos dejará tirados. Saldremos de esta, mira lo que te digo.
—Espero que tenga razón —le aseguró Ernest. Le estrechó la mano a Jonathan y subió a cubierta por la escalerilla.
El viento era huracanado. Tuvo que andar inclinado por la pasarela y el muelle, temiendo que lo tirara al agua.
Cuando oyó a Jonathan detrás de él, llamándolo, pensó: «Si me ha seguido para que vuelva al barco, lo hago.» Pero lo que quería Jonathan era darle una cosa: un paquetito envuelto en hule y atado con bramante.
—¿Tengo que entregárselo a Tensing? —gritó Ernest, usando el verdadero nombre del coronel porque era imposible que alguien lo oyera con aquella ventolera.
Jonathan sacudió la cabeza, con el pelo chorreante.
—Es para mi madre —le gritó—. Por si no vuelvo. Así sabrá lo que ha pasado.
—¿Para después de la invasión? —vociferó Ernest.
—¡No! Para después de la guerra. Todos estos secretos darán igual entonces.
«No —pensó Ernest—. No darán igual.»
—Se lo haré llegar —le prometió, y se lo metió debajo de la camisa, pensando, mientras miraba cómo Jonathan se alejaba corriendo por el muelle: «Tal vez debería entregarle una carta a Cess para que la mandara.»
Pero… ¿qué pondría en ella?
Querida Eileen:
En realidad no me mataron esa noche en Houndsditch. Esperé a que bombardearan Bank Station y luego busqué un incidente al que todavía no hubiera llegado Defensa Civil y dejé mi documentación y la bufanda para que los encontraran, como en una de tus novelas de Agatha Christie. Siento haber quemado el abrigo, después de todas las molestias que te tomaste para conseguírmelo…
«No tienes tiempo para cartas —pensó—. Tienes que llegar a la estación.»
Siguió caminando bajo la lluvia. Sabía dónde estaba de cuando había llegado a Dover en septiembre, intentando llegar al portal, y ahora podía andar o cojear mucho más rápido. Sin embargo, estaba tan helado cuando llegó que tuvo que soplarse las manos entumecidas para poder meter las monedas en la ranura del teléfono y que la operadora lo pusiera con el cuartel general del Ejército británico en Portsmouth.
Llevaba más de un mes haciendo viajes al cuartel general del Ejército en Londres y llamando por teléfono, con distintos pretextos, a los campamentos del Ejército británico de todo el sureste de Inglaterra, intentando localizar a Denys Atherton, e iba solo por la mitad de la lista. Y que Dios lo ayudara si Atherton llevaba un implante L-y-A y se estaba haciendo pasar por soldado estadounidense de infantería, porque había más de 800.000 soldados americanos en Inglaterra.
La operadora lo puso con Southampton y se pasó la mitad de la tarde aguantando que lo pasaran de una oficina a otra, de un empleado a otro, para acabar enterándose de que no había ningún Denys Atherton en Southampton ni en Exeter ni en Plymouth, y para sacarle el número del interventor de Weymouth a una reacia Wren sirviéndose de su viejo acento americano. Hacía tiempo que su implante había dejado de funcionar, pero era como si el acento ya formara parte de él. Para cuando le hubo sacado el teléfono a la Wren, estaba tosiendo. No podía pasar la noche en la estación. Hacía demasiado frío y el que vendía los billetes empezaba a mirarlo con suspicacia.
Con aquel tiempo, sin embargo, no tenía esperanzas de encontrar alguien que lo llevara, de noche además, y no podía ir a ninguna pensión próxima a los muelles porque se arriesgaba a encontrarse con el comandante y Jonathan en el bar. Pero le hacía falta algo caliente, y con alcohol, para que se le pasaran los escalofríos.
«No puedes ponerte enfermo —se dijo—. Solo tienes un mes y medio para encontrar a Atherton y todavía no has difundido tu propaganda acerca de la invasión.»
Así que fue cojeando hasta un pub de las afueras en el que entabló conversación con los parroquianos, pidió un Hot Toddy y se dispuso a contar a todo el que entraba que había oído decir a dos oficiales que el espectáculo sería el dieciocho de julio y, definitivamente, en Calais.
Pero no entró nadie, a pesar de que en el pub tenían cerveza y además whisky, una rareza a aquellas alturas de la guerra. Por lo visto aquel mal tiempo era demasiado incluso para los rudos hombres de mar.
Ernest se pasó la noche bebiendo un Hot Toddy tras otro y redactando cartas imaginarias:
Querida Eileen:
Sé que dije que no debíamos separarnos, pero Denys Atherton no vino hasta después de la fecha límite de Polly y era el único modo que se me ocurrió de hacerle llegar un mensaje. ¿Recuerdas lo que te conté de Shackleton: que tuvo que dejar a su tripulación y marcharse en busca de ayuda porque, de no haberlo hecho, nadie hubiera tenido modo de saber dónde estaban y habrían muerto todos? ¿De cómo llegó a la isla y consiguió ayuda y regresó a buscarlos? Bueno, no te conté toda la historia. Cuando Shackleton llegó a la isla lo hizo por el lado equivocado y tuvo que cruzar las montañas para ir donde necesitaba ir. Lo mismo me sucedió a mí…
Y, después de otras dos copas:
Querida Polly:
Te mentí cuando volví de Manchester. La persona que fue a Saltram-on Sea preguntando por mí no era Fordham. Era Tensing. Me había estado buscando desde nuestro encuentro en Bletchley Park, pero estabas equivocada. No quería contratarme para trabajar en Ultra. Quería reclutarme para la Inteligencia y me pareció que así podría dar con Denys Atherton, aunque resultó…
Pero no podía escribirle a Polly porque su fecha límite ya había quedado atrás y estaba muerta. Llevaba muerta desde diciembre. También aquella noche se había emborrachado y había intentado llamar por teléfono a Dulwich para avisarla, pero luego se había acordado de que Polly no llegaría allí hasta pasado el Día D y había colgado. Y, cuando Cess le había preguntado qué estaba haciendo, le había dicho:
—Todavía no ha llegado. Está muerta.
Si tomaba más copas, le contaría toda la historia al camarero o, peor, la escribiría, y no debía hacerlo. Una carta no le llegaría a Polly a Dulwich porque no le había llegado. Además, si Eileen estaba allí para mandarla, entonces su plan no había funcionado: no había encontrado a Atherton ni mandado el mensaje y Polly había muerto… y si tal era el caso, entonces era mejor que Eileen no supiera que él seguía vivo, que las había abandonado para nada. No era como en el caso de Jonathan, cuya madre al menos tendría el consuelo de que tanto él como su abuelo habían muerto de manera heroica.
Se levantó tambaleándose, dejó la taza, mucho más limpia que la que le había dado el comandante, en la mesa, dispuesto a acostarse. Pero no había llegado aún al pie de las escaleras cuando entró el propietario de una granja de cerdos, sacudiéndose el agua, anunció que hacía una noche de mil demonios, un sentimiento que Ernest compartía plenamente, y pidió una pinta de cerveza.
—Y rápido —dijo—. Tengo que llevar un cargamento de puercos hasta Hawkhurst.
Ernest le pidió de inmediato que lo llevara, se subió a la caja del camión y fue recompensado por el granjero, que le preguntó dónde creía que sería la invasión y luego, sin esperar respuesta, dijo:
—Mire lo que le digo: va a ser por Calais. —Y le contó punto por punto cómo había llegado a esa conclusión durante lo que duró el viaje.
Ernest no tuvo que decir ni pío, lo que fue una suerte porque, en cuanto regresó a Cardew, Chasuble le dijo:
—¡Oh, estupendo, estás aquí! ¡Dios! ¿A qué hueles?
—A cerdos.
—Creía que ibas al mar. Bueno, da igual. Date un baño y aféitate, pero sobre todo date un baño, y ponte esto. —Le dio un chaqué y los zapatos demasiado pequeños de Bracknell, le dijo que tenía diez minutos y los arrastró a él y a Cess a otra recepción, esta para el general Montgomery.
—Pero no será Monty —dijo cuando ya iban en el coche.
—¿Qué quieres decir con eso de que no será Monty? —le preguntó Ernest, intentando atarse la corbata en el espejo retrovisor.
—Es un doble —dijo Cess—. Un actor.
«¡Oh, Dios! Salgo del fuego para caer en las brasas.»
—No se tratará de sir Godfrey Kingsman por casualidad, ¿verdad?
—Imposible —repuso Cess—. Está muerto. Le pegaron un tiro.
—No, te confundes con Leslie Howard —dijo Chasuble.
—Que no. Iba de camino para entretener a las tropas…
—Esa fue Jane Froman —apuntó Chasuble—. ¿Qué aspecto tiene Kingsman? Sea quien sea, el actor tiene que ser clavadito a Monty.
Sir Godfrey quedaba por tanto descartado. Los actores hacían maravillas con el maquillaje y las pelucas, pero no podían cambiar de estatura. Montgomery era como poco quince centímetros más bajo que sir Godfrey. Y Cess tenía razón. El general de la recepción era igualito que Monty: los mismos pómulos marcados, el mismo bigote y modales igualmente autoritarios.
—¿Estás completamente seguro de que no es Montgomery? —le susurró Chasuble a Cess cuando le hubieron sido presentados como oficiales y ayudantes del general Patton—. Es exactamente igual que el viejo.
—Estoy seguro, y tu trabajo es velar para que no se salga del papel. Monty es abstemio y este no, así que no te separes de él y asegúrate de que no toma nada más que limonada. Esto es un ensayo para ver si da el pego.
—¿Y si lo da? —preguntó Ernest, observando al elegante general conversar con los invitados, todos los cuales parecían haberse tragado el engaño.
—Entonces lo mandarán a Gibraltar para convencer a los alemanes de que la invasión será por el Mediterráneo o, si eso no se lo creen, de que no será hasta julio.
«Y supongo que yo acabaré teniendo que acompañarlo para asegurarme de que se mantiene sobrio», pensó Ernest, maldiciendo su suerte. ¿Por qué no mandaban al doble de Monty al falso escenario de la invasión y al verdadero a Gibraltar?
No se equivocaba. Le encargaron que lo acompañara, pero «Monty» no tenía que irse todavía, así que Ernest se pasó la semana siguiente arrastrando faros de automóvil por una falsa pista, bajo la lluvia, mientras en el fonógrafo sonaban motores aumentando de revoluciones, al final de la cual el resfriado que había pillado en Dover se había convertido en una gripe en toda regla. Entonces se dio cuenta de que nunca había apreciado el verdadero valor de los antivirales. Ni el de los pañuelos de papel.
Por otra parte, evitó tener que ir a Gibraltar y el médico le prescribió una semana de descanso, durante la que tuvo tiempo de ponerse al día con los artículos y sus propios mensajes cifrados, escribiendo en la cama con la máquina de escribir sobre las rodillas. «En venta poinsettias de invernadero, hibiscos y esquejes de jacinto. Ponerse en contacto con E. O. Riley, Harbor House», con la dirección de la señora Rickett. «Perdida en la estación de metro de Notting Hill Gate polvera de oro con la inscripción “Para Polly de Sebastian”.» También una crítica de la representación de La tempestad, a cargo de los Townsend Players, en cuyo reparto aparecían Eileen Hill y Mary Knottinge, con el comentario: «El naufragio con el que empieza la acción estuvo bien, pero el final no convenció, aunque este crítico espera que mejore con el tiempo.»
Un día antes de que le permitieran levantarse de la cama, lady Bracknell los mandó a él y a Chasuble a El buey y el arado para difundir propaganda sobre la invasión, así que tuvo ocasión de llamar al habilitado de Taunton mientras Chasuble flirteaba con la camarera. Sin embargo, no había ningún Denys Atherton en nómina ni allí ni en Poole, y el tiempo corría. Un piloto con el que habló en el pub le dijo:
—Sea cuando sea la invasión, no puede tardar. Dentro de tres semanas acordonarán toda la zona. Nadie podrá entrar ni salir, ni siquiera el cartero.
—Eso es para que los alemanes crean que será en junio —le dijo Ernest—. Entonces habrá un ataque, pero será solo una treta para hacer salir a los alemanes. La verdadera invasión no será hasta mediados de julio. —Pero estaba pensando: «Si no lo encuentro la semana que viene, tendré que robar el Austin e ir a Wiltshire a buscarlo.»
No tuvo que hacerlo. A la mañana siguiente Cess se asomó a la puerta y le dijo que lady Bracknell quería que los dos fueran a recoger a alguien.
—No puedo —dijo—. Debo terminar esto. Tengo que llevarlo al Call mañana a las cuatro y acabo de empezar.
—¿De qué vital noticia se trata esta vez? —le preguntó Cess, leyendo por encima de su hombro lo que tecleaba. Gracias a Dios no era uno de sus artículos—. ¿Otra fiesta al aire libre?
Ernest negó con la cabeza.
—Un baile. —Leyó—: «En el club de Bedgebury se celebrará un baile para las tropas estadounidenses recién llegadas…»
—Somos oficiales —dijo Cess—, e iremos en el Rolls de Bracknell, no caminando. No habrá barro… ni toros.
—No. Ya te lo he dicho: tengo un plazo de entrega. ¿No puede acompañarte Chasuble?
—No. Va a llevar a cenar a Daphne.
—¿No puede llevarla a cenar mañana, o pasado?
—Es que va a salir con ella pasado mañana, pero teme que no hayamos vuelto para entonces, y ya la tiene mosqueada porque tuvo que cancelar la cita cuando fuimos al Savoy por lo de Monty.
—¿Dónde tenemos que recoger a esa persona?
—No lo sé con exactitud —dijo Cess—. Lady Bracknell me ha dado un mapa y ha dicho algo acerca de Portsmouth.
Que se encontraba en pleno centro del área de la invasión, donde estaba Atherton.
—Está bien. ¿Iremos en condición de civiles?
Cess sacudió la cabeza.
—Como oficiales del Ejército.
Eso quería decir que podrían fisgar lo que quisieran en un campamento militar y que a nadie le extrañaría que un oficial preguntara dónde estaba destinado Denys Atherton. Incluso podría ordenarle al oficial de alistamiento que lo buscara en las listas. Tendría que librarse de Cess, pero durante un viaje de dos días tendría bastantes ocasiones de hacerlo, y si no se iban hasta la mañana siguiente, podría entregar sus artículos en el Call de camino.
—¿Cuándo tenemos que efectuar esa recogida?
—Mañana a las nueve de la mañana. ¿Quiere eso decir que irás?
—Sí —repuso y, en cuanto Cess se fue, tecleó: «La música correrá a cargo de la banda de la 48 División de Infantería.» Sacó la hoja del carro de la máquina, metió otra y escribió: «El señor y la señora Townsend anuncian el compromiso de su hija Polly con el oficial de vuelo Colin Templer de la 21 División Aerotransportada, actualmente destacado en Kent. Está previsto que la boda se celebre en junio.»
Cess abrió la puerta y se asomó. Se había puesto el uniforme de oficial.
—¿Por qué no estás listo aún?
—Pero ¿no nos íbamos mañana por la mañana?
—No… —dijo Cess—. Lady Bracknell quiere que salgamos ahora.
Aquello era absurdo, porque Portsmouth quedaba apenas a unas cuantas horas de distancia, pero no puso ninguna objeción. Cuanto antes llegaran mejor, y si paraban por el camino para pasar la noche, tendría todavía más posibilidades de preguntar por Atherton.
—Dame veinte minutos —le pidió.
—Diez. ¿No sabrás por casualidad dónde tenemos el mapa?
—¿No has dicho que Bracknell te ha dado uno?
—Me refiero al mapa de esta zona.
—Lo tiene Prism, creo —mintió Ernest y, en cuanto Cess se marchó, sacó el mapa de debajo del montón de papeles de su escritorio, se lo metió en el bolsillo y fue al comedor para esconderlo en el cajón de los cubiertos.
Luego fue corriendo a meter la maquinilla y el jabón de afeitar en una bolsa, le preguntó a Cess si no estaba seguro de que no lo había cogido después que Prism y volvió al despacho con la bolsa y su uniforme de oficial. Se puso a teclear otra vez frenéticamente y, antes de que Cess reapareciera con el mapa, consiguió terminar otro mensaje: «La semana pasada, la alumna Mary P. Cardle, del colegio de San Sebastián, ganó el concurso de sellos en pro del esfuerzo de guerra. Mary, de catorce años, a la que sus amigos llaman Polly, reunió el dinero para comprar los sellos haciendo recados. El director Dunworthy Townsend declaró: “Esperemos poder hacer todos tanto por el esfuerzo de guerra como ha hecho Mary.”»
—No vas a creerte dónde lo he encontrado —le dijo Cess—. ¿Por qué no estás listo todavía?
Ernest metió apresuradamente los artículos en un sobre, lo cerró y salió. Cess ya había arrancado el motor del Rolls y estaba en la carretera antes incluso de que le hubiera dado tiempo de cerrar la portezuela.
—Tenemos que entregar los artículos en la redacción del Call —le dijo, enseñándole el sobre.
—Tendrá que ser a la vuelta.
—Pero si Croydon queda de camino.
Cess negó con la cabeza.
—Antes tenemos que ir hasta Gravesend y luego volver a Dover y Folkestone.
«¿Qué?»
Si Cess había mentido sobre lo de Portsmouth lo mataría.
—¿Por qué?
—Tenemos que anotar los nombres de todas las carreteras y todos los pueblos por los que pasemos —repuso Cess.
—¿Para qué? ¿No puede Bracknell consultarlos en el mapa?
—Sí, pero no los puntos de referencia, y las distancias tienen que ser las correctas en caso de que el Alto Mando alemán venga a pasar unas vacaciones haciendo senderismo por Kent antes de la guerra.
—¿El Alto Mando…? Exactamente, ¿a quién vamos a recoger?
—A un prisionero de guerra alemán. Lo recogeremos en el campo de prisioneros y lo llevaremos a Londres. Está enfermo y la Cruz Roja lo ha dispuesto para que sea enviado a Alemania. Pero antes le daremos un paseo por Dover y la zona de Kent para que vea los preparativos de la invasión.
—¿Unos cuantos tanques de goma, aviones de madera y una refinería de tubos de alcantarillado? Eso solo engaña a un avión de reconocimiento que vuela a dos mil pies de altitud, no a un…
—No, no. Le enseñaremos los de verdad —dijo Cess—. Barcos, aviones… todo. Solo creerá estar en Kent. Por eso tenemos que ir a Gravesend esta tarde, para trazar una ruta falsa a fin de que el coronel pueda oírnos hablar accidentalmente acerca de dónde estamos.
Era un plan inteligente. Puesto que los rótulos de las carreteras de toda Inglaterra habían sido retirados, el coronel solo contaría con lo que ellos dijeran para situarse. Si lograban convencerlo de que estaba en Kent y al regresar a casa se lo contaba al Alto Mando alemán, eso contribuiría a convencer a los nazis de que atacarían por Calais.
Pero aquello daba al traste con su plan de encontrar a Atherton. No podría preguntarle a ningún soldado dónde estaba Denys sin que el coronel lo oyera. Tendría que mantenerse alejado tanto del alemán como de Cess.
—¿No decías que estaríamos fuera dos días? ¿Dónde vamos a pasar la noche? ¿En un campamento militar o en Portsmouth? —preguntó.
—Ni una cosa ni la otra. Lo llevaremos directamente a Londres.
—Pero ¿no habías dicho que no volveríamos a tiempo para la cita de Chasuble?
—Es Chasuble quien dice eso. Está convencido de que algo saldrá mal y que lo echaremos todo a perder —puntualizó Cess—. No pararemos más que para ir al baño y no debemos perder de vista al coronel ni un instante. Lady Bracknell no quiere que nos separemos de él bajo ningún concepto.